Un camino fantástico
Carolina Rojas
Fotografía de Rodrigo Chodil
Estilista, cantante, actriz autodidacta y mujer transexual. Ella es Daniela Vega.
La protagonista de Una mujer fantástica está en la cima. Después de que la cinta ganara este año el premio Oscar a mejor película extranjera, empezó una vorágine que tiene a Daniela Vega con la agenda copada por cerca de dos años: en 2019, por ejemplo, participará en una serie de Pablo Larraín. Estilista, cantante lírica, actriz autodidacta y mujer transexual, su historia encandiló al director chileno Sebastián Lelio y al guionista Gonzalo Maza cuando sólo buscaban a alguien que los asesorara en el tema de la transexualidad. Ésta es la historia de una mujer que se ha convertido en un símbolo en su país.
En el 2003, a los 14 años, Daniela Vega, ahora de 29, entendió que tenía un cuerpo que no estaba en consonancia con su identidad. Antes había habido otras señales: a los ocho años no le gustaba jugar con autos, prefería mirar con atención a su abuela materna mientras se maquillaba, por ejemplo. Pero se daba cuenta de que no era gay. En Chile no se hablaba de “esas cosas” por entonces. No había cantantes, ni actrices que dijeran serlo, ni fundaciones que fueran un referente sobre la materia. Ella navegó por la web, dio con uno que otro libro, hasta que encontró la palabra: “Transexualidad”. Y pensó: Eso soy. Los primeros en saberlo fueron sus padres. Les contó lo que le pasaba y ellos se fueron de viaje a la playa durante dos días. A su vuelta le entregaron un presente: era una cajita de maquillajes. Cuando se la entregaron, ella y sus padres se abrazaron y lloraron juntos.
—Me preguntaba, ¿por qué no puedo ser niña, si yo quiero ser niña? Y eso, que es algo que hoy se está respondiendo, en esa época era una pregunta que me hacía yo no más —dirá después.
El 19 de enero de este año publicó en Instagram una de las fotos de ese tiempo. En ella se ve a una Daniela andrógina frente a un espejo, lleva pelo corto y las pestañas rizadas. “Esta foto cumple 14 años. Iniciaba mi hermoso proceso de tránsito. Era otro mundo, era otro Chile. Pinocho [por el dictador Pinochet, n. de la r.] y el Mamo [por el Mamo Contreras, el creador de la policía secreta de Pinochet, n. de la r.] vivos y libres. No había derecho a pataleos, no había feminismo para nosotras. No había referentes que seguir. Tenía 13 años en esta foto y mi familia dijo ‘Vamos pa’ delante y aquí estoy […]’.
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El 4 de marzo de 2018, en el teatro Dolby, de Los Ángeles, durante la entrega de los premios Oscar, Daniela Vega espera su salida tras bambalinas. Una película protagonizada por ella, Una mujer fantástica, del director chileno Sebastián Lelio, está nominada como mejor película extranjera, pero ella está allí para presentar “Mistery of love”, una de las canciones nominadas al Oscar, de la película Llámame por tu nombre, que narra la historia de un amor gay, basada en la novela de André Aciman. Suena la cortina musical y ella escucha su nombre. Se dice a sí misma: “Tienes dos opciones, Dani: esto sale bien o sale mal. No hay más. Esto lo sabes hace dos semanas y el momento llegó, tengo mi pelo hermoso, las joyas, estoy regia, me está mirando todo el mundo, lo voy a hacer bien”. Lleva un vestido lila, el cabello lacio le cae sobre la espalda. Avanza a paso seguro. Dice: “Muchas gracias por este momento. Quiero invitarlos a abrir sus corazones y sus sentimientos para sentir la realidad, para sentir amor. ¿Pueden sentirlo?…”. La aplauden a rabiar antes de que termine la introducción.
—Hacerlo bien fue una decisión, lo otro podría haber sido decir “no me gusta cómo me veo”, “se me va a olvidar el discurso”, “lo voy a hacer como las huevas”… Tomé el control de la situación —dirá.
Han pasado seis meses de ese día. Daniela Vega entra a paso seguro al lobby del hotel Magnolia, cerca del barrio de Lastarria, en Santiago de Chile. Es alta, muy alta. Viste un trench beige y lleva anteojos grandes que le dan un aire de diva antigua. Escudriña la sala donde dos franceses hablan de negocios y sube al ascensor hasta una habitación para que le retoquen el pelo y el rostro. Media hora después baja maquillada a la perfección y saluda de beso. Los ojos grandes inspeccionan el bar, a la entrevistadora, con un aire tímido. Se sienta, se relaja y esboza la primera sonrisa. El pelo rizado le roza los hombros y le enmarca un rostro de piel blanca de geisha, los aros de perla tintinean en sus lóbulos. Ordena un café irlandés para capear el frío.
—Imagínate, hoy tengo compromisos agendados hasta dos años más —dice.
Planea hacer una película en Chile (Un domingo de julio en Santiago, donde interpreta a una mujer cisgénero), otra en Nueva York, una serie y un libro para la editorial Planeta en el que contará toda su vida. Mientras tanto, toma clases de canto lírico y da entrevistas.
En la película Una mujer fantástica, Vega personifica a Marina, una mujer transexual que tiene que enfrentar la muerte de Orlando, su novio, un empresario textil, mayor que ella (Francisco Reyes). Debe resistir los prejuicios de la familia y del entorno de su novio fallecido. La película muestra un vía crucis que va lacerándola paso a paso. Primero la violenta un policía que duda de su identidad. Luego, el Servicio Médico Legal, la exesposa de su novio, la familia completa. Marina, como buena parte de la población trans en Chile, debe luchar desde el mismo momento en que sale de su casa. La cinta de Lelio ganó el Oscar a la mejor película extranjera, y ya había ganado un Goya a la mejor película iberoamericana y un Oso de Plata por el mejor guion en el Festival de Berlín.
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Daniela Vega nació el 30 de junio de 1989 en el seno de una familia de clase media que pasó de vivir en la comuna de San Miguel a la de Ñuñoa. Hija de Igor Vega, dueño de una imprenta, y Sandra Hernández, ama de casa, creció en los noventa —recalca que con Pinochet en el Senado—, con televisión por cable —por suerte— y en un país que aún no tenía ley de divorcio. Habla inglés fluido, es cocinera de profesión, mezzo soprano, peluquera y maquilladora, y actriz autodidacta. Uno de sus mejores amigos la llevó a la Universidad de Artes y Ciencias Sociales (Arcis) para que fuera oyente en la carrera de teatro. Daniela acababa de atravesar una depresión importante, y aquellas clases la atraparon. Tomó notas y puso atención.
—Yo estaba en transición y el país estaba en transición, de ese Chile que es tierra de nadie y tierra de poco, de siete familias —dice con una carcajada sonora—. Imagínate la locura que significó hace catorce años atrás decir “Voy a cambiar de género”, en un Chile que no había aprobado la ley de divorcio, con un pensamiento cavernario. Siempre me pregunto por qué, con el peligro que representa ser mujer, existimos personas que nos sentimos tan a salvo en lo femenino.
Daniela empezó su terapia hormonal a los 18. Al principio fue gótica, eso le permitía maquillarse, delinearse los ojos, domar el pelo con una melena corta y usar látex sin despertar miradas escrutadoras. El cambio fue de a poco. En ese tiempo se juntaba con amigos en el parque Forestal, y bailaba en la discoteque Blondie. Ese Santiago oculto y de pocos fue su espejo. Con el tiempo, su apariencia fue tomando la forma que hoy tiene.
Su relación con el cine también viene desde hace tiempo. En la niñez, mucho antes de comenzar su transición, vio las películas de Almodóvar, con el que sueña trabajar.
—Teníamos cable y el cine era algo que uno no sabía cómo se hacía. Mi tata Enrique, quien era cinéfilo, me mostró varias películas. Después empecé a ver a Almodóvar, que eran películas de adulto donde la problemática era el género y también la violencia. Vi Kika, Todo sobre mi madre, Tacones lejanos, y La flor de mi secreto es la que más me gustó por motivos muy personales.
—¿De chica fuiste rebelde y cuestionadora?
—En todas las cosas, yo preguntaba ¿puedo hacer esto?, “No”, me contestaban. O me decían “¡Porque no!”, y yo contestaba nuevamente “¡Pero cómo la respuesta va a hacer ‘porque no’! Denme una respuesta con la que yo quede satisfecha, si no esto no sirve de nada”. Mi viejo se preguntaba “¿Qué vamos a hacer con esta pendeja puntuda?”. Porque era y sigo siendo muy puntuda, nunca pido permiso para nada, a lo más pido disculpas.
La primera pasión de Daniela fue la música, y la heredó de Victoria, su abuela paterna. Abuela y nieta se hicieron muy cómplices cuando la mujer, ciega, se fue a vivir con la familia de Daniela en 1994.
—Le pedía a mi papá que le leyera el diario. Ella tenía grabaciones radio de teatro y escuchaba la radio Beethoven los domingos, ponía una ópera entera, entonces aparecía Wagner, La Traviata, y ella me decía “Mira, ese personaje es una soprano, tiene la voz más aguda y esta otra es mezzo soprano”, o “Estos son los personajes Alfredo y Violeta”. Yo trataba de poner imágenes a lo que ella me explicaba, me decía “Ahora llega el ejército”, y en el fondo empecé a entender cosas, escuchaba los timbales.
Con el tiempo, Daniela le dio contornos, temperatura, matiz y estados de ánimo a la música que oía. Educó el oído, pero no sabía que podía cantar bien. Hasta que en su paso por la escuela Benjamín Claro Velasco en Ñuñoa, una profesora descubrió que podía hacerlo y la metió en un coro.
—Ahí entendí que era entretenido y que no me costaba. Después cambié la voz. Y de tener una voz de niña soprano bien aguda, timbrada, pasé a mezzo soprano que es más oscura.
Antes de convertirse en la actriz de Una mujer fantástica, de la que habla no sólo Chile sino el mundo entero, trabajaba en Mimos, una peluquería ubicada en un pequeño subterráneo de la calle Mosqueto en el barrio Lastarria. Hacía corte, color y maquillaje. Allí llegó en 2011 por recomendación de John Lambarch, un amigo estilista. Marcelo Mora, el dueño de la peluquería, argentino, no hizo preguntas ni juicios. “Trae tus cosas y vente para acá, no más”, le dijo. Por seis años, ése fue casi su hogar. Mientras trabajaba allí, actuó en la obra de teatro La mujer Mariposa y, un año después, en 2014, protagonizó la película La visita.
Después, conoció a Sebastián Lelio y Gonzalo Maza, director y guionista de Una mujer fantástica. Lelio estaba realizando una investigación sobre las personas transgénero cuando le aconsejaron que hablara con Daniela. Se hicieron amigos y por un par de meses intercambiaron correos y hablaron por Skype, porque el director estaba viviendo en Berlín. Un tiempo después, Lelio le envió el guion por correo y le ofreció protagonizar la película. Daniela, a modo de festejo, fue a “carretear” tres días seguido a la discoteque Blondie.
—Yo la veo haciendo un musical con Hugh Jackman —dice Daniel Olave, periodista chileno, especialista en cine.
Olave conoció a Daniela en el año 2016, cuando recién había terminado de hacer la película. Se juntaron a conversar y ella le contó al principio que la cinta iba a tener un protagonista masculino y que el personaje secundario sería una mujer trans. Pero al conocerla, Sebastián Lelio y Gonzalo Maza quedaron prendados de su magnetismo, de su encanto y de su historia, y cambiaron el guion.
—En Una mujer fantástica, ella le da cierto encanto, vulnerabilidad al personaje, pero también fortaleza. Es una historia construida en torno a ella, está su fuerza y cierto ángel —comenta Olave.
Él dice que la claridad política de Vega, y cierta autoconciencia del lugar en el que está, hacen que la película no sea sólo Daniela, y que Daniela sea mucho más que la película.
—Está el hecho de que se transformó en una figura a nivel mundial, hay un tema que no se puede obviar, que se ha vuelto un símbolo de los trans, justo cuando el tema está en discusión en un país como Chile, especialmente transfóbico. Están estas hordas de gente que dice que a la película le dieron un Oscar casi por una confabulación… No la critican por cómo actúa, la critican por lo que representa.
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Cuando Marisol Velásquez, que ahora tiene 30 años, llegó a trabajar a la peluquería Mimos tenía 24. Allí conoció a Daniela, que tenía un año menos que ella. Trabajaban una junto a la otra y coincidieron en el tipo de música que les gustaba. Tenían, además, un par de amigos en común. Tímida al principio, “la Dani” fue confiando de a poco en su nueva compañera. Marisol recuerda el sonido potente de su voz que se colaba desde la pieza del solárium mientras cantaba. También evoca la imagen de las dos sentadas tomando café y escrutando los looks de los vecinos. Muertas de la risa, la vida parecía simple. “Esto para mí es una entrada de lucas no más, yo quiero terminar mi vida haciendo lo que me gusta que es cantar y actuar”, le dijo Daniela muchas veces.
En esa época la Daniela no tenía amigas y Marisol pasó a ser alguien importante, una especie de partner protectora. Vega era reticente a los bares, principalmente por el miedo a las miradas inquisitivas, a un comentario malintencionado e incluso a un golpe.
—En este tiempo la Dani le tenía miedo a la gente, le dije “Vamos, yo no voy dejar que nadie te haga nada”.
Así, empezaron a salir, primero fueron a Cultura alternativa, un bar gótico, y a un tugurio de metaleros llamado Bar de René. Marisol recuerda que, sentadas en la barra del antro rockero, hablaron por horas con los parroquianos del lugar, y Daniela de a poco se iba soltando en público. Después, empezaron a ir a la discoteque Blondie y Daniela bailaba feliz al ritmo de Rippin Kittin, una dj francesa. Dos años después, Daniela llegó un día a la peluquería con lo que parecía un libro grueso bajo el brazo. “Desde ahora en adelante las cosas van a cambiar”, le dijo mientras dejaba caer el pesado guion de Una mujer fantástica sobre la mesa donde almorzaban. Marisol lo hojeó y pensó que Daniela despegaría para siempre. Era el billete de lotería que transportaría a su compañera a otra vida donde sería una actriz famosa. Luego vinieron el entrenamiento físico, el estudio, las clases de manejo. Y con tanta demanda, tuvo que dejar de trabajar de peluquera.
En una de las escenas de la película, una policía lleva a Marina al Servicio Médico Legal, la desnudan sin resguardos y queda expuesta. Es una imagen que habla de una violencia sutil, pero desgarradora. En el libro que está escribiendo habla de esas violencias, sólo que éstas son de la vida real.
—Me pongo a pensar y me puedo quedar tres horas recordando y escribiendo, recordando y escribiendo. Es un ejercicio de autocuestionamiento, de decir “yo tenía estas expectativas, estos temores y tenía estas características”.
—¿Hasta dónde llegaste, cumpliste todo?
—Todo cumplido. He cantado con orquestas, he llenado teatros, estoy escribiendo un libro, planté un árbol, hijos no… —dice y ríe fuerte.
—Y te lo preguntan seguido, lo de los hijos.
—Porque las mujeres molestamos menos con guagua, ¿me entiendes? Ahí pendiente de los hijos. Recorro el mundo sola, yo lo paso bien.
Dice que ha tenido dos momentos sombríos en su vida y sólo revela uno: sus padres la matricularon en un colegio de hombres donde le hicieron toda clase
de bullying. Le rompían los cuadernos, le tiraban pelotazos y recibía escupos.
—He aprendido mucho, lo pasé bien incluso cuando lo pasé mal. Hubo un momento muy oscuro, el más oscuro de mi infancia —porque después vino la oscuridad de la transición—, pero el primero fue en la escuela Francisco Andrés Olea que era un colegio de varones solamente y yo me preguntaba todos los días “¡Por qué! ¡Por qué mis padres me mandan a este lugar! ¡A esta cárcel!”. Yo sentí muchísima violencia ahí. Hay un capítulo de los colegios en el libro, y quizás le sirva a los profes, sobre la gente que ve violencia y no hace nada. No me digas “Yo no vi, yo no estaba”, no me huevees. Hay violencia pasiva, querida. No hacer nada es violencia también.
—¿Nadie hizo nada cuando te violentaban?
—Nada. Ni siquiera me creían. Me decían “Ay, qué tanto que te lleguen los pelotazos, huevón, si para eso es el fútbol, no molestís”, “Oye, un escupo más, un escupo menos, si a nosotros nos pegaban cuando eran cabros chicos también, no seas maricón”, todo ese tipo de cosas. Normalizando la violencia, “Son hombres, los hombres son así”. Y los hombres no son así, los hacen así. La primera vez que fui a Cuba me pasó algo hermoso. Fui a Gibara, son doce horas en bus o dos horas en avión, es la parte más oriental de la isla, y fui para ofrecer una conferencia de género, hace tres años. Cuando terminé de hablar, un hombre pidió la palabra. Tenía unos cuarenta y cinco años, se levanta y me pide perdón, llora. Me dice “Quiero pedirte perdón a ti por toda la gente que nosotros maltratamos, porque nosotros fuimos criados así, había que pegarle al maricón de la esquina, al trans, a las lesbianas, había que maltratar a la gente lgbt porque era gente que no servía. Te quiero pedir perdón, porque esa gente hoy no está. Nosotros no somos así, nos criaron así”. Eso fue algo profundo, tiene que ver con el respeto al ser, a la identidad, con cómo ciertas identidades han tenido un lugar de privilegio y un lugar de protagonismo, y otras que han estado oprimidas, opacadas, siempre en lucha, particularmente con el hombre, heterosexual, blanco —dice, y se queda en silencio.
—¿Y cuál fue el segundo episodio de oscuridad?
—Los lugares oscuros siempre tienen que ver con la transición. Luego de transicionar me di cuenta de que el mundo y la sociedad chilena, en ese momento, no estaban dispuestos a aceptar a una persona como yo. No podía trabajar, así que evidentemente me fui a la chucha, me fui a la cresta, y engordé, me encerré en la casa de mi mamá por un año. Fue mi amigo Matías quien trató incansablemente de sacarme de ahí hasta que lo consiguió. Me invitó al teatro, a verlo a la universidad muchas veces. Es decir, no fue la transición un lugar oscuro, sino que las consecuencias de transicionar, al final, terminaron en un lugar otoñal.
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16 de abril de 2018, Igor Vega, el padre de Daniela Vega, está frente a la Comisión mixta del parlamento para entregar su testimonio de vida sobre los niños y jóvenes trans. “Uno de los nuestros llegó a nuestras vidas con una bellísima y especial forma de ser. Desde pequeñito nos enseñó y preparó sin pedir a gritos, mediante signos, que estábamos criando una hija: primero eran pantalones y luego vestidos […] De seguro como padres, si no hubiésemos entregado las herramientas del amor, la empatía y la dedicación, lo más probable es que otra fuera la realidad de Daniela”, relata con emoción y un poco de nerviosismo.
Al teléfono dirá meses después que quiso dar su testimonio personal y llamar al estado de Chile a salvar vidas, dado que un 49% de los jóvenes trans se suicida.
—Soy una persona práctica. Ojalá las personas trans que estaban en la oscuridad puedan estar en la luz, poder hacer trámites o ir al doctor tranquilas, algo tan simple como salir de tu casa y no tener que estar dando explicaciones a cada paso porque tu nombre no se condice con tu carnet —explica.
Igor es uno de los pilares en la vida de Daniela. La acompaña a los viajes y sesiones de fotos. De hecho, Igor está en el mismo hotel en el que Daniela da esta entrevista.
—Ahí está mi papá —dice Daniela y señala el lobby del hotel—. Yo diría que mi padre es uno de los amores de mi vida, es una relación con complejo de Electra. Es mi consejero, mi confidente, una de las personas más importantes para mí, junto con mi mamá y mis hermanos Nicolás, Matías y Javiera. Los dos últimos son mis amigos, pero los considero mis hermanos. Cuando mis papás se separaron, en 2008, consideré que lo estaban haciendo muy mal, por la forma en que el divorcio se dio, y me fui, me alejé de ellos un par de años. Vivía con la familia de mi mejor amigo, Matías, y siempre lo he dicho: tengo dos familias.
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Al teléfono, Sebastián Lelio, director de Una mujer fantástica, dice que la película refleja esa crisis que atraviesa la sociedad, no sólo en Chile: la idea de que puedan existir personas menos legítimas que otras o personas ilegítimas o amores ilegítimos.
—En la película están todas estas preguntas, de si queremos vivir en ese mundo de etiquetas, de segregación, fronteras cerradas construidas por políticas basadas en el miedo al otro o a lo otro, o si queremos aventurarnos y aprender a vivir juntos y abrazar la complejidad de la vida. En ese sentido, la cinta conecta con algo que está en el aire—dice.
Para Lelio, el proceso de escritura siempre es misterioso y en medio de eso fueron apareciendo las sutilezas que encaminaron el film hacia lo que terminó siendo: Marina, que sufre agresión tras agresión, termina siendo habitada ella misma por una violencia inmensa.
—Sobrevivir para ella es casi imposible —agrega.
Para el director, la película entera fue un salto al vacío.
—Daniela es una fuerza de la naturaleza, un talento, pero en ese momento tenía muy poca experiencia como actriz. Entonces era un gran riesgo. Fue saltar juntos del precipicio, pero ella se entregó por completo y yo también me entregué. Y terminó en un rol protagónico absoluto y demandante.
Para Lelio, Vega y Marina llegaron a ser lo mismo en algún momento, dos presencias en oscilación constante. El espectador ve a la actriz y al personaje todo el tiempo, y eso la convirtió en una presencia cinematográfica poderosa.
—A ella la aprendí a querer mucho, la considero una amiga. Conocerla me hizo expandir lo que yo entiendo sobre la identidad, lo que pueden ser el amor y el coraje. Es una persona potente, me siento agradecido de contar con su amistad. Después de la película, quedó una relación de confianza y de cariño.
Vega dirá lo mismo de él: que supo sacar lo mejor de ella.
—La escena del espejo chico, cuando yo me estoy mirando la entrepierna, ésa es mi escena favorita y la más difícil de hacer, porque estaba completamente empelota —dice y se ríe—. Es que el Seba, además de ser uno de mis directores favoritos, es un gran amigo con quien puedo contar, un amigo íntimo con el que nos mandamos unos Whatsapp irreproducibles. Él va y me pregunta si yo quiero hacer la escena. Me dice “Daniela, tengo la idea de que tú aparezcas así y asá, ¿te parece bien?”. Y yo le digo “Bueno, tú crees que va a quedar bonita, yo no tengo problema”. Y me contesta “Ya, la hacemos en una semana más”. Y la hice, yo confié en él, no más.
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Una tarde calurosa de agosto, Daniela llega a la sesión de fotos acompañada de su padre. Saluda a todos tímidamente y diez minutos después ya es dueña del lugar. Viste una yukata que trajo de un viaje a Japón y se pasea de puntillas, con las palmas de las manos juntas frente al pecho, imitando una geisha. Mientras la maquilladora se prepara, se tiende sobre la cama e imposta gestos sexies.
—Yo puedo actuar, cantar, lo que tú quieras. Lo único que no sé es conquistar hombres —dice y el fotógrafo, el peluquero y la maquilladora ríen.
Toma el control remoto, sintoniza el canal Film and Arts y se escucha de fondo la ópera Julio César en Egipto, de Georg Friedrich Händel. Daniela cierra los ojos. Vibra con la música, ajena al equipo que trabaja a su alrededor con pinceles, plancha de pelo y en medio de una nube de laca. Ese trance sólo lo interrumpe para fumar en la terraza del hotel. Uno, dos, tres, cuatro cigarros.
Una amiga de la actriz que trabaja en el mundo de espectáculo dice que con Daniela no hay medias tintas, que así como en una larga sesión de fotos puede romper el hielo con una broma, puede aburrirse, enojarse. Y es por eso que alguna gente llega a detestar su carácter. “Ya, se demoraron mucho. La última foto. Chao. Me voy”, es la frase con la que puede liquidar a un productor.
—Ahí ven sólo la cáscara —dice la amiga—. Ella está curtida, tiene cuero de chancho frente a las críticas, pero por otro lado es una mina leal. Ella podría disfrutar de su éxito sola y no, siempre está consiguiendo trabajo para sus amigas. Es así de carácter fuerte, pero uno sabe a qué atenerse con ella. En este país, hay gente que dice que la encuentra mala actriz, pero está entre las cien personas más influyentes del mundo. En otros países, las personas respetan mucho más lo que ella representa…
Chile no está preparado para ella.
En 2017, mismo año que la película lograba éxitos en todo el mundo, el “bus del odio” —patrocinado por la poderosa organización ultracatólica española Hazte Oír— se paseó por las calles de Santiago y Valparaíso haciendo circular su campaña con mensajes en contra de la infancia trans y las leyendas como “Con mis hijos no te metas”. De cara a las elecciones presidenciales, Sebastián Piñera —en ese entonces candidato— dijo que el género no se puede transformar “como la camisa que uno se la puede cambiar todos los días” o que “muchos casos de estos transgéneros o disforia de género se corrigen con la edad”.
“El testimonio y el cuerpo como declaración de rebeldía. Pero no se puede ser rebelde sin antes ser digno, y la dignidad no es una fe, es un derecho”. De esa manera comenzó el mensaje que Daniela Vega dejó en sus redes sociales el 13 de septiembre, un día después de la aprobación de la Ley de Identidad de Género en la Cámara de Diputados, pero como el proyecto excluye a los menores de 14 años, quiso dejar unas palabras para los adolescentes trans de todo el país. “No teman, niños, habrá brazos que contengan su hermosa naturaleza”.
*Asistente de foto — Marcos Moraga / Styling — Daniela Bozza / Maquillaje — Carla Gasic / Peinado — Cristian Quitral / Locación — The Aubrey Hotel
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