Héctor se enfermó y decidió dejar su casa y su trabajo como herrero, en Mérida, para ingresar al albergue Oasis de San Juan de Dios. Múltiples infecciones lo tenían paralizado y requería monitoreo debido a una posible transmisión de VIH.

Como no tenía apoyos económicos, este espacio era su única salida, un refugio en la península de Yucatán que atiende a quienes viven con el virus, pacientes que muchas veces enfrentan en soledad el estigma, excluidos de su familia y de la sociedad. Héctor solía pasar los días en una habitación limpia y ordenada. Poco había en aquel cuarto, más allá de una mesita de noche, una Biblia de encuadernación blanca, un frasco de agua bendita y una guía de oraciones. Era una persona reservada y, en un inicio, no quería hablar con absolutamente nadie sobre su estado de salud hasta tener un diagnóstico oficial: creía que su cuerpo lo podría estar engañando.

Las cosas cambiaron un día, cuando el silencio en su habitación se rompió: una cotorra pequeña se había estrellado contra uno de los muros del lugar. De inmediato la atendió, curó sus lesiones y la nombró Lolita. Se convirtieron en compañeros de cuarto, y el hombre le instaló dos latas de atún con agua y comida a un costado de la mesita de noche. Héctor pasó más de año y medio en el Oasis de San Juan de Dios, monitoreado y apoyado por sus compañeros, hasta que un día por fin abandonó el albergue junto a Lolita. Sus análisis habían arrojado un falso positivo. Esta es la fotografía detrás de nuestra edición.