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Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

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El dueño de una disquera apuesta todo por salvar su empresa, sin detenerse a pensar que el destino es una mano de hierro sobre su cabeza. Un relato que forma parte del libro <i>El Menonita Zen</i> (2023), publicado con el apoyo de Editorial Océano.

La peor fecha para cumplir años es el día que tu padre se suicida.

Algunos te dirán que matarte y no arrancarle un capital a este mundo traidor es un desperdicio. Tienes que arrastrar una indemnización entre las patas. Recompensar tanto mal trago. Tanta desventaja. Tanta chingadera. Debes heredarle algo a los que se quedan. Sobran quienes sólo dejan broncas, deudas y dolor. Otros utilizan su suicidio como un acto de prestidigitación. Para premiar a la familia. Por los putazos recibidos. Por la abrupta salida. Tal como lo hizo el padre de Emanuel.

Para aquellos que son incapaces de ultimarse a sí mismos, al saltar desde un puente, colgarse de una corbata o ingerir un frasco entero de benzodiacepinas, existe el suicidio asistido. El padre de Emanuel le pidió a Mano de Hierro, su compadre, ayuda para planificar su propia muerte. Viejo, alcohólico y en bancarrota, había decidido inmolarse. Pero su final cumpliría un propósito, amparar a su familia. Si los últimos veinte años de su existencia habían sido una desgracia, quería que su partida fuera percibida con la menor amargura posible.

Lo apodaban Mano de Hierro por su sangre fría. El padre de Emanuel lo había elegido a él porque sabía que respetaría sus deseos. No lo juzgaría ni trataría de convencerlo, con lágrimas en los ojos, de que no se matara. Tampoco intentaría internarlo en una clínica de rehabilitación. Al contrario, Mano de Hierro lo apoyaría sin rechistar y cumpliría su voluntad al pie de la letra. Dispondría de todos los preparativos para fabricar el crimen perfecto. Auxiliar a alguien que ya no desea vivir es la muestra última de lealtad.

Si un día falto, puedes recurrir a Mano de Hierro, le dijo su padre unos días antes de morir. Puedes confiar en tu padrino.

Pero Emanuel nunca lo volvería a ver. Ni a hablar con él. Ni a mencionarlo siquiera. No después de lo que ocurrió. No después de su cumpleaños número veinticinco.

Mano de Hierro se encargó de todo. Acudió a las distintas aseguradoras y contrató los servicios de un asesino a sueldo profesional. El padre de Emanuel nunca abandonó su despacho. Firmar la papelería no le llevó más tiempo que el que tardaba en beberse media botella de Macallan 18. Había elegido morir de un disparo en la cabeza. Lo más rápido e indoloro posible. Sólo pidió no enterarse. No saber en qué momento, en qué lugar o qué día lo recibiría. Quería ahorrarse el drama del condenado que camina por el pasillo de la muerte. Quería que su deceso fuera inadvertido, como el de aquellos que después de ponerse la piyama y lavarse los dientes se van a dormir y nunca vuelven a despertar.

Fue un trabajo limpio. Un sicario le metió un tiro en la nuca al padre de Emanuel mientras se bebía su cuarto whisky del día en una terraza de un restaurante de Polanco. Le quitó la cartera y el reloj para fingir un asalto. Mismos que todavía están en el cajón del escritorio de Emanuel por ser el hijo mayor. El padre de Emanuel casi nunca salía de su despacho, su alcoholismo paralizante se lo impedía, pero ese día su hijo cumplía veinticinco años y comerían juntos para celebrarlo.

Emanuel salió antes de la universidad para llegar a tiempo a la cita. A una calle del restaurante divisó la ambulancia, las torretas de una patrulla y una multitud de mirones. Como todavía no acordonaban la zona, pudo aproximarse hasta el cuerpo, que yacía en la banqueta. Reconoció a su padre por la corbata, una que él mismo le había regalado la navidad pasada, el traje color gris oxford y los mocasines de piel de cocodrilo. Mientras aguardaba el levantamiento del cadáver, Emanuel notó que sobre la mesa había un pastel que increíblemente había conseguido permanecer intacto.

El padre de Emanuel fue sepultado en el panteón Americano. La causa oficial de su muerte fue achacada a un robo a mano armada. Cuando se enfrió el asunto, la familia descubrió que el difunto había contratado un montonal de seguros de vida. Tras los trámites burocráticos las pólizas fueron cobradas.

Con su parte de la herencia Emanuel cometió el mayor de los actos suicidas posibles: montó un sello discográfico independiente.

La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

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Emanuel nunca había pensado en suicidarse. Hasta que recibió la orden de desalojo.

En unos meses cumpliría treinta y cinco años.

Se sirvió su sexto whisky del día y sacó de un cajón el reloj y la cartera de su padre. Los colocó sobre el escritorio con el mismo rendibú que le otorgamos a los amuletos. Era un rito que realizaba siempre que tenía dificultades. Como si el hecho de contemplarlos fuera a ayudarlo a encontrar la solución a sus problemas. Mano de Hierro se los había hecho llegar con un emisario. Semanas después del sepelio tocaron a la puerta de su departamento. Cuando abrió se encontró con una pequeña caja depositada en el suelo. Además de la cartera y el reloj contenía una carta en la que su padre le explicaba toda la maniobra con las aseguradoras.

Así como nadie te enseña a ser padre, nadie te alecciona para dirigir un sello discográfico. Emanuel no era un mal director. Había conseguido cierto prestigio. En estos tiempos, en que las plataformas de streaming hacían todavía más complicado el arte de vender discos, que la mayoría de las vacas sagradas del país quisieran grabar gratis con él era el mayor de los halagos. Pero Emanuel era celoso de su criterio. Grababa sólo a los artistas en los que él creía sin importar cuán famosos eran. Así se volviera a reunir el mismo Belanova, se mantenía fiel a sus principios.

Los sellos indies han salvado al rock, le había dicho en una ocasión Jaime López.

Y era verdad. Discos Indies Unidos había sido parte de esa salvación. Siempre le había ido bien hasta que comenzó a irle mal. Y ahora, a punto de cumplir su décimo aniversario, había tocado fondo. Los sellos independientes son como un paciente terminal. Pueden tardarse en morir un día o cinco años. No hay uno solo que no tenga problemas de dinero. Incluso aquellos que pueden presumir de cierto éxito. Sin embargo, siempre consiguen sobrevivir a golpe de estímulos gubernamentales. Pero el estado de Discos Indies Unidos era crítico y amenazaba con extinguirse.

Debía catorce meses de renta. Siempre que se retrasaba se armaba con dos vasos old fashion y una botella de whisky antes de visitar a su casero. Apagaba la bronca con un abono y la promesa de que algún día, cuando Discos Indies Unidos fuera tan famoso como para que lo comprara una trasnacional como Universal, fundaría otro sello desde cero y le compraría el inmueble. Así seducía al dueño de las oficinas. Y a roqueros, poperos, cantautores y periodistas. Nadie se resistía a esa clase de glamur. Era el joven director hípster del momento. Pero desde hacía meses que ni siquiera le tomaba las llamadas a su casero para rogarle que lo aguantara un poco más.

Según sus cálculos el juicio por desalojo llevaría unos ocho meses como mínimo. Margen suficiente para esperar los resultados del DiscArtes, un programa del gobierno de estímulos fiscales para la publicación de discos. Emanuel estaba convencido de que ese año Discos Indies Unidos recibiría el apoyo. El incentivo consistía en dos millones y medio de pesos. Con esa cantidad podría saldar las rentas caídas. Y si no llegaba a un acuerdo para quedarse, podría trasladar el domicilio fiscal del sello a uno más nais, a la colonia Condesa, por ejemplo.

Guardó la cartera, el reloj y el aviso de desahucio en el cajón. El impulso suicida le había cruzado por la mente no porque se le hubieran acabado las ganas de vivir, sino porque sin Discos Indies Unidos qué sentido tenía continuar en el mundo. Los directores cometen equivocaciones. Y Emanuel sabía que había cometido muchas. Cuando los focos rojos comenzaron a encenderse, por ejemplo, tuvo que reducir su plantilla de personal. Sin embargo, fue incapaz de correr a ninguno de sus trabajadores. Atentaba contra sus convicciones. Para él Discos Indies Unidos era, antes que un negocio, una familia. Nunca emulaba las políticas leoninas de las trasnacionales.

Los directores siempre deben pagar las cuentas. Emanuel no era la excepción. Esa noche, como todas al salir de la oficina, acudió al Zazá, una pizzería donde después de las siete se congregaba a echar trago lo más progre del medio musical chilango. En una mesa descubrió a Crisálida López, la Joan Baez mexicana, una joven cantautora que había estado a punto de firmar pero que le fue arrebatada de último minuto por un cazatalentos de un gran sello. No perdía la esperanza de que, como les ocurría a muchos músicos, un día Crisálida se hartara de lo comercial y buscara refugio en el reducto independiente. Pese a lo trasnochado de sus finanzas, y aunque nadie se lo solicitó, se pasó de espléndido al pagar la cuenta de toda la mesa. Era lo menos que se esperaba de él.

A las doce de la noche decidió que ya había terqueado lo suficiente, se despidió de los que se quedarían a necear hasta la hora de cierre y abordó un taxi. Cuando llegó a su departamento encontró a su mujer dormida. Esperaría hasta la mañana para contarle que la mala fortuna había tacleado a Discos Indies Unidos. Fue a la cocina y metió al micro la milanesa de res que le habían dejado encima de la mesa. Cenó sentado en la escalera. Cuando terminó depositó el plato en un escalón y subió. Nunca se dormía sin antes echarle un vistazo a su hijo Milito. Observarlo dormir le producía una terrible angustia. Ansiaba tener el superpoder de penetrar en sus sueños y saber qué le producía ilusión. Anhelaba para él un futuro brillante. Que fuera astronauta, jugador de fut de primera división o ya de perdida un cirujano plástico de esos que amasan fortunas operando a los famosos. Aunque era un materialista dialéctico de hueso colorado, se hincó y se puso a orar. Padre celestial, señor Jesucristo, te lo pido, te lo ruego, te lo imploro, por favor no permitas que mi hijo se convierta en director de un sello independiente. Amén.

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En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas.

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La profesión de director de un sello discográfico no dista mucho de la de ser bombero. Después de apagar un incendio tienes que apagar el siguiente.

Emanuel tenía prohibido que le dieran malas noticias cuando lo vieran con resaca. Su lema era hombre crudo: animal sagrado. Aquella mañana llegó tembeleque. La noche anterior había limpiado frasco hasta las cuatro de la mañana. Ser un director estrella implicaba también ser una bestia con el trago. Podría ser peor. Los había borrachos y cocainómanos. Pero Emanuel sólo era pedote. Le había disparado coca a todas las jóvenes promesas del rock mexicano, pero jamás se había atrevido a probarla.

Mientras vaciaba dos alkaseltzer en medio vaso de agua entró la contadora. La compañía de luz les había puesto un ultimátum. Si para el lunes a primera hora no pagaban les suspenderían el servicio. Para siempre. Nunca se había retrasado con el pago. La bronca se debía a un diablito que había descubierto el lecturista mientras checaba el medidor. Les cayó una multa por noventa mil pesos. Emanuel trató de defenderse. Argumentó que el diablito había sido colocado antes de que él rentara el inmueble. No le creyeron.

Qué haces cuando ya has recurrido a todos. Cuando ya no cuentas con nadie a quien pedirle un préstamo. Emanuel le debía al banco. A su madre. A sus amigos. Si no había hipotecado el departamento donde vivía era porque es rentado. Hizo los alkaseltzer a un lado, vació un facho de whisky en un vaso limpio y se pegó un lingotazo. Y luego otro. Y otro. Y uno más. Y después golpeó el escritorio con el vaso tres veces como había visto a su padre cuando se encabronaba. Sabía que la compañía de luz no se tentaría el corazón.

No era la primera vez que se sentía acorralado. Ni la primera vez que se le terminaba el aire a media alberca. Ni la primera vez que le daban ganas de asaltar un restaurante de lujo. Pero esta vez era distinto, se sentía protegido en medio de tanto desabrigo. Estaba seguro de que ganaría el DiscArtes. Por ello decidió dar el paso. Se había prometido a sí mismo que no lo volvería a hacer. Pero estaba a punto de ser premiado con el estímulo. Una recompensa bien merecida, por tantos años de arduo trabajo. Vendería una de las acciones de Discos Indies Unidos. Ya después que tuviera dinero vería cómo recuperarla. No tardaría en colocarla ni cinco minutos. Sabía a quién ofrecérsela. Su proyecto era el sello de moda y todo mundo quería formar parte de él. Cientos de personas habían querido comprarle acciones en el pasado.

Metió en una tote bag un ejemplar de cada una de las últimas novedades de Discos Indies Unidos, en vinil y en cedé, y se lanzó al metro. Mientras recorría las estaciones lamentaba desprenderse de una de las acciones. Sabía que después de vender la primera sigue la segunda. Y luego la tercera. Hasta llegar al punto en que te conviertes en empleado del propio sello que fundaste. Al grado de perder todo poder de decisión. Y la libertad de grabar lo que se te venga en gana. Sólo de imaginarse atado de manos de esa manera la cabeza comenzaba a punzarle.

Primero trataría de empeñarla. Pero conocía de antemano la respuesta. Vendida o nada. Salió del metro y caminó hasta la casa del Paquidermo Robles. El magnate dueño de EquisxEquis, la revista gratuita más popular de la ciudad. La publicación pululaba por todos los rincones, librerías, bares, cafeterías. Se rumoraba que su familia había amasado una fortuna ocultando nazis en México tras la caída del Tercer Reich. Siempre había querido participar en el negocio de la música. Pero no había encontrado un socio a la altura de sus exigencias.

Te traje unos regalos, le dijo Emanuel. Lo más reciente que hemos horneado.

La negociación no duró más de cinco minutos. Le cantó el precio y se cerró el trato con un trago de Hibiki.

Con parte del dinero de la acción liquidó la deuda con la compañía de luz y hasta le sobró para invitar a comer a su esposa al Sonora Grill.

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Ya le cayó caca al pastel, dijo Emanuel cuando su secretaria le anunció que lo buscaba Paco Huella, su cantautor más taquillero.

Emanuel adoraba a Huella. Pero le debía un dineral en regalías. No podía permitirse perderlo. Era uno de los valores en los que la casa fincaba su prestigio. Él lo había descubierto. De hecho, el exotismo que imperaba en el mundo musical, de tener en la nómina a un cantautor norteño, se debía a Discos Indies Unidos. A que Emanuel se arriesgara por el entonces desconocido joven escritor fronterizo que acababa de mudarse a la Ciudad de México. Cuando lo firmó no esperaba que sucediera gran cosa. Incluso aceptó resignado que perdería lana. Pero Huella la sacó del estadio. Se convirtió en un capo en nanosegundos. Disco del año, gira nacional y hasta un unplugged. Y ahora estaba ahí para exigir su dinero. Que por supuesto Emanuel no tenía.

Lo que menos necesitaba Huella eran más ceros en su cuenta. El motivo real de su visita, sospechaba Emanuel, era saber si el rumor que circulaba de que Discos Indies Unidos estaba en quiebra era cierto. La labor de Emanuel era desmentir los chismarajos propios del gremio. Para que se apiadara y le diera unos meses más para cubrir el adeudo. A Huella le sobraban ofertas. Un par de trasnacionales le habían hecho propuestas nada despreciables. Un ejecutivo había querido camelarlo con una colaboración con Jack Endino. Huella sólo tenía que firmar y listo. Varios agentes se habían peleado por representarlo. Pero Huella los rechazó a todos.

A Emanuel todavía le quedaba algo de efectivo de la venta de la acción. Salió de su despacho con una sonrisota en la cara, abrazó cariñoso a Paco y se lo jaló al Xel-Há, un restaurante de comida yucateca que servía de refugio ocasional para un sector de la intelligentsia de la ciudad, músicos, escritores, pintores, editores. No hay cantautor, desconocido o consagrado, joven o viejo, hombre o mujer, que se resista a una invitación a comer por parte de un director de un sello indie. Y agasajar a sus artistas es una labor que todo director debe cumplir. Era un trato diabólico: Huella gorroneaba comida y Emanuel las regalías.

Desde que fundé Discos Indies Unidos nos sepultan cada mes, dijo Emanuel después de tomarse su primer tequila.

¿Entonces es puro choro?

Mi querido Paco, como músico de la casa, si algo pasa, te aseguro que serás de los primeros en enterarte.

Es que como dicen que vendiste. Sólo quería saber con quién me toca lidiar.

Es mentira. Pinche gente intrigosa. Cuando un proyecto es exitoso siempre te van a querer echar tierra. Ni estoy en quiebra ni voy a ser absorbido por ningún sello grande.

De entrada me sonó raro, porque tú siempre has dicho que si desaparece Discos Indies Unidos te matas. Por eso quería preguntarte.

Y no es broma, me mato.

Y también está el asunto de mis regalías.

Lo sé. Y te pido un poco más de paciencia. En unos meses salen los resultados del DiscArtes y nos va a caer un varotote. Me voy a poner al corriente contigo y hasta te voy a cubrir el adelanto de tus próximos tres discos.

¿Pero estás seguro de que vas a salir en la lista de suertudotes?

Los dioses del karma serán buenos con nosotros, ya lo verás. Tú no te preocupes por eso. Mejor dime ¿como con qué productor te gustaría trabajar en tu próximo proyecto? ¿Steve Albini?

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La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

Mandan decir de la prensa que ya no nos van a fiar, que si no pagamos lo que debemos no van a prensar el vinil del Muertho de Tijuana, le dijo la secre.

Hijos de la chingada, bufó Emanuel y aplastó su cigarro contra el cenicero.

El asunto era demasiado delicado para mediarse a través de una ramplona llamada telefónica. Se puso el saco y salió disparado hacia el metrobús más cercano. Cuando llegó a Insurgentes comenzó a llover con furia. Y como siempre que ocurre eso en la ciudad, el tráfico se paralizó. A Emanuel le urgía llegar antes de que metieran otro título en lugar del suyo. Eso significaba perder su turno y quién sabe cuándo lo volverían a programar. Podría tardar meses.

Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

No estoy arruinado, chilló Emanuel.

Todo mundo dice que estás en la calle, repuso Casimiro Betrán, el dueño de la prensa.

Quién es todo el mundo. A ver, dime.

Todo el mundo.

Dime quién. Un nombre. Vamos.

No te puedo decir. Me voy a quemar por chismoso.

Es falso. Casimiro, nadie sabe lo que pasa al interior de Discos Indies Unidos excepto yo. Así que léeme los labios: todavía no nos vamos al carajo.

Entonces por qué no te pones a mano con lo atrasado.

Por favor, Casimiro, ¿tengo que explicártelo? ¿A ti? Ya sabes cómo son los cortes de ventas. No veré un quinto de ahí hasta terminado el cuatrimestre.

Pues hasta que no apoquines algo las máquinas están paradas para ti.

No puedes joderme de esa manera. Mira, si estuviera quebrado crees que el Paquidermo Robles se asociaría conmigo. La semana pasada compró una acción de Discos Indies.

Me estás cuenteando. ¿El Paquidermo Robles? ¿En serio?

Llámale para que le preguntes.

No pues siendo así, ta bueno pues. Te voy a respetar la tirada. Pero es la última, cabrón. Ya tienes que mocharte.

Gracias, Casimiro. Te prometo que te voy a pagar hasta el último centavo. Además, ¿te conté que me voy a ganar el DiscArtes? Eso resolverá todos mis problemas.

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La rutina de Emanuel comenzaba a las seis de la mañana. Al despertar lo primero que hacía era checar su correo electrónico. Enseguida ponía la cafetera y se metía a bañar. Desayunaba de manera frugal. Media rebanada de pan tostado integral con miel y un té de jengibre con cúrcuma y pimienta cayena. A las siete cuarenta y cinco salía de su casa para llevar a su hijo andando a la escuela. Luego abordaba el pesero que lo dejaba en la esquina de su oficina. Pero ese día su rutina se rompió porque a las siete cuarenta sonó el teléfono. Atendió su esposa.

Es para ti, le dijo.

Ayer no cayó el depósito de LoFi, dijo la contadora.

Y por qué me entero hasta ahora, carajo, gruñó Emanuel.

Porque ayer que me fui de la oficina chequé el estado de cuenta y no estaba, pero pensé que lo harían en el transcurso de la noche y acabo de revisar y no está.

Después de dejar a su hijo en la escuela, Emanuel se subió a la ecobici y pedaleó hacia las oficinas de la cadena de tiendas de discos LoFi. Le tocaba el pago de varias facturas atrasadas. Casi medio millón de pesos. Contaba con ese dinero. Confiaba en que era un error. Que se aclararía en unos momentos. Un dígito que les faltó a la hora de transferir el monto. O que alguien de contaduría había olvidado una firma. Era frecuente que a fin de mes todo mundo se hiciera pelotas.

El gerente tardó más de una hora en recibirlo. Cuando por fin lo atendió a Emanuel le dolían las nalgas y le sudaban las manos.

Sí te vamos a pagar, le dijo el gerente. Pero hasta septiembre.

Pero ya habíamos acordado en que era este mes, objetó Emanuel.

Lo sé. Y lo siento. De verdad. Pero no puedo hacer nada.

Qué buena atornillada me acaban de dar.

Mira, te prometo que te vamos a compensar. En septiembre no sólo te saldaremos esto, sino que te vamos a hacer un pedido choncho que te pagaremos en el acto.

Emanuel salió de las oficinas de LoFi desmoralizado hasta el tuétano. Apenas llegó a su oficina mandó llamar a su secre.

Sácame de boleto una cita con el quiropráctico, le dijo. Para dentro de dos horas. Lo recibiré aquí. Lánzate a la vinata que se me acabó el Macallan y pídeme al japonés ese carísimo. Ah, y comunícame con doña Susana.

Si algo odiaba Emanuel era pedirle dinero prestado a su madre. Creía que ese tiempo había quedado atrás. Cuando organizaba conciertos que sólo le reportaban pérdidas. Desde el arranque de Discos Indies Unidos ésta sería la primera vez que le daría un sablazo. Prometió pagarle en cuanto le cayera la beca de DiscArtes.

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Con el préstamo Emanuel conseguiría cubrir la nómina completa. Nunca había cometido la bajeza, como es práctica común en otras disqueras, incluidas algunas trasnacionales, de no pagar el salario de sus empleados, o de darles sólo la mitad. Y ésta no sería la primera vez. Cómo solventaría la siguiente quincena, ni idea. Ya se preocuparía dentro de dos semanas. En calidad de mientras disfrutaría de un masaje descontracturante y mordería sabroso vidrio para olvidarse de tanta bronca.

Fue el último en salir de la oficina. Apagó las luces y se encaminó al Zazá. Al llegar a la esquina recordó que ese día era la presentación del nuevo álbum de la cantante Azul Cipriano. Cuando llegó al foro Bakakaï se encontró a la Piedra Jiménez, el crítico de rock del suplemento Transformer, famoso por sus implacables juicios. Junto a él estaba un tipo bajito con aires de burócrata cultural.

Ustedes no se conocen, ¿verdad?, preguntó la Piedra.

No, respondió Emanuel.

Yo sí sé quién eres, le dijo el chaparrito.

Éste es mi compa Rulas, dijo la Piedra. Trabaja en la Secretaría de Cultura. Y se estaba sacando el chisme de los ganadores del DiscArtes.

¿Ya están los resultados?, preguntó Emanuel con un dejo de desinterés.

Ya, respondió la Piedra. ¿Concursaste?

No, este año se me fueron las cabras, aclaró Emanuel escudándose.

Pues qué bueno, maestro, dijo la Piedra, porque tu disquera no está en la lista de los que se van a llevar una rebanada del pastel.

No, no está, terció el burócrata.

Orita vengo, dijo Emanuel, voy por un trago. ¿Alguien quiere?

Yo mero, maestro, se apuntó la Piedra. Un etiqueta roja.

En lugar de encaminarse a la barra salió a la calle. Si le hubieran diagnosticado cáncer la noticia no le habría podido tanto. Sacó su caja de cigarros y se metió uno a la boca. Temblaba a tal grado que no lo pudo encender. Subió a un taxi y se largó a su departamento. Su mujer y su hijo no estaban, se habían ido de fin de semana con la familia de ella a Tepoztlán. Se sirvió un whisky cuádruple sin hielos y se lo bebió de un jilo. Se sirvió otro y lo puso sobre la mesita de centro. Luego se acostó en el piso de su despacho. No había rumiado techo ni dos minutos cuando sus lágrimas comenzaron a brotar en dirección al piso.

Se dejó dominar por completo por el abatimiento. Fumó y bebió toda la noche. Dándole vueltas al asunto. Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

Si te gustó este relato, te recomendamos el cuento: "Mino Tragedias".

A Carlos Velázquez no le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis.

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Desconocía si Mano de Hierro seguía vivo. O si todavía habitaba la misma casa. Por fuera lucía impecable. El césped al tiro. La pintura sin descarapelar. Una antena parabólica en el techo. Y sin embargo producía la sensación de que estaba abandonada. Emanuel tocó pero no salió nadie. Deslizó por debajo de la puerta un papelito con sus datos. Dos días después recibió la llamada.

¿Padrino?

Qué quieres, le espetó Mano de Hierro con la neutralidad de un cajero de banco.

Que me suicides, respondió. Como hiciste con papá.

Te veo a las nueve de la noche en La Vinería.

Supo entonces por qué su padre confiaba en Mano de Hierro más que en sí mismo. Su padrino no le echó en cara el silencio ejemplar de casi diez años. La moneda de la ausencia con la que le pagó al solapar la vocación al vacío de su padre. Tampoco trató de disuadirlo. Ni pidió explicación alguna. Se limitaría a cumplir con lo que se le pedía. Sin disquisiciones morales. El suicidio es una enfermedad terminal. Y como su padre, Emanuel necesitaba un eutanasiólogo.

Cuando Emanuel llegó a La Vinería, Mano de Hierro ya lo esperaba en la mesa que durante años había sido la preferida de su padre.

Sólo voy a decirte una cosa, nunca dejo un trabajo sin hacer, le dijo.

Emanuel quiso abrazarlo pero se contuvo.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe. Y desde ese momento, como su padre, Emanuel comenzó a confiar más en Mano de Hierro que en sí mismo.

El procedimiento se repitió. Como hacía casi una década, Mano de Hierro se encargó de los seguros de vida y de contratar a un pistolero que le administrara la sobredosis de plomo que Emanuel requería. Entre ambos redactaron la carta que guardaría en la caja negra del avión. Sería entregada a la esposa de Emanuel después de que fueran cobradas las pólizas. Contenía también las instrucciones para que su esposa se colocara al frente de Discos Indies Unidos. Aunque ella no tenía experiencia en el mundo musical confiaba en que con la ayuda de su equipo volvería próspero el patrimonio de su hijo.

Una vez que quedó todo cronometrado, Emanuel se desentendió del asunto. No quería fantasear con su desplome. Como su padre, también eligió no saber el lugar, la fecha o la hora. El modus operandi sería el mismo. Asalto a mano armada. Entregaría su vida pero a cambio le esquilmaría siete millones de pesos a las aseguradoras. Ya descontando los honorarios de su padrino.

Ojalá mi chavito nunca necesite de los servicios de Mano de Hierro, pensó. Sería mucha chingadera que después de matar al padre y al hijo tuviera que hacer lo mismo con el nieto.

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A partir de entonces Emanuel adoptó la filosofía de un vagabundo. Todavía cumplía con sus obligaciones. Se paraba a las seis y llevaba a su hijo a la escuela. Pero había dejado de preocuparse por las cuentas. Se bebía una botella de whisky al día.

El alcohol me ayuda a meditar, se excusaba cada vez que su mujer le decía que controlara su manera de beber.

Por meditar se refería a no pensar en el pacto con Mano de Hierro. Como cuando atropellas a alguien en medio de la noche y huyes de la escena. En adelante tu vida consistirá en bloquear tu mente. Para Emanuel fue sencillo. Tenía toda la experiencia del mundo. Al morir su padre neutralizó su recuerdo a puro golpe de whisky doble. Cada botella era una paletada más de tierra. Como su padre, también dejó indicaciones para su entierro. No quería que lo cremaran. Con la cantidad de alcohol en su sangre ardería más rápido que lo que tardan en quemarse las obras completas de J. J. Benítez.

Un domingo por la noche, mientras se bajaba media botella de bushmills, recordó que había una bala con su nombre. Pero seguía sin aparecer. Y no es que no se hubiera presentado la oportunidad. Durante ese tiempo caminó borracho de madrugada por Reforma incontables ocasiones. Habían pasado cuatro meses. No quiso sacar conclusiones apresuradas, pero no pudo evitar pensar en la posibilidad de que Mano de Hierro lo hubiera estafado. Dudaba que se hubiera arrepentido de abatir a su propio ahijado. Más bien olía a que su padrino no lo había tomado en serio como a su padre. Apagó la lámpara y se durmió pensando en que la familia siempre es la primera en chingarte y que mejor le convendría buscarse otro socio.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe.

Al día siguiente despertó a las seis, leyó uno de sus cuentos favoritos, “El ruletista” de Cărtărescu, desayunó y llevó a su hijo a la escuela. Pasó por la licorería y se compró una botella de Jack Daniel’s. Llegó a la disquera y se encerró en su oficina. Procedía a inaugurar el día con un trago cuando tocaron a su puerta.

Sírveme uno, le pidió la contadora. Triple.

Eran las nueve de la mañana. Por el tipo de petición debía tratarse de una desgracia interplanetaria, pues la contadora era abstemia. Emanuel obedeció.

Hoy salieron los resultados del DiscArtes, dijo y se bebió el whiskey de hidalgo.

Entendió entonces el rostro pálido de la contadora. El temblor en las manos. El gesto compungido de aquel que está a punto de estallar en llanto. La mordía la misma desesperación que lo había atacado a él al enterarse en la presentación del disco de que no serían bendecidos con el apoyo.

Nos lo sacamos, gritó la contadora. A güevo. ¿Sabes lo que esto significa?, preguntó y le acercó el periódico. Ya chingamos.

En la lista de ganadores el nombre de Discos Indies Unidos refulgía como un neón en medio de la noche más oscura de todos los tiempos. Emanuel aún no tocaba su trago. Abrió la botella, llenó su vaso de whisky hasta el tope y se lo tendió a la contadora. En ese momento decidió que no bebería más. Sólo había una manera de celebrar el triunfo, cortándose esa peda interminable en la que se había encabalgado desde el suicidio de su padre. Necesitaba estar limpio para recibir el futuro.

Pero tampoco podía quedarse pertrechado todo el día en la oficina. Lo invadió un deseo impostergable de reconciliarse con la vida. Y con el descanso. Dormir todo lo que no había podido en años por culpa de las preocupaciones. Salió de la oficina y mientras se dirigía a su departamento desarrolló un plan mental de todo lo que haría con el dinero del DiscArtes. Ahora sí podría fichar a todos los músicos con los que siempre fantaseaba. Y pagar los impuestos sin que le doliera el alma.

Qué pendejo fui al creerle al pinche burócrata aquel, pensó cuando llegó a su depto.

Su esposa no estaba. Se le antojó una pizza del Zazá. Pero sabía que le lloverían los gorrones. Con el pretexto del DiscArtes no faltaría quien se empecinara en que se bebiera un trago. Que se convertiría en una cuenta interminable que se vería obligado a pagar. Optó por chingarse unos tacos afuera del metro Chilpancingo. El puesto estaba solón. Sólo había una persona. Una chava dark con el pelo color azul. Pidió cuatro campechanos con todo.

Mientras destapaba un refresco, la dark pegó un grito. Emanuel volteó hacia atrás y vio a un hombre con un pasamontañas que le apuntaba a la cara con un revólver. Del arma salieron dos tiros, pero el tipo falló. Emanuel se echó a correr. Y el asesino comenzó a perseguirlo sin dejar de disparar. Emanuel se metió al metro y quiso brincar el torniquete pero no lo consiguió. Cayó de puro hocico. El pistolero le dio alcance y volvió a encañonarlo. Resuelto a no volver a fallar. Jaló el gatillo pero se había quedado sin balas. De la bolsa de su pantalón sacó otras y mientras rellenaba el tambor de la pistola Emanuel aprovechó para intentar disuadirlo.

El trato se cancela, le dijo. Eh, escucha. El trato se cancela. No tienes que terminar el trabajo. Ya no quiero morir.

Su asesino lo ignoró. Terminó de cargar el tambor y amartilló el arma en su cara.

Te doy doscientos mil pesos, le espetó. No sé cuánto te pagaron. Puedes quedártelo. Yo te daré doscientos mil más pero no me mates.

Te espero en la cantina Tío Pepe, le dijo y bajó el arma. Tienes una hora. Si no apareces, te buscaré y te daré piso. Sé dónde encontrarte. Sé que tienes una disquera. Una esposa. Un hijo.

Emanuel salió del metro, se subió a un taxi y pidió que lo llevaran a casa del Paquidermo Robles.

Entre un adicto a las apuestas y tú no encuentro diferencia alguna, le dijo el empresario y le dio los doscientos mil pesos en efectivo. Bajo el compromiso de que se pagaran con un interés de doce por ciento con el depósito del DiscArtes. Antes de que se cumpliera el plazo de una hora Emanuel se presentó en la cantina. El asesino del pasamontañas lo esperaba en la puerta. Le encajó la pistola en las costillas. Emanuel le entregó el sobre que le permitiría permanecer con vida y se alejó caminando.

Esa misma noche fue a buscar a Mano de Hierro. Emanuel le deslizó varios recados por debajo de la puerta. Repitió la operación dos veces a la semana durante un mes pero su padrino nunca se reportó. Como la llamada no llegó, pasados dos meses, se olvidó del asunto. Se concentró en su sobriedad y en la buena salud de Discos Indies Unidos.

Para celebrar el décimo aniversario del sello, Emanuel convocó a todo el equipo a una reunión en su depto. Ese día despertó de estupendo humor. La hora de la cita era a las cinco de la tarde. A las cuatro su mujer salió con su hijo por un par de botellas de vino para los invitados. Emanuel puso un disco de los Manic Street Preachers mientras preparaba una tabla de quesos.

“Suicide is painless / It brings on many changes / And I can take or leave it / If I please”, escupieron las bocinas de su viejo equipo bose.

Escuchó que la puerta del depa se abría. Se asomó y vio a Mano de Hierro.

Padrino, le dijo. Qué gusto que estés aquí.

Te advertí que nunca dejaba un trabajo inconcluso, le dijo y le disparó en la sien.

Seis meses después la esposa de Emanuel recibió una caja con una carta, el reloj y la cartera de su marido.

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Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

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El dueño de una disquera apuesta todo por salvar su empresa, sin detenerse a pensar que el destino es una mano de hierro sobre su cabeza. Un relato que forma parte del libro <i>El Menonita Zen</i> (2023), publicado con el apoyo de Editorial Océano.

La peor fecha para cumplir años es el día que tu padre se suicida.

Algunos te dirán que matarte y no arrancarle un capital a este mundo traidor es un desperdicio. Tienes que arrastrar una indemnización entre las patas. Recompensar tanto mal trago. Tanta desventaja. Tanta chingadera. Debes heredarle algo a los que se quedan. Sobran quienes sólo dejan broncas, deudas y dolor. Otros utilizan su suicidio como un acto de prestidigitación. Para premiar a la familia. Por los putazos recibidos. Por la abrupta salida. Tal como lo hizo el padre de Emanuel.

Para aquellos que son incapaces de ultimarse a sí mismos, al saltar desde un puente, colgarse de una corbata o ingerir un frasco entero de benzodiacepinas, existe el suicidio asistido. El padre de Emanuel le pidió a Mano de Hierro, su compadre, ayuda para planificar su propia muerte. Viejo, alcohólico y en bancarrota, había decidido inmolarse. Pero su final cumpliría un propósito, amparar a su familia. Si los últimos veinte años de su existencia habían sido una desgracia, quería que su partida fuera percibida con la menor amargura posible.

Lo apodaban Mano de Hierro por su sangre fría. El padre de Emanuel lo había elegido a él porque sabía que respetaría sus deseos. No lo juzgaría ni trataría de convencerlo, con lágrimas en los ojos, de que no se matara. Tampoco intentaría internarlo en una clínica de rehabilitación. Al contrario, Mano de Hierro lo apoyaría sin rechistar y cumpliría su voluntad al pie de la letra. Dispondría de todos los preparativos para fabricar el crimen perfecto. Auxiliar a alguien que ya no desea vivir es la muestra última de lealtad.

Si un día falto, puedes recurrir a Mano de Hierro, le dijo su padre unos días antes de morir. Puedes confiar en tu padrino.

Pero Emanuel nunca lo volvería a ver. Ni a hablar con él. Ni a mencionarlo siquiera. No después de lo que ocurrió. No después de su cumpleaños número veinticinco.

Mano de Hierro se encargó de todo. Acudió a las distintas aseguradoras y contrató los servicios de un asesino a sueldo profesional. El padre de Emanuel nunca abandonó su despacho. Firmar la papelería no le llevó más tiempo que el que tardaba en beberse media botella de Macallan 18. Había elegido morir de un disparo en la cabeza. Lo más rápido e indoloro posible. Sólo pidió no enterarse. No saber en qué momento, en qué lugar o qué día lo recibiría. Quería ahorrarse el drama del condenado que camina por el pasillo de la muerte. Quería que su deceso fuera inadvertido, como el de aquellos que después de ponerse la piyama y lavarse los dientes se van a dormir y nunca vuelven a despertar.

Fue un trabajo limpio. Un sicario le metió un tiro en la nuca al padre de Emanuel mientras se bebía su cuarto whisky del día en una terraza de un restaurante de Polanco. Le quitó la cartera y el reloj para fingir un asalto. Mismos que todavía están en el cajón del escritorio de Emanuel por ser el hijo mayor. El padre de Emanuel casi nunca salía de su despacho, su alcoholismo paralizante se lo impedía, pero ese día su hijo cumplía veinticinco años y comerían juntos para celebrarlo.

Emanuel salió antes de la universidad para llegar a tiempo a la cita. A una calle del restaurante divisó la ambulancia, las torretas de una patrulla y una multitud de mirones. Como todavía no acordonaban la zona, pudo aproximarse hasta el cuerpo, que yacía en la banqueta. Reconoció a su padre por la corbata, una que él mismo le había regalado la navidad pasada, el traje color gris oxford y los mocasines de piel de cocodrilo. Mientras aguardaba el levantamiento del cadáver, Emanuel notó que sobre la mesa había un pastel que increíblemente había conseguido permanecer intacto.

El padre de Emanuel fue sepultado en el panteón Americano. La causa oficial de su muerte fue achacada a un robo a mano armada. Cuando se enfrió el asunto, la familia descubrió que el difunto había contratado un montonal de seguros de vida. Tras los trámites burocráticos las pólizas fueron cobradas.

Con su parte de la herencia Emanuel cometió el mayor de los actos suicidas posibles: montó un sello discográfico independiente.

La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

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Emanuel nunca había pensado en suicidarse. Hasta que recibió la orden de desalojo.

En unos meses cumpliría treinta y cinco años.

Se sirvió su sexto whisky del día y sacó de un cajón el reloj y la cartera de su padre. Los colocó sobre el escritorio con el mismo rendibú que le otorgamos a los amuletos. Era un rito que realizaba siempre que tenía dificultades. Como si el hecho de contemplarlos fuera a ayudarlo a encontrar la solución a sus problemas. Mano de Hierro se los había hecho llegar con un emisario. Semanas después del sepelio tocaron a la puerta de su departamento. Cuando abrió se encontró con una pequeña caja depositada en el suelo. Además de la cartera y el reloj contenía una carta en la que su padre le explicaba toda la maniobra con las aseguradoras.

Así como nadie te enseña a ser padre, nadie te alecciona para dirigir un sello discográfico. Emanuel no era un mal director. Había conseguido cierto prestigio. En estos tiempos, en que las plataformas de streaming hacían todavía más complicado el arte de vender discos, que la mayoría de las vacas sagradas del país quisieran grabar gratis con él era el mayor de los halagos. Pero Emanuel era celoso de su criterio. Grababa sólo a los artistas en los que él creía sin importar cuán famosos eran. Así se volviera a reunir el mismo Belanova, se mantenía fiel a sus principios.

Los sellos indies han salvado al rock, le había dicho en una ocasión Jaime López.

Y era verdad. Discos Indies Unidos había sido parte de esa salvación. Siempre le había ido bien hasta que comenzó a irle mal. Y ahora, a punto de cumplir su décimo aniversario, había tocado fondo. Los sellos independientes son como un paciente terminal. Pueden tardarse en morir un día o cinco años. No hay uno solo que no tenga problemas de dinero. Incluso aquellos que pueden presumir de cierto éxito. Sin embargo, siempre consiguen sobrevivir a golpe de estímulos gubernamentales. Pero el estado de Discos Indies Unidos era crítico y amenazaba con extinguirse.

Debía catorce meses de renta. Siempre que se retrasaba se armaba con dos vasos old fashion y una botella de whisky antes de visitar a su casero. Apagaba la bronca con un abono y la promesa de que algún día, cuando Discos Indies Unidos fuera tan famoso como para que lo comprara una trasnacional como Universal, fundaría otro sello desde cero y le compraría el inmueble. Así seducía al dueño de las oficinas. Y a roqueros, poperos, cantautores y periodistas. Nadie se resistía a esa clase de glamur. Era el joven director hípster del momento. Pero desde hacía meses que ni siquiera le tomaba las llamadas a su casero para rogarle que lo aguantara un poco más.

Según sus cálculos el juicio por desalojo llevaría unos ocho meses como mínimo. Margen suficiente para esperar los resultados del DiscArtes, un programa del gobierno de estímulos fiscales para la publicación de discos. Emanuel estaba convencido de que ese año Discos Indies Unidos recibiría el apoyo. El incentivo consistía en dos millones y medio de pesos. Con esa cantidad podría saldar las rentas caídas. Y si no llegaba a un acuerdo para quedarse, podría trasladar el domicilio fiscal del sello a uno más nais, a la colonia Condesa, por ejemplo.

Guardó la cartera, el reloj y el aviso de desahucio en el cajón. El impulso suicida le había cruzado por la mente no porque se le hubieran acabado las ganas de vivir, sino porque sin Discos Indies Unidos qué sentido tenía continuar en el mundo. Los directores cometen equivocaciones. Y Emanuel sabía que había cometido muchas. Cuando los focos rojos comenzaron a encenderse, por ejemplo, tuvo que reducir su plantilla de personal. Sin embargo, fue incapaz de correr a ninguno de sus trabajadores. Atentaba contra sus convicciones. Para él Discos Indies Unidos era, antes que un negocio, una familia. Nunca emulaba las políticas leoninas de las trasnacionales.

Los directores siempre deben pagar las cuentas. Emanuel no era la excepción. Esa noche, como todas al salir de la oficina, acudió al Zazá, una pizzería donde después de las siete se congregaba a echar trago lo más progre del medio musical chilango. En una mesa descubrió a Crisálida López, la Joan Baez mexicana, una joven cantautora que había estado a punto de firmar pero que le fue arrebatada de último minuto por un cazatalentos de un gran sello. No perdía la esperanza de que, como les ocurría a muchos músicos, un día Crisálida se hartara de lo comercial y buscara refugio en el reducto independiente. Pese a lo trasnochado de sus finanzas, y aunque nadie se lo solicitó, se pasó de espléndido al pagar la cuenta de toda la mesa. Era lo menos que se esperaba de él.

A las doce de la noche decidió que ya había terqueado lo suficiente, se despidió de los que se quedarían a necear hasta la hora de cierre y abordó un taxi. Cuando llegó a su departamento encontró a su mujer dormida. Esperaría hasta la mañana para contarle que la mala fortuna había tacleado a Discos Indies Unidos. Fue a la cocina y metió al micro la milanesa de res que le habían dejado encima de la mesa. Cenó sentado en la escalera. Cuando terminó depositó el plato en un escalón y subió. Nunca se dormía sin antes echarle un vistazo a su hijo Milito. Observarlo dormir le producía una terrible angustia. Ansiaba tener el superpoder de penetrar en sus sueños y saber qué le producía ilusión. Anhelaba para él un futuro brillante. Que fuera astronauta, jugador de fut de primera división o ya de perdida un cirujano plástico de esos que amasan fortunas operando a los famosos. Aunque era un materialista dialéctico de hueso colorado, se hincó y se puso a orar. Padre celestial, señor Jesucristo, te lo pido, te lo ruego, te lo imploro, por favor no permitas que mi hijo se convierta en director de un sello independiente. Amén.

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En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas.

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La profesión de director de un sello discográfico no dista mucho de la de ser bombero. Después de apagar un incendio tienes que apagar el siguiente.

Emanuel tenía prohibido que le dieran malas noticias cuando lo vieran con resaca. Su lema era hombre crudo: animal sagrado. Aquella mañana llegó tembeleque. La noche anterior había limpiado frasco hasta las cuatro de la mañana. Ser un director estrella implicaba también ser una bestia con el trago. Podría ser peor. Los había borrachos y cocainómanos. Pero Emanuel sólo era pedote. Le había disparado coca a todas las jóvenes promesas del rock mexicano, pero jamás se había atrevido a probarla.

Mientras vaciaba dos alkaseltzer en medio vaso de agua entró la contadora. La compañía de luz les había puesto un ultimátum. Si para el lunes a primera hora no pagaban les suspenderían el servicio. Para siempre. Nunca se había retrasado con el pago. La bronca se debía a un diablito que había descubierto el lecturista mientras checaba el medidor. Les cayó una multa por noventa mil pesos. Emanuel trató de defenderse. Argumentó que el diablito había sido colocado antes de que él rentara el inmueble. No le creyeron.

Qué haces cuando ya has recurrido a todos. Cuando ya no cuentas con nadie a quien pedirle un préstamo. Emanuel le debía al banco. A su madre. A sus amigos. Si no había hipotecado el departamento donde vivía era porque es rentado. Hizo los alkaseltzer a un lado, vació un facho de whisky en un vaso limpio y se pegó un lingotazo. Y luego otro. Y otro. Y uno más. Y después golpeó el escritorio con el vaso tres veces como había visto a su padre cuando se encabronaba. Sabía que la compañía de luz no se tentaría el corazón.

No era la primera vez que se sentía acorralado. Ni la primera vez que se le terminaba el aire a media alberca. Ni la primera vez que le daban ganas de asaltar un restaurante de lujo. Pero esta vez era distinto, se sentía protegido en medio de tanto desabrigo. Estaba seguro de que ganaría el DiscArtes. Por ello decidió dar el paso. Se había prometido a sí mismo que no lo volvería a hacer. Pero estaba a punto de ser premiado con el estímulo. Una recompensa bien merecida, por tantos años de arduo trabajo. Vendería una de las acciones de Discos Indies Unidos. Ya después que tuviera dinero vería cómo recuperarla. No tardaría en colocarla ni cinco minutos. Sabía a quién ofrecérsela. Su proyecto era el sello de moda y todo mundo quería formar parte de él. Cientos de personas habían querido comprarle acciones en el pasado.

Metió en una tote bag un ejemplar de cada una de las últimas novedades de Discos Indies Unidos, en vinil y en cedé, y se lanzó al metro. Mientras recorría las estaciones lamentaba desprenderse de una de las acciones. Sabía que después de vender la primera sigue la segunda. Y luego la tercera. Hasta llegar al punto en que te conviertes en empleado del propio sello que fundaste. Al grado de perder todo poder de decisión. Y la libertad de grabar lo que se te venga en gana. Sólo de imaginarse atado de manos de esa manera la cabeza comenzaba a punzarle.

Primero trataría de empeñarla. Pero conocía de antemano la respuesta. Vendida o nada. Salió del metro y caminó hasta la casa del Paquidermo Robles. El magnate dueño de EquisxEquis, la revista gratuita más popular de la ciudad. La publicación pululaba por todos los rincones, librerías, bares, cafeterías. Se rumoraba que su familia había amasado una fortuna ocultando nazis en México tras la caída del Tercer Reich. Siempre había querido participar en el negocio de la música. Pero no había encontrado un socio a la altura de sus exigencias.

Te traje unos regalos, le dijo Emanuel. Lo más reciente que hemos horneado.

La negociación no duró más de cinco minutos. Le cantó el precio y se cerró el trato con un trago de Hibiki.

Con parte del dinero de la acción liquidó la deuda con la compañía de luz y hasta le sobró para invitar a comer a su esposa al Sonora Grill.

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Ya le cayó caca al pastel, dijo Emanuel cuando su secretaria le anunció que lo buscaba Paco Huella, su cantautor más taquillero.

Emanuel adoraba a Huella. Pero le debía un dineral en regalías. No podía permitirse perderlo. Era uno de los valores en los que la casa fincaba su prestigio. Él lo había descubierto. De hecho, el exotismo que imperaba en el mundo musical, de tener en la nómina a un cantautor norteño, se debía a Discos Indies Unidos. A que Emanuel se arriesgara por el entonces desconocido joven escritor fronterizo que acababa de mudarse a la Ciudad de México. Cuando lo firmó no esperaba que sucediera gran cosa. Incluso aceptó resignado que perdería lana. Pero Huella la sacó del estadio. Se convirtió en un capo en nanosegundos. Disco del año, gira nacional y hasta un unplugged. Y ahora estaba ahí para exigir su dinero. Que por supuesto Emanuel no tenía.

Lo que menos necesitaba Huella eran más ceros en su cuenta. El motivo real de su visita, sospechaba Emanuel, era saber si el rumor que circulaba de que Discos Indies Unidos estaba en quiebra era cierto. La labor de Emanuel era desmentir los chismarajos propios del gremio. Para que se apiadara y le diera unos meses más para cubrir el adeudo. A Huella le sobraban ofertas. Un par de trasnacionales le habían hecho propuestas nada despreciables. Un ejecutivo había querido camelarlo con una colaboración con Jack Endino. Huella sólo tenía que firmar y listo. Varios agentes se habían peleado por representarlo. Pero Huella los rechazó a todos.

A Emanuel todavía le quedaba algo de efectivo de la venta de la acción. Salió de su despacho con una sonrisota en la cara, abrazó cariñoso a Paco y se lo jaló al Xel-Há, un restaurante de comida yucateca que servía de refugio ocasional para un sector de la intelligentsia de la ciudad, músicos, escritores, pintores, editores. No hay cantautor, desconocido o consagrado, joven o viejo, hombre o mujer, que se resista a una invitación a comer por parte de un director de un sello indie. Y agasajar a sus artistas es una labor que todo director debe cumplir. Era un trato diabólico: Huella gorroneaba comida y Emanuel las regalías.

Desde que fundé Discos Indies Unidos nos sepultan cada mes, dijo Emanuel después de tomarse su primer tequila.

¿Entonces es puro choro?

Mi querido Paco, como músico de la casa, si algo pasa, te aseguro que serás de los primeros en enterarte.

Es que como dicen que vendiste. Sólo quería saber con quién me toca lidiar.

Es mentira. Pinche gente intrigosa. Cuando un proyecto es exitoso siempre te van a querer echar tierra. Ni estoy en quiebra ni voy a ser absorbido por ningún sello grande.

De entrada me sonó raro, porque tú siempre has dicho que si desaparece Discos Indies Unidos te matas. Por eso quería preguntarte.

Y no es broma, me mato.

Y también está el asunto de mis regalías.

Lo sé. Y te pido un poco más de paciencia. En unos meses salen los resultados del DiscArtes y nos va a caer un varotote. Me voy a poner al corriente contigo y hasta te voy a cubrir el adelanto de tus próximos tres discos.

¿Pero estás seguro de que vas a salir en la lista de suertudotes?

Los dioses del karma serán buenos con nosotros, ya lo verás. Tú no te preocupes por eso. Mejor dime ¿como con qué productor te gustaría trabajar en tu próximo proyecto? ¿Steve Albini?

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La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

Mandan decir de la prensa que ya no nos van a fiar, que si no pagamos lo que debemos no van a prensar el vinil del Muertho de Tijuana, le dijo la secre.

Hijos de la chingada, bufó Emanuel y aplastó su cigarro contra el cenicero.

El asunto era demasiado delicado para mediarse a través de una ramplona llamada telefónica. Se puso el saco y salió disparado hacia el metrobús más cercano. Cuando llegó a Insurgentes comenzó a llover con furia. Y como siempre que ocurre eso en la ciudad, el tráfico se paralizó. A Emanuel le urgía llegar antes de que metieran otro título en lugar del suyo. Eso significaba perder su turno y quién sabe cuándo lo volverían a programar. Podría tardar meses.

Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

No estoy arruinado, chilló Emanuel.

Todo mundo dice que estás en la calle, repuso Casimiro Betrán, el dueño de la prensa.

Quién es todo el mundo. A ver, dime.

Todo el mundo.

Dime quién. Un nombre. Vamos.

No te puedo decir. Me voy a quemar por chismoso.

Es falso. Casimiro, nadie sabe lo que pasa al interior de Discos Indies Unidos excepto yo. Así que léeme los labios: todavía no nos vamos al carajo.

Entonces por qué no te pones a mano con lo atrasado.

Por favor, Casimiro, ¿tengo que explicártelo? ¿A ti? Ya sabes cómo son los cortes de ventas. No veré un quinto de ahí hasta terminado el cuatrimestre.

Pues hasta que no apoquines algo las máquinas están paradas para ti.

No puedes joderme de esa manera. Mira, si estuviera quebrado crees que el Paquidermo Robles se asociaría conmigo. La semana pasada compró una acción de Discos Indies.

Me estás cuenteando. ¿El Paquidermo Robles? ¿En serio?

Llámale para que le preguntes.

No pues siendo así, ta bueno pues. Te voy a respetar la tirada. Pero es la última, cabrón. Ya tienes que mocharte.

Gracias, Casimiro. Te prometo que te voy a pagar hasta el último centavo. Además, ¿te conté que me voy a ganar el DiscArtes? Eso resolverá todos mis problemas.

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La rutina de Emanuel comenzaba a las seis de la mañana. Al despertar lo primero que hacía era checar su correo electrónico. Enseguida ponía la cafetera y se metía a bañar. Desayunaba de manera frugal. Media rebanada de pan tostado integral con miel y un té de jengibre con cúrcuma y pimienta cayena. A las siete cuarenta y cinco salía de su casa para llevar a su hijo andando a la escuela. Luego abordaba el pesero que lo dejaba en la esquina de su oficina. Pero ese día su rutina se rompió porque a las siete cuarenta sonó el teléfono. Atendió su esposa.

Es para ti, le dijo.

Ayer no cayó el depósito de LoFi, dijo la contadora.

Y por qué me entero hasta ahora, carajo, gruñó Emanuel.

Porque ayer que me fui de la oficina chequé el estado de cuenta y no estaba, pero pensé que lo harían en el transcurso de la noche y acabo de revisar y no está.

Después de dejar a su hijo en la escuela, Emanuel se subió a la ecobici y pedaleó hacia las oficinas de la cadena de tiendas de discos LoFi. Le tocaba el pago de varias facturas atrasadas. Casi medio millón de pesos. Contaba con ese dinero. Confiaba en que era un error. Que se aclararía en unos momentos. Un dígito que les faltó a la hora de transferir el monto. O que alguien de contaduría había olvidado una firma. Era frecuente que a fin de mes todo mundo se hiciera pelotas.

El gerente tardó más de una hora en recibirlo. Cuando por fin lo atendió a Emanuel le dolían las nalgas y le sudaban las manos.

Sí te vamos a pagar, le dijo el gerente. Pero hasta septiembre.

Pero ya habíamos acordado en que era este mes, objetó Emanuel.

Lo sé. Y lo siento. De verdad. Pero no puedo hacer nada.

Qué buena atornillada me acaban de dar.

Mira, te prometo que te vamos a compensar. En septiembre no sólo te saldaremos esto, sino que te vamos a hacer un pedido choncho que te pagaremos en el acto.

Emanuel salió de las oficinas de LoFi desmoralizado hasta el tuétano. Apenas llegó a su oficina mandó llamar a su secre.

Sácame de boleto una cita con el quiropráctico, le dijo. Para dentro de dos horas. Lo recibiré aquí. Lánzate a la vinata que se me acabó el Macallan y pídeme al japonés ese carísimo. Ah, y comunícame con doña Susana.

Si algo odiaba Emanuel era pedirle dinero prestado a su madre. Creía que ese tiempo había quedado atrás. Cuando organizaba conciertos que sólo le reportaban pérdidas. Desde el arranque de Discos Indies Unidos ésta sería la primera vez que le daría un sablazo. Prometió pagarle en cuanto le cayera la beca de DiscArtes.

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Con el préstamo Emanuel conseguiría cubrir la nómina completa. Nunca había cometido la bajeza, como es práctica común en otras disqueras, incluidas algunas trasnacionales, de no pagar el salario de sus empleados, o de darles sólo la mitad. Y ésta no sería la primera vez. Cómo solventaría la siguiente quincena, ni idea. Ya se preocuparía dentro de dos semanas. En calidad de mientras disfrutaría de un masaje descontracturante y mordería sabroso vidrio para olvidarse de tanta bronca.

Fue el último en salir de la oficina. Apagó las luces y se encaminó al Zazá. Al llegar a la esquina recordó que ese día era la presentación del nuevo álbum de la cantante Azul Cipriano. Cuando llegó al foro Bakakaï se encontró a la Piedra Jiménez, el crítico de rock del suplemento Transformer, famoso por sus implacables juicios. Junto a él estaba un tipo bajito con aires de burócrata cultural.

Ustedes no se conocen, ¿verdad?, preguntó la Piedra.

No, respondió Emanuel.

Yo sí sé quién eres, le dijo el chaparrito.

Éste es mi compa Rulas, dijo la Piedra. Trabaja en la Secretaría de Cultura. Y se estaba sacando el chisme de los ganadores del DiscArtes.

¿Ya están los resultados?, preguntó Emanuel con un dejo de desinterés.

Ya, respondió la Piedra. ¿Concursaste?

No, este año se me fueron las cabras, aclaró Emanuel escudándose.

Pues qué bueno, maestro, dijo la Piedra, porque tu disquera no está en la lista de los que se van a llevar una rebanada del pastel.

No, no está, terció el burócrata.

Orita vengo, dijo Emanuel, voy por un trago. ¿Alguien quiere?

Yo mero, maestro, se apuntó la Piedra. Un etiqueta roja.

En lugar de encaminarse a la barra salió a la calle. Si le hubieran diagnosticado cáncer la noticia no le habría podido tanto. Sacó su caja de cigarros y se metió uno a la boca. Temblaba a tal grado que no lo pudo encender. Subió a un taxi y se largó a su departamento. Su mujer y su hijo no estaban, se habían ido de fin de semana con la familia de ella a Tepoztlán. Se sirvió un whisky cuádruple sin hielos y se lo bebió de un jilo. Se sirvió otro y lo puso sobre la mesita de centro. Luego se acostó en el piso de su despacho. No había rumiado techo ni dos minutos cuando sus lágrimas comenzaron a brotar en dirección al piso.

Se dejó dominar por completo por el abatimiento. Fumó y bebió toda la noche. Dándole vueltas al asunto. Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

Si te gustó este relato, te recomendamos el cuento: "Mino Tragedias".

A Carlos Velázquez no le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis.

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Desconocía si Mano de Hierro seguía vivo. O si todavía habitaba la misma casa. Por fuera lucía impecable. El césped al tiro. La pintura sin descarapelar. Una antena parabólica en el techo. Y sin embargo producía la sensación de que estaba abandonada. Emanuel tocó pero no salió nadie. Deslizó por debajo de la puerta un papelito con sus datos. Dos días después recibió la llamada.

¿Padrino?

Qué quieres, le espetó Mano de Hierro con la neutralidad de un cajero de banco.

Que me suicides, respondió. Como hiciste con papá.

Te veo a las nueve de la noche en La Vinería.

Supo entonces por qué su padre confiaba en Mano de Hierro más que en sí mismo. Su padrino no le echó en cara el silencio ejemplar de casi diez años. La moneda de la ausencia con la que le pagó al solapar la vocación al vacío de su padre. Tampoco trató de disuadirlo. Ni pidió explicación alguna. Se limitaría a cumplir con lo que se le pedía. Sin disquisiciones morales. El suicidio es una enfermedad terminal. Y como su padre, Emanuel necesitaba un eutanasiólogo.

Cuando Emanuel llegó a La Vinería, Mano de Hierro ya lo esperaba en la mesa que durante años había sido la preferida de su padre.

Sólo voy a decirte una cosa, nunca dejo un trabajo sin hacer, le dijo.

Emanuel quiso abrazarlo pero se contuvo.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe. Y desde ese momento, como su padre, Emanuel comenzó a confiar más en Mano de Hierro que en sí mismo.

El procedimiento se repitió. Como hacía casi una década, Mano de Hierro se encargó de los seguros de vida y de contratar a un pistolero que le administrara la sobredosis de plomo que Emanuel requería. Entre ambos redactaron la carta que guardaría en la caja negra del avión. Sería entregada a la esposa de Emanuel después de que fueran cobradas las pólizas. Contenía también las instrucciones para que su esposa se colocara al frente de Discos Indies Unidos. Aunque ella no tenía experiencia en el mundo musical confiaba en que con la ayuda de su equipo volvería próspero el patrimonio de su hijo.

Una vez que quedó todo cronometrado, Emanuel se desentendió del asunto. No quería fantasear con su desplome. Como su padre, también eligió no saber el lugar, la fecha o la hora. El modus operandi sería el mismo. Asalto a mano armada. Entregaría su vida pero a cambio le esquilmaría siete millones de pesos a las aseguradoras. Ya descontando los honorarios de su padrino.

Ojalá mi chavito nunca necesite de los servicios de Mano de Hierro, pensó. Sería mucha chingadera que después de matar al padre y al hijo tuviera que hacer lo mismo con el nieto.

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A partir de entonces Emanuel adoptó la filosofía de un vagabundo. Todavía cumplía con sus obligaciones. Se paraba a las seis y llevaba a su hijo a la escuela. Pero había dejado de preocuparse por las cuentas. Se bebía una botella de whisky al día.

El alcohol me ayuda a meditar, se excusaba cada vez que su mujer le decía que controlara su manera de beber.

Por meditar se refería a no pensar en el pacto con Mano de Hierro. Como cuando atropellas a alguien en medio de la noche y huyes de la escena. En adelante tu vida consistirá en bloquear tu mente. Para Emanuel fue sencillo. Tenía toda la experiencia del mundo. Al morir su padre neutralizó su recuerdo a puro golpe de whisky doble. Cada botella era una paletada más de tierra. Como su padre, también dejó indicaciones para su entierro. No quería que lo cremaran. Con la cantidad de alcohol en su sangre ardería más rápido que lo que tardan en quemarse las obras completas de J. J. Benítez.

Un domingo por la noche, mientras se bajaba media botella de bushmills, recordó que había una bala con su nombre. Pero seguía sin aparecer. Y no es que no se hubiera presentado la oportunidad. Durante ese tiempo caminó borracho de madrugada por Reforma incontables ocasiones. Habían pasado cuatro meses. No quiso sacar conclusiones apresuradas, pero no pudo evitar pensar en la posibilidad de que Mano de Hierro lo hubiera estafado. Dudaba que se hubiera arrepentido de abatir a su propio ahijado. Más bien olía a que su padrino no lo había tomado en serio como a su padre. Apagó la lámpara y se durmió pensando en que la familia siempre es la primera en chingarte y que mejor le convendría buscarse otro socio.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe.

Al día siguiente despertó a las seis, leyó uno de sus cuentos favoritos, “El ruletista” de Cărtărescu, desayunó y llevó a su hijo a la escuela. Pasó por la licorería y se compró una botella de Jack Daniel’s. Llegó a la disquera y se encerró en su oficina. Procedía a inaugurar el día con un trago cuando tocaron a su puerta.

Sírveme uno, le pidió la contadora. Triple.

Eran las nueve de la mañana. Por el tipo de petición debía tratarse de una desgracia interplanetaria, pues la contadora era abstemia. Emanuel obedeció.

Hoy salieron los resultados del DiscArtes, dijo y se bebió el whiskey de hidalgo.

Entendió entonces el rostro pálido de la contadora. El temblor en las manos. El gesto compungido de aquel que está a punto de estallar en llanto. La mordía la misma desesperación que lo había atacado a él al enterarse en la presentación del disco de que no serían bendecidos con el apoyo.

Nos lo sacamos, gritó la contadora. A güevo. ¿Sabes lo que esto significa?, preguntó y le acercó el periódico. Ya chingamos.

En la lista de ganadores el nombre de Discos Indies Unidos refulgía como un neón en medio de la noche más oscura de todos los tiempos. Emanuel aún no tocaba su trago. Abrió la botella, llenó su vaso de whisky hasta el tope y se lo tendió a la contadora. En ese momento decidió que no bebería más. Sólo había una manera de celebrar el triunfo, cortándose esa peda interminable en la que se había encabalgado desde el suicidio de su padre. Necesitaba estar limpio para recibir el futuro.

Pero tampoco podía quedarse pertrechado todo el día en la oficina. Lo invadió un deseo impostergable de reconciliarse con la vida. Y con el descanso. Dormir todo lo que no había podido en años por culpa de las preocupaciones. Salió de la oficina y mientras se dirigía a su departamento desarrolló un plan mental de todo lo que haría con el dinero del DiscArtes. Ahora sí podría fichar a todos los músicos con los que siempre fantaseaba. Y pagar los impuestos sin que le doliera el alma.

Qué pendejo fui al creerle al pinche burócrata aquel, pensó cuando llegó a su depto.

Su esposa no estaba. Se le antojó una pizza del Zazá. Pero sabía que le lloverían los gorrones. Con el pretexto del DiscArtes no faltaría quien se empecinara en que se bebiera un trago. Que se convertiría en una cuenta interminable que se vería obligado a pagar. Optó por chingarse unos tacos afuera del metro Chilpancingo. El puesto estaba solón. Sólo había una persona. Una chava dark con el pelo color azul. Pidió cuatro campechanos con todo.

Mientras destapaba un refresco, la dark pegó un grito. Emanuel volteó hacia atrás y vio a un hombre con un pasamontañas que le apuntaba a la cara con un revólver. Del arma salieron dos tiros, pero el tipo falló. Emanuel se echó a correr. Y el asesino comenzó a perseguirlo sin dejar de disparar. Emanuel se metió al metro y quiso brincar el torniquete pero no lo consiguió. Cayó de puro hocico. El pistolero le dio alcance y volvió a encañonarlo. Resuelto a no volver a fallar. Jaló el gatillo pero se había quedado sin balas. De la bolsa de su pantalón sacó otras y mientras rellenaba el tambor de la pistola Emanuel aprovechó para intentar disuadirlo.

El trato se cancela, le dijo. Eh, escucha. El trato se cancela. No tienes que terminar el trabajo. Ya no quiero morir.

Su asesino lo ignoró. Terminó de cargar el tambor y amartilló el arma en su cara.

Te doy doscientos mil pesos, le espetó. No sé cuánto te pagaron. Puedes quedártelo. Yo te daré doscientos mil más pero no me mates.

Te espero en la cantina Tío Pepe, le dijo y bajó el arma. Tienes una hora. Si no apareces, te buscaré y te daré piso. Sé dónde encontrarte. Sé que tienes una disquera. Una esposa. Un hijo.

Emanuel salió del metro, se subió a un taxi y pidió que lo llevaran a casa del Paquidermo Robles.

Entre un adicto a las apuestas y tú no encuentro diferencia alguna, le dijo el empresario y le dio los doscientos mil pesos en efectivo. Bajo el compromiso de que se pagaran con un interés de doce por ciento con el depósito del DiscArtes. Antes de que se cumpliera el plazo de una hora Emanuel se presentó en la cantina. El asesino del pasamontañas lo esperaba en la puerta. Le encajó la pistola en las costillas. Emanuel le entregó el sobre que le permitiría permanecer con vida y se alejó caminando.

Esa misma noche fue a buscar a Mano de Hierro. Emanuel le deslizó varios recados por debajo de la puerta. Repitió la operación dos veces a la semana durante un mes pero su padrino nunca se reportó. Como la llamada no llegó, pasados dos meses, se olvidó del asunto. Se concentró en su sobriedad y en la buena salud de Discos Indies Unidos.

Para celebrar el décimo aniversario del sello, Emanuel convocó a todo el equipo a una reunión en su depto. Ese día despertó de estupendo humor. La hora de la cita era a las cinco de la tarde. A las cuatro su mujer salió con su hijo por un par de botellas de vino para los invitados. Emanuel puso un disco de los Manic Street Preachers mientras preparaba una tabla de quesos.

“Suicide is painless / It brings on many changes / And I can take or leave it / If I please”, escupieron las bocinas de su viejo equipo bose.

Escuchó que la puerta del depa se abría. Se asomó y vio a Mano de Hierro.

Padrino, le dijo. Qué gusto que estés aquí.

Te advertí que nunca dejaba un trabajo inconcluso, le dijo y le disparó en la sien.

Seis meses después la esposa de Emanuel recibió una caja con una carta, el reloj y la cartera de su marido.

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Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

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El dueño de una disquera apuesta todo por salvar su empresa, sin detenerse a pensar que el destino es una mano de hierro sobre su cabeza. Un relato que forma parte del libro <i>El Menonita Zen</i> (2023), publicado con el apoyo de Editorial Océano.

La peor fecha para cumplir años es el día que tu padre se suicida.

Algunos te dirán que matarte y no arrancarle un capital a este mundo traidor es un desperdicio. Tienes que arrastrar una indemnización entre las patas. Recompensar tanto mal trago. Tanta desventaja. Tanta chingadera. Debes heredarle algo a los que se quedan. Sobran quienes sólo dejan broncas, deudas y dolor. Otros utilizan su suicidio como un acto de prestidigitación. Para premiar a la familia. Por los putazos recibidos. Por la abrupta salida. Tal como lo hizo el padre de Emanuel.

Para aquellos que son incapaces de ultimarse a sí mismos, al saltar desde un puente, colgarse de una corbata o ingerir un frasco entero de benzodiacepinas, existe el suicidio asistido. El padre de Emanuel le pidió a Mano de Hierro, su compadre, ayuda para planificar su propia muerte. Viejo, alcohólico y en bancarrota, había decidido inmolarse. Pero su final cumpliría un propósito, amparar a su familia. Si los últimos veinte años de su existencia habían sido una desgracia, quería que su partida fuera percibida con la menor amargura posible.

Lo apodaban Mano de Hierro por su sangre fría. El padre de Emanuel lo había elegido a él porque sabía que respetaría sus deseos. No lo juzgaría ni trataría de convencerlo, con lágrimas en los ojos, de que no se matara. Tampoco intentaría internarlo en una clínica de rehabilitación. Al contrario, Mano de Hierro lo apoyaría sin rechistar y cumpliría su voluntad al pie de la letra. Dispondría de todos los preparativos para fabricar el crimen perfecto. Auxiliar a alguien que ya no desea vivir es la muestra última de lealtad.

Si un día falto, puedes recurrir a Mano de Hierro, le dijo su padre unos días antes de morir. Puedes confiar en tu padrino.

Pero Emanuel nunca lo volvería a ver. Ni a hablar con él. Ni a mencionarlo siquiera. No después de lo que ocurrió. No después de su cumpleaños número veinticinco.

Mano de Hierro se encargó de todo. Acudió a las distintas aseguradoras y contrató los servicios de un asesino a sueldo profesional. El padre de Emanuel nunca abandonó su despacho. Firmar la papelería no le llevó más tiempo que el que tardaba en beberse media botella de Macallan 18. Había elegido morir de un disparo en la cabeza. Lo más rápido e indoloro posible. Sólo pidió no enterarse. No saber en qué momento, en qué lugar o qué día lo recibiría. Quería ahorrarse el drama del condenado que camina por el pasillo de la muerte. Quería que su deceso fuera inadvertido, como el de aquellos que después de ponerse la piyama y lavarse los dientes se van a dormir y nunca vuelven a despertar.

Fue un trabajo limpio. Un sicario le metió un tiro en la nuca al padre de Emanuel mientras se bebía su cuarto whisky del día en una terraza de un restaurante de Polanco. Le quitó la cartera y el reloj para fingir un asalto. Mismos que todavía están en el cajón del escritorio de Emanuel por ser el hijo mayor. El padre de Emanuel casi nunca salía de su despacho, su alcoholismo paralizante se lo impedía, pero ese día su hijo cumplía veinticinco años y comerían juntos para celebrarlo.

Emanuel salió antes de la universidad para llegar a tiempo a la cita. A una calle del restaurante divisó la ambulancia, las torretas de una patrulla y una multitud de mirones. Como todavía no acordonaban la zona, pudo aproximarse hasta el cuerpo, que yacía en la banqueta. Reconoció a su padre por la corbata, una que él mismo le había regalado la navidad pasada, el traje color gris oxford y los mocasines de piel de cocodrilo. Mientras aguardaba el levantamiento del cadáver, Emanuel notó que sobre la mesa había un pastel que increíblemente había conseguido permanecer intacto.

El padre de Emanuel fue sepultado en el panteón Americano. La causa oficial de su muerte fue achacada a un robo a mano armada. Cuando se enfrió el asunto, la familia descubrió que el difunto había contratado un montonal de seguros de vida. Tras los trámites burocráticos las pólizas fueron cobradas.

Con su parte de la herencia Emanuel cometió el mayor de los actos suicidas posibles: montó un sello discográfico independiente.

La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

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Emanuel nunca había pensado en suicidarse. Hasta que recibió la orden de desalojo.

En unos meses cumpliría treinta y cinco años.

Se sirvió su sexto whisky del día y sacó de un cajón el reloj y la cartera de su padre. Los colocó sobre el escritorio con el mismo rendibú que le otorgamos a los amuletos. Era un rito que realizaba siempre que tenía dificultades. Como si el hecho de contemplarlos fuera a ayudarlo a encontrar la solución a sus problemas. Mano de Hierro se los había hecho llegar con un emisario. Semanas después del sepelio tocaron a la puerta de su departamento. Cuando abrió se encontró con una pequeña caja depositada en el suelo. Además de la cartera y el reloj contenía una carta en la que su padre le explicaba toda la maniobra con las aseguradoras.

Así como nadie te enseña a ser padre, nadie te alecciona para dirigir un sello discográfico. Emanuel no era un mal director. Había conseguido cierto prestigio. En estos tiempos, en que las plataformas de streaming hacían todavía más complicado el arte de vender discos, que la mayoría de las vacas sagradas del país quisieran grabar gratis con él era el mayor de los halagos. Pero Emanuel era celoso de su criterio. Grababa sólo a los artistas en los que él creía sin importar cuán famosos eran. Así se volviera a reunir el mismo Belanova, se mantenía fiel a sus principios.

Los sellos indies han salvado al rock, le había dicho en una ocasión Jaime López.

Y era verdad. Discos Indies Unidos había sido parte de esa salvación. Siempre le había ido bien hasta que comenzó a irle mal. Y ahora, a punto de cumplir su décimo aniversario, había tocado fondo. Los sellos independientes son como un paciente terminal. Pueden tardarse en morir un día o cinco años. No hay uno solo que no tenga problemas de dinero. Incluso aquellos que pueden presumir de cierto éxito. Sin embargo, siempre consiguen sobrevivir a golpe de estímulos gubernamentales. Pero el estado de Discos Indies Unidos era crítico y amenazaba con extinguirse.

Debía catorce meses de renta. Siempre que se retrasaba se armaba con dos vasos old fashion y una botella de whisky antes de visitar a su casero. Apagaba la bronca con un abono y la promesa de que algún día, cuando Discos Indies Unidos fuera tan famoso como para que lo comprara una trasnacional como Universal, fundaría otro sello desde cero y le compraría el inmueble. Así seducía al dueño de las oficinas. Y a roqueros, poperos, cantautores y periodistas. Nadie se resistía a esa clase de glamur. Era el joven director hípster del momento. Pero desde hacía meses que ni siquiera le tomaba las llamadas a su casero para rogarle que lo aguantara un poco más.

Según sus cálculos el juicio por desalojo llevaría unos ocho meses como mínimo. Margen suficiente para esperar los resultados del DiscArtes, un programa del gobierno de estímulos fiscales para la publicación de discos. Emanuel estaba convencido de que ese año Discos Indies Unidos recibiría el apoyo. El incentivo consistía en dos millones y medio de pesos. Con esa cantidad podría saldar las rentas caídas. Y si no llegaba a un acuerdo para quedarse, podría trasladar el domicilio fiscal del sello a uno más nais, a la colonia Condesa, por ejemplo.

Guardó la cartera, el reloj y el aviso de desahucio en el cajón. El impulso suicida le había cruzado por la mente no porque se le hubieran acabado las ganas de vivir, sino porque sin Discos Indies Unidos qué sentido tenía continuar en el mundo. Los directores cometen equivocaciones. Y Emanuel sabía que había cometido muchas. Cuando los focos rojos comenzaron a encenderse, por ejemplo, tuvo que reducir su plantilla de personal. Sin embargo, fue incapaz de correr a ninguno de sus trabajadores. Atentaba contra sus convicciones. Para él Discos Indies Unidos era, antes que un negocio, una familia. Nunca emulaba las políticas leoninas de las trasnacionales.

Los directores siempre deben pagar las cuentas. Emanuel no era la excepción. Esa noche, como todas al salir de la oficina, acudió al Zazá, una pizzería donde después de las siete se congregaba a echar trago lo más progre del medio musical chilango. En una mesa descubrió a Crisálida López, la Joan Baez mexicana, una joven cantautora que había estado a punto de firmar pero que le fue arrebatada de último minuto por un cazatalentos de un gran sello. No perdía la esperanza de que, como les ocurría a muchos músicos, un día Crisálida se hartara de lo comercial y buscara refugio en el reducto independiente. Pese a lo trasnochado de sus finanzas, y aunque nadie se lo solicitó, se pasó de espléndido al pagar la cuenta de toda la mesa. Era lo menos que se esperaba de él.

A las doce de la noche decidió que ya había terqueado lo suficiente, se despidió de los que se quedarían a necear hasta la hora de cierre y abordó un taxi. Cuando llegó a su departamento encontró a su mujer dormida. Esperaría hasta la mañana para contarle que la mala fortuna había tacleado a Discos Indies Unidos. Fue a la cocina y metió al micro la milanesa de res que le habían dejado encima de la mesa. Cenó sentado en la escalera. Cuando terminó depositó el plato en un escalón y subió. Nunca se dormía sin antes echarle un vistazo a su hijo Milito. Observarlo dormir le producía una terrible angustia. Ansiaba tener el superpoder de penetrar en sus sueños y saber qué le producía ilusión. Anhelaba para él un futuro brillante. Que fuera astronauta, jugador de fut de primera división o ya de perdida un cirujano plástico de esos que amasan fortunas operando a los famosos. Aunque era un materialista dialéctico de hueso colorado, se hincó y se puso a orar. Padre celestial, señor Jesucristo, te lo pido, te lo ruego, te lo imploro, por favor no permitas que mi hijo se convierta en director de un sello independiente. Amén.

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En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas.

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La profesión de director de un sello discográfico no dista mucho de la de ser bombero. Después de apagar un incendio tienes que apagar el siguiente.

Emanuel tenía prohibido que le dieran malas noticias cuando lo vieran con resaca. Su lema era hombre crudo: animal sagrado. Aquella mañana llegó tembeleque. La noche anterior había limpiado frasco hasta las cuatro de la mañana. Ser un director estrella implicaba también ser una bestia con el trago. Podría ser peor. Los había borrachos y cocainómanos. Pero Emanuel sólo era pedote. Le había disparado coca a todas las jóvenes promesas del rock mexicano, pero jamás se había atrevido a probarla.

Mientras vaciaba dos alkaseltzer en medio vaso de agua entró la contadora. La compañía de luz les había puesto un ultimátum. Si para el lunes a primera hora no pagaban les suspenderían el servicio. Para siempre. Nunca se había retrasado con el pago. La bronca se debía a un diablito que había descubierto el lecturista mientras checaba el medidor. Les cayó una multa por noventa mil pesos. Emanuel trató de defenderse. Argumentó que el diablito había sido colocado antes de que él rentara el inmueble. No le creyeron.

Qué haces cuando ya has recurrido a todos. Cuando ya no cuentas con nadie a quien pedirle un préstamo. Emanuel le debía al banco. A su madre. A sus amigos. Si no había hipotecado el departamento donde vivía era porque es rentado. Hizo los alkaseltzer a un lado, vació un facho de whisky en un vaso limpio y se pegó un lingotazo. Y luego otro. Y otro. Y uno más. Y después golpeó el escritorio con el vaso tres veces como había visto a su padre cuando se encabronaba. Sabía que la compañía de luz no se tentaría el corazón.

No era la primera vez que se sentía acorralado. Ni la primera vez que se le terminaba el aire a media alberca. Ni la primera vez que le daban ganas de asaltar un restaurante de lujo. Pero esta vez era distinto, se sentía protegido en medio de tanto desabrigo. Estaba seguro de que ganaría el DiscArtes. Por ello decidió dar el paso. Se había prometido a sí mismo que no lo volvería a hacer. Pero estaba a punto de ser premiado con el estímulo. Una recompensa bien merecida, por tantos años de arduo trabajo. Vendería una de las acciones de Discos Indies Unidos. Ya después que tuviera dinero vería cómo recuperarla. No tardaría en colocarla ni cinco minutos. Sabía a quién ofrecérsela. Su proyecto era el sello de moda y todo mundo quería formar parte de él. Cientos de personas habían querido comprarle acciones en el pasado.

Metió en una tote bag un ejemplar de cada una de las últimas novedades de Discos Indies Unidos, en vinil y en cedé, y se lanzó al metro. Mientras recorría las estaciones lamentaba desprenderse de una de las acciones. Sabía que después de vender la primera sigue la segunda. Y luego la tercera. Hasta llegar al punto en que te conviertes en empleado del propio sello que fundaste. Al grado de perder todo poder de decisión. Y la libertad de grabar lo que se te venga en gana. Sólo de imaginarse atado de manos de esa manera la cabeza comenzaba a punzarle.

Primero trataría de empeñarla. Pero conocía de antemano la respuesta. Vendida o nada. Salió del metro y caminó hasta la casa del Paquidermo Robles. El magnate dueño de EquisxEquis, la revista gratuita más popular de la ciudad. La publicación pululaba por todos los rincones, librerías, bares, cafeterías. Se rumoraba que su familia había amasado una fortuna ocultando nazis en México tras la caída del Tercer Reich. Siempre había querido participar en el negocio de la música. Pero no había encontrado un socio a la altura de sus exigencias.

Te traje unos regalos, le dijo Emanuel. Lo más reciente que hemos horneado.

La negociación no duró más de cinco minutos. Le cantó el precio y se cerró el trato con un trago de Hibiki.

Con parte del dinero de la acción liquidó la deuda con la compañía de luz y hasta le sobró para invitar a comer a su esposa al Sonora Grill.

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Ya le cayó caca al pastel, dijo Emanuel cuando su secretaria le anunció que lo buscaba Paco Huella, su cantautor más taquillero.

Emanuel adoraba a Huella. Pero le debía un dineral en regalías. No podía permitirse perderlo. Era uno de los valores en los que la casa fincaba su prestigio. Él lo había descubierto. De hecho, el exotismo que imperaba en el mundo musical, de tener en la nómina a un cantautor norteño, se debía a Discos Indies Unidos. A que Emanuel se arriesgara por el entonces desconocido joven escritor fronterizo que acababa de mudarse a la Ciudad de México. Cuando lo firmó no esperaba que sucediera gran cosa. Incluso aceptó resignado que perdería lana. Pero Huella la sacó del estadio. Se convirtió en un capo en nanosegundos. Disco del año, gira nacional y hasta un unplugged. Y ahora estaba ahí para exigir su dinero. Que por supuesto Emanuel no tenía.

Lo que menos necesitaba Huella eran más ceros en su cuenta. El motivo real de su visita, sospechaba Emanuel, era saber si el rumor que circulaba de que Discos Indies Unidos estaba en quiebra era cierto. La labor de Emanuel era desmentir los chismarajos propios del gremio. Para que se apiadara y le diera unos meses más para cubrir el adeudo. A Huella le sobraban ofertas. Un par de trasnacionales le habían hecho propuestas nada despreciables. Un ejecutivo había querido camelarlo con una colaboración con Jack Endino. Huella sólo tenía que firmar y listo. Varios agentes se habían peleado por representarlo. Pero Huella los rechazó a todos.

A Emanuel todavía le quedaba algo de efectivo de la venta de la acción. Salió de su despacho con una sonrisota en la cara, abrazó cariñoso a Paco y se lo jaló al Xel-Há, un restaurante de comida yucateca que servía de refugio ocasional para un sector de la intelligentsia de la ciudad, músicos, escritores, pintores, editores. No hay cantautor, desconocido o consagrado, joven o viejo, hombre o mujer, que se resista a una invitación a comer por parte de un director de un sello indie. Y agasajar a sus artistas es una labor que todo director debe cumplir. Era un trato diabólico: Huella gorroneaba comida y Emanuel las regalías.

Desde que fundé Discos Indies Unidos nos sepultan cada mes, dijo Emanuel después de tomarse su primer tequila.

¿Entonces es puro choro?

Mi querido Paco, como músico de la casa, si algo pasa, te aseguro que serás de los primeros en enterarte.

Es que como dicen que vendiste. Sólo quería saber con quién me toca lidiar.

Es mentira. Pinche gente intrigosa. Cuando un proyecto es exitoso siempre te van a querer echar tierra. Ni estoy en quiebra ni voy a ser absorbido por ningún sello grande.

De entrada me sonó raro, porque tú siempre has dicho que si desaparece Discos Indies Unidos te matas. Por eso quería preguntarte.

Y no es broma, me mato.

Y también está el asunto de mis regalías.

Lo sé. Y te pido un poco más de paciencia. En unos meses salen los resultados del DiscArtes y nos va a caer un varotote. Me voy a poner al corriente contigo y hasta te voy a cubrir el adelanto de tus próximos tres discos.

¿Pero estás seguro de que vas a salir en la lista de suertudotes?

Los dioses del karma serán buenos con nosotros, ya lo verás. Tú no te preocupes por eso. Mejor dime ¿como con qué productor te gustaría trabajar en tu próximo proyecto? ¿Steve Albini?

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La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

Mandan decir de la prensa que ya no nos van a fiar, que si no pagamos lo que debemos no van a prensar el vinil del Muertho de Tijuana, le dijo la secre.

Hijos de la chingada, bufó Emanuel y aplastó su cigarro contra el cenicero.

El asunto era demasiado delicado para mediarse a través de una ramplona llamada telefónica. Se puso el saco y salió disparado hacia el metrobús más cercano. Cuando llegó a Insurgentes comenzó a llover con furia. Y como siempre que ocurre eso en la ciudad, el tráfico se paralizó. A Emanuel le urgía llegar antes de que metieran otro título en lugar del suyo. Eso significaba perder su turno y quién sabe cuándo lo volverían a programar. Podría tardar meses.

Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

No estoy arruinado, chilló Emanuel.

Todo mundo dice que estás en la calle, repuso Casimiro Betrán, el dueño de la prensa.

Quién es todo el mundo. A ver, dime.

Todo el mundo.

Dime quién. Un nombre. Vamos.

No te puedo decir. Me voy a quemar por chismoso.

Es falso. Casimiro, nadie sabe lo que pasa al interior de Discos Indies Unidos excepto yo. Así que léeme los labios: todavía no nos vamos al carajo.

Entonces por qué no te pones a mano con lo atrasado.

Por favor, Casimiro, ¿tengo que explicártelo? ¿A ti? Ya sabes cómo son los cortes de ventas. No veré un quinto de ahí hasta terminado el cuatrimestre.

Pues hasta que no apoquines algo las máquinas están paradas para ti.

No puedes joderme de esa manera. Mira, si estuviera quebrado crees que el Paquidermo Robles se asociaría conmigo. La semana pasada compró una acción de Discos Indies.

Me estás cuenteando. ¿El Paquidermo Robles? ¿En serio?

Llámale para que le preguntes.

No pues siendo así, ta bueno pues. Te voy a respetar la tirada. Pero es la última, cabrón. Ya tienes que mocharte.

Gracias, Casimiro. Te prometo que te voy a pagar hasta el último centavo. Además, ¿te conté que me voy a ganar el DiscArtes? Eso resolverá todos mis problemas.

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La rutina de Emanuel comenzaba a las seis de la mañana. Al despertar lo primero que hacía era checar su correo electrónico. Enseguida ponía la cafetera y se metía a bañar. Desayunaba de manera frugal. Media rebanada de pan tostado integral con miel y un té de jengibre con cúrcuma y pimienta cayena. A las siete cuarenta y cinco salía de su casa para llevar a su hijo andando a la escuela. Luego abordaba el pesero que lo dejaba en la esquina de su oficina. Pero ese día su rutina se rompió porque a las siete cuarenta sonó el teléfono. Atendió su esposa.

Es para ti, le dijo.

Ayer no cayó el depósito de LoFi, dijo la contadora.

Y por qué me entero hasta ahora, carajo, gruñó Emanuel.

Porque ayer que me fui de la oficina chequé el estado de cuenta y no estaba, pero pensé que lo harían en el transcurso de la noche y acabo de revisar y no está.

Después de dejar a su hijo en la escuela, Emanuel se subió a la ecobici y pedaleó hacia las oficinas de la cadena de tiendas de discos LoFi. Le tocaba el pago de varias facturas atrasadas. Casi medio millón de pesos. Contaba con ese dinero. Confiaba en que era un error. Que se aclararía en unos momentos. Un dígito que les faltó a la hora de transferir el monto. O que alguien de contaduría había olvidado una firma. Era frecuente que a fin de mes todo mundo se hiciera pelotas.

El gerente tardó más de una hora en recibirlo. Cuando por fin lo atendió a Emanuel le dolían las nalgas y le sudaban las manos.

Sí te vamos a pagar, le dijo el gerente. Pero hasta septiembre.

Pero ya habíamos acordado en que era este mes, objetó Emanuel.

Lo sé. Y lo siento. De verdad. Pero no puedo hacer nada.

Qué buena atornillada me acaban de dar.

Mira, te prometo que te vamos a compensar. En septiembre no sólo te saldaremos esto, sino que te vamos a hacer un pedido choncho que te pagaremos en el acto.

Emanuel salió de las oficinas de LoFi desmoralizado hasta el tuétano. Apenas llegó a su oficina mandó llamar a su secre.

Sácame de boleto una cita con el quiropráctico, le dijo. Para dentro de dos horas. Lo recibiré aquí. Lánzate a la vinata que se me acabó el Macallan y pídeme al japonés ese carísimo. Ah, y comunícame con doña Susana.

Si algo odiaba Emanuel era pedirle dinero prestado a su madre. Creía que ese tiempo había quedado atrás. Cuando organizaba conciertos que sólo le reportaban pérdidas. Desde el arranque de Discos Indies Unidos ésta sería la primera vez que le daría un sablazo. Prometió pagarle en cuanto le cayera la beca de DiscArtes.

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Con el préstamo Emanuel conseguiría cubrir la nómina completa. Nunca había cometido la bajeza, como es práctica común en otras disqueras, incluidas algunas trasnacionales, de no pagar el salario de sus empleados, o de darles sólo la mitad. Y ésta no sería la primera vez. Cómo solventaría la siguiente quincena, ni idea. Ya se preocuparía dentro de dos semanas. En calidad de mientras disfrutaría de un masaje descontracturante y mordería sabroso vidrio para olvidarse de tanta bronca.

Fue el último en salir de la oficina. Apagó las luces y se encaminó al Zazá. Al llegar a la esquina recordó que ese día era la presentación del nuevo álbum de la cantante Azul Cipriano. Cuando llegó al foro Bakakaï se encontró a la Piedra Jiménez, el crítico de rock del suplemento Transformer, famoso por sus implacables juicios. Junto a él estaba un tipo bajito con aires de burócrata cultural.

Ustedes no se conocen, ¿verdad?, preguntó la Piedra.

No, respondió Emanuel.

Yo sí sé quién eres, le dijo el chaparrito.

Éste es mi compa Rulas, dijo la Piedra. Trabaja en la Secretaría de Cultura. Y se estaba sacando el chisme de los ganadores del DiscArtes.

¿Ya están los resultados?, preguntó Emanuel con un dejo de desinterés.

Ya, respondió la Piedra. ¿Concursaste?

No, este año se me fueron las cabras, aclaró Emanuel escudándose.

Pues qué bueno, maestro, dijo la Piedra, porque tu disquera no está en la lista de los que se van a llevar una rebanada del pastel.

No, no está, terció el burócrata.

Orita vengo, dijo Emanuel, voy por un trago. ¿Alguien quiere?

Yo mero, maestro, se apuntó la Piedra. Un etiqueta roja.

En lugar de encaminarse a la barra salió a la calle. Si le hubieran diagnosticado cáncer la noticia no le habría podido tanto. Sacó su caja de cigarros y se metió uno a la boca. Temblaba a tal grado que no lo pudo encender. Subió a un taxi y se largó a su departamento. Su mujer y su hijo no estaban, se habían ido de fin de semana con la familia de ella a Tepoztlán. Se sirvió un whisky cuádruple sin hielos y se lo bebió de un jilo. Se sirvió otro y lo puso sobre la mesita de centro. Luego se acostó en el piso de su despacho. No había rumiado techo ni dos minutos cuando sus lágrimas comenzaron a brotar en dirección al piso.

Se dejó dominar por completo por el abatimiento. Fumó y bebió toda la noche. Dándole vueltas al asunto. Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

Si te gustó este relato, te recomendamos el cuento: "Mino Tragedias".

A Carlos Velázquez no le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis.

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Desconocía si Mano de Hierro seguía vivo. O si todavía habitaba la misma casa. Por fuera lucía impecable. El césped al tiro. La pintura sin descarapelar. Una antena parabólica en el techo. Y sin embargo producía la sensación de que estaba abandonada. Emanuel tocó pero no salió nadie. Deslizó por debajo de la puerta un papelito con sus datos. Dos días después recibió la llamada.

¿Padrino?

Qué quieres, le espetó Mano de Hierro con la neutralidad de un cajero de banco.

Que me suicides, respondió. Como hiciste con papá.

Te veo a las nueve de la noche en La Vinería.

Supo entonces por qué su padre confiaba en Mano de Hierro más que en sí mismo. Su padrino no le echó en cara el silencio ejemplar de casi diez años. La moneda de la ausencia con la que le pagó al solapar la vocación al vacío de su padre. Tampoco trató de disuadirlo. Ni pidió explicación alguna. Se limitaría a cumplir con lo que se le pedía. Sin disquisiciones morales. El suicidio es una enfermedad terminal. Y como su padre, Emanuel necesitaba un eutanasiólogo.

Cuando Emanuel llegó a La Vinería, Mano de Hierro ya lo esperaba en la mesa que durante años había sido la preferida de su padre.

Sólo voy a decirte una cosa, nunca dejo un trabajo sin hacer, le dijo.

Emanuel quiso abrazarlo pero se contuvo.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe. Y desde ese momento, como su padre, Emanuel comenzó a confiar más en Mano de Hierro que en sí mismo.

El procedimiento se repitió. Como hacía casi una década, Mano de Hierro se encargó de los seguros de vida y de contratar a un pistolero que le administrara la sobredosis de plomo que Emanuel requería. Entre ambos redactaron la carta que guardaría en la caja negra del avión. Sería entregada a la esposa de Emanuel después de que fueran cobradas las pólizas. Contenía también las instrucciones para que su esposa se colocara al frente de Discos Indies Unidos. Aunque ella no tenía experiencia en el mundo musical confiaba en que con la ayuda de su equipo volvería próspero el patrimonio de su hijo.

Una vez que quedó todo cronometrado, Emanuel se desentendió del asunto. No quería fantasear con su desplome. Como su padre, también eligió no saber el lugar, la fecha o la hora. El modus operandi sería el mismo. Asalto a mano armada. Entregaría su vida pero a cambio le esquilmaría siete millones de pesos a las aseguradoras. Ya descontando los honorarios de su padrino.

Ojalá mi chavito nunca necesite de los servicios de Mano de Hierro, pensó. Sería mucha chingadera que después de matar al padre y al hijo tuviera que hacer lo mismo con el nieto.

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A partir de entonces Emanuel adoptó la filosofía de un vagabundo. Todavía cumplía con sus obligaciones. Se paraba a las seis y llevaba a su hijo a la escuela. Pero había dejado de preocuparse por las cuentas. Se bebía una botella de whisky al día.

El alcohol me ayuda a meditar, se excusaba cada vez que su mujer le decía que controlara su manera de beber.

Por meditar se refería a no pensar en el pacto con Mano de Hierro. Como cuando atropellas a alguien en medio de la noche y huyes de la escena. En adelante tu vida consistirá en bloquear tu mente. Para Emanuel fue sencillo. Tenía toda la experiencia del mundo. Al morir su padre neutralizó su recuerdo a puro golpe de whisky doble. Cada botella era una paletada más de tierra. Como su padre, también dejó indicaciones para su entierro. No quería que lo cremaran. Con la cantidad de alcohol en su sangre ardería más rápido que lo que tardan en quemarse las obras completas de J. J. Benítez.

Un domingo por la noche, mientras se bajaba media botella de bushmills, recordó que había una bala con su nombre. Pero seguía sin aparecer. Y no es que no se hubiera presentado la oportunidad. Durante ese tiempo caminó borracho de madrugada por Reforma incontables ocasiones. Habían pasado cuatro meses. No quiso sacar conclusiones apresuradas, pero no pudo evitar pensar en la posibilidad de que Mano de Hierro lo hubiera estafado. Dudaba que se hubiera arrepentido de abatir a su propio ahijado. Más bien olía a que su padrino no lo había tomado en serio como a su padre. Apagó la lámpara y se durmió pensando en que la familia siempre es la primera en chingarte y que mejor le convendría buscarse otro socio.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe.

Al día siguiente despertó a las seis, leyó uno de sus cuentos favoritos, “El ruletista” de Cărtărescu, desayunó y llevó a su hijo a la escuela. Pasó por la licorería y se compró una botella de Jack Daniel’s. Llegó a la disquera y se encerró en su oficina. Procedía a inaugurar el día con un trago cuando tocaron a su puerta.

Sírveme uno, le pidió la contadora. Triple.

Eran las nueve de la mañana. Por el tipo de petición debía tratarse de una desgracia interplanetaria, pues la contadora era abstemia. Emanuel obedeció.

Hoy salieron los resultados del DiscArtes, dijo y se bebió el whiskey de hidalgo.

Entendió entonces el rostro pálido de la contadora. El temblor en las manos. El gesto compungido de aquel que está a punto de estallar en llanto. La mordía la misma desesperación que lo había atacado a él al enterarse en la presentación del disco de que no serían bendecidos con el apoyo.

Nos lo sacamos, gritó la contadora. A güevo. ¿Sabes lo que esto significa?, preguntó y le acercó el periódico. Ya chingamos.

En la lista de ganadores el nombre de Discos Indies Unidos refulgía como un neón en medio de la noche más oscura de todos los tiempos. Emanuel aún no tocaba su trago. Abrió la botella, llenó su vaso de whisky hasta el tope y se lo tendió a la contadora. En ese momento decidió que no bebería más. Sólo había una manera de celebrar el triunfo, cortándose esa peda interminable en la que se había encabalgado desde el suicidio de su padre. Necesitaba estar limpio para recibir el futuro.

Pero tampoco podía quedarse pertrechado todo el día en la oficina. Lo invadió un deseo impostergable de reconciliarse con la vida. Y con el descanso. Dormir todo lo que no había podido en años por culpa de las preocupaciones. Salió de la oficina y mientras se dirigía a su departamento desarrolló un plan mental de todo lo que haría con el dinero del DiscArtes. Ahora sí podría fichar a todos los músicos con los que siempre fantaseaba. Y pagar los impuestos sin que le doliera el alma.

Qué pendejo fui al creerle al pinche burócrata aquel, pensó cuando llegó a su depto.

Su esposa no estaba. Se le antojó una pizza del Zazá. Pero sabía que le lloverían los gorrones. Con el pretexto del DiscArtes no faltaría quien se empecinara en que se bebiera un trago. Que se convertiría en una cuenta interminable que se vería obligado a pagar. Optó por chingarse unos tacos afuera del metro Chilpancingo. El puesto estaba solón. Sólo había una persona. Una chava dark con el pelo color azul. Pidió cuatro campechanos con todo.

Mientras destapaba un refresco, la dark pegó un grito. Emanuel volteó hacia atrás y vio a un hombre con un pasamontañas que le apuntaba a la cara con un revólver. Del arma salieron dos tiros, pero el tipo falló. Emanuel se echó a correr. Y el asesino comenzó a perseguirlo sin dejar de disparar. Emanuel se metió al metro y quiso brincar el torniquete pero no lo consiguió. Cayó de puro hocico. El pistolero le dio alcance y volvió a encañonarlo. Resuelto a no volver a fallar. Jaló el gatillo pero se había quedado sin balas. De la bolsa de su pantalón sacó otras y mientras rellenaba el tambor de la pistola Emanuel aprovechó para intentar disuadirlo.

El trato se cancela, le dijo. Eh, escucha. El trato se cancela. No tienes que terminar el trabajo. Ya no quiero morir.

Su asesino lo ignoró. Terminó de cargar el tambor y amartilló el arma en su cara.

Te doy doscientos mil pesos, le espetó. No sé cuánto te pagaron. Puedes quedártelo. Yo te daré doscientos mil más pero no me mates.

Te espero en la cantina Tío Pepe, le dijo y bajó el arma. Tienes una hora. Si no apareces, te buscaré y te daré piso. Sé dónde encontrarte. Sé que tienes una disquera. Una esposa. Un hijo.

Emanuel salió del metro, se subió a un taxi y pidió que lo llevaran a casa del Paquidermo Robles.

Entre un adicto a las apuestas y tú no encuentro diferencia alguna, le dijo el empresario y le dio los doscientos mil pesos en efectivo. Bajo el compromiso de que se pagaran con un interés de doce por ciento con el depósito del DiscArtes. Antes de que se cumpliera el plazo de una hora Emanuel se presentó en la cantina. El asesino del pasamontañas lo esperaba en la puerta. Le encajó la pistola en las costillas. Emanuel le entregó el sobre que le permitiría permanecer con vida y se alejó caminando.

Esa misma noche fue a buscar a Mano de Hierro. Emanuel le deslizó varios recados por debajo de la puerta. Repitió la operación dos veces a la semana durante un mes pero su padrino nunca se reportó. Como la llamada no llegó, pasados dos meses, se olvidó del asunto. Se concentró en su sobriedad y en la buena salud de Discos Indies Unidos.

Para celebrar el décimo aniversario del sello, Emanuel convocó a todo el equipo a una reunión en su depto. Ese día despertó de estupendo humor. La hora de la cita era a las cinco de la tarde. A las cuatro su mujer salió con su hijo por un par de botellas de vino para los invitados. Emanuel puso un disco de los Manic Street Preachers mientras preparaba una tabla de quesos.

“Suicide is painless / It brings on many changes / And I can take or leave it / If I please”, escupieron las bocinas de su viejo equipo bose.

Escuchó que la puerta del depa se abría. Se asomó y vio a Mano de Hierro.

Padrino, le dijo. Qué gusto que estés aquí.

Te advertí que nunca dejaba un trabajo inconcluso, le dijo y le disparó en la sien.

Seis meses después la esposa de Emanuel recibió una caja con una carta, el reloj y la cartera de su marido.

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Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

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2024
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El dueño de una disquera apuesta todo por salvar su empresa, sin detenerse a pensar que el destino es una mano de hierro sobre su cabeza. Un relato que forma parte del libro <i>El Menonita Zen</i> (2023), publicado con el apoyo de Editorial Océano.

La peor fecha para cumplir años es el día que tu padre se suicida.

Algunos te dirán que matarte y no arrancarle un capital a este mundo traidor es un desperdicio. Tienes que arrastrar una indemnización entre las patas. Recompensar tanto mal trago. Tanta desventaja. Tanta chingadera. Debes heredarle algo a los que se quedan. Sobran quienes sólo dejan broncas, deudas y dolor. Otros utilizan su suicidio como un acto de prestidigitación. Para premiar a la familia. Por los putazos recibidos. Por la abrupta salida. Tal como lo hizo el padre de Emanuel.

Para aquellos que son incapaces de ultimarse a sí mismos, al saltar desde un puente, colgarse de una corbata o ingerir un frasco entero de benzodiacepinas, existe el suicidio asistido. El padre de Emanuel le pidió a Mano de Hierro, su compadre, ayuda para planificar su propia muerte. Viejo, alcohólico y en bancarrota, había decidido inmolarse. Pero su final cumpliría un propósito, amparar a su familia. Si los últimos veinte años de su existencia habían sido una desgracia, quería que su partida fuera percibida con la menor amargura posible.

Lo apodaban Mano de Hierro por su sangre fría. El padre de Emanuel lo había elegido a él porque sabía que respetaría sus deseos. No lo juzgaría ni trataría de convencerlo, con lágrimas en los ojos, de que no se matara. Tampoco intentaría internarlo en una clínica de rehabilitación. Al contrario, Mano de Hierro lo apoyaría sin rechistar y cumpliría su voluntad al pie de la letra. Dispondría de todos los preparativos para fabricar el crimen perfecto. Auxiliar a alguien que ya no desea vivir es la muestra última de lealtad.

Si un día falto, puedes recurrir a Mano de Hierro, le dijo su padre unos días antes de morir. Puedes confiar en tu padrino.

Pero Emanuel nunca lo volvería a ver. Ni a hablar con él. Ni a mencionarlo siquiera. No después de lo que ocurrió. No después de su cumpleaños número veinticinco.

Mano de Hierro se encargó de todo. Acudió a las distintas aseguradoras y contrató los servicios de un asesino a sueldo profesional. El padre de Emanuel nunca abandonó su despacho. Firmar la papelería no le llevó más tiempo que el que tardaba en beberse media botella de Macallan 18. Había elegido morir de un disparo en la cabeza. Lo más rápido e indoloro posible. Sólo pidió no enterarse. No saber en qué momento, en qué lugar o qué día lo recibiría. Quería ahorrarse el drama del condenado que camina por el pasillo de la muerte. Quería que su deceso fuera inadvertido, como el de aquellos que después de ponerse la piyama y lavarse los dientes se van a dormir y nunca vuelven a despertar.

Fue un trabajo limpio. Un sicario le metió un tiro en la nuca al padre de Emanuel mientras se bebía su cuarto whisky del día en una terraza de un restaurante de Polanco. Le quitó la cartera y el reloj para fingir un asalto. Mismos que todavía están en el cajón del escritorio de Emanuel por ser el hijo mayor. El padre de Emanuel casi nunca salía de su despacho, su alcoholismo paralizante se lo impedía, pero ese día su hijo cumplía veinticinco años y comerían juntos para celebrarlo.

Emanuel salió antes de la universidad para llegar a tiempo a la cita. A una calle del restaurante divisó la ambulancia, las torretas de una patrulla y una multitud de mirones. Como todavía no acordonaban la zona, pudo aproximarse hasta el cuerpo, que yacía en la banqueta. Reconoció a su padre por la corbata, una que él mismo le había regalado la navidad pasada, el traje color gris oxford y los mocasines de piel de cocodrilo. Mientras aguardaba el levantamiento del cadáver, Emanuel notó que sobre la mesa había un pastel que increíblemente había conseguido permanecer intacto.

El padre de Emanuel fue sepultado en el panteón Americano. La causa oficial de su muerte fue achacada a un robo a mano armada. Cuando se enfrió el asunto, la familia descubrió que el difunto había contratado un montonal de seguros de vida. Tras los trámites burocráticos las pólizas fueron cobradas.

Con su parte de la herencia Emanuel cometió el mayor de los actos suicidas posibles: montó un sello discográfico independiente.

La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

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Emanuel nunca había pensado en suicidarse. Hasta que recibió la orden de desalojo.

En unos meses cumpliría treinta y cinco años.

Se sirvió su sexto whisky del día y sacó de un cajón el reloj y la cartera de su padre. Los colocó sobre el escritorio con el mismo rendibú que le otorgamos a los amuletos. Era un rito que realizaba siempre que tenía dificultades. Como si el hecho de contemplarlos fuera a ayudarlo a encontrar la solución a sus problemas. Mano de Hierro se los había hecho llegar con un emisario. Semanas después del sepelio tocaron a la puerta de su departamento. Cuando abrió se encontró con una pequeña caja depositada en el suelo. Además de la cartera y el reloj contenía una carta en la que su padre le explicaba toda la maniobra con las aseguradoras.

Así como nadie te enseña a ser padre, nadie te alecciona para dirigir un sello discográfico. Emanuel no era un mal director. Había conseguido cierto prestigio. En estos tiempos, en que las plataformas de streaming hacían todavía más complicado el arte de vender discos, que la mayoría de las vacas sagradas del país quisieran grabar gratis con él era el mayor de los halagos. Pero Emanuel era celoso de su criterio. Grababa sólo a los artistas en los que él creía sin importar cuán famosos eran. Así se volviera a reunir el mismo Belanova, se mantenía fiel a sus principios.

Los sellos indies han salvado al rock, le había dicho en una ocasión Jaime López.

Y era verdad. Discos Indies Unidos había sido parte de esa salvación. Siempre le había ido bien hasta que comenzó a irle mal. Y ahora, a punto de cumplir su décimo aniversario, había tocado fondo. Los sellos independientes son como un paciente terminal. Pueden tardarse en morir un día o cinco años. No hay uno solo que no tenga problemas de dinero. Incluso aquellos que pueden presumir de cierto éxito. Sin embargo, siempre consiguen sobrevivir a golpe de estímulos gubernamentales. Pero el estado de Discos Indies Unidos era crítico y amenazaba con extinguirse.

Debía catorce meses de renta. Siempre que se retrasaba se armaba con dos vasos old fashion y una botella de whisky antes de visitar a su casero. Apagaba la bronca con un abono y la promesa de que algún día, cuando Discos Indies Unidos fuera tan famoso como para que lo comprara una trasnacional como Universal, fundaría otro sello desde cero y le compraría el inmueble. Así seducía al dueño de las oficinas. Y a roqueros, poperos, cantautores y periodistas. Nadie se resistía a esa clase de glamur. Era el joven director hípster del momento. Pero desde hacía meses que ni siquiera le tomaba las llamadas a su casero para rogarle que lo aguantara un poco más.

Según sus cálculos el juicio por desalojo llevaría unos ocho meses como mínimo. Margen suficiente para esperar los resultados del DiscArtes, un programa del gobierno de estímulos fiscales para la publicación de discos. Emanuel estaba convencido de que ese año Discos Indies Unidos recibiría el apoyo. El incentivo consistía en dos millones y medio de pesos. Con esa cantidad podría saldar las rentas caídas. Y si no llegaba a un acuerdo para quedarse, podría trasladar el domicilio fiscal del sello a uno más nais, a la colonia Condesa, por ejemplo.

Guardó la cartera, el reloj y el aviso de desahucio en el cajón. El impulso suicida le había cruzado por la mente no porque se le hubieran acabado las ganas de vivir, sino porque sin Discos Indies Unidos qué sentido tenía continuar en el mundo. Los directores cometen equivocaciones. Y Emanuel sabía que había cometido muchas. Cuando los focos rojos comenzaron a encenderse, por ejemplo, tuvo que reducir su plantilla de personal. Sin embargo, fue incapaz de correr a ninguno de sus trabajadores. Atentaba contra sus convicciones. Para él Discos Indies Unidos era, antes que un negocio, una familia. Nunca emulaba las políticas leoninas de las trasnacionales.

Los directores siempre deben pagar las cuentas. Emanuel no era la excepción. Esa noche, como todas al salir de la oficina, acudió al Zazá, una pizzería donde después de las siete se congregaba a echar trago lo más progre del medio musical chilango. En una mesa descubrió a Crisálida López, la Joan Baez mexicana, una joven cantautora que había estado a punto de firmar pero que le fue arrebatada de último minuto por un cazatalentos de un gran sello. No perdía la esperanza de que, como les ocurría a muchos músicos, un día Crisálida se hartara de lo comercial y buscara refugio en el reducto independiente. Pese a lo trasnochado de sus finanzas, y aunque nadie se lo solicitó, se pasó de espléndido al pagar la cuenta de toda la mesa. Era lo menos que se esperaba de él.

A las doce de la noche decidió que ya había terqueado lo suficiente, se despidió de los que se quedarían a necear hasta la hora de cierre y abordó un taxi. Cuando llegó a su departamento encontró a su mujer dormida. Esperaría hasta la mañana para contarle que la mala fortuna había tacleado a Discos Indies Unidos. Fue a la cocina y metió al micro la milanesa de res que le habían dejado encima de la mesa. Cenó sentado en la escalera. Cuando terminó depositó el plato en un escalón y subió. Nunca se dormía sin antes echarle un vistazo a su hijo Milito. Observarlo dormir le producía una terrible angustia. Ansiaba tener el superpoder de penetrar en sus sueños y saber qué le producía ilusión. Anhelaba para él un futuro brillante. Que fuera astronauta, jugador de fut de primera división o ya de perdida un cirujano plástico de esos que amasan fortunas operando a los famosos. Aunque era un materialista dialéctico de hueso colorado, se hincó y se puso a orar. Padre celestial, señor Jesucristo, te lo pido, te lo ruego, te lo imploro, por favor no permitas que mi hijo se convierta en director de un sello independiente. Amén.

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En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas.

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La profesión de director de un sello discográfico no dista mucho de la de ser bombero. Después de apagar un incendio tienes que apagar el siguiente.

Emanuel tenía prohibido que le dieran malas noticias cuando lo vieran con resaca. Su lema era hombre crudo: animal sagrado. Aquella mañana llegó tembeleque. La noche anterior había limpiado frasco hasta las cuatro de la mañana. Ser un director estrella implicaba también ser una bestia con el trago. Podría ser peor. Los había borrachos y cocainómanos. Pero Emanuel sólo era pedote. Le había disparado coca a todas las jóvenes promesas del rock mexicano, pero jamás se había atrevido a probarla.

Mientras vaciaba dos alkaseltzer en medio vaso de agua entró la contadora. La compañía de luz les había puesto un ultimátum. Si para el lunes a primera hora no pagaban les suspenderían el servicio. Para siempre. Nunca se había retrasado con el pago. La bronca se debía a un diablito que había descubierto el lecturista mientras checaba el medidor. Les cayó una multa por noventa mil pesos. Emanuel trató de defenderse. Argumentó que el diablito había sido colocado antes de que él rentara el inmueble. No le creyeron.

Qué haces cuando ya has recurrido a todos. Cuando ya no cuentas con nadie a quien pedirle un préstamo. Emanuel le debía al banco. A su madre. A sus amigos. Si no había hipotecado el departamento donde vivía era porque es rentado. Hizo los alkaseltzer a un lado, vació un facho de whisky en un vaso limpio y se pegó un lingotazo. Y luego otro. Y otro. Y uno más. Y después golpeó el escritorio con el vaso tres veces como había visto a su padre cuando se encabronaba. Sabía que la compañía de luz no se tentaría el corazón.

No era la primera vez que se sentía acorralado. Ni la primera vez que se le terminaba el aire a media alberca. Ni la primera vez que le daban ganas de asaltar un restaurante de lujo. Pero esta vez era distinto, se sentía protegido en medio de tanto desabrigo. Estaba seguro de que ganaría el DiscArtes. Por ello decidió dar el paso. Se había prometido a sí mismo que no lo volvería a hacer. Pero estaba a punto de ser premiado con el estímulo. Una recompensa bien merecida, por tantos años de arduo trabajo. Vendería una de las acciones de Discos Indies Unidos. Ya después que tuviera dinero vería cómo recuperarla. No tardaría en colocarla ni cinco minutos. Sabía a quién ofrecérsela. Su proyecto era el sello de moda y todo mundo quería formar parte de él. Cientos de personas habían querido comprarle acciones en el pasado.

Metió en una tote bag un ejemplar de cada una de las últimas novedades de Discos Indies Unidos, en vinil y en cedé, y se lanzó al metro. Mientras recorría las estaciones lamentaba desprenderse de una de las acciones. Sabía que después de vender la primera sigue la segunda. Y luego la tercera. Hasta llegar al punto en que te conviertes en empleado del propio sello que fundaste. Al grado de perder todo poder de decisión. Y la libertad de grabar lo que se te venga en gana. Sólo de imaginarse atado de manos de esa manera la cabeza comenzaba a punzarle.

Primero trataría de empeñarla. Pero conocía de antemano la respuesta. Vendida o nada. Salió del metro y caminó hasta la casa del Paquidermo Robles. El magnate dueño de EquisxEquis, la revista gratuita más popular de la ciudad. La publicación pululaba por todos los rincones, librerías, bares, cafeterías. Se rumoraba que su familia había amasado una fortuna ocultando nazis en México tras la caída del Tercer Reich. Siempre había querido participar en el negocio de la música. Pero no había encontrado un socio a la altura de sus exigencias.

Te traje unos regalos, le dijo Emanuel. Lo más reciente que hemos horneado.

La negociación no duró más de cinco minutos. Le cantó el precio y se cerró el trato con un trago de Hibiki.

Con parte del dinero de la acción liquidó la deuda con la compañía de luz y hasta le sobró para invitar a comer a su esposa al Sonora Grill.

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Ya le cayó caca al pastel, dijo Emanuel cuando su secretaria le anunció que lo buscaba Paco Huella, su cantautor más taquillero.

Emanuel adoraba a Huella. Pero le debía un dineral en regalías. No podía permitirse perderlo. Era uno de los valores en los que la casa fincaba su prestigio. Él lo había descubierto. De hecho, el exotismo que imperaba en el mundo musical, de tener en la nómina a un cantautor norteño, se debía a Discos Indies Unidos. A que Emanuel se arriesgara por el entonces desconocido joven escritor fronterizo que acababa de mudarse a la Ciudad de México. Cuando lo firmó no esperaba que sucediera gran cosa. Incluso aceptó resignado que perdería lana. Pero Huella la sacó del estadio. Se convirtió en un capo en nanosegundos. Disco del año, gira nacional y hasta un unplugged. Y ahora estaba ahí para exigir su dinero. Que por supuesto Emanuel no tenía.

Lo que menos necesitaba Huella eran más ceros en su cuenta. El motivo real de su visita, sospechaba Emanuel, era saber si el rumor que circulaba de que Discos Indies Unidos estaba en quiebra era cierto. La labor de Emanuel era desmentir los chismarajos propios del gremio. Para que se apiadara y le diera unos meses más para cubrir el adeudo. A Huella le sobraban ofertas. Un par de trasnacionales le habían hecho propuestas nada despreciables. Un ejecutivo había querido camelarlo con una colaboración con Jack Endino. Huella sólo tenía que firmar y listo. Varios agentes se habían peleado por representarlo. Pero Huella los rechazó a todos.

A Emanuel todavía le quedaba algo de efectivo de la venta de la acción. Salió de su despacho con una sonrisota en la cara, abrazó cariñoso a Paco y se lo jaló al Xel-Há, un restaurante de comida yucateca que servía de refugio ocasional para un sector de la intelligentsia de la ciudad, músicos, escritores, pintores, editores. No hay cantautor, desconocido o consagrado, joven o viejo, hombre o mujer, que se resista a una invitación a comer por parte de un director de un sello indie. Y agasajar a sus artistas es una labor que todo director debe cumplir. Era un trato diabólico: Huella gorroneaba comida y Emanuel las regalías.

Desde que fundé Discos Indies Unidos nos sepultan cada mes, dijo Emanuel después de tomarse su primer tequila.

¿Entonces es puro choro?

Mi querido Paco, como músico de la casa, si algo pasa, te aseguro que serás de los primeros en enterarte.

Es que como dicen que vendiste. Sólo quería saber con quién me toca lidiar.

Es mentira. Pinche gente intrigosa. Cuando un proyecto es exitoso siempre te van a querer echar tierra. Ni estoy en quiebra ni voy a ser absorbido por ningún sello grande.

De entrada me sonó raro, porque tú siempre has dicho que si desaparece Discos Indies Unidos te matas. Por eso quería preguntarte.

Y no es broma, me mato.

Y también está el asunto de mis regalías.

Lo sé. Y te pido un poco más de paciencia. En unos meses salen los resultados del DiscArtes y nos va a caer un varotote. Me voy a poner al corriente contigo y hasta te voy a cubrir el adelanto de tus próximos tres discos.

¿Pero estás seguro de que vas a salir en la lista de suertudotes?

Los dioses del karma serán buenos con nosotros, ya lo verás. Tú no te preocupes por eso. Mejor dime ¿como con qué productor te gustaría trabajar en tu próximo proyecto? ¿Steve Albini?

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La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

Mandan decir de la prensa que ya no nos van a fiar, que si no pagamos lo que debemos no van a prensar el vinil del Muertho de Tijuana, le dijo la secre.

Hijos de la chingada, bufó Emanuel y aplastó su cigarro contra el cenicero.

El asunto era demasiado delicado para mediarse a través de una ramplona llamada telefónica. Se puso el saco y salió disparado hacia el metrobús más cercano. Cuando llegó a Insurgentes comenzó a llover con furia. Y como siempre que ocurre eso en la ciudad, el tráfico se paralizó. A Emanuel le urgía llegar antes de que metieran otro título en lugar del suyo. Eso significaba perder su turno y quién sabe cuándo lo volverían a programar. Podría tardar meses.

Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

No estoy arruinado, chilló Emanuel.

Todo mundo dice que estás en la calle, repuso Casimiro Betrán, el dueño de la prensa.

Quién es todo el mundo. A ver, dime.

Todo el mundo.

Dime quién. Un nombre. Vamos.

No te puedo decir. Me voy a quemar por chismoso.

Es falso. Casimiro, nadie sabe lo que pasa al interior de Discos Indies Unidos excepto yo. Así que léeme los labios: todavía no nos vamos al carajo.

Entonces por qué no te pones a mano con lo atrasado.

Por favor, Casimiro, ¿tengo que explicártelo? ¿A ti? Ya sabes cómo son los cortes de ventas. No veré un quinto de ahí hasta terminado el cuatrimestre.

Pues hasta que no apoquines algo las máquinas están paradas para ti.

No puedes joderme de esa manera. Mira, si estuviera quebrado crees que el Paquidermo Robles se asociaría conmigo. La semana pasada compró una acción de Discos Indies.

Me estás cuenteando. ¿El Paquidermo Robles? ¿En serio?

Llámale para que le preguntes.

No pues siendo así, ta bueno pues. Te voy a respetar la tirada. Pero es la última, cabrón. Ya tienes que mocharte.

Gracias, Casimiro. Te prometo que te voy a pagar hasta el último centavo. Además, ¿te conté que me voy a ganar el DiscArtes? Eso resolverá todos mis problemas.

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La rutina de Emanuel comenzaba a las seis de la mañana. Al despertar lo primero que hacía era checar su correo electrónico. Enseguida ponía la cafetera y se metía a bañar. Desayunaba de manera frugal. Media rebanada de pan tostado integral con miel y un té de jengibre con cúrcuma y pimienta cayena. A las siete cuarenta y cinco salía de su casa para llevar a su hijo andando a la escuela. Luego abordaba el pesero que lo dejaba en la esquina de su oficina. Pero ese día su rutina se rompió porque a las siete cuarenta sonó el teléfono. Atendió su esposa.

Es para ti, le dijo.

Ayer no cayó el depósito de LoFi, dijo la contadora.

Y por qué me entero hasta ahora, carajo, gruñó Emanuel.

Porque ayer que me fui de la oficina chequé el estado de cuenta y no estaba, pero pensé que lo harían en el transcurso de la noche y acabo de revisar y no está.

Después de dejar a su hijo en la escuela, Emanuel se subió a la ecobici y pedaleó hacia las oficinas de la cadena de tiendas de discos LoFi. Le tocaba el pago de varias facturas atrasadas. Casi medio millón de pesos. Contaba con ese dinero. Confiaba en que era un error. Que se aclararía en unos momentos. Un dígito que les faltó a la hora de transferir el monto. O que alguien de contaduría había olvidado una firma. Era frecuente que a fin de mes todo mundo se hiciera pelotas.

El gerente tardó más de una hora en recibirlo. Cuando por fin lo atendió a Emanuel le dolían las nalgas y le sudaban las manos.

Sí te vamos a pagar, le dijo el gerente. Pero hasta septiembre.

Pero ya habíamos acordado en que era este mes, objetó Emanuel.

Lo sé. Y lo siento. De verdad. Pero no puedo hacer nada.

Qué buena atornillada me acaban de dar.

Mira, te prometo que te vamos a compensar. En septiembre no sólo te saldaremos esto, sino que te vamos a hacer un pedido choncho que te pagaremos en el acto.

Emanuel salió de las oficinas de LoFi desmoralizado hasta el tuétano. Apenas llegó a su oficina mandó llamar a su secre.

Sácame de boleto una cita con el quiropráctico, le dijo. Para dentro de dos horas. Lo recibiré aquí. Lánzate a la vinata que se me acabó el Macallan y pídeme al japonés ese carísimo. Ah, y comunícame con doña Susana.

Si algo odiaba Emanuel era pedirle dinero prestado a su madre. Creía que ese tiempo había quedado atrás. Cuando organizaba conciertos que sólo le reportaban pérdidas. Desde el arranque de Discos Indies Unidos ésta sería la primera vez que le daría un sablazo. Prometió pagarle en cuanto le cayera la beca de DiscArtes.

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Con el préstamo Emanuel conseguiría cubrir la nómina completa. Nunca había cometido la bajeza, como es práctica común en otras disqueras, incluidas algunas trasnacionales, de no pagar el salario de sus empleados, o de darles sólo la mitad. Y ésta no sería la primera vez. Cómo solventaría la siguiente quincena, ni idea. Ya se preocuparía dentro de dos semanas. En calidad de mientras disfrutaría de un masaje descontracturante y mordería sabroso vidrio para olvidarse de tanta bronca.

Fue el último en salir de la oficina. Apagó las luces y se encaminó al Zazá. Al llegar a la esquina recordó que ese día era la presentación del nuevo álbum de la cantante Azul Cipriano. Cuando llegó al foro Bakakaï se encontró a la Piedra Jiménez, el crítico de rock del suplemento Transformer, famoso por sus implacables juicios. Junto a él estaba un tipo bajito con aires de burócrata cultural.

Ustedes no se conocen, ¿verdad?, preguntó la Piedra.

No, respondió Emanuel.

Yo sí sé quién eres, le dijo el chaparrito.

Éste es mi compa Rulas, dijo la Piedra. Trabaja en la Secretaría de Cultura. Y se estaba sacando el chisme de los ganadores del DiscArtes.

¿Ya están los resultados?, preguntó Emanuel con un dejo de desinterés.

Ya, respondió la Piedra. ¿Concursaste?

No, este año se me fueron las cabras, aclaró Emanuel escudándose.

Pues qué bueno, maestro, dijo la Piedra, porque tu disquera no está en la lista de los que se van a llevar una rebanada del pastel.

No, no está, terció el burócrata.

Orita vengo, dijo Emanuel, voy por un trago. ¿Alguien quiere?

Yo mero, maestro, se apuntó la Piedra. Un etiqueta roja.

En lugar de encaminarse a la barra salió a la calle. Si le hubieran diagnosticado cáncer la noticia no le habría podido tanto. Sacó su caja de cigarros y se metió uno a la boca. Temblaba a tal grado que no lo pudo encender. Subió a un taxi y se largó a su departamento. Su mujer y su hijo no estaban, se habían ido de fin de semana con la familia de ella a Tepoztlán. Se sirvió un whisky cuádruple sin hielos y se lo bebió de un jilo. Se sirvió otro y lo puso sobre la mesita de centro. Luego se acostó en el piso de su despacho. No había rumiado techo ni dos minutos cuando sus lágrimas comenzaron a brotar en dirección al piso.

Se dejó dominar por completo por el abatimiento. Fumó y bebió toda la noche. Dándole vueltas al asunto. Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

Si te gustó este relato, te recomendamos el cuento: "Mino Tragedias".

A Carlos Velázquez no le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis.

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Desconocía si Mano de Hierro seguía vivo. O si todavía habitaba la misma casa. Por fuera lucía impecable. El césped al tiro. La pintura sin descarapelar. Una antena parabólica en el techo. Y sin embargo producía la sensación de que estaba abandonada. Emanuel tocó pero no salió nadie. Deslizó por debajo de la puerta un papelito con sus datos. Dos días después recibió la llamada.

¿Padrino?

Qué quieres, le espetó Mano de Hierro con la neutralidad de un cajero de banco.

Que me suicides, respondió. Como hiciste con papá.

Te veo a las nueve de la noche en La Vinería.

Supo entonces por qué su padre confiaba en Mano de Hierro más que en sí mismo. Su padrino no le echó en cara el silencio ejemplar de casi diez años. La moneda de la ausencia con la que le pagó al solapar la vocación al vacío de su padre. Tampoco trató de disuadirlo. Ni pidió explicación alguna. Se limitaría a cumplir con lo que se le pedía. Sin disquisiciones morales. El suicidio es una enfermedad terminal. Y como su padre, Emanuel necesitaba un eutanasiólogo.

Cuando Emanuel llegó a La Vinería, Mano de Hierro ya lo esperaba en la mesa que durante años había sido la preferida de su padre.

Sólo voy a decirte una cosa, nunca dejo un trabajo sin hacer, le dijo.

Emanuel quiso abrazarlo pero se contuvo.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe. Y desde ese momento, como su padre, Emanuel comenzó a confiar más en Mano de Hierro que en sí mismo.

El procedimiento se repitió. Como hacía casi una década, Mano de Hierro se encargó de los seguros de vida y de contratar a un pistolero que le administrara la sobredosis de plomo que Emanuel requería. Entre ambos redactaron la carta que guardaría en la caja negra del avión. Sería entregada a la esposa de Emanuel después de que fueran cobradas las pólizas. Contenía también las instrucciones para que su esposa se colocara al frente de Discos Indies Unidos. Aunque ella no tenía experiencia en el mundo musical confiaba en que con la ayuda de su equipo volvería próspero el patrimonio de su hijo.

Una vez que quedó todo cronometrado, Emanuel se desentendió del asunto. No quería fantasear con su desplome. Como su padre, también eligió no saber el lugar, la fecha o la hora. El modus operandi sería el mismo. Asalto a mano armada. Entregaría su vida pero a cambio le esquilmaría siete millones de pesos a las aseguradoras. Ya descontando los honorarios de su padrino.

Ojalá mi chavito nunca necesite de los servicios de Mano de Hierro, pensó. Sería mucha chingadera que después de matar al padre y al hijo tuviera que hacer lo mismo con el nieto.

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A partir de entonces Emanuel adoptó la filosofía de un vagabundo. Todavía cumplía con sus obligaciones. Se paraba a las seis y llevaba a su hijo a la escuela. Pero había dejado de preocuparse por las cuentas. Se bebía una botella de whisky al día.

El alcohol me ayuda a meditar, se excusaba cada vez que su mujer le decía que controlara su manera de beber.

Por meditar se refería a no pensar en el pacto con Mano de Hierro. Como cuando atropellas a alguien en medio de la noche y huyes de la escena. En adelante tu vida consistirá en bloquear tu mente. Para Emanuel fue sencillo. Tenía toda la experiencia del mundo. Al morir su padre neutralizó su recuerdo a puro golpe de whisky doble. Cada botella era una paletada más de tierra. Como su padre, también dejó indicaciones para su entierro. No quería que lo cremaran. Con la cantidad de alcohol en su sangre ardería más rápido que lo que tardan en quemarse las obras completas de J. J. Benítez.

Un domingo por la noche, mientras se bajaba media botella de bushmills, recordó que había una bala con su nombre. Pero seguía sin aparecer. Y no es que no se hubiera presentado la oportunidad. Durante ese tiempo caminó borracho de madrugada por Reforma incontables ocasiones. Habían pasado cuatro meses. No quiso sacar conclusiones apresuradas, pero no pudo evitar pensar en la posibilidad de que Mano de Hierro lo hubiera estafado. Dudaba que se hubiera arrepentido de abatir a su propio ahijado. Más bien olía a que su padrino no lo había tomado en serio como a su padre. Apagó la lámpara y se durmió pensando en que la familia siempre es la primera en chingarte y que mejor le convendría buscarse otro socio.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe.

Al día siguiente despertó a las seis, leyó uno de sus cuentos favoritos, “El ruletista” de Cărtărescu, desayunó y llevó a su hijo a la escuela. Pasó por la licorería y se compró una botella de Jack Daniel’s. Llegó a la disquera y se encerró en su oficina. Procedía a inaugurar el día con un trago cuando tocaron a su puerta.

Sírveme uno, le pidió la contadora. Triple.

Eran las nueve de la mañana. Por el tipo de petición debía tratarse de una desgracia interplanetaria, pues la contadora era abstemia. Emanuel obedeció.

Hoy salieron los resultados del DiscArtes, dijo y se bebió el whiskey de hidalgo.

Entendió entonces el rostro pálido de la contadora. El temblor en las manos. El gesto compungido de aquel que está a punto de estallar en llanto. La mordía la misma desesperación que lo había atacado a él al enterarse en la presentación del disco de que no serían bendecidos con el apoyo.

Nos lo sacamos, gritó la contadora. A güevo. ¿Sabes lo que esto significa?, preguntó y le acercó el periódico. Ya chingamos.

En la lista de ganadores el nombre de Discos Indies Unidos refulgía como un neón en medio de la noche más oscura de todos los tiempos. Emanuel aún no tocaba su trago. Abrió la botella, llenó su vaso de whisky hasta el tope y se lo tendió a la contadora. En ese momento decidió que no bebería más. Sólo había una manera de celebrar el triunfo, cortándose esa peda interminable en la que se había encabalgado desde el suicidio de su padre. Necesitaba estar limpio para recibir el futuro.

Pero tampoco podía quedarse pertrechado todo el día en la oficina. Lo invadió un deseo impostergable de reconciliarse con la vida. Y con el descanso. Dormir todo lo que no había podido en años por culpa de las preocupaciones. Salió de la oficina y mientras se dirigía a su departamento desarrolló un plan mental de todo lo que haría con el dinero del DiscArtes. Ahora sí podría fichar a todos los músicos con los que siempre fantaseaba. Y pagar los impuestos sin que le doliera el alma.

Qué pendejo fui al creerle al pinche burócrata aquel, pensó cuando llegó a su depto.

Su esposa no estaba. Se le antojó una pizza del Zazá. Pero sabía que le lloverían los gorrones. Con el pretexto del DiscArtes no faltaría quien se empecinara en que se bebiera un trago. Que se convertiría en una cuenta interminable que se vería obligado a pagar. Optó por chingarse unos tacos afuera del metro Chilpancingo. El puesto estaba solón. Sólo había una persona. Una chava dark con el pelo color azul. Pidió cuatro campechanos con todo.

Mientras destapaba un refresco, la dark pegó un grito. Emanuel volteó hacia atrás y vio a un hombre con un pasamontañas que le apuntaba a la cara con un revólver. Del arma salieron dos tiros, pero el tipo falló. Emanuel se echó a correr. Y el asesino comenzó a perseguirlo sin dejar de disparar. Emanuel se metió al metro y quiso brincar el torniquete pero no lo consiguió. Cayó de puro hocico. El pistolero le dio alcance y volvió a encañonarlo. Resuelto a no volver a fallar. Jaló el gatillo pero se había quedado sin balas. De la bolsa de su pantalón sacó otras y mientras rellenaba el tambor de la pistola Emanuel aprovechó para intentar disuadirlo.

El trato se cancela, le dijo. Eh, escucha. El trato se cancela. No tienes que terminar el trabajo. Ya no quiero morir.

Su asesino lo ignoró. Terminó de cargar el tambor y amartilló el arma en su cara.

Te doy doscientos mil pesos, le espetó. No sé cuánto te pagaron. Puedes quedártelo. Yo te daré doscientos mil más pero no me mates.

Te espero en la cantina Tío Pepe, le dijo y bajó el arma. Tienes una hora. Si no apareces, te buscaré y te daré piso. Sé dónde encontrarte. Sé que tienes una disquera. Una esposa. Un hijo.

Emanuel salió del metro, se subió a un taxi y pidió que lo llevaran a casa del Paquidermo Robles.

Entre un adicto a las apuestas y tú no encuentro diferencia alguna, le dijo el empresario y le dio los doscientos mil pesos en efectivo. Bajo el compromiso de que se pagaran con un interés de doce por ciento con el depósito del DiscArtes. Antes de que se cumpliera el plazo de una hora Emanuel se presentó en la cantina. El asesino del pasamontañas lo esperaba en la puerta. Le encajó la pistola en las costillas. Emanuel le entregó el sobre que le permitiría permanecer con vida y se alejó caminando.

Esa misma noche fue a buscar a Mano de Hierro. Emanuel le deslizó varios recados por debajo de la puerta. Repitió la operación dos veces a la semana durante un mes pero su padrino nunca se reportó. Como la llamada no llegó, pasados dos meses, se olvidó del asunto. Se concentró en su sobriedad y en la buena salud de Discos Indies Unidos.

Para celebrar el décimo aniversario del sello, Emanuel convocó a todo el equipo a una reunión en su depto. Ese día despertó de estupendo humor. La hora de la cita era a las cinco de la tarde. A las cuatro su mujer salió con su hijo por un par de botellas de vino para los invitados. Emanuel puso un disco de los Manic Street Preachers mientras preparaba una tabla de quesos.

“Suicide is painless / It brings on many changes / And I can take or leave it / If I please”, escupieron las bocinas de su viejo equipo bose.

Escuchó que la puerta del depa se abría. Se asomó y vio a Mano de Hierro.

Padrino, le dijo. Qué gusto que estés aquí.

Te advertí que nunca dejaba un trabajo inconcluso, le dijo y le disparó en la sien.

Seis meses después la esposa de Emanuel recibió una caja con una carta, el reloj y la cartera de su marido.

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Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

Discos Indies Unidos, S.A. de C.V.

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Tiempo de Lectura: 00 min

El dueño de una disquera apuesta todo por salvar su empresa, sin detenerse a pensar que el destino es una mano de hierro sobre su cabeza. Un relato que forma parte del libro <i>El Menonita Zen</i> (2023), publicado con el apoyo de Editorial Océano.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La peor fecha para cumplir años es el día que tu padre se suicida.

Algunos te dirán que matarte y no arrancarle un capital a este mundo traidor es un desperdicio. Tienes que arrastrar una indemnización entre las patas. Recompensar tanto mal trago. Tanta desventaja. Tanta chingadera. Debes heredarle algo a los que se quedan. Sobran quienes sólo dejan broncas, deudas y dolor. Otros utilizan su suicidio como un acto de prestidigitación. Para premiar a la familia. Por los putazos recibidos. Por la abrupta salida. Tal como lo hizo el padre de Emanuel.

Para aquellos que son incapaces de ultimarse a sí mismos, al saltar desde un puente, colgarse de una corbata o ingerir un frasco entero de benzodiacepinas, existe el suicidio asistido. El padre de Emanuel le pidió a Mano de Hierro, su compadre, ayuda para planificar su propia muerte. Viejo, alcohólico y en bancarrota, había decidido inmolarse. Pero su final cumpliría un propósito, amparar a su familia. Si los últimos veinte años de su existencia habían sido una desgracia, quería que su partida fuera percibida con la menor amargura posible.

Lo apodaban Mano de Hierro por su sangre fría. El padre de Emanuel lo había elegido a él porque sabía que respetaría sus deseos. No lo juzgaría ni trataría de convencerlo, con lágrimas en los ojos, de que no se matara. Tampoco intentaría internarlo en una clínica de rehabilitación. Al contrario, Mano de Hierro lo apoyaría sin rechistar y cumpliría su voluntad al pie de la letra. Dispondría de todos los preparativos para fabricar el crimen perfecto. Auxiliar a alguien que ya no desea vivir es la muestra última de lealtad.

Si un día falto, puedes recurrir a Mano de Hierro, le dijo su padre unos días antes de morir. Puedes confiar en tu padrino.

Pero Emanuel nunca lo volvería a ver. Ni a hablar con él. Ni a mencionarlo siquiera. No después de lo que ocurrió. No después de su cumpleaños número veinticinco.

Mano de Hierro se encargó de todo. Acudió a las distintas aseguradoras y contrató los servicios de un asesino a sueldo profesional. El padre de Emanuel nunca abandonó su despacho. Firmar la papelería no le llevó más tiempo que el que tardaba en beberse media botella de Macallan 18. Había elegido morir de un disparo en la cabeza. Lo más rápido e indoloro posible. Sólo pidió no enterarse. No saber en qué momento, en qué lugar o qué día lo recibiría. Quería ahorrarse el drama del condenado que camina por el pasillo de la muerte. Quería que su deceso fuera inadvertido, como el de aquellos que después de ponerse la piyama y lavarse los dientes se van a dormir y nunca vuelven a despertar.

Fue un trabajo limpio. Un sicario le metió un tiro en la nuca al padre de Emanuel mientras se bebía su cuarto whisky del día en una terraza de un restaurante de Polanco. Le quitó la cartera y el reloj para fingir un asalto. Mismos que todavía están en el cajón del escritorio de Emanuel por ser el hijo mayor. El padre de Emanuel casi nunca salía de su despacho, su alcoholismo paralizante se lo impedía, pero ese día su hijo cumplía veinticinco años y comerían juntos para celebrarlo.

Emanuel salió antes de la universidad para llegar a tiempo a la cita. A una calle del restaurante divisó la ambulancia, las torretas de una patrulla y una multitud de mirones. Como todavía no acordonaban la zona, pudo aproximarse hasta el cuerpo, que yacía en la banqueta. Reconoció a su padre por la corbata, una que él mismo le había regalado la navidad pasada, el traje color gris oxford y los mocasines de piel de cocodrilo. Mientras aguardaba el levantamiento del cadáver, Emanuel notó que sobre la mesa había un pastel que increíblemente había conseguido permanecer intacto.

El padre de Emanuel fue sepultado en el panteón Americano. La causa oficial de su muerte fue achacada a un robo a mano armada. Cuando se enfrió el asunto, la familia descubrió que el difunto había contratado un montonal de seguros de vida. Tras los trámites burocráticos las pólizas fueron cobradas.

Con su parte de la herencia Emanuel cometió el mayor de los actos suicidas posibles: montó un sello discográfico independiente.

La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

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Emanuel nunca había pensado en suicidarse. Hasta que recibió la orden de desalojo.

En unos meses cumpliría treinta y cinco años.

Se sirvió su sexto whisky del día y sacó de un cajón el reloj y la cartera de su padre. Los colocó sobre el escritorio con el mismo rendibú que le otorgamos a los amuletos. Era un rito que realizaba siempre que tenía dificultades. Como si el hecho de contemplarlos fuera a ayudarlo a encontrar la solución a sus problemas. Mano de Hierro se los había hecho llegar con un emisario. Semanas después del sepelio tocaron a la puerta de su departamento. Cuando abrió se encontró con una pequeña caja depositada en el suelo. Además de la cartera y el reloj contenía una carta en la que su padre le explicaba toda la maniobra con las aseguradoras.

Así como nadie te enseña a ser padre, nadie te alecciona para dirigir un sello discográfico. Emanuel no era un mal director. Había conseguido cierto prestigio. En estos tiempos, en que las plataformas de streaming hacían todavía más complicado el arte de vender discos, que la mayoría de las vacas sagradas del país quisieran grabar gratis con él era el mayor de los halagos. Pero Emanuel era celoso de su criterio. Grababa sólo a los artistas en los que él creía sin importar cuán famosos eran. Así se volviera a reunir el mismo Belanova, se mantenía fiel a sus principios.

Los sellos indies han salvado al rock, le había dicho en una ocasión Jaime López.

Y era verdad. Discos Indies Unidos había sido parte de esa salvación. Siempre le había ido bien hasta que comenzó a irle mal. Y ahora, a punto de cumplir su décimo aniversario, había tocado fondo. Los sellos independientes son como un paciente terminal. Pueden tardarse en morir un día o cinco años. No hay uno solo que no tenga problemas de dinero. Incluso aquellos que pueden presumir de cierto éxito. Sin embargo, siempre consiguen sobrevivir a golpe de estímulos gubernamentales. Pero el estado de Discos Indies Unidos era crítico y amenazaba con extinguirse.

Debía catorce meses de renta. Siempre que se retrasaba se armaba con dos vasos old fashion y una botella de whisky antes de visitar a su casero. Apagaba la bronca con un abono y la promesa de que algún día, cuando Discos Indies Unidos fuera tan famoso como para que lo comprara una trasnacional como Universal, fundaría otro sello desde cero y le compraría el inmueble. Así seducía al dueño de las oficinas. Y a roqueros, poperos, cantautores y periodistas. Nadie se resistía a esa clase de glamur. Era el joven director hípster del momento. Pero desde hacía meses que ni siquiera le tomaba las llamadas a su casero para rogarle que lo aguantara un poco más.

Según sus cálculos el juicio por desalojo llevaría unos ocho meses como mínimo. Margen suficiente para esperar los resultados del DiscArtes, un programa del gobierno de estímulos fiscales para la publicación de discos. Emanuel estaba convencido de que ese año Discos Indies Unidos recibiría el apoyo. El incentivo consistía en dos millones y medio de pesos. Con esa cantidad podría saldar las rentas caídas. Y si no llegaba a un acuerdo para quedarse, podría trasladar el domicilio fiscal del sello a uno más nais, a la colonia Condesa, por ejemplo.

Guardó la cartera, el reloj y el aviso de desahucio en el cajón. El impulso suicida le había cruzado por la mente no porque se le hubieran acabado las ganas de vivir, sino porque sin Discos Indies Unidos qué sentido tenía continuar en el mundo. Los directores cometen equivocaciones. Y Emanuel sabía que había cometido muchas. Cuando los focos rojos comenzaron a encenderse, por ejemplo, tuvo que reducir su plantilla de personal. Sin embargo, fue incapaz de correr a ninguno de sus trabajadores. Atentaba contra sus convicciones. Para él Discos Indies Unidos era, antes que un negocio, una familia. Nunca emulaba las políticas leoninas de las trasnacionales.

Los directores siempre deben pagar las cuentas. Emanuel no era la excepción. Esa noche, como todas al salir de la oficina, acudió al Zazá, una pizzería donde después de las siete se congregaba a echar trago lo más progre del medio musical chilango. En una mesa descubrió a Crisálida López, la Joan Baez mexicana, una joven cantautora que había estado a punto de firmar pero que le fue arrebatada de último minuto por un cazatalentos de un gran sello. No perdía la esperanza de que, como les ocurría a muchos músicos, un día Crisálida se hartara de lo comercial y buscara refugio en el reducto independiente. Pese a lo trasnochado de sus finanzas, y aunque nadie se lo solicitó, se pasó de espléndido al pagar la cuenta de toda la mesa. Era lo menos que se esperaba de él.

A las doce de la noche decidió que ya había terqueado lo suficiente, se despidió de los que se quedarían a necear hasta la hora de cierre y abordó un taxi. Cuando llegó a su departamento encontró a su mujer dormida. Esperaría hasta la mañana para contarle que la mala fortuna había tacleado a Discos Indies Unidos. Fue a la cocina y metió al micro la milanesa de res que le habían dejado encima de la mesa. Cenó sentado en la escalera. Cuando terminó depositó el plato en un escalón y subió. Nunca se dormía sin antes echarle un vistazo a su hijo Milito. Observarlo dormir le producía una terrible angustia. Ansiaba tener el superpoder de penetrar en sus sueños y saber qué le producía ilusión. Anhelaba para él un futuro brillante. Que fuera astronauta, jugador de fut de primera división o ya de perdida un cirujano plástico de esos que amasan fortunas operando a los famosos. Aunque era un materialista dialéctico de hueso colorado, se hincó y se puso a orar. Padre celestial, señor Jesucristo, te lo pido, te lo ruego, te lo imploro, por favor no permitas que mi hijo se convierta en director de un sello independiente. Amén.

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En El Menonita Zen (Océano, 2023) habitan fantasmas, hermanos que se traicionan y lo disfrutan, directores de disqueras fracasadas.

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La profesión de director de un sello discográfico no dista mucho de la de ser bombero. Después de apagar un incendio tienes que apagar el siguiente.

Emanuel tenía prohibido que le dieran malas noticias cuando lo vieran con resaca. Su lema era hombre crudo: animal sagrado. Aquella mañana llegó tembeleque. La noche anterior había limpiado frasco hasta las cuatro de la mañana. Ser un director estrella implicaba también ser una bestia con el trago. Podría ser peor. Los había borrachos y cocainómanos. Pero Emanuel sólo era pedote. Le había disparado coca a todas las jóvenes promesas del rock mexicano, pero jamás se había atrevido a probarla.

Mientras vaciaba dos alkaseltzer en medio vaso de agua entró la contadora. La compañía de luz les había puesto un ultimátum. Si para el lunes a primera hora no pagaban les suspenderían el servicio. Para siempre. Nunca se había retrasado con el pago. La bronca se debía a un diablito que había descubierto el lecturista mientras checaba el medidor. Les cayó una multa por noventa mil pesos. Emanuel trató de defenderse. Argumentó que el diablito había sido colocado antes de que él rentara el inmueble. No le creyeron.

Qué haces cuando ya has recurrido a todos. Cuando ya no cuentas con nadie a quien pedirle un préstamo. Emanuel le debía al banco. A su madre. A sus amigos. Si no había hipotecado el departamento donde vivía era porque es rentado. Hizo los alkaseltzer a un lado, vació un facho de whisky en un vaso limpio y se pegó un lingotazo. Y luego otro. Y otro. Y uno más. Y después golpeó el escritorio con el vaso tres veces como había visto a su padre cuando se encabronaba. Sabía que la compañía de luz no se tentaría el corazón.

No era la primera vez que se sentía acorralado. Ni la primera vez que se le terminaba el aire a media alberca. Ni la primera vez que le daban ganas de asaltar un restaurante de lujo. Pero esta vez era distinto, se sentía protegido en medio de tanto desabrigo. Estaba seguro de que ganaría el DiscArtes. Por ello decidió dar el paso. Se había prometido a sí mismo que no lo volvería a hacer. Pero estaba a punto de ser premiado con el estímulo. Una recompensa bien merecida, por tantos años de arduo trabajo. Vendería una de las acciones de Discos Indies Unidos. Ya después que tuviera dinero vería cómo recuperarla. No tardaría en colocarla ni cinco minutos. Sabía a quién ofrecérsela. Su proyecto era el sello de moda y todo mundo quería formar parte de él. Cientos de personas habían querido comprarle acciones en el pasado.

Metió en una tote bag un ejemplar de cada una de las últimas novedades de Discos Indies Unidos, en vinil y en cedé, y se lanzó al metro. Mientras recorría las estaciones lamentaba desprenderse de una de las acciones. Sabía que después de vender la primera sigue la segunda. Y luego la tercera. Hasta llegar al punto en que te conviertes en empleado del propio sello que fundaste. Al grado de perder todo poder de decisión. Y la libertad de grabar lo que se te venga en gana. Sólo de imaginarse atado de manos de esa manera la cabeza comenzaba a punzarle.

Primero trataría de empeñarla. Pero conocía de antemano la respuesta. Vendida o nada. Salió del metro y caminó hasta la casa del Paquidermo Robles. El magnate dueño de EquisxEquis, la revista gratuita más popular de la ciudad. La publicación pululaba por todos los rincones, librerías, bares, cafeterías. Se rumoraba que su familia había amasado una fortuna ocultando nazis en México tras la caída del Tercer Reich. Siempre había querido participar en el negocio de la música. Pero no había encontrado un socio a la altura de sus exigencias.

Te traje unos regalos, le dijo Emanuel. Lo más reciente que hemos horneado.

La negociación no duró más de cinco minutos. Le cantó el precio y se cerró el trato con un trago de Hibiki.

Con parte del dinero de la acción liquidó la deuda con la compañía de luz y hasta le sobró para invitar a comer a su esposa al Sonora Grill.

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Ya le cayó caca al pastel, dijo Emanuel cuando su secretaria le anunció que lo buscaba Paco Huella, su cantautor más taquillero.

Emanuel adoraba a Huella. Pero le debía un dineral en regalías. No podía permitirse perderlo. Era uno de los valores en los que la casa fincaba su prestigio. Él lo había descubierto. De hecho, el exotismo que imperaba en el mundo musical, de tener en la nómina a un cantautor norteño, se debía a Discos Indies Unidos. A que Emanuel se arriesgara por el entonces desconocido joven escritor fronterizo que acababa de mudarse a la Ciudad de México. Cuando lo firmó no esperaba que sucediera gran cosa. Incluso aceptó resignado que perdería lana. Pero Huella la sacó del estadio. Se convirtió en un capo en nanosegundos. Disco del año, gira nacional y hasta un unplugged. Y ahora estaba ahí para exigir su dinero. Que por supuesto Emanuel no tenía.

Lo que menos necesitaba Huella eran más ceros en su cuenta. El motivo real de su visita, sospechaba Emanuel, era saber si el rumor que circulaba de que Discos Indies Unidos estaba en quiebra era cierto. La labor de Emanuel era desmentir los chismarajos propios del gremio. Para que se apiadara y le diera unos meses más para cubrir el adeudo. A Huella le sobraban ofertas. Un par de trasnacionales le habían hecho propuestas nada despreciables. Un ejecutivo había querido camelarlo con una colaboración con Jack Endino. Huella sólo tenía que firmar y listo. Varios agentes se habían peleado por representarlo. Pero Huella los rechazó a todos.

A Emanuel todavía le quedaba algo de efectivo de la venta de la acción. Salió de su despacho con una sonrisota en la cara, abrazó cariñoso a Paco y se lo jaló al Xel-Há, un restaurante de comida yucateca que servía de refugio ocasional para un sector de la intelligentsia de la ciudad, músicos, escritores, pintores, editores. No hay cantautor, desconocido o consagrado, joven o viejo, hombre o mujer, que se resista a una invitación a comer por parte de un director de un sello indie. Y agasajar a sus artistas es una labor que todo director debe cumplir. Era un trato diabólico: Huella gorroneaba comida y Emanuel las regalías.

Desde que fundé Discos Indies Unidos nos sepultan cada mes, dijo Emanuel después de tomarse su primer tequila.

¿Entonces es puro choro?

Mi querido Paco, como músico de la casa, si algo pasa, te aseguro que serás de los primeros en enterarte.

Es que como dicen que vendiste. Sólo quería saber con quién me toca lidiar.

Es mentira. Pinche gente intrigosa. Cuando un proyecto es exitoso siempre te van a querer echar tierra. Ni estoy en quiebra ni voy a ser absorbido por ningún sello grande.

De entrada me sonó raro, porque tú siempre has dicho que si desaparece Discos Indies Unidos te matas. Por eso quería preguntarte.

Y no es broma, me mato.

Y también está el asunto de mis regalías.

Lo sé. Y te pido un poco más de paciencia. En unos meses salen los resultados del DiscArtes y nos va a caer un varotote. Me voy a poner al corriente contigo y hasta te voy a cubrir el adelanto de tus próximos tres discos.

¿Pero estás seguro de que vas a salir en la lista de suertudotes?

Los dioses del karma serán buenos con nosotros, ya lo verás. Tú no te preocupes por eso. Mejor dime ¿como con qué productor te gustaría trabajar en tu próximo proyecto? ¿Steve Albini?

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La mala racha es como el humo en las carnes asadas, cuando elige seguirte no importa que te cambies de lugar, siempre está detrás de ti.

Mandan decir de la prensa que ya no nos van a fiar, que si no pagamos lo que debemos no van a prensar el vinil del Muertho de Tijuana, le dijo la secre.

Hijos de la chingada, bufó Emanuel y aplastó su cigarro contra el cenicero.

El asunto era demasiado delicado para mediarse a través de una ramplona llamada telefónica. Se puso el saco y salió disparado hacia el metrobús más cercano. Cuando llegó a Insurgentes comenzó a llover con furia. Y como siempre que ocurre eso en la ciudad, el tráfico se paralizó. A Emanuel le urgía llegar antes de que metieran otro título en lugar del suyo. Eso significaba perder su turno y quién sabe cuándo lo volverían a programar. Podría tardar meses.

Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

No estoy arruinado, chilló Emanuel.

Todo mundo dice que estás en la calle, repuso Casimiro Betrán, el dueño de la prensa.

Quién es todo el mundo. A ver, dime.

Todo el mundo.

Dime quién. Un nombre. Vamos.

No te puedo decir. Me voy a quemar por chismoso.

Es falso. Casimiro, nadie sabe lo que pasa al interior de Discos Indies Unidos excepto yo. Así que léeme los labios: todavía no nos vamos al carajo.

Entonces por qué no te pones a mano con lo atrasado.

Por favor, Casimiro, ¿tengo que explicártelo? ¿A ti? Ya sabes cómo son los cortes de ventas. No veré un quinto de ahí hasta terminado el cuatrimestre.

Pues hasta que no apoquines algo las máquinas están paradas para ti.

No puedes joderme de esa manera. Mira, si estuviera quebrado crees que el Paquidermo Robles se asociaría conmigo. La semana pasada compró una acción de Discos Indies.

Me estás cuenteando. ¿El Paquidermo Robles? ¿En serio?

Llámale para que le preguntes.

No pues siendo así, ta bueno pues. Te voy a respetar la tirada. Pero es la última, cabrón. Ya tienes que mocharte.

Gracias, Casimiro. Te prometo que te voy a pagar hasta el último centavo. Además, ¿te conté que me voy a ganar el DiscArtes? Eso resolverá todos mis problemas.

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La rutina de Emanuel comenzaba a las seis de la mañana. Al despertar lo primero que hacía era checar su correo electrónico. Enseguida ponía la cafetera y se metía a bañar. Desayunaba de manera frugal. Media rebanada de pan tostado integral con miel y un té de jengibre con cúrcuma y pimienta cayena. A las siete cuarenta y cinco salía de su casa para llevar a su hijo andando a la escuela. Luego abordaba el pesero que lo dejaba en la esquina de su oficina. Pero ese día su rutina se rompió porque a las siete cuarenta sonó el teléfono. Atendió su esposa.

Es para ti, le dijo.

Ayer no cayó el depósito de LoFi, dijo la contadora.

Y por qué me entero hasta ahora, carajo, gruñó Emanuel.

Porque ayer que me fui de la oficina chequé el estado de cuenta y no estaba, pero pensé que lo harían en el transcurso de la noche y acabo de revisar y no está.

Después de dejar a su hijo en la escuela, Emanuel se subió a la ecobici y pedaleó hacia las oficinas de la cadena de tiendas de discos LoFi. Le tocaba el pago de varias facturas atrasadas. Casi medio millón de pesos. Contaba con ese dinero. Confiaba en que era un error. Que se aclararía en unos momentos. Un dígito que les faltó a la hora de transferir el monto. O que alguien de contaduría había olvidado una firma. Era frecuente que a fin de mes todo mundo se hiciera pelotas.

El gerente tardó más de una hora en recibirlo. Cuando por fin lo atendió a Emanuel le dolían las nalgas y le sudaban las manos.

Sí te vamos a pagar, le dijo el gerente. Pero hasta septiembre.

Pero ya habíamos acordado en que era este mes, objetó Emanuel.

Lo sé. Y lo siento. De verdad. Pero no puedo hacer nada.

Qué buena atornillada me acaban de dar.

Mira, te prometo que te vamos a compensar. En septiembre no sólo te saldaremos esto, sino que te vamos a hacer un pedido choncho que te pagaremos en el acto.

Emanuel salió de las oficinas de LoFi desmoralizado hasta el tuétano. Apenas llegó a su oficina mandó llamar a su secre.

Sácame de boleto una cita con el quiropráctico, le dijo. Para dentro de dos horas. Lo recibiré aquí. Lánzate a la vinata que se me acabó el Macallan y pídeme al japonés ese carísimo. Ah, y comunícame con doña Susana.

Si algo odiaba Emanuel era pedirle dinero prestado a su madre. Creía que ese tiempo había quedado atrás. Cuando organizaba conciertos que sólo le reportaban pérdidas. Desde el arranque de Discos Indies Unidos ésta sería la primera vez que le daría un sablazo. Prometió pagarle en cuanto le cayera la beca de DiscArtes.

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Con el préstamo Emanuel conseguiría cubrir la nómina completa. Nunca había cometido la bajeza, como es práctica común en otras disqueras, incluidas algunas trasnacionales, de no pagar el salario de sus empleados, o de darles sólo la mitad. Y ésta no sería la primera vez. Cómo solventaría la siguiente quincena, ni idea. Ya se preocuparía dentro de dos semanas. En calidad de mientras disfrutaría de un masaje descontracturante y mordería sabroso vidrio para olvidarse de tanta bronca.

Fue el último en salir de la oficina. Apagó las luces y se encaminó al Zazá. Al llegar a la esquina recordó que ese día era la presentación del nuevo álbum de la cantante Azul Cipriano. Cuando llegó al foro Bakakaï se encontró a la Piedra Jiménez, el crítico de rock del suplemento Transformer, famoso por sus implacables juicios. Junto a él estaba un tipo bajito con aires de burócrata cultural.

Ustedes no se conocen, ¿verdad?, preguntó la Piedra.

No, respondió Emanuel.

Yo sí sé quién eres, le dijo el chaparrito.

Éste es mi compa Rulas, dijo la Piedra. Trabaja en la Secretaría de Cultura. Y se estaba sacando el chisme de los ganadores del DiscArtes.

¿Ya están los resultados?, preguntó Emanuel con un dejo de desinterés.

Ya, respondió la Piedra. ¿Concursaste?

No, este año se me fueron las cabras, aclaró Emanuel escudándose.

Pues qué bueno, maestro, dijo la Piedra, porque tu disquera no está en la lista de los que se van a llevar una rebanada del pastel.

No, no está, terció el burócrata.

Orita vengo, dijo Emanuel, voy por un trago. ¿Alguien quiere?

Yo mero, maestro, se apuntó la Piedra. Un etiqueta roja.

En lugar de encaminarse a la barra salió a la calle. Si le hubieran diagnosticado cáncer la noticia no le habría podido tanto. Sacó su caja de cigarros y se metió uno a la boca. Temblaba a tal grado que no lo pudo encender. Subió a un taxi y se largó a su departamento. Su mujer y su hijo no estaban, se habían ido de fin de semana con la familia de ella a Tepoztlán. Se sirvió un whisky cuádruple sin hielos y se lo bebió de un jilo. Se sirvió otro y lo puso sobre la mesita de centro. Luego se acostó en el piso de su despacho. No había rumiado techo ni dos minutos cuando sus lágrimas comenzaron a brotar en dirección al piso.

Se dejó dominar por completo por el abatimiento. Fumó y bebió toda la noche. Dándole vueltas al asunto. Al amanecer llegó a la conclusión de que sólo existía una manera de salir de aquello. Si quería salvar a Discos Indies Unidos tenía que firmar un pacto con la muerte como su padre.

Si te gustó este relato, te recomendamos el cuento: "Mino Tragedias".

A Carlos Velázquez no le interesó congratularse con becas o residencias, sino arrastrar al lector por tugurios, piqueras, calles donde salen basculeados y sin tenis.

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Desconocía si Mano de Hierro seguía vivo. O si todavía habitaba la misma casa. Por fuera lucía impecable. El césped al tiro. La pintura sin descarapelar. Una antena parabólica en el techo. Y sin embargo producía la sensación de que estaba abandonada. Emanuel tocó pero no salió nadie. Deslizó por debajo de la puerta un papelito con sus datos. Dos días después recibió la llamada.

¿Padrino?

Qué quieres, le espetó Mano de Hierro con la neutralidad de un cajero de banco.

Que me suicides, respondió. Como hiciste con papá.

Te veo a las nueve de la noche en La Vinería.

Supo entonces por qué su padre confiaba en Mano de Hierro más que en sí mismo. Su padrino no le echó en cara el silencio ejemplar de casi diez años. La moneda de la ausencia con la que le pagó al solapar la vocación al vacío de su padre. Tampoco trató de disuadirlo. Ni pidió explicación alguna. Se limitaría a cumplir con lo que se le pedía. Sin disquisiciones morales. El suicidio es una enfermedad terminal. Y como su padre, Emanuel necesitaba un eutanasiólogo.

Cuando Emanuel llegó a La Vinería, Mano de Hierro ya lo esperaba en la mesa que durante años había sido la preferida de su padre.

Sólo voy a decirte una cosa, nunca dejo un trabajo sin hacer, le dijo.

Emanuel quiso abrazarlo pero se contuvo.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe. Y desde ese momento, como su padre, Emanuel comenzó a confiar más en Mano de Hierro que en sí mismo.

El procedimiento se repitió. Como hacía casi una década, Mano de Hierro se encargó de los seguros de vida y de contratar a un pistolero que le administrara la sobredosis de plomo que Emanuel requería. Entre ambos redactaron la carta que guardaría en la caja negra del avión. Sería entregada a la esposa de Emanuel después de que fueran cobradas las pólizas. Contenía también las instrucciones para que su esposa se colocara al frente de Discos Indies Unidos. Aunque ella no tenía experiencia en el mundo musical confiaba en que con la ayuda de su equipo volvería próspero el patrimonio de su hijo.

Una vez que quedó todo cronometrado, Emanuel se desentendió del asunto. No quería fantasear con su desplome. Como su padre, también eligió no saber el lugar, la fecha o la hora. El modus operandi sería el mismo. Asalto a mano armada. Entregaría su vida pero a cambio le esquilmaría siete millones de pesos a las aseguradoras. Ya descontando los honorarios de su padrino.

Ojalá mi chavito nunca necesite de los servicios de Mano de Hierro, pensó. Sería mucha chingadera que después de matar al padre y al hijo tuviera que hacer lo mismo con el nieto.

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A partir de entonces Emanuel adoptó la filosofía de un vagabundo. Todavía cumplía con sus obligaciones. Se paraba a las seis y llevaba a su hijo a la escuela. Pero había dejado de preocuparse por las cuentas. Se bebía una botella de whisky al día.

El alcohol me ayuda a meditar, se excusaba cada vez que su mujer le decía que controlara su manera de beber.

Por meditar se refería a no pensar en el pacto con Mano de Hierro. Como cuando atropellas a alguien en medio de la noche y huyes de la escena. En adelante tu vida consistirá en bloquear tu mente. Para Emanuel fue sencillo. Tenía toda la experiencia del mundo. Al morir su padre neutralizó su recuerdo a puro golpe de whisky doble. Cada botella era una paletada más de tierra. Como su padre, también dejó indicaciones para su entierro. No quería que lo cremaran. Con la cantidad de alcohol en su sangre ardería más rápido que lo que tardan en quemarse las obras completas de J. J. Benítez.

Un domingo por la noche, mientras se bajaba media botella de bushmills, recordó que había una bala con su nombre. Pero seguía sin aparecer. Y no es que no se hubiera presentado la oportunidad. Durante ese tiempo caminó borracho de madrugada por Reforma incontables ocasiones. Habían pasado cuatro meses. No quiso sacar conclusiones apresuradas, pero no pudo evitar pensar en la posibilidad de que Mano de Hierro lo hubiera estafado. Dudaba que se hubiera arrepentido de abatir a su propio ahijado. Más bien olía a que su padrino no lo había tomado en serio como a su padre. Apagó la lámpara y se durmió pensando en que la familia siempre es la primera en chingarte y que mejor le convendría buscarse otro socio.

Poner tu vida en manos de un hombre es una de las peores tragedias que pueden sucederte, pero poner tu muerte es la experiencia más liberadora que existe.

Al día siguiente despertó a las seis, leyó uno de sus cuentos favoritos, “El ruletista” de Cărtărescu, desayunó y llevó a su hijo a la escuela. Pasó por la licorería y se compró una botella de Jack Daniel’s. Llegó a la disquera y se encerró en su oficina. Procedía a inaugurar el día con un trago cuando tocaron a su puerta.

Sírveme uno, le pidió la contadora. Triple.

Eran las nueve de la mañana. Por el tipo de petición debía tratarse de una desgracia interplanetaria, pues la contadora era abstemia. Emanuel obedeció.

Hoy salieron los resultados del DiscArtes, dijo y se bebió el whiskey de hidalgo.

Entendió entonces el rostro pálido de la contadora. El temblor en las manos. El gesto compungido de aquel que está a punto de estallar en llanto. La mordía la misma desesperación que lo había atacado a él al enterarse en la presentación del disco de que no serían bendecidos con el apoyo.

Nos lo sacamos, gritó la contadora. A güevo. ¿Sabes lo que esto significa?, preguntó y le acercó el periódico. Ya chingamos.

En la lista de ganadores el nombre de Discos Indies Unidos refulgía como un neón en medio de la noche más oscura de todos los tiempos. Emanuel aún no tocaba su trago. Abrió la botella, llenó su vaso de whisky hasta el tope y se lo tendió a la contadora. En ese momento decidió que no bebería más. Sólo había una manera de celebrar el triunfo, cortándose esa peda interminable en la que se había encabalgado desde el suicidio de su padre. Necesitaba estar limpio para recibir el futuro.

Pero tampoco podía quedarse pertrechado todo el día en la oficina. Lo invadió un deseo impostergable de reconciliarse con la vida. Y con el descanso. Dormir todo lo que no había podido en años por culpa de las preocupaciones. Salió de la oficina y mientras se dirigía a su departamento desarrolló un plan mental de todo lo que haría con el dinero del DiscArtes. Ahora sí podría fichar a todos los músicos con los que siempre fantaseaba. Y pagar los impuestos sin que le doliera el alma.

Qué pendejo fui al creerle al pinche burócrata aquel, pensó cuando llegó a su depto.

Su esposa no estaba. Se le antojó una pizza del Zazá. Pero sabía que le lloverían los gorrones. Con el pretexto del DiscArtes no faltaría quien se empecinara en que se bebiera un trago. Que se convertiría en una cuenta interminable que se vería obligado a pagar. Optó por chingarse unos tacos afuera del metro Chilpancingo. El puesto estaba solón. Sólo había una persona. Una chava dark con el pelo color azul. Pidió cuatro campechanos con todo.

Mientras destapaba un refresco, la dark pegó un grito. Emanuel volteó hacia atrás y vio a un hombre con un pasamontañas que le apuntaba a la cara con un revólver. Del arma salieron dos tiros, pero el tipo falló. Emanuel se echó a correr. Y el asesino comenzó a perseguirlo sin dejar de disparar. Emanuel se metió al metro y quiso brincar el torniquete pero no lo consiguió. Cayó de puro hocico. El pistolero le dio alcance y volvió a encañonarlo. Resuelto a no volver a fallar. Jaló el gatillo pero se había quedado sin balas. De la bolsa de su pantalón sacó otras y mientras rellenaba el tambor de la pistola Emanuel aprovechó para intentar disuadirlo.

El trato se cancela, le dijo. Eh, escucha. El trato se cancela. No tienes que terminar el trabajo. Ya no quiero morir.

Su asesino lo ignoró. Terminó de cargar el tambor y amartilló el arma en su cara.

Te doy doscientos mil pesos, le espetó. No sé cuánto te pagaron. Puedes quedártelo. Yo te daré doscientos mil más pero no me mates.

Te espero en la cantina Tío Pepe, le dijo y bajó el arma. Tienes una hora. Si no apareces, te buscaré y te daré piso. Sé dónde encontrarte. Sé que tienes una disquera. Una esposa. Un hijo.

Emanuel salió del metro, se subió a un taxi y pidió que lo llevaran a casa del Paquidermo Robles.

Entre un adicto a las apuestas y tú no encuentro diferencia alguna, le dijo el empresario y le dio los doscientos mil pesos en efectivo. Bajo el compromiso de que se pagaran con un interés de doce por ciento con el depósito del DiscArtes. Antes de que se cumpliera el plazo de una hora Emanuel se presentó en la cantina. El asesino del pasamontañas lo esperaba en la puerta. Le encajó la pistola en las costillas. Emanuel le entregó el sobre que le permitiría permanecer con vida y se alejó caminando.

Esa misma noche fue a buscar a Mano de Hierro. Emanuel le deslizó varios recados por debajo de la puerta. Repitió la operación dos veces a la semana durante un mes pero su padrino nunca se reportó. Como la llamada no llegó, pasados dos meses, se olvidó del asunto. Se concentró en su sobriedad y en la buena salud de Discos Indies Unidos.

Para celebrar el décimo aniversario del sello, Emanuel convocó a todo el equipo a una reunión en su depto. Ese día despertó de estupendo humor. La hora de la cita era a las cinco de la tarde. A las cuatro su mujer salió con su hijo por un par de botellas de vino para los invitados. Emanuel puso un disco de los Manic Street Preachers mientras preparaba una tabla de quesos.

“Suicide is painless / It brings on many changes / And I can take or leave it / If I please”, escupieron las bocinas de su viejo equipo bose.

Escuchó que la puerta del depa se abría. Se asomó y vio a Mano de Hierro.

Padrino, le dijo. Qué gusto que estés aquí.

Te advertí que nunca dejaba un trabajo inconcluso, le dijo y le disparó en la sien.

Seis meses después la esposa de Emanuel recibió una caja con una carta, el reloj y la cartera de su marido.

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