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Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

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Cuando James Baldwin presentó a su editor el manuscrito de su segunda novela, El cuarto de Giovanni, este no solo lo rechazó, sino que le aconsejó quemarlo. Ahora, Sexto Piso ha decidido reeditar esta obra del escritor estadounidense.

Estoy frente a la ventana de esta casa enorme del sur de Francia mientras se va haciendo de noche, la noche que me lleva ala mañana más atroz de mi vida. Sostengo una copa, junto al brazo tengo una botella. Veo mi reflejo en el brillo oscuro del cristal de la ventana. Mi reflejo es alto, quizá recuerda una flecha, mi cabello rubio lanza destellos. Mi cara se parece auna cara que ya has visto muchas veces. Mis antepasados conquistaron un continente, avanzaron por llanuras infestadas de muerte hasta que llegaron a un océano que estaba de espaldas a Europa, frente a un pasado más oscuro.

Puede que esté borracho por la mañana, pero eso no servirá de nada. Aun así, tomaré el tren a París. El tren será el mismo; la gente, tratando a duras penas de acomodarse e incluso de mantener la dignidad en los asientos de madera y respaldo recto de tercera clase, será la misma, y yo también seré el mismo. Cruzaremos el mismo paisaje cambiante en dirección al norte, dejaremos atrás los olivos y el mar y toda la gloria del tempestuoso cielo meridional, y llegaremos a la niebla y la lluvia de París. Alguien se ofrecerá a compartir su bocadillo conmigo, alguien me ofrecerá un traguito de vino, alguien me pedirá una cerilla. La gente recorrerá los pasillos mirando por las ventanillas, mirándonos a los que estamos sentados. Encada parada, unos reclutas con uniformes marrones demasiado grandes y gorras de colores abrirán la puerta del compartimento y preguntarán Complet? Todos contestaremos que sí con la cabeza, como si conspiráramos, mientras nos dirigimos débiles sonrisas y ellos siguen avanzando por el tren. Dos o tres acabarán delante de la puerta de nuestro compartimento, gritándose con esas voces graves y groseras, fumando sus espantosos cigarrillos militares. Habrá una chica sentada frente a mí a quien le extrañará que no haya coqueteado con ella, a quien la presencia de los reclutas sacará de quicio. Todo será lo mismo, solo que yo estaré más quieto.

Y hay quietud en el paisaje esta noche, en este paisaje que se refleja a través de mi imagen en el cristal. La casa se encuentra justo delante de un pequeño complejo de residencias veraniegas que sigue vacío, la temporada aún no ha comenzado. Se encuentra en un monte bajo, se pueden divisar las luces del pueblo y oír el estruendo del mar. La alquilamos en París mi novia Hella y yo, a partir de unas fotografías, hace unos meses. Ahora hace una semana que se ha ido. Está en alta mar ahora, en la travesía de vuelta a Estados Unidos.

Me la imagino muy elegante, tensa y resplandeciente, rodeada de la luz que inunda el salón del trasatlántico, bebiendo demasiado deprisa, y soltando carcajadas, y observando a los hombres. Así fue como la conocí yo, en un bar de Saint-Germain-des-Prés mientras bebía y observaba, y por eso me gustó, pensé que sería divertido divertirse con ella. Así fue como empezó, esa era toda la importancia que revestía para mí; ahora no estoy seguro, a pesar de todo, de que haya llegado a tener mayor importancia para mí. Y tampoco creo que la haya tenido para ella; al menos, no hasta que hizo ese viaje a España y, al verse allí sola, empezó a plantearse, quizá, si toda una vida dedicada a beber y a observar a los hombres era exactamente lo que ella quería. Pero ya era demasiado tarde para entonces. Yo ya estaba con Giovanni. Le había pedido a Hella que se casara conmigo antes de que se marchara a España; ella se echó a reír y yo me eché a reír, pero eso hizo, por algún motivo, que el asunto me pareciera aún más serio e insistí: entonces ella contestó que tendría que irse y pensarlo. Y la última noche que pasó aquí, la última vez que la vi, mientras Hella hacía la maleta, le dije que la quería y me obligué a creérmelo. Pero no sé si era cierto. Estaba pensando, sin duda, en nuestras noches en la cama, en esa inocencia y esa confianza peculiares que jamás recuperaré, que habían hecho de aquellas noches algo tan delicioso, tan poco vinculado al pasado, al presente y a lo venidero, tan poco vinculado, en resumidas cuentas, a mi vida, puesto que solo requerían de mí la más mecánica de las responsabilidades. Y esas noches se escenificaban bajo un cielo extranjero, sin nadie que vigilase, sin sanciones asociadas; y fue este último detalle lo que nos destruyó, porque nada resulta más insoportable, una vez alcanzado, que la libertad. Supongo que por esto le pedí que se casara conmigo: para que me diera un asidero. Es posible que por eso, en España, ella decidiera que quería casarse conmigo. Pero la gente no puede, desgraciadamente, inventarse sus asideros, sus amantes ni sus amigos, del mismo modo que tampoco puede inventarse a sus padres. La vida te los da y también te los quita, y lo más difícil es decirle sí a la vida.

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Pensaba, cuando le dije a Hella que la quería, en aquellos días en los que aún no me había pasado nada espantoso, irrevocable, en los que una aventura amorosa era solo una aventura amorosa. Ahora, a partir de esta noche, de la mañana que se aproxima, por muchas camas en las que me encuentre desde ahora hasta mi última cama, no volveré a vivir esas aventuras juveniles y entusiastas que son en realidad, si uno se para a pensarlo, una clase más elevada o, en todo caso, más pretenciosa de masturbación. La gente es demasiado diversa para tratarla con tanta despreocupación. Yo también soy demasiado diverso para resultar fiable. De no ser así, no estaría ahora solo en esta casa. Hella no estaría en alta mar. Y Giovanni no estaría a punto de perder la vida, en algún momento entre esta noche y la mañana, bajo la guillotina.

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Me arrepiento ahora –aunque no sirva de nada– de una mentira concreta de entre las muchas que he contado, dicho, vivido y creído. Hablo de la mentira que le conté a Giovanni pero que nunca conseguí que se creyese: que hasta entonces nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho. Había decidido que no se repetiría. Tiene algo de disparatado el espectáculo que me narro ahora a mí mismo: he huido lejísimos, con grandes esfuerzos, cruzando incluso un océano, para acabar frenado en seco, de nuevo, ante el bulldog de mi jardín particular: un jardín que, entretanto, ha perdido tamaño, mientras que el bulldog lo ha ganado.

Llevo mucho tiempo sin pensar en aquel muchacho, Joey; pero esta noche lo veo con gran claridad. Fue hace varios años. Yo era aún adolescente, él tenía más o menos mi edad, año arriba, año abajo. Además, era un chico muy simpático, muy espabilado y moreno, y siempre se estaba riendo. Durante una temporada fue mi mejor amigo. Después la idea de que una persona así pudiera haber llegado a ser mi mejor amigo fue la prueba de una mancha horripilante en mi interior. Así que me olvidé de él. Pero esta noche veo a Joey muy bien.

Sucedió en verano, no había clases. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana no sé dónde y yo estaba ese fin de semana en su casa, cerca de Coney Island, en Brooklyn. Nosotros también vivíamos en Brooklyn en aquella época, pero en un barrio mejor que el de Joey. Creo que habíamos estado vagueando en la playa, bañándonos un poco y observando a las chicas casi desnudas que iban pasando por delante, les lanzábamos silbidos y nos reíamos. Estoy seguro de que, si alguna de esas chicas a las que silbábamos hubiera mostrado la menor reacción, el océano no habría tenido la profundidad suficiente para cubrir nuestra vergüenza y nuestro terror. Pero las chicas, sin duda, sospechaban lo nuestro, probablemente por la forma en que silbábamos, y no nos hacían ni caso. Cuando empezó a ponerse el sol enfilamos el paseo marítimo en dirección a su casa, con los trajes de baño puestos y mojados debajo de los pantalones.

Y creo que empezó en la ducha. Sé que sentí algo –mientras hacíamos el tonto en aquel cuarto pequeño y lleno de vapor, mientras nos atizábamos con las toallas mojadas– que no había sentido hasta entonces, algo que misteriosa, y a la vez difusamente, lo incluía a él. Recuerdo en mí una gran resistencia a vestirme: le eché la culpa al calor. Pero nos acabamos vistiendo, más o menos, y comimos cosas frías de su nevera y bebimos mucha cerveza. Debimos de ir al cine. No se me ocurre ningún otro motivo por el que habríamos podido salir, y recuerdo que recorrimos las oscuras, tropicales calles de Brooklyn con el calor que brotaba de las calzadas y rebotaba en los muros de las casas con fuerza suficiente para matar a un hombre, mientras todos los adultos del mundo, o eso parecía, estaban sentados, andrajosos y chillones, en los escalones de entrada y todos los niños del mundo estaban en las aceras o en los bordillos o colgados de las escaleras de incendios, mientras yo rodeaba con el brazo el hombro de Joey. Estaba orgulloso, creo, porque su cabeza me llegaba justo por debajo de la oreja. Íbamos andando juntos y Joey soltaba chistes verdes y nos reíamos. Es raro recordar, por primera vez en tanto tiempo, lo bien que me sentí esa noche, el cariño que me inspiraba Joey.

Cuando volvimos esas calles estaban silenciosas; nosotros también íbamos callados. Estuvimos muy callados en el apartamento, nos desvestimos medio dormidos en el cuarto de Joey y nos metimos en la cama. Yo me quedé dormido; bastante rato, creo. Pero me desperté, vi que la luz estaba encendida y que Joey examinaba la almohada con una enorme e intensísima minuciosidad.

–¿Qué pasa?

–Creo que me picó una chinche.

–Pero qué sucios son. ¿Tienen chinches?

–Creo que una me ha picado.

–¿Alguna vez te ha picado una antes?

–No.

–Pues entonces vuélvete a dormir. Lo has soñado.

Me miró con la boca abierta y los ojos oscuros también muy abiertos. Parecía que acababa de descubrir que yo era experto en chinches. Solté una carcajada y le agarré la cabeza, como había hecho tantísimas veces antes mientras jugaba con él o cuando me sacaba de mis casillas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando lo rocé, algo sucedió en él y en mí que hizo de ese roce algo distinto de todos los roces que jamás habíamos vivido. Y no se resistió, como solía hacer, sino que se quedó donde yo lo había arrastrado, contra mi pecho. Y me percaté de que mi corazón latía de un modo tremendo, de que Joey temblaba pegado a mí, de que la luz de la habitación era muy brillante y quemaba. Empecé a moverme, a hacer alguna broma, pero Joey musitó algo y bajé la cabeza para escuchar. Joey levantó la cabeza mientras yo agachaba la mía y nos besamos, por así decirlo, por accidente. Entonces, por primera vez en mi vida, fui realmente consciente del cuerpo de otra persona, del olor de otra persona. Nos abrazamos. Aquello se parecía a sostener un pájaro raro, agotado, casi desaparecido, que yo había encontrado casual y milagrosamente. Estaba muy asustado; estoy seguro de que él también, y cerramos los ojos. Recordarlo tan clara, tan dolorosamente esta noche me revela que jamás lo he olvidado de veras, ni por un instante. Noto ahora en mí un leve, un espantoso despertar de todo lo que de forma tan abrumadora se despertó en mí entonces, un gran calor sediento y un temblor y una ternura tan dolorosa que creí que me iba a estallar el corazón. Pero de ese dolor asombroso e intolerable surgió una felicidad; esa noche nos brindamos mutuamente felicidad. Parecía entonces que toda una vida no me iba a bastar para que el acto amoroso se plasmara en una realidad compartida con Joey.

Pero esa vida fue breve, quedó circunscrita a esa noche: acabó por la mañana. Me desperté mientras Joey aún dormía, hecho un ovillo y de costado como un niño muy pequeño, dándome la cara. Parecía uno muy pequeño, con la boca entreabierta, las mejillas sonrosadas, el cabello rizado oscureciendo la almohada y medio ocultando su frente húmeda y redonda, las largas pestañas refulgiendo levemente bajo el sol estival. Ambos estábamos desnudos y la sábana con la que nos habíamos tapado estaba hecha una maraña a nuestros pies. El cuerpo de Joey era moreno, estaba sudoroso, era la creación más bella que yo había visto jamás. Lo iba a tocar para despertarlo, pero algo me frenó. De pronto tuve miedo. Quizá por lo inocente que parecía ahí tumbado, con esa confianza tan perfecta; quizá porque era mucho más menudo que yo; de repente mi cuerpo parecía repugnante y aplastante y el deseo que surgía en mí se me antojó monstruoso. Pero, sobre todo, de pronto tuve miedo. Cobré aguda conciencia de una idea: «Pero si Joey es un chico». De pronto vi la potencia de sus muslos, de sus brazos, de sus puños algo cerrados. La potencia y la promesa y el misterio de ese cuerpo me inspiraron un miedo repentino. Ese cuerpo, repentinamente, parecía la boca negra de una caverna en la que yo sería torturado hasta que llegase la locura, en la que perdería mi masculinidad. Precisamente quería conocer ese misterio y sentir esa potencia y que esa promesa se cumpliera en mí. El sudor de mi espalda se volvió frío. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, era testigo de aquella vileza. Pensé en qué diría la madre de Joey cuando viese las sábanas. Entonces me acordé de mi padre, que solo me tenía a mí en el mundo, pues mi madre había muerto cuando yo era pequeño. Una caverna se abrió en mi mente, negra, llena de rumores, insinuaciones, historias oídas a medias, olvidadas a medias, entendidas a medias, llena de palabras sucias. Me pareció ver mi futuro en esa caverna. Tuve miedo. Podía haber llorado, llorado de vergüenza y terror, llorado por no entender cómo me podía haber pasado eso a mí, cómo podía haber pasado eso en mi interior. Y tomé la decisión. Salí de la cama, me duché y ya estaba vestido y desayunado cuando se despertó Joey.

No le conté mi decisión; eso me habría hecho cambiar de parecer. No esperé a desayunar con él, solo tomé un poco de café y le di una excusa para volverme a casa. Sé que esa excusa no engañó a Joey, pero él no sabía cómo protestar ni insistir; tampoco sabía que le habría bastado con hacer eso. Entonces yo, que hasta entonces lo había visto casi todos los días de ese verano, dejé de ir a verlo. Él tampoco vino a verme. Me habría alegrado mucho si lo hubiera hecho, pero el modo en que me marché creó un límite que ninguno de los dos supo cómo sortear. Cuando al fin lo vi, más o menos por accidente, hacia el fin del verano, me inventé una larga y falsísima historia sobre una chica con la que estaba saliendo y, cuando comenzaron de nuevo las clases, me junté con un grupo de compañeros más broncos y mayores, y me mostré muy desagradable con Joey. Y cuanto más me entristecía la situación, más desagradable me mostraba. Al fin se distanció, se fue del barrio, dejó nuestro instituto, y jamás volví a verlo.

Empecé, quizá, a estar solo ese verano y empecé, ese verano, la lucha que me ha traído hasta esta ventana en penumbra.

Y, sin embargo, cuando uno comienza a buscar el momento crucial, definitivo, el momento que cambió todos los demás, se encuentra avanzando a duras penas, con gran dolor, por un laberinto de señales falsas y cerrando puertas de forma abrupta. Es posible, en efecto, que mi huida comenzara ese verano, lo que no me sirve para explicarme dónde está el germen del dilema que se resolvió, ese verano, mediante la huida. Evidentemente, el germen se encuentra en algún punto delante de mí, atrapado en el reflejo que observo en la ventana mientras en el exterior se hace de noche. Se halla encerrado en la habitación junto a mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará, y aun así me resulta más desconocido que los montes desconocidos que hay fuera.

Nosotros vivíamos en Brooklyn por aquel entonces, como he mencionado; también habíamos vivido en San Francisco, donde nací y donde está enterrada mi madre, y estuvimos una breve temporada en Seattle, después en Nueva York; para mí, Nueva York es Manhattan. Luego dejamos Brooklyn para regresar a Nueva York y, cuando llegué a Francia, mi padre y su nueva esposa habían subido de categoría al instalarse en Connecticut. Yo ya llevaba un tiempo por mi cuenta, eso sí, y había vivido en un apartamento situado en la zona de las calles Sesenta Este.

Nosotros, en los días de mi infancia y adolescencia, éramos mi padre, su hermana soltera y yo. A mi madre la habían llevado al cementerio cuando yo tenía cinco años. Apenas recuerdo nada de ella, pero aparecía en mis pesadillas, cegada por los gusanos, con el cabello seco como el metal y quebradizo como una ramita, pugnando por estrecharme contra su cuerpo; un cuerpo tan pútrido, tan repugnante en su blandura, que se abría, mientras yo escarbaba y gritaba, formando una abertura lo bastante grande para tragarme vivo. Sin embargo, cuando mi padre o mi tía entraban raudos en mi cuarto para saber qué me había asustado, no me atrevía a describir el sueño, que me parecía un gesto de deslealtad hacia mi madre. Les decía que había soñado con un cementerio. Ellos llegaban a la conclusión de que la muerte de mi madre había obrado ese inquietante efecto en mi imaginación y quizá creían que era una etapa del duelo. Y puede que así fuera pero, de ser ese el caso, aún sigo de luto.

Mi padre y mi tía se llevaban muy mal y, sin ser consciente de cómo o por qué lo notaba, yo percibía que su prolongado enfrentamiento estaba íntimamente relacionado con mi madre muerta. Recuerdo que, cuando era pequeño, en el gran salón de la casa de San Francisco, la fotografía de mi madre, que era lo único que ocupaba la repisa de la chimenea, parecía dominar la estancia. Daba la impresión de que esa fotografía demostraba que su espíritu gobernaba el ambiente y nos controlaba a todos. Recuerdo cómo las sombras empezaban a formarse en los rincones de esa sala, en la que yo nunca me sentía a gusto, y a mi padre bañado por la luz dorada que esparcía sobre él la lámpara alta junto a su butaca. Él leía el periódico, no podía verlo detrás de ese periódico, de modo que, desesperado por conquistar su atención, a veces lo molestaba tanto que nuestro duelo provocaba que me sacaran de la sala bañado en lágrimas. También lo recuerdo inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la vista fija en la ventana que frenaba la irrupción de la negrísima noche. Me preguntaba qué le estaría pasando por la cabeza. Tal como lo recuerdo, siempre lleva un chaleco gris y se ha aflojado la corbata, y el pelo rubio claro le cae sobre el rostro cuadrado, rubicundo. Era una de esas personas de carcajada fácil que tardan en enfadarse; de modo que su enfado, cuando se produce, resulta de lo más impactante, pues parece surgir de un insospechado recoveco, como un fuego capaz de devorar una casa entera.

Y su hermana Ellen, un poco mayor que él, un poco más morena, siempre arreglada en exceso, maquillada en exceso, con un rostro y una figura que empezaban a endurecerse, y con demasiadas joyas por todas partes, que tintinean y entrechocan bajo la luz, está en el sofá leyendo; leía mucho, todas las novedades literarias, e iba una barbaridad al cine. O tejía. Me da la impresión de que siempre llevaba una bolsa enorme y llena de agujas de punto de aspecto peligroso, o un libro o las dos cosas. Y no sé qué tejía, aunque supongo que alguna vez nos haría una prenda a mi padre o a mí. Pero no lo recuerdo, del mismo modo que tampoco recuerdo lo que leía. Cabe la posibilidad de que siempre fuera el mismo libro y que siempre hubiera estado atareada con la misma bufanda o el mismo suéter, o a saber qué, en todos los años que la traté. A veces mi padre y ella jugaban a las cartas, esto era bastante infrecuente; otras veces cuchicheaban en tono cordial y guasón, pero esto era peligroso. Su cháchara casi siempre acababa en pelea. En ocasiones teníamos invitados y a menudo me dejaban contemplar cómo se tomaban los cócteles. Entonces mi padre sacaba su mejor cara, se mostraba jovial y extrovertido, recorría la sala atestada con una copa en la mano, rellenando las bebidas de la gente, soltando muchas carcajadas, abordando a todos los hombres como si fueran sus hermanos y coqueteando con las mujeres. O no, no coqueteando con ellas, sino pavoneándose ante ellas. Daba la sensación de que Ellen siempre lo estaba vigilando, como si temiera que hiciese algo terrible, lo vigilaba y vigilaba a las mujeres, y sí, coqueteaba con los hombres de un modo extraño y desquiciante. Iba vestida para matar, como suele decirse, con la boca más roja que cualquier sangre, vestida con algo que era de un color impropio, o que le apretaba demasiado, o para lo que era demasiado mayor; la copa que sostenía amenazaba, en cualquier momento, con quedar reducida a añicos, a esquirlas, y su voz no dejaba de oírse como una cuchilla que araña un cristal. Cuando yo era pequeño y la observaba con invitados, me daba miedo.

Sin embargo, pasase lo que pasase en aquella sala, mi madre lo estaba observando todo. Lo contemplaba desde el marco de la fotografía: una mujer pálida, rubia, engalanada con delicadeza, de ojos oscuros y frente lisa, con una boca nerviosa y suave. Pero algo en el lugar que los ojos ocupaban en el rostro y en cómo miraban de frente, algo levísimamente sarcástico y astuto en el rictus de la boca traslucía que, en algún punto por debajo de aquella tensa fragilidad, existía una fuerza tan heterogénea como firme y, al igual que la furia de mi padre, peligrosa por lo absolutamente inesperada que resultaba. Mi padre apenas hablaba de ella y, cuando lo hacía, se tapaba con ademanes misteriosos la cara; cuando hablaba de ella, solo se refería a ella como mi madre y, de hecho, hablaba de ella como podría haberlo hecho de la suya. Ellen mencionaba a mi madre con frecuencia, comentaba que había sido una mujer de lo más extraordinaria, pero eso me causaba incomodidad. Sentía que no tenía derecho a ser hijo de semejante madre.

Años después, cuando yo ya era un hombre, traté de que mi padre hablara de ella. Pero Ellen había muerto, él estaba a punto de casarse de nuevo. Habló de mi madre, entonces, tal como lo había hecho Ellen y, de hecho, podría haber estado hablando de Ellen.

Mi padre y Ellen se pelearon una noche cuando yo andaba por los trece años. Tuvieron muchas broncas tremendas, sin duda, pero puede que esta la recuerde con tanta claridad porque parecía que trataba de mí.

Yo estaba acostado en el piso de arriba, dormido. Era muy tarde. De pronto me despertó el ruido de las pisadas de mi padre en el camino que pasaba bajo mi ventana. Supe por el ruido y por el ritmo que estaba un poco borracho y recuerdo que en ese momento una cierta decepción, un dolor inédito me embargaron. Lo había visto borracho con frecuencia y nunca me había sentido así –al contrario, mi padre a veces se mostraba sumamente encantador cuando estaba ebrio–, pero esa noche sentí de repente que había algo en la situación, en él, que resultaba despreciable.

Oí que entraba. Y enseguida oí también la voz de Ellen.

–¿Todavía no te has ido a la cama? –le preguntó mi padre. Intentaba ser cortés e intentaba evitar una escena, pero su voz no denotaba cordialidad, solo tensión y hartazgo.

–Creía –repuso Ellen fríamente– que alguien tenía que decirte lo que le estás haciendo a tu hijo.

–¿Qué le estoy haciendo a mi hijo? –Mi padre estuvo a punto de añadir algo, algo espantoso; pero se contuvo y se limitó a preguntar, con una tranquilidad resignada, borracha, desesperada–: ¿De qué hablas, Ellen?

–¿De verdad crees –preguntó ella; yo estaba seguro de que se encontraba en el centro de la sala, con las manos entrelazadas por delante del cuerpo, muy quieta y muy recta– que eres el tipo de hombre que él debería ser de adulto? –y, como mi padre no respondió nada, añadió–: Porque está creciendo, no sé si te has fijado. –Entonces, con desdén–: Y en eso ya te está superando.

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–Vete a la cama, Ellen –dijo mi padre en un tono muy cansado.

Sentí que, ya que hablaban de mí, debía bajar y decirle a Ellen que lo que supuestamente no funcionaba entre mi padre y yo lo podíamos resolver entre nosotros, sin su ayuda. Y quizá –aunque parezca raro– sentí que me faltaba al respeto a mí. Desde luego, yo jamás le había comentado a ella nada de mi padre.

Oí los pasos pesados e inseguros de mi progenitor mientras cruzaba la sala, en dirección a las escaleras.

–¿Acaso te crees –insistió Ellen– que no sé dónde has estado?

–He salido… a beber –dijo mi padre–, y ahora quiero dormir un poco si no te importa.

–Has estado con la chica esa, con Beatrice –continuó Ellen–. Donde siempre estás y donde pierdes todo el dinero y también toda la hombría y la dignidad.

Consiguió enfadarlo. Mi padre empezó a balbucear:

–Si crees…, si se te ha pasado por la cabeza… que voy a quedarme…, quedarme…, quedarme aquí a discutir mi vida privada contigo…, ¡mi vida privada!, si crees que voy a hablar contigo de esto, pues la verdad es que has perdido la cabeza.

–A mí, desde luego, me da igual lo que hagas con tu existencia –dijo Ellen–. No eres precisamente tú quien me preocupa. Pero resulta que eres la única figura de autoridad para David. Yo no. Y no tiene madre. A mí solo me escucha cuando cree que así te complace. ¿De verdad crees que es buena idea que David te vea volver dando tumbos tan a menudo? Y no te engañes –añadió con una voz cargada de emoción–, no te engañes si crees que no sabe de dónde vienes, ¡no creas que no sabe lo de tus mujeres!

Se equivocaba. Creo que yo no sabía nada de ellas, ni tampoco había pensado jamás en ellas. Sin embargo, a partir de aquella tarde no hice más que imaginármelas. Apenas podía estar frente a una mujer sin plantearme la posibilidad de que mi padre, según la expresión de Ellen, hubiera estado «metido en líos» con ella.

–Considero escasamente posible –dijo mi padre– que David tenga pensamientos más limpios que los tuyos.

El silencio, entonces, en el que mi padre subió la escalera fue con mucho el peor que yo había conocido en mi vida. Me pregunté qué pensarían, cada uno de los dos. Me pregunté qué cara tendrían. Me pregunté qué presenciaría cuando los viera por la mañana.

–Y otra cosa –dijo mi padre de repente, a mitad de la escalera, con una voz que me asustó–: lo único que quiero es que David acabe convirtiéndose en un hombre. Y cuando digo hombre, Ellen, no me refiero a un profesor de catequesis.

–Un hombre –replicó Ellen en tono cortante– no es lo mismo que una bestia. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo él, al cabo de un momento.

Y oí que daba tumbos al pasar por mi puerta.

A partir de aquella ocasión, con la misteriosa, taimada y horrible intensidad de los muy jóvenes, desprecié a mi padre

y odié a Ellen. Me cuesta decir por qué. No sé por qué. Pero eso permitió que todas las profecías de Ellen respecto a mí se cumplieran. Había asegurado que llegaría un momento en que nada ni nadie podrían controlarme, ni siquiera mi padre. Y ese momento, sin duda ninguna, llegó.

Llegó después de lo de Joey. El incidente con él me había conmocionado en lo más profundo y, como resultado, me volví taciturno y cruel. No podía comentar con nadie lo que me había pasado, ni siquiera lo podía reconocer ante mí mismo; y, aunque nunca pensaba en ello, ahí seguía, a pesar de todo, en el fondo de mi cabeza, tan inmóvil y espantoso como un cadáver en descomposición. Y eso cambió, espesó, amargó el clima de mi mente. Al poco era yo quien volvía tarde a casa dando tumbos, era yo quien se topaba con Ellen despierta y esperándome, éramos Ellen y yo quienes nos peleábamos noche tras noche.

Mi padre adoptó la actitud de que no era más que una fase inevitable de mi desarrollo y fingió despreocupación. No obstante, por debajo de su talante jovial, de camaradería masculina, estaba desorientado, estaba asustado. Quizá había imaginado que nos iríamos acercando según crecía yo, y, en cambio, ahora que aspiraba a saber algo de mí, yo huía lo más lejos posible de él. Yo no quería que me conociera. No quería que me conociera nadie. Además, por otro lado, yo vivía con mi padre la etapa que los muy jóvenes viven inevitablemente con sus mayores: empezaba a juzgarlo. Y la misma dureza de este juicio, que me partía el corazón, puso de manifiesto, aunque yo no lo podría haber dicho por aquel entonces, hasta qué punto lo había querido, hasta qué punto ese amor, junto con mi inocencia, moría.

Mi pobre padre estaba estupefacto y asustado. Le resultaba imposible creer que fallara algo serio entre nosotros. No solo porque entonces no habría sabido qué hacer al respecto, sino sobre todo porque habría tenido que asumir la certeza de que se había dejado algo en alguna parte sin hacer, algo de suma importancia. Y como ninguno de los dos teníamos la menor idea de en qué podía consistir esa omisión tan significativa, y dado que nos veíamos obligados a mantener la alianza tácita contra Ellen, nos consolábamos mostrándonos campechanos entre nosotros. No parecíamos un padre y un hijo, comentaba él a veces con orgullo, sino amigotes. Creo que a veces mi padre lo creía de veras. Yo nunca lo hice. Yo no quería ser su amigote; quería ser su hijo. Lo que entre nosotros aparentaba ser franqueza masculina me agotaba y me horrorizaba. Los padres deberían evitar la desnudez total frente a sus hijos. Yo no quería saber –al menos, no por su boca– que su carne era tan poco redimible como la mía. Ese conocimiento no hacía que me sintiera más hijo suyo –ni su amigote–, solo me llevaba a sentirme un intruso y, además, atemorizado. Él creía que nos parecíamos. Yo no quería creerlo. No quería creer que mi vida pudiese acabar como la suya, ni que mi mente pudiese volverse tan endeble, tan desprovista de dureza y de acantilados escarpados y pronunciados. Él no quería que hubiese distancia entre nosotros; quería que lo considerase un hombre como yo. Pero yo aspiraba a esa misericordiosa distancia entre padre e hijo que me habría permitido amarlo.

Una noche, borracho, acompañado por otras personas y volviendo de una fiesta en otra localidad, el coche que yo conducía se estrelló. Fue solo culpa mía. Iba casi demasiado borracho para caminar y no estaba en condiciones de conducir, pero los otros no lo sabían, porque soy de esas personas que pueden comportarse y hablar como si estuvieran sobrias cuando están casi a punto de desplomarse. En una franja recta y sin baches de autopista algo raro les pasó a todos mis reflejos, y el coche se me descontroló con un salto. Y un poste telefónico, blanco como la espuma, se me acercó entre aullidos en medio de la negrísima oscuridad; me llegaron gritos y después un rugido grave y desgarrador. Entonces todo se volvió de un intenso escarlata y después, tan claro como el día, y yo me sumí en unas tinieblas que hasta entonces jamás había conocido.

Debí de empezar a despertarme mientras nos trasladaban al hospital. Recuerdo confusamente movimiento y voces, pero estas parecían muy lejanas, y parecían no estar relacionadas en absoluto conmigo. Más tarde me desperté en un lugar que daba la impresión de ser el corazón mismo del invierno, un techo alto y blanco, y paredes blancas, y una ventana rígida, glacial e inclinada, o eso parecía, sobre mí. Debí de intentar incorporarme, porque recuerdo un rugido espantoso en la cabeza y a continuación un peso en el pecho y un rostro enorme por encima de mí. Y mientras este peso, este rostro empezaban a hundirme de nuevo, llamé a mi madre a gritos. Entonces volvió a reinar la oscuridad.

Cuando al fin recobré la consciencia, mi padre estaba de pie al lado de la cama. Supe que estaba antes de verlo, antes de enfocar la vista y de girar la cabeza con tiento. Cuando vio que estaba despierto, se acercó con cuidado y me hizo un gesto para que no me moviera. Parecía muy avejentado. Quise llorar. Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos de hito en hito.

–¿Cómo te encuentras? –musitó al fin.

Fue al intentar hablar cuando me di cuenta del dolor que sentía y enseguida tuve miedo. Debió de vérmelo en la mirada, pues añadió en voz baja, con una intensidad sufriente y maravillosa:

–No te preocupes, David. Te pondrás bien. Te pondrás bien.

Yo seguía sin poder decir nada. Le observé el rostro sin más.

–Han tenido una suerte tremenda, chico –añadió intentando sonreír–. Tú eres el que ha salido peor parado.

–Iba borracho –dije al fin. Quería contarle todo, pero hablar era un auténtico tormento.

–¿Acaso no sabes –preguntó con una actitud de extrema perplejidad, pues frente a lo sucedido podía permitirse una reacción perpleja– que no hay que ir por ahí conduciendo cuando estás borracho? Eso tú ya lo sabes –continuó en tono severo, y apretó los labios–. Es que se podrían haber matado todos. –Y le tembló la voz.

–Lo siento –dije de pronto–. Lo siento. –No supe cómo expresar qué era lo que sentía.

–No lo sientas –respondió–. La próxima vez ten cuidado.

–Estaba apretando un pañuelo entre las manos, lo desplegó, alargó el brazo y me enjugó la frente–. Eres lo único que tengo –declaró con una azorada sonrisa de dolor–. Ve con cuidado.

–Papá –dije. Y me eché a llorar. Si hablar había sido un tormento, esto era peor y, sin embargo, no podía parar.

El rostro de mi padre cambió. Se envejeció de forma espantosa y, al mismo tiempo, mostró una juventud absoluta e impotente. Recuerdo que me quedé anonadado, en el centro frío e inmóvil de la tormenta que se desataba en mi interior, al percatarme de que mi padre había estado sufriendo, de que aún sufría.

–No llores –me pidió–. No llores. –Me acarició la frente con aquel pañuelo absurdo, como si esa tela portase un hechizo sanador–. No hay nada por lo que llorar. Todo se arreglará.

–Él también estaba casi sollozando–. No pasa nada malo, ¿verdad? No he hecho nada malo, ¿no? –Y todo esto, sin dejar de acariciarme la cara con el pañuelo, asfixiándome.

–Íbamos borrachos –dije–. Íbamos borrachos. –Parecía que esto, por algún motivo, lo explicaba todo.

–Tu tía Ellen asegura que la culpa es mía –dijo–. Que no te he criado bien. –Apartó, gracias a Dios, el pañuelo aquel y enderezó ligeramente los hombros–. No tienes nada contra mí, ¿no? Si lo tienes, ¿me lo dirías?

Se me empezaron a secar las lágrimas, las de la cara y las del pecho.

–No –contesté–, no. Nada. De verdad.

–Lo he hecho lo mejor que he podido –dijo–. Lo mejor, en serio. –Lo miré. Al fin esbozó una sonrisa y añadió–: Vas a estar tumbado una temporada pero, cuando vengas a casa, mientras sigas allí acostado hablaremos, ¿eh?, e intentaremos decidir qué demonios hacemos contigo cuando estés en pie. ¿Vale?

–Vale –contesté.

Porque fui consciente, en el fondo de mi corazón, de que nunca habíamos hablado y que ya nunca lo haríamos. Fui consciente de que él jamás debía saberlo. Cuando volví a casa, discutió mi futuro conmigo pero yo ya había tomado la decisión. No iba a ir a la universidad, no me iba a quedar en aquella casa con él y con Ellen. Y manipulé a mi padre tan bien que comenzó a creer de verdad que el hecho de que yo buscase trabajo y de que viviese solo era el resultado directo de sus consejos, y un homenaje al modo en que me había educado. Cuando me marché, lógicamente se hizo mucho más fácil el trato con él, y nunca tuvo motivo alguno para sentir que lo había expulsado de mi vida, porque yo siempre era capaz, cuando hablábamos del tema, de contarle lo que quería oír. Y nos llevábamos bastante bien, porque la imagen que yo le daba a mi padre de mi vida era exactamente la imagen en la que yo, con la mayor desesperación, necesitaba creer.

Porque soy –o era– una de esas personas que se enorgullecen de su fuerza de voluntad, de su capacidad de tomar una decisión y llevarla a término. Esa virtud, como la mayoría de las virtudes, es la ambigüedad misma. Las personas que creen que tienen una voluntad de hierro y que son dueñas de su destino solo pueden creerlo indefinidamente si se convierten en especialistas del autoengaño. En realidad, sus decisiones no lo son en absoluto –una decisión de verdad le baja a uno los humos, uno sabe que está a merced de más cosas de las que pueden nombrarse–, no son sino intrincados sistemas de evasión, de ilusión, creados para que la persona y el mundo parezcan ser lo que ni la persona ni el mundo son. Sin duda, este fue el resultado de mi decisión, la que tomé hace tanto tiempo en la cama de Joey. Había decidido que no quedase espacio en el universo para algo que me avergonzaba y me asustaba. Lo logré con creces, a costa de no mirar el universo, ni mirarme a mí, a costa de estar siempre, a efectos prácticos, en continuo movimiento. Ni siquiera el continuo movimiento, claro está, impide algún roce fortuito y misterioso, una caída, como la de un avión que se topa con una bolsa de aire. Y de estas hubo unas cuantas, todas teñidas de ebriedad, todas sórdidas: una de esas espeluznantes caídas sucedió mientras estaba yo en el Ejército y estuvo implicado un marica al que después expulsó un tribunal militar. El pavor que me causó su castigo fue lo más cerca que estuve de enfrentarme en mi interior a esos terrores que, a veces, veía que nublaban la vista de otro hombre.

Lo que pasó fue que, completamente inconsciente de lo que ese hartazgo implicaba, me harté del movimiento, me cansé de los sombríos océanos de alcohol, me cansé de las amistades rudas, campechanas, joviales y desprovistas de sentido, me cansé de pulular por los bosques de mujeres desesperadas, me cansé del trabajo, que solo me alimentaba en el significado más brutalmente literal. Quizá, como decimos en Estados Unidos, me quería encontrar a mí mismo. Se trata de una expresión interesante, que por lo que yo sé no se emplea tanto en el idioma de otros pueblos, que en absoluto quiere decir lo que manifiesta sino que trasluce la insidiosa sospecha de que algo se ha extraviado. Ahora creo que, si hubiera sospechado que el yo que iba a encontrar solo acabaría siendo el mismo yo del que había estado tanto tiempo huyendo, me habría quedado en casa. Pero, también es cierto, creo que sabía, en lo más profundo de mi corazón, exactamente lo que estaba haciendo cuando subí a ese barco rumbo a Francia

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Este fragmento de El cuarto de Giovanni (2024) de James Baldwin se publica con autorización de la editorial Sexto Piso.

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Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

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Cuando James Baldwin presentó a su editor el manuscrito de su segunda novela, El cuarto de Giovanni, este no solo lo rechazó, sino que le aconsejó quemarlo. Ahora, Sexto Piso ha decidido reeditar esta obra del escritor estadounidense.

Estoy frente a la ventana de esta casa enorme del sur de Francia mientras se va haciendo de noche, la noche que me lleva ala mañana más atroz de mi vida. Sostengo una copa, junto al brazo tengo una botella. Veo mi reflejo en el brillo oscuro del cristal de la ventana. Mi reflejo es alto, quizá recuerda una flecha, mi cabello rubio lanza destellos. Mi cara se parece auna cara que ya has visto muchas veces. Mis antepasados conquistaron un continente, avanzaron por llanuras infestadas de muerte hasta que llegaron a un océano que estaba de espaldas a Europa, frente a un pasado más oscuro.

Puede que esté borracho por la mañana, pero eso no servirá de nada. Aun así, tomaré el tren a París. El tren será el mismo; la gente, tratando a duras penas de acomodarse e incluso de mantener la dignidad en los asientos de madera y respaldo recto de tercera clase, será la misma, y yo también seré el mismo. Cruzaremos el mismo paisaje cambiante en dirección al norte, dejaremos atrás los olivos y el mar y toda la gloria del tempestuoso cielo meridional, y llegaremos a la niebla y la lluvia de París. Alguien se ofrecerá a compartir su bocadillo conmigo, alguien me ofrecerá un traguito de vino, alguien me pedirá una cerilla. La gente recorrerá los pasillos mirando por las ventanillas, mirándonos a los que estamos sentados. Encada parada, unos reclutas con uniformes marrones demasiado grandes y gorras de colores abrirán la puerta del compartimento y preguntarán Complet? Todos contestaremos que sí con la cabeza, como si conspiráramos, mientras nos dirigimos débiles sonrisas y ellos siguen avanzando por el tren. Dos o tres acabarán delante de la puerta de nuestro compartimento, gritándose con esas voces graves y groseras, fumando sus espantosos cigarrillos militares. Habrá una chica sentada frente a mí a quien le extrañará que no haya coqueteado con ella, a quien la presencia de los reclutas sacará de quicio. Todo será lo mismo, solo que yo estaré más quieto.

Y hay quietud en el paisaje esta noche, en este paisaje que se refleja a través de mi imagen en el cristal. La casa se encuentra justo delante de un pequeño complejo de residencias veraniegas que sigue vacío, la temporada aún no ha comenzado. Se encuentra en un monte bajo, se pueden divisar las luces del pueblo y oír el estruendo del mar. La alquilamos en París mi novia Hella y yo, a partir de unas fotografías, hace unos meses. Ahora hace una semana que se ha ido. Está en alta mar ahora, en la travesía de vuelta a Estados Unidos.

Me la imagino muy elegante, tensa y resplandeciente, rodeada de la luz que inunda el salón del trasatlántico, bebiendo demasiado deprisa, y soltando carcajadas, y observando a los hombres. Así fue como la conocí yo, en un bar de Saint-Germain-des-Prés mientras bebía y observaba, y por eso me gustó, pensé que sería divertido divertirse con ella. Así fue como empezó, esa era toda la importancia que revestía para mí; ahora no estoy seguro, a pesar de todo, de que haya llegado a tener mayor importancia para mí. Y tampoco creo que la haya tenido para ella; al menos, no hasta que hizo ese viaje a España y, al verse allí sola, empezó a plantearse, quizá, si toda una vida dedicada a beber y a observar a los hombres era exactamente lo que ella quería. Pero ya era demasiado tarde para entonces. Yo ya estaba con Giovanni. Le había pedido a Hella que se casara conmigo antes de que se marchara a España; ella se echó a reír y yo me eché a reír, pero eso hizo, por algún motivo, que el asunto me pareciera aún más serio e insistí: entonces ella contestó que tendría que irse y pensarlo. Y la última noche que pasó aquí, la última vez que la vi, mientras Hella hacía la maleta, le dije que la quería y me obligué a creérmelo. Pero no sé si era cierto. Estaba pensando, sin duda, en nuestras noches en la cama, en esa inocencia y esa confianza peculiares que jamás recuperaré, que habían hecho de aquellas noches algo tan delicioso, tan poco vinculado al pasado, al presente y a lo venidero, tan poco vinculado, en resumidas cuentas, a mi vida, puesto que solo requerían de mí la más mecánica de las responsabilidades. Y esas noches se escenificaban bajo un cielo extranjero, sin nadie que vigilase, sin sanciones asociadas; y fue este último detalle lo que nos destruyó, porque nada resulta más insoportable, una vez alcanzado, que la libertad. Supongo que por esto le pedí que se casara conmigo: para que me diera un asidero. Es posible que por eso, en España, ella decidiera que quería casarse conmigo. Pero la gente no puede, desgraciadamente, inventarse sus asideros, sus amantes ni sus amigos, del mismo modo que tampoco puede inventarse a sus padres. La vida te los da y también te los quita, y lo más difícil es decirle sí a la vida.

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Pensaba, cuando le dije a Hella que la quería, en aquellos días en los que aún no me había pasado nada espantoso, irrevocable, en los que una aventura amorosa era solo una aventura amorosa. Ahora, a partir de esta noche, de la mañana que se aproxima, por muchas camas en las que me encuentre desde ahora hasta mi última cama, no volveré a vivir esas aventuras juveniles y entusiastas que son en realidad, si uno se para a pensarlo, una clase más elevada o, en todo caso, más pretenciosa de masturbación. La gente es demasiado diversa para tratarla con tanta despreocupación. Yo también soy demasiado diverso para resultar fiable. De no ser así, no estaría ahora solo en esta casa. Hella no estaría en alta mar. Y Giovanni no estaría a punto de perder la vida, en algún momento entre esta noche y la mañana, bajo la guillotina.

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Me arrepiento ahora –aunque no sirva de nada– de una mentira concreta de entre las muchas que he contado, dicho, vivido y creído. Hablo de la mentira que le conté a Giovanni pero que nunca conseguí que se creyese: que hasta entonces nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho. Había decidido que no se repetiría. Tiene algo de disparatado el espectáculo que me narro ahora a mí mismo: he huido lejísimos, con grandes esfuerzos, cruzando incluso un océano, para acabar frenado en seco, de nuevo, ante el bulldog de mi jardín particular: un jardín que, entretanto, ha perdido tamaño, mientras que el bulldog lo ha ganado.

Llevo mucho tiempo sin pensar en aquel muchacho, Joey; pero esta noche lo veo con gran claridad. Fue hace varios años. Yo era aún adolescente, él tenía más o menos mi edad, año arriba, año abajo. Además, era un chico muy simpático, muy espabilado y moreno, y siempre se estaba riendo. Durante una temporada fue mi mejor amigo. Después la idea de que una persona así pudiera haber llegado a ser mi mejor amigo fue la prueba de una mancha horripilante en mi interior. Así que me olvidé de él. Pero esta noche veo a Joey muy bien.

Sucedió en verano, no había clases. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana no sé dónde y yo estaba ese fin de semana en su casa, cerca de Coney Island, en Brooklyn. Nosotros también vivíamos en Brooklyn en aquella época, pero en un barrio mejor que el de Joey. Creo que habíamos estado vagueando en la playa, bañándonos un poco y observando a las chicas casi desnudas que iban pasando por delante, les lanzábamos silbidos y nos reíamos. Estoy seguro de que, si alguna de esas chicas a las que silbábamos hubiera mostrado la menor reacción, el océano no habría tenido la profundidad suficiente para cubrir nuestra vergüenza y nuestro terror. Pero las chicas, sin duda, sospechaban lo nuestro, probablemente por la forma en que silbábamos, y no nos hacían ni caso. Cuando empezó a ponerse el sol enfilamos el paseo marítimo en dirección a su casa, con los trajes de baño puestos y mojados debajo de los pantalones.

Y creo que empezó en la ducha. Sé que sentí algo –mientras hacíamos el tonto en aquel cuarto pequeño y lleno de vapor, mientras nos atizábamos con las toallas mojadas– que no había sentido hasta entonces, algo que misteriosa, y a la vez difusamente, lo incluía a él. Recuerdo en mí una gran resistencia a vestirme: le eché la culpa al calor. Pero nos acabamos vistiendo, más o menos, y comimos cosas frías de su nevera y bebimos mucha cerveza. Debimos de ir al cine. No se me ocurre ningún otro motivo por el que habríamos podido salir, y recuerdo que recorrimos las oscuras, tropicales calles de Brooklyn con el calor que brotaba de las calzadas y rebotaba en los muros de las casas con fuerza suficiente para matar a un hombre, mientras todos los adultos del mundo, o eso parecía, estaban sentados, andrajosos y chillones, en los escalones de entrada y todos los niños del mundo estaban en las aceras o en los bordillos o colgados de las escaleras de incendios, mientras yo rodeaba con el brazo el hombro de Joey. Estaba orgulloso, creo, porque su cabeza me llegaba justo por debajo de la oreja. Íbamos andando juntos y Joey soltaba chistes verdes y nos reíamos. Es raro recordar, por primera vez en tanto tiempo, lo bien que me sentí esa noche, el cariño que me inspiraba Joey.

Cuando volvimos esas calles estaban silenciosas; nosotros también íbamos callados. Estuvimos muy callados en el apartamento, nos desvestimos medio dormidos en el cuarto de Joey y nos metimos en la cama. Yo me quedé dormido; bastante rato, creo. Pero me desperté, vi que la luz estaba encendida y que Joey examinaba la almohada con una enorme e intensísima minuciosidad.

–¿Qué pasa?

–Creo que me picó una chinche.

–Pero qué sucios son. ¿Tienen chinches?

–Creo que una me ha picado.

–¿Alguna vez te ha picado una antes?

–No.

–Pues entonces vuélvete a dormir. Lo has soñado.

Me miró con la boca abierta y los ojos oscuros también muy abiertos. Parecía que acababa de descubrir que yo era experto en chinches. Solté una carcajada y le agarré la cabeza, como había hecho tantísimas veces antes mientras jugaba con él o cuando me sacaba de mis casillas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando lo rocé, algo sucedió en él y en mí que hizo de ese roce algo distinto de todos los roces que jamás habíamos vivido. Y no se resistió, como solía hacer, sino que se quedó donde yo lo había arrastrado, contra mi pecho. Y me percaté de que mi corazón latía de un modo tremendo, de que Joey temblaba pegado a mí, de que la luz de la habitación era muy brillante y quemaba. Empecé a moverme, a hacer alguna broma, pero Joey musitó algo y bajé la cabeza para escuchar. Joey levantó la cabeza mientras yo agachaba la mía y nos besamos, por así decirlo, por accidente. Entonces, por primera vez en mi vida, fui realmente consciente del cuerpo de otra persona, del olor de otra persona. Nos abrazamos. Aquello se parecía a sostener un pájaro raro, agotado, casi desaparecido, que yo había encontrado casual y milagrosamente. Estaba muy asustado; estoy seguro de que él también, y cerramos los ojos. Recordarlo tan clara, tan dolorosamente esta noche me revela que jamás lo he olvidado de veras, ni por un instante. Noto ahora en mí un leve, un espantoso despertar de todo lo que de forma tan abrumadora se despertó en mí entonces, un gran calor sediento y un temblor y una ternura tan dolorosa que creí que me iba a estallar el corazón. Pero de ese dolor asombroso e intolerable surgió una felicidad; esa noche nos brindamos mutuamente felicidad. Parecía entonces que toda una vida no me iba a bastar para que el acto amoroso se plasmara en una realidad compartida con Joey.

Pero esa vida fue breve, quedó circunscrita a esa noche: acabó por la mañana. Me desperté mientras Joey aún dormía, hecho un ovillo y de costado como un niño muy pequeño, dándome la cara. Parecía uno muy pequeño, con la boca entreabierta, las mejillas sonrosadas, el cabello rizado oscureciendo la almohada y medio ocultando su frente húmeda y redonda, las largas pestañas refulgiendo levemente bajo el sol estival. Ambos estábamos desnudos y la sábana con la que nos habíamos tapado estaba hecha una maraña a nuestros pies. El cuerpo de Joey era moreno, estaba sudoroso, era la creación más bella que yo había visto jamás. Lo iba a tocar para despertarlo, pero algo me frenó. De pronto tuve miedo. Quizá por lo inocente que parecía ahí tumbado, con esa confianza tan perfecta; quizá porque era mucho más menudo que yo; de repente mi cuerpo parecía repugnante y aplastante y el deseo que surgía en mí se me antojó monstruoso. Pero, sobre todo, de pronto tuve miedo. Cobré aguda conciencia de una idea: «Pero si Joey es un chico». De pronto vi la potencia de sus muslos, de sus brazos, de sus puños algo cerrados. La potencia y la promesa y el misterio de ese cuerpo me inspiraron un miedo repentino. Ese cuerpo, repentinamente, parecía la boca negra de una caverna en la que yo sería torturado hasta que llegase la locura, en la que perdería mi masculinidad. Precisamente quería conocer ese misterio y sentir esa potencia y que esa promesa se cumpliera en mí. El sudor de mi espalda se volvió frío. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, era testigo de aquella vileza. Pensé en qué diría la madre de Joey cuando viese las sábanas. Entonces me acordé de mi padre, que solo me tenía a mí en el mundo, pues mi madre había muerto cuando yo era pequeño. Una caverna se abrió en mi mente, negra, llena de rumores, insinuaciones, historias oídas a medias, olvidadas a medias, entendidas a medias, llena de palabras sucias. Me pareció ver mi futuro en esa caverna. Tuve miedo. Podía haber llorado, llorado de vergüenza y terror, llorado por no entender cómo me podía haber pasado eso a mí, cómo podía haber pasado eso en mi interior. Y tomé la decisión. Salí de la cama, me duché y ya estaba vestido y desayunado cuando se despertó Joey.

No le conté mi decisión; eso me habría hecho cambiar de parecer. No esperé a desayunar con él, solo tomé un poco de café y le di una excusa para volverme a casa. Sé que esa excusa no engañó a Joey, pero él no sabía cómo protestar ni insistir; tampoco sabía que le habría bastado con hacer eso. Entonces yo, que hasta entonces lo había visto casi todos los días de ese verano, dejé de ir a verlo. Él tampoco vino a verme. Me habría alegrado mucho si lo hubiera hecho, pero el modo en que me marché creó un límite que ninguno de los dos supo cómo sortear. Cuando al fin lo vi, más o menos por accidente, hacia el fin del verano, me inventé una larga y falsísima historia sobre una chica con la que estaba saliendo y, cuando comenzaron de nuevo las clases, me junté con un grupo de compañeros más broncos y mayores, y me mostré muy desagradable con Joey. Y cuanto más me entristecía la situación, más desagradable me mostraba. Al fin se distanció, se fue del barrio, dejó nuestro instituto, y jamás volví a verlo.

Empecé, quizá, a estar solo ese verano y empecé, ese verano, la lucha que me ha traído hasta esta ventana en penumbra.

Y, sin embargo, cuando uno comienza a buscar el momento crucial, definitivo, el momento que cambió todos los demás, se encuentra avanzando a duras penas, con gran dolor, por un laberinto de señales falsas y cerrando puertas de forma abrupta. Es posible, en efecto, que mi huida comenzara ese verano, lo que no me sirve para explicarme dónde está el germen del dilema que se resolvió, ese verano, mediante la huida. Evidentemente, el germen se encuentra en algún punto delante de mí, atrapado en el reflejo que observo en la ventana mientras en el exterior se hace de noche. Se halla encerrado en la habitación junto a mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará, y aun así me resulta más desconocido que los montes desconocidos que hay fuera.

Nosotros vivíamos en Brooklyn por aquel entonces, como he mencionado; también habíamos vivido en San Francisco, donde nací y donde está enterrada mi madre, y estuvimos una breve temporada en Seattle, después en Nueva York; para mí, Nueva York es Manhattan. Luego dejamos Brooklyn para regresar a Nueva York y, cuando llegué a Francia, mi padre y su nueva esposa habían subido de categoría al instalarse en Connecticut. Yo ya llevaba un tiempo por mi cuenta, eso sí, y había vivido en un apartamento situado en la zona de las calles Sesenta Este.

Nosotros, en los días de mi infancia y adolescencia, éramos mi padre, su hermana soltera y yo. A mi madre la habían llevado al cementerio cuando yo tenía cinco años. Apenas recuerdo nada de ella, pero aparecía en mis pesadillas, cegada por los gusanos, con el cabello seco como el metal y quebradizo como una ramita, pugnando por estrecharme contra su cuerpo; un cuerpo tan pútrido, tan repugnante en su blandura, que se abría, mientras yo escarbaba y gritaba, formando una abertura lo bastante grande para tragarme vivo. Sin embargo, cuando mi padre o mi tía entraban raudos en mi cuarto para saber qué me había asustado, no me atrevía a describir el sueño, que me parecía un gesto de deslealtad hacia mi madre. Les decía que había soñado con un cementerio. Ellos llegaban a la conclusión de que la muerte de mi madre había obrado ese inquietante efecto en mi imaginación y quizá creían que era una etapa del duelo. Y puede que así fuera pero, de ser ese el caso, aún sigo de luto.

Mi padre y mi tía se llevaban muy mal y, sin ser consciente de cómo o por qué lo notaba, yo percibía que su prolongado enfrentamiento estaba íntimamente relacionado con mi madre muerta. Recuerdo que, cuando era pequeño, en el gran salón de la casa de San Francisco, la fotografía de mi madre, que era lo único que ocupaba la repisa de la chimenea, parecía dominar la estancia. Daba la impresión de que esa fotografía demostraba que su espíritu gobernaba el ambiente y nos controlaba a todos. Recuerdo cómo las sombras empezaban a formarse en los rincones de esa sala, en la que yo nunca me sentía a gusto, y a mi padre bañado por la luz dorada que esparcía sobre él la lámpara alta junto a su butaca. Él leía el periódico, no podía verlo detrás de ese periódico, de modo que, desesperado por conquistar su atención, a veces lo molestaba tanto que nuestro duelo provocaba que me sacaran de la sala bañado en lágrimas. También lo recuerdo inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la vista fija en la ventana que frenaba la irrupción de la negrísima noche. Me preguntaba qué le estaría pasando por la cabeza. Tal como lo recuerdo, siempre lleva un chaleco gris y se ha aflojado la corbata, y el pelo rubio claro le cae sobre el rostro cuadrado, rubicundo. Era una de esas personas de carcajada fácil que tardan en enfadarse; de modo que su enfado, cuando se produce, resulta de lo más impactante, pues parece surgir de un insospechado recoveco, como un fuego capaz de devorar una casa entera.

Y su hermana Ellen, un poco mayor que él, un poco más morena, siempre arreglada en exceso, maquillada en exceso, con un rostro y una figura que empezaban a endurecerse, y con demasiadas joyas por todas partes, que tintinean y entrechocan bajo la luz, está en el sofá leyendo; leía mucho, todas las novedades literarias, e iba una barbaridad al cine. O tejía. Me da la impresión de que siempre llevaba una bolsa enorme y llena de agujas de punto de aspecto peligroso, o un libro o las dos cosas. Y no sé qué tejía, aunque supongo que alguna vez nos haría una prenda a mi padre o a mí. Pero no lo recuerdo, del mismo modo que tampoco recuerdo lo que leía. Cabe la posibilidad de que siempre fuera el mismo libro y que siempre hubiera estado atareada con la misma bufanda o el mismo suéter, o a saber qué, en todos los años que la traté. A veces mi padre y ella jugaban a las cartas, esto era bastante infrecuente; otras veces cuchicheaban en tono cordial y guasón, pero esto era peligroso. Su cháchara casi siempre acababa en pelea. En ocasiones teníamos invitados y a menudo me dejaban contemplar cómo se tomaban los cócteles. Entonces mi padre sacaba su mejor cara, se mostraba jovial y extrovertido, recorría la sala atestada con una copa en la mano, rellenando las bebidas de la gente, soltando muchas carcajadas, abordando a todos los hombres como si fueran sus hermanos y coqueteando con las mujeres. O no, no coqueteando con ellas, sino pavoneándose ante ellas. Daba la sensación de que Ellen siempre lo estaba vigilando, como si temiera que hiciese algo terrible, lo vigilaba y vigilaba a las mujeres, y sí, coqueteaba con los hombres de un modo extraño y desquiciante. Iba vestida para matar, como suele decirse, con la boca más roja que cualquier sangre, vestida con algo que era de un color impropio, o que le apretaba demasiado, o para lo que era demasiado mayor; la copa que sostenía amenazaba, en cualquier momento, con quedar reducida a añicos, a esquirlas, y su voz no dejaba de oírse como una cuchilla que araña un cristal. Cuando yo era pequeño y la observaba con invitados, me daba miedo.

Sin embargo, pasase lo que pasase en aquella sala, mi madre lo estaba observando todo. Lo contemplaba desde el marco de la fotografía: una mujer pálida, rubia, engalanada con delicadeza, de ojos oscuros y frente lisa, con una boca nerviosa y suave. Pero algo en el lugar que los ojos ocupaban en el rostro y en cómo miraban de frente, algo levísimamente sarcástico y astuto en el rictus de la boca traslucía que, en algún punto por debajo de aquella tensa fragilidad, existía una fuerza tan heterogénea como firme y, al igual que la furia de mi padre, peligrosa por lo absolutamente inesperada que resultaba. Mi padre apenas hablaba de ella y, cuando lo hacía, se tapaba con ademanes misteriosos la cara; cuando hablaba de ella, solo se refería a ella como mi madre y, de hecho, hablaba de ella como podría haberlo hecho de la suya. Ellen mencionaba a mi madre con frecuencia, comentaba que había sido una mujer de lo más extraordinaria, pero eso me causaba incomodidad. Sentía que no tenía derecho a ser hijo de semejante madre.

Años después, cuando yo ya era un hombre, traté de que mi padre hablara de ella. Pero Ellen había muerto, él estaba a punto de casarse de nuevo. Habló de mi madre, entonces, tal como lo había hecho Ellen y, de hecho, podría haber estado hablando de Ellen.

Mi padre y Ellen se pelearon una noche cuando yo andaba por los trece años. Tuvieron muchas broncas tremendas, sin duda, pero puede que esta la recuerde con tanta claridad porque parecía que trataba de mí.

Yo estaba acostado en el piso de arriba, dormido. Era muy tarde. De pronto me despertó el ruido de las pisadas de mi padre en el camino que pasaba bajo mi ventana. Supe por el ruido y por el ritmo que estaba un poco borracho y recuerdo que en ese momento una cierta decepción, un dolor inédito me embargaron. Lo había visto borracho con frecuencia y nunca me había sentido así –al contrario, mi padre a veces se mostraba sumamente encantador cuando estaba ebrio–, pero esa noche sentí de repente que había algo en la situación, en él, que resultaba despreciable.

Oí que entraba. Y enseguida oí también la voz de Ellen.

–¿Todavía no te has ido a la cama? –le preguntó mi padre. Intentaba ser cortés e intentaba evitar una escena, pero su voz no denotaba cordialidad, solo tensión y hartazgo.

–Creía –repuso Ellen fríamente– que alguien tenía que decirte lo que le estás haciendo a tu hijo.

–¿Qué le estoy haciendo a mi hijo? –Mi padre estuvo a punto de añadir algo, algo espantoso; pero se contuvo y se limitó a preguntar, con una tranquilidad resignada, borracha, desesperada–: ¿De qué hablas, Ellen?

–¿De verdad crees –preguntó ella; yo estaba seguro de que se encontraba en el centro de la sala, con las manos entrelazadas por delante del cuerpo, muy quieta y muy recta– que eres el tipo de hombre que él debería ser de adulto? –y, como mi padre no respondió nada, añadió–: Porque está creciendo, no sé si te has fijado. –Entonces, con desdén–: Y en eso ya te está superando.

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–Vete a la cama, Ellen –dijo mi padre en un tono muy cansado.

Sentí que, ya que hablaban de mí, debía bajar y decirle a Ellen que lo que supuestamente no funcionaba entre mi padre y yo lo podíamos resolver entre nosotros, sin su ayuda. Y quizá –aunque parezca raro– sentí que me faltaba al respeto a mí. Desde luego, yo jamás le había comentado a ella nada de mi padre.

Oí los pasos pesados e inseguros de mi progenitor mientras cruzaba la sala, en dirección a las escaleras.

–¿Acaso te crees –insistió Ellen– que no sé dónde has estado?

–He salido… a beber –dijo mi padre–, y ahora quiero dormir un poco si no te importa.

–Has estado con la chica esa, con Beatrice –continuó Ellen–. Donde siempre estás y donde pierdes todo el dinero y también toda la hombría y la dignidad.

Consiguió enfadarlo. Mi padre empezó a balbucear:

–Si crees…, si se te ha pasado por la cabeza… que voy a quedarme…, quedarme…, quedarme aquí a discutir mi vida privada contigo…, ¡mi vida privada!, si crees que voy a hablar contigo de esto, pues la verdad es que has perdido la cabeza.

–A mí, desde luego, me da igual lo que hagas con tu existencia –dijo Ellen–. No eres precisamente tú quien me preocupa. Pero resulta que eres la única figura de autoridad para David. Yo no. Y no tiene madre. A mí solo me escucha cuando cree que así te complace. ¿De verdad crees que es buena idea que David te vea volver dando tumbos tan a menudo? Y no te engañes –añadió con una voz cargada de emoción–, no te engañes si crees que no sabe de dónde vienes, ¡no creas que no sabe lo de tus mujeres!

Se equivocaba. Creo que yo no sabía nada de ellas, ni tampoco había pensado jamás en ellas. Sin embargo, a partir de aquella tarde no hice más que imaginármelas. Apenas podía estar frente a una mujer sin plantearme la posibilidad de que mi padre, según la expresión de Ellen, hubiera estado «metido en líos» con ella.

–Considero escasamente posible –dijo mi padre– que David tenga pensamientos más limpios que los tuyos.

El silencio, entonces, en el que mi padre subió la escalera fue con mucho el peor que yo había conocido en mi vida. Me pregunté qué pensarían, cada uno de los dos. Me pregunté qué cara tendrían. Me pregunté qué presenciaría cuando los viera por la mañana.

–Y otra cosa –dijo mi padre de repente, a mitad de la escalera, con una voz que me asustó–: lo único que quiero es que David acabe convirtiéndose en un hombre. Y cuando digo hombre, Ellen, no me refiero a un profesor de catequesis.

–Un hombre –replicó Ellen en tono cortante– no es lo mismo que una bestia. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo él, al cabo de un momento.

Y oí que daba tumbos al pasar por mi puerta.

A partir de aquella ocasión, con la misteriosa, taimada y horrible intensidad de los muy jóvenes, desprecié a mi padre

y odié a Ellen. Me cuesta decir por qué. No sé por qué. Pero eso permitió que todas las profecías de Ellen respecto a mí se cumplieran. Había asegurado que llegaría un momento en que nada ni nadie podrían controlarme, ni siquiera mi padre. Y ese momento, sin duda ninguna, llegó.

Llegó después de lo de Joey. El incidente con él me había conmocionado en lo más profundo y, como resultado, me volví taciturno y cruel. No podía comentar con nadie lo que me había pasado, ni siquiera lo podía reconocer ante mí mismo; y, aunque nunca pensaba en ello, ahí seguía, a pesar de todo, en el fondo de mi cabeza, tan inmóvil y espantoso como un cadáver en descomposición. Y eso cambió, espesó, amargó el clima de mi mente. Al poco era yo quien volvía tarde a casa dando tumbos, era yo quien se topaba con Ellen despierta y esperándome, éramos Ellen y yo quienes nos peleábamos noche tras noche.

Mi padre adoptó la actitud de que no era más que una fase inevitable de mi desarrollo y fingió despreocupación. No obstante, por debajo de su talante jovial, de camaradería masculina, estaba desorientado, estaba asustado. Quizá había imaginado que nos iríamos acercando según crecía yo, y, en cambio, ahora que aspiraba a saber algo de mí, yo huía lo más lejos posible de él. Yo no quería que me conociera. No quería que me conociera nadie. Además, por otro lado, yo vivía con mi padre la etapa que los muy jóvenes viven inevitablemente con sus mayores: empezaba a juzgarlo. Y la misma dureza de este juicio, que me partía el corazón, puso de manifiesto, aunque yo no lo podría haber dicho por aquel entonces, hasta qué punto lo había querido, hasta qué punto ese amor, junto con mi inocencia, moría.

Mi pobre padre estaba estupefacto y asustado. Le resultaba imposible creer que fallara algo serio entre nosotros. No solo porque entonces no habría sabido qué hacer al respecto, sino sobre todo porque habría tenido que asumir la certeza de que se había dejado algo en alguna parte sin hacer, algo de suma importancia. Y como ninguno de los dos teníamos la menor idea de en qué podía consistir esa omisión tan significativa, y dado que nos veíamos obligados a mantener la alianza tácita contra Ellen, nos consolábamos mostrándonos campechanos entre nosotros. No parecíamos un padre y un hijo, comentaba él a veces con orgullo, sino amigotes. Creo que a veces mi padre lo creía de veras. Yo nunca lo hice. Yo no quería ser su amigote; quería ser su hijo. Lo que entre nosotros aparentaba ser franqueza masculina me agotaba y me horrorizaba. Los padres deberían evitar la desnudez total frente a sus hijos. Yo no quería saber –al menos, no por su boca– que su carne era tan poco redimible como la mía. Ese conocimiento no hacía que me sintiera más hijo suyo –ni su amigote–, solo me llevaba a sentirme un intruso y, además, atemorizado. Él creía que nos parecíamos. Yo no quería creerlo. No quería creer que mi vida pudiese acabar como la suya, ni que mi mente pudiese volverse tan endeble, tan desprovista de dureza y de acantilados escarpados y pronunciados. Él no quería que hubiese distancia entre nosotros; quería que lo considerase un hombre como yo. Pero yo aspiraba a esa misericordiosa distancia entre padre e hijo que me habría permitido amarlo.

Una noche, borracho, acompañado por otras personas y volviendo de una fiesta en otra localidad, el coche que yo conducía se estrelló. Fue solo culpa mía. Iba casi demasiado borracho para caminar y no estaba en condiciones de conducir, pero los otros no lo sabían, porque soy de esas personas que pueden comportarse y hablar como si estuvieran sobrias cuando están casi a punto de desplomarse. En una franja recta y sin baches de autopista algo raro les pasó a todos mis reflejos, y el coche se me descontroló con un salto. Y un poste telefónico, blanco como la espuma, se me acercó entre aullidos en medio de la negrísima oscuridad; me llegaron gritos y después un rugido grave y desgarrador. Entonces todo se volvió de un intenso escarlata y después, tan claro como el día, y yo me sumí en unas tinieblas que hasta entonces jamás había conocido.

Debí de empezar a despertarme mientras nos trasladaban al hospital. Recuerdo confusamente movimiento y voces, pero estas parecían muy lejanas, y parecían no estar relacionadas en absoluto conmigo. Más tarde me desperté en un lugar que daba la impresión de ser el corazón mismo del invierno, un techo alto y blanco, y paredes blancas, y una ventana rígida, glacial e inclinada, o eso parecía, sobre mí. Debí de intentar incorporarme, porque recuerdo un rugido espantoso en la cabeza y a continuación un peso en el pecho y un rostro enorme por encima de mí. Y mientras este peso, este rostro empezaban a hundirme de nuevo, llamé a mi madre a gritos. Entonces volvió a reinar la oscuridad.

Cuando al fin recobré la consciencia, mi padre estaba de pie al lado de la cama. Supe que estaba antes de verlo, antes de enfocar la vista y de girar la cabeza con tiento. Cuando vio que estaba despierto, se acercó con cuidado y me hizo un gesto para que no me moviera. Parecía muy avejentado. Quise llorar. Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos de hito en hito.

–¿Cómo te encuentras? –musitó al fin.

Fue al intentar hablar cuando me di cuenta del dolor que sentía y enseguida tuve miedo. Debió de vérmelo en la mirada, pues añadió en voz baja, con una intensidad sufriente y maravillosa:

–No te preocupes, David. Te pondrás bien. Te pondrás bien.

Yo seguía sin poder decir nada. Le observé el rostro sin más.

–Han tenido una suerte tremenda, chico –añadió intentando sonreír–. Tú eres el que ha salido peor parado.

–Iba borracho –dije al fin. Quería contarle todo, pero hablar era un auténtico tormento.

–¿Acaso no sabes –preguntó con una actitud de extrema perplejidad, pues frente a lo sucedido podía permitirse una reacción perpleja– que no hay que ir por ahí conduciendo cuando estás borracho? Eso tú ya lo sabes –continuó en tono severo, y apretó los labios–. Es que se podrían haber matado todos. –Y le tembló la voz.

–Lo siento –dije de pronto–. Lo siento. –No supe cómo expresar qué era lo que sentía.

–No lo sientas –respondió–. La próxima vez ten cuidado.

–Estaba apretando un pañuelo entre las manos, lo desplegó, alargó el brazo y me enjugó la frente–. Eres lo único que tengo –declaró con una azorada sonrisa de dolor–. Ve con cuidado.

–Papá –dije. Y me eché a llorar. Si hablar había sido un tormento, esto era peor y, sin embargo, no podía parar.

El rostro de mi padre cambió. Se envejeció de forma espantosa y, al mismo tiempo, mostró una juventud absoluta e impotente. Recuerdo que me quedé anonadado, en el centro frío e inmóvil de la tormenta que se desataba en mi interior, al percatarme de que mi padre había estado sufriendo, de que aún sufría.

–No llores –me pidió–. No llores. –Me acarició la frente con aquel pañuelo absurdo, como si esa tela portase un hechizo sanador–. No hay nada por lo que llorar. Todo se arreglará.

–Él también estaba casi sollozando–. No pasa nada malo, ¿verdad? No he hecho nada malo, ¿no? –Y todo esto, sin dejar de acariciarme la cara con el pañuelo, asfixiándome.

–Íbamos borrachos –dije–. Íbamos borrachos. –Parecía que esto, por algún motivo, lo explicaba todo.

–Tu tía Ellen asegura que la culpa es mía –dijo–. Que no te he criado bien. –Apartó, gracias a Dios, el pañuelo aquel y enderezó ligeramente los hombros–. No tienes nada contra mí, ¿no? Si lo tienes, ¿me lo dirías?

Se me empezaron a secar las lágrimas, las de la cara y las del pecho.

–No –contesté–, no. Nada. De verdad.

–Lo he hecho lo mejor que he podido –dijo–. Lo mejor, en serio. –Lo miré. Al fin esbozó una sonrisa y añadió–: Vas a estar tumbado una temporada pero, cuando vengas a casa, mientras sigas allí acostado hablaremos, ¿eh?, e intentaremos decidir qué demonios hacemos contigo cuando estés en pie. ¿Vale?

–Vale –contesté.

Porque fui consciente, en el fondo de mi corazón, de que nunca habíamos hablado y que ya nunca lo haríamos. Fui consciente de que él jamás debía saberlo. Cuando volví a casa, discutió mi futuro conmigo pero yo ya había tomado la decisión. No iba a ir a la universidad, no me iba a quedar en aquella casa con él y con Ellen. Y manipulé a mi padre tan bien que comenzó a creer de verdad que el hecho de que yo buscase trabajo y de que viviese solo era el resultado directo de sus consejos, y un homenaje al modo en que me había educado. Cuando me marché, lógicamente se hizo mucho más fácil el trato con él, y nunca tuvo motivo alguno para sentir que lo había expulsado de mi vida, porque yo siempre era capaz, cuando hablábamos del tema, de contarle lo que quería oír. Y nos llevábamos bastante bien, porque la imagen que yo le daba a mi padre de mi vida era exactamente la imagen en la que yo, con la mayor desesperación, necesitaba creer.

Porque soy –o era– una de esas personas que se enorgullecen de su fuerza de voluntad, de su capacidad de tomar una decisión y llevarla a término. Esa virtud, como la mayoría de las virtudes, es la ambigüedad misma. Las personas que creen que tienen una voluntad de hierro y que son dueñas de su destino solo pueden creerlo indefinidamente si se convierten en especialistas del autoengaño. En realidad, sus decisiones no lo son en absoluto –una decisión de verdad le baja a uno los humos, uno sabe que está a merced de más cosas de las que pueden nombrarse–, no son sino intrincados sistemas de evasión, de ilusión, creados para que la persona y el mundo parezcan ser lo que ni la persona ni el mundo son. Sin duda, este fue el resultado de mi decisión, la que tomé hace tanto tiempo en la cama de Joey. Había decidido que no quedase espacio en el universo para algo que me avergonzaba y me asustaba. Lo logré con creces, a costa de no mirar el universo, ni mirarme a mí, a costa de estar siempre, a efectos prácticos, en continuo movimiento. Ni siquiera el continuo movimiento, claro está, impide algún roce fortuito y misterioso, una caída, como la de un avión que se topa con una bolsa de aire. Y de estas hubo unas cuantas, todas teñidas de ebriedad, todas sórdidas: una de esas espeluznantes caídas sucedió mientras estaba yo en el Ejército y estuvo implicado un marica al que después expulsó un tribunal militar. El pavor que me causó su castigo fue lo más cerca que estuve de enfrentarme en mi interior a esos terrores que, a veces, veía que nublaban la vista de otro hombre.

Lo que pasó fue que, completamente inconsciente de lo que ese hartazgo implicaba, me harté del movimiento, me cansé de los sombríos océanos de alcohol, me cansé de las amistades rudas, campechanas, joviales y desprovistas de sentido, me cansé de pulular por los bosques de mujeres desesperadas, me cansé del trabajo, que solo me alimentaba en el significado más brutalmente literal. Quizá, como decimos en Estados Unidos, me quería encontrar a mí mismo. Se trata de una expresión interesante, que por lo que yo sé no se emplea tanto en el idioma de otros pueblos, que en absoluto quiere decir lo que manifiesta sino que trasluce la insidiosa sospecha de que algo se ha extraviado. Ahora creo que, si hubiera sospechado que el yo que iba a encontrar solo acabaría siendo el mismo yo del que había estado tanto tiempo huyendo, me habría quedado en casa. Pero, también es cierto, creo que sabía, en lo más profundo de mi corazón, exactamente lo que estaba haciendo cuando subí a ese barco rumbo a Francia

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Este fragmento de El cuarto de Giovanni (2024) de James Baldwin se publica con autorización de la editorial Sexto Piso.

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Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

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Cuando James Baldwin presentó a su editor el manuscrito de su segunda novela, El cuarto de Giovanni, este no solo lo rechazó, sino que le aconsejó quemarlo. Ahora, Sexto Piso ha decidido reeditar esta obra del escritor estadounidense.

Estoy frente a la ventana de esta casa enorme del sur de Francia mientras se va haciendo de noche, la noche que me lleva ala mañana más atroz de mi vida. Sostengo una copa, junto al brazo tengo una botella. Veo mi reflejo en el brillo oscuro del cristal de la ventana. Mi reflejo es alto, quizá recuerda una flecha, mi cabello rubio lanza destellos. Mi cara se parece auna cara que ya has visto muchas veces. Mis antepasados conquistaron un continente, avanzaron por llanuras infestadas de muerte hasta que llegaron a un océano que estaba de espaldas a Europa, frente a un pasado más oscuro.

Puede que esté borracho por la mañana, pero eso no servirá de nada. Aun así, tomaré el tren a París. El tren será el mismo; la gente, tratando a duras penas de acomodarse e incluso de mantener la dignidad en los asientos de madera y respaldo recto de tercera clase, será la misma, y yo también seré el mismo. Cruzaremos el mismo paisaje cambiante en dirección al norte, dejaremos atrás los olivos y el mar y toda la gloria del tempestuoso cielo meridional, y llegaremos a la niebla y la lluvia de París. Alguien se ofrecerá a compartir su bocadillo conmigo, alguien me ofrecerá un traguito de vino, alguien me pedirá una cerilla. La gente recorrerá los pasillos mirando por las ventanillas, mirándonos a los que estamos sentados. Encada parada, unos reclutas con uniformes marrones demasiado grandes y gorras de colores abrirán la puerta del compartimento y preguntarán Complet? Todos contestaremos que sí con la cabeza, como si conspiráramos, mientras nos dirigimos débiles sonrisas y ellos siguen avanzando por el tren. Dos o tres acabarán delante de la puerta de nuestro compartimento, gritándose con esas voces graves y groseras, fumando sus espantosos cigarrillos militares. Habrá una chica sentada frente a mí a quien le extrañará que no haya coqueteado con ella, a quien la presencia de los reclutas sacará de quicio. Todo será lo mismo, solo que yo estaré más quieto.

Y hay quietud en el paisaje esta noche, en este paisaje que se refleja a través de mi imagen en el cristal. La casa se encuentra justo delante de un pequeño complejo de residencias veraniegas que sigue vacío, la temporada aún no ha comenzado. Se encuentra en un monte bajo, se pueden divisar las luces del pueblo y oír el estruendo del mar. La alquilamos en París mi novia Hella y yo, a partir de unas fotografías, hace unos meses. Ahora hace una semana que se ha ido. Está en alta mar ahora, en la travesía de vuelta a Estados Unidos.

Me la imagino muy elegante, tensa y resplandeciente, rodeada de la luz que inunda el salón del trasatlántico, bebiendo demasiado deprisa, y soltando carcajadas, y observando a los hombres. Así fue como la conocí yo, en un bar de Saint-Germain-des-Prés mientras bebía y observaba, y por eso me gustó, pensé que sería divertido divertirse con ella. Así fue como empezó, esa era toda la importancia que revestía para mí; ahora no estoy seguro, a pesar de todo, de que haya llegado a tener mayor importancia para mí. Y tampoco creo que la haya tenido para ella; al menos, no hasta que hizo ese viaje a España y, al verse allí sola, empezó a plantearse, quizá, si toda una vida dedicada a beber y a observar a los hombres era exactamente lo que ella quería. Pero ya era demasiado tarde para entonces. Yo ya estaba con Giovanni. Le había pedido a Hella que se casara conmigo antes de que se marchara a España; ella se echó a reír y yo me eché a reír, pero eso hizo, por algún motivo, que el asunto me pareciera aún más serio e insistí: entonces ella contestó que tendría que irse y pensarlo. Y la última noche que pasó aquí, la última vez que la vi, mientras Hella hacía la maleta, le dije que la quería y me obligué a creérmelo. Pero no sé si era cierto. Estaba pensando, sin duda, en nuestras noches en la cama, en esa inocencia y esa confianza peculiares que jamás recuperaré, que habían hecho de aquellas noches algo tan delicioso, tan poco vinculado al pasado, al presente y a lo venidero, tan poco vinculado, en resumidas cuentas, a mi vida, puesto que solo requerían de mí la más mecánica de las responsabilidades. Y esas noches se escenificaban bajo un cielo extranjero, sin nadie que vigilase, sin sanciones asociadas; y fue este último detalle lo que nos destruyó, porque nada resulta más insoportable, una vez alcanzado, que la libertad. Supongo que por esto le pedí que se casara conmigo: para que me diera un asidero. Es posible que por eso, en España, ella decidiera que quería casarse conmigo. Pero la gente no puede, desgraciadamente, inventarse sus asideros, sus amantes ni sus amigos, del mismo modo que tampoco puede inventarse a sus padres. La vida te los da y también te los quita, y lo más difícil es decirle sí a la vida.

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Pensaba, cuando le dije a Hella que la quería, en aquellos días en los que aún no me había pasado nada espantoso, irrevocable, en los que una aventura amorosa era solo una aventura amorosa. Ahora, a partir de esta noche, de la mañana que se aproxima, por muchas camas en las que me encuentre desde ahora hasta mi última cama, no volveré a vivir esas aventuras juveniles y entusiastas que son en realidad, si uno se para a pensarlo, una clase más elevada o, en todo caso, más pretenciosa de masturbación. La gente es demasiado diversa para tratarla con tanta despreocupación. Yo también soy demasiado diverso para resultar fiable. De no ser así, no estaría ahora solo en esta casa. Hella no estaría en alta mar. Y Giovanni no estaría a punto de perder la vida, en algún momento entre esta noche y la mañana, bajo la guillotina.

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Me arrepiento ahora –aunque no sirva de nada– de una mentira concreta de entre las muchas que he contado, dicho, vivido y creído. Hablo de la mentira que le conté a Giovanni pero que nunca conseguí que se creyese: que hasta entonces nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho. Había decidido que no se repetiría. Tiene algo de disparatado el espectáculo que me narro ahora a mí mismo: he huido lejísimos, con grandes esfuerzos, cruzando incluso un océano, para acabar frenado en seco, de nuevo, ante el bulldog de mi jardín particular: un jardín que, entretanto, ha perdido tamaño, mientras que el bulldog lo ha ganado.

Llevo mucho tiempo sin pensar en aquel muchacho, Joey; pero esta noche lo veo con gran claridad. Fue hace varios años. Yo era aún adolescente, él tenía más o menos mi edad, año arriba, año abajo. Además, era un chico muy simpático, muy espabilado y moreno, y siempre se estaba riendo. Durante una temporada fue mi mejor amigo. Después la idea de que una persona así pudiera haber llegado a ser mi mejor amigo fue la prueba de una mancha horripilante en mi interior. Así que me olvidé de él. Pero esta noche veo a Joey muy bien.

Sucedió en verano, no había clases. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana no sé dónde y yo estaba ese fin de semana en su casa, cerca de Coney Island, en Brooklyn. Nosotros también vivíamos en Brooklyn en aquella época, pero en un barrio mejor que el de Joey. Creo que habíamos estado vagueando en la playa, bañándonos un poco y observando a las chicas casi desnudas que iban pasando por delante, les lanzábamos silbidos y nos reíamos. Estoy seguro de que, si alguna de esas chicas a las que silbábamos hubiera mostrado la menor reacción, el océano no habría tenido la profundidad suficiente para cubrir nuestra vergüenza y nuestro terror. Pero las chicas, sin duda, sospechaban lo nuestro, probablemente por la forma en que silbábamos, y no nos hacían ni caso. Cuando empezó a ponerse el sol enfilamos el paseo marítimo en dirección a su casa, con los trajes de baño puestos y mojados debajo de los pantalones.

Y creo que empezó en la ducha. Sé que sentí algo –mientras hacíamos el tonto en aquel cuarto pequeño y lleno de vapor, mientras nos atizábamos con las toallas mojadas– que no había sentido hasta entonces, algo que misteriosa, y a la vez difusamente, lo incluía a él. Recuerdo en mí una gran resistencia a vestirme: le eché la culpa al calor. Pero nos acabamos vistiendo, más o menos, y comimos cosas frías de su nevera y bebimos mucha cerveza. Debimos de ir al cine. No se me ocurre ningún otro motivo por el que habríamos podido salir, y recuerdo que recorrimos las oscuras, tropicales calles de Brooklyn con el calor que brotaba de las calzadas y rebotaba en los muros de las casas con fuerza suficiente para matar a un hombre, mientras todos los adultos del mundo, o eso parecía, estaban sentados, andrajosos y chillones, en los escalones de entrada y todos los niños del mundo estaban en las aceras o en los bordillos o colgados de las escaleras de incendios, mientras yo rodeaba con el brazo el hombro de Joey. Estaba orgulloso, creo, porque su cabeza me llegaba justo por debajo de la oreja. Íbamos andando juntos y Joey soltaba chistes verdes y nos reíamos. Es raro recordar, por primera vez en tanto tiempo, lo bien que me sentí esa noche, el cariño que me inspiraba Joey.

Cuando volvimos esas calles estaban silenciosas; nosotros también íbamos callados. Estuvimos muy callados en el apartamento, nos desvestimos medio dormidos en el cuarto de Joey y nos metimos en la cama. Yo me quedé dormido; bastante rato, creo. Pero me desperté, vi que la luz estaba encendida y que Joey examinaba la almohada con una enorme e intensísima minuciosidad.

–¿Qué pasa?

–Creo que me picó una chinche.

–Pero qué sucios son. ¿Tienen chinches?

–Creo que una me ha picado.

–¿Alguna vez te ha picado una antes?

–No.

–Pues entonces vuélvete a dormir. Lo has soñado.

Me miró con la boca abierta y los ojos oscuros también muy abiertos. Parecía que acababa de descubrir que yo era experto en chinches. Solté una carcajada y le agarré la cabeza, como había hecho tantísimas veces antes mientras jugaba con él o cuando me sacaba de mis casillas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando lo rocé, algo sucedió en él y en mí que hizo de ese roce algo distinto de todos los roces que jamás habíamos vivido. Y no se resistió, como solía hacer, sino que se quedó donde yo lo había arrastrado, contra mi pecho. Y me percaté de que mi corazón latía de un modo tremendo, de que Joey temblaba pegado a mí, de que la luz de la habitación era muy brillante y quemaba. Empecé a moverme, a hacer alguna broma, pero Joey musitó algo y bajé la cabeza para escuchar. Joey levantó la cabeza mientras yo agachaba la mía y nos besamos, por así decirlo, por accidente. Entonces, por primera vez en mi vida, fui realmente consciente del cuerpo de otra persona, del olor de otra persona. Nos abrazamos. Aquello se parecía a sostener un pájaro raro, agotado, casi desaparecido, que yo había encontrado casual y milagrosamente. Estaba muy asustado; estoy seguro de que él también, y cerramos los ojos. Recordarlo tan clara, tan dolorosamente esta noche me revela que jamás lo he olvidado de veras, ni por un instante. Noto ahora en mí un leve, un espantoso despertar de todo lo que de forma tan abrumadora se despertó en mí entonces, un gran calor sediento y un temblor y una ternura tan dolorosa que creí que me iba a estallar el corazón. Pero de ese dolor asombroso e intolerable surgió una felicidad; esa noche nos brindamos mutuamente felicidad. Parecía entonces que toda una vida no me iba a bastar para que el acto amoroso se plasmara en una realidad compartida con Joey.

Pero esa vida fue breve, quedó circunscrita a esa noche: acabó por la mañana. Me desperté mientras Joey aún dormía, hecho un ovillo y de costado como un niño muy pequeño, dándome la cara. Parecía uno muy pequeño, con la boca entreabierta, las mejillas sonrosadas, el cabello rizado oscureciendo la almohada y medio ocultando su frente húmeda y redonda, las largas pestañas refulgiendo levemente bajo el sol estival. Ambos estábamos desnudos y la sábana con la que nos habíamos tapado estaba hecha una maraña a nuestros pies. El cuerpo de Joey era moreno, estaba sudoroso, era la creación más bella que yo había visto jamás. Lo iba a tocar para despertarlo, pero algo me frenó. De pronto tuve miedo. Quizá por lo inocente que parecía ahí tumbado, con esa confianza tan perfecta; quizá porque era mucho más menudo que yo; de repente mi cuerpo parecía repugnante y aplastante y el deseo que surgía en mí se me antojó monstruoso. Pero, sobre todo, de pronto tuve miedo. Cobré aguda conciencia de una idea: «Pero si Joey es un chico». De pronto vi la potencia de sus muslos, de sus brazos, de sus puños algo cerrados. La potencia y la promesa y el misterio de ese cuerpo me inspiraron un miedo repentino. Ese cuerpo, repentinamente, parecía la boca negra de una caverna en la que yo sería torturado hasta que llegase la locura, en la que perdería mi masculinidad. Precisamente quería conocer ese misterio y sentir esa potencia y que esa promesa se cumpliera en mí. El sudor de mi espalda se volvió frío. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, era testigo de aquella vileza. Pensé en qué diría la madre de Joey cuando viese las sábanas. Entonces me acordé de mi padre, que solo me tenía a mí en el mundo, pues mi madre había muerto cuando yo era pequeño. Una caverna se abrió en mi mente, negra, llena de rumores, insinuaciones, historias oídas a medias, olvidadas a medias, entendidas a medias, llena de palabras sucias. Me pareció ver mi futuro en esa caverna. Tuve miedo. Podía haber llorado, llorado de vergüenza y terror, llorado por no entender cómo me podía haber pasado eso a mí, cómo podía haber pasado eso en mi interior. Y tomé la decisión. Salí de la cama, me duché y ya estaba vestido y desayunado cuando se despertó Joey.

No le conté mi decisión; eso me habría hecho cambiar de parecer. No esperé a desayunar con él, solo tomé un poco de café y le di una excusa para volverme a casa. Sé que esa excusa no engañó a Joey, pero él no sabía cómo protestar ni insistir; tampoco sabía que le habría bastado con hacer eso. Entonces yo, que hasta entonces lo había visto casi todos los días de ese verano, dejé de ir a verlo. Él tampoco vino a verme. Me habría alegrado mucho si lo hubiera hecho, pero el modo en que me marché creó un límite que ninguno de los dos supo cómo sortear. Cuando al fin lo vi, más o menos por accidente, hacia el fin del verano, me inventé una larga y falsísima historia sobre una chica con la que estaba saliendo y, cuando comenzaron de nuevo las clases, me junté con un grupo de compañeros más broncos y mayores, y me mostré muy desagradable con Joey. Y cuanto más me entristecía la situación, más desagradable me mostraba. Al fin se distanció, se fue del barrio, dejó nuestro instituto, y jamás volví a verlo.

Empecé, quizá, a estar solo ese verano y empecé, ese verano, la lucha que me ha traído hasta esta ventana en penumbra.

Y, sin embargo, cuando uno comienza a buscar el momento crucial, definitivo, el momento que cambió todos los demás, se encuentra avanzando a duras penas, con gran dolor, por un laberinto de señales falsas y cerrando puertas de forma abrupta. Es posible, en efecto, que mi huida comenzara ese verano, lo que no me sirve para explicarme dónde está el germen del dilema que se resolvió, ese verano, mediante la huida. Evidentemente, el germen se encuentra en algún punto delante de mí, atrapado en el reflejo que observo en la ventana mientras en el exterior se hace de noche. Se halla encerrado en la habitación junto a mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará, y aun así me resulta más desconocido que los montes desconocidos que hay fuera.

Nosotros vivíamos en Brooklyn por aquel entonces, como he mencionado; también habíamos vivido en San Francisco, donde nací y donde está enterrada mi madre, y estuvimos una breve temporada en Seattle, después en Nueva York; para mí, Nueva York es Manhattan. Luego dejamos Brooklyn para regresar a Nueva York y, cuando llegué a Francia, mi padre y su nueva esposa habían subido de categoría al instalarse en Connecticut. Yo ya llevaba un tiempo por mi cuenta, eso sí, y había vivido en un apartamento situado en la zona de las calles Sesenta Este.

Nosotros, en los días de mi infancia y adolescencia, éramos mi padre, su hermana soltera y yo. A mi madre la habían llevado al cementerio cuando yo tenía cinco años. Apenas recuerdo nada de ella, pero aparecía en mis pesadillas, cegada por los gusanos, con el cabello seco como el metal y quebradizo como una ramita, pugnando por estrecharme contra su cuerpo; un cuerpo tan pútrido, tan repugnante en su blandura, que se abría, mientras yo escarbaba y gritaba, formando una abertura lo bastante grande para tragarme vivo. Sin embargo, cuando mi padre o mi tía entraban raudos en mi cuarto para saber qué me había asustado, no me atrevía a describir el sueño, que me parecía un gesto de deslealtad hacia mi madre. Les decía que había soñado con un cementerio. Ellos llegaban a la conclusión de que la muerte de mi madre había obrado ese inquietante efecto en mi imaginación y quizá creían que era una etapa del duelo. Y puede que así fuera pero, de ser ese el caso, aún sigo de luto.

Mi padre y mi tía se llevaban muy mal y, sin ser consciente de cómo o por qué lo notaba, yo percibía que su prolongado enfrentamiento estaba íntimamente relacionado con mi madre muerta. Recuerdo que, cuando era pequeño, en el gran salón de la casa de San Francisco, la fotografía de mi madre, que era lo único que ocupaba la repisa de la chimenea, parecía dominar la estancia. Daba la impresión de que esa fotografía demostraba que su espíritu gobernaba el ambiente y nos controlaba a todos. Recuerdo cómo las sombras empezaban a formarse en los rincones de esa sala, en la que yo nunca me sentía a gusto, y a mi padre bañado por la luz dorada que esparcía sobre él la lámpara alta junto a su butaca. Él leía el periódico, no podía verlo detrás de ese periódico, de modo que, desesperado por conquistar su atención, a veces lo molestaba tanto que nuestro duelo provocaba que me sacaran de la sala bañado en lágrimas. También lo recuerdo inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la vista fija en la ventana que frenaba la irrupción de la negrísima noche. Me preguntaba qué le estaría pasando por la cabeza. Tal como lo recuerdo, siempre lleva un chaleco gris y se ha aflojado la corbata, y el pelo rubio claro le cae sobre el rostro cuadrado, rubicundo. Era una de esas personas de carcajada fácil que tardan en enfadarse; de modo que su enfado, cuando se produce, resulta de lo más impactante, pues parece surgir de un insospechado recoveco, como un fuego capaz de devorar una casa entera.

Y su hermana Ellen, un poco mayor que él, un poco más morena, siempre arreglada en exceso, maquillada en exceso, con un rostro y una figura que empezaban a endurecerse, y con demasiadas joyas por todas partes, que tintinean y entrechocan bajo la luz, está en el sofá leyendo; leía mucho, todas las novedades literarias, e iba una barbaridad al cine. O tejía. Me da la impresión de que siempre llevaba una bolsa enorme y llena de agujas de punto de aspecto peligroso, o un libro o las dos cosas. Y no sé qué tejía, aunque supongo que alguna vez nos haría una prenda a mi padre o a mí. Pero no lo recuerdo, del mismo modo que tampoco recuerdo lo que leía. Cabe la posibilidad de que siempre fuera el mismo libro y que siempre hubiera estado atareada con la misma bufanda o el mismo suéter, o a saber qué, en todos los años que la traté. A veces mi padre y ella jugaban a las cartas, esto era bastante infrecuente; otras veces cuchicheaban en tono cordial y guasón, pero esto era peligroso. Su cháchara casi siempre acababa en pelea. En ocasiones teníamos invitados y a menudo me dejaban contemplar cómo se tomaban los cócteles. Entonces mi padre sacaba su mejor cara, se mostraba jovial y extrovertido, recorría la sala atestada con una copa en la mano, rellenando las bebidas de la gente, soltando muchas carcajadas, abordando a todos los hombres como si fueran sus hermanos y coqueteando con las mujeres. O no, no coqueteando con ellas, sino pavoneándose ante ellas. Daba la sensación de que Ellen siempre lo estaba vigilando, como si temiera que hiciese algo terrible, lo vigilaba y vigilaba a las mujeres, y sí, coqueteaba con los hombres de un modo extraño y desquiciante. Iba vestida para matar, como suele decirse, con la boca más roja que cualquier sangre, vestida con algo que era de un color impropio, o que le apretaba demasiado, o para lo que era demasiado mayor; la copa que sostenía amenazaba, en cualquier momento, con quedar reducida a añicos, a esquirlas, y su voz no dejaba de oírse como una cuchilla que araña un cristal. Cuando yo era pequeño y la observaba con invitados, me daba miedo.

Sin embargo, pasase lo que pasase en aquella sala, mi madre lo estaba observando todo. Lo contemplaba desde el marco de la fotografía: una mujer pálida, rubia, engalanada con delicadeza, de ojos oscuros y frente lisa, con una boca nerviosa y suave. Pero algo en el lugar que los ojos ocupaban en el rostro y en cómo miraban de frente, algo levísimamente sarcástico y astuto en el rictus de la boca traslucía que, en algún punto por debajo de aquella tensa fragilidad, existía una fuerza tan heterogénea como firme y, al igual que la furia de mi padre, peligrosa por lo absolutamente inesperada que resultaba. Mi padre apenas hablaba de ella y, cuando lo hacía, se tapaba con ademanes misteriosos la cara; cuando hablaba de ella, solo se refería a ella como mi madre y, de hecho, hablaba de ella como podría haberlo hecho de la suya. Ellen mencionaba a mi madre con frecuencia, comentaba que había sido una mujer de lo más extraordinaria, pero eso me causaba incomodidad. Sentía que no tenía derecho a ser hijo de semejante madre.

Años después, cuando yo ya era un hombre, traté de que mi padre hablara de ella. Pero Ellen había muerto, él estaba a punto de casarse de nuevo. Habló de mi madre, entonces, tal como lo había hecho Ellen y, de hecho, podría haber estado hablando de Ellen.

Mi padre y Ellen se pelearon una noche cuando yo andaba por los trece años. Tuvieron muchas broncas tremendas, sin duda, pero puede que esta la recuerde con tanta claridad porque parecía que trataba de mí.

Yo estaba acostado en el piso de arriba, dormido. Era muy tarde. De pronto me despertó el ruido de las pisadas de mi padre en el camino que pasaba bajo mi ventana. Supe por el ruido y por el ritmo que estaba un poco borracho y recuerdo que en ese momento una cierta decepción, un dolor inédito me embargaron. Lo había visto borracho con frecuencia y nunca me había sentido así –al contrario, mi padre a veces se mostraba sumamente encantador cuando estaba ebrio–, pero esa noche sentí de repente que había algo en la situación, en él, que resultaba despreciable.

Oí que entraba. Y enseguida oí también la voz de Ellen.

–¿Todavía no te has ido a la cama? –le preguntó mi padre. Intentaba ser cortés e intentaba evitar una escena, pero su voz no denotaba cordialidad, solo tensión y hartazgo.

–Creía –repuso Ellen fríamente– que alguien tenía que decirte lo que le estás haciendo a tu hijo.

–¿Qué le estoy haciendo a mi hijo? –Mi padre estuvo a punto de añadir algo, algo espantoso; pero se contuvo y se limitó a preguntar, con una tranquilidad resignada, borracha, desesperada–: ¿De qué hablas, Ellen?

–¿De verdad crees –preguntó ella; yo estaba seguro de que se encontraba en el centro de la sala, con las manos entrelazadas por delante del cuerpo, muy quieta y muy recta– que eres el tipo de hombre que él debería ser de adulto? –y, como mi padre no respondió nada, añadió–: Porque está creciendo, no sé si te has fijado. –Entonces, con desdén–: Y en eso ya te está superando.

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–Vete a la cama, Ellen –dijo mi padre en un tono muy cansado.

Sentí que, ya que hablaban de mí, debía bajar y decirle a Ellen que lo que supuestamente no funcionaba entre mi padre y yo lo podíamos resolver entre nosotros, sin su ayuda. Y quizá –aunque parezca raro– sentí que me faltaba al respeto a mí. Desde luego, yo jamás le había comentado a ella nada de mi padre.

Oí los pasos pesados e inseguros de mi progenitor mientras cruzaba la sala, en dirección a las escaleras.

–¿Acaso te crees –insistió Ellen– que no sé dónde has estado?

–He salido… a beber –dijo mi padre–, y ahora quiero dormir un poco si no te importa.

–Has estado con la chica esa, con Beatrice –continuó Ellen–. Donde siempre estás y donde pierdes todo el dinero y también toda la hombría y la dignidad.

Consiguió enfadarlo. Mi padre empezó a balbucear:

–Si crees…, si se te ha pasado por la cabeza… que voy a quedarme…, quedarme…, quedarme aquí a discutir mi vida privada contigo…, ¡mi vida privada!, si crees que voy a hablar contigo de esto, pues la verdad es que has perdido la cabeza.

–A mí, desde luego, me da igual lo que hagas con tu existencia –dijo Ellen–. No eres precisamente tú quien me preocupa. Pero resulta que eres la única figura de autoridad para David. Yo no. Y no tiene madre. A mí solo me escucha cuando cree que así te complace. ¿De verdad crees que es buena idea que David te vea volver dando tumbos tan a menudo? Y no te engañes –añadió con una voz cargada de emoción–, no te engañes si crees que no sabe de dónde vienes, ¡no creas que no sabe lo de tus mujeres!

Se equivocaba. Creo que yo no sabía nada de ellas, ni tampoco había pensado jamás en ellas. Sin embargo, a partir de aquella tarde no hice más que imaginármelas. Apenas podía estar frente a una mujer sin plantearme la posibilidad de que mi padre, según la expresión de Ellen, hubiera estado «metido en líos» con ella.

–Considero escasamente posible –dijo mi padre– que David tenga pensamientos más limpios que los tuyos.

El silencio, entonces, en el que mi padre subió la escalera fue con mucho el peor que yo había conocido en mi vida. Me pregunté qué pensarían, cada uno de los dos. Me pregunté qué cara tendrían. Me pregunté qué presenciaría cuando los viera por la mañana.

–Y otra cosa –dijo mi padre de repente, a mitad de la escalera, con una voz que me asustó–: lo único que quiero es que David acabe convirtiéndose en un hombre. Y cuando digo hombre, Ellen, no me refiero a un profesor de catequesis.

–Un hombre –replicó Ellen en tono cortante– no es lo mismo que una bestia. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo él, al cabo de un momento.

Y oí que daba tumbos al pasar por mi puerta.

A partir de aquella ocasión, con la misteriosa, taimada y horrible intensidad de los muy jóvenes, desprecié a mi padre

y odié a Ellen. Me cuesta decir por qué. No sé por qué. Pero eso permitió que todas las profecías de Ellen respecto a mí se cumplieran. Había asegurado que llegaría un momento en que nada ni nadie podrían controlarme, ni siquiera mi padre. Y ese momento, sin duda ninguna, llegó.

Llegó después de lo de Joey. El incidente con él me había conmocionado en lo más profundo y, como resultado, me volví taciturno y cruel. No podía comentar con nadie lo que me había pasado, ni siquiera lo podía reconocer ante mí mismo; y, aunque nunca pensaba en ello, ahí seguía, a pesar de todo, en el fondo de mi cabeza, tan inmóvil y espantoso como un cadáver en descomposición. Y eso cambió, espesó, amargó el clima de mi mente. Al poco era yo quien volvía tarde a casa dando tumbos, era yo quien se topaba con Ellen despierta y esperándome, éramos Ellen y yo quienes nos peleábamos noche tras noche.

Mi padre adoptó la actitud de que no era más que una fase inevitable de mi desarrollo y fingió despreocupación. No obstante, por debajo de su talante jovial, de camaradería masculina, estaba desorientado, estaba asustado. Quizá había imaginado que nos iríamos acercando según crecía yo, y, en cambio, ahora que aspiraba a saber algo de mí, yo huía lo más lejos posible de él. Yo no quería que me conociera. No quería que me conociera nadie. Además, por otro lado, yo vivía con mi padre la etapa que los muy jóvenes viven inevitablemente con sus mayores: empezaba a juzgarlo. Y la misma dureza de este juicio, que me partía el corazón, puso de manifiesto, aunque yo no lo podría haber dicho por aquel entonces, hasta qué punto lo había querido, hasta qué punto ese amor, junto con mi inocencia, moría.

Mi pobre padre estaba estupefacto y asustado. Le resultaba imposible creer que fallara algo serio entre nosotros. No solo porque entonces no habría sabido qué hacer al respecto, sino sobre todo porque habría tenido que asumir la certeza de que se había dejado algo en alguna parte sin hacer, algo de suma importancia. Y como ninguno de los dos teníamos la menor idea de en qué podía consistir esa omisión tan significativa, y dado que nos veíamos obligados a mantener la alianza tácita contra Ellen, nos consolábamos mostrándonos campechanos entre nosotros. No parecíamos un padre y un hijo, comentaba él a veces con orgullo, sino amigotes. Creo que a veces mi padre lo creía de veras. Yo nunca lo hice. Yo no quería ser su amigote; quería ser su hijo. Lo que entre nosotros aparentaba ser franqueza masculina me agotaba y me horrorizaba. Los padres deberían evitar la desnudez total frente a sus hijos. Yo no quería saber –al menos, no por su boca– que su carne era tan poco redimible como la mía. Ese conocimiento no hacía que me sintiera más hijo suyo –ni su amigote–, solo me llevaba a sentirme un intruso y, además, atemorizado. Él creía que nos parecíamos. Yo no quería creerlo. No quería creer que mi vida pudiese acabar como la suya, ni que mi mente pudiese volverse tan endeble, tan desprovista de dureza y de acantilados escarpados y pronunciados. Él no quería que hubiese distancia entre nosotros; quería que lo considerase un hombre como yo. Pero yo aspiraba a esa misericordiosa distancia entre padre e hijo que me habría permitido amarlo.

Una noche, borracho, acompañado por otras personas y volviendo de una fiesta en otra localidad, el coche que yo conducía se estrelló. Fue solo culpa mía. Iba casi demasiado borracho para caminar y no estaba en condiciones de conducir, pero los otros no lo sabían, porque soy de esas personas que pueden comportarse y hablar como si estuvieran sobrias cuando están casi a punto de desplomarse. En una franja recta y sin baches de autopista algo raro les pasó a todos mis reflejos, y el coche se me descontroló con un salto. Y un poste telefónico, blanco como la espuma, se me acercó entre aullidos en medio de la negrísima oscuridad; me llegaron gritos y después un rugido grave y desgarrador. Entonces todo se volvió de un intenso escarlata y después, tan claro como el día, y yo me sumí en unas tinieblas que hasta entonces jamás había conocido.

Debí de empezar a despertarme mientras nos trasladaban al hospital. Recuerdo confusamente movimiento y voces, pero estas parecían muy lejanas, y parecían no estar relacionadas en absoluto conmigo. Más tarde me desperté en un lugar que daba la impresión de ser el corazón mismo del invierno, un techo alto y blanco, y paredes blancas, y una ventana rígida, glacial e inclinada, o eso parecía, sobre mí. Debí de intentar incorporarme, porque recuerdo un rugido espantoso en la cabeza y a continuación un peso en el pecho y un rostro enorme por encima de mí. Y mientras este peso, este rostro empezaban a hundirme de nuevo, llamé a mi madre a gritos. Entonces volvió a reinar la oscuridad.

Cuando al fin recobré la consciencia, mi padre estaba de pie al lado de la cama. Supe que estaba antes de verlo, antes de enfocar la vista y de girar la cabeza con tiento. Cuando vio que estaba despierto, se acercó con cuidado y me hizo un gesto para que no me moviera. Parecía muy avejentado. Quise llorar. Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos de hito en hito.

–¿Cómo te encuentras? –musitó al fin.

Fue al intentar hablar cuando me di cuenta del dolor que sentía y enseguida tuve miedo. Debió de vérmelo en la mirada, pues añadió en voz baja, con una intensidad sufriente y maravillosa:

–No te preocupes, David. Te pondrás bien. Te pondrás bien.

Yo seguía sin poder decir nada. Le observé el rostro sin más.

–Han tenido una suerte tremenda, chico –añadió intentando sonreír–. Tú eres el que ha salido peor parado.

–Iba borracho –dije al fin. Quería contarle todo, pero hablar era un auténtico tormento.

–¿Acaso no sabes –preguntó con una actitud de extrema perplejidad, pues frente a lo sucedido podía permitirse una reacción perpleja– que no hay que ir por ahí conduciendo cuando estás borracho? Eso tú ya lo sabes –continuó en tono severo, y apretó los labios–. Es que se podrían haber matado todos. –Y le tembló la voz.

–Lo siento –dije de pronto–. Lo siento. –No supe cómo expresar qué era lo que sentía.

–No lo sientas –respondió–. La próxima vez ten cuidado.

–Estaba apretando un pañuelo entre las manos, lo desplegó, alargó el brazo y me enjugó la frente–. Eres lo único que tengo –declaró con una azorada sonrisa de dolor–. Ve con cuidado.

–Papá –dije. Y me eché a llorar. Si hablar había sido un tormento, esto era peor y, sin embargo, no podía parar.

El rostro de mi padre cambió. Se envejeció de forma espantosa y, al mismo tiempo, mostró una juventud absoluta e impotente. Recuerdo que me quedé anonadado, en el centro frío e inmóvil de la tormenta que se desataba en mi interior, al percatarme de que mi padre había estado sufriendo, de que aún sufría.

–No llores –me pidió–. No llores. –Me acarició la frente con aquel pañuelo absurdo, como si esa tela portase un hechizo sanador–. No hay nada por lo que llorar. Todo se arreglará.

–Él también estaba casi sollozando–. No pasa nada malo, ¿verdad? No he hecho nada malo, ¿no? –Y todo esto, sin dejar de acariciarme la cara con el pañuelo, asfixiándome.

–Íbamos borrachos –dije–. Íbamos borrachos. –Parecía que esto, por algún motivo, lo explicaba todo.

–Tu tía Ellen asegura que la culpa es mía –dijo–. Que no te he criado bien. –Apartó, gracias a Dios, el pañuelo aquel y enderezó ligeramente los hombros–. No tienes nada contra mí, ¿no? Si lo tienes, ¿me lo dirías?

Se me empezaron a secar las lágrimas, las de la cara y las del pecho.

–No –contesté–, no. Nada. De verdad.

–Lo he hecho lo mejor que he podido –dijo–. Lo mejor, en serio. –Lo miré. Al fin esbozó una sonrisa y añadió–: Vas a estar tumbado una temporada pero, cuando vengas a casa, mientras sigas allí acostado hablaremos, ¿eh?, e intentaremos decidir qué demonios hacemos contigo cuando estés en pie. ¿Vale?

–Vale –contesté.

Porque fui consciente, en el fondo de mi corazón, de que nunca habíamos hablado y que ya nunca lo haríamos. Fui consciente de que él jamás debía saberlo. Cuando volví a casa, discutió mi futuro conmigo pero yo ya había tomado la decisión. No iba a ir a la universidad, no me iba a quedar en aquella casa con él y con Ellen. Y manipulé a mi padre tan bien que comenzó a creer de verdad que el hecho de que yo buscase trabajo y de que viviese solo era el resultado directo de sus consejos, y un homenaje al modo en que me había educado. Cuando me marché, lógicamente se hizo mucho más fácil el trato con él, y nunca tuvo motivo alguno para sentir que lo había expulsado de mi vida, porque yo siempre era capaz, cuando hablábamos del tema, de contarle lo que quería oír. Y nos llevábamos bastante bien, porque la imagen que yo le daba a mi padre de mi vida era exactamente la imagen en la que yo, con la mayor desesperación, necesitaba creer.

Porque soy –o era– una de esas personas que se enorgullecen de su fuerza de voluntad, de su capacidad de tomar una decisión y llevarla a término. Esa virtud, como la mayoría de las virtudes, es la ambigüedad misma. Las personas que creen que tienen una voluntad de hierro y que son dueñas de su destino solo pueden creerlo indefinidamente si se convierten en especialistas del autoengaño. En realidad, sus decisiones no lo son en absoluto –una decisión de verdad le baja a uno los humos, uno sabe que está a merced de más cosas de las que pueden nombrarse–, no son sino intrincados sistemas de evasión, de ilusión, creados para que la persona y el mundo parezcan ser lo que ni la persona ni el mundo son. Sin duda, este fue el resultado de mi decisión, la que tomé hace tanto tiempo en la cama de Joey. Había decidido que no quedase espacio en el universo para algo que me avergonzaba y me asustaba. Lo logré con creces, a costa de no mirar el universo, ni mirarme a mí, a costa de estar siempre, a efectos prácticos, en continuo movimiento. Ni siquiera el continuo movimiento, claro está, impide algún roce fortuito y misterioso, una caída, como la de un avión que se topa con una bolsa de aire. Y de estas hubo unas cuantas, todas teñidas de ebriedad, todas sórdidas: una de esas espeluznantes caídas sucedió mientras estaba yo en el Ejército y estuvo implicado un marica al que después expulsó un tribunal militar. El pavor que me causó su castigo fue lo más cerca que estuve de enfrentarme en mi interior a esos terrores que, a veces, veía que nublaban la vista de otro hombre.

Lo que pasó fue que, completamente inconsciente de lo que ese hartazgo implicaba, me harté del movimiento, me cansé de los sombríos océanos de alcohol, me cansé de las amistades rudas, campechanas, joviales y desprovistas de sentido, me cansé de pulular por los bosques de mujeres desesperadas, me cansé del trabajo, que solo me alimentaba en el significado más brutalmente literal. Quizá, como decimos en Estados Unidos, me quería encontrar a mí mismo. Se trata de una expresión interesante, que por lo que yo sé no se emplea tanto en el idioma de otros pueblos, que en absoluto quiere decir lo que manifiesta sino que trasluce la insidiosa sospecha de que algo se ha extraviado. Ahora creo que, si hubiera sospechado que el yo que iba a encontrar solo acabaría siendo el mismo yo del que había estado tanto tiempo huyendo, me habría quedado en casa. Pero, también es cierto, creo que sabía, en lo más profundo de mi corazón, exactamente lo que estaba haciendo cuando subí a ese barco rumbo a Francia

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Este fragmento de El cuarto de Giovanni (2024) de James Baldwin se publica con autorización de la editorial Sexto Piso.

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Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

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25
2025
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Cuando James Baldwin presentó a su editor el manuscrito de su segunda novela, El cuarto de Giovanni, este no solo lo rechazó, sino que le aconsejó quemarlo. Ahora, Sexto Piso ha decidido reeditar esta obra del escritor estadounidense.

Estoy frente a la ventana de esta casa enorme del sur de Francia mientras se va haciendo de noche, la noche que me lleva ala mañana más atroz de mi vida. Sostengo una copa, junto al brazo tengo una botella. Veo mi reflejo en el brillo oscuro del cristal de la ventana. Mi reflejo es alto, quizá recuerda una flecha, mi cabello rubio lanza destellos. Mi cara se parece auna cara que ya has visto muchas veces. Mis antepasados conquistaron un continente, avanzaron por llanuras infestadas de muerte hasta que llegaron a un océano que estaba de espaldas a Europa, frente a un pasado más oscuro.

Puede que esté borracho por la mañana, pero eso no servirá de nada. Aun así, tomaré el tren a París. El tren será el mismo; la gente, tratando a duras penas de acomodarse e incluso de mantener la dignidad en los asientos de madera y respaldo recto de tercera clase, será la misma, y yo también seré el mismo. Cruzaremos el mismo paisaje cambiante en dirección al norte, dejaremos atrás los olivos y el mar y toda la gloria del tempestuoso cielo meridional, y llegaremos a la niebla y la lluvia de París. Alguien se ofrecerá a compartir su bocadillo conmigo, alguien me ofrecerá un traguito de vino, alguien me pedirá una cerilla. La gente recorrerá los pasillos mirando por las ventanillas, mirándonos a los que estamos sentados. Encada parada, unos reclutas con uniformes marrones demasiado grandes y gorras de colores abrirán la puerta del compartimento y preguntarán Complet? Todos contestaremos que sí con la cabeza, como si conspiráramos, mientras nos dirigimos débiles sonrisas y ellos siguen avanzando por el tren. Dos o tres acabarán delante de la puerta de nuestro compartimento, gritándose con esas voces graves y groseras, fumando sus espantosos cigarrillos militares. Habrá una chica sentada frente a mí a quien le extrañará que no haya coqueteado con ella, a quien la presencia de los reclutas sacará de quicio. Todo será lo mismo, solo que yo estaré más quieto.

Y hay quietud en el paisaje esta noche, en este paisaje que se refleja a través de mi imagen en el cristal. La casa se encuentra justo delante de un pequeño complejo de residencias veraniegas que sigue vacío, la temporada aún no ha comenzado. Se encuentra en un monte bajo, se pueden divisar las luces del pueblo y oír el estruendo del mar. La alquilamos en París mi novia Hella y yo, a partir de unas fotografías, hace unos meses. Ahora hace una semana que se ha ido. Está en alta mar ahora, en la travesía de vuelta a Estados Unidos.

Me la imagino muy elegante, tensa y resplandeciente, rodeada de la luz que inunda el salón del trasatlántico, bebiendo demasiado deprisa, y soltando carcajadas, y observando a los hombres. Así fue como la conocí yo, en un bar de Saint-Germain-des-Prés mientras bebía y observaba, y por eso me gustó, pensé que sería divertido divertirse con ella. Así fue como empezó, esa era toda la importancia que revestía para mí; ahora no estoy seguro, a pesar de todo, de que haya llegado a tener mayor importancia para mí. Y tampoco creo que la haya tenido para ella; al menos, no hasta que hizo ese viaje a España y, al verse allí sola, empezó a plantearse, quizá, si toda una vida dedicada a beber y a observar a los hombres era exactamente lo que ella quería. Pero ya era demasiado tarde para entonces. Yo ya estaba con Giovanni. Le había pedido a Hella que se casara conmigo antes de que se marchara a España; ella se echó a reír y yo me eché a reír, pero eso hizo, por algún motivo, que el asunto me pareciera aún más serio e insistí: entonces ella contestó que tendría que irse y pensarlo. Y la última noche que pasó aquí, la última vez que la vi, mientras Hella hacía la maleta, le dije que la quería y me obligué a creérmelo. Pero no sé si era cierto. Estaba pensando, sin duda, en nuestras noches en la cama, en esa inocencia y esa confianza peculiares que jamás recuperaré, que habían hecho de aquellas noches algo tan delicioso, tan poco vinculado al pasado, al presente y a lo venidero, tan poco vinculado, en resumidas cuentas, a mi vida, puesto que solo requerían de mí la más mecánica de las responsabilidades. Y esas noches se escenificaban bajo un cielo extranjero, sin nadie que vigilase, sin sanciones asociadas; y fue este último detalle lo que nos destruyó, porque nada resulta más insoportable, una vez alcanzado, que la libertad. Supongo que por esto le pedí que se casara conmigo: para que me diera un asidero. Es posible que por eso, en España, ella decidiera que quería casarse conmigo. Pero la gente no puede, desgraciadamente, inventarse sus asideros, sus amantes ni sus amigos, del mismo modo que tampoco puede inventarse a sus padres. La vida te los da y también te los quita, y lo más difícil es decirle sí a la vida.

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Pensaba, cuando le dije a Hella que la quería, en aquellos días en los que aún no me había pasado nada espantoso, irrevocable, en los que una aventura amorosa era solo una aventura amorosa. Ahora, a partir de esta noche, de la mañana que se aproxima, por muchas camas en las que me encuentre desde ahora hasta mi última cama, no volveré a vivir esas aventuras juveniles y entusiastas que son en realidad, si uno se para a pensarlo, una clase más elevada o, en todo caso, más pretenciosa de masturbación. La gente es demasiado diversa para tratarla con tanta despreocupación. Yo también soy demasiado diverso para resultar fiable. De no ser así, no estaría ahora solo en esta casa. Hella no estaría en alta mar. Y Giovanni no estaría a punto de perder la vida, en algún momento entre esta noche y la mañana, bajo la guillotina.

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Me arrepiento ahora –aunque no sirva de nada– de una mentira concreta de entre las muchas que he contado, dicho, vivido y creído. Hablo de la mentira que le conté a Giovanni pero que nunca conseguí que se creyese: que hasta entonces nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho. Había decidido que no se repetiría. Tiene algo de disparatado el espectáculo que me narro ahora a mí mismo: he huido lejísimos, con grandes esfuerzos, cruzando incluso un océano, para acabar frenado en seco, de nuevo, ante el bulldog de mi jardín particular: un jardín que, entretanto, ha perdido tamaño, mientras que el bulldog lo ha ganado.

Llevo mucho tiempo sin pensar en aquel muchacho, Joey; pero esta noche lo veo con gran claridad. Fue hace varios años. Yo era aún adolescente, él tenía más o menos mi edad, año arriba, año abajo. Además, era un chico muy simpático, muy espabilado y moreno, y siempre se estaba riendo. Durante una temporada fue mi mejor amigo. Después la idea de que una persona así pudiera haber llegado a ser mi mejor amigo fue la prueba de una mancha horripilante en mi interior. Así que me olvidé de él. Pero esta noche veo a Joey muy bien.

Sucedió en verano, no había clases. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana no sé dónde y yo estaba ese fin de semana en su casa, cerca de Coney Island, en Brooklyn. Nosotros también vivíamos en Brooklyn en aquella época, pero en un barrio mejor que el de Joey. Creo que habíamos estado vagueando en la playa, bañándonos un poco y observando a las chicas casi desnudas que iban pasando por delante, les lanzábamos silbidos y nos reíamos. Estoy seguro de que, si alguna de esas chicas a las que silbábamos hubiera mostrado la menor reacción, el océano no habría tenido la profundidad suficiente para cubrir nuestra vergüenza y nuestro terror. Pero las chicas, sin duda, sospechaban lo nuestro, probablemente por la forma en que silbábamos, y no nos hacían ni caso. Cuando empezó a ponerse el sol enfilamos el paseo marítimo en dirección a su casa, con los trajes de baño puestos y mojados debajo de los pantalones.

Y creo que empezó en la ducha. Sé que sentí algo –mientras hacíamos el tonto en aquel cuarto pequeño y lleno de vapor, mientras nos atizábamos con las toallas mojadas– que no había sentido hasta entonces, algo que misteriosa, y a la vez difusamente, lo incluía a él. Recuerdo en mí una gran resistencia a vestirme: le eché la culpa al calor. Pero nos acabamos vistiendo, más o menos, y comimos cosas frías de su nevera y bebimos mucha cerveza. Debimos de ir al cine. No se me ocurre ningún otro motivo por el que habríamos podido salir, y recuerdo que recorrimos las oscuras, tropicales calles de Brooklyn con el calor que brotaba de las calzadas y rebotaba en los muros de las casas con fuerza suficiente para matar a un hombre, mientras todos los adultos del mundo, o eso parecía, estaban sentados, andrajosos y chillones, en los escalones de entrada y todos los niños del mundo estaban en las aceras o en los bordillos o colgados de las escaleras de incendios, mientras yo rodeaba con el brazo el hombro de Joey. Estaba orgulloso, creo, porque su cabeza me llegaba justo por debajo de la oreja. Íbamos andando juntos y Joey soltaba chistes verdes y nos reíamos. Es raro recordar, por primera vez en tanto tiempo, lo bien que me sentí esa noche, el cariño que me inspiraba Joey.

Cuando volvimos esas calles estaban silenciosas; nosotros también íbamos callados. Estuvimos muy callados en el apartamento, nos desvestimos medio dormidos en el cuarto de Joey y nos metimos en la cama. Yo me quedé dormido; bastante rato, creo. Pero me desperté, vi que la luz estaba encendida y que Joey examinaba la almohada con una enorme e intensísima minuciosidad.

–¿Qué pasa?

–Creo que me picó una chinche.

–Pero qué sucios son. ¿Tienen chinches?

–Creo que una me ha picado.

–¿Alguna vez te ha picado una antes?

–No.

–Pues entonces vuélvete a dormir. Lo has soñado.

Me miró con la boca abierta y los ojos oscuros también muy abiertos. Parecía que acababa de descubrir que yo era experto en chinches. Solté una carcajada y le agarré la cabeza, como había hecho tantísimas veces antes mientras jugaba con él o cuando me sacaba de mis casillas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando lo rocé, algo sucedió en él y en mí que hizo de ese roce algo distinto de todos los roces que jamás habíamos vivido. Y no se resistió, como solía hacer, sino que se quedó donde yo lo había arrastrado, contra mi pecho. Y me percaté de que mi corazón latía de un modo tremendo, de que Joey temblaba pegado a mí, de que la luz de la habitación era muy brillante y quemaba. Empecé a moverme, a hacer alguna broma, pero Joey musitó algo y bajé la cabeza para escuchar. Joey levantó la cabeza mientras yo agachaba la mía y nos besamos, por así decirlo, por accidente. Entonces, por primera vez en mi vida, fui realmente consciente del cuerpo de otra persona, del olor de otra persona. Nos abrazamos. Aquello se parecía a sostener un pájaro raro, agotado, casi desaparecido, que yo había encontrado casual y milagrosamente. Estaba muy asustado; estoy seguro de que él también, y cerramos los ojos. Recordarlo tan clara, tan dolorosamente esta noche me revela que jamás lo he olvidado de veras, ni por un instante. Noto ahora en mí un leve, un espantoso despertar de todo lo que de forma tan abrumadora se despertó en mí entonces, un gran calor sediento y un temblor y una ternura tan dolorosa que creí que me iba a estallar el corazón. Pero de ese dolor asombroso e intolerable surgió una felicidad; esa noche nos brindamos mutuamente felicidad. Parecía entonces que toda una vida no me iba a bastar para que el acto amoroso se plasmara en una realidad compartida con Joey.

Pero esa vida fue breve, quedó circunscrita a esa noche: acabó por la mañana. Me desperté mientras Joey aún dormía, hecho un ovillo y de costado como un niño muy pequeño, dándome la cara. Parecía uno muy pequeño, con la boca entreabierta, las mejillas sonrosadas, el cabello rizado oscureciendo la almohada y medio ocultando su frente húmeda y redonda, las largas pestañas refulgiendo levemente bajo el sol estival. Ambos estábamos desnudos y la sábana con la que nos habíamos tapado estaba hecha una maraña a nuestros pies. El cuerpo de Joey era moreno, estaba sudoroso, era la creación más bella que yo había visto jamás. Lo iba a tocar para despertarlo, pero algo me frenó. De pronto tuve miedo. Quizá por lo inocente que parecía ahí tumbado, con esa confianza tan perfecta; quizá porque era mucho más menudo que yo; de repente mi cuerpo parecía repugnante y aplastante y el deseo que surgía en mí se me antojó monstruoso. Pero, sobre todo, de pronto tuve miedo. Cobré aguda conciencia de una idea: «Pero si Joey es un chico». De pronto vi la potencia de sus muslos, de sus brazos, de sus puños algo cerrados. La potencia y la promesa y el misterio de ese cuerpo me inspiraron un miedo repentino. Ese cuerpo, repentinamente, parecía la boca negra de una caverna en la que yo sería torturado hasta que llegase la locura, en la que perdería mi masculinidad. Precisamente quería conocer ese misterio y sentir esa potencia y que esa promesa se cumpliera en mí. El sudor de mi espalda se volvió frío. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, era testigo de aquella vileza. Pensé en qué diría la madre de Joey cuando viese las sábanas. Entonces me acordé de mi padre, que solo me tenía a mí en el mundo, pues mi madre había muerto cuando yo era pequeño. Una caverna se abrió en mi mente, negra, llena de rumores, insinuaciones, historias oídas a medias, olvidadas a medias, entendidas a medias, llena de palabras sucias. Me pareció ver mi futuro en esa caverna. Tuve miedo. Podía haber llorado, llorado de vergüenza y terror, llorado por no entender cómo me podía haber pasado eso a mí, cómo podía haber pasado eso en mi interior. Y tomé la decisión. Salí de la cama, me duché y ya estaba vestido y desayunado cuando se despertó Joey.

No le conté mi decisión; eso me habría hecho cambiar de parecer. No esperé a desayunar con él, solo tomé un poco de café y le di una excusa para volverme a casa. Sé que esa excusa no engañó a Joey, pero él no sabía cómo protestar ni insistir; tampoco sabía que le habría bastado con hacer eso. Entonces yo, que hasta entonces lo había visto casi todos los días de ese verano, dejé de ir a verlo. Él tampoco vino a verme. Me habría alegrado mucho si lo hubiera hecho, pero el modo en que me marché creó un límite que ninguno de los dos supo cómo sortear. Cuando al fin lo vi, más o menos por accidente, hacia el fin del verano, me inventé una larga y falsísima historia sobre una chica con la que estaba saliendo y, cuando comenzaron de nuevo las clases, me junté con un grupo de compañeros más broncos y mayores, y me mostré muy desagradable con Joey. Y cuanto más me entristecía la situación, más desagradable me mostraba. Al fin se distanció, se fue del barrio, dejó nuestro instituto, y jamás volví a verlo.

Empecé, quizá, a estar solo ese verano y empecé, ese verano, la lucha que me ha traído hasta esta ventana en penumbra.

Y, sin embargo, cuando uno comienza a buscar el momento crucial, definitivo, el momento que cambió todos los demás, se encuentra avanzando a duras penas, con gran dolor, por un laberinto de señales falsas y cerrando puertas de forma abrupta. Es posible, en efecto, que mi huida comenzara ese verano, lo que no me sirve para explicarme dónde está el germen del dilema que se resolvió, ese verano, mediante la huida. Evidentemente, el germen se encuentra en algún punto delante de mí, atrapado en el reflejo que observo en la ventana mientras en el exterior se hace de noche. Se halla encerrado en la habitación junto a mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará, y aun así me resulta más desconocido que los montes desconocidos que hay fuera.

Nosotros vivíamos en Brooklyn por aquel entonces, como he mencionado; también habíamos vivido en San Francisco, donde nací y donde está enterrada mi madre, y estuvimos una breve temporada en Seattle, después en Nueva York; para mí, Nueva York es Manhattan. Luego dejamos Brooklyn para regresar a Nueva York y, cuando llegué a Francia, mi padre y su nueva esposa habían subido de categoría al instalarse en Connecticut. Yo ya llevaba un tiempo por mi cuenta, eso sí, y había vivido en un apartamento situado en la zona de las calles Sesenta Este.

Nosotros, en los días de mi infancia y adolescencia, éramos mi padre, su hermana soltera y yo. A mi madre la habían llevado al cementerio cuando yo tenía cinco años. Apenas recuerdo nada de ella, pero aparecía en mis pesadillas, cegada por los gusanos, con el cabello seco como el metal y quebradizo como una ramita, pugnando por estrecharme contra su cuerpo; un cuerpo tan pútrido, tan repugnante en su blandura, que se abría, mientras yo escarbaba y gritaba, formando una abertura lo bastante grande para tragarme vivo. Sin embargo, cuando mi padre o mi tía entraban raudos en mi cuarto para saber qué me había asustado, no me atrevía a describir el sueño, que me parecía un gesto de deslealtad hacia mi madre. Les decía que había soñado con un cementerio. Ellos llegaban a la conclusión de que la muerte de mi madre había obrado ese inquietante efecto en mi imaginación y quizá creían que era una etapa del duelo. Y puede que así fuera pero, de ser ese el caso, aún sigo de luto.

Mi padre y mi tía se llevaban muy mal y, sin ser consciente de cómo o por qué lo notaba, yo percibía que su prolongado enfrentamiento estaba íntimamente relacionado con mi madre muerta. Recuerdo que, cuando era pequeño, en el gran salón de la casa de San Francisco, la fotografía de mi madre, que era lo único que ocupaba la repisa de la chimenea, parecía dominar la estancia. Daba la impresión de que esa fotografía demostraba que su espíritu gobernaba el ambiente y nos controlaba a todos. Recuerdo cómo las sombras empezaban a formarse en los rincones de esa sala, en la que yo nunca me sentía a gusto, y a mi padre bañado por la luz dorada que esparcía sobre él la lámpara alta junto a su butaca. Él leía el periódico, no podía verlo detrás de ese periódico, de modo que, desesperado por conquistar su atención, a veces lo molestaba tanto que nuestro duelo provocaba que me sacaran de la sala bañado en lágrimas. También lo recuerdo inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la vista fija en la ventana que frenaba la irrupción de la negrísima noche. Me preguntaba qué le estaría pasando por la cabeza. Tal como lo recuerdo, siempre lleva un chaleco gris y se ha aflojado la corbata, y el pelo rubio claro le cae sobre el rostro cuadrado, rubicundo. Era una de esas personas de carcajada fácil que tardan en enfadarse; de modo que su enfado, cuando se produce, resulta de lo más impactante, pues parece surgir de un insospechado recoveco, como un fuego capaz de devorar una casa entera.

Y su hermana Ellen, un poco mayor que él, un poco más morena, siempre arreglada en exceso, maquillada en exceso, con un rostro y una figura que empezaban a endurecerse, y con demasiadas joyas por todas partes, que tintinean y entrechocan bajo la luz, está en el sofá leyendo; leía mucho, todas las novedades literarias, e iba una barbaridad al cine. O tejía. Me da la impresión de que siempre llevaba una bolsa enorme y llena de agujas de punto de aspecto peligroso, o un libro o las dos cosas. Y no sé qué tejía, aunque supongo que alguna vez nos haría una prenda a mi padre o a mí. Pero no lo recuerdo, del mismo modo que tampoco recuerdo lo que leía. Cabe la posibilidad de que siempre fuera el mismo libro y que siempre hubiera estado atareada con la misma bufanda o el mismo suéter, o a saber qué, en todos los años que la traté. A veces mi padre y ella jugaban a las cartas, esto era bastante infrecuente; otras veces cuchicheaban en tono cordial y guasón, pero esto era peligroso. Su cháchara casi siempre acababa en pelea. En ocasiones teníamos invitados y a menudo me dejaban contemplar cómo se tomaban los cócteles. Entonces mi padre sacaba su mejor cara, se mostraba jovial y extrovertido, recorría la sala atestada con una copa en la mano, rellenando las bebidas de la gente, soltando muchas carcajadas, abordando a todos los hombres como si fueran sus hermanos y coqueteando con las mujeres. O no, no coqueteando con ellas, sino pavoneándose ante ellas. Daba la sensación de que Ellen siempre lo estaba vigilando, como si temiera que hiciese algo terrible, lo vigilaba y vigilaba a las mujeres, y sí, coqueteaba con los hombres de un modo extraño y desquiciante. Iba vestida para matar, como suele decirse, con la boca más roja que cualquier sangre, vestida con algo que era de un color impropio, o que le apretaba demasiado, o para lo que era demasiado mayor; la copa que sostenía amenazaba, en cualquier momento, con quedar reducida a añicos, a esquirlas, y su voz no dejaba de oírse como una cuchilla que araña un cristal. Cuando yo era pequeño y la observaba con invitados, me daba miedo.

Sin embargo, pasase lo que pasase en aquella sala, mi madre lo estaba observando todo. Lo contemplaba desde el marco de la fotografía: una mujer pálida, rubia, engalanada con delicadeza, de ojos oscuros y frente lisa, con una boca nerviosa y suave. Pero algo en el lugar que los ojos ocupaban en el rostro y en cómo miraban de frente, algo levísimamente sarcástico y astuto en el rictus de la boca traslucía que, en algún punto por debajo de aquella tensa fragilidad, existía una fuerza tan heterogénea como firme y, al igual que la furia de mi padre, peligrosa por lo absolutamente inesperada que resultaba. Mi padre apenas hablaba de ella y, cuando lo hacía, se tapaba con ademanes misteriosos la cara; cuando hablaba de ella, solo se refería a ella como mi madre y, de hecho, hablaba de ella como podría haberlo hecho de la suya. Ellen mencionaba a mi madre con frecuencia, comentaba que había sido una mujer de lo más extraordinaria, pero eso me causaba incomodidad. Sentía que no tenía derecho a ser hijo de semejante madre.

Años después, cuando yo ya era un hombre, traté de que mi padre hablara de ella. Pero Ellen había muerto, él estaba a punto de casarse de nuevo. Habló de mi madre, entonces, tal como lo había hecho Ellen y, de hecho, podría haber estado hablando de Ellen.

Mi padre y Ellen se pelearon una noche cuando yo andaba por los trece años. Tuvieron muchas broncas tremendas, sin duda, pero puede que esta la recuerde con tanta claridad porque parecía que trataba de mí.

Yo estaba acostado en el piso de arriba, dormido. Era muy tarde. De pronto me despertó el ruido de las pisadas de mi padre en el camino que pasaba bajo mi ventana. Supe por el ruido y por el ritmo que estaba un poco borracho y recuerdo que en ese momento una cierta decepción, un dolor inédito me embargaron. Lo había visto borracho con frecuencia y nunca me había sentido así –al contrario, mi padre a veces se mostraba sumamente encantador cuando estaba ebrio–, pero esa noche sentí de repente que había algo en la situación, en él, que resultaba despreciable.

Oí que entraba. Y enseguida oí también la voz de Ellen.

–¿Todavía no te has ido a la cama? –le preguntó mi padre. Intentaba ser cortés e intentaba evitar una escena, pero su voz no denotaba cordialidad, solo tensión y hartazgo.

–Creía –repuso Ellen fríamente– que alguien tenía que decirte lo que le estás haciendo a tu hijo.

–¿Qué le estoy haciendo a mi hijo? –Mi padre estuvo a punto de añadir algo, algo espantoso; pero se contuvo y se limitó a preguntar, con una tranquilidad resignada, borracha, desesperada–: ¿De qué hablas, Ellen?

–¿De verdad crees –preguntó ella; yo estaba seguro de que se encontraba en el centro de la sala, con las manos entrelazadas por delante del cuerpo, muy quieta y muy recta– que eres el tipo de hombre que él debería ser de adulto? –y, como mi padre no respondió nada, añadió–: Porque está creciendo, no sé si te has fijado. –Entonces, con desdén–: Y en eso ya te está superando.

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–Vete a la cama, Ellen –dijo mi padre en un tono muy cansado.

Sentí que, ya que hablaban de mí, debía bajar y decirle a Ellen que lo que supuestamente no funcionaba entre mi padre y yo lo podíamos resolver entre nosotros, sin su ayuda. Y quizá –aunque parezca raro– sentí que me faltaba al respeto a mí. Desde luego, yo jamás le había comentado a ella nada de mi padre.

Oí los pasos pesados e inseguros de mi progenitor mientras cruzaba la sala, en dirección a las escaleras.

–¿Acaso te crees –insistió Ellen– que no sé dónde has estado?

–He salido… a beber –dijo mi padre–, y ahora quiero dormir un poco si no te importa.

–Has estado con la chica esa, con Beatrice –continuó Ellen–. Donde siempre estás y donde pierdes todo el dinero y también toda la hombría y la dignidad.

Consiguió enfadarlo. Mi padre empezó a balbucear:

–Si crees…, si se te ha pasado por la cabeza… que voy a quedarme…, quedarme…, quedarme aquí a discutir mi vida privada contigo…, ¡mi vida privada!, si crees que voy a hablar contigo de esto, pues la verdad es que has perdido la cabeza.

–A mí, desde luego, me da igual lo que hagas con tu existencia –dijo Ellen–. No eres precisamente tú quien me preocupa. Pero resulta que eres la única figura de autoridad para David. Yo no. Y no tiene madre. A mí solo me escucha cuando cree que así te complace. ¿De verdad crees que es buena idea que David te vea volver dando tumbos tan a menudo? Y no te engañes –añadió con una voz cargada de emoción–, no te engañes si crees que no sabe de dónde vienes, ¡no creas que no sabe lo de tus mujeres!

Se equivocaba. Creo que yo no sabía nada de ellas, ni tampoco había pensado jamás en ellas. Sin embargo, a partir de aquella tarde no hice más que imaginármelas. Apenas podía estar frente a una mujer sin plantearme la posibilidad de que mi padre, según la expresión de Ellen, hubiera estado «metido en líos» con ella.

–Considero escasamente posible –dijo mi padre– que David tenga pensamientos más limpios que los tuyos.

El silencio, entonces, en el que mi padre subió la escalera fue con mucho el peor que yo había conocido en mi vida. Me pregunté qué pensarían, cada uno de los dos. Me pregunté qué cara tendrían. Me pregunté qué presenciaría cuando los viera por la mañana.

–Y otra cosa –dijo mi padre de repente, a mitad de la escalera, con una voz que me asustó–: lo único que quiero es que David acabe convirtiéndose en un hombre. Y cuando digo hombre, Ellen, no me refiero a un profesor de catequesis.

–Un hombre –replicó Ellen en tono cortante– no es lo mismo que una bestia. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo él, al cabo de un momento.

Y oí que daba tumbos al pasar por mi puerta.

A partir de aquella ocasión, con la misteriosa, taimada y horrible intensidad de los muy jóvenes, desprecié a mi padre

y odié a Ellen. Me cuesta decir por qué. No sé por qué. Pero eso permitió que todas las profecías de Ellen respecto a mí se cumplieran. Había asegurado que llegaría un momento en que nada ni nadie podrían controlarme, ni siquiera mi padre. Y ese momento, sin duda ninguna, llegó.

Llegó después de lo de Joey. El incidente con él me había conmocionado en lo más profundo y, como resultado, me volví taciturno y cruel. No podía comentar con nadie lo que me había pasado, ni siquiera lo podía reconocer ante mí mismo; y, aunque nunca pensaba en ello, ahí seguía, a pesar de todo, en el fondo de mi cabeza, tan inmóvil y espantoso como un cadáver en descomposición. Y eso cambió, espesó, amargó el clima de mi mente. Al poco era yo quien volvía tarde a casa dando tumbos, era yo quien se topaba con Ellen despierta y esperándome, éramos Ellen y yo quienes nos peleábamos noche tras noche.

Mi padre adoptó la actitud de que no era más que una fase inevitable de mi desarrollo y fingió despreocupación. No obstante, por debajo de su talante jovial, de camaradería masculina, estaba desorientado, estaba asustado. Quizá había imaginado que nos iríamos acercando según crecía yo, y, en cambio, ahora que aspiraba a saber algo de mí, yo huía lo más lejos posible de él. Yo no quería que me conociera. No quería que me conociera nadie. Además, por otro lado, yo vivía con mi padre la etapa que los muy jóvenes viven inevitablemente con sus mayores: empezaba a juzgarlo. Y la misma dureza de este juicio, que me partía el corazón, puso de manifiesto, aunque yo no lo podría haber dicho por aquel entonces, hasta qué punto lo había querido, hasta qué punto ese amor, junto con mi inocencia, moría.

Mi pobre padre estaba estupefacto y asustado. Le resultaba imposible creer que fallara algo serio entre nosotros. No solo porque entonces no habría sabido qué hacer al respecto, sino sobre todo porque habría tenido que asumir la certeza de que se había dejado algo en alguna parte sin hacer, algo de suma importancia. Y como ninguno de los dos teníamos la menor idea de en qué podía consistir esa omisión tan significativa, y dado que nos veíamos obligados a mantener la alianza tácita contra Ellen, nos consolábamos mostrándonos campechanos entre nosotros. No parecíamos un padre y un hijo, comentaba él a veces con orgullo, sino amigotes. Creo que a veces mi padre lo creía de veras. Yo nunca lo hice. Yo no quería ser su amigote; quería ser su hijo. Lo que entre nosotros aparentaba ser franqueza masculina me agotaba y me horrorizaba. Los padres deberían evitar la desnudez total frente a sus hijos. Yo no quería saber –al menos, no por su boca– que su carne era tan poco redimible como la mía. Ese conocimiento no hacía que me sintiera más hijo suyo –ni su amigote–, solo me llevaba a sentirme un intruso y, además, atemorizado. Él creía que nos parecíamos. Yo no quería creerlo. No quería creer que mi vida pudiese acabar como la suya, ni que mi mente pudiese volverse tan endeble, tan desprovista de dureza y de acantilados escarpados y pronunciados. Él no quería que hubiese distancia entre nosotros; quería que lo considerase un hombre como yo. Pero yo aspiraba a esa misericordiosa distancia entre padre e hijo que me habría permitido amarlo.

Una noche, borracho, acompañado por otras personas y volviendo de una fiesta en otra localidad, el coche que yo conducía se estrelló. Fue solo culpa mía. Iba casi demasiado borracho para caminar y no estaba en condiciones de conducir, pero los otros no lo sabían, porque soy de esas personas que pueden comportarse y hablar como si estuvieran sobrias cuando están casi a punto de desplomarse. En una franja recta y sin baches de autopista algo raro les pasó a todos mis reflejos, y el coche se me descontroló con un salto. Y un poste telefónico, blanco como la espuma, se me acercó entre aullidos en medio de la negrísima oscuridad; me llegaron gritos y después un rugido grave y desgarrador. Entonces todo se volvió de un intenso escarlata y después, tan claro como el día, y yo me sumí en unas tinieblas que hasta entonces jamás había conocido.

Debí de empezar a despertarme mientras nos trasladaban al hospital. Recuerdo confusamente movimiento y voces, pero estas parecían muy lejanas, y parecían no estar relacionadas en absoluto conmigo. Más tarde me desperté en un lugar que daba la impresión de ser el corazón mismo del invierno, un techo alto y blanco, y paredes blancas, y una ventana rígida, glacial e inclinada, o eso parecía, sobre mí. Debí de intentar incorporarme, porque recuerdo un rugido espantoso en la cabeza y a continuación un peso en el pecho y un rostro enorme por encima de mí. Y mientras este peso, este rostro empezaban a hundirme de nuevo, llamé a mi madre a gritos. Entonces volvió a reinar la oscuridad.

Cuando al fin recobré la consciencia, mi padre estaba de pie al lado de la cama. Supe que estaba antes de verlo, antes de enfocar la vista y de girar la cabeza con tiento. Cuando vio que estaba despierto, se acercó con cuidado y me hizo un gesto para que no me moviera. Parecía muy avejentado. Quise llorar. Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos de hito en hito.

–¿Cómo te encuentras? –musitó al fin.

Fue al intentar hablar cuando me di cuenta del dolor que sentía y enseguida tuve miedo. Debió de vérmelo en la mirada, pues añadió en voz baja, con una intensidad sufriente y maravillosa:

–No te preocupes, David. Te pondrás bien. Te pondrás bien.

Yo seguía sin poder decir nada. Le observé el rostro sin más.

–Han tenido una suerte tremenda, chico –añadió intentando sonreír–. Tú eres el que ha salido peor parado.

–Iba borracho –dije al fin. Quería contarle todo, pero hablar era un auténtico tormento.

–¿Acaso no sabes –preguntó con una actitud de extrema perplejidad, pues frente a lo sucedido podía permitirse una reacción perpleja– que no hay que ir por ahí conduciendo cuando estás borracho? Eso tú ya lo sabes –continuó en tono severo, y apretó los labios–. Es que se podrían haber matado todos. –Y le tembló la voz.

–Lo siento –dije de pronto–. Lo siento. –No supe cómo expresar qué era lo que sentía.

–No lo sientas –respondió–. La próxima vez ten cuidado.

–Estaba apretando un pañuelo entre las manos, lo desplegó, alargó el brazo y me enjugó la frente–. Eres lo único que tengo –declaró con una azorada sonrisa de dolor–. Ve con cuidado.

–Papá –dije. Y me eché a llorar. Si hablar había sido un tormento, esto era peor y, sin embargo, no podía parar.

El rostro de mi padre cambió. Se envejeció de forma espantosa y, al mismo tiempo, mostró una juventud absoluta e impotente. Recuerdo que me quedé anonadado, en el centro frío e inmóvil de la tormenta que se desataba en mi interior, al percatarme de que mi padre había estado sufriendo, de que aún sufría.

–No llores –me pidió–. No llores. –Me acarició la frente con aquel pañuelo absurdo, como si esa tela portase un hechizo sanador–. No hay nada por lo que llorar. Todo se arreglará.

–Él también estaba casi sollozando–. No pasa nada malo, ¿verdad? No he hecho nada malo, ¿no? –Y todo esto, sin dejar de acariciarme la cara con el pañuelo, asfixiándome.

–Íbamos borrachos –dije–. Íbamos borrachos. –Parecía que esto, por algún motivo, lo explicaba todo.

–Tu tía Ellen asegura que la culpa es mía –dijo–. Que no te he criado bien. –Apartó, gracias a Dios, el pañuelo aquel y enderezó ligeramente los hombros–. No tienes nada contra mí, ¿no? Si lo tienes, ¿me lo dirías?

Se me empezaron a secar las lágrimas, las de la cara y las del pecho.

–No –contesté–, no. Nada. De verdad.

–Lo he hecho lo mejor que he podido –dijo–. Lo mejor, en serio. –Lo miré. Al fin esbozó una sonrisa y añadió–: Vas a estar tumbado una temporada pero, cuando vengas a casa, mientras sigas allí acostado hablaremos, ¿eh?, e intentaremos decidir qué demonios hacemos contigo cuando estés en pie. ¿Vale?

–Vale –contesté.

Porque fui consciente, en el fondo de mi corazón, de que nunca habíamos hablado y que ya nunca lo haríamos. Fui consciente de que él jamás debía saberlo. Cuando volví a casa, discutió mi futuro conmigo pero yo ya había tomado la decisión. No iba a ir a la universidad, no me iba a quedar en aquella casa con él y con Ellen. Y manipulé a mi padre tan bien que comenzó a creer de verdad que el hecho de que yo buscase trabajo y de que viviese solo era el resultado directo de sus consejos, y un homenaje al modo en que me había educado. Cuando me marché, lógicamente se hizo mucho más fácil el trato con él, y nunca tuvo motivo alguno para sentir que lo había expulsado de mi vida, porque yo siempre era capaz, cuando hablábamos del tema, de contarle lo que quería oír. Y nos llevábamos bastante bien, porque la imagen que yo le daba a mi padre de mi vida era exactamente la imagen en la que yo, con la mayor desesperación, necesitaba creer.

Porque soy –o era– una de esas personas que se enorgullecen de su fuerza de voluntad, de su capacidad de tomar una decisión y llevarla a término. Esa virtud, como la mayoría de las virtudes, es la ambigüedad misma. Las personas que creen que tienen una voluntad de hierro y que son dueñas de su destino solo pueden creerlo indefinidamente si se convierten en especialistas del autoengaño. En realidad, sus decisiones no lo son en absoluto –una decisión de verdad le baja a uno los humos, uno sabe que está a merced de más cosas de las que pueden nombrarse–, no son sino intrincados sistemas de evasión, de ilusión, creados para que la persona y el mundo parezcan ser lo que ni la persona ni el mundo son. Sin duda, este fue el resultado de mi decisión, la que tomé hace tanto tiempo en la cama de Joey. Había decidido que no quedase espacio en el universo para algo que me avergonzaba y me asustaba. Lo logré con creces, a costa de no mirar el universo, ni mirarme a mí, a costa de estar siempre, a efectos prácticos, en continuo movimiento. Ni siquiera el continuo movimiento, claro está, impide algún roce fortuito y misterioso, una caída, como la de un avión que se topa con una bolsa de aire. Y de estas hubo unas cuantas, todas teñidas de ebriedad, todas sórdidas: una de esas espeluznantes caídas sucedió mientras estaba yo en el Ejército y estuvo implicado un marica al que después expulsó un tribunal militar. El pavor que me causó su castigo fue lo más cerca que estuve de enfrentarme en mi interior a esos terrores que, a veces, veía que nublaban la vista de otro hombre.

Lo que pasó fue que, completamente inconsciente de lo que ese hartazgo implicaba, me harté del movimiento, me cansé de los sombríos océanos de alcohol, me cansé de las amistades rudas, campechanas, joviales y desprovistas de sentido, me cansé de pulular por los bosques de mujeres desesperadas, me cansé del trabajo, que solo me alimentaba en el significado más brutalmente literal. Quizá, como decimos en Estados Unidos, me quería encontrar a mí mismo. Se trata de una expresión interesante, que por lo que yo sé no se emplea tanto en el idioma de otros pueblos, que en absoluto quiere decir lo que manifiesta sino que trasluce la insidiosa sospecha de que algo se ha extraviado. Ahora creo que, si hubiera sospechado que el yo que iba a encontrar solo acabaría siendo el mismo yo del que había estado tanto tiempo huyendo, me habría quedado en casa. Pero, también es cierto, creo que sabía, en lo más profundo de mi corazón, exactamente lo que estaba haciendo cuando subí a ese barco rumbo a Francia

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Este fragmento de El cuarto de Giovanni (2024) de James Baldwin se publica con autorización de la editorial Sexto Piso.

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Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

Un adelanto de la novela <i>El cuarto de Giovanni</i> de James Baldwin

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Tiempo de Lectura: 00 min

Cuando James Baldwin presentó a su editor el manuscrito de su segunda novela, El cuarto de Giovanni, este no solo lo rechazó, sino que le aconsejó quemarlo. Ahora, Sexto Piso ha decidido reeditar esta obra del escritor estadounidense.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Estoy frente a la ventana de esta casa enorme del sur de Francia mientras se va haciendo de noche, la noche que me lleva ala mañana más atroz de mi vida. Sostengo una copa, junto al brazo tengo una botella. Veo mi reflejo en el brillo oscuro del cristal de la ventana. Mi reflejo es alto, quizá recuerda una flecha, mi cabello rubio lanza destellos. Mi cara se parece auna cara que ya has visto muchas veces. Mis antepasados conquistaron un continente, avanzaron por llanuras infestadas de muerte hasta que llegaron a un océano que estaba de espaldas a Europa, frente a un pasado más oscuro.

Puede que esté borracho por la mañana, pero eso no servirá de nada. Aun así, tomaré el tren a París. El tren será el mismo; la gente, tratando a duras penas de acomodarse e incluso de mantener la dignidad en los asientos de madera y respaldo recto de tercera clase, será la misma, y yo también seré el mismo. Cruzaremos el mismo paisaje cambiante en dirección al norte, dejaremos atrás los olivos y el mar y toda la gloria del tempestuoso cielo meridional, y llegaremos a la niebla y la lluvia de París. Alguien se ofrecerá a compartir su bocadillo conmigo, alguien me ofrecerá un traguito de vino, alguien me pedirá una cerilla. La gente recorrerá los pasillos mirando por las ventanillas, mirándonos a los que estamos sentados. Encada parada, unos reclutas con uniformes marrones demasiado grandes y gorras de colores abrirán la puerta del compartimento y preguntarán Complet? Todos contestaremos que sí con la cabeza, como si conspiráramos, mientras nos dirigimos débiles sonrisas y ellos siguen avanzando por el tren. Dos o tres acabarán delante de la puerta de nuestro compartimento, gritándose con esas voces graves y groseras, fumando sus espantosos cigarrillos militares. Habrá una chica sentada frente a mí a quien le extrañará que no haya coqueteado con ella, a quien la presencia de los reclutas sacará de quicio. Todo será lo mismo, solo que yo estaré más quieto.

Y hay quietud en el paisaje esta noche, en este paisaje que se refleja a través de mi imagen en el cristal. La casa se encuentra justo delante de un pequeño complejo de residencias veraniegas que sigue vacío, la temporada aún no ha comenzado. Se encuentra en un monte bajo, se pueden divisar las luces del pueblo y oír el estruendo del mar. La alquilamos en París mi novia Hella y yo, a partir de unas fotografías, hace unos meses. Ahora hace una semana que se ha ido. Está en alta mar ahora, en la travesía de vuelta a Estados Unidos.

Me la imagino muy elegante, tensa y resplandeciente, rodeada de la luz que inunda el salón del trasatlántico, bebiendo demasiado deprisa, y soltando carcajadas, y observando a los hombres. Así fue como la conocí yo, en un bar de Saint-Germain-des-Prés mientras bebía y observaba, y por eso me gustó, pensé que sería divertido divertirse con ella. Así fue como empezó, esa era toda la importancia que revestía para mí; ahora no estoy seguro, a pesar de todo, de que haya llegado a tener mayor importancia para mí. Y tampoco creo que la haya tenido para ella; al menos, no hasta que hizo ese viaje a España y, al verse allí sola, empezó a plantearse, quizá, si toda una vida dedicada a beber y a observar a los hombres era exactamente lo que ella quería. Pero ya era demasiado tarde para entonces. Yo ya estaba con Giovanni. Le había pedido a Hella que se casara conmigo antes de que se marchara a España; ella se echó a reír y yo me eché a reír, pero eso hizo, por algún motivo, que el asunto me pareciera aún más serio e insistí: entonces ella contestó que tendría que irse y pensarlo. Y la última noche que pasó aquí, la última vez que la vi, mientras Hella hacía la maleta, le dije que la quería y me obligué a creérmelo. Pero no sé si era cierto. Estaba pensando, sin duda, en nuestras noches en la cama, en esa inocencia y esa confianza peculiares que jamás recuperaré, que habían hecho de aquellas noches algo tan delicioso, tan poco vinculado al pasado, al presente y a lo venidero, tan poco vinculado, en resumidas cuentas, a mi vida, puesto que solo requerían de mí la más mecánica de las responsabilidades. Y esas noches se escenificaban bajo un cielo extranjero, sin nadie que vigilase, sin sanciones asociadas; y fue este último detalle lo que nos destruyó, porque nada resulta más insoportable, una vez alcanzado, que la libertad. Supongo que por esto le pedí que se casara conmigo: para que me diera un asidero. Es posible que por eso, en España, ella decidiera que quería casarse conmigo. Pero la gente no puede, desgraciadamente, inventarse sus asideros, sus amantes ni sus amigos, del mismo modo que tampoco puede inventarse a sus padres. La vida te los da y también te los quita, y lo más difícil es decirle sí a la vida.

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Pensaba, cuando le dije a Hella que la quería, en aquellos días en los que aún no me había pasado nada espantoso, irrevocable, en los que una aventura amorosa era solo una aventura amorosa. Ahora, a partir de esta noche, de la mañana que se aproxima, por muchas camas en las que me encuentre desde ahora hasta mi última cama, no volveré a vivir esas aventuras juveniles y entusiastas que son en realidad, si uno se para a pensarlo, una clase más elevada o, en todo caso, más pretenciosa de masturbación. La gente es demasiado diversa para tratarla con tanta despreocupación. Yo también soy demasiado diverso para resultar fiable. De no ser así, no estaría ahora solo en esta casa. Hella no estaría en alta mar. Y Giovanni no estaría a punto de perder la vida, en algún momento entre esta noche y la mañana, bajo la guillotina.

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Me arrepiento ahora –aunque no sirva de nada– de una mentira concreta de entre las muchas que he contado, dicho, vivido y creído. Hablo de la mentira que le conté a Giovanni pero que nunca conseguí que se creyese: que hasta entonces nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho. Había decidido que no se repetiría. Tiene algo de disparatado el espectáculo que me narro ahora a mí mismo: he huido lejísimos, con grandes esfuerzos, cruzando incluso un océano, para acabar frenado en seco, de nuevo, ante el bulldog de mi jardín particular: un jardín que, entretanto, ha perdido tamaño, mientras que el bulldog lo ha ganado.

Llevo mucho tiempo sin pensar en aquel muchacho, Joey; pero esta noche lo veo con gran claridad. Fue hace varios años. Yo era aún adolescente, él tenía más o menos mi edad, año arriba, año abajo. Además, era un chico muy simpático, muy espabilado y moreno, y siempre se estaba riendo. Durante una temporada fue mi mejor amigo. Después la idea de que una persona así pudiera haber llegado a ser mi mejor amigo fue la prueba de una mancha horripilante en mi interior. Así que me olvidé de él. Pero esta noche veo a Joey muy bien.

Sucedió en verano, no había clases. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana no sé dónde y yo estaba ese fin de semana en su casa, cerca de Coney Island, en Brooklyn. Nosotros también vivíamos en Brooklyn en aquella época, pero en un barrio mejor que el de Joey. Creo que habíamos estado vagueando en la playa, bañándonos un poco y observando a las chicas casi desnudas que iban pasando por delante, les lanzábamos silbidos y nos reíamos. Estoy seguro de que, si alguna de esas chicas a las que silbábamos hubiera mostrado la menor reacción, el océano no habría tenido la profundidad suficiente para cubrir nuestra vergüenza y nuestro terror. Pero las chicas, sin duda, sospechaban lo nuestro, probablemente por la forma en que silbábamos, y no nos hacían ni caso. Cuando empezó a ponerse el sol enfilamos el paseo marítimo en dirección a su casa, con los trajes de baño puestos y mojados debajo de los pantalones.

Y creo que empezó en la ducha. Sé que sentí algo –mientras hacíamos el tonto en aquel cuarto pequeño y lleno de vapor, mientras nos atizábamos con las toallas mojadas– que no había sentido hasta entonces, algo que misteriosa, y a la vez difusamente, lo incluía a él. Recuerdo en mí una gran resistencia a vestirme: le eché la culpa al calor. Pero nos acabamos vistiendo, más o menos, y comimos cosas frías de su nevera y bebimos mucha cerveza. Debimos de ir al cine. No se me ocurre ningún otro motivo por el que habríamos podido salir, y recuerdo que recorrimos las oscuras, tropicales calles de Brooklyn con el calor que brotaba de las calzadas y rebotaba en los muros de las casas con fuerza suficiente para matar a un hombre, mientras todos los adultos del mundo, o eso parecía, estaban sentados, andrajosos y chillones, en los escalones de entrada y todos los niños del mundo estaban en las aceras o en los bordillos o colgados de las escaleras de incendios, mientras yo rodeaba con el brazo el hombro de Joey. Estaba orgulloso, creo, porque su cabeza me llegaba justo por debajo de la oreja. Íbamos andando juntos y Joey soltaba chistes verdes y nos reíamos. Es raro recordar, por primera vez en tanto tiempo, lo bien que me sentí esa noche, el cariño que me inspiraba Joey.

Cuando volvimos esas calles estaban silenciosas; nosotros también íbamos callados. Estuvimos muy callados en el apartamento, nos desvestimos medio dormidos en el cuarto de Joey y nos metimos en la cama. Yo me quedé dormido; bastante rato, creo. Pero me desperté, vi que la luz estaba encendida y que Joey examinaba la almohada con una enorme e intensísima minuciosidad.

–¿Qué pasa?

–Creo que me picó una chinche.

–Pero qué sucios son. ¿Tienen chinches?

–Creo que una me ha picado.

–¿Alguna vez te ha picado una antes?

–No.

–Pues entonces vuélvete a dormir. Lo has soñado.

Me miró con la boca abierta y los ojos oscuros también muy abiertos. Parecía que acababa de descubrir que yo era experto en chinches. Solté una carcajada y le agarré la cabeza, como había hecho tantísimas veces antes mientras jugaba con él o cuando me sacaba de mis casillas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando lo rocé, algo sucedió en él y en mí que hizo de ese roce algo distinto de todos los roces que jamás habíamos vivido. Y no se resistió, como solía hacer, sino que se quedó donde yo lo había arrastrado, contra mi pecho. Y me percaté de que mi corazón latía de un modo tremendo, de que Joey temblaba pegado a mí, de que la luz de la habitación era muy brillante y quemaba. Empecé a moverme, a hacer alguna broma, pero Joey musitó algo y bajé la cabeza para escuchar. Joey levantó la cabeza mientras yo agachaba la mía y nos besamos, por así decirlo, por accidente. Entonces, por primera vez en mi vida, fui realmente consciente del cuerpo de otra persona, del olor de otra persona. Nos abrazamos. Aquello se parecía a sostener un pájaro raro, agotado, casi desaparecido, que yo había encontrado casual y milagrosamente. Estaba muy asustado; estoy seguro de que él también, y cerramos los ojos. Recordarlo tan clara, tan dolorosamente esta noche me revela que jamás lo he olvidado de veras, ni por un instante. Noto ahora en mí un leve, un espantoso despertar de todo lo que de forma tan abrumadora se despertó en mí entonces, un gran calor sediento y un temblor y una ternura tan dolorosa que creí que me iba a estallar el corazón. Pero de ese dolor asombroso e intolerable surgió una felicidad; esa noche nos brindamos mutuamente felicidad. Parecía entonces que toda una vida no me iba a bastar para que el acto amoroso se plasmara en una realidad compartida con Joey.

Pero esa vida fue breve, quedó circunscrita a esa noche: acabó por la mañana. Me desperté mientras Joey aún dormía, hecho un ovillo y de costado como un niño muy pequeño, dándome la cara. Parecía uno muy pequeño, con la boca entreabierta, las mejillas sonrosadas, el cabello rizado oscureciendo la almohada y medio ocultando su frente húmeda y redonda, las largas pestañas refulgiendo levemente bajo el sol estival. Ambos estábamos desnudos y la sábana con la que nos habíamos tapado estaba hecha una maraña a nuestros pies. El cuerpo de Joey era moreno, estaba sudoroso, era la creación más bella que yo había visto jamás. Lo iba a tocar para despertarlo, pero algo me frenó. De pronto tuve miedo. Quizá por lo inocente que parecía ahí tumbado, con esa confianza tan perfecta; quizá porque era mucho más menudo que yo; de repente mi cuerpo parecía repugnante y aplastante y el deseo que surgía en mí se me antojó monstruoso. Pero, sobre todo, de pronto tuve miedo. Cobré aguda conciencia de una idea: «Pero si Joey es un chico». De pronto vi la potencia de sus muslos, de sus brazos, de sus puños algo cerrados. La potencia y la promesa y el misterio de ese cuerpo me inspiraron un miedo repentino. Ese cuerpo, repentinamente, parecía la boca negra de una caverna en la que yo sería torturado hasta que llegase la locura, en la que perdería mi masculinidad. Precisamente quería conocer ese misterio y sentir esa potencia y que esa promesa se cumpliera en mí. El sudor de mi espalda se volvió frío. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, era testigo de aquella vileza. Pensé en qué diría la madre de Joey cuando viese las sábanas. Entonces me acordé de mi padre, que solo me tenía a mí en el mundo, pues mi madre había muerto cuando yo era pequeño. Una caverna se abrió en mi mente, negra, llena de rumores, insinuaciones, historias oídas a medias, olvidadas a medias, entendidas a medias, llena de palabras sucias. Me pareció ver mi futuro en esa caverna. Tuve miedo. Podía haber llorado, llorado de vergüenza y terror, llorado por no entender cómo me podía haber pasado eso a mí, cómo podía haber pasado eso en mi interior. Y tomé la decisión. Salí de la cama, me duché y ya estaba vestido y desayunado cuando se despertó Joey.

No le conté mi decisión; eso me habría hecho cambiar de parecer. No esperé a desayunar con él, solo tomé un poco de café y le di una excusa para volverme a casa. Sé que esa excusa no engañó a Joey, pero él no sabía cómo protestar ni insistir; tampoco sabía que le habría bastado con hacer eso. Entonces yo, que hasta entonces lo había visto casi todos los días de ese verano, dejé de ir a verlo. Él tampoco vino a verme. Me habría alegrado mucho si lo hubiera hecho, pero el modo en que me marché creó un límite que ninguno de los dos supo cómo sortear. Cuando al fin lo vi, más o menos por accidente, hacia el fin del verano, me inventé una larga y falsísima historia sobre una chica con la que estaba saliendo y, cuando comenzaron de nuevo las clases, me junté con un grupo de compañeros más broncos y mayores, y me mostré muy desagradable con Joey. Y cuanto más me entristecía la situación, más desagradable me mostraba. Al fin se distanció, se fue del barrio, dejó nuestro instituto, y jamás volví a verlo.

Empecé, quizá, a estar solo ese verano y empecé, ese verano, la lucha que me ha traído hasta esta ventana en penumbra.

Y, sin embargo, cuando uno comienza a buscar el momento crucial, definitivo, el momento que cambió todos los demás, se encuentra avanzando a duras penas, con gran dolor, por un laberinto de señales falsas y cerrando puertas de forma abrupta. Es posible, en efecto, que mi huida comenzara ese verano, lo que no me sirve para explicarme dónde está el germen del dilema que se resolvió, ese verano, mediante la huida. Evidentemente, el germen se encuentra en algún punto delante de mí, atrapado en el reflejo que observo en la ventana mientras en el exterior se hace de noche. Se halla encerrado en la habitación junto a mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará, y aun así me resulta más desconocido que los montes desconocidos que hay fuera.

Nosotros vivíamos en Brooklyn por aquel entonces, como he mencionado; también habíamos vivido en San Francisco, donde nací y donde está enterrada mi madre, y estuvimos una breve temporada en Seattle, después en Nueva York; para mí, Nueva York es Manhattan. Luego dejamos Brooklyn para regresar a Nueva York y, cuando llegué a Francia, mi padre y su nueva esposa habían subido de categoría al instalarse en Connecticut. Yo ya llevaba un tiempo por mi cuenta, eso sí, y había vivido en un apartamento situado en la zona de las calles Sesenta Este.

Nosotros, en los días de mi infancia y adolescencia, éramos mi padre, su hermana soltera y yo. A mi madre la habían llevado al cementerio cuando yo tenía cinco años. Apenas recuerdo nada de ella, pero aparecía en mis pesadillas, cegada por los gusanos, con el cabello seco como el metal y quebradizo como una ramita, pugnando por estrecharme contra su cuerpo; un cuerpo tan pútrido, tan repugnante en su blandura, que se abría, mientras yo escarbaba y gritaba, formando una abertura lo bastante grande para tragarme vivo. Sin embargo, cuando mi padre o mi tía entraban raudos en mi cuarto para saber qué me había asustado, no me atrevía a describir el sueño, que me parecía un gesto de deslealtad hacia mi madre. Les decía que había soñado con un cementerio. Ellos llegaban a la conclusión de que la muerte de mi madre había obrado ese inquietante efecto en mi imaginación y quizá creían que era una etapa del duelo. Y puede que así fuera pero, de ser ese el caso, aún sigo de luto.

Mi padre y mi tía se llevaban muy mal y, sin ser consciente de cómo o por qué lo notaba, yo percibía que su prolongado enfrentamiento estaba íntimamente relacionado con mi madre muerta. Recuerdo que, cuando era pequeño, en el gran salón de la casa de San Francisco, la fotografía de mi madre, que era lo único que ocupaba la repisa de la chimenea, parecía dominar la estancia. Daba la impresión de que esa fotografía demostraba que su espíritu gobernaba el ambiente y nos controlaba a todos. Recuerdo cómo las sombras empezaban a formarse en los rincones de esa sala, en la que yo nunca me sentía a gusto, y a mi padre bañado por la luz dorada que esparcía sobre él la lámpara alta junto a su butaca. Él leía el periódico, no podía verlo detrás de ese periódico, de modo que, desesperado por conquistar su atención, a veces lo molestaba tanto que nuestro duelo provocaba que me sacaran de la sala bañado en lágrimas. También lo recuerdo inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la vista fija en la ventana que frenaba la irrupción de la negrísima noche. Me preguntaba qué le estaría pasando por la cabeza. Tal como lo recuerdo, siempre lleva un chaleco gris y se ha aflojado la corbata, y el pelo rubio claro le cae sobre el rostro cuadrado, rubicundo. Era una de esas personas de carcajada fácil que tardan en enfadarse; de modo que su enfado, cuando se produce, resulta de lo más impactante, pues parece surgir de un insospechado recoveco, como un fuego capaz de devorar una casa entera.

Y su hermana Ellen, un poco mayor que él, un poco más morena, siempre arreglada en exceso, maquillada en exceso, con un rostro y una figura que empezaban a endurecerse, y con demasiadas joyas por todas partes, que tintinean y entrechocan bajo la luz, está en el sofá leyendo; leía mucho, todas las novedades literarias, e iba una barbaridad al cine. O tejía. Me da la impresión de que siempre llevaba una bolsa enorme y llena de agujas de punto de aspecto peligroso, o un libro o las dos cosas. Y no sé qué tejía, aunque supongo que alguna vez nos haría una prenda a mi padre o a mí. Pero no lo recuerdo, del mismo modo que tampoco recuerdo lo que leía. Cabe la posibilidad de que siempre fuera el mismo libro y que siempre hubiera estado atareada con la misma bufanda o el mismo suéter, o a saber qué, en todos los años que la traté. A veces mi padre y ella jugaban a las cartas, esto era bastante infrecuente; otras veces cuchicheaban en tono cordial y guasón, pero esto era peligroso. Su cháchara casi siempre acababa en pelea. En ocasiones teníamos invitados y a menudo me dejaban contemplar cómo se tomaban los cócteles. Entonces mi padre sacaba su mejor cara, se mostraba jovial y extrovertido, recorría la sala atestada con una copa en la mano, rellenando las bebidas de la gente, soltando muchas carcajadas, abordando a todos los hombres como si fueran sus hermanos y coqueteando con las mujeres. O no, no coqueteando con ellas, sino pavoneándose ante ellas. Daba la sensación de que Ellen siempre lo estaba vigilando, como si temiera que hiciese algo terrible, lo vigilaba y vigilaba a las mujeres, y sí, coqueteaba con los hombres de un modo extraño y desquiciante. Iba vestida para matar, como suele decirse, con la boca más roja que cualquier sangre, vestida con algo que era de un color impropio, o que le apretaba demasiado, o para lo que era demasiado mayor; la copa que sostenía amenazaba, en cualquier momento, con quedar reducida a añicos, a esquirlas, y su voz no dejaba de oírse como una cuchilla que araña un cristal. Cuando yo era pequeño y la observaba con invitados, me daba miedo.

Sin embargo, pasase lo que pasase en aquella sala, mi madre lo estaba observando todo. Lo contemplaba desde el marco de la fotografía: una mujer pálida, rubia, engalanada con delicadeza, de ojos oscuros y frente lisa, con una boca nerviosa y suave. Pero algo en el lugar que los ojos ocupaban en el rostro y en cómo miraban de frente, algo levísimamente sarcástico y astuto en el rictus de la boca traslucía que, en algún punto por debajo de aquella tensa fragilidad, existía una fuerza tan heterogénea como firme y, al igual que la furia de mi padre, peligrosa por lo absolutamente inesperada que resultaba. Mi padre apenas hablaba de ella y, cuando lo hacía, se tapaba con ademanes misteriosos la cara; cuando hablaba de ella, solo se refería a ella como mi madre y, de hecho, hablaba de ella como podría haberlo hecho de la suya. Ellen mencionaba a mi madre con frecuencia, comentaba que había sido una mujer de lo más extraordinaria, pero eso me causaba incomodidad. Sentía que no tenía derecho a ser hijo de semejante madre.

Años después, cuando yo ya era un hombre, traté de que mi padre hablara de ella. Pero Ellen había muerto, él estaba a punto de casarse de nuevo. Habló de mi madre, entonces, tal como lo había hecho Ellen y, de hecho, podría haber estado hablando de Ellen.

Mi padre y Ellen se pelearon una noche cuando yo andaba por los trece años. Tuvieron muchas broncas tremendas, sin duda, pero puede que esta la recuerde con tanta claridad porque parecía que trataba de mí.

Yo estaba acostado en el piso de arriba, dormido. Era muy tarde. De pronto me despertó el ruido de las pisadas de mi padre en el camino que pasaba bajo mi ventana. Supe por el ruido y por el ritmo que estaba un poco borracho y recuerdo que en ese momento una cierta decepción, un dolor inédito me embargaron. Lo había visto borracho con frecuencia y nunca me había sentido así –al contrario, mi padre a veces se mostraba sumamente encantador cuando estaba ebrio–, pero esa noche sentí de repente que había algo en la situación, en él, que resultaba despreciable.

Oí que entraba. Y enseguida oí también la voz de Ellen.

–¿Todavía no te has ido a la cama? –le preguntó mi padre. Intentaba ser cortés e intentaba evitar una escena, pero su voz no denotaba cordialidad, solo tensión y hartazgo.

–Creía –repuso Ellen fríamente– que alguien tenía que decirte lo que le estás haciendo a tu hijo.

–¿Qué le estoy haciendo a mi hijo? –Mi padre estuvo a punto de añadir algo, algo espantoso; pero se contuvo y se limitó a preguntar, con una tranquilidad resignada, borracha, desesperada–: ¿De qué hablas, Ellen?

–¿De verdad crees –preguntó ella; yo estaba seguro de que se encontraba en el centro de la sala, con las manos entrelazadas por delante del cuerpo, muy quieta y muy recta– que eres el tipo de hombre que él debería ser de adulto? –y, como mi padre no respondió nada, añadió–: Porque está creciendo, no sé si te has fijado. –Entonces, con desdén–: Y en eso ya te está superando.

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–Vete a la cama, Ellen –dijo mi padre en un tono muy cansado.

Sentí que, ya que hablaban de mí, debía bajar y decirle a Ellen que lo que supuestamente no funcionaba entre mi padre y yo lo podíamos resolver entre nosotros, sin su ayuda. Y quizá –aunque parezca raro– sentí que me faltaba al respeto a mí. Desde luego, yo jamás le había comentado a ella nada de mi padre.

Oí los pasos pesados e inseguros de mi progenitor mientras cruzaba la sala, en dirección a las escaleras.

–¿Acaso te crees –insistió Ellen– que no sé dónde has estado?

–He salido… a beber –dijo mi padre–, y ahora quiero dormir un poco si no te importa.

–Has estado con la chica esa, con Beatrice –continuó Ellen–. Donde siempre estás y donde pierdes todo el dinero y también toda la hombría y la dignidad.

Consiguió enfadarlo. Mi padre empezó a balbucear:

–Si crees…, si se te ha pasado por la cabeza… que voy a quedarme…, quedarme…, quedarme aquí a discutir mi vida privada contigo…, ¡mi vida privada!, si crees que voy a hablar contigo de esto, pues la verdad es que has perdido la cabeza.

–A mí, desde luego, me da igual lo que hagas con tu existencia –dijo Ellen–. No eres precisamente tú quien me preocupa. Pero resulta que eres la única figura de autoridad para David. Yo no. Y no tiene madre. A mí solo me escucha cuando cree que así te complace. ¿De verdad crees que es buena idea que David te vea volver dando tumbos tan a menudo? Y no te engañes –añadió con una voz cargada de emoción–, no te engañes si crees que no sabe de dónde vienes, ¡no creas que no sabe lo de tus mujeres!

Se equivocaba. Creo que yo no sabía nada de ellas, ni tampoco había pensado jamás en ellas. Sin embargo, a partir de aquella tarde no hice más que imaginármelas. Apenas podía estar frente a una mujer sin plantearme la posibilidad de que mi padre, según la expresión de Ellen, hubiera estado «metido en líos» con ella.

–Considero escasamente posible –dijo mi padre– que David tenga pensamientos más limpios que los tuyos.

El silencio, entonces, en el que mi padre subió la escalera fue con mucho el peor que yo había conocido en mi vida. Me pregunté qué pensarían, cada uno de los dos. Me pregunté qué cara tendrían. Me pregunté qué presenciaría cuando los viera por la mañana.

–Y otra cosa –dijo mi padre de repente, a mitad de la escalera, con una voz que me asustó–: lo único que quiero es que David acabe convirtiéndose en un hombre. Y cuando digo hombre, Ellen, no me refiero a un profesor de catequesis.

–Un hombre –replicó Ellen en tono cortante– no es lo mismo que una bestia. Buenas noches.

–Buenas noches –dijo él, al cabo de un momento.

Y oí que daba tumbos al pasar por mi puerta.

A partir de aquella ocasión, con la misteriosa, taimada y horrible intensidad de los muy jóvenes, desprecié a mi padre

y odié a Ellen. Me cuesta decir por qué. No sé por qué. Pero eso permitió que todas las profecías de Ellen respecto a mí se cumplieran. Había asegurado que llegaría un momento en que nada ni nadie podrían controlarme, ni siquiera mi padre. Y ese momento, sin duda ninguna, llegó.

Llegó después de lo de Joey. El incidente con él me había conmocionado en lo más profundo y, como resultado, me volví taciturno y cruel. No podía comentar con nadie lo que me había pasado, ni siquiera lo podía reconocer ante mí mismo; y, aunque nunca pensaba en ello, ahí seguía, a pesar de todo, en el fondo de mi cabeza, tan inmóvil y espantoso como un cadáver en descomposición. Y eso cambió, espesó, amargó el clima de mi mente. Al poco era yo quien volvía tarde a casa dando tumbos, era yo quien se topaba con Ellen despierta y esperándome, éramos Ellen y yo quienes nos peleábamos noche tras noche.

Mi padre adoptó la actitud de que no era más que una fase inevitable de mi desarrollo y fingió despreocupación. No obstante, por debajo de su talante jovial, de camaradería masculina, estaba desorientado, estaba asustado. Quizá había imaginado que nos iríamos acercando según crecía yo, y, en cambio, ahora que aspiraba a saber algo de mí, yo huía lo más lejos posible de él. Yo no quería que me conociera. No quería que me conociera nadie. Además, por otro lado, yo vivía con mi padre la etapa que los muy jóvenes viven inevitablemente con sus mayores: empezaba a juzgarlo. Y la misma dureza de este juicio, que me partía el corazón, puso de manifiesto, aunque yo no lo podría haber dicho por aquel entonces, hasta qué punto lo había querido, hasta qué punto ese amor, junto con mi inocencia, moría.

Mi pobre padre estaba estupefacto y asustado. Le resultaba imposible creer que fallara algo serio entre nosotros. No solo porque entonces no habría sabido qué hacer al respecto, sino sobre todo porque habría tenido que asumir la certeza de que se había dejado algo en alguna parte sin hacer, algo de suma importancia. Y como ninguno de los dos teníamos la menor idea de en qué podía consistir esa omisión tan significativa, y dado que nos veíamos obligados a mantener la alianza tácita contra Ellen, nos consolábamos mostrándonos campechanos entre nosotros. No parecíamos un padre y un hijo, comentaba él a veces con orgullo, sino amigotes. Creo que a veces mi padre lo creía de veras. Yo nunca lo hice. Yo no quería ser su amigote; quería ser su hijo. Lo que entre nosotros aparentaba ser franqueza masculina me agotaba y me horrorizaba. Los padres deberían evitar la desnudez total frente a sus hijos. Yo no quería saber –al menos, no por su boca– que su carne era tan poco redimible como la mía. Ese conocimiento no hacía que me sintiera más hijo suyo –ni su amigote–, solo me llevaba a sentirme un intruso y, además, atemorizado. Él creía que nos parecíamos. Yo no quería creerlo. No quería creer que mi vida pudiese acabar como la suya, ni que mi mente pudiese volverse tan endeble, tan desprovista de dureza y de acantilados escarpados y pronunciados. Él no quería que hubiese distancia entre nosotros; quería que lo considerase un hombre como yo. Pero yo aspiraba a esa misericordiosa distancia entre padre e hijo que me habría permitido amarlo.

Una noche, borracho, acompañado por otras personas y volviendo de una fiesta en otra localidad, el coche que yo conducía se estrelló. Fue solo culpa mía. Iba casi demasiado borracho para caminar y no estaba en condiciones de conducir, pero los otros no lo sabían, porque soy de esas personas que pueden comportarse y hablar como si estuvieran sobrias cuando están casi a punto de desplomarse. En una franja recta y sin baches de autopista algo raro les pasó a todos mis reflejos, y el coche se me descontroló con un salto. Y un poste telefónico, blanco como la espuma, se me acercó entre aullidos en medio de la negrísima oscuridad; me llegaron gritos y después un rugido grave y desgarrador. Entonces todo se volvió de un intenso escarlata y después, tan claro como el día, y yo me sumí en unas tinieblas que hasta entonces jamás había conocido.

Debí de empezar a despertarme mientras nos trasladaban al hospital. Recuerdo confusamente movimiento y voces, pero estas parecían muy lejanas, y parecían no estar relacionadas en absoluto conmigo. Más tarde me desperté en un lugar que daba la impresión de ser el corazón mismo del invierno, un techo alto y blanco, y paredes blancas, y una ventana rígida, glacial e inclinada, o eso parecía, sobre mí. Debí de intentar incorporarme, porque recuerdo un rugido espantoso en la cabeza y a continuación un peso en el pecho y un rostro enorme por encima de mí. Y mientras este peso, este rostro empezaban a hundirme de nuevo, llamé a mi madre a gritos. Entonces volvió a reinar la oscuridad.

Cuando al fin recobré la consciencia, mi padre estaba de pie al lado de la cama. Supe que estaba antes de verlo, antes de enfocar la vista y de girar la cabeza con tiento. Cuando vio que estaba despierto, se acercó con cuidado y me hizo un gesto para que no me moviera. Parecía muy avejentado. Quise llorar. Durante unos instantes nos limitamos a mirarnos de hito en hito.

–¿Cómo te encuentras? –musitó al fin.

Fue al intentar hablar cuando me di cuenta del dolor que sentía y enseguida tuve miedo. Debió de vérmelo en la mirada, pues añadió en voz baja, con una intensidad sufriente y maravillosa:

–No te preocupes, David. Te pondrás bien. Te pondrás bien.

Yo seguía sin poder decir nada. Le observé el rostro sin más.

–Han tenido una suerte tremenda, chico –añadió intentando sonreír–. Tú eres el que ha salido peor parado.

–Iba borracho –dije al fin. Quería contarle todo, pero hablar era un auténtico tormento.

–¿Acaso no sabes –preguntó con una actitud de extrema perplejidad, pues frente a lo sucedido podía permitirse una reacción perpleja– que no hay que ir por ahí conduciendo cuando estás borracho? Eso tú ya lo sabes –continuó en tono severo, y apretó los labios–. Es que se podrían haber matado todos. –Y le tembló la voz.

–Lo siento –dije de pronto–. Lo siento. –No supe cómo expresar qué era lo que sentía.

–No lo sientas –respondió–. La próxima vez ten cuidado.

–Estaba apretando un pañuelo entre las manos, lo desplegó, alargó el brazo y me enjugó la frente–. Eres lo único que tengo –declaró con una azorada sonrisa de dolor–. Ve con cuidado.

–Papá –dije. Y me eché a llorar. Si hablar había sido un tormento, esto era peor y, sin embargo, no podía parar.

El rostro de mi padre cambió. Se envejeció de forma espantosa y, al mismo tiempo, mostró una juventud absoluta e impotente. Recuerdo que me quedé anonadado, en el centro frío e inmóvil de la tormenta que se desataba en mi interior, al percatarme de que mi padre había estado sufriendo, de que aún sufría.

–No llores –me pidió–. No llores. –Me acarició la frente con aquel pañuelo absurdo, como si esa tela portase un hechizo sanador–. No hay nada por lo que llorar. Todo se arreglará.

–Él también estaba casi sollozando–. No pasa nada malo, ¿verdad? No he hecho nada malo, ¿no? –Y todo esto, sin dejar de acariciarme la cara con el pañuelo, asfixiándome.

–Íbamos borrachos –dije–. Íbamos borrachos. –Parecía que esto, por algún motivo, lo explicaba todo.

–Tu tía Ellen asegura que la culpa es mía –dijo–. Que no te he criado bien. –Apartó, gracias a Dios, el pañuelo aquel y enderezó ligeramente los hombros–. No tienes nada contra mí, ¿no? Si lo tienes, ¿me lo dirías?

Se me empezaron a secar las lágrimas, las de la cara y las del pecho.

–No –contesté–, no. Nada. De verdad.

–Lo he hecho lo mejor que he podido –dijo–. Lo mejor, en serio. –Lo miré. Al fin esbozó una sonrisa y añadió–: Vas a estar tumbado una temporada pero, cuando vengas a casa, mientras sigas allí acostado hablaremos, ¿eh?, e intentaremos decidir qué demonios hacemos contigo cuando estés en pie. ¿Vale?

–Vale –contesté.

Porque fui consciente, en el fondo de mi corazón, de que nunca habíamos hablado y que ya nunca lo haríamos. Fui consciente de que él jamás debía saberlo. Cuando volví a casa, discutió mi futuro conmigo pero yo ya había tomado la decisión. No iba a ir a la universidad, no me iba a quedar en aquella casa con él y con Ellen. Y manipulé a mi padre tan bien que comenzó a creer de verdad que el hecho de que yo buscase trabajo y de que viviese solo era el resultado directo de sus consejos, y un homenaje al modo en que me había educado. Cuando me marché, lógicamente se hizo mucho más fácil el trato con él, y nunca tuvo motivo alguno para sentir que lo había expulsado de mi vida, porque yo siempre era capaz, cuando hablábamos del tema, de contarle lo que quería oír. Y nos llevábamos bastante bien, porque la imagen que yo le daba a mi padre de mi vida era exactamente la imagen en la que yo, con la mayor desesperación, necesitaba creer.

Porque soy –o era– una de esas personas que se enorgullecen de su fuerza de voluntad, de su capacidad de tomar una decisión y llevarla a término. Esa virtud, como la mayoría de las virtudes, es la ambigüedad misma. Las personas que creen que tienen una voluntad de hierro y que son dueñas de su destino solo pueden creerlo indefinidamente si se convierten en especialistas del autoengaño. En realidad, sus decisiones no lo son en absoluto –una decisión de verdad le baja a uno los humos, uno sabe que está a merced de más cosas de las que pueden nombrarse–, no son sino intrincados sistemas de evasión, de ilusión, creados para que la persona y el mundo parezcan ser lo que ni la persona ni el mundo son. Sin duda, este fue el resultado de mi decisión, la que tomé hace tanto tiempo en la cama de Joey. Había decidido que no quedase espacio en el universo para algo que me avergonzaba y me asustaba. Lo logré con creces, a costa de no mirar el universo, ni mirarme a mí, a costa de estar siempre, a efectos prácticos, en continuo movimiento. Ni siquiera el continuo movimiento, claro está, impide algún roce fortuito y misterioso, una caída, como la de un avión que se topa con una bolsa de aire. Y de estas hubo unas cuantas, todas teñidas de ebriedad, todas sórdidas: una de esas espeluznantes caídas sucedió mientras estaba yo en el Ejército y estuvo implicado un marica al que después expulsó un tribunal militar. El pavor que me causó su castigo fue lo más cerca que estuve de enfrentarme en mi interior a esos terrores que, a veces, veía que nublaban la vista de otro hombre.

Lo que pasó fue que, completamente inconsciente de lo que ese hartazgo implicaba, me harté del movimiento, me cansé de los sombríos océanos de alcohol, me cansé de las amistades rudas, campechanas, joviales y desprovistas de sentido, me cansé de pulular por los bosques de mujeres desesperadas, me cansé del trabajo, que solo me alimentaba en el significado más brutalmente literal. Quizá, como decimos en Estados Unidos, me quería encontrar a mí mismo. Se trata de una expresión interesante, que por lo que yo sé no se emplea tanto en el idioma de otros pueblos, que en absoluto quiere decir lo que manifiesta sino que trasluce la insidiosa sospecha de que algo se ha extraviado. Ahora creo que, si hubiera sospechado que el yo que iba a encontrar solo acabaría siendo el mismo yo del que había estado tanto tiempo huyendo, me habría quedado en casa. Pero, también es cierto, creo que sabía, en lo más profundo de mi corazón, exactamente lo que estaba haciendo cuando subí a ese barco rumbo a Francia

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Este fragmento de El cuarto de Giovanni (2024) de James Baldwin se publica con autorización de la editorial Sexto Piso.

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