Hasta hace poco, el nombre de Katalin Karikó no decía mucho. Pero si hoy lo tecleamos en un buscador de internet, en segundos aparecerán cientos de miles de resultados, montones de entrevistas y artículos que se han publicado y toman como base sus investigaciones sobre la capacidad que tiene el ácido ribonucleico mensajero —o ARNM— de inducir a las células a producir las proteínas necesarias para que el cuerpo reaccione contra agentes infecciosos. En otras palabras: que sean ellas las que fabriquen sus propias medicinas contra virus y enfermedades.
La explosiva y reciente fama de Karikó se relaciona con la efectividad inmunológica de las vacunas contra la Covid-19 de los laboratorios Pfizer-BioNTech y Moderna que se basan en la tecnología que esta bioquímica, de 66 años y de origen húngaro, desarrolló —junto con el inmunólogo estadounidense Drew Weissman— en los laboratorios de la Universidad de Pensilvania. Por ello, sus nombres suenan fuerte para los próximos premios Nobel y a ella se le conoce ya como “la madre de la vacuna”. Cuando, el pasado 18 de diciembre, Karikó y Weissman fueron inoculados con la vacuna, esto se convirtió en un evento mediático. Los flashes de las cámaras dispararon sobre ellos y el anonimato quedó atrás.
Katy —como la llaman sus colegas— nació en 1955 y creció en la pequeña ciudad de Kisújszállás, en Hungría. Al ser hija de un carnicero, veía cotidianamente a su padre destazar a los animales que más tarde vendería en su negocio. De esa observación de la sangre y las vísceras, sin miedo ni asco, nació su curiosidad por conocer el funcionamiento interno de los seres vivos y fue así como decidió ser científica.
Estudió Biología en la Universidad de Szeged y obtuvo una beca posdoctoral en el área de bioquímica en el Centro de Investigación Biológica de la misma universidad. Ahí descubrió una pasión que se convirtió en obsesión: la síntesis del ARNM para desencadenar la producción de proteínas específicas que, desde una perspectiva biológica, se relacionan con el crecimiento y la reparación de los organismos a nivel celular. Sin embargo, cuando el programa de investigación para el que trabajaba se quedó sin fondos en 1985, en medio de un sistema científico en crisis, la doctora Karikó, su marido Béla Francia y su pequeña hija Zsuzsanna se mudaron a Pensilvania, Estados Unidos, donde ella había obtenido una modesta posición como asistente posdoctoral en la Universidad de Temple, en Filadelfia. Como el gobierno de Hungría, entonces comunista, sólo permitía sacar cien dólares del país, ocultaron unos 1 200 dólares de esa época en el oso de peluche de la niña, luego de vender el auto familiar en el mercado negro para sumar a sus ahorros. Con esa pequeña cantidad cruzaron la otrora famosa Cortina de Hierro para empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Fue un viaje sin retorno en el que, durante más de 30 años, Karikó nunca encontró un puesto de trabajo permanente. Sin embargo, se aferró a las pocas fisuras que encontró en la academia: migrar de laboratorio en laboratorio y depender de uno y otro científico de mayor rango que la arropara bajo su ala. Tener un pequeño lugar dentro de un laboratorio era lo único que le importaba para continuar con sus investigaciones, entonces pioneras, en el campo del ARNM, que finalmente logró modificar añadiendo moléculas conocidas como nucleósidos. Además de trabajar a la sombra de otros, su obstinación la llevó incluso a poner en peligro la renovación de su visa, debido a que no encontraba recursos —ni públicos ni privados— para financiar sus experimentos. Sus poco ortodoxas ideas la llevaron a un periplo por laboratorios en los que, en repetidas ocasiones, se veía obligada a buscar otra “zona de obras” en la que pudiera sobrevivir con muchas precauciones. A pesar de las destituciones a puestos inferiores, con salarios menores y sin plaza fija, Karikó mantuvo la convicción de que los experimentos siempre enseñan algo, aunque no sea lo que esperas. Su genialidad, según cuentan sus colegas, radica en su deseo de aceptar y aprender del fracaso.
De tener poco revuelo científico a sentar las bases de las vacunas anti Covid
Una conversación frente a una máquina fotocopiadora se convirtió en la piedra de toque. Gina Kolata, periodista científica, lo relató en el New York Times: Drew Weissman se acababa de incorporar a la plantilla de la Universidad de Pensilvania y Karikó recuerda haberle dicho: “Soy una científica especializada en el ARNM y puedo crear la proteína que yo quiera con él”. Entonces no imaginaba que años después se enfrentarían juntos al reto de un nuevo virus que puso en peligro el destino de la humanidad. Nació entonces una colaboración científica. Para ese momento la investigación de Karikó se encontraba estancada: podía crear moléculas in vitro que instruyeran a las células a producir la proteína que ella eligiera, pero no podía lograr que el ARNM sintetizado funcionara en seres vivos sin que el sistema inmunitario lo percibiera como una invasión de patógenos. Karikó se planteó un nuevo enigma a descifrar: si cada célula humana crea de manera natural ARNM y el sistema inmune se vuelve ciego ante él, ¿por qué el ARNM que ella fabricaba en el laboratorio producía una reacción diferente?
Después de muchos intentos fallidos, realizaron un experimento que les dio la clave: notaron que si bien el ARNM causaba una sobrerreacción inmunológica, como si las células estuvieran siendo atacadas, en las moléculas de control en un primate macaco, en las que usaron otra forma de ARNM —el ARNM transferido o ARNT, que también existe en las células humanas—, no sucedía esa reacción, que podía conducir a la muerte. Explorando el resultado a fondo, descubrieron que una molécula llamada pseudouridina (en el ARNT) permitía evitar esa respuesta. Y como resultó que el ARNM humano también contenía esa molécula, el misterio se resolvió: añadir pseudouridina al ARNM creado por los científicos evitaba la reacción del sistema inmunitario del cuerpo.
Fue un hallazgo científico que marcaría la diferencia. En pocas palabras, el ARNM podría utilizarse para alterar al gusto las funciones de las células sin echar a andar un ataque del sistema de defensa del organismo. Pero cuando publicaron estos resultados en la revista científica Immunity, en agosto del 2005, llamaron poco la atención en la comunidad de expertos. Aun así, la mancuerna demostró con su experimento que podía inducirse a un animal a producir la proteína que seleccionaran y que esa misma metodología podría utilizarse para estimular al organismo humano a producir cualquier fármaco proteico como la insulina, otras hormonas o algún nuevo medicamento contra la diabetes, entre muchas otras posibilidades.
Ese mismo año Karikó y Weissman empezaron a solicitar financiamiento por todos lados, pero obtuvieron muy pocas respuestas: el pensamiento predominante consideraba que el ARNM no conduciría a una terapéutica exitosa. Gritaron por todos lados que se podrían hacer vacunas como no se habían visto antes: en lugar de inyectar un fragmento del virus atenuado o inactivo en el cuerpo, los médicos podrían inyectar un ARNM que instruyera a las células a fabricar proteínas específicas, es decir, su propia medicina. Sin embargo, en ese momento a ninguna de las grandes farmacéuticas le interesó el hallazgo. Cinco años más tarde, en 2010, un grupo de investigadores estadounidenses fundó una empresa que compró en 2012 los derechos de las patentes de Karikó, Weissman y la Universidad de Pensilvania. Su nombre era Moderna y, por fin, ambos empezaron a ver el reconocimiento a su trabajo, aunque la casa universitaria se quedara con la mayor parte de las ganancias. Posteriormente, BioNTech —empresa alemana fundada por los científicos alemanes de origen turco Uğur Şahin y Özlem Türeci— adquirió otras patentes de ARNM modificado, registradas únicamente por Karikó y Weissman, para desarrollar sus propias vacunas contra el cáncer. En 2013 BioNTech añadió a Katalin a sus filas y hoy es su vicepresidenta senior. Para entonces, ya habían terminado sus penurias en la academia, pues por fin se había convertido en profesora de los Departamentos de Medicina y Neurocirugía de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces: todos los días se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en un laboratorio en el sótano de su casa, en Filadelfia. Ha dedicado la mayor parte de su vida a lo que considera “un juego” que le divierte y le otorga placer: crear experimentos cada vez más refinados y mejor concebidos. Sus trabajos sobre ARNM sintéticos y la forma de enviarlos a las células fueron la base para el meteórico desarrollo de una nueva generación de vacunas que se empezó a diseñar a partir de que China publicara el genoma completo del SARS-CoV-2.
El mes de noviembre de 2020 será recordado como un hito. Los laboratorios Pfizer, en asociación con BioNTech, dieron a conocer los resultados de su estudio clínico: la vacuna que fabricaron con base en el ARNM modificado ofrecía inmunidad poderosa frente a la Covid-19. Para celebrarlo, Karikó se premió con una caja completa de Goobers, unos cacahuates recubiertos de chocolate, que disfrutó con avidez y sin compartirlos con nadie más.
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Una perseverancia innegable y la vocación por la ciencia impulsaron a que Katalin Karikó, premio Nobel de Medicina 2023, descubriera una de las vacunas contra el Covid-19.
Hasta hace poco, el nombre de Katalin Karikó no decía mucho. Pero si hoy lo tecleamos en un buscador de internet, en segundos aparecerán cientos de miles de resultados, montones de entrevistas y artículos que se han publicado y toman como base sus investigaciones sobre la capacidad que tiene el ácido ribonucleico mensajero —o ARNM— de inducir a las células a producir las proteínas necesarias para que el cuerpo reaccione contra agentes infecciosos. En otras palabras: que sean ellas las que fabriquen sus propias medicinas contra virus y enfermedades.
La explosiva y reciente fama de Karikó se relaciona con la efectividad inmunológica de las vacunas contra la Covid-19 de los laboratorios Pfizer-BioNTech y Moderna que se basan en la tecnología que esta bioquímica, de 66 años y de origen húngaro, desarrolló —junto con el inmunólogo estadounidense Drew Weissman— en los laboratorios de la Universidad de Pensilvania. Por ello, sus nombres suenan fuerte para los próximos premios Nobel y a ella se le conoce ya como “la madre de la vacuna”. Cuando, el pasado 18 de diciembre, Karikó y Weissman fueron inoculados con la vacuna, esto se convirtió en un evento mediático. Los flashes de las cámaras dispararon sobre ellos y el anonimato quedó atrás.
Katy —como la llaman sus colegas— nació en 1955 y creció en la pequeña ciudad de Kisújszállás, en Hungría. Al ser hija de un carnicero, veía cotidianamente a su padre destazar a los animales que más tarde vendería en su negocio. De esa observación de la sangre y las vísceras, sin miedo ni asco, nació su curiosidad por conocer el funcionamiento interno de los seres vivos y fue así como decidió ser científica.
Estudió Biología en la Universidad de Szeged y obtuvo una beca posdoctoral en el área de bioquímica en el Centro de Investigación Biológica de la misma universidad. Ahí descubrió una pasión que se convirtió en obsesión: la síntesis del ARNM para desencadenar la producción de proteínas específicas que, desde una perspectiva biológica, se relacionan con el crecimiento y la reparación de los organismos a nivel celular. Sin embargo, cuando el programa de investigación para el que trabajaba se quedó sin fondos en 1985, en medio de un sistema científico en crisis, la doctora Karikó, su marido Béla Francia y su pequeña hija Zsuzsanna se mudaron a Pensilvania, Estados Unidos, donde ella había obtenido una modesta posición como asistente posdoctoral en la Universidad de Temple, en Filadelfia. Como el gobierno de Hungría, entonces comunista, sólo permitía sacar cien dólares del país, ocultaron unos 1 200 dólares de esa época en el oso de peluche de la niña, luego de vender el auto familiar en el mercado negro para sumar a sus ahorros. Con esa pequeña cantidad cruzaron la otrora famosa Cortina de Hierro para empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Fue un viaje sin retorno en el que, durante más de 30 años, Karikó nunca encontró un puesto de trabajo permanente. Sin embargo, se aferró a las pocas fisuras que encontró en la academia: migrar de laboratorio en laboratorio y depender de uno y otro científico de mayor rango que la arropara bajo su ala. Tener un pequeño lugar dentro de un laboratorio era lo único que le importaba para continuar con sus investigaciones, entonces pioneras, en el campo del ARNM, que finalmente logró modificar añadiendo moléculas conocidas como nucleósidos. Además de trabajar a la sombra de otros, su obstinación la llevó incluso a poner en peligro la renovación de su visa, debido a que no encontraba recursos —ni públicos ni privados— para financiar sus experimentos. Sus poco ortodoxas ideas la llevaron a un periplo por laboratorios en los que, en repetidas ocasiones, se veía obligada a buscar otra “zona de obras” en la que pudiera sobrevivir con muchas precauciones. A pesar de las destituciones a puestos inferiores, con salarios menores y sin plaza fija, Karikó mantuvo la convicción de que los experimentos siempre enseñan algo, aunque no sea lo que esperas. Su genialidad, según cuentan sus colegas, radica en su deseo de aceptar y aprender del fracaso.
De tener poco revuelo científico a sentar las bases de las vacunas anti Covid
Una conversación frente a una máquina fotocopiadora se convirtió en la piedra de toque. Gina Kolata, periodista científica, lo relató en el New York Times: Drew Weissman se acababa de incorporar a la plantilla de la Universidad de Pensilvania y Karikó recuerda haberle dicho: “Soy una científica especializada en el ARNM y puedo crear la proteína que yo quiera con él”. Entonces no imaginaba que años después se enfrentarían juntos al reto de un nuevo virus que puso en peligro el destino de la humanidad. Nació entonces una colaboración científica. Para ese momento la investigación de Karikó se encontraba estancada: podía crear moléculas in vitro que instruyeran a las células a producir la proteína que ella eligiera, pero no podía lograr que el ARNM sintetizado funcionara en seres vivos sin que el sistema inmunitario lo percibiera como una invasión de patógenos. Karikó se planteó un nuevo enigma a descifrar: si cada célula humana crea de manera natural ARNM y el sistema inmune se vuelve ciego ante él, ¿por qué el ARNM que ella fabricaba en el laboratorio producía una reacción diferente?
Después de muchos intentos fallidos, realizaron un experimento que les dio la clave: notaron que si bien el ARNM causaba una sobrerreacción inmunológica, como si las células estuvieran siendo atacadas, en las moléculas de control en un primate macaco, en las que usaron otra forma de ARNM —el ARNM transferido o ARNT, que también existe en las células humanas—, no sucedía esa reacción, que podía conducir a la muerte. Explorando el resultado a fondo, descubrieron que una molécula llamada pseudouridina (en el ARNT) permitía evitar esa respuesta. Y como resultó que el ARNM humano también contenía esa molécula, el misterio se resolvió: añadir pseudouridina al ARNM creado por los científicos evitaba la reacción del sistema inmunitario del cuerpo.
Fue un hallazgo científico que marcaría la diferencia. En pocas palabras, el ARNM podría utilizarse para alterar al gusto las funciones de las células sin echar a andar un ataque del sistema de defensa del organismo. Pero cuando publicaron estos resultados en la revista científica Immunity, en agosto del 2005, llamaron poco la atención en la comunidad de expertos. Aun así, la mancuerna demostró con su experimento que podía inducirse a un animal a producir la proteína que seleccionaran y que esa misma metodología podría utilizarse para estimular al organismo humano a producir cualquier fármaco proteico como la insulina, otras hormonas o algún nuevo medicamento contra la diabetes, entre muchas otras posibilidades.
Ese mismo año Karikó y Weissman empezaron a solicitar financiamiento por todos lados, pero obtuvieron muy pocas respuestas: el pensamiento predominante consideraba que el ARNM no conduciría a una terapéutica exitosa. Gritaron por todos lados que se podrían hacer vacunas como no se habían visto antes: en lugar de inyectar un fragmento del virus atenuado o inactivo en el cuerpo, los médicos podrían inyectar un ARNM que instruyera a las células a fabricar proteínas específicas, es decir, su propia medicina. Sin embargo, en ese momento a ninguna de las grandes farmacéuticas le interesó el hallazgo. Cinco años más tarde, en 2010, un grupo de investigadores estadounidenses fundó una empresa que compró en 2012 los derechos de las patentes de Karikó, Weissman y la Universidad de Pensilvania. Su nombre era Moderna y, por fin, ambos empezaron a ver el reconocimiento a su trabajo, aunque la casa universitaria se quedara con la mayor parte de las ganancias. Posteriormente, BioNTech —empresa alemana fundada por los científicos alemanes de origen turco Uğur Şahin y Özlem Türeci— adquirió otras patentes de ARNM modificado, registradas únicamente por Karikó y Weissman, para desarrollar sus propias vacunas contra el cáncer. En 2013 BioNTech añadió a Katalin a sus filas y hoy es su vicepresidenta senior. Para entonces, ya habían terminado sus penurias en la academia, pues por fin se había convertido en profesora de los Departamentos de Medicina y Neurocirugía de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces: todos los días se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en un laboratorio en el sótano de su casa, en Filadelfia. Ha dedicado la mayor parte de su vida a lo que considera “un juego” que le divierte y le otorga placer: crear experimentos cada vez más refinados y mejor concebidos. Sus trabajos sobre ARNM sintéticos y la forma de enviarlos a las células fueron la base para el meteórico desarrollo de una nueva generación de vacunas que se empezó a diseñar a partir de que China publicara el genoma completo del SARS-CoV-2.
El mes de noviembre de 2020 será recordado como un hito. Los laboratorios Pfizer, en asociación con BioNTech, dieron a conocer los resultados de su estudio clínico: la vacuna que fabricaron con base en el ARNM modificado ofrecía inmunidad poderosa frente a la Covid-19. Para celebrarlo, Karikó se premió con una caja completa de Goobers, unos cacahuates recubiertos de chocolate, que disfrutó con avidez y sin compartirlos con nadie más.
Una perseverancia innegable y la vocación por la ciencia impulsaron a que Katalin Karikó, premio Nobel de Medicina 2023, descubriera una de las vacunas contra el Covid-19.
Hasta hace poco, el nombre de Katalin Karikó no decía mucho. Pero si hoy lo tecleamos en un buscador de internet, en segundos aparecerán cientos de miles de resultados, montones de entrevistas y artículos que se han publicado y toman como base sus investigaciones sobre la capacidad que tiene el ácido ribonucleico mensajero —o ARNM— de inducir a las células a producir las proteínas necesarias para que el cuerpo reaccione contra agentes infecciosos. En otras palabras: que sean ellas las que fabriquen sus propias medicinas contra virus y enfermedades.
La explosiva y reciente fama de Karikó se relaciona con la efectividad inmunológica de las vacunas contra la Covid-19 de los laboratorios Pfizer-BioNTech y Moderna que se basan en la tecnología que esta bioquímica, de 66 años y de origen húngaro, desarrolló —junto con el inmunólogo estadounidense Drew Weissman— en los laboratorios de la Universidad de Pensilvania. Por ello, sus nombres suenan fuerte para los próximos premios Nobel y a ella se le conoce ya como “la madre de la vacuna”. Cuando, el pasado 18 de diciembre, Karikó y Weissman fueron inoculados con la vacuna, esto se convirtió en un evento mediático. Los flashes de las cámaras dispararon sobre ellos y el anonimato quedó atrás.
Katy —como la llaman sus colegas— nació en 1955 y creció en la pequeña ciudad de Kisújszállás, en Hungría. Al ser hija de un carnicero, veía cotidianamente a su padre destazar a los animales que más tarde vendería en su negocio. De esa observación de la sangre y las vísceras, sin miedo ni asco, nació su curiosidad por conocer el funcionamiento interno de los seres vivos y fue así como decidió ser científica.
Estudió Biología en la Universidad de Szeged y obtuvo una beca posdoctoral en el área de bioquímica en el Centro de Investigación Biológica de la misma universidad. Ahí descubrió una pasión que se convirtió en obsesión: la síntesis del ARNM para desencadenar la producción de proteínas específicas que, desde una perspectiva biológica, se relacionan con el crecimiento y la reparación de los organismos a nivel celular. Sin embargo, cuando el programa de investigación para el que trabajaba se quedó sin fondos en 1985, en medio de un sistema científico en crisis, la doctora Karikó, su marido Béla Francia y su pequeña hija Zsuzsanna se mudaron a Pensilvania, Estados Unidos, donde ella había obtenido una modesta posición como asistente posdoctoral en la Universidad de Temple, en Filadelfia. Como el gobierno de Hungría, entonces comunista, sólo permitía sacar cien dólares del país, ocultaron unos 1 200 dólares de esa época en el oso de peluche de la niña, luego de vender el auto familiar en el mercado negro para sumar a sus ahorros. Con esa pequeña cantidad cruzaron la otrora famosa Cortina de Hierro para empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Fue un viaje sin retorno en el que, durante más de 30 años, Karikó nunca encontró un puesto de trabajo permanente. Sin embargo, se aferró a las pocas fisuras que encontró en la academia: migrar de laboratorio en laboratorio y depender de uno y otro científico de mayor rango que la arropara bajo su ala. Tener un pequeño lugar dentro de un laboratorio era lo único que le importaba para continuar con sus investigaciones, entonces pioneras, en el campo del ARNM, que finalmente logró modificar añadiendo moléculas conocidas como nucleósidos. Además de trabajar a la sombra de otros, su obstinación la llevó incluso a poner en peligro la renovación de su visa, debido a que no encontraba recursos —ni públicos ni privados— para financiar sus experimentos. Sus poco ortodoxas ideas la llevaron a un periplo por laboratorios en los que, en repetidas ocasiones, se veía obligada a buscar otra “zona de obras” en la que pudiera sobrevivir con muchas precauciones. A pesar de las destituciones a puestos inferiores, con salarios menores y sin plaza fija, Karikó mantuvo la convicción de que los experimentos siempre enseñan algo, aunque no sea lo que esperas. Su genialidad, según cuentan sus colegas, radica en su deseo de aceptar y aprender del fracaso.
De tener poco revuelo científico a sentar las bases de las vacunas anti Covid
Una conversación frente a una máquina fotocopiadora se convirtió en la piedra de toque. Gina Kolata, periodista científica, lo relató en el New York Times: Drew Weissman se acababa de incorporar a la plantilla de la Universidad de Pensilvania y Karikó recuerda haberle dicho: “Soy una científica especializada en el ARNM y puedo crear la proteína que yo quiera con él”. Entonces no imaginaba que años después se enfrentarían juntos al reto de un nuevo virus que puso en peligro el destino de la humanidad. Nació entonces una colaboración científica. Para ese momento la investigación de Karikó se encontraba estancada: podía crear moléculas in vitro que instruyeran a las células a producir la proteína que ella eligiera, pero no podía lograr que el ARNM sintetizado funcionara en seres vivos sin que el sistema inmunitario lo percibiera como una invasión de patógenos. Karikó se planteó un nuevo enigma a descifrar: si cada célula humana crea de manera natural ARNM y el sistema inmune se vuelve ciego ante él, ¿por qué el ARNM que ella fabricaba en el laboratorio producía una reacción diferente?
Después de muchos intentos fallidos, realizaron un experimento que les dio la clave: notaron que si bien el ARNM causaba una sobrerreacción inmunológica, como si las células estuvieran siendo atacadas, en las moléculas de control en un primate macaco, en las que usaron otra forma de ARNM —el ARNM transferido o ARNT, que también existe en las células humanas—, no sucedía esa reacción, que podía conducir a la muerte. Explorando el resultado a fondo, descubrieron que una molécula llamada pseudouridina (en el ARNT) permitía evitar esa respuesta. Y como resultó que el ARNM humano también contenía esa molécula, el misterio se resolvió: añadir pseudouridina al ARNM creado por los científicos evitaba la reacción del sistema inmunitario del cuerpo.
Fue un hallazgo científico que marcaría la diferencia. En pocas palabras, el ARNM podría utilizarse para alterar al gusto las funciones de las células sin echar a andar un ataque del sistema de defensa del organismo. Pero cuando publicaron estos resultados en la revista científica Immunity, en agosto del 2005, llamaron poco la atención en la comunidad de expertos. Aun así, la mancuerna demostró con su experimento que podía inducirse a un animal a producir la proteína que seleccionaran y que esa misma metodología podría utilizarse para estimular al organismo humano a producir cualquier fármaco proteico como la insulina, otras hormonas o algún nuevo medicamento contra la diabetes, entre muchas otras posibilidades.
Ese mismo año Karikó y Weissman empezaron a solicitar financiamiento por todos lados, pero obtuvieron muy pocas respuestas: el pensamiento predominante consideraba que el ARNM no conduciría a una terapéutica exitosa. Gritaron por todos lados que se podrían hacer vacunas como no se habían visto antes: en lugar de inyectar un fragmento del virus atenuado o inactivo en el cuerpo, los médicos podrían inyectar un ARNM que instruyera a las células a fabricar proteínas específicas, es decir, su propia medicina. Sin embargo, en ese momento a ninguna de las grandes farmacéuticas le interesó el hallazgo. Cinco años más tarde, en 2010, un grupo de investigadores estadounidenses fundó una empresa que compró en 2012 los derechos de las patentes de Karikó, Weissman y la Universidad de Pensilvania. Su nombre era Moderna y, por fin, ambos empezaron a ver el reconocimiento a su trabajo, aunque la casa universitaria se quedara con la mayor parte de las ganancias. Posteriormente, BioNTech —empresa alemana fundada por los científicos alemanes de origen turco Uğur Şahin y Özlem Türeci— adquirió otras patentes de ARNM modificado, registradas únicamente por Karikó y Weissman, para desarrollar sus propias vacunas contra el cáncer. En 2013 BioNTech añadió a Katalin a sus filas y hoy es su vicepresidenta senior. Para entonces, ya habían terminado sus penurias en la academia, pues por fin se había convertido en profesora de los Departamentos de Medicina y Neurocirugía de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces: todos los días se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en un laboratorio en el sótano de su casa, en Filadelfia. Ha dedicado la mayor parte de su vida a lo que considera “un juego” que le divierte y le otorga placer: crear experimentos cada vez más refinados y mejor concebidos. Sus trabajos sobre ARNM sintéticos y la forma de enviarlos a las células fueron la base para el meteórico desarrollo de una nueva generación de vacunas que se empezó a diseñar a partir de que China publicara el genoma completo del SARS-CoV-2.
El mes de noviembre de 2020 será recordado como un hito. Los laboratorios Pfizer, en asociación con BioNTech, dieron a conocer los resultados de su estudio clínico: la vacuna que fabricaron con base en el ARNM modificado ofrecía inmunidad poderosa frente a la Covid-19. Para celebrarlo, Karikó se premió con una caja completa de Goobers, unos cacahuates recubiertos de chocolate, que disfrutó con avidez y sin compartirlos con nadie más.
Una perseverancia innegable y la vocación por la ciencia impulsaron a que Katalin Karikó, premio Nobel de Medicina 2023, descubriera una de las vacunas contra el Covid-19.
Hasta hace poco, el nombre de Katalin Karikó no decía mucho. Pero si hoy lo tecleamos en un buscador de internet, en segundos aparecerán cientos de miles de resultados, montones de entrevistas y artículos que se han publicado y toman como base sus investigaciones sobre la capacidad que tiene el ácido ribonucleico mensajero —o ARNM— de inducir a las células a producir las proteínas necesarias para que el cuerpo reaccione contra agentes infecciosos. En otras palabras: que sean ellas las que fabriquen sus propias medicinas contra virus y enfermedades.
La explosiva y reciente fama de Karikó se relaciona con la efectividad inmunológica de las vacunas contra la Covid-19 de los laboratorios Pfizer-BioNTech y Moderna que se basan en la tecnología que esta bioquímica, de 66 años y de origen húngaro, desarrolló —junto con el inmunólogo estadounidense Drew Weissman— en los laboratorios de la Universidad de Pensilvania. Por ello, sus nombres suenan fuerte para los próximos premios Nobel y a ella se le conoce ya como “la madre de la vacuna”. Cuando, el pasado 18 de diciembre, Karikó y Weissman fueron inoculados con la vacuna, esto se convirtió en un evento mediático. Los flashes de las cámaras dispararon sobre ellos y el anonimato quedó atrás.
Katy —como la llaman sus colegas— nació en 1955 y creció en la pequeña ciudad de Kisújszállás, en Hungría. Al ser hija de un carnicero, veía cotidianamente a su padre destazar a los animales que más tarde vendería en su negocio. De esa observación de la sangre y las vísceras, sin miedo ni asco, nació su curiosidad por conocer el funcionamiento interno de los seres vivos y fue así como decidió ser científica.
Estudió Biología en la Universidad de Szeged y obtuvo una beca posdoctoral en el área de bioquímica en el Centro de Investigación Biológica de la misma universidad. Ahí descubrió una pasión que se convirtió en obsesión: la síntesis del ARNM para desencadenar la producción de proteínas específicas que, desde una perspectiva biológica, se relacionan con el crecimiento y la reparación de los organismos a nivel celular. Sin embargo, cuando el programa de investigación para el que trabajaba se quedó sin fondos en 1985, en medio de un sistema científico en crisis, la doctora Karikó, su marido Béla Francia y su pequeña hija Zsuzsanna se mudaron a Pensilvania, Estados Unidos, donde ella había obtenido una modesta posición como asistente posdoctoral en la Universidad de Temple, en Filadelfia. Como el gobierno de Hungría, entonces comunista, sólo permitía sacar cien dólares del país, ocultaron unos 1 200 dólares de esa época en el oso de peluche de la niña, luego de vender el auto familiar en el mercado negro para sumar a sus ahorros. Con esa pequeña cantidad cruzaron la otrora famosa Cortina de Hierro para empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Fue un viaje sin retorno en el que, durante más de 30 años, Karikó nunca encontró un puesto de trabajo permanente. Sin embargo, se aferró a las pocas fisuras que encontró en la academia: migrar de laboratorio en laboratorio y depender de uno y otro científico de mayor rango que la arropara bajo su ala. Tener un pequeño lugar dentro de un laboratorio era lo único que le importaba para continuar con sus investigaciones, entonces pioneras, en el campo del ARNM, que finalmente logró modificar añadiendo moléculas conocidas como nucleósidos. Además de trabajar a la sombra de otros, su obstinación la llevó incluso a poner en peligro la renovación de su visa, debido a que no encontraba recursos —ni públicos ni privados— para financiar sus experimentos. Sus poco ortodoxas ideas la llevaron a un periplo por laboratorios en los que, en repetidas ocasiones, se veía obligada a buscar otra “zona de obras” en la que pudiera sobrevivir con muchas precauciones. A pesar de las destituciones a puestos inferiores, con salarios menores y sin plaza fija, Karikó mantuvo la convicción de que los experimentos siempre enseñan algo, aunque no sea lo que esperas. Su genialidad, según cuentan sus colegas, radica en su deseo de aceptar y aprender del fracaso.
De tener poco revuelo científico a sentar las bases de las vacunas anti Covid
Una conversación frente a una máquina fotocopiadora se convirtió en la piedra de toque. Gina Kolata, periodista científica, lo relató en el New York Times: Drew Weissman se acababa de incorporar a la plantilla de la Universidad de Pensilvania y Karikó recuerda haberle dicho: “Soy una científica especializada en el ARNM y puedo crear la proteína que yo quiera con él”. Entonces no imaginaba que años después se enfrentarían juntos al reto de un nuevo virus que puso en peligro el destino de la humanidad. Nació entonces una colaboración científica. Para ese momento la investigación de Karikó se encontraba estancada: podía crear moléculas in vitro que instruyeran a las células a producir la proteína que ella eligiera, pero no podía lograr que el ARNM sintetizado funcionara en seres vivos sin que el sistema inmunitario lo percibiera como una invasión de patógenos. Karikó se planteó un nuevo enigma a descifrar: si cada célula humana crea de manera natural ARNM y el sistema inmune se vuelve ciego ante él, ¿por qué el ARNM que ella fabricaba en el laboratorio producía una reacción diferente?
Después de muchos intentos fallidos, realizaron un experimento que les dio la clave: notaron que si bien el ARNM causaba una sobrerreacción inmunológica, como si las células estuvieran siendo atacadas, en las moléculas de control en un primate macaco, en las que usaron otra forma de ARNM —el ARNM transferido o ARNT, que también existe en las células humanas—, no sucedía esa reacción, que podía conducir a la muerte. Explorando el resultado a fondo, descubrieron que una molécula llamada pseudouridina (en el ARNT) permitía evitar esa respuesta. Y como resultó que el ARNM humano también contenía esa molécula, el misterio se resolvió: añadir pseudouridina al ARNM creado por los científicos evitaba la reacción del sistema inmunitario del cuerpo.
Fue un hallazgo científico que marcaría la diferencia. En pocas palabras, el ARNM podría utilizarse para alterar al gusto las funciones de las células sin echar a andar un ataque del sistema de defensa del organismo. Pero cuando publicaron estos resultados en la revista científica Immunity, en agosto del 2005, llamaron poco la atención en la comunidad de expertos. Aun así, la mancuerna demostró con su experimento que podía inducirse a un animal a producir la proteína que seleccionaran y que esa misma metodología podría utilizarse para estimular al organismo humano a producir cualquier fármaco proteico como la insulina, otras hormonas o algún nuevo medicamento contra la diabetes, entre muchas otras posibilidades.
Ese mismo año Karikó y Weissman empezaron a solicitar financiamiento por todos lados, pero obtuvieron muy pocas respuestas: el pensamiento predominante consideraba que el ARNM no conduciría a una terapéutica exitosa. Gritaron por todos lados que se podrían hacer vacunas como no se habían visto antes: en lugar de inyectar un fragmento del virus atenuado o inactivo en el cuerpo, los médicos podrían inyectar un ARNM que instruyera a las células a fabricar proteínas específicas, es decir, su propia medicina. Sin embargo, en ese momento a ninguna de las grandes farmacéuticas le interesó el hallazgo. Cinco años más tarde, en 2010, un grupo de investigadores estadounidenses fundó una empresa que compró en 2012 los derechos de las patentes de Karikó, Weissman y la Universidad de Pensilvania. Su nombre era Moderna y, por fin, ambos empezaron a ver el reconocimiento a su trabajo, aunque la casa universitaria se quedara con la mayor parte de las ganancias. Posteriormente, BioNTech —empresa alemana fundada por los científicos alemanes de origen turco Uğur Şahin y Özlem Türeci— adquirió otras patentes de ARNM modificado, registradas únicamente por Karikó y Weissman, para desarrollar sus propias vacunas contra el cáncer. En 2013 BioNTech añadió a Katalin a sus filas y hoy es su vicepresidenta senior. Para entonces, ya habían terminado sus penurias en la academia, pues por fin se había convertido en profesora de los Departamentos de Medicina y Neurocirugía de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces: todos los días se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en un laboratorio en el sótano de su casa, en Filadelfia. Ha dedicado la mayor parte de su vida a lo que considera “un juego” que le divierte y le otorga placer: crear experimentos cada vez más refinados y mejor concebidos. Sus trabajos sobre ARNM sintéticos y la forma de enviarlos a las células fueron la base para el meteórico desarrollo de una nueva generación de vacunas que se empezó a diseñar a partir de que China publicara el genoma completo del SARS-CoV-2.
El mes de noviembre de 2020 será recordado como un hito. Los laboratorios Pfizer, en asociación con BioNTech, dieron a conocer los resultados de su estudio clínico: la vacuna que fabricaron con base en el ARNM modificado ofrecía inmunidad poderosa frente a la Covid-19. Para celebrarlo, Karikó se premió con una caja completa de Goobers, unos cacahuates recubiertos de chocolate, que disfrutó con avidez y sin compartirlos con nadie más.
Una perseverancia innegable y la vocación por la ciencia impulsaron a que Katalin Karikó, premio Nobel de Medicina 2023, descubriera una de las vacunas contra el Covid-19.
Hasta hace poco, el nombre de Katalin Karikó no decía mucho. Pero si hoy lo tecleamos en un buscador de internet, en segundos aparecerán cientos de miles de resultados, montones de entrevistas y artículos que se han publicado y toman como base sus investigaciones sobre la capacidad que tiene el ácido ribonucleico mensajero —o ARNM— de inducir a las células a producir las proteínas necesarias para que el cuerpo reaccione contra agentes infecciosos. En otras palabras: que sean ellas las que fabriquen sus propias medicinas contra virus y enfermedades.
La explosiva y reciente fama de Karikó se relaciona con la efectividad inmunológica de las vacunas contra la Covid-19 de los laboratorios Pfizer-BioNTech y Moderna que se basan en la tecnología que esta bioquímica, de 66 años y de origen húngaro, desarrolló —junto con el inmunólogo estadounidense Drew Weissman— en los laboratorios de la Universidad de Pensilvania. Por ello, sus nombres suenan fuerte para los próximos premios Nobel y a ella se le conoce ya como “la madre de la vacuna”. Cuando, el pasado 18 de diciembre, Karikó y Weissman fueron inoculados con la vacuna, esto se convirtió en un evento mediático. Los flashes de las cámaras dispararon sobre ellos y el anonimato quedó atrás.
Katy —como la llaman sus colegas— nació en 1955 y creció en la pequeña ciudad de Kisújszállás, en Hungría. Al ser hija de un carnicero, veía cotidianamente a su padre destazar a los animales que más tarde vendería en su negocio. De esa observación de la sangre y las vísceras, sin miedo ni asco, nació su curiosidad por conocer el funcionamiento interno de los seres vivos y fue así como decidió ser científica.
Estudió Biología en la Universidad de Szeged y obtuvo una beca posdoctoral en el área de bioquímica en el Centro de Investigación Biológica de la misma universidad. Ahí descubrió una pasión que se convirtió en obsesión: la síntesis del ARNM para desencadenar la producción de proteínas específicas que, desde una perspectiva biológica, se relacionan con el crecimiento y la reparación de los organismos a nivel celular. Sin embargo, cuando el programa de investigación para el que trabajaba se quedó sin fondos en 1985, en medio de un sistema científico en crisis, la doctora Karikó, su marido Béla Francia y su pequeña hija Zsuzsanna se mudaron a Pensilvania, Estados Unidos, donde ella había obtenido una modesta posición como asistente posdoctoral en la Universidad de Temple, en Filadelfia. Como el gobierno de Hungría, entonces comunista, sólo permitía sacar cien dólares del país, ocultaron unos 1 200 dólares de esa época en el oso de peluche de la niña, luego de vender el auto familiar en el mercado negro para sumar a sus ahorros. Con esa pequeña cantidad cruzaron la otrora famosa Cortina de Hierro para empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Fue un viaje sin retorno en el que, durante más de 30 años, Karikó nunca encontró un puesto de trabajo permanente. Sin embargo, se aferró a las pocas fisuras que encontró en la academia: migrar de laboratorio en laboratorio y depender de uno y otro científico de mayor rango que la arropara bajo su ala. Tener un pequeño lugar dentro de un laboratorio era lo único que le importaba para continuar con sus investigaciones, entonces pioneras, en el campo del ARNM, que finalmente logró modificar añadiendo moléculas conocidas como nucleósidos. Además de trabajar a la sombra de otros, su obstinación la llevó incluso a poner en peligro la renovación de su visa, debido a que no encontraba recursos —ni públicos ni privados— para financiar sus experimentos. Sus poco ortodoxas ideas la llevaron a un periplo por laboratorios en los que, en repetidas ocasiones, se veía obligada a buscar otra “zona de obras” en la que pudiera sobrevivir con muchas precauciones. A pesar de las destituciones a puestos inferiores, con salarios menores y sin plaza fija, Karikó mantuvo la convicción de que los experimentos siempre enseñan algo, aunque no sea lo que esperas. Su genialidad, según cuentan sus colegas, radica en su deseo de aceptar y aprender del fracaso.
De tener poco revuelo científico a sentar las bases de las vacunas anti Covid
Una conversación frente a una máquina fotocopiadora se convirtió en la piedra de toque. Gina Kolata, periodista científica, lo relató en el New York Times: Drew Weissman se acababa de incorporar a la plantilla de la Universidad de Pensilvania y Karikó recuerda haberle dicho: “Soy una científica especializada en el ARNM y puedo crear la proteína que yo quiera con él”. Entonces no imaginaba que años después se enfrentarían juntos al reto de un nuevo virus que puso en peligro el destino de la humanidad. Nació entonces una colaboración científica. Para ese momento la investigación de Karikó se encontraba estancada: podía crear moléculas in vitro que instruyeran a las células a producir la proteína que ella eligiera, pero no podía lograr que el ARNM sintetizado funcionara en seres vivos sin que el sistema inmunitario lo percibiera como una invasión de patógenos. Karikó se planteó un nuevo enigma a descifrar: si cada célula humana crea de manera natural ARNM y el sistema inmune se vuelve ciego ante él, ¿por qué el ARNM que ella fabricaba en el laboratorio producía una reacción diferente?
Después de muchos intentos fallidos, realizaron un experimento que les dio la clave: notaron que si bien el ARNM causaba una sobrerreacción inmunológica, como si las células estuvieran siendo atacadas, en las moléculas de control en un primate macaco, en las que usaron otra forma de ARNM —el ARNM transferido o ARNT, que también existe en las células humanas—, no sucedía esa reacción, que podía conducir a la muerte. Explorando el resultado a fondo, descubrieron que una molécula llamada pseudouridina (en el ARNT) permitía evitar esa respuesta. Y como resultó que el ARNM humano también contenía esa molécula, el misterio se resolvió: añadir pseudouridina al ARNM creado por los científicos evitaba la reacción del sistema inmunitario del cuerpo.
Fue un hallazgo científico que marcaría la diferencia. En pocas palabras, el ARNM podría utilizarse para alterar al gusto las funciones de las células sin echar a andar un ataque del sistema de defensa del organismo. Pero cuando publicaron estos resultados en la revista científica Immunity, en agosto del 2005, llamaron poco la atención en la comunidad de expertos. Aun así, la mancuerna demostró con su experimento que podía inducirse a un animal a producir la proteína que seleccionaran y que esa misma metodología podría utilizarse para estimular al organismo humano a producir cualquier fármaco proteico como la insulina, otras hormonas o algún nuevo medicamento contra la diabetes, entre muchas otras posibilidades.
Ese mismo año Karikó y Weissman empezaron a solicitar financiamiento por todos lados, pero obtuvieron muy pocas respuestas: el pensamiento predominante consideraba que el ARNM no conduciría a una terapéutica exitosa. Gritaron por todos lados que se podrían hacer vacunas como no se habían visto antes: en lugar de inyectar un fragmento del virus atenuado o inactivo en el cuerpo, los médicos podrían inyectar un ARNM que instruyera a las células a fabricar proteínas específicas, es decir, su propia medicina. Sin embargo, en ese momento a ninguna de las grandes farmacéuticas le interesó el hallazgo. Cinco años más tarde, en 2010, un grupo de investigadores estadounidenses fundó una empresa que compró en 2012 los derechos de las patentes de Karikó, Weissman y la Universidad de Pensilvania. Su nombre era Moderna y, por fin, ambos empezaron a ver el reconocimiento a su trabajo, aunque la casa universitaria se quedara con la mayor parte de las ganancias. Posteriormente, BioNTech —empresa alemana fundada por los científicos alemanes de origen turco Uğur Şahin y Özlem Türeci— adquirió otras patentes de ARNM modificado, registradas únicamente por Karikó y Weissman, para desarrollar sus propias vacunas contra el cáncer. En 2013 BioNTech añadió a Katalin a sus filas y hoy es su vicepresidenta senior. Para entonces, ya habían terminado sus penurias en la academia, pues por fin se había convertido en profesora de los Departamentos de Medicina y Neurocirugía de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces: todos los días se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en un laboratorio en el sótano de su casa, en Filadelfia. Ha dedicado la mayor parte de su vida a lo que considera “un juego” que le divierte y le otorga placer: crear experimentos cada vez más refinados y mejor concebidos. Sus trabajos sobre ARNM sintéticos y la forma de enviarlos a las células fueron la base para el meteórico desarrollo de una nueva generación de vacunas que se empezó a diseñar a partir de que China publicara el genoma completo del SARS-CoV-2.
El mes de noviembre de 2020 será recordado como un hito. Los laboratorios Pfizer, en asociación con BioNTech, dieron a conocer los resultados de su estudio clínico: la vacuna que fabricaron con base en el ARNM modificado ofrecía inmunidad poderosa frente a la Covid-19. Para celebrarlo, Karikó se premió con una caja completa de Goobers, unos cacahuates recubiertos de chocolate, que disfrutó con avidez y sin compartirlos con nadie más.
Hasta hace poco, el nombre de Katalin Karikó no decía mucho. Pero si hoy lo tecleamos en un buscador de internet, en segundos aparecerán cientos de miles de resultados, montones de entrevistas y artículos que se han publicado y toman como base sus investigaciones sobre la capacidad que tiene el ácido ribonucleico mensajero —o ARNM— de inducir a las células a producir las proteínas necesarias para que el cuerpo reaccione contra agentes infecciosos. En otras palabras: que sean ellas las que fabriquen sus propias medicinas contra virus y enfermedades.
La explosiva y reciente fama de Karikó se relaciona con la efectividad inmunológica de las vacunas contra la Covid-19 de los laboratorios Pfizer-BioNTech y Moderna que se basan en la tecnología que esta bioquímica, de 66 años y de origen húngaro, desarrolló —junto con el inmunólogo estadounidense Drew Weissman— en los laboratorios de la Universidad de Pensilvania. Por ello, sus nombres suenan fuerte para los próximos premios Nobel y a ella se le conoce ya como “la madre de la vacuna”. Cuando, el pasado 18 de diciembre, Karikó y Weissman fueron inoculados con la vacuna, esto se convirtió en un evento mediático. Los flashes de las cámaras dispararon sobre ellos y el anonimato quedó atrás.
Katy —como la llaman sus colegas— nació en 1955 y creció en la pequeña ciudad de Kisújszállás, en Hungría. Al ser hija de un carnicero, veía cotidianamente a su padre destazar a los animales que más tarde vendería en su negocio. De esa observación de la sangre y las vísceras, sin miedo ni asco, nació su curiosidad por conocer el funcionamiento interno de los seres vivos y fue así como decidió ser científica.
Estudió Biología en la Universidad de Szeged y obtuvo una beca posdoctoral en el área de bioquímica en el Centro de Investigación Biológica de la misma universidad. Ahí descubrió una pasión que se convirtió en obsesión: la síntesis del ARNM para desencadenar la producción de proteínas específicas que, desde una perspectiva biológica, se relacionan con el crecimiento y la reparación de los organismos a nivel celular. Sin embargo, cuando el programa de investigación para el que trabajaba se quedó sin fondos en 1985, en medio de un sistema científico en crisis, la doctora Karikó, su marido Béla Francia y su pequeña hija Zsuzsanna se mudaron a Pensilvania, Estados Unidos, donde ella había obtenido una modesta posición como asistente posdoctoral en la Universidad de Temple, en Filadelfia. Como el gobierno de Hungría, entonces comunista, sólo permitía sacar cien dólares del país, ocultaron unos 1 200 dólares de esa época en el oso de peluche de la niña, luego de vender el auto familiar en el mercado negro para sumar a sus ahorros. Con esa pequeña cantidad cruzaron la otrora famosa Cortina de Hierro para empezar una nueva vida en Estados Unidos.
Fue un viaje sin retorno en el que, durante más de 30 años, Karikó nunca encontró un puesto de trabajo permanente. Sin embargo, se aferró a las pocas fisuras que encontró en la academia: migrar de laboratorio en laboratorio y depender de uno y otro científico de mayor rango que la arropara bajo su ala. Tener un pequeño lugar dentro de un laboratorio era lo único que le importaba para continuar con sus investigaciones, entonces pioneras, en el campo del ARNM, que finalmente logró modificar añadiendo moléculas conocidas como nucleósidos. Además de trabajar a la sombra de otros, su obstinación la llevó incluso a poner en peligro la renovación de su visa, debido a que no encontraba recursos —ni públicos ni privados— para financiar sus experimentos. Sus poco ortodoxas ideas la llevaron a un periplo por laboratorios en los que, en repetidas ocasiones, se veía obligada a buscar otra “zona de obras” en la que pudiera sobrevivir con muchas precauciones. A pesar de las destituciones a puestos inferiores, con salarios menores y sin plaza fija, Karikó mantuvo la convicción de que los experimentos siempre enseñan algo, aunque no sea lo que esperas. Su genialidad, según cuentan sus colegas, radica en su deseo de aceptar y aprender del fracaso.
De tener poco revuelo científico a sentar las bases de las vacunas anti Covid
Una conversación frente a una máquina fotocopiadora se convirtió en la piedra de toque. Gina Kolata, periodista científica, lo relató en el New York Times: Drew Weissman se acababa de incorporar a la plantilla de la Universidad de Pensilvania y Karikó recuerda haberle dicho: “Soy una científica especializada en el ARNM y puedo crear la proteína que yo quiera con él”. Entonces no imaginaba que años después se enfrentarían juntos al reto de un nuevo virus que puso en peligro el destino de la humanidad. Nació entonces una colaboración científica. Para ese momento la investigación de Karikó se encontraba estancada: podía crear moléculas in vitro que instruyeran a las células a producir la proteína que ella eligiera, pero no podía lograr que el ARNM sintetizado funcionara en seres vivos sin que el sistema inmunitario lo percibiera como una invasión de patógenos. Karikó se planteó un nuevo enigma a descifrar: si cada célula humana crea de manera natural ARNM y el sistema inmune se vuelve ciego ante él, ¿por qué el ARNM que ella fabricaba en el laboratorio producía una reacción diferente?
Después de muchos intentos fallidos, realizaron un experimento que les dio la clave: notaron que si bien el ARNM causaba una sobrerreacción inmunológica, como si las células estuvieran siendo atacadas, en las moléculas de control en un primate macaco, en las que usaron otra forma de ARNM —el ARNM transferido o ARNT, que también existe en las células humanas—, no sucedía esa reacción, que podía conducir a la muerte. Explorando el resultado a fondo, descubrieron que una molécula llamada pseudouridina (en el ARNT) permitía evitar esa respuesta. Y como resultó que el ARNM humano también contenía esa molécula, el misterio se resolvió: añadir pseudouridina al ARNM creado por los científicos evitaba la reacción del sistema inmunitario del cuerpo.
Fue un hallazgo científico que marcaría la diferencia. En pocas palabras, el ARNM podría utilizarse para alterar al gusto las funciones de las células sin echar a andar un ataque del sistema de defensa del organismo. Pero cuando publicaron estos resultados en la revista científica Immunity, en agosto del 2005, llamaron poco la atención en la comunidad de expertos. Aun así, la mancuerna demostró con su experimento que podía inducirse a un animal a producir la proteína que seleccionaran y que esa misma metodología podría utilizarse para estimular al organismo humano a producir cualquier fármaco proteico como la insulina, otras hormonas o algún nuevo medicamento contra la diabetes, entre muchas otras posibilidades.
Ese mismo año Karikó y Weissman empezaron a solicitar financiamiento por todos lados, pero obtuvieron muy pocas respuestas: el pensamiento predominante consideraba que el ARNM no conduciría a una terapéutica exitosa. Gritaron por todos lados que se podrían hacer vacunas como no se habían visto antes: en lugar de inyectar un fragmento del virus atenuado o inactivo en el cuerpo, los médicos podrían inyectar un ARNM que instruyera a las células a fabricar proteínas específicas, es decir, su propia medicina. Sin embargo, en ese momento a ninguna de las grandes farmacéuticas le interesó el hallazgo. Cinco años más tarde, en 2010, un grupo de investigadores estadounidenses fundó una empresa que compró en 2012 los derechos de las patentes de Karikó, Weissman y la Universidad de Pensilvania. Su nombre era Moderna y, por fin, ambos empezaron a ver el reconocimiento a su trabajo, aunque la casa universitaria se quedara con la mayor parte de las ganancias. Posteriormente, BioNTech —empresa alemana fundada por los científicos alemanes de origen turco Uğur Şahin y Özlem Türeci— adquirió otras patentes de ARNM modificado, registradas únicamente por Karikó y Weissman, para desarrollar sus propias vacunas contra el cáncer. En 2013 BioNTech añadió a Katalin a sus filas y hoy es su vicepresidenta senior. Para entonces, ya habían terminado sus penurias en la academia, pues por fin se había convertido en profesora de los Departamentos de Medicina y Neurocirugía de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pensilvania.
Su rutina no ha cambiado mucho desde entonces: todos los días se levanta a las cinco de la mañana para trabajar en un laboratorio en el sótano de su casa, en Filadelfia. Ha dedicado la mayor parte de su vida a lo que considera “un juego” que le divierte y le otorga placer: crear experimentos cada vez más refinados y mejor concebidos. Sus trabajos sobre ARNM sintéticos y la forma de enviarlos a las células fueron la base para el meteórico desarrollo de una nueva generación de vacunas que se empezó a diseñar a partir de que China publicara el genoma completo del SARS-CoV-2.
El mes de noviembre de 2020 será recordado como un hito. Los laboratorios Pfizer, en asociación con BioNTech, dieron a conocer los resultados de su estudio clínico: la vacuna que fabricaron con base en el ARNM modificado ofrecía inmunidad poderosa frente a la Covid-19. Para celebrarlo, Karikó se premió con una caja completa de Goobers, unos cacahuates recubiertos de chocolate, que disfrutó con avidez y sin compartirlos con nadie más.
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