El paisaje como ícono

El paisaje como ícono

El paisaje como género artístico ha sido siempre una forma de mirar, construir y dialogar con la naturaleza. Catalina Lozano, curadora de arte colombiana, está convencida de que, para representar el paisaje contemporáneo, víctima de la presencia humana, ya no basta la imagen. La ruina y la devastación demandan nuevos procesos creativos.

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A lo largo de los siglos el arte ha imitado a la naturaleza, la ha idealizado, abstraído, negado; ha intentado dialogar con ella por contraposición, pero también cancelar por completo ese diálogo, un orden euclidiano de combinaciones más o menos arbitrarias.

Pero en las últimas décadas han surgido nuevas voces que parecen estar reconfigurando el arte contemporáneo en busca de un diálogo más sensible con nuestro entorno, una postura que cuestiona nuestra relación de falsa superioridad con respecto a los seres vivos que nos rodean, retoma tradiciones antiguas, plantea nuevas maneras de vincularnos, producir o transportar una pieza teniendo en cuenta el impacto ambiental.

Vivimos en un mundo plagado de imágenes aterradoras: la famosa isla de basura que flota en el océano Pacífico y que se puede ver desde la luna, las kilométricas dunas de ropa que se quedaron sin vender de temporadas pasadas en el desierto de Atacama, los ríos en Bangladesh que cambian su color según dicten la moda y los tintes textiles más empleados, cifras récord de altas temperaturas, incendios devastadores nunca antes vistos, el derretimiento de los polos o el crecimiento constante de ciudades de asfalto plagadas de coches. Pareciera que estamos presenciando la extinción del planeta en tiempo real. En las últimas tres décadas el tema medio ambiental y nuestra relación con la naturaleza han tomado un papel predominante en las agendas globales, nacionales y hasta individuales. Hoy en día cuestionar el calentamiento global es un asunto de terraplanistas. Se exige a gritos el fin del Antropoceno, un término que popularizó el premio Nobel de Química, Paul Crutzen, en el año 2000, y que acota el periodo que inicia con la Revolución Industrial y continúa hasta nuestros tiempos; una era geológica donde el común denominador es el evidente impacto del hombre en la Tierra. O el fin del Capitaloceno, como otros prefieren llamarle, una forma más específica de culpar, más que al hombre, al modo de producción capitalista. En este contexto, es de esperarse que el arte se pronuncie al respecto, como lo ha hecho ante muchas otras crisis.

Un recorrido histórico del paisaje como género artístico en la tradición occidental revela lo fluctuante y disímil que es la relación del arte con el entorno. El paisaje vivió su primer esplendor con los griegos y los romanos, que pintaban grandes murales de paisajes y jardines donde encontrarán un espacio libre para decorar. Con la caída del Imperio romano, este género pasó a segundo plano —en todo el sentido de la palabra—. Durante siglos quedó relegado como escenario de representaciones religiosas e históricas, telón de fondo de grandes mitos.

No fue sino hasta el siglo XVI que el paisaje resurgió como tema. Por un lado, a través de los artistas renacentistas inspirados en el creciente interés por el estudio del mundo natural; pero también en Holanda, en fechas similares, a través de una clase media protestante que encontró en este género la perfecta alternativa para decorar sus hogares secular y muy convenientemente. Ya para el siglo XVII el clasicismo había invadido la concepción y representación del paisaje, persiguiendo la idea de la Arcadia, el arquetipo pastoral, simple y armónico que describía Virgilio. Más tarde, con la Revolución Industrial —o el inicio del Antropoceno— y el entorno rural en entredicho, el paisaje tomó otra dimensión, en específico, en el Romanticismo alemán, donde adquirió un elemento trágico, a menudo contrapuesto a lo insignificante del ser. En sus temas, los tonos vuelven a ser inusuales y el dramatismo se torna abrumador. Los románticos se ponen del lado de la naturaleza ante la industria; prefieren una margarita a un viaducto, un árbol a una fábrica. Mas, para muchos, las bellas imágenes y palabras del Romanticismo son una mera distracción de la devastación que auguraba ese momento histórico.

Somos caníbales (2021) de Lina Mazenett y David Quiroga.

Para el crítico de arte Clement Greenberg, la tensión entre arte y naturaleza se libera, finalmente, hasta el impresionismo, al menos, en su representación. Aunque para él, son los cubistas quienes en realidad asumen este principio al negarse por completo a imitar la naturaleza para abrazar la abstracción.

“Con el arte expresamos nuestro concepto de lo que no es la naturaleza”: Pablo Picasso

Para el ambientalista Paul Shepard, la mitad del siglo XX representa la transformación del paisaje en ícono cultural. La naturaleza se modifica para ilustrar calendarios que justifican la manicura cartesiana del entorno y cómo este fenómeno alcanza su máximo exponente en la concepción de parques nacionales. En su libro Man in the landscape: a historic view of the esthetics of nature (1967), cuestiona desde varios ángulos nuestra actitud hacia la naturaleza y la forma en que hemos pretendido “esculpirla” de acuerdo con el paisaje deseado de la época. Para Shepard, el cristianismo es el principal culpable de la imposición del hombre sobre la naturaleza.

Reinserción en circuitos ecológicos (2019) de David Quiroga y Lina Mazenett.

La curadora Catalina Lozano, colombiana radicada en México, coincide con Shepard y otros pensadores en señalar al cristianismo como origen de todo mal en nuestra relación con nuestro entorno. En realidad, a toda cultura monoteísta. En el momento en que dejamos de reconocer como deidades a los elementos de la naturaleza para catalogarlos tan sólo como recursos, la cosa se desordena. Su pensamiento se nutre de nuevas ideas que son un producto de la emergencia medioambiental que vivimos y el esfuerzo de la antropología en los últimos veinte años por marcar una clara división entre naturaleza y cultura. En esa línea, lo que nosotros definimos como naturaleza es en realidad una construcción social que surge en la modernidad. Siendo aun más específicos, la noción misma de humano como una unidad biológica también es una construcción cultural.

Somos caníbales (2021) de Lina Mazenett y David Quiroga.

Para Lozano, un paisaje es siempre una forma de mirar, de construir, una representación o todo a la vez. El paisaje es un ejercicio de apropiación, un molde para lo que aprendimos a llamar naturaleza y para separarnos de ella. Sin embargo, está convencida de que, para representar el paisaje contemporáneo, víctima de los feroces procesos industriales y posindustriales de extracción, ya no basta la imagen. La ruina y la devastación demandan nuevos procesos creativos.

El gran interés de Lozano por la división moderna entre naturaleza y cultura la han llevado a trabajar de cerca con artistas y pensadores que empujan esta idea a nuevos horizontes.

En su práctica curatorial encontramos temas relacionados estrechamente con la antropología, la biología e, incluso, las leyes, como es el caso de Selva jurídica, un proyecto realizado en 2013 por Ursula Biemann y Paulo Tavares que documenta las históricas batallas legales de las comunidades de la Amazonía Occidental contra el estado ecuatoriano y una petrolera trasnacional. En esta lucha, la naturaleza termina adquiriendo una personalidad jurídica. En Ecuador, hoy en día, un río puede ser víctima, tiene un carácter legal. Esto ocurre siglos después de que las culturas monoteístas les quitaran a los ríos su cualidad divina, exponiéndolos, como a muchos otros elementos naturales, a ser cruelmente vulnerados por el hombre. Si bien no han recuperado ese carácter divino, ganarle batallas al Estado ya es un gran triunfo.

“Una represa es como un nudo en el ano”: Carolina Caycedo

Lozano cita esta frase que escuchó la artista Carolina Caycedo de voz de Mamo Pedro Juan, líder espiritual kogui, misma que le sirve de acento a sus exposiciones. Carolina, también colombiana, ha trabajado el tema del agua desde distintos ángulos, con énfasis en los movimientos sociales en contra de las represas. Cortar un río es cortar una vena. Para ella, más allá del plano filosófico, hay que entender a todo lo vivo como personas y no como recursos. En su práctica trabaja con comunidades situadas en lo que ella denomina “líneas de frente a la injusticia ambiental” y se ha sumado a su agenda, dejando su búsqueda estética y artística en segundo plano.

Cupinzal (2021) de Paloma Bosquê.

Reinserción en circuitos ecológicos (2019), de Lina Mazenett y David Quiroga, retrata muy bien los temas con los que trabaja Lozano. En el bosque amazónico, en una zona fuertemente afectada por la minería ilegal, los artistas —asesorados por una bióloga— cubrieron algunas plantas con hoja de oro para que las hormigas reinsertaran el mineral en su contexto original. Dentro de los hormigueros, hay un hongo que funciona como un estómago externo para las hormigas y que, además de ayudarlas a digerir la planta, diseminó el oro por el bosque.

En su interés por poner en tensión las diferentes visiones y maneras de entender el arte, Lozano trabaja con artistas de prácticas diversas, procedentes de contextos muy disímiles entre sí. Al repasar las obras que ha expuesto en sus muestras, encontramos aproximaciones a un mismo tema en tonos extravagantemente opuestos. En el brillante video Latoon (2006–2015), de Sean Lynch, vemos al folclorista Eddie Lenihan inmerso durante años en una batalla legal para desviar la millonaria construcción de una carretera y así salvar un antiguo arbusto famoso por las hadas que supuestamente lo habitan. También ha trabajado de cerca con el artista yanomami Sheroanawe Hakihiiwe, quien hace tres décadas comenzó a producir su propio papel con fibras naturales para plasmar sobre este soporte los dibujos que suelen trazarse sobre el cuerpo humano y, por primera vez, permitir que este tipo de trabajo salga del Amazonas.

Cupinzal (2021), obra de la artista brasileña Paloma Bosquê cuestiona lo que consideramos intrínsecamente humano, vegetal o animal. Ella creció en una zona cuyo paisaje estaba marcado por montículos de termitas. Estructuras que la artista considera de gran sofisticación arquitectónica por su complejidad constructiva y dureza. Estos montículos, hechos con partículas de tierra y saliva, eran empleados por la gente de la zona como fogones para cocinar. Para Bosquê no sólo representan parte del paisaje, también cierta amenaza: pueden estar repletas, por supuesto, de termitas o, peor aún, haberse convertido en nidos de serpientes. En Cupinzal la artista reproduce estas construcciones añadiendo una extraña cabeza que las hace parecer un grupo de cyborgs.

EnriqueCupinzal (2021) de Paloma Bosquê.El arte en el espectro que le interesa a Lozano cubre generosamente los diferentes tópicos de la crisis medioambiental y nuestra conflictiva relación con la naturaleza. El cambio climático queda retratado con tristeza por Zacharias Kunuk, el director inuit que denunció el calentamiento global en sus películas mucho antes de que éste entrara a las agendas de los gobiernos.

Existe una creciente ola de artistas enfocados en estos temas, con obras donde resuenan las ideas de Donna Haraway, Phillippe Descola o Viveiros de Castro, por mencionar sólo algunos de los grandes pensadores de nuestro tiempo que han analizado esta compleja relación. Es cierto que cada vez hay más espacios y publicaciones dedicados al tema, pero también es verdad que están en auge los absurdos y especulativos NFT (token criptográfico no fungible), cuya producción puede generar el mismo consumo eléctrico que una casa durante un mes; que el estudio de Anish Kapoor contamina más que una planta de Zara; que muchas obras de arte pasan por Basilea, Hong Kong o Dubai antes regresar a su país de origen; y una lista interminable de sinsentidos. El paisaje no cambia de un día a otro.

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