Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

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El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Archivo Gatopardo

Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.

¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.
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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

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El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.
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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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Traducción de
Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.
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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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2023
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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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Fotografía de Jesús Vargas. REUTERS. Manifestantes participan en una vigilia en la Embajada de México después de que un incendio en el Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, matara a 40 migrantes.

Antes y después del incendio en Juárez

Antes y después del incendio en Juárez

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¿Por qué las autoridades dejaron morir a los migrantes encerrados en la estación de Juárez? La especialista en migración Alexandra Délano Alonso encuentra la explicación en décadas de una política de control migratorio y militarización de las fronteras. A ello contrapone políticas solidarias hacia las y los migrantes, casos exitosos que sí existen en México y que debemos conocer y exigir.

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El 27 de marzo de 2023 en Ciudad Juárez, Chihuahua, cuarenta hombres migrantes murieron quemados y asfixiados por un incendio dentro de la estación del Instituto Nacional de Migración (INM) y veintinueve más resultaron heridos.

El 22 de enero de 2021 en Camargo, Tamaulipas, diecinueve personas que iban camino a la frontera fueron asesinadas a balazos, presuntamente por policías de la Secretaría de Seguridad Pública del estado. Después les prendieron fuego a sus cadáveres.

El 31 de marzo de 2020 en Tenosique, Tabasco, un hombre murió por asfixia en un incendio en la estación migratoria del INM y otras quince personas sufrieron intoxicación. Desde 2019 se han reportado doce incendios dentro de estaciones migratorias.

El 13 de mayo de 2012 en Cadereyta, Nuevo León, se encontraron los cuerpos mutilados de cuarenta y nueve personas migrantes. Los procesos de identificación y repatriación de sus restos han tardado años. Frente al desdén del Estado, las familias han tenido que organizarse y recuperar por sus propios medios los cuerpos de las fosas comunes, donde el gobierno los echó.

El 23 de agosto de 2010, en San Fernando, Tamaulipas, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres fueron baleados por la espalda, y sus cuerpos apilados en la bodega de un rancho. Algunas de sus familias siguen sin recibir los restos o las cenizas. Otras creen que los cuerpos que les entregaron no corresponden a los de sus familiares. El caso sigue abierto; los responsables, impunes.

Miles más han muerto o desaparecido en el desierto, las montañas, los cerros, los ríos, en tráileres sin ventilación, carreteras o vías del tren, todos cruzando México para llegar a Estados Unidos. Miles de familias esperan, buscan, exigen justicia; encuentran fosas comunes, corrupción e impunidad.

Para entender lo que pasó en Ciudad Juárez, en tantos otros lugares y lo que hoy sigue pasando, hay que comprender la lógica, la práctica y las implicaciones de las políticas migratorias de los últimos treinta años en nuestro país y en Estados Unidos.

Para empezar, la ratificación del TLCAN en 1993 se dio a la par de la construcción del muro en la frontera norte de México y de una política de control y militarización que se ha expandido hasta nuestra frontera sur en las últimas tres décadas. Dentro de esa lógica, los gobiernos mexicanos han puesto los intereses económicos y políticos de la relación con Estados Unidos por encima de la protección de los derechos de las y los migrantes de ambos lados de la frontera, en total incongruencia con el discurso que han promovido en foros internacionales y ante las comunidades mexicanas en aquel país.

Por su parte, Estados Unidos ha mantenido una política de prevención mediante disuasión desde 1993. El Plan Sur de 2001, el Programa Frontera Sur de 2014 y los Protocolos de Protección a Migrantes (o Quédate en México) de 2018 son ejemplos de la continuidad y la expansión de esta política hasta la frontera sur de México, independientemente de qué partido esté en el poder en su país o en el nuestro. Estas políticas han priorizado el control migratorio y la seguridad en las fronteras por encima de la movilidad humana con dignidad; son prácticas gubernamentales que criminalizan y discriminan a las personas migrantes, al tiempo que se benefician de su trabajo y sus remesas.

Como Estados Unidos, y muchos otros países del norte global, desde hace más de una década México comparte esa política migratoria que busca disuadir a la gente de salir de su país haciendo los cruces de las fronteras cada vez más riesgosos. Pero aunque haya más barreras físicas y aumente la presencia policiaca y militar, las personas no dejan de migrar porque las razones por las que huyen de sus países no han cambiado. Solo cambian sus estrategias: migran en grupo y buscan otras rutas. A la par ha aumentado el número de muertes y desapariciones forzadas, así como la presencia de redes del crimen organizado y de tráfico de personas que aprovechan la clandestinidad y la vulnerabilidad para hacer negocio y cometer abusos. Esta política migratoria tampoco ofrece suficientes vías seguras para el tránsito (como visas, permisos humanitarios o permisos de trabajo temporales) y culpa a las y los migrantes por exponerse a los peligros que el propio Estado ha creado.

Como escribió el cronista Óscar Martínez al documentar la migración por México hace ya quince años, “en cada estación [de este tránsito] hay una dosis de podredumbre. Cada una tiene su particularidad. En una los asesinos son unos hombres, en otras una organización de hombres, en otra un río, un muro, un desierto, un Estado haragán y displicente en todas”. Así, la proclama “fue el Estado” vuelve tras el incendio en Ciudad Juárez, es decir, vuelve la necesidad de hacer al gobierno y a sus instituciones responsables por las consecuencias de estas políticas y por la impunidad.

El punto central que considero necesario discutir a partir del incendio en Ciudad Juárez es cómo las políticas migratorias de México llevan a que los guardias no abran el candado de la celda de un centro de detención que se está quemando. En suma: ¿por qué sigue pasando lo inenarrable? Y más allá de la responsabilidad del Estado, decir cómo esto nos implica a todos. El último incendio fue una ilustración cruda de la indiferencia y el desdén hacia las y los migrantes, que se expresa tanto en las leyes y políticas de los gobiernos como en el discurso y las prácticas cotidianas de todos. Después del incendio, queda lo que el Estado debe resolver a través de procesos de justicia y cambios institucionales. Queda también lo que como individuos y sociedad podemos hacer, más allá de la rabia y el duelo.

Políticas que ponen en riesgo a las y los migrantes 


Desde principios de este siglo, México se ha redefinido no solo como un país de emigración, sino como un país de retorno, tránsito e inmigración. Cada uno de estos procesos de movilidad humana ha cambiado significativamente en la última década. Las deportaciones masivas de Estados Unidos han provocado el retorno de más de 2.8 millones de personas de 2008 a la fecha, y las solicitudes de asilo y refugio en México han aumentado en más de 9000% en los últimos diez años (de 1,296 en 2013 a 118,745 en 2022), con un total de 443,617 de 2013 hasta hoy.

Esto es resultado, en gran parte, de los límites que ha puesto Estados Unidos desde 2016 a la entrada a su país. El programa Quédate en México, la implementación del Título 42 (que concluyó el pasado jueves) y las nuevas políticas del gobierno de Joe Biden (que exigen que las personas soliciten citas para evaluar sus peticiones de asilo a través de la aplicación telefónica CBP One, la cual solo funciona en ciertas áreas de México, tiene fallas tecnológicas, no permite hacer citas como familia completa y ofrece menos de mil citas al día) han hecho que nuestro pase de ser uno de tránsito temporal a un país de espera o un territorio de atrapamiento migratorio, como lo han descrito académicos e investigadores en la frontera norte y sur.

A su vez, la política migratoria de México no se ha actualizado para enfrentar estos cambios. Por ejemplo, el presupuesto de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) no ha crecido a la par del incremento de solicitudes de asilo y refugio. De 30.3 millones de pesos en 2013 pasó a 48.3 millones en 2023 (tras un recorte presupuestal de 14% en 2021), rechazando las recomendaciones del titular de la Comar y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) de incrementar el presupuesto en más del doble para atender el rezago de miles de solicitudes.

Esto tiene consecuencias: una de ellas es que no se cumplen los límites de los tiempos de espera que marca la ley (que son de cuarenta y cinco días o de noventa en casos excepcionales) para evaluar las solicitudes y emitir permisos de estancia temporales. En este contexto, los tiempos y las condiciones de espera son insostenibles: las personas migrantes no pueden salir del estado donde hicieron la solicitud, tienen acceso limitado a la información que necesitan para dar seguimiento a sus casos y viven con incertidumbre sobre el tiempo que les tomará obtener una respuesta.

También en otros aspectos México está reproduciendo lo que tanto ha criticado de Estados Unidos. Han aumentado las detenciones en la frontera y dentro del territorio nacional (en 2022 se reportaron 444,439 en comparación con las 86,298 de 2013). La política migratoria se ha militarizado con el despliegue del Ejército y la Guardia Nacional desde 2019 a todos los puntos de entrada en los límites del país y los retenes a lo largo de las carreteras para ejecutar el Plan de Migración y Desarrollo en la Frontera Norte y Sur (en 2019 un total de 8,715 elementos de las Fuerzas Armadas fueron enviados a vigilar las dos fronteras; para abril de 2022 eran 28,542: más del triple en tres años). Para esas mismas fechas, de las treinta y dos delegaciones estatales del INM, diecinueve estaban a cargo de personal con formación especializada en tareas militares, labores penitenciarias y seguridad pública (véase el informe Bajo la bota).

Más allá del control migratorio —hecho a partir de detenciones, deportaciones, retenes, militarización, esperas excesivas e incertidumbre—, en México no existe una política de inclusión que ofrezca condiciones dignas para que las personas migrantes tengan acceso pleno a los servicios públicos de salud y educación y a oportunidades para trabajar y vivir aquí, temporal o permanentemente.

En 2017, por ejemplo, se declaró a la Ciudad de México como “ciudad santuario”. Esto planteaba el compromiso del gobierno de invertir recursos para garantizarles derecho a la vivienda y a la alimentación, servicios de salud y atención psicoemocional, apoyo para obtener documentación y programas de inserción laboral. Con el cambio de administración en 2018, no solo no se le dio seguimiento a esta política local, sino que a nivel federal el primer comisionado del INM nombrado por López Obrador, Tonatiuh Guillén, declaró que México “no será un país de puertas abiertas ni un país santuario”.

Las consecuencias de las políticas que se han puesto en práctica y la falta de otras son bien sabidas, y los gobiernos mexicanos las han reprobado durante décadas ante Estados Unidos. Como documentan varias organizaciones de derechos humanos en el informe Bajo la Bota, la militarización de nuestras fronteras ha profundizado los contextos de vulnerabilidad para las y los migrantes. La Guardia Nacional ha hecho un uso excesivo de la fuerza y ha realizado detenciones arbitrarias a partir de perfiles raciales. Su presencia criminaliza a quienes cruzan las fronteras y aumenta los riesgos que corren las personas al buscar rutas de tránsito menos visibles y, por lo tanto, más peligrosas. Estas son políticas que matan, que separan familias y quiebran el tejido social de las comunidades.

Los gobiernos de México y Estados Unidos generalmente se deslindan de estos delitos y de las consecuencias de sus políticas, acusando al crimen organizado o incluso a las personas por tomar la decisión de migrar, haciéndolas responsables de los riesgos de cruzar. Pero en el caso de Ciudad Juárez no hay duda sobre la responsabilidad del Estado: el incendio ocurrió dentro de una estación migratoria administrada por una empresa privada de seguridad, contratada por el gobierno mexicano. Aunque uno de los detenidos haya iniciado el fuego como protesta, las imágenes muestran claramente cómo las autoridades se alejaron al ver el humo, en lugar de abrir la puerta y responder a los gritos de los hombres que pedían ayuda desde adentro.

Más aún, la pregunta es por qué las condiciones indignas dentro de esa estación en Ciudad Juárez llevaron a alguien a quemar un colchón como último recurso para exigir que se atendieran. Al menos desde 2005, pero sobre todo en los últimos años, organizaciones regionales e internacionales, expertos de la sociedad civil y la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos han denunciado las circunstancias dentro de las instalaciones del INM para las detenciones (oficialmente son 57, incluyendo estancias provisionales y estaciones migratorias). En estos centros de detención prevalecen condiciones de hacinamiento, maltrato físico y verbal por parte de agentes del INM o del personal de seguridad, amenazas de muerte y extorsión, además de falta de comida, agua potable, productos de higiene, colchones y colchas para dormir, así como falta de regulación y supervisión.

También se ha advertido que las autoridades hacen detenciones arbitrarias de personas que tienen permisos de estancia y tránsito e incluso de ciudadanos mexicanos que no tendrían por qué estar dentro de las estaciones migratorias. Encima, las privaciones a la libertad superan los plazos fijados por la ley. El 15 de marzo de 2023 la Suprema Corte resolvió que “los periodos de quince y hasta sesenta días hábiles de alojamiento de personas extranjeras en estaciones migratorias, previstos en el artículo 111 de la Ley de Migración, son inconstitucionales”. Hay que agregar que, mientras están detenidas, las personas no tienen información sobre sus opciones legales, y los grupos independientes de monitoreo y representación legal tienen acceso limitado a esos espacios.

Hace solo unos meses, en septiembre de 2022, un equipo de la red global Coalición Internacional contra la Detención (IDC) visitó precisamente la estación en Ciudad Juárez donde seis meses después murieron cuarenta migrantes. El equipo reportó condiciones de hacinamiento en las celdas, que no tenían ventilación ni luz natural, y el impacto negativo en la salud física, mental y emocional de quienes están dentro de esos centros. Distintas organizaciones nacionales e internacionales han documentado el maltrato y la deshumanización que enfrentan las personas migrantes por parte de los agentes. Aunado a ello, el impacto de la separación familiar, la incertidumbre sobre sus casos y la duración de la detención generan ansiedad, angustia, desesperanza y depresión que, como documenta la CNDH, pueden llevar a situaciones extremas como el suicidio.

Fue y es el Estado el que no ha atendido las recomendaciones sobre las condiciones básicas que deben tener las estaciones migratorias y que estas deben usarse solo en casos excepcionales, para procesar a quienes hayan cometido un crimen o estén en proceso de deportación. Fue y es el Estado el que usa eufemismos como “asegurar”, en lugar de detener, o “albergues”, en lugar de centros de detención, para enmascarar estas prácticas. Fue y es el Estado el que decide destinar recursos a militarizar fronteras y a detener y deportar personas migrantes, en lugar de invertirlos en mejorar los procesos de las solicitudes de asilo y refugio y los permisos de estancia temporal, y en vez de destinarlos también a instituciones, organizaciones y albergues de la sociedad civil que ofrecen espacios y protocolos de atención integral y dan apoyo y acompañamiento de manera digna. Además, como lo han documentado Fundar, Sin Fronteras y AsíLegal, hay poca información sobre el costo de la detención migratoria en México, lo que revela la falta de transparencia y de mecanismos de rendición de cuentas. Lo que queda claro es que todos esos recursos que se gastan en el control de fronteras no previenen la migración, pero sí tienen consecuencias graves en las vidas humanas.

El éxito y el fracaso en Ciudad Juárez

Antes de incendio, las autoridades del INM habían hecho operativos y redadas en Ciudad Juárez para aprehender a cualquier migrante (o a quien lo pareciera según sus criterios) en la vía pública o en edificios abandonados. Esa fue su respuesta a un ambiente cada vez más tenso en una ciudad que desde 2018 ha visto un aumento constante de personas migrando, primero en forma de caravanas y después como grupos que esperan en la frontera a que se resuelva su solicitud de asilo a partir de los Protocolos de Protección a Migrantes (PPM), mejor conocidos como Quédate en México, que negociaron el gobierno de Trump y López Obrador. Desde 2019 más de setenta mil personas fueron retornadas a México como parte de este programa. El 35% de ellas se quedaron en Ciudad Juárez, con la idea de que ahí tendrían mayores posibilidades de cruzar. Sin embargo, los límites de la infraestructura de la ciudad para albergar y dar empleo a esta población quedaron expuestos, sobre todo en la pandemia.

En un principio, Ciudad Juárez fue uno de los grandes ejemplos de la posibilidad de sumar recursos y voluntades, desde una perspectiva de hospitalidad y puertas abiertas, ante el cambio en los flujos migratorios. En julio de 2019 una coalición de empresarios, gobierno y sociedad civil lanzó la Iniciativa Juárez (IJ), enfocada en mejorar las condiciones de las y los migrantes. Con los recursos y las capacidades de diferentes actores se logró ampliar la red de albergues y sumar el apoyo de empresas y organizaciones internacionales para proyectos de inserción laboral y vivienda.

Dentro de este mismo marco, la Secretaría del Trabajo creó en Ciudad Juárez el primer Centro Integrador para el Migrante (CIM) del país, un espacio que ofrece alojamiento, alimentos, vinculación laboral, asesoría jurídica, educación y salud, y que ahora también existe en Tijuana y Matamoros. Pero la colaboración multisectorial que dio pie a todo esto se desarticuló después de 2021, en parte como resultado de la polarización política en la ciudad. Lo que quedó fue otra vez un proyecto gubernamental sin la participación de la sociedad civil local ni los recursos de otros sectores que podrían sostener y expandir estos programas.

Al cerrar la estación migratoria de Ciudad Juárez después del incendio, se designó al CIM para que le diera continuidad al trabajo del INM, sin hacer una distinción entre el control migratorio y los programas de inclusión económica y social. Aunque el gobierno reporta que los CIM atienden a cerca de cinco mil personas anualmente, no han sido suficientes para responder a las necesidades de los diferentes grupos que han llegado a Juárez y otras ciudades de la frontera. Tampoco han bastado para atender las condiciones cambiantes de su espera ante cada nueva regulación de Estados Unidos. Con nuevos flujos constantes de migrantes de diferentes países y tiempos de espera cada vez más largos, la capacidad de los albergues queda rebasada y su desesperación se expresa en protestas que en algunos casos han afectado el tránsito local.

Pocos días antes del incendio en la estación migratoria, el alcalde de Ciudad Juárez, Cruz Pérez Cuéllar, declaró que el nivel de paciencia de las autoridades hacia las personas migrantes se estaba acabando, que la economía local no podía sostener la llegada de tantos y que su presencia en las calles estaba afectando la vida diaria de la ciudad. No sorprende —y hasta cierto punto es entendible— que en ciudades, pueblos y comunidades de México, arrasados por la violencia, la pobreza y la desigualdad, haya rechazo o preocupación ante la llegada de miles de personas en los últimos años. Además, ya no tienen la expectativa de que se trate de un paso temporal en su tránsito al norte, sino que son estancias cada vez más prolongadas (pueden durar entre dos meses y dos años) y quizá sean permanentes, pero sobre todo son inciertas. Ante una crisis de sistemas económicos y políticos que provocan la migración forzada e instituciones que no responden adecuadamente a estos flujos, la percepción común es: ¿cómo vamos a ofrecer trabajo, vivienda, servicios y seguridad a las y los migrantes si la población local no los tiene, si la economía no los puede sostener, si nuestros familiares también han emigrado en busca de mejores condiciones de vida? En el planteamiento de estas preguntas están algunas claves que explican el miedo, el rechazo y la criminalización de las y los migrantes, pero también está la posibilidad de construir otra narrativa y otra política migratoria.

Las políticas pueden beneficiar a migrantes y a locales

Las alternativas ya existen. Muchas parten de una visión estructural, es decir, entienden que las condiciones de pobreza y violencia que afectan a las personas que deciden salir de su país o son forzadas a ello afectan también a la población local, que son resultado de la desigualdad y la violencia creadas por sistemas económicos y políticos y por el cambio climático, y que la respuesta a las necesidades de migrantes y refugiados no está separada ni compite con las necesidades de la población local.

Por ejemplo, hay albergues para migrantes que abren sus puertas para dar comida, acceso a una ducha y atención médica y psicológica a personas sin hogar o a cualquiera de la localidad que lo necesite. Otro ejemplo: los recursos generados por programas como la IJ o por la creciente presencia en México de instituciones internacionales enfocadas en migración y refugio han servido para crear infraestructura (como albergues, parques, espacios culturales, alumbrado público, programas de capacitación laboral y servicios médicos) que simultáneamente atienden a las comunidades locales.

De manera similar, las deportaciones masivas y el retorno de migrantes de Estados Unidos a México han evidenciado la discriminación que enfrentan las y los ciudadanos que regresan al país, en cuanto al acceso a servicios de salud y educación, documentación, vivienda y trabajo por los estereotipos que existen en contra de las y los migrantes, aunque sean mexicanos. Ante ello, organizaciones como Otros Dreams en Acción o el Instituto para las Mujeres en la Migración han logrado que se hagan cambios legales en el derecho a la identidad y en los procesos de documentación relacionados con el acceso a servicios públicos. Así, la lucha de las comunidades retornadas a México es contra el racismo y el clasismo de las instituciones, que se expresa no solo contra migrantes, sino también contra comunidades indígenas, poblaciones LGBTQI y personas con discapacidades.

En la misma línea, cuando las organizaciones de derechos humanos proponen abolir la detención de migrantes y eliminar las estaciones migratorias en México y en el mundo, quieren decir que si existieran procedimientos y canales para la migración regular, libre y segura, no habría necesidad de privarlos de su libertad. Esto eliminaría la necesidad de recurrir a redes de traficantes de personas y disminuiría los riesgos de que se enfrenten a la delincuencia organizada o a autoridades corruptas. Esta seguridad beneficiaría no solo a las y los migrantes sino también a las comunidades a donde llega la gente en tránsito.

Si en lugar de mantener a las y los solicitantes de asilo en el limbo de una espera incierta se les ofrecieran opciones de empleo temporal, estas personas tendrían los medios para construir una vida digna, proveer a sus familias y contribuir a las comunidades donde viven. Si se destinaran recursos a los albergues y a las organizaciones comunitarias con experiencia, conocimiento y capacidad para darles apoyo integral, las y los migrantes tendrían la posibilidad de acceder no solo a la información, sino a condiciones materiales y emocionales que les permitan decidir la temporalidad de su tránsito o su permanencia en el país con claridad respecto a las condiciones existentes y de acuerdo a las necesidades específicas de sus familias.

Más allá de reformar el Instituto Nacional de Migración

Tras el incendio en la estación de Ciudad Juárez, se volvió a poner sobre la mesa la urgencia de reformar o eliminar al INM. La corrupción dentro del instituto, su falta de transparencia y rendición de cuentas, su incapacidad para actualizarse ante la realidad cambiante de la migración y su falta de coordinación con otras dependencias a cargo de procesos migratorios claramente han resultado en una política disfuncional en muchos niveles. Aunque aún no queda claro en qué consiste y cómo operaría, la propuesta del gobierno de López Obrador de sustituir al INM por una Coordinación Nacional de Asuntos Migratorios y Extranjería (ConMéxico) hace eco de un llamado que ha mantenido la sociedad civil desde hace años, a saber: la necesidad de una política migratoria integral e interseccional que incluya todas las áreas relevantes en los ámbitos federal, estatal y local (gobernación, relaciones exteriores, salud, educación, trabajo y género) y que cuente con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil y expertos.

El padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, pasó de ser uno de los principales críticos de la política migratoria de México a ser el defensor de la política de control de López Obrador frente a las primeras caravanas de Centroamérica. Lejos de representar a las familias, las organizaciones migrantes y los grupos de la sociedad civil que llevan esta lucha desde hace décadas, Solalinde —en representación del gobierno, aunque sin un cargo formal— es quien ahora describe el proyecto de transformar al INM, el cual contempla eliminar las estaciones migratorias y quitarle a la Guardia Nacional la responsabilidad del control migratorio.

Solalinde también sostiene que esta nueva política será humanista. Lo mismo ha dicho el presidente Joe Biden cuando propuso capacitar a la Patrulla Fronteriza y operar los centros de detención con un enfoque humanitario. Pero decenas de personas han muerto bajo la custodia de esa Patrulla Fronteriza o en encuentros con ella (151 personas en 2021, según sus propios reportes) y al menos 45 han fallecido dentro de los centros de detención de Estados Unidos en los últimos cinco años.

Darle otro nombre al INM y proponer nuevos mecanismos de coordinación con otras áreas no será suficiente si la premisa del control migratorio y el enfoque de seguridad, heredados de Estados Unidos, no cambian. Sin vías para la migración regular y sin una inversión para reducir los tiempos de espera y dar atención integral a los y las migrantes, continuarán la criminalización, la extorsión, el abuso y la corrupción. Seguirá habiendo desesperación, desesperanza e inconformidad entre las personas en contextos de movilidad forzada, y se mantendrá la idea de la migración como un problema, una crisis, como algo antinatural y no deseable.

Si entendemos el incendio en Ciudad Juárez no como resultado de un evento aislado, sino como producto de una política construida durante décadas y como parte de un sistema fracturado que requiere un cambio de estructura, operación y principios, entonces habría que pensar en este hecho como un verdadero punto de inflexión en la política migratoria y en la movilización social alrededor del tema. Insisto: un “nunca más” como el que se enunció desde 2010 ante la masacre en San Fernando, Tamaulipas —que gritan cada año las caravanas de madres que buscan a las y los migrantes desaparecidos, y que hoy se repite con indignación social ante una tragedia que pudo haberse evitado— tiene que construirse necesariamente a partir de un cambio en la premisa de la seguridad y el control migratorio.

Lo anterior no solo compete al gobierno, como demuestran la IJ y otros ejemplos que he dado aquí. Las formas de pensar la migración desde la dignidad, la libertad y el bienestar mutuo existen desde hace años y son palpables en el Centro Fray Matías en Tapachula, La 72 en Tenosique, Voces Mesoamericanas en San Cristóbal, Las Patronas en Veracruz, FM4 Paso Libre en Guadalajara, Cafemin en la Ciudad de México, Espacio Migrante en Tijuana, la Casa del Migrante en Juárez y en muchos otros espacios. Ahí hay conceptos, prácticas y acciones cotidianas que prueban que se puede responder de otra manera.

Hasta ahora el gobierno de López Obrador ha descartado la opción de desarrollar una política migratoria a partir de estos ejemplos y experiencias. Poner a Solalinde al frente de la nueva propuesta no cambia el hecho fundamental de que los espacios de diálogo y trabajo mutuo entre el gobierno y la sociedad civil que existían se han cerrado desde el inicio de su administración. Pero para prevenir otro incendio, otra muerte, otra desaparición forzada y otro abuso es necesaria una política construida con migrantes, comunidades locales, organizaciones, familias, empresas y gobierno. Esa posibilidad existe en el tipo de solidaridad que entiende que el bienestar de una persona está íntimamente ligado al de todas las demás, que si las causas de fondo de un incendio no cambian, el fuego se volverá a prender.

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