El número de hipopótamos ha crecido tanto que no hay otra alternativa que sacrificar a una parte de ellos, según los especialistas que se han dedicado a censarlos y a mitigar su reproducción. Las alteraciones que han causado en los ríos, pues sus heces son contaminantes, y en otras especies han creado un problema grave en la región del Magdalena Medio.
En la cuenca del Magdalena, el río más importante de Colombia, un centenar de hipopótamos tiene todo lo que necesita: agua y comida en variedad de ciénagas, lagos y quebradas, un clima que no baja de los veinte grados, ninguna enfermedad conocida y ningún depredador. Son conocidos en el país y fuera de él porque originalmente los trajo el narcotraficante Pablo Escobar –en 1981 importó ilegalmente tres hembras y un macho, junto con otros animales exóticos, para el zoológico de su Hacienda Nápoles, en el municipio de Puerto Triunfo–. La región del Magdalena Medio, con su extenso valle conformado por nueve departamentos, se parece a los humedales y sabanas del África subsahariana, de donde los hipopótamos son originarios. Al mismo tiempo, es distinta porque acá no hay sequías ni cazadores ni leones y a los jaguares y cocodrilos locales no les interesa una presa tan grande.
Podría ser un paraíso, pero hay un error: un desfase de once mil kilómetros, la distancia entre África y Colombia que hace cuarenta años recorrió aquel cuarteto de hipopótamos. Una década después, con Pablo Escobar prófugo y la Hacienda Nápoles en el centro de un litigio que terminó con su expropiación –hoy es un parque temático de propiedad estatal–, los animales quedaron a su suerte. Algunos fueron reubicados, pero los hipopótamos permanecieron en Nápoles y en los años dos mil un grupo fue visto a noventa kilómetros de allí. Eran los primeros en estado silvestre. Hoy se estima que hay 133 hipopótamos sueltos en la cuenca del río Magdalena, desde Puerto Triunfo hasta el pueblo de Magangué, cuatrocientos kilómetros al norte, y 35 siguen en la Hacienda Nápoles. Son suficientes para que se les considere una especie invasora.
Así lo acaba de anunciar el gobierno de Colombia a través del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, tras atender la recomendación del Comité Técnico Nacional de Especies Introducidas y/o Trasplantadas Invasoras, conformado por autoridades y expertos que, a su vez, se basó en el primer censo de hipopótamos sustentado en una valoración de campo, pues hasta ahora el conteo se había hecho a partir de modelos y proyecciones. El censo, que ya cumplió con su primera fase, fue desarrollado por el ministerio, el Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt y el Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia. El objetivo: ir, mirar y corroborar el número de individuos y su distribución geográfica. Una segunda fase estará lista en agosto. Si se concreta el anuncio del ministerio –pues el anuncio no es todavía una declaración oficial–, eso podría significar el primer paso hacia un plan de manejo de los hipopótamos en el país, el fin de una historia de incertidumbre que comenzó con Pablo Escobar y que ya suma cuarenta años.
Los hipopótamos son anfibios –de día están en el agua y de noche salen de ella–, herbívoros –consumen hasta setenta kilos de comida diarios–, pero, sobre todo, son animales grandes. Al teléfono, Nataly Castelblanco-Martínez, bióloga y doctora en Ecología y Desarrollo Sustentable, dice que esa es su característica más importante: “Estamos hablando de animales de una tonelada, tonelada y media, lo que significa que comen muchísimo y depositan ese material, en forma de heces y orina, muy cerca o dentro de los cuerpos de agua”.
El asunto se complica porque tal cantidad de material orgánico transforma las condiciones bioquímicas del agua en esa zona de Colombia. “En otras palabras, es un factor de contaminación”, advierte Castelblanco-Martínez y comenta que en la ecología se define a los hipopótamos como ingenieros ecosistémicos por su capacidad para modificar el ambiente. En los paseos nocturnos forman trochas y remueven la vegetación y, al volver a los pozos, arrastran sedimentos que afectan la cuenca del río y causan, por ejemplo, que se pierdan las orillas. “Esos impactos multipliquémoslos por cien para entender lo que pasa. Al cambiarles el hábitat, empezamos a tener una modificación de las especies. Los primeros afectados son los peces. Recordemos que el Magdalena es fuente hídrica y de recursos pesqueros para miles de personas. Toda la fauna que depende de los peces también se va a afectar: aves, nutrias, cocodrilos. Es un efecto dominó y es lo que causan las especies invasoras: llegan a un ecosistema que no las conoce y el ecosistema no sabe cómo reaccionar”.
Castelblanco-Martínez es coautora del artículo “Un hipopótamo en la habitación: predicción de la persistencia y dispersión de un megavertebrado invasivo en Colombia, Suramérica”, publicado el año pasado en la revista Biological Conservation. En el texto se lee, además, que los hipopótamos funcionan como reservas de una amplia variedad de bacterias y parásitos que podrían transmitirse a animales nativos y humanos.
Germán Jiménez, doctor en Ciencias Biológicas y profesor de la Pontificia Universidad Javeriana, coautor del artículo, define el riesgo en dos dimensiones: la ecológica y la social. Sobre la primera, existe un estudio realizado por investigadores de la Universidad de California y la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia acerca de los efectos de los hipopótamos en las fuentes hídricas del Magdalena Medio. En Colombia la población de hipopótamos, animales territoriales y en ocasiones agresivos, “crece en la medida en la que ocupan el hábitat y los recursos de otras especies nativas”, explica Jiménez. Hugo López Arévalo, doctor en Ciencias, líder del grupo de Conservación y Manejo de Vida Silvestre de la Universidad Nacional e integrante del equipo que realizó el censo, añade que no siempre es necesario estudiar algo para comprobarlo. Basta, por ejemplo, con observar ciertas características del hipopótamo, como su peso –por mucho, mayor al de otros mamíferos nativos como las dantas– para determinar las afectaciones en la biodiversidad subterránea, las semillas y el suelo que pisan. “¿Tú te imaginas de qué tamaño es la caca de un hipopótamo?”, pregunta López Arévalo. “Eso entra a los sitios y pozos donde están”.
“Desde el punto de vista social”, la segunda dimensión que menciona Jiménez, “a medida que la población crezca, vamos a tener más individuos cerca de las comunidades y eso podría disparar los ataques a las personas”. Además, advierte que “cuando los clanes van creciendo, los machos más viejos se quedan con el recurso y echan a los jóvenes. Hay peleas territoriales. Los jóvenes buscan nuevos territorios, eventualmente con algunas hembras, y forman otros clanes por toda la región. Eso han hecho durante este tiempo”.
Todo se complica más. Según el artículo “Un hipopótamo en la habitación”, el área actual de distribución de los hipopótamos en Colombia es de 2,500 kilómetros cuadrados, pero podría extenderse hasta 13,587. Aunque hoy, de acuerdo con el censo del Instituto Humboldt y la Universidad Nacional, hay 133 individuos, con una tasa de crecimiento del 14.5% –unas diez crías al año–, las proyecciones indican que podrían ser casi quinientos para 2030 y más de mil para la década siguiente. Al respecto dice Nataly Castelblanco-Martínez: “Hicimos estimaciones de hacia dónde se podría proyectar la población y nos asusta porque estamos hablando de una invasión en la depresión momposina, que llega ya a la costa Caribe y pasa incluso a la cuenca del Chocó [en el pacífico colombiano]. Además, hay evidencia de que existe un tráfico de crías que estarían siendo llevadas a los llanos orientales, a un paso de Venezuela. Entonces sí, es un problema que toca contener ya”.
El profesor Germán Jiménez recuerda la historia de Pepe, un hipopótamo díscolo que solía escaparse de la hacienda que le perteneció a Pablo Escobar y que se fue adueñando del territorio aledaño. El entonces Ministerio de Ambiente decidió realizar una cacería de control en la que el ejército participó rodeando un área a la que entraron cazadores profesionales. “Lamentablemente se filtraron fotos que se tomaron los mismos soldados con el animal muerto”, sigue Jiménez. “Eso despertó la ira de organizaciones animalistas [y] un juez prohibió la cacería de individuos de la especie”.
Para enredar aún más las cosas, la percepción que en Colombia se tiene de los hipopótamos es ambigua. Jiménez la define como una reacción entre el amor y el miedo. En Puerto Triunfo y los alrededores de la Hacienda Nápoles la gente los quiere y los ve como animales tranquilos que han llevado turismo a la región. Pero, dice Nataly Castelblanco-Martínez, “si vamos río abajo, al norte, el panorama cambia porque ya no hay turismo y la gente tiene otra percepción: desde hace muchos años piden que el gobierno tome acción y nos han dicho: ‘Si no los controlan, nosotros vamos a ver qué hacer con esos animales’. Son personas que dependen de la pesca y están preocupadas por su seguridad física y la de sus hijos, porque dicen que hay áreas a las que ya no pueden ir a pescar ni salir de noche. […] Cuando la gente ve que no hay solución tiende a tomar las cosas por mano propia y eso no tiene nada de bueno. Lo que se quiere es una presencia del Estado y un plan claro”.
Quizás algo distinto habría ocurrido si se hubieran tomado medidas cuarenta años atrás. “Inicialmente, las invasiones biológicas pueden ser silenciosas porque hay pocos ejemplares, pero cuando es evidente, el problema es muy grande”, dice María Piedad Baptiste, investigadora del Instituto Humboldt que lidera el censo de la especie. Su colega, Hugo López Arévalo, opina: “Esto de entrada es un tema de ilegalidad. Los animales entraron ilegales y cuando el dominio de Pablo Escobar terminó y las instituciones empezaron con la apropiación de bienes, los animales quedaron sueltos y hubo un choque de trenes jurídico sobre quién se debía encargar de ellos. En mi opinión ha habido falta de continuidad política y claridad inconstitucional”. Por último, agrega: “Lo biológico lo podemos discutir, pero hay una cultura asociada al narcotráfico, a lo que significa tener esos animales”.
En medio de un panorama en el que se encuentran el Estado, los habitantes del Magdalena Medio y los del resto del país –que no se preocupan demasiado–, medios de comunicación, organizaciones animalistas y la comunidad científica, la solución al tema de los hipopótamos genera, cada tanto, polémica. Luego, al menos en parte, se vuelve a olvidar. En 2020 el artículo “Un hipopótamo en la habitación” elaboró una serie de escenarios posibles para el control de la población en los que, si bien se plantean alternativas mixtas, ninguna es suficiente, a estas alturas, sin contemplar el sacrificio de algunos hipopótamos en Colombia.
“Ya los métodos no letales son insuficientes. Me refiero a la castración y el confinamiento. Cuando había diez, veinte hipopótamos, era factible, ahora tenemos el tiempo en nuestra contra. El cautiverio tiene unos requerimientos de hábitat. La captura también requiere de una logística tremendamente complicada, peligrosa y costosa. Siendo muy optimista, te diría que se podrían capturar diez al año. Estas estrategias de cautiverio hay que emplearlas, hay que intentar, pero no son suficientes porque no nos va a dar el tiempo. Recordemos que esto surgió de cuatro animales”, explica Castelblanco-Martínez, recordando el número original que importó Pablo Escobar.
La Corporación Autónoma Regional de las Cuencas de los Ríos Negro y Nare (Cornare), una entidad pública del departamento de Antioquia que se ha encargado, en la medida de sus posibilidades, de manejar la situación, lleva una década realizando una esterilización quirúrgica anual y desde el año pasado ha implementado el uso del medicamento GonaCon, donado por Estados Unidos, para esterilizar mediante una inyección a una treintena de hipopótamos. “Lo primero que hicimos fue estudiar, en Colombia nadie estudiaba a la especie”, recuerda al teléfono David Echeverri, coordinador de Bosques y Biodiversidad de Cornare. “Hemos incursionado en la esterilización quirúrgica, que es un tema complejo, peligroso y costoso, como todo con los hipopótamos. Incursionamos en un piloto con la aplicación de GonaCon y hemos reubicado algunos animales en zoológicos”. Sin embargo, Echeverri puntualiza: “El sacrificio no es la salida más fácil. Pero es algo que toca tener en cuenta porque en muchos casos no es posible esterilizar quirúrgicamente ni aplicar el GonaCon. Ante ese panorama la única opción viable es dosificar un sacrificio con todas las medidas técnicas y éticas del caso”.
“Al Ministerio [de Ambiente y Desarrollo Sostenible de Colombia] se le ha propuesto la creación de un comité de bioética que acompañe cualquier tipo de acción: confinamiento, esterilización o sacrificio. Yo siempre he tenido la idea de que el sacrificio debe hacerse dentro del marco de la bioética, es decir, con métodos que disminuyan al máximo el estrés, el sufrimiento y el dolor animal”, comenta Castelblanco-Martínez. Y plantea un dilema: “O conservamos los hipopótamos en el área o conservamos nuestro ecosistema. Para mí, como ecóloga, es clarísimo: siendo el hipopótamo una amenaza para el ecosistema, lo lógico es sacarlo de la foto y dejar que el ecosistema siga su curso. Esa, para mí, es la respuesta”.
Por ahora, de alguna manera, todo continúa en el terreno teórico. Según María Piedad Baptiste, del Instituto Humboldt, en agosto estará lista la segunda fase del censo que desarrollan junto con la Universidad Nacional y que tendrá como objetivo consolidar un mapa de las percepciones de las comunidades locales y los posibles conflictos e impactos entre estas y los hipopótamos para, finalmente, “proponer acciones sobre la especie a lo largo del territorio de manera diferenciada y articulada con la normativa”.
En agosto, apunta el profesor Germán Jiménez, termina la presidencia de Iván Duque en Colombia. Quizá se le ocurra no hacer compromisos de última hora, dejar el asunto para después y que otros se encarguen de él. Ojalá no sea así.