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César Luis Menotti (1938-2024) fue un progresista fuera y dentro de la cancha. Se permitió también ser contradictorio en algunos momentos de su vida; una facultad que solo los hombres con principios pueden encarar con dignidad.
César
Murió Menotti. Tanto lo quisimos al “Flaco” que la noticia nos recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. Pensar en Menotti es pensar en algo extremadamente familiar, como en nuestro equipo de fútbol, o en Maradona, el Subcomandante Marcos, Joaquín Sabina o Jorge Campos; personajes con los que uno nació, congenió, aprendió, se enamoró, se enfrentó, en suma: creció. Y un día se van, nos dejan y nos avisan que el tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Pasados los cuarenta, la muerte de alguien habla más de nosotros, los que estamos, que de los que han dejado de estar. Si Menotti tenía 85 años, significa que nosotros tenemos una considerable cantidad de años también. En fin, que nuestra estadía en este plano es tremendamente pasajera y no deja de sorprender que el Flaco ya no esté.
Mi viejo es argentino pero se tuvo que exiliar de su país en 1980 conmigo a cuestas, recién nacido, para llegar al entonces DF. Afuera de mi casa era México pero adentro era Argentina. Mi viejo es un porteño de manual: futbolero, canchero, hincha de River, pelo largo, clasemediero, judío y arquitecto (le faltó ser psicoanalista para hacer bingo). Su pelo largo, ondulado, tipo melena, era fiel representante de su época. Todos los buenos jugadores argentinos tenían el mismo corte. Todos. Y los que no, no eran dignos de admiración. Desde Kempes, Luque, Ruggeri, Maradona, Batista, hasta La Volpe, Zelada y Romano. Es más, a mi viejo le pedían autógrafos en la calle porque lo confundían con el “Ruso” Brailovsky. Y él los daba. No soportaba la idea de no hacer feliz a un niño solo por decir una verdad que a nadie le importaba. A mí me molestaba porque el “Ruso” era del América, pero bueno, mi viejo no era tan Puma como yo, así que ese detalle no le importaba. Menotti era uno de esos argentinos con los que yo sentía una afinidad natural por el parecido con mi viejo y con todos esos futbolistas de pelo largo. Pero además, Menotti era comunista, igual que mis padres y que toda la gente con la que yo me rodeaba durante el exilio. El Flaco era como de la familia. Durante mi niñez nunca me pregunté por qué él no se tuvo que exiliar. Esas preguntas llegaron más tarde, cuando las historias políticas dejaban de ser cuentitos y se tornaban complejas historias de vida.
Menotti fue siempre el gran prócer del progresismo en el fútbol. Ese gran hombre que abanderaba el eje del bien. Toda nuestra infancia escuchamos su nombre. Era ese que había conseguido la Copa del Mundo en el 78. Ese hombre que hablaba pausado, que fumaba y que encarnaba la intelectualidad en el fútbol. Ese que unía, a través de sus conceptos, el fútbol con la vida. “Dime cómo juegas y te diré quién eres”, decía Galeano. Jugar a la pelota no era solo practicar un deporte, era ser de una manera en la vida, para luego serlo en la cancha. Eso era Menotti. También era el que no había llevado a Maradona al Mundial de Argentina 78 por ser muy joven, pero que sí lo llevó al de España 82, con malos resultados. Después dirigió al Diego en el Barcelona. Sin embargo, para entender su figura, hay que ir un poco más atrás.
Te recomendamos leer: "Salvoconducto".
Luis
Menotti fue un jugador rosarino que brilló como entrenador en el Huracán, al que hizo campeón en el año 73 del campeonato argentino. Uno de los equipos, dicen, con el fútbol más bello que se recuerde. Huracán es un equipo mediano de Buenos Aires. Los grandes son Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo; después vienen Estudiantes de la Plata y Huracán. Es un equipo de barrio, tradicional y tanguero. El campeonato de liga que consiguió con Menotti fue el primero y el último que han tenido desde que existe el fútbol profesional.
Un año más tarde, en 1974, fue nombrado entrenador de la Selección Nacional y cambió para siempre la historia del fútbol argentino refundando el tradicional estilo de juego rioplatense.
La historia es así: hasta finales de los años cincuenta, en Argentina dominaba un sistema de juego conocido como “La Nuestra”. Un sistema donde primaba la improvisación, el toque y la gambeta (driblin, amague, finta) por sobre el orden, la fuerza y la velocidad. La gambeta, vale decir, había sido inventada a comienzos del siglo XX por los jóvenes criollos que jugaban en el puerto contra los marineros escoceses, esos mastodontes que sabían correr pero no frenar, y que se llevaban puesto todo lo que encontraban en su camino. Así, los jovencitos sudamericanos, mal alimentados y menos desarrollados físicamente, tuvieron que usar su habilidad e imaginación para sortear las patadas del contrario y no comprometer sus cuerpos en el juego.
En el Mundial de Suecia 1958, Argentina y “La Nuestra” perdieron por goleada: 6 a 1 contra Checoslovaquia, y el equipo fue descalificado en primera ronda en lo que se recuerda como “El desastre de Suecia”. La crisis generada por ese desastre provocó la implementación de otro sistema de juego que no tenía nombre pero que se asemejaba mucho más a los sistemas de juego europeos. A partir de ahí vinieron dos décadas de fútbol físico, defensivo, ordenado y especulativo. ¡Ah sí!, y tramposo también. De esa tradición viene Carlos Salvador. Durante esas dos décadas no triunfaron los afanes triunfalistas y a mediados de los años 70 apareció Menotti para reemplazar el deseo de triunfo por el deseo de gloria y recuperar la tradición rioplatense de “La Nuestra”, con su toque, su picardía y su afán lúdico y de ataque; y su gambeta, claro.
El apellido Menotti estaba siempre acompañado de su antítesis: Bilardo. En un trazo de brocha gruesa, mirado desde el supuesto universo progresista del mundo, Menotti era el entrenador bueno, el del juego ofensivo, lírico, el bohemio: el de izquierda. Salvador Bilardo, por el contrario, era el malo, defensivo, cobarde, feo, resultadista: el de derecha. Menotti era todo lo bueno y Bilardo, todo lo malo. Sin embargo, Menotti era más una ilusión, una narrativa construida por el imaginario colectivo de nuestros padres y Bilardo era más real porque había sido campeón con Maradona en el Mundial de México 86.
Así iba la cosa hasta que un día sucedió el milagro. Cuando mi generación tenía poco más de diez años, Menotti llegó a México para dirigir a la Selección Mexicana. México venía de unos años complicados. Tras un buen desempeño en 1986, quedó fuera del Mundial de Italia 90 tras el castigo impuesto por la FIFA por el caso de los “cachirules”. Una gran generación de futbolistas mexicanos como Hugo Sánchez, Javier Aguirre y Pablo Larios, en el mejor momento de su carrera, se quedaron sin Mundial. México vivía un momento de ostracismo y necesitaba volver al mapa del fútbol mundial. Ahí llegó Menotti y tomó a una joven Selección, conformada en su mayoría por jugadores de la cantera de los Pumas, un equipo alegre que se conocía entre sí y al que se le sumó, entre otros: Ambriz, Ramírez, Zague y Galindo y se convirtieron en un equipo casi imparable. Y como Dios los cría y ellos se juntan, Menotti estuvo siempre cerca de José Ramón Fernández y el resto de periodistas de Imevisión, aquel canal público que proponía otra forma de hacer periodismo deportivo diametralmente opuesto a Televisa, intentando fracturar el monopolio y generar algún tipo de contrapeso.
Menotti había logrado en poco tiempo algo increíble: hacer escuela y darle un claro estilo de juego al equipo. Un estilo de toque, ofensivo, despojado de miedos y de la falta de autoestima que padecen todos los latinoamericanos menos Argentina, Uruguay y Brasil. Un equipo que le jugaba de igual a igual a cualquiera. Instaló el diálogo, rompió con la concepción vertical del entrenador como autoridad. Creó un clima de horizontalidad, permitió al futbolista opinar y lo obligó a pensar y a saberse parte de un proyecto y no un simple operador de ideas ajenas. “Hagan lo que quieran”, les decía a los jugadores, “ustedes tienen la posibilidad de elegir” y así, instaló la idea y la posibilidad de ser libres. Tomaba riesgos y convencía a los jugadores de atreverse a la aventura.
Sin embargo, el Flaco no duró mucho. Así como en el universo del juego la cosa venía cambiando, en el universo de los directivos, la cosa seguía igual. Los jugadores son los que juegan con la pelota, pero los dueños de la pelota son otros. En el barrio, el fútbol es un juego; pero en la altas esferas es, sobre todo, una actividad empresarial. A César Luis lo había traído Francisco Ibarra, Presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, y Emilio Maurer, también directivo de la FMF. Ambos habían logrado dirigir la Federación tras el escándalo de “los cachirules”. Su objetivo, según la prensa y las entrevistas que les han hecho a ambos dirigentes, era arrebatarle el control del fútbol a Televisa y repartir las ganancias de la transmisión televisiva de los partidos entre todos los equipos. Estaban retando al poder. La televisión debía trasmitir el fútbol, no manejarlo. Lograron, entre otras cosas, que México jugara Copa América y Copa Libertadores. Duraron tres años hasta que, según Maurer, Televisa dio “un golpe” y los sacó del cargo. A Maurer lo bajaron de su auto y lo metieron preso por supuesta malversación de fondos. Estuvo en la cárcel un día hasta que su amigo Juan José Leaño lo sacó. Menotti no quiso quedarse con los nuevos directivos y se fue.
Sin embargo, dejó elementos para que se jugara otra clase de fútbol y con otra actitud. Después del Flaco los mexicanos ya no eran los “ratones verdes”. El guante se lo puso Mejía Barón y con él pasaron varias de las mejores cosas que han pasado en la historia del fútbol mexicano. En 1993 ese equipo participó por primera vez en la Copa América y llegó a la Final; con el pequeño detalle de que la jugó contra una Selección Argentina que era una locomotora, pero ese partido lo podría haber ganado México; no se achicaron contra el equipo que tenía a Simeone, Redondo, Gorosito y un tal Batistuta que nos metió dos pepas y nos mandó a llorar a la iglesia. Después vendría el Mundial del 94: los búlgaros, los penales, García Aspe y toda esa horrible tragedia que mejor no recordar.
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Menotti
Pasaron los años y la disputa entre Menotti y Bilardo se mantuvo intacta. Sin embargo, ya no era tanto una cuestión de estilos de juego, sino una división petrificada de dos bandos que no se atrevían a abandonar sus propios equipos. Cada uno representaba un sector de la sociedad, en un país donde todo siempre se piensa a partir de polos opuestos. Me tocó vivir más de una década en Buenos Aires y comencé a dudar de las dicotomías. Los extremos se tornaban absurdos y caricaturescos. La sociedad se tornaba extremista y necia y yo necesitaba comenzar a dudar para no ser arrastrado por la corriente de las certezas. En ese momento me pregunté lo que no me había preguntado antes: ¿Por qué Menotti no se había tenido que exiliar de Argentina? La respuesta hizo que la figura idílica comenzara a hacerse terrestre y contradictoria.
Resulta que había sido el Director Técnico de la Selección Argentina durante el Mundial de 1978. Había tomado el cargo en democracia y lo había dejado en dictadura, así como Bilardo lo había tomado en dictadura y dejado en democracia. Argentina llevaba dos años viviendo bajo una dictadura militar extremadamente criminal. Mientras Argentina jugaba la final del Mundial contra Holanda en el Estadio Monumental, militantes opositores al régimen eran torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada a diez cuadras de ahí. Mientras tanto, las Madres de Plaza de Mayo daban vueltas en la Plaza que les da nombre, preguntando por el paradero de sus hijos. Menotti era miembro del Partido Comunista y tomó la decisión de mantenerse en el cargo para, según decía, darle una alegría al pueblo argentino. No sé qué valor tendrá una alegría en un contexto así, pero bueno, cada uno celebra lo que quiere cuando quiere. Años después justificó su decisión diciendo que no sabía la magnitud de la crueldad que se estaba viviendo. Se supone que no deberíamos juzgar una época con los criterios de otra, aunque también estoy convencido de que la información que circulaba en ese momento era más que suficiente para entender la gravedad de la situación, pero bueno, cada uno sabe. Yo estoy seguro de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Resulta que en aquel momento, el Partido Comunista Argentino había decidido apoyar al gobierno militar por orden de la URSS. El gobierno demócrata de Estados Unidos, con Jimmy Carter a la cabeza, había cuestionado los crímenes de Estado en Argentina; y a los comunistas argentinos les pareció muy mal que los imperialistas se metieran en sus asuntos domésticos, atentando contra la soberanía nacional. Mientras tanto, la URSS era el primer destinatario de la carne y los granos argentinos. La Guerra Fría ponía todo patas para arriba y Menotti decidía quedarse en el cargo, ser campeón con la Selección y recibir la Copa de manos de Jorge Rafael Videla, Presidente de facto de la Nación.
Los grises nos atraviesan y nos convendría ser más cautos. El progresismo argentino siguió queriendo a César Luis Menotti con todas sus circunstancias y contradicciones. No es fácil dejarlo de querer. No es fácil mirar sus fotos y saber que ya no está. El Flaco no dejará de ser nunca el hombre que ayudó a fortalecer los cimientos de un fútbol orgullosamente latinoamericano, un hombre que dio su vida por promover los valores de una identidad, aunque quizás, haya sido puesto por el destino en un complejo trance de la historia.
César Luis Menotti (1938-2024) fue un progresista fuera y dentro de la cancha. Se permitió también ser contradictorio en algunos momentos de su vida; una facultad que solo los hombres con principios pueden encarar con dignidad.
César
Murió Menotti. Tanto lo quisimos al “Flaco” que la noticia nos recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. Pensar en Menotti es pensar en algo extremadamente familiar, como en nuestro equipo de fútbol, o en Maradona, el Subcomandante Marcos, Joaquín Sabina o Jorge Campos; personajes con los que uno nació, congenió, aprendió, se enamoró, se enfrentó, en suma: creció. Y un día se van, nos dejan y nos avisan que el tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Pasados los cuarenta, la muerte de alguien habla más de nosotros, los que estamos, que de los que han dejado de estar. Si Menotti tenía 85 años, significa que nosotros tenemos una considerable cantidad de años también. En fin, que nuestra estadía en este plano es tremendamente pasajera y no deja de sorprender que el Flaco ya no esté.
Mi viejo es argentino pero se tuvo que exiliar de su país en 1980 conmigo a cuestas, recién nacido, para llegar al entonces DF. Afuera de mi casa era México pero adentro era Argentina. Mi viejo es un porteño de manual: futbolero, canchero, hincha de River, pelo largo, clasemediero, judío y arquitecto (le faltó ser psicoanalista para hacer bingo). Su pelo largo, ondulado, tipo melena, era fiel representante de su época. Todos los buenos jugadores argentinos tenían el mismo corte. Todos. Y los que no, no eran dignos de admiración. Desde Kempes, Luque, Ruggeri, Maradona, Batista, hasta La Volpe, Zelada y Romano. Es más, a mi viejo le pedían autógrafos en la calle porque lo confundían con el “Ruso” Brailovsky. Y él los daba. No soportaba la idea de no hacer feliz a un niño solo por decir una verdad que a nadie le importaba. A mí me molestaba porque el “Ruso” era del América, pero bueno, mi viejo no era tan Puma como yo, así que ese detalle no le importaba. Menotti era uno de esos argentinos con los que yo sentía una afinidad natural por el parecido con mi viejo y con todos esos futbolistas de pelo largo. Pero además, Menotti era comunista, igual que mis padres y que toda la gente con la que yo me rodeaba durante el exilio. El Flaco era como de la familia. Durante mi niñez nunca me pregunté por qué él no se tuvo que exiliar. Esas preguntas llegaron más tarde, cuando las historias políticas dejaban de ser cuentitos y se tornaban complejas historias de vida.
Menotti fue siempre el gran prócer del progresismo en el fútbol. Ese gran hombre que abanderaba el eje del bien. Toda nuestra infancia escuchamos su nombre. Era ese que había conseguido la Copa del Mundo en el 78. Ese hombre que hablaba pausado, que fumaba y que encarnaba la intelectualidad en el fútbol. Ese que unía, a través de sus conceptos, el fútbol con la vida. “Dime cómo juegas y te diré quién eres”, decía Galeano. Jugar a la pelota no era solo practicar un deporte, era ser de una manera en la vida, para luego serlo en la cancha. Eso era Menotti. También era el que no había llevado a Maradona al Mundial de Argentina 78 por ser muy joven, pero que sí lo llevó al de España 82, con malos resultados. Después dirigió al Diego en el Barcelona. Sin embargo, para entender su figura, hay que ir un poco más atrás.
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Luis
Menotti fue un jugador rosarino que brilló como entrenador en el Huracán, al que hizo campeón en el año 73 del campeonato argentino. Uno de los equipos, dicen, con el fútbol más bello que se recuerde. Huracán es un equipo mediano de Buenos Aires. Los grandes son Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo; después vienen Estudiantes de la Plata y Huracán. Es un equipo de barrio, tradicional y tanguero. El campeonato de liga que consiguió con Menotti fue el primero y el último que han tenido desde que existe el fútbol profesional.
Un año más tarde, en 1974, fue nombrado entrenador de la Selección Nacional y cambió para siempre la historia del fútbol argentino refundando el tradicional estilo de juego rioplatense.
La historia es así: hasta finales de los años cincuenta, en Argentina dominaba un sistema de juego conocido como “La Nuestra”. Un sistema donde primaba la improvisación, el toque y la gambeta (driblin, amague, finta) por sobre el orden, la fuerza y la velocidad. La gambeta, vale decir, había sido inventada a comienzos del siglo XX por los jóvenes criollos que jugaban en el puerto contra los marineros escoceses, esos mastodontes que sabían correr pero no frenar, y que se llevaban puesto todo lo que encontraban en su camino. Así, los jovencitos sudamericanos, mal alimentados y menos desarrollados físicamente, tuvieron que usar su habilidad e imaginación para sortear las patadas del contrario y no comprometer sus cuerpos en el juego.
En el Mundial de Suecia 1958, Argentina y “La Nuestra” perdieron por goleada: 6 a 1 contra Checoslovaquia, y el equipo fue descalificado en primera ronda en lo que se recuerda como “El desastre de Suecia”. La crisis generada por ese desastre provocó la implementación de otro sistema de juego que no tenía nombre pero que se asemejaba mucho más a los sistemas de juego europeos. A partir de ahí vinieron dos décadas de fútbol físico, defensivo, ordenado y especulativo. ¡Ah sí!, y tramposo también. De esa tradición viene Carlos Salvador. Durante esas dos décadas no triunfaron los afanes triunfalistas y a mediados de los años 70 apareció Menotti para reemplazar el deseo de triunfo por el deseo de gloria y recuperar la tradición rioplatense de “La Nuestra”, con su toque, su picardía y su afán lúdico y de ataque; y su gambeta, claro.
El apellido Menotti estaba siempre acompañado de su antítesis: Bilardo. En un trazo de brocha gruesa, mirado desde el supuesto universo progresista del mundo, Menotti era el entrenador bueno, el del juego ofensivo, lírico, el bohemio: el de izquierda. Salvador Bilardo, por el contrario, era el malo, defensivo, cobarde, feo, resultadista: el de derecha. Menotti era todo lo bueno y Bilardo, todo lo malo. Sin embargo, Menotti era más una ilusión, una narrativa construida por el imaginario colectivo de nuestros padres y Bilardo era más real porque había sido campeón con Maradona en el Mundial de México 86.
Así iba la cosa hasta que un día sucedió el milagro. Cuando mi generación tenía poco más de diez años, Menotti llegó a México para dirigir a la Selección Mexicana. México venía de unos años complicados. Tras un buen desempeño en 1986, quedó fuera del Mundial de Italia 90 tras el castigo impuesto por la FIFA por el caso de los “cachirules”. Una gran generación de futbolistas mexicanos como Hugo Sánchez, Javier Aguirre y Pablo Larios, en el mejor momento de su carrera, se quedaron sin Mundial. México vivía un momento de ostracismo y necesitaba volver al mapa del fútbol mundial. Ahí llegó Menotti y tomó a una joven Selección, conformada en su mayoría por jugadores de la cantera de los Pumas, un equipo alegre que se conocía entre sí y al que se le sumó, entre otros: Ambriz, Ramírez, Zague y Galindo y se convirtieron en un equipo casi imparable. Y como Dios los cría y ellos se juntan, Menotti estuvo siempre cerca de José Ramón Fernández y el resto de periodistas de Imevisión, aquel canal público que proponía otra forma de hacer periodismo deportivo diametralmente opuesto a Televisa, intentando fracturar el monopolio y generar algún tipo de contrapeso.
Menotti había logrado en poco tiempo algo increíble: hacer escuela y darle un claro estilo de juego al equipo. Un estilo de toque, ofensivo, despojado de miedos y de la falta de autoestima que padecen todos los latinoamericanos menos Argentina, Uruguay y Brasil. Un equipo que le jugaba de igual a igual a cualquiera. Instaló el diálogo, rompió con la concepción vertical del entrenador como autoridad. Creó un clima de horizontalidad, permitió al futbolista opinar y lo obligó a pensar y a saberse parte de un proyecto y no un simple operador de ideas ajenas. “Hagan lo que quieran”, les decía a los jugadores, “ustedes tienen la posibilidad de elegir” y así, instaló la idea y la posibilidad de ser libres. Tomaba riesgos y convencía a los jugadores de atreverse a la aventura.
Sin embargo, el Flaco no duró mucho. Así como en el universo del juego la cosa venía cambiando, en el universo de los directivos, la cosa seguía igual. Los jugadores son los que juegan con la pelota, pero los dueños de la pelota son otros. En el barrio, el fútbol es un juego; pero en la altas esferas es, sobre todo, una actividad empresarial. A César Luis lo había traído Francisco Ibarra, Presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, y Emilio Maurer, también directivo de la FMF. Ambos habían logrado dirigir la Federación tras el escándalo de “los cachirules”. Su objetivo, según la prensa y las entrevistas que les han hecho a ambos dirigentes, era arrebatarle el control del fútbol a Televisa y repartir las ganancias de la transmisión televisiva de los partidos entre todos los equipos. Estaban retando al poder. La televisión debía trasmitir el fútbol, no manejarlo. Lograron, entre otras cosas, que México jugara Copa América y Copa Libertadores. Duraron tres años hasta que, según Maurer, Televisa dio “un golpe” y los sacó del cargo. A Maurer lo bajaron de su auto y lo metieron preso por supuesta malversación de fondos. Estuvo en la cárcel un día hasta que su amigo Juan José Leaño lo sacó. Menotti no quiso quedarse con los nuevos directivos y se fue.
Sin embargo, dejó elementos para que se jugara otra clase de fútbol y con otra actitud. Después del Flaco los mexicanos ya no eran los “ratones verdes”. El guante se lo puso Mejía Barón y con él pasaron varias de las mejores cosas que han pasado en la historia del fútbol mexicano. En 1993 ese equipo participó por primera vez en la Copa América y llegó a la Final; con el pequeño detalle de que la jugó contra una Selección Argentina que era una locomotora, pero ese partido lo podría haber ganado México; no se achicaron contra el equipo que tenía a Simeone, Redondo, Gorosito y un tal Batistuta que nos metió dos pepas y nos mandó a llorar a la iglesia. Después vendría el Mundial del 94: los búlgaros, los penales, García Aspe y toda esa horrible tragedia que mejor no recordar.
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Menotti
Pasaron los años y la disputa entre Menotti y Bilardo se mantuvo intacta. Sin embargo, ya no era tanto una cuestión de estilos de juego, sino una división petrificada de dos bandos que no se atrevían a abandonar sus propios equipos. Cada uno representaba un sector de la sociedad, en un país donde todo siempre se piensa a partir de polos opuestos. Me tocó vivir más de una década en Buenos Aires y comencé a dudar de las dicotomías. Los extremos se tornaban absurdos y caricaturescos. La sociedad se tornaba extremista y necia y yo necesitaba comenzar a dudar para no ser arrastrado por la corriente de las certezas. En ese momento me pregunté lo que no me había preguntado antes: ¿Por qué Menotti no se había tenido que exiliar de Argentina? La respuesta hizo que la figura idílica comenzara a hacerse terrestre y contradictoria.
Resulta que había sido el Director Técnico de la Selección Argentina durante el Mundial de 1978. Había tomado el cargo en democracia y lo había dejado en dictadura, así como Bilardo lo había tomado en dictadura y dejado en democracia. Argentina llevaba dos años viviendo bajo una dictadura militar extremadamente criminal. Mientras Argentina jugaba la final del Mundial contra Holanda en el Estadio Monumental, militantes opositores al régimen eran torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada a diez cuadras de ahí. Mientras tanto, las Madres de Plaza de Mayo daban vueltas en la Plaza que les da nombre, preguntando por el paradero de sus hijos. Menotti era miembro del Partido Comunista y tomó la decisión de mantenerse en el cargo para, según decía, darle una alegría al pueblo argentino. No sé qué valor tendrá una alegría en un contexto así, pero bueno, cada uno celebra lo que quiere cuando quiere. Años después justificó su decisión diciendo que no sabía la magnitud de la crueldad que se estaba viviendo. Se supone que no deberíamos juzgar una época con los criterios de otra, aunque también estoy convencido de que la información que circulaba en ese momento era más que suficiente para entender la gravedad de la situación, pero bueno, cada uno sabe. Yo estoy seguro de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Resulta que en aquel momento, el Partido Comunista Argentino había decidido apoyar al gobierno militar por orden de la URSS. El gobierno demócrata de Estados Unidos, con Jimmy Carter a la cabeza, había cuestionado los crímenes de Estado en Argentina; y a los comunistas argentinos les pareció muy mal que los imperialistas se metieran en sus asuntos domésticos, atentando contra la soberanía nacional. Mientras tanto, la URSS era el primer destinatario de la carne y los granos argentinos. La Guerra Fría ponía todo patas para arriba y Menotti decidía quedarse en el cargo, ser campeón con la Selección y recibir la Copa de manos de Jorge Rafael Videla, Presidente de facto de la Nación.
Los grises nos atraviesan y nos convendría ser más cautos. El progresismo argentino siguió queriendo a César Luis Menotti con todas sus circunstancias y contradicciones. No es fácil dejarlo de querer. No es fácil mirar sus fotos y saber que ya no está. El Flaco no dejará de ser nunca el hombre que ayudó a fortalecer los cimientos de un fútbol orgullosamente latinoamericano, un hombre que dio su vida por promover los valores de una identidad, aunque quizás, haya sido puesto por el destino en un complejo trance de la historia.
César Luis Menotti (1938-2024) fue un progresista fuera y dentro de la cancha. Se permitió también ser contradictorio en algunos momentos de su vida; una facultad que solo los hombres con principios pueden encarar con dignidad.
César
Murió Menotti. Tanto lo quisimos al “Flaco” que la noticia nos recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. Pensar en Menotti es pensar en algo extremadamente familiar, como en nuestro equipo de fútbol, o en Maradona, el Subcomandante Marcos, Joaquín Sabina o Jorge Campos; personajes con los que uno nació, congenió, aprendió, se enamoró, se enfrentó, en suma: creció. Y un día se van, nos dejan y nos avisan que el tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Pasados los cuarenta, la muerte de alguien habla más de nosotros, los que estamos, que de los que han dejado de estar. Si Menotti tenía 85 años, significa que nosotros tenemos una considerable cantidad de años también. En fin, que nuestra estadía en este plano es tremendamente pasajera y no deja de sorprender que el Flaco ya no esté.
Mi viejo es argentino pero se tuvo que exiliar de su país en 1980 conmigo a cuestas, recién nacido, para llegar al entonces DF. Afuera de mi casa era México pero adentro era Argentina. Mi viejo es un porteño de manual: futbolero, canchero, hincha de River, pelo largo, clasemediero, judío y arquitecto (le faltó ser psicoanalista para hacer bingo). Su pelo largo, ondulado, tipo melena, era fiel representante de su época. Todos los buenos jugadores argentinos tenían el mismo corte. Todos. Y los que no, no eran dignos de admiración. Desde Kempes, Luque, Ruggeri, Maradona, Batista, hasta La Volpe, Zelada y Romano. Es más, a mi viejo le pedían autógrafos en la calle porque lo confundían con el “Ruso” Brailovsky. Y él los daba. No soportaba la idea de no hacer feliz a un niño solo por decir una verdad que a nadie le importaba. A mí me molestaba porque el “Ruso” era del América, pero bueno, mi viejo no era tan Puma como yo, así que ese detalle no le importaba. Menotti era uno de esos argentinos con los que yo sentía una afinidad natural por el parecido con mi viejo y con todos esos futbolistas de pelo largo. Pero además, Menotti era comunista, igual que mis padres y que toda la gente con la que yo me rodeaba durante el exilio. El Flaco era como de la familia. Durante mi niñez nunca me pregunté por qué él no se tuvo que exiliar. Esas preguntas llegaron más tarde, cuando las historias políticas dejaban de ser cuentitos y se tornaban complejas historias de vida.
Menotti fue siempre el gran prócer del progresismo en el fútbol. Ese gran hombre que abanderaba el eje del bien. Toda nuestra infancia escuchamos su nombre. Era ese que había conseguido la Copa del Mundo en el 78. Ese hombre que hablaba pausado, que fumaba y que encarnaba la intelectualidad en el fútbol. Ese que unía, a través de sus conceptos, el fútbol con la vida. “Dime cómo juegas y te diré quién eres”, decía Galeano. Jugar a la pelota no era solo practicar un deporte, era ser de una manera en la vida, para luego serlo en la cancha. Eso era Menotti. También era el que no había llevado a Maradona al Mundial de Argentina 78 por ser muy joven, pero que sí lo llevó al de España 82, con malos resultados. Después dirigió al Diego en el Barcelona. Sin embargo, para entender su figura, hay que ir un poco más atrás.
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Luis
Menotti fue un jugador rosarino que brilló como entrenador en el Huracán, al que hizo campeón en el año 73 del campeonato argentino. Uno de los equipos, dicen, con el fútbol más bello que se recuerde. Huracán es un equipo mediano de Buenos Aires. Los grandes son Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo; después vienen Estudiantes de la Plata y Huracán. Es un equipo de barrio, tradicional y tanguero. El campeonato de liga que consiguió con Menotti fue el primero y el último que han tenido desde que existe el fútbol profesional.
Un año más tarde, en 1974, fue nombrado entrenador de la Selección Nacional y cambió para siempre la historia del fútbol argentino refundando el tradicional estilo de juego rioplatense.
La historia es así: hasta finales de los años cincuenta, en Argentina dominaba un sistema de juego conocido como “La Nuestra”. Un sistema donde primaba la improvisación, el toque y la gambeta (driblin, amague, finta) por sobre el orden, la fuerza y la velocidad. La gambeta, vale decir, había sido inventada a comienzos del siglo XX por los jóvenes criollos que jugaban en el puerto contra los marineros escoceses, esos mastodontes que sabían correr pero no frenar, y que se llevaban puesto todo lo que encontraban en su camino. Así, los jovencitos sudamericanos, mal alimentados y menos desarrollados físicamente, tuvieron que usar su habilidad e imaginación para sortear las patadas del contrario y no comprometer sus cuerpos en el juego.
En el Mundial de Suecia 1958, Argentina y “La Nuestra” perdieron por goleada: 6 a 1 contra Checoslovaquia, y el equipo fue descalificado en primera ronda en lo que se recuerda como “El desastre de Suecia”. La crisis generada por ese desastre provocó la implementación de otro sistema de juego que no tenía nombre pero que se asemejaba mucho más a los sistemas de juego europeos. A partir de ahí vinieron dos décadas de fútbol físico, defensivo, ordenado y especulativo. ¡Ah sí!, y tramposo también. De esa tradición viene Carlos Salvador. Durante esas dos décadas no triunfaron los afanes triunfalistas y a mediados de los años 70 apareció Menotti para reemplazar el deseo de triunfo por el deseo de gloria y recuperar la tradición rioplatense de “La Nuestra”, con su toque, su picardía y su afán lúdico y de ataque; y su gambeta, claro.
El apellido Menotti estaba siempre acompañado de su antítesis: Bilardo. En un trazo de brocha gruesa, mirado desde el supuesto universo progresista del mundo, Menotti era el entrenador bueno, el del juego ofensivo, lírico, el bohemio: el de izquierda. Salvador Bilardo, por el contrario, era el malo, defensivo, cobarde, feo, resultadista: el de derecha. Menotti era todo lo bueno y Bilardo, todo lo malo. Sin embargo, Menotti era más una ilusión, una narrativa construida por el imaginario colectivo de nuestros padres y Bilardo era más real porque había sido campeón con Maradona en el Mundial de México 86.
Así iba la cosa hasta que un día sucedió el milagro. Cuando mi generación tenía poco más de diez años, Menotti llegó a México para dirigir a la Selección Mexicana. México venía de unos años complicados. Tras un buen desempeño en 1986, quedó fuera del Mundial de Italia 90 tras el castigo impuesto por la FIFA por el caso de los “cachirules”. Una gran generación de futbolistas mexicanos como Hugo Sánchez, Javier Aguirre y Pablo Larios, en el mejor momento de su carrera, se quedaron sin Mundial. México vivía un momento de ostracismo y necesitaba volver al mapa del fútbol mundial. Ahí llegó Menotti y tomó a una joven Selección, conformada en su mayoría por jugadores de la cantera de los Pumas, un equipo alegre que se conocía entre sí y al que se le sumó, entre otros: Ambriz, Ramírez, Zague y Galindo y se convirtieron en un equipo casi imparable. Y como Dios los cría y ellos se juntan, Menotti estuvo siempre cerca de José Ramón Fernández y el resto de periodistas de Imevisión, aquel canal público que proponía otra forma de hacer periodismo deportivo diametralmente opuesto a Televisa, intentando fracturar el monopolio y generar algún tipo de contrapeso.
Menotti había logrado en poco tiempo algo increíble: hacer escuela y darle un claro estilo de juego al equipo. Un estilo de toque, ofensivo, despojado de miedos y de la falta de autoestima que padecen todos los latinoamericanos menos Argentina, Uruguay y Brasil. Un equipo que le jugaba de igual a igual a cualquiera. Instaló el diálogo, rompió con la concepción vertical del entrenador como autoridad. Creó un clima de horizontalidad, permitió al futbolista opinar y lo obligó a pensar y a saberse parte de un proyecto y no un simple operador de ideas ajenas. “Hagan lo que quieran”, les decía a los jugadores, “ustedes tienen la posibilidad de elegir” y así, instaló la idea y la posibilidad de ser libres. Tomaba riesgos y convencía a los jugadores de atreverse a la aventura.
Sin embargo, el Flaco no duró mucho. Así como en el universo del juego la cosa venía cambiando, en el universo de los directivos, la cosa seguía igual. Los jugadores son los que juegan con la pelota, pero los dueños de la pelota son otros. En el barrio, el fútbol es un juego; pero en la altas esferas es, sobre todo, una actividad empresarial. A César Luis lo había traído Francisco Ibarra, Presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, y Emilio Maurer, también directivo de la FMF. Ambos habían logrado dirigir la Federación tras el escándalo de “los cachirules”. Su objetivo, según la prensa y las entrevistas que les han hecho a ambos dirigentes, era arrebatarle el control del fútbol a Televisa y repartir las ganancias de la transmisión televisiva de los partidos entre todos los equipos. Estaban retando al poder. La televisión debía trasmitir el fútbol, no manejarlo. Lograron, entre otras cosas, que México jugara Copa América y Copa Libertadores. Duraron tres años hasta que, según Maurer, Televisa dio “un golpe” y los sacó del cargo. A Maurer lo bajaron de su auto y lo metieron preso por supuesta malversación de fondos. Estuvo en la cárcel un día hasta que su amigo Juan José Leaño lo sacó. Menotti no quiso quedarse con los nuevos directivos y se fue.
Sin embargo, dejó elementos para que se jugara otra clase de fútbol y con otra actitud. Después del Flaco los mexicanos ya no eran los “ratones verdes”. El guante se lo puso Mejía Barón y con él pasaron varias de las mejores cosas que han pasado en la historia del fútbol mexicano. En 1993 ese equipo participó por primera vez en la Copa América y llegó a la Final; con el pequeño detalle de que la jugó contra una Selección Argentina que era una locomotora, pero ese partido lo podría haber ganado México; no se achicaron contra el equipo que tenía a Simeone, Redondo, Gorosito y un tal Batistuta que nos metió dos pepas y nos mandó a llorar a la iglesia. Después vendría el Mundial del 94: los búlgaros, los penales, García Aspe y toda esa horrible tragedia que mejor no recordar.
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Menotti
Pasaron los años y la disputa entre Menotti y Bilardo se mantuvo intacta. Sin embargo, ya no era tanto una cuestión de estilos de juego, sino una división petrificada de dos bandos que no se atrevían a abandonar sus propios equipos. Cada uno representaba un sector de la sociedad, en un país donde todo siempre se piensa a partir de polos opuestos. Me tocó vivir más de una década en Buenos Aires y comencé a dudar de las dicotomías. Los extremos se tornaban absurdos y caricaturescos. La sociedad se tornaba extremista y necia y yo necesitaba comenzar a dudar para no ser arrastrado por la corriente de las certezas. En ese momento me pregunté lo que no me había preguntado antes: ¿Por qué Menotti no se había tenido que exiliar de Argentina? La respuesta hizo que la figura idílica comenzara a hacerse terrestre y contradictoria.
Resulta que había sido el Director Técnico de la Selección Argentina durante el Mundial de 1978. Había tomado el cargo en democracia y lo había dejado en dictadura, así como Bilardo lo había tomado en dictadura y dejado en democracia. Argentina llevaba dos años viviendo bajo una dictadura militar extremadamente criminal. Mientras Argentina jugaba la final del Mundial contra Holanda en el Estadio Monumental, militantes opositores al régimen eran torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada a diez cuadras de ahí. Mientras tanto, las Madres de Plaza de Mayo daban vueltas en la Plaza que les da nombre, preguntando por el paradero de sus hijos. Menotti era miembro del Partido Comunista y tomó la decisión de mantenerse en el cargo para, según decía, darle una alegría al pueblo argentino. No sé qué valor tendrá una alegría en un contexto así, pero bueno, cada uno celebra lo que quiere cuando quiere. Años después justificó su decisión diciendo que no sabía la magnitud de la crueldad que se estaba viviendo. Se supone que no deberíamos juzgar una época con los criterios de otra, aunque también estoy convencido de que la información que circulaba en ese momento era más que suficiente para entender la gravedad de la situación, pero bueno, cada uno sabe. Yo estoy seguro de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Resulta que en aquel momento, el Partido Comunista Argentino había decidido apoyar al gobierno militar por orden de la URSS. El gobierno demócrata de Estados Unidos, con Jimmy Carter a la cabeza, había cuestionado los crímenes de Estado en Argentina; y a los comunistas argentinos les pareció muy mal que los imperialistas se metieran en sus asuntos domésticos, atentando contra la soberanía nacional. Mientras tanto, la URSS era el primer destinatario de la carne y los granos argentinos. La Guerra Fría ponía todo patas para arriba y Menotti decidía quedarse en el cargo, ser campeón con la Selección y recibir la Copa de manos de Jorge Rafael Videla, Presidente de facto de la Nación.
Los grises nos atraviesan y nos convendría ser más cautos. El progresismo argentino siguió queriendo a César Luis Menotti con todas sus circunstancias y contradicciones. No es fácil dejarlo de querer. No es fácil mirar sus fotos y saber que ya no está. El Flaco no dejará de ser nunca el hombre que ayudó a fortalecer los cimientos de un fútbol orgullosamente latinoamericano, un hombre que dio su vida por promover los valores de una identidad, aunque quizás, haya sido puesto por el destino en un complejo trance de la historia.
César Luis Menotti (1938-2024) fue un progresista fuera y dentro de la cancha. Se permitió también ser contradictorio en algunos momentos de su vida; una facultad que solo los hombres con principios pueden encarar con dignidad.
César
Murió Menotti. Tanto lo quisimos al “Flaco” que la noticia nos recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. Pensar en Menotti es pensar en algo extremadamente familiar, como en nuestro equipo de fútbol, o en Maradona, el Subcomandante Marcos, Joaquín Sabina o Jorge Campos; personajes con los que uno nació, congenió, aprendió, se enamoró, se enfrentó, en suma: creció. Y un día se van, nos dejan y nos avisan que el tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Pasados los cuarenta, la muerte de alguien habla más de nosotros, los que estamos, que de los que han dejado de estar. Si Menotti tenía 85 años, significa que nosotros tenemos una considerable cantidad de años también. En fin, que nuestra estadía en este plano es tremendamente pasajera y no deja de sorprender que el Flaco ya no esté.
Mi viejo es argentino pero se tuvo que exiliar de su país en 1980 conmigo a cuestas, recién nacido, para llegar al entonces DF. Afuera de mi casa era México pero adentro era Argentina. Mi viejo es un porteño de manual: futbolero, canchero, hincha de River, pelo largo, clasemediero, judío y arquitecto (le faltó ser psicoanalista para hacer bingo). Su pelo largo, ondulado, tipo melena, era fiel representante de su época. Todos los buenos jugadores argentinos tenían el mismo corte. Todos. Y los que no, no eran dignos de admiración. Desde Kempes, Luque, Ruggeri, Maradona, Batista, hasta La Volpe, Zelada y Romano. Es más, a mi viejo le pedían autógrafos en la calle porque lo confundían con el “Ruso” Brailovsky. Y él los daba. No soportaba la idea de no hacer feliz a un niño solo por decir una verdad que a nadie le importaba. A mí me molestaba porque el “Ruso” era del América, pero bueno, mi viejo no era tan Puma como yo, así que ese detalle no le importaba. Menotti era uno de esos argentinos con los que yo sentía una afinidad natural por el parecido con mi viejo y con todos esos futbolistas de pelo largo. Pero además, Menotti era comunista, igual que mis padres y que toda la gente con la que yo me rodeaba durante el exilio. El Flaco era como de la familia. Durante mi niñez nunca me pregunté por qué él no se tuvo que exiliar. Esas preguntas llegaron más tarde, cuando las historias políticas dejaban de ser cuentitos y se tornaban complejas historias de vida.
Menotti fue siempre el gran prócer del progresismo en el fútbol. Ese gran hombre que abanderaba el eje del bien. Toda nuestra infancia escuchamos su nombre. Era ese que había conseguido la Copa del Mundo en el 78. Ese hombre que hablaba pausado, que fumaba y que encarnaba la intelectualidad en el fútbol. Ese que unía, a través de sus conceptos, el fútbol con la vida. “Dime cómo juegas y te diré quién eres”, decía Galeano. Jugar a la pelota no era solo practicar un deporte, era ser de una manera en la vida, para luego serlo en la cancha. Eso era Menotti. También era el que no había llevado a Maradona al Mundial de Argentina 78 por ser muy joven, pero que sí lo llevó al de España 82, con malos resultados. Después dirigió al Diego en el Barcelona. Sin embargo, para entender su figura, hay que ir un poco más atrás.
Te recomendamos leer: "Salvoconducto".
Luis
Menotti fue un jugador rosarino que brilló como entrenador en el Huracán, al que hizo campeón en el año 73 del campeonato argentino. Uno de los equipos, dicen, con el fútbol más bello que se recuerde. Huracán es un equipo mediano de Buenos Aires. Los grandes son Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo; después vienen Estudiantes de la Plata y Huracán. Es un equipo de barrio, tradicional y tanguero. El campeonato de liga que consiguió con Menotti fue el primero y el último que han tenido desde que existe el fútbol profesional.
Un año más tarde, en 1974, fue nombrado entrenador de la Selección Nacional y cambió para siempre la historia del fútbol argentino refundando el tradicional estilo de juego rioplatense.
La historia es así: hasta finales de los años cincuenta, en Argentina dominaba un sistema de juego conocido como “La Nuestra”. Un sistema donde primaba la improvisación, el toque y la gambeta (driblin, amague, finta) por sobre el orden, la fuerza y la velocidad. La gambeta, vale decir, había sido inventada a comienzos del siglo XX por los jóvenes criollos que jugaban en el puerto contra los marineros escoceses, esos mastodontes que sabían correr pero no frenar, y que se llevaban puesto todo lo que encontraban en su camino. Así, los jovencitos sudamericanos, mal alimentados y menos desarrollados físicamente, tuvieron que usar su habilidad e imaginación para sortear las patadas del contrario y no comprometer sus cuerpos en el juego.
En el Mundial de Suecia 1958, Argentina y “La Nuestra” perdieron por goleada: 6 a 1 contra Checoslovaquia, y el equipo fue descalificado en primera ronda en lo que se recuerda como “El desastre de Suecia”. La crisis generada por ese desastre provocó la implementación de otro sistema de juego que no tenía nombre pero que se asemejaba mucho más a los sistemas de juego europeos. A partir de ahí vinieron dos décadas de fútbol físico, defensivo, ordenado y especulativo. ¡Ah sí!, y tramposo también. De esa tradición viene Carlos Salvador. Durante esas dos décadas no triunfaron los afanes triunfalistas y a mediados de los años 70 apareció Menotti para reemplazar el deseo de triunfo por el deseo de gloria y recuperar la tradición rioplatense de “La Nuestra”, con su toque, su picardía y su afán lúdico y de ataque; y su gambeta, claro.
El apellido Menotti estaba siempre acompañado de su antítesis: Bilardo. En un trazo de brocha gruesa, mirado desde el supuesto universo progresista del mundo, Menotti era el entrenador bueno, el del juego ofensivo, lírico, el bohemio: el de izquierda. Salvador Bilardo, por el contrario, era el malo, defensivo, cobarde, feo, resultadista: el de derecha. Menotti era todo lo bueno y Bilardo, todo lo malo. Sin embargo, Menotti era más una ilusión, una narrativa construida por el imaginario colectivo de nuestros padres y Bilardo era más real porque había sido campeón con Maradona en el Mundial de México 86.
Así iba la cosa hasta que un día sucedió el milagro. Cuando mi generación tenía poco más de diez años, Menotti llegó a México para dirigir a la Selección Mexicana. México venía de unos años complicados. Tras un buen desempeño en 1986, quedó fuera del Mundial de Italia 90 tras el castigo impuesto por la FIFA por el caso de los “cachirules”. Una gran generación de futbolistas mexicanos como Hugo Sánchez, Javier Aguirre y Pablo Larios, en el mejor momento de su carrera, se quedaron sin Mundial. México vivía un momento de ostracismo y necesitaba volver al mapa del fútbol mundial. Ahí llegó Menotti y tomó a una joven Selección, conformada en su mayoría por jugadores de la cantera de los Pumas, un equipo alegre que se conocía entre sí y al que se le sumó, entre otros: Ambriz, Ramírez, Zague y Galindo y se convirtieron en un equipo casi imparable. Y como Dios los cría y ellos se juntan, Menotti estuvo siempre cerca de José Ramón Fernández y el resto de periodistas de Imevisión, aquel canal público que proponía otra forma de hacer periodismo deportivo diametralmente opuesto a Televisa, intentando fracturar el monopolio y generar algún tipo de contrapeso.
Menotti había logrado en poco tiempo algo increíble: hacer escuela y darle un claro estilo de juego al equipo. Un estilo de toque, ofensivo, despojado de miedos y de la falta de autoestima que padecen todos los latinoamericanos menos Argentina, Uruguay y Brasil. Un equipo que le jugaba de igual a igual a cualquiera. Instaló el diálogo, rompió con la concepción vertical del entrenador como autoridad. Creó un clima de horizontalidad, permitió al futbolista opinar y lo obligó a pensar y a saberse parte de un proyecto y no un simple operador de ideas ajenas. “Hagan lo que quieran”, les decía a los jugadores, “ustedes tienen la posibilidad de elegir” y así, instaló la idea y la posibilidad de ser libres. Tomaba riesgos y convencía a los jugadores de atreverse a la aventura.
Sin embargo, el Flaco no duró mucho. Así como en el universo del juego la cosa venía cambiando, en el universo de los directivos, la cosa seguía igual. Los jugadores son los que juegan con la pelota, pero los dueños de la pelota son otros. En el barrio, el fútbol es un juego; pero en la altas esferas es, sobre todo, una actividad empresarial. A César Luis lo había traído Francisco Ibarra, Presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, y Emilio Maurer, también directivo de la FMF. Ambos habían logrado dirigir la Federación tras el escándalo de “los cachirules”. Su objetivo, según la prensa y las entrevistas que les han hecho a ambos dirigentes, era arrebatarle el control del fútbol a Televisa y repartir las ganancias de la transmisión televisiva de los partidos entre todos los equipos. Estaban retando al poder. La televisión debía trasmitir el fútbol, no manejarlo. Lograron, entre otras cosas, que México jugara Copa América y Copa Libertadores. Duraron tres años hasta que, según Maurer, Televisa dio “un golpe” y los sacó del cargo. A Maurer lo bajaron de su auto y lo metieron preso por supuesta malversación de fondos. Estuvo en la cárcel un día hasta que su amigo Juan José Leaño lo sacó. Menotti no quiso quedarse con los nuevos directivos y se fue.
Sin embargo, dejó elementos para que se jugara otra clase de fútbol y con otra actitud. Después del Flaco los mexicanos ya no eran los “ratones verdes”. El guante se lo puso Mejía Barón y con él pasaron varias de las mejores cosas que han pasado en la historia del fútbol mexicano. En 1993 ese equipo participó por primera vez en la Copa América y llegó a la Final; con el pequeño detalle de que la jugó contra una Selección Argentina que era una locomotora, pero ese partido lo podría haber ganado México; no se achicaron contra el equipo que tenía a Simeone, Redondo, Gorosito y un tal Batistuta que nos metió dos pepas y nos mandó a llorar a la iglesia. Después vendría el Mundial del 94: los búlgaros, los penales, García Aspe y toda esa horrible tragedia que mejor no recordar.
También te puede interesar: "La divina comedia de Lionel Messi en Monterrey".
Menotti
Pasaron los años y la disputa entre Menotti y Bilardo se mantuvo intacta. Sin embargo, ya no era tanto una cuestión de estilos de juego, sino una división petrificada de dos bandos que no se atrevían a abandonar sus propios equipos. Cada uno representaba un sector de la sociedad, en un país donde todo siempre se piensa a partir de polos opuestos. Me tocó vivir más de una década en Buenos Aires y comencé a dudar de las dicotomías. Los extremos se tornaban absurdos y caricaturescos. La sociedad se tornaba extremista y necia y yo necesitaba comenzar a dudar para no ser arrastrado por la corriente de las certezas. En ese momento me pregunté lo que no me había preguntado antes: ¿Por qué Menotti no se había tenido que exiliar de Argentina? La respuesta hizo que la figura idílica comenzara a hacerse terrestre y contradictoria.
Resulta que había sido el Director Técnico de la Selección Argentina durante el Mundial de 1978. Había tomado el cargo en democracia y lo había dejado en dictadura, así como Bilardo lo había tomado en dictadura y dejado en democracia. Argentina llevaba dos años viviendo bajo una dictadura militar extremadamente criminal. Mientras Argentina jugaba la final del Mundial contra Holanda en el Estadio Monumental, militantes opositores al régimen eran torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada a diez cuadras de ahí. Mientras tanto, las Madres de Plaza de Mayo daban vueltas en la Plaza que les da nombre, preguntando por el paradero de sus hijos. Menotti era miembro del Partido Comunista y tomó la decisión de mantenerse en el cargo para, según decía, darle una alegría al pueblo argentino. No sé qué valor tendrá una alegría en un contexto así, pero bueno, cada uno celebra lo que quiere cuando quiere. Años después justificó su decisión diciendo que no sabía la magnitud de la crueldad que se estaba viviendo. Se supone que no deberíamos juzgar una época con los criterios de otra, aunque también estoy convencido de que la información que circulaba en ese momento era más que suficiente para entender la gravedad de la situación, pero bueno, cada uno sabe. Yo estoy seguro de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Resulta que en aquel momento, el Partido Comunista Argentino había decidido apoyar al gobierno militar por orden de la URSS. El gobierno demócrata de Estados Unidos, con Jimmy Carter a la cabeza, había cuestionado los crímenes de Estado en Argentina; y a los comunistas argentinos les pareció muy mal que los imperialistas se metieran en sus asuntos domésticos, atentando contra la soberanía nacional. Mientras tanto, la URSS era el primer destinatario de la carne y los granos argentinos. La Guerra Fría ponía todo patas para arriba y Menotti decidía quedarse en el cargo, ser campeón con la Selección y recibir la Copa de manos de Jorge Rafael Videla, Presidente de facto de la Nación.
Los grises nos atraviesan y nos convendría ser más cautos. El progresismo argentino siguió queriendo a César Luis Menotti con todas sus circunstancias y contradicciones. No es fácil dejarlo de querer. No es fácil mirar sus fotos y saber que ya no está. El Flaco no dejará de ser nunca el hombre que ayudó a fortalecer los cimientos de un fútbol orgullosamente latinoamericano, un hombre que dio su vida por promover los valores de una identidad, aunque quizás, haya sido puesto por el destino en un complejo trance de la historia.
César
Murió Menotti. Tanto lo quisimos al “Flaco” que la noticia nos recorre el cuerpo como una descarga eléctrica. Pensar en Menotti es pensar en algo extremadamente familiar, como en nuestro equipo de fútbol, o en Maradona, el Subcomandante Marcos, Joaquín Sabina o Jorge Campos; personajes con los que uno nació, congenió, aprendió, se enamoró, se enfrentó, en suma: creció. Y un día se van, nos dejan y nos avisan que el tiempo pasa y nos vamos haciendo viejos. Pasados los cuarenta, la muerte de alguien habla más de nosotros, los que estamos, que de los que han dejado de estar. Si Menotti tenía 85 años, significa que nosotros tenemos una considerable cantidad de años también. En fin, que nuestra estadía en este plano es tremendamente pasajera y no deja de sorprender que el Flaco ya no esté.
Mi viejo es argentino pero se tuvo que exiliar de su país en 1980 conmigo a cuestas, recién nacido, para llegar al entonces DF. Afuera de mi casa era México pero adentro era Argentina. Mi viejo es un porteño de manual: futbolero, canchero, hincha de River, pelo largo, clasemediero, judío y arquitecto (le faltó ser psicoanalista para hacer bingo). Su pelo largo, ondulado, tipo melena, era fiel representante de su época. Todos los buenos jugadores argentinos tenían el mismo corte. Todos. Y los que no, no eran dignos de admiración. Desde Kempes, Luque, Ruggeri, Maradona, Batista, hasta La Volpe, Zelada y Romano. Es más, a mi viejo le pedían autógrafos en la calle porque lo confundían con el “Ruso” Brailovsky. Y él los daba. No soportaba la idea de no hacer feliz a un niño solo por decir una verdad que a nadie le importaba. A mí me molestaba porque el “Ruso” era del América, pero bueno, mi viejo no era tan Puma como yo, así que ese detalle no le importaba. Menotti era uno de esos argentinos con los que yo sentía una afinidad natural por el parecido con mi viejo y con todos esos futbolistas de pelo largo. Pero además, Menotti era comunista, igual que mis padres y que toda la gente con la que yo me rodeaba durante el exilio. El Flaco era como de la familia. Durante mi niñez nunca me pregunté por qué él no se tuvo que exiliar. Esas preguntas llegaron más tarde, cuando las historias políticas dejaban de ser cuentitos y se tornaban complejas historias de vida.
Menotti fue siempre el gran prócer del progresismo en el fútbol. Ese gran hombre que abanderaba el eje del bien. Toda nuestra infancia escuchamos su nombre. Era ese que había conseguido la Copa del Mundo en el 78. Ese hombre que hablaba pausado, que fumaba y que encarnaba la intelectualidad en el fútbol. Ese que unía, a través de sus conceptos, el fútbol con la vida. “Dime cómo juegas y te diré quién eres”, decía Galeano. Jugar a la pelota no era solo practicar un deporte, era ser de una manera en la vida, para luego serlo en la cancha. Eso era Menotti. También era el que no había llevado a Maradona al Mundial de Argentina 78 por ser muy joven, pero que sí lo llevó al de España 82, con malos resultados. Después dirigió al Diego en el Barcelona. Sin embargo, para entender su figura, hay que ir un poco más atrás.
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Luis
Menotti fue un jugador rosarino que brilló como entrenador en el Huracán, al que hizo campeón en el año 73 del campeonato argentino. Uno de los equipos, dicen, con el fútbol más bello que se recuerde. Huracán es un equipo mediano de Buenos Aires. Los grandes son Boca, River, Independiente, Racing y San Lorenzo; después vienen Estudiantes de la Plata y Huracán. Es un equipo de barrio, tradicional y tanguero. El campeonato de liga que consiguió con Menotti fue el primero y el último que han tenido desde que existe el fútbol profesional.
Un año más tarde, en 1974, fue nombrado entrenador de la Selección Nacional y cambió para siempre la historia del fútbol argentino refundando el tradicional estilo de juego rioplatense.
La historia es así: hasta finales de los años cincuenta, en Argentina dominaba un sistema de juego conocido como “La Nuestra”. Un sistema donde primaba la improvisación, el toque y la gambeta (driblin, amague, finta) por sobre el orden, la fuerza y la velocidad. La gambeta, vale decir, había sido inventada a comienzos del siglo XX por los jóvenes criollos que jugaban en el puerto contra los marineros escoceses, esos mastodontes que sabían correr pero no frenar, y que se llevaban puesto todo lo que encontraban en su camino. Así, los jovencitos sudamericanos, mal alimentados y menos desarrollados físicamente, tuvieron que usar su habilidad e imaginación para sortear las patadas del contrario y no comprometer sus cuerpos en el juego.
En el Mundial de Suecia 1958, Argentina y “La Nuestra” perdieron por goleada: 6 a 1 contra Checoslovaquia, y el equipo fue descalificado en primera ronda en lo que se recuerda como “El desastre de Suecia”. La crisis generada por ese desastre provocó la implementación de otro sistema de juego que no tenía nombre pero que se asemejaba mucho más a los sistemas de juego europeos. A partir de ahí vinieron dos décadas de fútbol físico, defensivo, ordenado y especulativo. ¡Ah sí!, y tramposo también. De esa tradición viene Carlos Salvador. Durante esas dos décadas no triunfaron los afanes triunfalistas y a mediados de los años 70 apareció Menotti para reemplazar el deseo de triunfo por el deseo de gloria y recuperar la tradición rioplatense de “La Nuestra”, con su toque, su picardía y su afán lúdico y de ataque; y su gambeta, claro.
El apellido Menotti estaba siempre acompañado de su antítesis: Bilardo. En un trazo de brocha gruesa, mirado desde el supuesto universo progresista del mundo, Menotti era el entrenador bueno, el del juego ofensivo, lírico, el bohemio: el de izquierda. Salvador Bilardo, por el contrario, era el malo, defensivo, cobarde, feo, resultadista: el de derecha. Menotti era todo lo bueno y Bilardo, todo lo malo. Sin embargo, Menotti era más una ilusión, una narrativa construida por el imaginario colectivo de nuestros padres y Bilardo era más real porque había sido campeón con Maradona en el Mundial de México 86.
Así iba la cosa hasta que un día sucedió el milagro. Cuando mi generación tenía poco más de diez años, Menotti llegó a México para dirigir a la Selección Mexicana. México venía de unos años complicados. Tras un buen desempeño en 1986, quedó fuera del Mundial de Italia 90 tras el castigo impuesto por la FIFA por el caso de los “cachirules”. Una gran generación de futbolistas mexicanos como Hugo Sánchez, Javier Aguirre y Pablo Larios, en el mejor momento de su carrera, se quedaron sin Mundial. México vivía un momento de ostracismo y necesitaba volver al mapa del fútbol mundial. Ahí llegó Menotti y tomó a una joven Selección, conformada en su mayoría por jugadores de la cantera de los Pumas, un equipo alegre que se conocía entre sí y al que se le sumó, entre otros: Ambriz, Ramírez, Zague y Galindo y se convirtieron en un equipo casi imparable. Y como Dios los cría y ellos se juntan, Menotti estuvo siempre cerca de José Ramón Fernández y el resto de periodistas de Imevisión, aquel canal público que proponía otra forma de hacer periodismo deportivo diametralmente opuesto a Televisa, intentando fracturar el monopolio y generar algún tipo de contrapeso.
Menotti había logrado en poco tiempo algo increíble: hacer escuela y darle un claro estilo de juego al equipo. Un estilo de toque, ofensivo, despojado de miedos y de la falta de autoestima que padecen todos los latinoamericanos menos Argentina, Uruguay y Brasil. Un equipo que le jugaba de igual a igual a cualquiera. Instaló el diálogo, rompió con la concepción vertical del entrenador como autoridad. Creó un clima de horizontalidad, permitió al futbolista opinar y lo obligó a pensar y a saberse parte de un proyecto y no un simple operador de ideas ajenas. “Hagan lo que quieran”, les decía a los jugadores, “ustedes tienen la posibilidad de elegir” y así, instaló la idea y la posibilidad de ser libres. Tomaba riesgos y convencía a los jugadores de atreverse a la aventura.
Sin embargo, el Flaco no duró mucho. Así como en el universo del juego la cosa venía cambiando, en el universo de los directivos, la cosa seguía igual. Los jugadores son los que juegan con la pelota, pero los dueños de la pelota son otros. En el barrio, el fútbol es un juego; pero en la altas esferas es, sobre todo, una actividad empresarial. A César Luis lo había traído Francisco Ibarra, Presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, y Emilio Maurer, también directivo de la FMF. Ambos habían logrado dirigir la Federación tras el escándalo de “los cachirules”. Su objetivo, según la prensa y las entrevistas que les han hecho a ambos dirigentes, era arrebatarle el control del fútbol a Televisa y repartir las ganancias de la transmisión televisiva de los partidos entre todos los equipos. Estaban retando al poder. La televisión debía trasmitir el fútbol, no manejarlo. Lograron, entre otras cosas, que México jugara Copa América y Copa Libertadores. Duraron tres años hasta que, según Maurer, Televisa dio “un golpe” y los sacó del cargo. A Maurer lo bajaron de su auto y lo metieron preso por supuesta malversación de fondos. Estuvo en la cárcel un día hasta que su amigo Juan José Leaño lo sacó. Menotti no quiso quedarse con los nuevos directivos y se fue.
Sin embargo, dejó elementos para que se jugara otra clase de fútbol y con otra actitud. Después del Flaco los mexicanos ya no eran los “ratones verdes”. El guante se lo puso Mejía Barón y con él pasaron varias de las mejores cosas que han pasado en la historia del fútbol mexicano. En 1993 ese equipo participó por primera vez en la Copa América y llegó a la Final; con el pequeño detalle de que la jugó contra una Selección Argentina que era una locomotora, pero ese partido lo podría haber ganado México; no se achicaron contra el equipo que tenía a Simeone, Redondo, Gorosito y un tal Batistuta que nos metió dos pepas y nos mandó a llorar a la iglesia. Después vendría el Mundial del 94: los búlgaros, los penales, García Aspe y toda esa horrible tragedia que mejor no recordar.
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Menotti
Pasaron los años y la disputa entre Menotti y Bilardo se mantuvo intacta. Sin embargo, ya no era tanto una cuestión de estilos de juego, sino una división petrificada de dos bandos que no se atrevían a abandonar sus propios equipos. Cada uno representaba un sector de la sociedad, en un país donde todo siempre se piensa a partir de polos opuestos. Me tocó vivir más de una década en Buenos Aires y comencé a dudar de las dicotomías. Los extremos se tornaban absurdos y caricaturescos. La sociedad se tornaba extremista y necia y yo necesitaba comenzar a dudar para no ser arrastrado por la corriente de las certezas. En ese momento me pregunté lo que no me había preguntado antes: ¿Por qué Menotti no se había tenido que exiliar de Argentina? La respuesta hizo que la figura idílica comenzara a hacerse terrestre y contradictoria.
Resulta que había sido el Director Técnico de la Selección Argentina durante el Mundial de 1978. Había tomado el cargo en democracia y lo había dejado en dictadura, así como Bilardo lo había tomado en dictadura y dejado en democracia. Argentina llevaba dos años viviendo bajo una dictadura militar extremadamente criminal. Mientras Argentina jugaba la final del Mundial contra Holanda en el Estadio Monumental, militantes opositores al régimen eran torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada a diez cuadras de ahí. Mientras tanto, las Madres de Plaza de Mayo daban vueltas en la Plaza que les da nombre, preguntando por el paradero de sus hijos. Menotti era miembro del Partido Comunista y tomó la decisión de mantenerse en el cargo para, según decía, darle una alegría al pueblo argentino. No sé qué valor tendrá una alegría en un contexto así, pero bueno, cada uno celebra lo que quiere cuando quiere. Años después justificó su decisión diciendo que no sabía la magnitud de la crueldad que se estaba viviendo. Se supone que no deberíamos juzgar una época con los criterios de otra, aunque también estoy convencido de que la información que circulaba en ese momento era más que suficiente para entender la gravedad de la situación, pero bueno, cada uno sabe. Yo estoy seguro de que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Resulta que en aquel momento, el Partido Comunista Argentino había decidido apoyar al gobierno militar por orden de la URSS. El gobierno demócrata de Estados Unidos, con Jimmy Carter a la cabeza, había cuestionado los crímenes de Estado en Argentina; y a los comunistas argentinos les pareció muy mal que los imperialistas se metieran en sus asuntos domésticos, atentando contra la soberanía nacional. Mientras tanto, la URSS era el primer destinatario de la carne y los granos argentinos. La Guerra Fría ponía todo patas para arriba y Menotti decidía quedarse en el cargo, ser campeón con la Selección y recibir la Copa de manos de Jorge Rafael Videla, Presidente de facto de la Nación.
Los grises nos atraviesan y nos convendría ser más cautos. El progresismo argentino siguió queriendo a César Luis Menotti con todas sus circunstancias y contradicciones. No es fácil dejarlo de querer. No es fácil mirar sus fotos y saber que ya no está. El Flaco no dejará de ser nunca el hombre que ayudó a fortalecer los cimientos de un fútbol orgullosamente latinoamericano, un hombre que dio su vida por promover los valores de una identidad, aunque quizás, haya sido puesto por el destino en un complejo trance de la historia.
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