Diez años después de la coronación de Felipe VI, la Casa Real española vive envuelta en las sombras de Juan Carlos I y protegida por los relatos de sus defensores. Es hoy una monarquía en crisis, entre la majestad antigua y el siglo XXI, pero capaz de dar, sorprendentemente, lecciones de posverdad.
Galicia, al noroeste de España, es tierra de realismo mágico. Territorio de meigas y bruxas. O quizá, extrañamente para mayor precisión, de una realidad casi irreal. De Galicia se fueron muchos a América a buscarse el presente que no tenían, porque se decía que era más fácil llegar allí que a Madrid. En Vigo, una de sus principales ciudades, gobierna desde 2007 como alcalde un político que se llama Abel Caballero, que se ha convertido en un personaje con una megalomanía de fantasía. Desde hace años, Caballero ilumina la ciudad cada Navidad con 11 millones de luces y un árbol gigante en un evento que se ha convertido en el símbolo de su gobierno. Su Navidad dura 60 días, los que permanecen encendidas las luces, y él proclama orgulloso que desde Nueva York, ciudad con la que se compara —en esta historia no hay mesura ni para las comparaciones—, se contempla el resplandor. El año pasado, al tiempo que accionaba el interruptor, aseguraba que cada día seis millones de turistas visitan Vigo durante su Navidad eterna. No importaba que la realidad dijera que la suya es una ciudad con 300 000 habitantes y poco más de 5 000 plazas hoteleras. Tampoco que las cuentas dieran como resultado casi 350 millones de personas, 10 veces más, por ejemplo, que las que recibe Venecia anualmente. No importaba que después lo corrigieran. Ya estaba dicho.
A esa tierra propicia para apariciones y ocurrencias, a otra de las ciudades de Galicia, Sanxenxo, a 40 kilómetros de Vigo, volvió el rey Juan Carlos I en mayo de 2022. Llevaba más de un año y medio fuera de España, desde que el verano de 2020, el de la pandemia, en pleno mes de agosto, por sorpresa y tras escribir una carta a su hijo el rey Felipe VI anunciándoselo, se marchase de España para acabar viviendo en los Emiratos Árabes Unidos, aunque cuando se fue, o cuando se exilió, o cuando se fugó (porque el viaje estaba abierto a interpretaciones), durante días ni siquiera se supo adónde se había ido. A ningún guionista se le hubiera ocurrido una escena así.
En Sanxenxo el verano es tan bonito como agobiante. En el paseo marítimo no cabe una ola. Los 17 000 habitantes parecen multiplicarse, como en la vecina Vigo durante las navidades, hasta el infinito. Calcular la población estival es un género periodístico en sí mismo en Galicia. Hay titulares que dicen que se duplica, otros que se triplica e incluso algunos anuncian que se dispara hasta las 140 000 personas. En mayo de 2022, el del regreso de Juan Carlos, contaron las crónicas, como se cuentan las leyendas, que se alcanzó una ocupación similar a la del mes de agosto, por la expectación del regreso del rey.
Allí, en su paseo marítimo, a pocos metros del club náutico al que el rey acudía para participar en una regata de vela —la menos tóxica de sus grandes aficiones, junto a las mujeres y el dinero—, se dieron dos escenas también cargadas de realismo mágico. O de posverdad, que es la palabra que define esta época que vivimos, en la que los hechos, la realidad, importan menos que las emociones que generan. A un lado, una manifestación en contra del rey. Un centenar de personas que clamaban que el Borbón, miembro de la dinastía que reina en España, salvo intervalos republicanos, desde 1700, “es un ladrón” o que Galicia “no tiene rey”. Al otro, en los aledaños del club, otro centenar, enarbolando banderas de España, aclamaba al rey emérito, como se lo denominó tras su abdicación en 2014, y lo vitoreaban como un rey amado. Para unos, Juan Carlos I era culpable; para los otros, inocente. ¿Y los hechos? ¿Y la realidad?
La realidad había confirmado ya que Juan Carlos era un delincuente, un rey corrupto. Él mismo había reconocido dos delitos fiscales, castigados con penas de cárcel y multas millonarias, mediante la realización de dos regularizaciones fiscales por más de cuatro millones de dólares para evitar una investigación y un juicio. Con ellas, él mismo confesaba su culpabilidad por no haber declarado y pagado los impuestos que le correspondían. Pero no solo eso. Cuando aterrizó en Galicia ya se habían abierto y cerrado, de ahí su regreso, sendas investigaciones judiciales en España y Suiza que habían expuesto la realidad de su reinado. Ya había aparecido un regalo de 100 millones de dólares de Arabia Saudita al rey español, cuando aún estaba en el cargo, oculto en Suiza. Un dinero que no se sabe todavía por qué le dio el entonces monarca saudita (¿era simplemente un regalo? ¿un soborno? ¿era un pago por blanquear la dictadura saudita?) y por el que tampoco pagó impuestos. Un dinero que después Juan Carlos envió a otra cuenta en el mismo país a Corinna Larsen, la mujer alemana con la que había tenido una larga relación extramatrimonial. Más allá: con ella llevaba una doble vida en toda regla, compartiendo una casa en El Pardo, el recinto privado donde se encuentra, a pocos kilómetros, el Palacio de la Zarzuela, en el que el rey hacía su vida oficial con su esposa Sofía. Ahí viven también, en otra residencia en el mismo terreno, los actuales reyes Felipe y Letizia, entonces todavía príncipes y vecinos.
Juan Carlos I se salvó de los juicios porque algunos de los delitos habían prescrito y otros no podían juzgarse, ya que era rey cuando los cometió y estaba protegido por la Constitución española. Su artículo 56 dota al jefe de Estado de una protección única: no debe responder ante la ley. Él fue nombrado rey en 1975, tras la muerte del dictador Francisco Franco, que llegó al poder en 1939 tras un golpe de Estado y una guerra civil, y ya no se bajó de él. Fue Franco, de hecho, quien decidió que Juan Carlos fuese su sucesor, pero con título de monarca y no de dictador: las coronas tienen más glamour que las gorras de general. En 1978 se votó la Constitución y España pasó a ser una monarquía parlamentaria y Juan Carlos, rey. Rey con trono, palacio e influencia, pero sin poder, porque es un puesto simbólico: el poder lo tiene el parlamento. Aquel artículo que se redactó al inicio de su reinado para proteger esta figura, había desembocado, al final, en una inmunidad que devino en impunidad.
El cierre de aquellas investigaciones —la realidad— decía que el rey no era inocente, al contrario de lo que clamaban sus partidarios en Sanxenxo y como siguen haciendo hoy algunos partidos políticos en España, como el conservador Partido Popular o el ultraderechista Vox. Había quedado demostrado que Juan Carlos I había sido un rey corrupto, que durante años se enriqueció a escondidas, con cuentas en paraísos fiscales; que había cobrado millones, mucho más de lo que recibía oficialmente como rey, de otros países, y que tenía una fortuna millonaria que nunca se sabrá a cuánto ascendía ni como se forjó o a cambio de qué.
Pero no importaba ya. Lo que importaba no eran los hechos, la verdad, sino la reacción y la imagen pública transmitida por la Corona.
En junio de 2014, Felipe VI llegó al trono. En su discurso de coronación proclamó, como una promesa política, que la suya iba a ser “una monarquía renovada para un tiempo nuevo”. Pero se trataba, en realidad, de la mejor expresión de la máxima lampedusiana de El gatopardo: si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie. La mayor aspiración de una familia real es que la familia se mantenga en el trono.
Han pasado ya 10 años, pero ¿sabemos realmente lo que ha sucedido en la Casa Real durante esta última larga década? Me he hecho esta pregunta, como periodista, pero también como español, en numerosas ocasiones durante los últimos años. Mi respuesta siempre ha sido la misma: no. Apenas se habla en España sobre ello y cuando surge el tema en alguna conversación se percibe la desinformación o el desconocimiento. ¿Nos interesa?, me he preguntado después. También me he respondido lo mismo: no. Y, sin embargo, por la primera respuesta, y a pesar de la segunda, que sabía que complicaría todo, desde publicarlo hasta que llegara al público, me empeñé en escribir un libro para contarlo. Se titula Heredarás mi reino, y lo publiqué a comienzos de 2024. Es el resultado de mucho tiempo de trabajo como periodista investigando los escándalos de Juan Carlos y también del análisis que los hechos requieren. Pero, por encima de todo, es ese empeño por que se conozcan los hechos en una época incierta, en la que estos, y lo vemos todos los días en todo el mundo, desde España a México o Argentina, entre polarización, desafección y posverdad, han dejado de existir o de importar.
Hace solo 15 años la familia real española vivía con el piloto automático puesto. Era la familia intocable que posaba en las portadas de la revista Hola! cada verano, cada boda o cada bautizo. Hoy se sabe que aquella imagen, Real, con mayúscula, por protocolo, no era real, con minúscula, y que la familia estaba más cerca de las obras de Shakespeare, traiciones, ambiciones y luchas incluidas, que del Hola! En estos tres lustros Juan Carlos pasó de ser el gran héroe de la transición española a la mayor amenaza para la Corona de su familia. Y la vida de la Casa Real se transformó en un thriller insólito, con amantes que eran mucho más que amantes, policías oscuros, jefes de inteligencia al servicio excesivo de su majestad, fortunas ocultas, juegos de tronos, fotografías con elefantes muertos y una familia real en peligro. Hoy los reyes no van a las cruzadas, como antiguamente, pero en España sigue habiendo una clase política y unos medios que protegen a la Corona, al rey, como antes lo defendían sus nobles en la batalla. La de España es una monarquía digna de estudio. Un ejemplo de posverdad. Pero un ejemplo, también, y de ahí su singularidad, de cómo proteger a una monarquía en el siglo XXI, cuando solo una docena de estas sobreviven en Europa, pese a que hace un siglo casi todos los países (salvo Francia y Suiza) lo eran.
Antes se decía que un rey (o una reina) debía ser ejemplar o, por lo menos, parecerlo. En tiempos de posverdad, lo demuestra el caso español, cambia el paradigma y no es ni siquiera necesario ya parecerlo, al menos para el viejo rey Juan Carlos, aclamado por muchos pese a la realidad. Basta con que funcione el relato al margen de los hechos. Para los reyes Felipe y Letizia, en cambio, sí se aplica la vieja fórmula. Deben ser ejemplares en su reinado. Al menos parecerlo. Y en esa línea se pueden leer muchas de las acciones que han realizado en su primera década de reinado, en cómo realizan esa “monarquía renovada” que prometió Felipe VI.
Desde que son reyes se ha aprobado un código de conducta para los miembros y trabajadores de la Casa Real, se desglosan los regalos oficiales que se reciben, el rey ha declarado los ahorros de los que dispone —casi tres millones de dólares—, se ha reducido lo que se conoce como familia real a solo cuatro miembros —los reyes y sus hijas, Leonor, la heredera, y Sofía— o se ha acortado la duración de las vacaciones familiares, entre otras decisiones similares.
“Medidas de transparencia”, como suelen llamarlas en la Casa Real, que son en realidad construcción del relato, para mostrar esa transparencia. Pero si se analiza en detalle, se ve que son poco más que medidas de maquillaje. Parecer, aunque no sea. También con Juan Carlos I se podrían haber publicado sus ahorros oficiales en España y habría permanecido oculta la fortuna en el extranjero.
El relato es la herramienta que da forma hoy a la majestad. Una monarquía no es otra cosa más que forma. También los relatos. Con ellos se construye esa forma. Con ellos se moldea la majestad.
Por eso no todos los relatos provienen de la propia Casa Real. Al contrario, la mayor protección que tiene el rey Felipe, como antes la tuvo su padre, viene de fuera. Los partidos políticos y los medios de comunicación son quienes contribuyen a ensalzar y proteger el símbolo que debe ser una Corona: de unidad frente a las disputas partidistas y de permanencia frente a la incertidumbre política. En España esto se ha hecho siempre, pero se ve con claridad con el caso del rey Felipe y a pesar de los escándalos de esta última década. Y no se trata solo de que Felipe, como lo fue su padre, sea intocable jurídicamente por la Constitución.
Desde hace 10 años el Centro de Investigaciones Sociológicas, organización pública que estudia la sociedad española, no publica encuestas sobre el rey y la Corona. En las últimas que se hicieron, hace una década ya, tras la coronación, el rey reprobaba. Hoy se sabe, por sondeos que han hecho algunos medios de comunicación, que los españoles están divididos a partes iguales entre monarquía y república como modelo de Estado. No preguntar en las encuestas públicas por ello silencia cualquier debate y protege a la Corona.
Pero hay más. El presupuesto real de la monarquía en España continúa oculto. También los gastos dentro de la Casa Real. En Buckingham, el usual ejemplo a seguir, se detallan las cuentas hasta del té que se compra en palacio. En España la transparencia, pese a las promesas de monarquía renovada, no termina de llegar.
Durante años los partidos de izquierdas, sobre todo Podemos, han pedido que se abran en el Congreso de los Diputados comisiones de investigación sobre el rey Juan Carlos. Nunca lo han conseguido. Con el voto de los partidos conservadores y, sobre todo, con el del Partido Socialista Obrero Español, se han vetado siempre esas comisiones. De nuevo, como sucede con las encuestas, silenciar debates y polémicas, evitar abrir cajas de Pandora, blinda la Corona. Y la lista continúa... Hay grupos editoriales y medios de comunicación que no publican nada crítico con la Casa Real. Y existe aún cierta autocensura que nos lleva en ocasiones a los periodistas a ser demasiado cautos o benévolos con la monarquía y a los principales medios a no tener como expertos en la Casa Real a periodistas que fiscalicen el poder, sino a periodistas que cubren los actos oficiales como se hace en las alfombras rojas de los estrenos de cine.
Te recomendamos el reportaje de Diego Calmard: "Guatemala: la 'nueva primavera' de Arévalo desafía el 'pacto de corruptos'".
Hoy, tras una década ya de reinado de Felipe, la protección y la construcción del relato no son exclusivos para él, sino también para su hija, que es el futuro de la institución. Leonor fue aclamada el otoño pasado, cuando cumplió los 18 años y juró la Constitución. Un trámite elevado a categoría de evento trascendental por los partidos que protegen la monarquía y los medios que la ensalzan. Apenas hubo, salvo en algunos periódicos de izquierdas, críticas al evento ni debate sobre un futuro que se da por descontado como monárquico. Ese futuro que representa Leonor. O doña Leonor, como se hace referencia a ella en los medios, con un “doña”, o un “don” para el rey, que no existe para ninguna otra personalidad española. También ahí, en esos don y doña de los reyes y sus hijas, hay relato: marcan la diferencia, hacen especiales a sus depositarios. Son forma y, por tanto, majestad.
Leonor está limpia de las sospechas y las sombras de Juan Carlos. Que ella reine mañana es hoy el gran objetivo de la familia. Por eso desde hace cinco años no existe una fotografía con su abuelo. Se trata de evitar que la alargada sombra del rey emérito la envuelva, como envuelve a su hijo Felipe. Porque en España apenas se habla de ello, pero el rey que prometió esa monarquía renovada no puede ocultar que las sospechas se ciernen también sobre él. Fue, al menos, testigo —vivían bajo el mismo techo— de todo lo que hizo su padre, para bien y para mal, durante sus 40 años de reinado. Y estamos hablando de un rey, Juan Carlos, que, como reveló su amante Corinna, disponía en palacio de una “habitación del dinero”, repleta de los billetes que le daban unos y otros en maletines, con una máquina incluso para contarlos.
En esta larga década de crisis de la Corona no solo se ha probado la culpabilidad del rey Juan Carlos. En este tiempo, su yerno Iñaki Urdangarín cumplió condena; una de sus hijas, Cristina, fue juzgada, y se ha sabido que incluso su mujer, Sofía, gastaba dinero negro con una tarjeta de crédito a nombre de otra persona y con fondos enviados por el empresario mexicano Allen Sanginés-Krause. El empresario de 65 años, directivo del banco Goldman Sachs en Europa durante casi dos décadas, conoció a Juan Carlos en los 2000 y durante años le regaló dinero o le hizo donaciones de las que tampoco se ha sabido si tenían contraprestación alguna.
El propio Felipe apareció, además —probablemente el dato más delicado—, como beneficiario de una fundación secreta con fondos millonarios en un paraíso fiscal. Desde la Zarzuela se reaccionó a la noticia alegando que el rey desconocía su existencia, y que tras conocerla había ordenado desaparecer de ella. Para hacer más enérgica su reacción, Felipe renunció de manera pública a la herencia de su padre y le retiró el sueldo oficial.
Sin embargo, la reacción de la Zarzuela fue, de nuevo, solo un relato, porque nunca se aportaron las pruebas que confirmaran lo que decían que había sucedido ni lo que se había hecho. Tampoco importó el dato de que en España solo se puede renunciar a una herencia cuando muere una persona. Ni la sospecha, de hecho, de que aquí hay dos herencias: la oficial y la oculta. Pero prevaleció, y lo hace aún, el discurso frente a los hechos, o por lo menos frente al análisis crítico. En otras circunstancias, una familia tan implicada en negocios turbios hubiera sido considerada una organización criminal. Se habría investigado, o por lo menos debatido, si el rey emérito era el cabeza de familia o el padrino de una organización. En España, no. La posverdad y la polarización afectiva conducen, en cambio, a la escena de Sanxenxo, tan simbólica de lo que sucede en el resto de la sociedad: inocente o culpable; fugado o perseguido; rey amado o rey odiado. En esa doble realidad seguimos hoy.
El pasado febrero Felipe y Juan Carlos coincidieron en Londres en una misa por Constantino de Grecia, hermano de la reina Sofía. La fotografía del encuentro fue noticia porque ambos salieron caminando juntos de Windsor, el padre apoyado en el brazo del hijo. Era la primera aparición de ambos en una actitud cercana desde 2020. La imagen se puede interpretar como el gesto de amor de un hijo hacia su padre anciano. O como la reconciliación entre ambos, en la recta final de la vida del rey emérito. O como un gesto de perdón de Felipe VI a Juan Carlos I, del actual rey al que puso en peligro la Corona de su familia, en línea con el relato que se hizo de que había castigado públicamente a su padre por sus escándalos para remarcar la idea, el relato, de que todo fue cosa suya y él estaba limpio.
Pero también se puede ir más allá y ver en esa fotografía un paso más en la estrategia de normalización y blanqueo de Juan Carlos I, que sigue protagonizando la anomalía de vivir en Abu Dabi y de haber trasladado incluso su residencia fiscal allí y no pagar ya siquiera impuestos en España. Un gesto del propio rey, por qué no, de posverdad.
En agosto de 2020, cuando Juan Carlos se marchó por sorpresa a los Emiratos, escribió una carta a su hijo anunciándole su partida. En marzo de 2022, dos meses antes del regreso a Sanxenxo, en esa Galicia rica en realismo mágico de la que bebió incluso Gabriel García Márquez, le escribió una segunda misiva contándole que seguiría viviendo en el extranjero, pero que empezaría a regresar de tanto en cuanto a España. Este extraño thriller de la Corona española, como vemos, tiene sus giros y sus cliffhangers, como las series de televisión de las plataformas. Si hubiera que adivinar cuál será el próximo episodio, apostaría por una nueva carta. Porque padre e hijo, parece, se comunican por carta. De nuevo, cuestión de relato. Vivimos en el siglo xxi y no en el xv. Esas cartas, resulta evidente, no son su único canal. Pero marcan la distancia entre ambos, para mostrar el repudio público del hijo al padre en su construcción de la monarquía renovada.
En esa tercera carta Juan Carlos podría anunciar a su hijo que ve cerca el final de su vida y que quiere regresar de forma permanente a España para morir en su país, en lo que fue su reino. El dramatismo, con esa alusión a la muerte, estaría asegurado con esa misiva. Probablemente, no se habría enviado aún porque se esperaba hasta que pasara el décimo aniversario de la coronación, para no alterar el guion y ensombrecerlo. Quizá el mejor momento para hacerlo sería el verano, porque todo pasa entonces, por el calor y las vacaciones, más leve y desapercibido, con menos importancia. Pero es seguro que, si la escena finalmente se produce, no se dirá qué sucederá, cuando se consume el regreso, con la fortuna del rey Juan Carlos que no debería haber existido, que se suponía que no existía y que hoy sabemos que existe.
Madrid, 1980. Periodista y escritor. Le apasionan, dice, las buenas historias, sobre todo aquellas que encierran a su vez muchas historias. Como periodista ha escrito reportajes y entrevistas para numerosos medios en español, como El País, Vanity Fair, revista de la que fue jefe de actualidad, o Gatopardo. La crisis de la corona española, un “thriller insólito de traiciones, dinero, sexo y personajes oscuros”, como lo define, lo impulsó a escribir el libro Heredarás mi reino, publicado a comienzos de año. En la actualidad está enfocado en el mundo del documental, realizando una serie para la plataforma Sky y rodando un proyecto sobre otro de sus libros: El tigre y la guitarra.