Hubo un tiempo en que el culto a san Judas Tadeo “no pegaba” en México. Su origen y éxito se debe al sacerdote Tort, quien lo introdujo entre los migrantes mexicanos en Chicago; las mujeres lo recibieron como patrono de las causas pérdidas. Hoy en día la fiesta del santo convoca a las multitudes.
María del Carmen intenta atravesar lo más rápido que puede la estación del metro Hidalgo para llegar al Templo de san Hipólito. Camina con dificultad porque el lugar es un hormiguero y lleva en brazos una figura de cerámica de san Judas Tadeo, de un metro de altura, a la que le cuelgan varios rosarios y escapularios. Un fotógrafo detiene su carrera para retratarla. Ella acepta y posa con alegría; yo aprovecho para entrevistarla.
“Sólo que traigo prisa”, me responde con una mueca que se esfuerza por ser una sonrisa, mientras sostiene aquel pesado san Judas. Desde hace diez años María del Carmen realiza “una manda” –es como se le llama al compromiso de ir año con año a la celebración de un santo o una virgen y llevarle algún tipo de ofrenda– porque san Judas Tadeo, según dice, salvo a su papá de morir de un derrame cerebral y a su hermana, del covid. “Yo no vengo a pedir, vengo a agradecer”, puntualiza, después repite que tiene mucha prisa y sigue su camino hacia la salida del metro que da al templo donde ocurre la fiesta.
La mayoría de las personas reconocemos una escena como la de María del Carmen; sabemos que en esta celebración los fieles acuden al Templo de san Hipólito cargando esculturas de todos los tamaños de san Judas Tadeo, pero ¿por qué ese santo y su día son tan populares en la Ciudad de México?, ¿qué relación podría tener él con otros, como la Santa Muerte o Malverde? y, a todo esto, ¿qué tiene que ver san Hipólito con san Judas?
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El antropólogo urbano José Ignacio Lanzagorta recomienda el estudio más completo que ha encontrado sobre el origen del culto a san Judas Tadeo en México, un libro de Robert A. Orsi titulado Thank You, St. Jude: women’s devotion to the patron saint of hopeless causes (no existe traducción al español, pero si la hubiera, se titularía: Gracias, san Judas: la devoción de las mujeres hacia el patrón de las causas perdidas).
Lanzagorta explica que el estudio de Orsi encuentra el origen de este culto en la llegada de los claretianos –una orden católica proveniente de Cataluña– durante el Porfiriato a nuestro país. El templo asignado a la orden encabezada por el sacerdote James Tort fue el de san Hipólito. Durante la colonia esta iglesia fue una de las más importantes de la ciudad porque la fiesta de san Hipólito ocurre en la efeméride del día en que cayó Tenochtitlán, el 13 de agosto; por lo tanto, era un símbolo de victoria para los conquistadores. Además, el templo está ubicado en uno de los puntos donde los españoles casi pierden la guerra durante el episodio de “La noche triste”.
“Sin embargo, para cuando los claretianos deben hacerse cargo de san Hipólito, ya era un templo marginal”, menciona Lanzagorta. Con la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812, se suspendió la ceremonia del “paseo del pendón”, en ella las autoridades políticas de todas las ciudades capitales de los reinos dirigían una peregrinación hacia la iglesia más importante. El paseo terminaba en la catedral, excepto en la Ciudad de México, donde el destino era el Templo de san Hipólito.
De ahí que a principios del siglo XX el templo pasara por una época de irrelevancia, no así la vida del sacerdote Tort. En la década de 1920 fue enviado a Chicago, donde empezó a trabajar muy de cerca con la comunidad de mexicanos. “Estando allá, el padre Tort vivió la Gran Depresión de 1929 y la comunidad mexicana la estaba pasando muy mal”, explica Lanzagorta. “Fue entonces que James Tort decidió introducir una devoción enfocada en la contingencia que estaban viviendo y eligió a san Judas”. Aunque en México el santo “no pegaba”, en Europa era popular desde el siglo XIX.
La devoción por san Judas Tadeo empezó a tener éxito entre las mujeres mexicanas migrantes y adquirió el patronazgo de las causas difíciles en esa comunidad. Su popularidad creció tanto en Chicago que sus familiares en México empezaron a saber de san Judas. Entonces, en la década de 1950, los claretianos comenzaron a promover en México ese culto. En los sesenta el Templo de san Hipólito fue remodelado y en esa intervención se construyó el altar a san Judas Tadeo.
De acuerdo con José Ignacio Lanzagorta, las historias más populares entre los fieles son mitos creados por ellos mismos. Recuerda uno que tiene su origen en la colonia Guerrero: en una de sus calles había un retablo de los apóstoles, san Judas Tadeo quedaba en la parte más baja. Una trabajadora sexual quedaba muy cerca del santo porque se arrodillaba; gracias a su devoción, le empezó a conceder milagros.
Otra de las historias más conocidas entre los fieles dice que el culto empezó en el barrio de la Romita. “En la iglesia de La Romita hay un altar a san Judas Tadeo que está lleno de milagritos –objetos que los fieles dejan en agradecimiento, usualmente, medallas de algún metal– porque es muy socorrido por la gente”, agrega Lanzagorta. También insiste en que la ubicación es relevante; durante el Porfiriato, la Romita fue conocida como un barrio de maleantes y eso refuerza, como el relato de la trabajadora sexual, la conexión entre san Judas Tadeo y lo marginal.
Esa connotación ha provocado que san Judas exista en el mismo imaginario que Malverde o la Santa Muerte –una visita al mercado Sonora basta para comprobarlo–. Para Lanzagorta, se trata de cultos que guardan relación con la migración y el intercambio entre México y Estados Unidos, pero también se deben a la secularización que vivió el país desde mediados del siglo pasado, sobre todo, en la Ciudad de México. “Lo que vemos es que la hegemonía de la Iglesia católica para controlar el fenómeno religioso ha disminuido con el paso de las décadas y la religiosidad popular ahora tiene una vida propia”, reflexiona Lanzagorta.
La religión popular late con toda su potencia a las afueras del Templo de san Hipólito. Todos, desde los bebés hasta las personas de la tercera edad, visten ropa con algún distintivo de san Judas Tadeo. Los vendedores zumban con sus promociones entre el mar de gente. “A diez, a diez, compre su recuerdito a diez”. Hay figuras de todos los tamaños, hechas de cerámica, de san Judas, medallas con todo y cadena para colgarse en el cuello, mochilas con rezos, estampitas, veladoras. Al ruido de los vendedores lo opaca solamente el estruendo de los cohetes que lanzan algunos peregrinos. Termina el estallido y regresa la vendimia. “Congeladas, algodones, agua, llévele, llévele”.
Erika y su hijo Juan Carlos descansan junto a una figura de san Judas Tadeo, vestido con ropa dorada, mide 1.80 metros de altura. “Yo se la regalé a mi hijo”, me dice orgullosa Erika, mientras él, Juan Carlos, atiende a otros camarógrafos que fueron atraídos, como yo, por el santo gigante. “Fui a Neza, donde los hacen, y me mostraron muchos, muchos”, cuenta Erika. “Entonces lo vi y dije: Éste es, éste es el que es para mi hijo”. Insiste en la anécdota para darme a entender que fue el destino –si no es que el propio san Judas– el que decidió que aquella compra ocurriera.
Su hijo termina de atender a otros reporteros y me cuenta que tiene aquella figura desde hace seis años, pero desde hace cuatro asiste asiduamente a los festejos de san Judas Tadeo. “Yo tuve un accidente y casi pierdo la mano”. Me explica que trabaja operando grúas. El accidente ocurrió porque se volcó la que él estaba manejando y le aplastó la mano derecha. Me enseña su mano; está completa, pero tiene cicatrices. “Ya este año le hice al san Judas su capilla ahí en la casa”, dice para rematar la historia y tanto él como su madre se sonríen.
La fila para entrar al templo es larguísima y no dejan de llegar personas. Por un momento pienso en los días de vacunación: una multitud formada para lograr que le quiten de encima un mal. La gente no desordena la fila; cargan con orgullo sus san Judas Tadeo y sudan y sudan; el sol es tan fuerte que se siente cómo pica la piel.
El calvario termina al llegar a la sombra que proporciona el templo. A la gente se le permite entrar poco a poco con la esperanza de no provocar aglomeraciones, pero adentro el ambiente es un poco caótico. Para la ocasión, liberaron la nave del templo e hicieron que dos pasillos condujeran a las salidas; en cada una hay un sacerdote echando agua bendita a los visitantes. Algunas de las bancas están pegadas a las paredes del templo, siguiendo el perímetro del edificio; en ellas hay gente sentada –por no decir, adherida– esperando que inicien las misas o quizá, como el perro negro acostado por ahí, se niegan a volver al calor. La voz de una de las mujeres que sirven de staff reverbera en el templo: “Avancen, por favor. ¡Avancen!”.
Al salir, la fiesta sigue sonando en los gritos de los mercaderes, los cohetes y las respuestas a las jaculatorias: “¡Viva san Judas Tadeo!, ¡Que viva san Judas Tadeo!”.
En la capital del país, el santo patrono de los casos difíciles tiene una demanda interminable de milagros. Quizá se ha hecho buena fama con su trabajo o quizá las necesidades no paran: no hay causa más difícil que la Ciudad de México.
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