La pandemia ha puesto al descubierto nuestra vulnerabilidad. El aislamiento, las pérdidas humanas, la imposibilidad de transitar un duelo: todo ello ha influido en los padecimientos afectivos. Pero la salud mental es uno de los temas más abandonados por la opinión pública, incluso desde antes del covid-19. Debemos imaginar servicios basados en el respeto, el conocimiento y la colaboración.
Cuando se habla de salud mental, en foros académicos o en la conversación cotidiana, surgen debates inevitables. Algunas personas tienen experiencias de primera mano porque han padecido problemas o tienen familiares con algún diagnóstico psiquiátrico. Otras tienen conocimientos profesionales. Nadie tiene la última palabra, porque la evaluación de la salud mental implica hechos que pueden abordarse con herramientas científicas pero, también, experiencias y valores sociales cuya apreciación está sujeta a controversias. Se discute la dimensión política de las relaciones entre los profesionales de la salud y las personas que solicitan atención clínica. También son problemáticas las relaciones jerárquicas y los conflictos territoriales que surgen entre profesionales de diferentes disciplinas (médicos, psicólogos, enfermeros, trabajadores sociales). La confrontación política suele estar relacionada con disputas ideológicas que sitúan el origen de los problemas en una realidad neurobiológica, corporal, o en el nivel sociocultural y biográfico de nuestras relaciones humanas. ¿Qué visión es más útil para las personas que sufren? Quizá la circunstancia pandémica que vivimos puede arrojar alguna luz sobre estos debates generales.
En nuestros días la pandemia por covid-19 se une a la historia de las epidemias que han transformado a las comunidades humanas. Las repercusiones emocionales del aislamiento, las pérdidas humanas, la imposibilidad para transitar por el duelo mediante los rituales previstos por la cultura, las pérdidas económicas y de libertades: todo ello influye en los padecimientos afectivos emergentes.
Pero la génesis psicosocial del malestar afectivo no implica que se trate de un padecimiento sin corporalidad: la sobrecarga de estrés puede generar insomnio prolongado y la pérdida del sueño provoca, a su vez, cambios que afectan a todo el
organismo y dificultades para el aclaramiento metabólico, es decir, la eliminación de desechos en el cerebro.1 Por otra parte, el efecto del virus sobre el sistema nervioso nos recuerda la dimensión física de la salud mental. Las ciencias médicas muestran que la acción viral genera —en algunos pacientes infectados— una cascada de eventos que afectan al sistema nervioso: procesos de inflamación mediados por citoquinas y anticuerpos, alteraciones en el sistema vascular que conducen a infartos y microhemorragias, y daño en la sustancia blanca de algunos pacientes. Esto puede conducir a estados de encefalopatía, psicosis, ansiedad, depresión y deterioro cognitivo.2,3 Quienes padecen las secuelas del virus, también llamado “covid largo”, experimentan durante largos periodos más de cincuenta síntomas físicos, cognitivos y emocionales que, a veces, provocan discapacidad.4 Aunque su padecimiento tiene una fuente biológica comprobable, pueden enfrentar actitudes negacionistas y negligentes en los entornos sociales, administrativos y aun en el ambiente médico. La condición subjetiva de los síntomas propicia que se ponga en duda, con frecuencia, la realidad del problema clínico.
La pandemia nos ha hecho vulnerables y reconocemos que todos podemos entrar en el círculo de la patología, el padecer o la discapacidad. Hoy estamos atentos a estos obstáculos en el camino a la recuperación. Pero estas barreras han estado presentes desde hace mucho tiempo y han afectado a quienes buscan atención por problemas de salud mental y otras condiciones que suelen tipificarse como “invisibles”. El malestar pandémico pone al descubierto que los problemas de salud mental tienen múltiples niveles de explicación: la biología corporal, los factores ambientales, la trayectoria de vida, las experiencias traumáticas, los aprendizajes, las relaciones humanas, las condiciones sociales y el gran tejido de la cultura. En algunos casos, los aspectos biológicos son determinantes. En otros, los factores psicosociales tienen mayor peso causal. Y en la mayor parte de los casos hay una interrelación estrecha entre factores biológicos y sociales, que se gesta a lo largo de una trayectoria de vida.
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Durante tres décadas he estado inmerso en los espacios académicos y asistenciales de la medicina mexicana. De acuerdo con la epidemiología psiquiátrica, entre los problemas más frecuentes se encuentran la depresión mayor, los trastornos de ansiedad, el estrés postraumático, las adicciones, los problemas del neurodesarrollo, los trastornos mentales crónicos como la esquizofrenia y el trastorno bipolar, y las enfermedades neurológicas que afectan el estado mental, como la epilepsia o la enfermedad de Alzheimer.5,6 Esto me permite imaginar servicios de salud mental basados en el respeto, el conocimiento y la colaboración. Por desgracia, el panorama real de los servicios es muy diferente a la visión imaginaria. Procedo a plantear cuatro puntos críticos. No me concentraré en los avances científicos, tecnológicos o éticos que han ocurrido en las últimas décadas —que son insuficientes, pero existen— porque esta crítica pretende contribuir a la tarea de reconocer las carencias, los errores y vicios del sistema actual. Y ésa es la mejor forma de mejorarlo.
Las personas que buscan atención clínica deberían atenderse con respeto, a través de una escucha atenta y cuidadosa, capaz de evaluar —en forma empática y racional— los aspectos cualitativos y narrativos del problema que suscita la búsqueda de atención; debería tomarse en cuenta la cultura, la lengua y el tejido interpersonal para asegurar la mejor atención posible. Por desgracia, las instituciones públicas suelen atender a los pacientes (o consultantes) mediante formatos técnicos y administrativos que dejan poco espacio para el diálogo abierto, la conversación espontánea, la expresión y la evaluación de los múltiples detalles cualitativos de la experiencia subjetiva, aunque estos detalles suelen estar estrechamente vinculados con la experiencia del padecer. En las instituciones de salud hay múltiples ejemplos de actitudes autoritarias y de comportamientos que promueven el estigma y la discriminación. No digo que esto sea una práctica generalizada, pero no es infrecuente entre el personal administrativo y de seguridad. Incluso entre los trabajadores de la salud hay abundantes ejemplos de autoritarismo, actitudes condescendientes y burlas hacia quienes solicitan ayuda.
En una proyección ideal, las profesiones de la salud (enfermería, medicina, psicología, trabajo social, nutrición y otras) tendrían entre sí una relación de respeto, sin jerarquías innecesarias, de colaboración y diálogo honesto, con múltiples líneas de trabajo conjunto y de investigación sinérgica. Pero, en realidad, hay muchas formas de tensión y competencia en el seno de un modelo vertical. Hay descalificaciones de toda índole entre las múltiples escuelas de psicoterapia, y las actividades de enfermería y trabajo social no se han desarrollado lo suficiente, en buena medida, por falta de apoyo laboral y académico. Entre los médicos psiquiatras y los profesionales de la psicología hay colaboraciones fértiles, pero también disputas y discordias territoriales, que no siempre tienen como objetivo la búsqueda del conocimiento. Está pendiente la construcción de un paradigma científico unificado que dé soporte a las diversas prácticas terapéuticas.
En la realidad mexicana, las instituciones y los servicios dedicados a la salud mental son insuficientes y están centralizados en unas cuantas ciudades. Las instituciones tienen carencias tecnológicas y de infraestructura, así como desabasto de medicamentos y otros insumos indispensables para un funcionamiento responsable. Algunos hospitales psiquiátricos a lo largo de América Latina no cuentan con estudios de laboratorio básicos y la mayoría no dispone de equipos para realizar estudios de neuroimagen o de electroencefalografía, necesarios para el diagnóstico diferencial, ya que muchas enfermedades neurológicas se presentan con manifestaciones psiquiátricas. Las personas que padecen problemas de salud mental tienen un mayor riesgo de tener problemas de salud físicos, por múltiples razones; a pesar de esto, muchos servicios de psiquiatría se encuentran aislados, sin una conexión dinámica y eficiente para atender los problemas de salud físicos de las personas con trastornos mentales. Es como si la separación cartesiana de la mente y el cuerpo se manifestara en el plano de las realidades arquitectónicas mediante una separación física de los servicios. A veces, los hospitales psiquiátricos están afuera de las ciudades, lo cual no tiene algún sentido médico ni terapéutico: tan sólo ejemplifica la tendencia a mantener lejos a quienes despliegan comportamientos atípicos, divergentes, disruptivos.
Por otro lado, la mayor parte de los hospitales generales tiene mínimos o nulos servicios de psiquiatría, psicología clínica y psicoterapia. Una atención médica integral tomaría en cuenta los aspectos cognitivos, afectivos y conductuales que con frecuencia complican el curso de las enfermedades físicas. Pero hay una gran carencia de recursos humanos dedicados a la salud mental en los hospitales generales. Esto provoca que la atención sea superficial, casi siempre centrada en lo que un psiquiatra puede hacer en consultas de veinte minutos cada seis meses: prescribir medicamentos. Si los fármacos son útiles en un número significativo de casos, no resuelven muchos de los problemas psicológicos y sociales que están en el origen o que contribuyen al malestar emocional o a la conducta problemática. Hay una deficiencia dramática de psicoterapeutas en el sector público en la mayor parte de la región, por lo cual la psicoterapia se convierte en un privilegio de clase. La evidencia científica es clara con respecto a la efectividad de la psicoterapia, por lo cual debería incorporarse sin reparos en el sistema público. Los profesionales del Trabajo Social son insuficientes y tienen una sobrecarga administrativa que les impide concentrarse en desarrollar acciones efectivas para modificar las circunstancias sociales problemáticas de los pacientes. En síntesis, es necesario pasar de un modelo en el que los escasos servicios de salud mental están aislados, marginados y orga-nizados alrededor de unas pocas intervenciones médicas, hacia la formación de equipos multidisciplinarios de salud mental disponibles en dos espacios: en los hospitales generales (para la atención de casos agudos o complejos que requieren una perspectiva médica, con capacidades de hospitalización) y en servicios comunitarios, en donde la atención debe acercarse más a las realidades ecológicas de quienes buscan el auxilio profesional. Estos equipos deberían tener los conocimientos y las competencias para diferenciar entre los casos que requieren un abordaje médico y los que corresponden a estados de distrés psicosocial.
Finalmente, se debe mencionar que los trabajadores de la salud no pueden resolver los problemas sin el apoyo necesario. Los gobiernos latinoamericanos subestiman la relevancia de la salud mental, aunque en forma recurrente los medios de comunicación destacan la importancia del suicidio, las adicciones, la depresión y la ansiedad. Los presupuestos destinados a la prevención, atención e investigación son insuficientes, aunque los estudios epidemiológicos globales muestran que los trastornos psiquiátricos permanecen entre las diez principales causas de discapacidad en el mundo, con cifras muy elevadas en América Latina.7 En una proyección responsable, los agentes gubernamentales tomarían en cuenta la importancia epidemiológica y social de la salud mental para garantizar la operación estable de los servicios, al considerar el acceso igualitario, la calidad de la atención, la protección financiera, el avance científico y tecnológico, así como el respeto a los derechos humanos.
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1. Eide PK, Vinje V, Pripp AH, Mardal KA, Ringstad G. Sleep deprivation impairs molecular clearance from the human brain. Brain. 2021;144(3). doi:10.1093/brain/awaa443
2. Taquet M, Geddes JR, Husain M, Luciano S, Harrison PJ. 6-month neurological and psychiatric outcomes in 236 379 survivors of covid-19: a retrospective cohort study using electronic health records. The Lancet Psychiatry. 2021;8(5). doi:10.1016/S2215-0366(21)00084-5
3. Boldrini M, Canoll PD, Klein RS. How covid-19 affects the brain. JAMA Psychiatry. 2021;78(6). doi:10.1001/jamapsychiatry.2021.0500
4. Lopez-Leon S, Wegman-Ostrosky T, Perelman C, et al. More than 50 long-term effects of covid-19: a systematic review and meta-analysis. Sci Rep. 2021;11(1). doi:10.1038/s41598-021-95565-8
5. Medina-Mora ME, Borges G, Benjet C, Lara C, Berglund P. Psychiatric disorders in Mexico: lifetime prevalence in a nationally representative sample. The British Journal of Psychiatry. 2007;190(JUNE):521-528. doi:10.1192/bjp.bp.106.025841
6. Prince M, Patel V, Saxena S, et al. No health without mental health. Lancet. 2007;370(9590):859-877. doi:10.1016/S0140-6736(07)61238-0
7. Collaborators G 2019 MD. Global, regional, and national burden of 12 mental disorders in 204 countries and territories, 1990–2019: a systematic analysis for the Global Burden of Disease Study 2019. The Lancet Psychiatry. 2022;9(2):137-150. doi:10.1016/s2215-0366(21)00395-3
(Ciudad de México, 1973). Trabaja en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía de México como médico neuropsiquiatra. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Es autor de los libros Paramnesia (Debate, 2006), Breve diccionario clínico del alma (Random House Mondadori, 2010), Un diccionario sin palabras (Almadía, 2016) y Depresión: la noche más oscura (Random House Mondadori, 2020).
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