Más allá de las nubes
Crónica del encuentro del pueblo Wixárica en el cerro del Quemado.
Camino de piedra.
A sesenta kilómetros de Real de Catorce, en la frontera de San Luis Potosí con Zacatecas, la pequeña troupe del director de cine Nicolás Echevarría —a la que me he incorporado de último momento con la dudosa función de guía y para aprovechar el viaje hasta Real y cumplir así con la invitación que me ha extendido el Frente en Defensa de Wirikuta en mi condición de miembro del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad— parece naufragar bajo una tormenta de granizo que se precipita de un cielo de características bíblicas, a decir del propio Nicolás, pues el conjunto de nubes, zonas celestes y rompimientos de luz se ha convertido de un momento a otro en la atronadora metralla de un granizo que parece reeditar el advenimiento del diluvio universal.
Un día antes del ascenso al cerro del Quemado realizado por más de cuatrocientos peregrinos wixaritari, y tras una de las sequías más largas y crueles registradas en el norte del país, el cielo se viene abajo.
Con el jeep atascado a un lado de la cuneta en un lago de hielo y lodo, ante la inminente caída de la noche y aún bajo la lluvia, el productor de la expedición, el también director José Álvarez (autor entre otras obras del documental Flores en el desierto, en el que aborda la vida cotidiana de la comunidad huichola de Santa Catarina) le propone al joven camarógrafo Sebastián Hofmann embarcarse con un desconocido rumbo al poblado más cercano en busca de ayuda. Cuando una camioneta de zacatecanos festivos y cheleros, quienes se animan a puchear, como ellos mismo dicen, nuestro vehículo y logran devolverlo a la carretera, nos enteramos de que hace más de cincuenta kilómetros que pasamos el entronque con el camino de piedra que conduce a Real de Catorce; también nos enteramos de que hemos mandado a Sebastián a San Tiburcio, ya en el municipio zacatecano de Mazapil. Cuando nos dirigimos al pueblo a recuperar al camarógrafo, nos percatamos de que en esa zona no hay señal de telefonía móvil, así que decidimos estacionarnos a la salida de San Tiburcio para hacernos visibles en caso de que Sebastián haya encontrado un alma caritativa dispuesta a prestarle ayuda.
San Tiburcio está colapsado, la granizada ha derrumbado techos y anegado todas las calles; como en un hormiguero desconcertado circulan camionetas inmensas de doble tracción con vidrios polarizados y siluetas con sombrero tejano. Tras acercarme a la primera tiendita para preguntar por nuestro joven compañero, sin recibir respuesta alguna que no fuera otra pregunta: «¿Quién es usted y qué hace aquí?», veo descender de una camioneta que parece tanque a Sebastián, que más pálido que el desierto cubierto de escarcha agradece al conductor de la camioneta haberle respetado la vida. Una vez en nuestro jeep, Sebastián nos cuenta los minutos de miedo que vivió en aquella población de hombres amenazantes que le exigían abandonar de inmediato el poblado so pena de padecer «suelo». Así descubrimos que esa zona de la geografía nacional no sólo no era territorio Telcel, sino que ahí tampoco existía gobierno y que la autoridad la ostentaban los de las camionetas que patrullaban las calles escuchando corridos y tomando cerveza bajo esa lluvia de resonancias macondonianas que el desierto se bebía con una sed de espanto.
Retomamos el camino en medio de un profundo silencio; a mí me atormentaba la culpa de que mi eterna desorientación nos hubiera llevado al lado oscuro de la realidad mexicana, y con ello haber puesto en peligro a Sebastián, pero creo que todos sentíamos el vértigo que sobreviene tras un traspié al borde del abismo. Fue un alivio sentir finalmente las piedras del camino a Real en el momento en que el cielo se abrió y se hizo posible ver el mar de gobernadoras y yucas, los grandes cerros y la extensión del paisaje en el ascenso a la montaña, bañado el camino por la luz blanca de la luna que nos iluminó hasta arribar a las puertas del largo túnel Ogarrio que conduce al mítico pueblo minero.
Encuentro teiwari
La presencia de los wixaritari, de los observadores, la prensa, los activistas y los turistas que han aprovechado el puente tiene cubierta al cien por ciento la escasa capacidad hotelera de este pueblo, hasta hace poco considerado fantasma. Los pobladores de Real están acostumbrados a los peregrinos huicholes y a los adoradores del milagroso San Francisco que habita su iglesia, también a los viajeros que —con Las enseñanzas de don Juan en ristre— buscan experimentar con la mescalina que ofrece el peyote, e incluso a los ruidosos regiomontanos que maltratan el entorno y espantan a las ánimas chocarreras con sus escandalosas cuatrimotos y sus latas de cerveza que se oxidan al sol del desierto, pero esta vez observan curiosos la representación variopinta de la sociedad civil global que habla con acento chilango, porteño, catalán, madrileño, inglés, lakota, suizo e incluso moscovita. La defensa de Wirikuta ha convocado lo mismo a ambientalistas, indigenistas, antropólogos, cantantes de rock, actores, documentalistas o indígenas de Norteamérica.
En el restaurante del Mesón de la Abundancia, los recién llegados nos reunimos y compartimos pizza. Nicolás Echevarría y sus compañeros se han encontrado con el artista huichol Santos Motoaepohua de la Torre Santiago y departen en la mesa; a pesar de la presencia de Santos, cuya obra ha sido expuesta lo mismo en París que en la India, en el comedor parece organizarse un encuentro teiwari —que es el nombre que los wixaritari nos dan a los mestizos— acerca de la cultura huichola y la defensa de Wirikuta. Más tarde, algunos de nosotros nos trasladamos al bar del hotel Amor y Paz, donde Roco, vocalista de Maldita Vecindad, y Moyenei, su hermosa pareja chilena, acaban de actuar. Miguel Ángel Vázquez, ex director de la casa de cultura de Real de Catorce y viejo lobo del altiplano potosino, me sugiere que pruebe el mezcal curado con hojasé mientras la música electrónica aumenta en decibeles y él me suelta a bocajarro: «Las compañías mineras compran y alquilan tierras pero también personas; aquí, en el pueblo, somos muy pocos pero es menos el trabajo, cualquier día nos llegan al precio a todos, incluidos quines ahora mismo los reciben porque llenaron sus hoteles y restaurantes».
Regreso a mi hotel frente a la plaza del pueblo en medio de una neblina ligera pero helada; mientras recorro las calles me encuentro con cartulinas de colores perfectamente rotuladas por una sola mano que repiten el mismo mensaje: «Hermanos huicholes / el reclamo universal / es recibir la minería / respetando sus sitios sagrados / Sí a la minería». Echo de menos de pronto la presencia de las ánimas que poblaban Real cuando éste era en verdad un pueblo fantasma y no el «pueblo mágico» que se dice que es hoy por decreto gubernamental; aquel tiempo en que, como lo describe el cronista del desierto Homero Adame: «Sólo los espectros entre los callejones merodean, asomándose por las ventanas rotas y las puertas desportilladas [y] el viento por las noches sopla produciendo ruidos de ultratumba que hasta el pellejo del más valiente enchina».
Hacia el Quemado
A mediodía, en pequeños grupos, emprendemos el camino al Quemado. Unos a pie, otros a caballo o en burro. En el camino se cruzan los pasos del huarache, el tenis y la bota. Los teiwari boqueamos como peces fuera del agua, mientras los wixaritari caminan ligeros en fila india vestidos con la ropa tradicional que los identifica de acuerdo con sus comunidades de origen; son jóvenes y viejos, madres con niños de pecho y algunos jóvenes que, vestidos de mestizos, suben a grandes zancadas, como guerreros que custodian a su tribu. Los ejidatarios que rentan los caballos acicatean a los animales: son los invitados de piedra, los dueños de unas tierras rejegas que apenas dan alimento, son los nietos de los viejos mineros, descendientes de fantasmas, que ahora dudan entre tomar el camino de la nueva quimera del oro o sumarse a la lucha del pueblo wixárika. De cualquier manera, sus opciones no son muchas: recoger las migajas que la minería les deje, encaminarse al norte y buscar el trabajo y la fortuna que México les niega, sumarse a las filas de los narcotraficantes y pasar de campesinos a sicarios, pastorear algunas cabras o seguir esperando a los viajeros para ofrecerles sus escasos servicios.
A los pies del Quemado nos recibe el primer «filtro»; ahí se nos informa que por lo pronto sólo los wixaritari pueden subir al cerro donde la ceremonia ha comenzado, mientras que el resto de los invitados deberemos esperar a ser convocados más tarde. El viento amenaza con llevarse el frágil cobertizo en el que pretendemos guarecernos de la lluvia y los periodistas y camarógrafos no ocultan su malestar. Decenas de cámaras vagan desorientadas de un lado a otro, en tanto sus operadores intentan cruzar el cerco o conseguir algún salvoconducto que les permita acceder al sitio sagrado. Quien lo logra regresa aún más agraviado: «Nos echaron». Un grupo de la nación Lakota debate acerca de la identidad cultural: «Dijeron que no se admitían teiwari, pero nosotros no somos mestizos, somos tan indios como ellos». Los activistas del Frente en Defensa de Wirikuta tratan de serenar los ánimos y nos explican: «Se han reunido por primera vez autoridades, jicareros y markames de todas las comunidades, muchos no se conocen entre sí y no han dialogado nunca, hay que dejarlos encontrarse y conversar…».
Una fogata reúne a la pequeña tribu teiwari. Se escuchan algunas jaranas de jóvenes universitarios que han decidido pasarla bien a pesar de todo, y Rubén Albarrán, vocalista de Café Tacvba, canta y baila frente a una cámara. Los impacientes remuelen su protesta sin levantar la voz y el frío, que a partir de ese momento nos acompañará toda la noche, nos abraza como un nuevo compañero. Tayaupá, el dios sol, ha caído ya tras el Quemado, y entre los cerros de Real asciende una inmensa luna llena; es la diosa Takutsi de los huicholes, que ilumina el gran jardín del mundo, el inmenso templo al que hemos sido convocados. Abandonados por nuestros anfitriones, los invitados miramos por fin la conmovedora belleza de Wirikuta, la tierra que hemos venido a defender. «El desierto —escribió Fernando Benítez— que estos hombres [los huicholes] han sacralizado en sus menores detalles, es para nosotros, privados de sus claves míticas, una sucesión interminable de pueblos de adobe y llanuras desérticas». Sin embargo, aun sin conocer las metáforas mitológicas con que representan los huicholes su adoración a esta tierra, se requiere demasiada insensibilidad para no conmoverse ante una manifestación tan extraordinaria de la belleza del mundo: la bóveda celeste al alcance de la mano, la corpulencia titánica de las montañas pintadas de rojo al atardecer y azules como el mar hacia noche y, a nuestros pies, el inmenso valle del desierto potosino. La veneración del pueblo wixárica por la tierra nos recuerda a todos los presentes, ya sea desde la fe, la razón o el corazón, que esta irrupción extraordinaria de la vida sobre el mundo mineral, en medio de la inmensa soledad del universo, es el gran milagro que la humanidad parece haber olvidado.
Más allá de las nubes
Cuando los teiwari ya nos habíamos hecho a la idea de compartir nuestro pequeño apartheid bajo el influjo de la luna, aparecieron los voceros del Frente para anunciarnos que los wixaritari nos invitaban a pasar a su ceremonia con la única condición de no tomar ninguna imagen. Poco a poco la procesión de mestizos fue ascendiendo hasta el lugar de la ofrenda, la gran fogata rodeada de tres círculos concéntricos de piedras, donde, según cuenta el relato huichol, en un tiempo de tinieblas, un niño juguetón fue sacrificado en el fuego por los dioses para arder hasta convertirse en el gran sol que calienta al mundo y hace posible la existencia de la vida. La ceremonia tiene como objeto de adoración a Tetewarí, dios del fuego, en torno al que se canta, se tocan los pequeños violines y guitarras y se danza la noche entera. La tribu de los teiwari entra ansiosa, impedida de disparar sus infinitos artefactos fotográficos, a un espacio donde la ceremonia lleva realizándose cientos de años, si no es que miles.
En el centro, junto al fuego, Humberto Fernández, viejo hotelero de Real de Catorce, hombre de aspecto quijotesco y el único no huichol admitido en la ceremonia de principio a fin, alimenta el fuego con la leña que se ha subido a lomo de hombre y mula. Inútil dormir, el frío no lo permite. Así que wixaritari y teiwari nos encontramos por fin; muchos de ellos han consumido el híkuri y observan embelesados el fuego o danzan, pero otros están interesados en conversar con los mestizos. Sin la fuerza del peyote, a los teiwari nos quedan los buches de mezcal potosino de Laguna Seca y cigarrillos para mitigar el frío. «Nosotros tenemos cosas que aprender de ustedes y ustedes de nosotros —le dice un huichol nayarita al periodista Hermann Bellinghausen—, pero lo que nosotros pedimos es únicamente respeto. Si no hay respeto habrá guerra». «Guerra ya hay», le responde el periodista. Más allá, Carlos Chávez, de la Asociación Jalisciense de Apoyo a los Grupos Indígenas, la AJAGI, y una de las cabezas del Frente en Defensa de Wirikuta, explica con detenimiento el proyecto minero: «Se trata de más de veinte concesiones concedidas por el gobierno mexicano a la compañía canadiense First Majestic, con lo que se pretende explotar 6 326 hectáreas, más o menos 70% de Wirikuta. Ellos hablan de vetas muy superficiales e indeterminadas, por lo que su explotación requiere la extracción de enormes cantidades de tierra cerca de la superficie, material que deberá ser lixiviado con caudales de agua y el uso de sustancias altamente tóxicas como el cianuro. El proyecto de la minera contempla rellenar las oquedades con la tierra ya procesada, lo que contaminará los sustratos y mantos freáticos. Ellos hablan de trabajo, aunque su tecnología requiere muy poca mano de obra, por lo que a cambio de la destrucción definitiva de Wirikuta la derrama económica será muy marginal y no durará más de veinte años: después los habitantes tendrán que dejar para siempre las tierras muertas».
Hacia las cinco de la mañana, cuando el frío es más intenso, un grupo de hombres acerca al fuego la vaca destinada al sacrificio. Tras ser maniatada y derribada, su cuello y cabeza son colocados dentro del círculo. Los cantos se tornan aún más solemnes, hasta parecer un lamento, un llanto. El encargado del sacrificio hunde el puñal en la yugular de la res y de su cuello mana un borbotón de sangre. En sus ojos, iluminados por el fuego aún se ve la vida. Cuando expira el animal, comienza la «renovación de la velas», ceremonia que consiste en mojar la cera con la sangre del sacrificio y acercarla al fuego para que garantice el equilibrio del mundo. Gracias a la ceremonia, el universo ha sido renovado y la vida seguirá sus múltiples caminos. «Universo» se llama también el proyecto minero de la First Majestic; en pleno siglo XXI parecen volver a confrontarse dos nociones diferentes del universo: la indígena que sacraliza la naturaleza y la industrial que la devasta; la resistencia indígena y la ambición de los imperios.
A los pies del Quemado, sobre una Wirikuta invisible, se extiende un mar de nubes que parecen romper en olas inmensas contra las montañas. Con las primeras luces del alba, el desierto parece ser de nuevo el mar que fue hace milenios.
Palabras de dioses y de hombres
Con la luz plena de la mañana, quitándonos el frío se hizo presente la voz del marakame Eusebio de la Cruz González, quien toda la noche, por medio del canto y la visión del híkuri, escuchó la voz de los dioses: «Están tristes los dioses; el abuelo fuego y el dios de Wirikuta solicitan, con lágrimas, llanto y dolor, que no se le saque el corazón al cerro del Quemado. Los dioses dicen que quien quiera defender este lugar sagrado lo considere con su pensamiento, porque de aquí nace la verdad y la vida, y si sacan la sangre a la tierra, el pueblo wixárika va a desaparecer».
Tras la revelación de las deidades, las autoridades tradicionales de todas las comunidades toman la palabra y, constituidas en un senado indígena, expresan el pronunciamiento de su pueblo, donde entre otras cosas se dice: «Los sitios sagrados para el pueblo wixárika son la escuela de formación espiritual y, por ello, en el momento en que se realizan proyectos que causan daños en nuestro entorno, ese día entristecen nuestros corazones y muere nuestro ser […] Continuamos defendiendo Wirikuta de las concesiones mineras que pretendan destruir nuestros recursos naturales […] Ofrecemos y pedimos un trato respetuoso a nuestros hermanos habitantes del área protegida de Wirikuta, ya que nuestra lucha espiritual no es en contra de su bienestar familiar y económico. Nuestra causa es la protección del ecosistema como patrimonio de nuestra madre tierra».
Tras la «Declaración de Wirikuta», peregrinos y viajeros comienzan su regreso. Unos sobre sus pasos a través del desierto, hacia Jalisco, Nayarit, Durango o Zacatecas, y otros a Real de Catorce, para recoger sus coches y encaminarse a las ciudades. En el pueblo, los habitantes preguntan por el resultado del encuentro del Quemado: nadie parece sorprendido, la noticia no es que los wixaritari han decidido defender Wirikuta, sino que se reunieron más de cuatrocientos, que eran de todas las comunidades, que están juntos y dispuestos a luchar, así sea como ellos mismos lo dijeron, «de forma pacífica, espiritual y por medio de la cultura y la política». Aunque algunos teiwari hicimos uso de la palabra para manifestar simpatía y solidaridad, como fue el caso de la infaltable Ofelia Medina, la redacción y pronunciamiento de los wixaritari es exclusivamente obra de ellos mismos. A diferencia del movimiento indígena de Chiapas, aquí no es visible un Marcos; son los huicholes, y sólo ellos, los que marcan su camino, aunque el afán de definir su independencia y autonomía llegue incluso a la descortesía. Sus líderes son todos indígenas, pero algunos poseen formación profesional, como es el caso de Santos de la Cruz, nacido en el Mezquital, Durango, pero egresado del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO), de Guadalajara, y quien en los diálogos del Castillo de Chapultepec, acompañado por el poeta Javier Sicilia, exigió a Felipe Calderón derogar las concesiones mineras de Wirikuta.
Veinte días después de esta concentración indígena, el Poder Judicial de la Federación le otorgó a la defensa jurídica del movimiento la suspensión provisional de los permisos mineros. El pueblo wixárika y quienes lo acompañan no se sienten tranquilos con esta resolución, pues recuerdan que con otras parecidas, y gracias a la complicidad de autoridades locales y federales, a la reiterada omisión de las instituciones de procuración de justicia y a la indiferencia de los medios de comunicación, la Minera San Xavier devoró el cerro de San Pedro, también en el estado de San Luis Potosí, del que hoy ya no queda nada. En su página de Facebook, Santos de la Cruz escribió: «Hemos ganado una batalla, pero no la guerra. Derrotaremos al monstruo». Habrá que verlo.//
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.