Si quieres tener una banda de rock, tienes que comprarte una guitarra, una batería o algún otro instrumento. Si quieres dedicarte a la ópera, tienes que estudiar canto o tener una voz privilegiada. En cambio, si quieres rapear, solo tienes que bajar a la plaza de tu barrio, ese espacio en el que todos caben y transcurren, pero donde, por lo mismo, es difícil destacar. Para quien lo practica, el freestyle es la voz de quienes no tienen recursos, pero quieren hacer música o simplemente hacerse escuchar. La cultura del hip hop, a la que pertenece el freestyle, surgió en los años setenta, como resistencia a la política estadounidense, marcada por el racismo y la desigualdad. Es una expresión de protesta que ha encontrado eco en todos los países del mundo, y específicamente en Latinoamérica a partir de la década del 2000, cuando llegó de la mano de los skaters, los grafiteros y los DJ que no esperaron una oportunidad para subir a ningún escenario, sino que tomaron las calles para enfrentarse unos a otros en guerras de rimas cargadas de ingenio y sentido del humor, pero también de una búsqueda de la identidad. Esta escena, capturada por la fotógrafa Sarah Pabst en el Parque Centenario, de Buenos Aires, Argentina, pudo suceder en cualquier otro lugar de América Latina o del mundo, en cualquier plaza donde los jóvenes se reúnen a cuestionar lo que los rodea y a forjar su futuro.

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