Periodismo y derechos humanosEn México las personas están en riesgo. Proteger a las personas pone en peligro a los protectores y visibilizar el dolor de unos y el trabajo de los otros es una apuesta de vida o muerte para quién da cara y voz al sufrimiento. Esta es la crisis de los derechos humanos y de su defensa, y es también, la crisis que enfrenta el periodismo de seguridad pública y justicia penal en nuestro país.
Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo. Pero no es así, mucho se ha intentado: ahí están, en la Procuraduría General de la República (PGR), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) y en la Secretaría de Gobernación, el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas; ahí está también una pléyade de organizaciones no gubernamentales y ahí encontramos también múltiples iniciativas gremiales para dar alerta, ayuda y acompañamiento a periodistas y defensores de derechos humanos.Y a pesar de esto, los resultados son magros. Las agresiones contra defensores de derechos humanos no han hecho sino crecer y según Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Artículo 19, Reporteros sin Fronteras y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos la mayoría de los agresores contra periodistas son agentes gubernamentales. Es decir: pareciera que quienes deben protegerlos a todos -las autoridades- son exactamente de quienes hay que protegerse. Así, no es extraño que entre 2006 y 2013 la FEADLE sólo hubiese conseguido una condena de los cientos de casos de los que ha tenido conocimiento.Evidentemente, algo anda mal.¿Qué es lo que tenemos? Tenemos un descrédito general de la profesión periodística (“son mentirosos” dice la sociedad) y tenemos la corrupción de la función de informar además de la complicidad a través del financiamiento publicitario público y privado (“no pago para que me peguen” llegó a decir José López Portillo; “son vendidos” repite la sociedad); y tenemos también la soledad del informador honesto, ese que se juega la vida tratando de cumplir con su trabajo, ese que es alentado a la autocensura (“mejor no te metas en eso” sugieren sus editores) y ese que todos los días corre el peligro del estigma y la revictimización (“los matan porque en algo andarían” repite la sociedad con crueldad e insensatez).
Así el diagnóstico es claro. El problema más acusado es el de una sociedad fracturada: las autoridades desconfían –salvo en relaciones clientelares– de los medios de comunicación; ahogada en su individualismo salvo por algunas islas de esperanza– la sociedad se desentiende de sus informadores y defensores ciudadanos; y sin el apalancamiento de la iniciativa privada salvo por quienes se toman en serio la responsabilidad social empresaria los periodistas y defensores de derechos humanos están solos, apoyándose, en el mejor de los casos, unos a otros, pero nada más.
¿Qué hacer?
Es claro que el drama supera toda iniciativa aislada. En breve: sin el concurso intersectorial ningún actor o instancia tiene por sí misma la fuerza y los recursos necesarios para plantear soluciones a las causas de la violencia en lugar de remedios a sus consecuencias.
¿Qué tipo de soluciones podrían aplicarse?
La respuesta general: reconstruir el tejido social para sanar las fracturas.
¿Cómo?
Recuperando la mística del servicio público; profesionalizando en lo ético y en lo técnico el quehacer periodístico; construyendo una cultura de la solidaridad como vacuna y remedio contra el individualismo, la atomización social, la desconfianza y la anomia y educando para la paz, entendiendo que la seguridad se alcanza a través de la paz y no a la inversa.
La reconciliación social debe ser simultánea: intrasectorial e intersectorialmente. No será fácil ni rápido, los agravios son muchos, la desconfianza profunda y el solipsismo –individual y colectivo– fuerte. Pero es posible. Existen ya programas altamente especializados para hacerlo. Sólo falta voluntad política e iniciativa.
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Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo.
Periodismo y derechos humanosEn México las personas están en riesgo. Proteger a las personas pone en peligro a los protectores y visibilizar el dolor de unos y el trabajo de los otros es una apuesta de vida o muerte para quién da cara y voz al sufrimiento. Esta es la crisis de los derechos humanos y de su defensa, y es también, la crisis que enfrenta el periodismo de seguridad pública y justicia penal en nuestro país.
Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo. Pero no es así, mucho se ha intentado: ahí están, en la Procuraduría General de la República (PGR), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) y en la Secretaría de Gobernación, el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas; ahí está también una pléyade de organizaciones no gubernamentales y ahí encontramos también múltiples iniciativas gremiales para dar alerta, ayuda y acompañamiento a periodistas y defensores de derechos humanos.Y a pesar de esto, los resultados son magros. Las agresiones contra defensores de derechos humanos no han hecho sino crecer y según Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Artículo 19, Reporteros sin Fronteras y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos la mayoría de los agresores contra periodistas son agentes gubernamentales. Es decir: pareciera que quienes deben protegerlos a todos -las autoridades- son exactamente de quienes hay que protegerse. Así, no es extraño que entre 2006 y 2013 la FEADLE sólo hubiese conseguido una condena de los cientos de casos de los que ha tenido conocimiento.Evidentemente, algo anda mal.¿Qué es lo que tenemos? Tenemos un descrédito general de la profesión periodística (“son mentirosos” dice la sociedad) y tenemos la corrupción de la función de informar además de la complicidad a través del financiamiento publicitario público y privado (“no pago para que me peguen” llegó a decir José López Portillo; “son vendidos” repite la sociedad); y tenemos también la soledad del informador honesto, ese que se juega la vida tratando de cumplir con su trabajo, ese que es alentado a la autocensura (“mejor no te metas en eso” sugieren sus editores) y ese que todos los días corre el peligro del estigma y la revictimización (“los matan porque en algo andarían” repite la sociedad con crueldad e insensatez).
Así el diagnóstico es claro. El problema más acusado es el de una sociedad fracturada: las autoridades desconfían –salvo en relaciones clientelares– de los medios de comunicación; ahogada en su individualismo salvo por algunas islas de esperanza– la sociedad se desentiende de sus informadores y defensores ciudadanos; y sin el apalancamiento de la iniciativa privada salvo por quienes se toman en serio la responsabilidad social empresaria los periodistas y defensores de derechos humanos están solos, apoyándose, en el mejor de los casos, unos a otros, pero nada más.
¿Qué hacer?
Es claro que el drama supera toda iniciativa aislada. En breve: sin el concurso intersectorial ningún actor o instancia tiene por sí misma la fuerza y los recursos necesarios para plantear soluciones a las causas de la violencia en lugar de remedios a sus consecuencias.
¿Qué tipo de soluciones podrían aplicarse?
La respuesta general: reconstruir el tejido social para sanar las fracturas.
¿Cómo?
Recuperando la mística del servicio público; profesionalizando en lo ético y en lo técnico el quehacer periodístico; construyendo una cultura de la solidaridad como vacuna y remedio contra el individualismo, la atomización social, la desconfianza y la anomia y educando para la paz, entendiendo que la seguridad se alcanza a través de la paz y no a la inversa.
La reconciliación social debe ser simultánea: intrasectorial e intersectorialmente. No será fácil ni rápido, los agravios son muchos, la desconfianza profunda y el solipsismo –individual y colectivo– fuerte. Pero es posible. Existen ya programas altamente especializados para hacerlo. Sólo falta voluntad política e iniciativa.
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Periodismo y derechos humanosEn México las personas están en riesgo. Proteger a las personas pone en peligro a los protectores y visibilizar el dolor de unos y el trabajo de los otros es una apuesta de vida o muerte para quién da cara y voz al sufrimiento. Esta es la crisis de los derechos humanos y de su defensa, y es también, la crisis que enfrenta el periodismo de seguridad pública y justicia penal en nuestro país.
Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo. Pero no es así, mucho se ha intentado: ahí están, en la Procuraduría General de la República (PGR), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) y en la Secretaría de Gobernación, el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas; ahí está también una pléyade de organizaciones no gubernamentales y ahí encontramos también múltiples iniciativas gremiales para dar alerta, ayuda y acompañamiento a periodistas y defensores de derechos humanos.Y a pesar de esto, los resultados son magros. Las agresiones contra defensores de derechos humanos no han hecho sino crecer y según Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Artículo 19, Reporteros sin Fronteras y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos la mayoría de los agresores contra periodistas son agentes gubernamentales. Es decir: pareciera que quienes deben protegerlos a todos -las autoridades- son exactamente de quienes hay que protegerse. Así, no es extraño que entre 2006 y 2013 la FEADLE sólo hubiese conseguido una condena de los cientos de casos de los que ha tenido conocimiento.Evidentemente, algo anda mal.¿Qué es lo que tenemos? Tenemos un descrédito general de la profesión periodística (“son mentirosos” dice la sociedad) y tenemos la corrupción de la función de informar además de la complicidad a través del financiamiento publicitario público y privado (“no pago para que me peguen” llegó a decir José López Portillo; “son vendidos” repite la sociedad); y tenemos también la soledad del informador honesto, ese que se juega la vida tratando de cumplir con su trabajo, ese que es alentado a la autocensura (“mejor no te metas en eso” sugieren sus editores) y ese que todos los días corre el peligro del estigma y la revictimización (“los matan porque en algo andarían” repite la sociedad con crueldad e insensatez).
Así el diagnóstico es claro. El problema más acusado es el de una sociedad fracturada: las autoridades desconfían –salvo en relaciones clientelares– de los medios de comunicación; ahogada en su individualismo salvo por algunas islas de esperanza– la sociedad se desentiende de sus informadores y defensores ciudadanos; y sin el apalancamiento de la iniciativa privada salvo por quienes se toman en serio la responsabilidad social empresaria los periodistas y defensores de derechos humanos están solos, apoyándose, en el mejor de los casos, unos a otros, pero nada más.
¿Qué hacer?
Es claro que el drama supera toda iniciativa aislada. En breve: sin el concurso intersectorial ningún actor o instancia tiene por sí misma la fuerza y los recursos necesarios para plantear soluciones a las causas de la violencia en lugar de remedios a sus consecuencias.
¿Qué tipo de soluciones podrían aplicarse?
La respuesta general: reconstruir el tejido social para sanar las fracturas.
¿Cómo?
Recuperando la mística del servicio público; profesionalizando en lo ético y en lo técnico el quehacer periodístico; construyendo una cultura de la solidaridad como vacuna y remedio contra el individualismo, la atomización social, la desconfianza y la anomia y educando para la paz, entendiendo que la seguridad se alcanza a través de la paz y no a la inversa.
La reconciliación social debe ser simultánea: intrasectorial e intersectorialmente. No será fácil ni rápido, los agravios son muchos, la desconfianza profunda y el solipsismo –individual y colectivo– fuerte. Pero es posible. Existen ya programas altamente especializados para hacerlo. Sólo falta voluntad política e iniciativa.
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Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo. Pero no es así, mucho se ha intentado: ahí están, en la Procuraduría General de la República (PGR), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) y en la Secretaría de Gobernación, el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas; ahí está también una pléyade de organizaciones no gubernamentales y ahí encontramos también múltiples iniciativas gremiales para dar alerta, ayuda y acompañamiento a periodistas y defensores de derechos humanos.Y a pesar de esto, los resultados son magros. Las agresiones contra defensores de derechos humanos no han hecho sino crecer y según Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Artículo 19, Reporteros sin Fronteras y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos la mayoría de los agresores contra periodistas son agentes gubernamentales. Es decir: pareciera que quienes deben protegerlos a todos -las autoridades- son exactamente de quienes hay que protegerse. Así, no es extraño que entre 2006 y 2013 la FEADLE sólo hubiese conseguido una condena de los cientos de casos de los que ha tenido conocimiento.Evidentemente, algo anda mal.¿Qué es lo que tenemos? Tenemos un descrédito general de la profesión periodística (“son mentirosos” dice la sociedad) y tenemos la corrupción de la función de informar además de la complicidad a través del financiamiento publicitario público y privado (“no pago para que me peguen” llegó a decir José López Portillo; “son vendidos” repite la sociedad); y tenemos también la soledad del informador honesto, ese que se juega la vida tratando de cumplir con su trabajo, ese que es alentado a la autocensura (“mejor no te metas en eso” sugieren sus editores) y ese que todos los días corre el peligro del estigma y la revictimización (“los matan porque en algo andarían” repite la sociedad con crueldad e insensatez).
Así el diagnóstico es claro. El problema más acusado es el de una sociedad fracturada: las autoridades desconfían –salvo en relaciones clientelares– de los medios de comunicación; ahogada en su individualismo salvo por algunas islas de esperanza– la sociedad se desentiende de sus informadores y defensores ciudadanos; y sin el apalancamiento de la iniciativa privada salvo por quienes se toman en serio la responsabilidad social empresaria los periodistas y defensores de derechos humanos están solos, apoyándose, en el mejor de los casos, unos a otros, pero nada más.
¿Qué hacer?
Es claro que el drama supera toda iniciativa aislada. En breve: sin el concurso intersectorial ningún actor o instancia tiene por sí misma la fuerza y los recursos necesarios para plantear soluciones a las causas de la violencia en lugar de remedios a sus consecuencias.
¿Qué tipo de soluciones podrían aplicarse?
La respuesta general: reconstruir el tejido social para sanar las fracturas.
¿Cómo?
Recuperando la mística del servicio público; profesionalizando en lo ético y en lo técnico el quehacer periodístico; construyendo una cultura de la solidaridad como vacuna y remedio contra el individualismo, la atomización social, la desconfianza y la anomia y educando para la paz, entendiendo que la seguridad se alcanza a través de la paz y no a la inversa.
La reconciliación social debe ser simultánea: intrasectorial e intersectorialmente. No será fácil ni rápido, los agravios son muchos, la desconfianza profunda y el solipsismo –individual y colectivo– fuerte. Pero es posible. Existen ya programas altamente especializados para hacerlo. Sólo falta voluntad política e iniciativa.
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Periodismo y derechos humanosEn México las personas están en riesgo. Proteger a las personas pone en peligro a los protectores y visibilizar el dolor de unos y el trabajo de los otros es una apuesta de vida o muerte para quién da cara y voz al sufrimiento. Esta es la crisis de los derechos humanos y de su defensa, y es también, la crisis que enfrenta el periodismo de seguridad pública y justicia penal en nuestro país.
Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo. Pero no es así, mucho se ha intentado: ahí están, en la Procuraduría General de la República (PGR), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) y en la Secretaría de Gobernación, el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas; ahí está también una pléyade de organizaciones no gubernamentales y ahí encontramos también múltiples iniciativas gremiales para dar alerta, ayuda y acompañamiento a periodistas y defensores de derechos humanos.Y a pesar de esto, los resultados son magros. Las agresiones contra defensores de derechos humanos no han hecho sino crecer y según Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Artículo 19, Reporteros sin Fronteras y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos la mayoría de los agresores contra periodistas son agentes gubernamentales. Es decir: pareciera que quienes deben protegerlos a todos -las autoridades- son exactamente de quienes hay que protegerse. Así, no es extraño que entre 2006 y 2013 la FEADLE sólo hubiese conseguido una condena de los cientos de casos de los que ha tenido conocimiento.Evidentemente, algo anda mal.¿Qué es lo que tenemos? Tenemos un descrédito general de la profesión periodística (“son mentirosos” dice la sociedad) y tenemos la corrupción de la función de informar además de la complicidad a través del financiamiento publicitario público y privado (“no pago para que me peguen” llegó a decir José López Portillo; “son vendidos” repite la sociedad); y tenemos también la soledad del informador honesto, ese que se juega la vida tratando de cumplir con su trabajo, ese que es alentado a la autocensura (“mejor no te metas en eso” sugieren sus editores) y ese que todos los días corre el peligro del estigma y la revictimización (“los matan porque en algo andarían” repite la sociedad con crueldad e insensatez).
Así el diagnóstico es claro. El problema más acusado es el de una sociedad fracturada: las autoridades desconfían –salvo en relaciones clientelares– de los medios de comunicación; ahogada en su individualismo salvo por algunas islas de esperanza– la sociedad se desentiende de sus informadores y defensores ciudadanos; y sin el apalancamiento de la iniciativa privada salvo por quienes se toman en serio la responsabilidad social empresaria los periodistas y defensores de derechos humanos están solos, apoyándose, en el mejor de los casos, unos a otros, pero nada más.
¿Qué hacer?
Es claro que el drama supera toda iniciativa aislada. En breve: sin el concurso intersectorial ningún actor o instancia tiene por sí misma la fuerza y los recursos necesarios para plantear soluciones a las causas de la violencia en lugar de remedios a sus consecuencias.
¿Qué tipo de soluciones podrían aplicarse?
La respuesta general: reconstruir el tejido social para sanar las fracturas.
¿Cómo?
Recuperando la mística del servicio público; profesionalizando en lo ético y en lo técnico el quehacer periodístico; construyendo una cultura de la solidaridad como vacuna y remedio contra el individualismo, la atomización social, la desconfianza y la anomia y educando para la paz, entendiendo que la seguridad se alcanza a través de la paz y no a la inversa.
La reconciliación social debe ser simultánea: intrasectorial e intersectorialmente. No será fácil ni rápido, los agravios son muchos, la desconfianza profunda y el solipsismo –individual y colectivo– fuerte. Pero es posible. Existen ya programas altamente especializados para hacerlo. Sólo falta voluntad política e iniciativa.
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Cuando hay que proteger a las víctimas, proteger a los protectores y proteger a los reporteros que visibilizan la tragedia pareciera que no hay nada más que desamparo. Pero no es así, mucho se ha intentado: ahí están, en la Procuraduría General de la República (PGR), la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) y en la Secretaría de Gobernación, el Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas; ahí está también una pléyade de organizaciones no gubernamentales y ahí encontramos también múltiples iniciativas gremiales para dar alerta, ayuda y acompañamiento a periodistas y defensores de derechos humanos.Y a pesar de esto, los resultados son magros. Las agresiones contra defensores de derechos humanos no han hecho sino crecer y según Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Artículo 19, Reporteros sin Fronteras y la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos la mayoría de los agresores contra periodistas son agentes gubernamentales. Es decir: pareciera que quienes deben protegerlos a todos -las autoridades- son exactamente de quienes hay que protegerse. Así, no es extraño que entre 2006 y 2013 la FEADLE sólo hubiese conseguido una condena de los cientos de casos de los que ha tenido conocimiento.Evidentemente, algo anda mal.¿Qué es lo que tenemos? Tenemos un descrédito general de la profesión periodística (“son mentirosos” dice la sociedad) y tenemos la corrupción de la función de informar además de la complicidad a través del financiamiento publicitario público y privado (“no pago para que me peguen” llegó a decir José López Portillo; “son vendidos” repite la sociedad); y tenemos también la soledad del informador honesto, ese que se juega la vida tratando de cumplir con su trabajo, ese que es alentado a la autocensura (“mejor no te metas en eso” sugieren sus editores) y ese que todos los días corre el peligro del estigma y la revictimización (“los matan porque en algo andarían” repite la sociedad con crueldad e insensatez).
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La reconciliación social debe ser simultánea: intrasectorial e intersectorialmente. No será fácil ni rápido, los agravios son muchos, la desconfianza profunda y el solipsismo –individual y colectivo– fuerte. Pero es posible. Existen ya programas altamente especializados para hacerlo. Sólo falta voluntad política e iniciativa.
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