La colonia Doctores, uno de los barrios populares de la ciudad, hace su mejor esfuerzo para adaptarse a estos tiempos. A veces las normas se respetan, otras veces no, y otras más se hacen como que se cumplen. En esta pandemia, los trabajadores informales y la gente de escasos recursos enfrentan un dilema.
Hace unos días, Doña Mari tendía sus tortillas azules en el comal de la esquina de Martínez del Río y Niños Héroes, en la colonia Doctores. Su mesa estaba llena alrededor de las 11 de la mañana. Dos transportistas estacionaron su camión y se bajaron con las mascarillas puestas, pero se las quitaron para comer sus delicias: tacos de huevo en salsa verde o quesadillas de quintoniles. Bien mirado, todos bajo el toldo del puesto de comida tienen el cubre bocas en la barba mientras comen. En la otra esquina, el señor que vende flanes napolitanos y gelatinas se ha puesto guantes y careta por la pandemia y, conforme crece la amenaza, ha procurado mantener las normas. Pero no el señor de junto que vende nueces y cacahuates garapiñados. Allí mismo los prepara pero con la cara descubierta. En la esquina opuesta, el frutero con el puesto en el canto ochavado de la calle, y los jugos de a la vuelta, a veces usa cubre bocas, otras veces no. En estos dos meses no le han faltado clientes. Los talleres de los herreros y de recolección de metal, en Martínez del Río, siguen trabajando. Una recaudería de dos metros cuadrados, que vende pollos y verduras, tiene gel en la entrada y una estricta política de sana distancia, además de que no dan bolsas de plástico; a veces se hacen colas de tres o cuatro compradores locales, mientras esperan pacientemente a que la viejecita de la vecindad decida qué comprar. Ellos han puesto en marcha un sistema de pedidos a domicilio y parece que el negocio prospera. La colonia Doctores, uno de los barrios populares de la ciudad, hace, como otros barrios, su mejor esfuerzo para adaptarse a estos tiempos. A veces las normas se respetan, otras veces no, y otras más se hacen como que se cumplen. Depende. En esta pandemia, los trabajadores informales y la gente de escasos recursos enfrentan un dilema: o se quedan en casa y no comen, o salen a la calle a ganarse el sustento con peligro de infectarse. Una de las historias de mayor resistencia a las medidas de seguridad me la contó Agustín Montes Modesto, el barrendero que limpia todas las mañanas la calle de Niños Héroes, desde Dr. Olvera (al sur), a la altura del Hospital General, hasta Dr. Rio de la Loza (donde está Televisa). El otro día nos quedamos de ver en la madrugada, cuando comienza su rondín. Para las cinco de la mañana, ya había barrido tres cuadras y jalaba su carrito hacía la cuarta cuadra. Los trabajadores de limpia en la Ciudad de México tienen un estatus especial. Son trabajadores de la delegación, con un salario mensual muy bajo (Agustín gana 1,600 pesos mensuales) pero tienen la prerrogativa de separar la basura y vender el cartón y las botellas, además de pedir una propina semanal a los particulares por recogerles los desperdicios. Si no fuera por él, la gente de Niños Héroes, un lugar lleno de comercios que atiende a la gente de las escuelas de ciencias penales y los tribunales, tendría que dejar la basura en la calle y esperar a que se la lleve el malísimo sistema de recolección. Agustín es un hombre de 53 años, bajito y delgado, pero a juzgar por la rapidez y efectividad con la que barre la calle con su escoba de varas, quita los papeles y las hojas caídas, es un hombre fuerte. En cierta manera, mira su trabajo como una manera de mantenerse en forma. Lo veo barrer a la luz de los faroles, en la soledad de la avenida, donde sólo se escucha el raspar de la escoba, y conversamos cuando toma su carrito y caminamos una cuadra más. Heredó de su padre, que también fue barrendero, el derecho de trabajar ese tramo. Viene todos los días de ciudad Neza, y anota con mucho orgullo que tiene dos hijos en la universidad. Antes de la crisis sanitaria, trabajaba 12, 13 horas, pero ahora muchos restaurantes que le daban su basura están cerrados. Agustín no esta recibiendo el mismo ingreso y para el mediodía ya ha terminado su faena. Cerca de las seis de la mañana, un camión de basura toca la bocina frente a nosotros. Agustín corre a amarrar su carrito a un poste, luego habla con el conductor del camión y me dice que nos trepemos en la parte de atrás. Cada quien se aferra a un lazo de cuero y hundimos nuestros zapatos en la basura. Es casi la hora de pasar lista en la oficina local de la delegación y el camión nos dará un aventón hasta allá. Mi mentalidad pequeñoburguesa está alarmadísima por la posibilidad de un contagio. Le pregunto a Agustín si le tiene miedo al bicho. No, él no, me contesta. Si tan solo fuera testigo de las inmundicias que ha tenido que recoger. Nadie quiere, por ejemplo, el tramo del mercado Hidalgo. Un servicio diferente maneja los desperdicios de los hospitales de alrededor, pero no siempre fue así. Antes también tenían que ir por la basura de los hospitales que levantaba un vapor horrible por la presencia de órganos aún calientes. Agustín es cristiano y no cree en el coronavirus. O por lo menos no cree que se vaya infectar. Dios lo protege y él ya es inmune. Entre los otros miembros del servicio de limpieza nadie está contagiado. Y a pesar de que la alarma crece, Agustín no ha dejado de trabajar ni un día durante la pandemia. Por supuesto que hay partes de la colonia completamente apagadas. Alrededor de los juzgados, los escritorios públicos, que lo mismo sacan una copia que ofrecen asesoría legal, están completamente cerrados. Todos los ambulantes de los alrededores se han ido. También se han esfumado los que te sacan documentos falsos cerca de Arcos de Belén. Tal vez la zona más sórdida es la que colinda con la entrada norte del Hospital General, Dr. Pasteur, curiosamente el nombre del químico y bacteriólogo que tanto hizo por hallar el origen de las enfermedades infecciosas. Normalmente está llena de vendedores ambulantes que ofrecen productos de primera necesidad como jabón, pasta de dientes o papel sanitario que compran los parientes de los enfermos. El otro día que pasé, había apenas un hombre a la entrada del metro con un puesto de esos productos. El Hospital General se ha transformado en un centro para atender a los enfermos de Covid-19. Jorge de León Rendón, un joven médico que trabaja allí, me contó de todas las adecuaciones físicas que se habían hecho para recibir pacientes. Según varias notas de prensa, adentro se libra una batalla heroica. Otra vez es el personal de salud el que está poniendo el cuerpo, mientras el estado incumple con las condiciones mínimas para realzar el trabajo de forma segura. Solo el miércoles pasado hubo una revuelta del personal que exigió al director del IMSS, Zoé Robledo, que cumpliera con los bonos a los trabajadores que tratan a los pacientes infectados. Afuera, la calle está casi sola. La acera de enfrente está ocupada por funerarias vacías, una de ellas atendida por un señor sin una pierna y en silla de ruedas. Es la misma calle donde los familiares de los personas que mueren por Covid-19 reciben las malas noticias. Y también es la zona a donde se han ido a refugiar las personas en situación de calle. Alexia, que trabaja en El Caracol, una organización de la sociedad civil que reparte comida, me dijo que curiosamente ellos habían encontrado en la zona aledaña al hospital un refugio contra la violencia de otras calles. El coronavirus no los ahuyenta, sino los protege. Dentro del mercado Hidalgo, a unas cuadras de allí, la historia es distinta. Decenas de compradores con o sin cubre bocas se reúnen a comprar carne, pollo, chiles, y también productos eléctricos, tinacos, o muebles de baño. Hay puestos que han respondido a la demanda del mercado y ahora solo ofrecen cubre bocas y máscaras de plástico. Una verdulería ha impuesto una política de sana distancia, pero la gente que hace cola entra en contacto con los que pasan por ese pasillo, sin advertir las medidas de seguridad. Sobre el Eje Central, alrededor de la estación del metro Obrera, también hay muchos vendedores ambulantes que ofrecen artículos de segunda mano. Un chico sin cubre bocas, que conversa con un amigo, me ve husmeando entre las cosas que ofrece, un fax roto, películas pirata, zapatos y tenis viejos. El contraste entre él y el reportero, que lleva una libreta, cubre bocas y se limpia las manos cada rato con gel antibacterial, no puede ser más grande. “Ándale —me dice en tono de burla— llévate algo… Para que te quedes en casa”.