Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

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Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Archivo Gatopardo

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.
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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

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Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.
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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.
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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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2022
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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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El expresidente brasileño y candidato presidencial Luiz Inacio Lula da Silva asiste a un mitin en Curitiba, Brasil, el 17 de septiembre de 2022. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

Luiz Inácio Lula da Silva resulta electo para la presidencia de Brasil

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Luego de 580 días en prisión acusado de corrupción, una condena que dividió y divide a su propio país, Luiz Inácio Lula da Silva, uno de los líderes populares más importantes en la historia de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales. Hablar del regreso de Lula suena un poco ingenuo: Lula nunca se fue.

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Doña Marisa Letícia había perdido la batalla contra un derrame cerebral. Su último mes de vida lo había pasado en el hospital Sírio-Libanês, en Bela Vista, un barrio céntrico de São Paulo donde se escucha el ir y venir de gran parte del PIB brasileño, que llega a trabajar en la famosa Avenida Paulista. Era el 3 de febrero de 2017. Marisa Letícia había cosido con sus propias manos la primera bandera del Partido de los Trabajadores (PT), recordó su viudo, Luiz Inácio Lula da Silva, en las redes sociales. Estuvieron casados durante 43 años.

Poco después de su muerte, una fila de dignatarios llegó desde Brasilia para presentar sus respetos. Llegó el presidente Michel Temer, quien (menos de un año antes) había participado en la conspiración para sacar a Dilma Rousseff, la sucesora elegida por Lula, del Palacio de Planalto; llegó el expresidente José Sarney, del mismo partido de Temer; llegó el exministro José Serra, que se presentó a la presidencia contra Lula en 2002 y contra Dilma en 2010; llegaron tres ministros del gobierno formado después del final de la era del PT; llegó Fernando Henrique Cardoso, el expresidente que había entregado la banda presidencial a Lula y se había convertido en su opositor durante los catorce años del gobierno del PT.

El velorio se produjo un año antes de la detención del principal líder popular de la historia de Brasil —Lula—, quien estaría detenido durante 580 días en la sede de la Policía Federal (PF) en Curitiba, capital del sureño estado de Paraná, condenado por corrupción por el famoso juez de la Operación Lava Jato, Sergio Moro. Después de un traumático y largo proceso de juicio político contra la petista Rousseff, y con la célebre investigación anticorrupción Lava Jato apuntando cada vez más a todo lo que lo rodeaba, Lula parecía estar políticamente acabado. Por eso causa intriga la presencia de este cónclave de autoridades y exadversarios en aquel hospital. ¿Por qué le prestaron su capital político en el punto más bajo de su carrera?

“Lula es el tipo que ha estado en el poder en Brasil durante cuarenta años. Su vinculación afectiva con muchos grupos es de larga data”, dice Conrado Hubner, columnista, politólogo y profesor de derecho constitucional. “Es un tipo que trabajó muy duro para construir esta relación”.

El expresidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y el exgobernador de Sao Paulo, Geraldo Alckmin, llegan a un evento con miembros de partidos políticos y movimientos sociales en Porto Alegre, Brasil, el 1 de junio de 2022. Fotografía de Diego Vara / REUTERS.

Político nato, con una aguda sensibilidad social, Lula nunca fue el mandatario radicalizado que retrató la prensa internacional. Su trayectoria está marcada por haber sido siempre negociador y, para bien o para mal, conciliador. Emergió en la política como líder de las huelgas en el ABC, la región industrial cercana a São Paulo donde se concentraban fábricas metalúrgicas y automotrices. Entre 1978 y 1980, cientos de miles de trabajadores de las fábricas del Gran São Paulo empezaron a pedir aumentos reales de salarios, ya que las tasas de inflación habían sido manipuladas por la dictadura militar. Al cruzarse de brazos, transgredían la Ley de Huelgas, que las prohibía, y desafiaban a los militares.

Incluso en ese momento, con 35 años, la capacidad de conciliación de Lula era impresionante. Una de las pocas imágenes de la época muestra cómo, en el punto álgido de la tensión de la huelga, y sin ningún acuerdo que garantizara el cumplimiento de las demandas de los trabajadores, él, sobre un escenario colocado frente a la fábrica, convenció a una asamblea de cien mil hombres de volver al trabajo. “Les prometo que ganaremos esta victoria. Ahora tenemos que demostrar que no somos radicales, que queremos negociar”, dijo frente al micrófono. “Pido un voto de confianza”. Y lo recibió.

Fueron las huelgas del ABC las que forjaron profundamente a Lula y su forma de hacer política. Allí aprendió que lo que marcaba la diferencia en la dirección sindical era estar presente en las puertas de las fábricas. “La innovación que hicimos fue que el sindicato no era el edificio, eran los trabajadores en el lugar de trabajo. Empezamos a ir a la puerta de la fábrica por la mañana, por la tarde, por la noche. Y eso generó confianza”, dijo en un evento online por la conmemoración de las huelgas.

El resto de la historia es conocida: fundador y cabeza principal del Partido de los Trabajadores durante 33 años, Luiz Inácio es el líder popular más importante del siglo XX en Brasil. En el camino, ató al PT a su sombra, exiliando políticamente a cualquiera que disputara su lugar. En el afán por ser el primer obrero en convertirse en presidente de Brasil, Lula contó con la ayuda de una fuerte operación de marketing en 2002 para construir una imagen de “Lulinha, paz y amor” y contrarrestar la percepción, cargada de prejuicios de clase, de la prensa que lo llamaba “radical”. Perdió tres elecciones y ganó dos. Cuando dejó el gobierno en 2010, beneficiado por los altos precios de las materias primas y garante de las políticas de transferencia de ingresos que habían sacado a cuarenta millones de personas de la pobreza, Brasil era la sexta economía más grande del mundo (hoy es la número trece). Tenía 87% de aprobación popular. Eligió a su sucesora, Dilma Rousseff, quien tuvo un primer mandato pacífico, pero ya complicado por las consecuencias de la crisis mundial de 2008. Tras haber sido reelegida en 2010, Dilma no terminó su mandato; sufrió un proceso de destitución, marcado por la misoginia, cuando el país entró en recesión debido a la caída de los precios de las materias primas y a los errores en su política económica, algo imperdonable para la élite política, dominada por los hombres, ya que demostró, a sus ojos, la incompetencia de la primera mujer en gobernar Brasil.

Hubo quienes en la cúpula del PT pensaron que el juicio político beneficiaría a Lula en la contienda de 2020. Pero eso no fue lo que sucedió.

Aunque Dilma había sido destituida de su cargo por un tecnicismo —durante su mandato, el erario federal retrasó los pagos a los bancos y, en consecuencia, presentó un balance más positivo que el real—, el proceso de juicio político se dio en medio de la mayor investigación por corrupción en la historia de América Latina. La mácula de “corruptos” se cernía sobre ella y sobre el PT, una mácula simbólica que, hasta hoy, es el principal punto de rechazo a Lula en las encuestas electorales.

No hay lector latinoamericano que no haya oído hablar de la Operación Lava Jato, de sus valientes fiscales que detuvieron a políticos y empresarios no solo en Brasil, sino también en Perú, Panamá y El Salvador. Los fiscales de la investigación, que comenzó en 2014, estimaron que la corrupción en Petrobras puede haber costado más de cuarenta mil millones de reales (unos diez mil millones de dólares), y Odebrecht reconoció haber pagado mil millones de dólares en sobornos en doce países. El efecto de la operación fue devastador: en los años siguientes, el Estado brasileño dejó de recaudar ocho mil millones de dólares en pagos de impuestos. Esto, en un momento en que ya se acercaba la crisis económica.

La operación comenzó a ir cuesta abajo en junio de 2019, cuando The Intercept Brasil recibió 1.7 terabytes de datos de conversaciones entre los fiscales del grupo de trabajo en la aplicación Telegram desde los primeros años de la operación, incluidos documentos, audio y fotos. Fue la mayor filtración en la historia del periodismo brasileño. Los primeros informes de The Intercept Brasil demostraron la proximidad ilegal entre el juez Sergio Moro y el jefe del grupo de fiscales, Deltan Dallagnol. Moro incluso gestionó la operación, sugirió pruebas, preguntó cómo iban las denuncias. La filtración expuso la parcialidad del juez, especialmente contra el expresidente Lula.

Mis investigaciones en los archivos de The Intercept dejaron en claro que había huellas del Departamento de Justicia de Estados Unidos en todas partes, y que incluso hubo negociaciones ilegales entre fiscales brasileños y estadounidenses, realizadas a espaldas del gobierno de Dilma Rousseff. Como resultado, el Departamento de Justicia estadounidense terminó multando con miles de millones a dos líderes del mercado en Brasil —Petrobras y Odebrecht— y calificó el asunto como “el mayor caso de soborno internacional de la historia”. Odebrecht solicitó la recuperación judicial (un acuerdo con sus acreedores, logrado con el apoyo de la justicia). Petrobras sigue trabajando para sobreponerse a la caída. Como siempre, en este continente donde todos los problemas, verdaderos o inventados, se vuelven contra sus habitantes, parte de la petrolera brasileña fue privatizada, en pedazos.

En medio de todo esto se produjo la trágica elección de 2018. Con la Lava Jato en su apogeo, Lula fue arrestado el 7 de abril de ese año, apenas seis meses antes de las elecciones. Todas las encuestas señalaban que ganaría. Según Datafolha, tenía 33% de las intenciones de voto (hoy tiene 45%). Pesaban sobre él condenas por blanqueo de capitales y corrupción, en primera y segunda instancia. Pero el caso, francamente, era frágil dada su estatura política. El problema fue un tríplex en Guarujá, una playa frecuentada por la clase media de São Paulo, que había sido renovado por la constructora OAS. Después del final de su mandato, Lula y Marisa pagaron las primeras cuotas, pero la compra nunca se completó. Lula ni siquiera durmió en el apartamento, que permaneció vacío durante años. El equipo de trabajo de la Lava Jato, sin embargo, le atribuyó “ocultación de patrimonio”, un patrimonio que habría sido recibido por haber hecho “favores” al contratista. No se informó ningún hecho específico en la demanda; Lula fue condenado por atos de ofício indeterminados(cuya traducción literal es “actos oficiales indeterminados”), una figura que en Brasil sirve para procesar actos de corrupción en los que no se conoce la razón por la que se recibió el soborno o su finalidad.

El exministro de Justicia de Brasil, Sergio Moro, el 31 de mayo de 2022. El famoso juez de la Operación Lava Jato. Fotografía de Adriano Machado / REUTERS.

En la estela de la furia justiciera de la Lava Jato, el Supremo Tribunal Federal decidió hacer una excepción a su propia interpretación de las ocasiones en las que corresponde la detención definitiva. Hasta 2016 prevalecía la opinión de que un preso podía permanecer en libertad hasta agotar los recursos de la defensa y tener una sentencia final, lo que permitía, a decir verdad, una amplia impunidad de los poderosos. Ese año, la interpretación cambió y abrió camino a que Lula fuera detenido de inmediato (en 2019, los jueces decidieron volver a la regla anterior, en un juicio espectacular en el que el nombre de Lula resonaba como un enorme elefante en la sala). Lula quedó fuera de la campaña electoral. Los ministros del Supremo incluso le prohibieron dar entrevistas desde la cárcel, como si la propia voz de Lula pudiera contaminar las elecciones.

Silencioso, logró que el candidato que eligió para reemplazarlo, Fernando Haddad, profesor universitario y exalcalde de São Paulo (quien admitió públicamente que solo se postulaba para honrar a su padrino político), obtuviera 47 millones de votos. Es un número impresionante, pero no suficiente para vencer a otro fenómeno electoral, el excapitán del Ejército, Jair Bolsonaro, quien se presentó como el anti-Lula, un derechista enojado, y logró sacar provecho a los escándalos de corrupción revelados por la Lava Jato. Bolsonaro consiguió 57 millones de votos.

Pero, aunque fue arrestado y silenciado, ni siquiera las elecciones de 2018 fueron elecciones sin Lula. De hecho, su imagen delimitaba tanto el campo de su aliado como el de su oponente. Ambos se enfrentaron por su legado, uno de odio y otro de adoración. Por lo que hablar de un “regreso” de Lula suena un poco ingenuo. Él nunca se fue.

“El día que lo arrestaron hice un seguimiento minuto a minuto desde que entró a su celda”, me explica su biógrafo, Fernando Morais. “Entra a la celda un domingo a la medianoche, no apaga la luz. Solo se quita los zapatos, se cepilla los dientes y se derrumba en la cama. No llama a nadie ‘hijo de puta’, no ora a Dios. Y va a dormir como un bebé. ¿Por qué? Porque pensó que en una semana estaría en la calle, por razones políticas o por razones legales”. El siguiente paso, recuerda Morais, fue ampliar la celda para transformarla en un verdadero gabinete político.

“Cuando empieza a darse cuenta de que se va a quedar allí mucho tiempo y que puede quedarse diez años... Para un tipo de 73 años, diez años es cosa seria. Entonces comienza a aprovechar la prisión. Primero transforma la mitad de esta sala en un gabinete, en un comité, y empieza a aprovechar las horas de visita para hacer política. Después, empieza a leer”. Morais recuerda que, en cada visita, había una pila de libros que ya había leído. Según la ley brasileña, los presos pueden reducir su sentencia si demuestran que están leyendo: un libro al día. “Él se negó y dijo: ‘Me voy de aquí inocente. No salgo de aquí porque haya leído un libro’”, recuerda Morais.

Durante 580 días, Lula estuvo preso en la sede de la PF en Curitiba. Rechazó varias ofertas para ir a una penitenciaría; también se negó a tener un arresto domiciliario. Quería salir con el nombre limpio.

Todos los días, un grupo de decenas de votantes se reunía bajo su ventana para cantar: “Buenos días, presidente”. Lula inició una relación con una socióloga veinte años menor, Rosângela, que trabaja en la Itaipu Binacional, la usina hidroeléctrica que Brasil comparte con Paraguay. Le pidió la mano en matrimonio, en la celda de la PF. Se comprometieron. Él se dedicó a asistir a las prédicas evangélicas para comprender el nuevo Brasil. Incluso presumía de tener tiempo a solas para hacer ejercicio y leer. Un asesor le comentó sobre los fiscales que lo investigaban: “Esta gente no sabe ser feliz”, dijo, y se rio.

En noviembre de 2019, la Suprema Corte de Brasil decidió dar marcha atrás. Al igual que la decisión de cambiar su propia jurisprudencia, la decisión de liberar a Lula fue extremadamente controvertida. Pero algunos de los jueces creían que era el único político capaz de derrotar a Jair Bolsonaro. Al mismo tiempo, la Lava Jato hacía agua, con la publicación de flagrantes ilegalidades. Así que Lula fue liberado en noviembre de 2019, luego de que el Supremo Tribunal Federal decidiera, por seis votos contra cinco, que un condenado solo puede ser arrestado después de una sentencia final. A principios de 2021, declaró que había sido parcial el juez que lo había condenado, Sergio Moro, en ese momento ministro del gobierno de Bolsonaro. El siguiente paso fue anular la condena.

Moro, que alguna vez fue un héroe en América Latina —hasta una serie en Netflix sobre el Lava Jato lo trató como tal—, cayó en desgracia. Presionó fuertemente por la condena de Lula, de manera ilegal, como determinó la Suprema Corte. Poco después de que Bolsonaro fuera electo presidente en 2019, Moro consiguió lo que quería y fue designado ministro de Justicia de ese gobierno de ultraderecha, aunque abandonó el cargo poco después y hoy es candidato a senador, diciendo que Lula es el “enemigo común” que tiene con Bolsonaro.

Aunque tuvo grandes méritos, especialmente en técnicas de investigación y por haber revelado importantes esquemas de corrupción que permearon varios gobiernos, incluidos los del PT, la Operación Lava Jato fue destruida por la codicia de sus propios líderes. Como ya se dijo, Moro se quitó la toga para convertirse en ministro de Bolsonaro; el fiscal principal, Deltan Dallagnol, es ahora candidato a diputado federal. La intención de acabar con Lula se fue por el desagüe. En el camino, ganó la idea de que Lula fue agraviado. “Lo logró con todo el desgaste de la propia investigación Lava Jato, con su salida de prisión y con el argumento de que todo era una gran operación corrupta, por así decirlo”, dice Hubner, quien es muy crítico con los abogados que ayudaron a Lula a liberarse de las acusaciones. “Pero creo que es un movimiento exitoso, en el sentido de hacer que parezca que nada sucedió realmente, que todo fue una gran persecución. Su juego político era pesado y eso aparentemente hizo que Lula resucitara”, resume.

La condena de Lula dividió, y aún divide, a la población. En el apogeo de la Lava Jato, en abril de 2018, una encuesta de opinión de Datafolha mostró que 40% de la población consideraba injusta la condena y 54% que era justa. Hoy, 45% piensa que fue condenado correctamente y 48% que la condena fue incorrecta. Una señal de que la fe en Lula se mantuvo inquebrantable para gran parte de la población, incluso cuando, en el punto más bajo de su carrera, una fila de ministros llegó a ofrecer sus condolencias en ese frío hospital de São Paulo.

Jair Bolsonaro reacciona durante una ceremonia de afiliación al unirse al Partido Liberal Social (PSL) en Brasilia, Brasil, el 7 de marzo de 2018. Fotografía de Ueslei Marcelino / REUTERS.

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 Fue un vuelco casi de telenovela lo que elevó al excapitán Jair Bolsonaro a la categoría de líder. Su popularidad aumentó exponencialmente cuando, un mes antes de las elecciones de 2018, recibió una puñalada que casi le quita la vida. Bolsonaro creía que tenía una misión: purgar del poder a la “izquierda” y al “comunismo”. Hijo de un dentista del interior de São Paulo, de clase media baja, fue suspendido del Ejército que tanto amaba a los 33 años por planear un ataque a bases militares, y siempre fue considerado un “mal soldado” por los altos generales. Es diputado federal electo desde 1990, defendiendo siempre el legado de la dictadura. Sus pares en la Cámara de Diputados lo consideraban un bufón: en casi treinta años solo logró aprobar dos proyectos de ley.

Bolsonaro tiene el don de parecer un hombre sincero. Nunca ocultó su propia ignorancia, sus prejuicios, ni siquiera su abrumadora incompetencia. Poco después de ganar las elecciones en 2018, asistió a un servicio con el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios Victoria en Cristo, y dijo: “Sé que no soy el más capaz, pero Dios capacita a los elegidos”. Es un versículo de la Biblia, y mucha gente lo cree. Representa al hombre mediocre en el poder, y por eso mismo resulta cercano y es querido por gran parte de la población. El tío que suelta algunas frases racistas y homofóbicas en las reuniones familiares, pero a quien siguen invitando porque, al fin y al cabo, es familia: ese es Bolsonaro.

Su gobierno, que comenzó en 2019, no tiene nada de memorable, excepto por haber llevado a Brasil a ser el segundo país con mayor número de muertos por covid-19 en el mundo, 686 000 personas, seguido solo por Estados Unidos, gobernado al comienzo de la pandemia por Donald Trump. Su nivel de aprobación actual es el peor entre todos los presidentes que intentaron la reelección, aunque sigue cerca de 30%. Entre otros desaguisados, cambió de partido durante su gobierno —del PSL (Partido Social Liberal) al PL (Partido Liberal)— e incluso intentó crear su propio partido, sin éxito.

“Aunque Bolsonaro tiene atributos comunicativos infinitamente menos sofisticados que los de Lula, aun así toca el corazón de las personas del pueblo”, resume Conrado Hubner. Tocándose el corazón como un hombre “defectuoso”, Bolsonaro habla directamente al público evangélico que pasa horas a la semana en las reuniones de la iglesia, donde un desfile de vidas fracasadas, exdrogadictos, exabusadores, exnarcotraficantes, expresos, exalcohólicos que abandonaron a sus esposas e hijos, encuentran una nueva oportunidad. El cariño por Bolsonaro, tan brasileño, es también una respuesta social a un Estado que nunca cuidó de sus hombres jóvenes y adultos. Esta es quizás la parte más poderosa de la retórica evangélica, porque logra convertir la innegable incompetencia de Bolsonaro en una ventaja competitiva.

Cuando salió de prisión, Lula ya comenzó a hablar en público como un candidato a la presidencia, algo que, la verdad sea dicha, nunca dejó de ser. Mantuvo un perfil bajo, pero empezó a generar alianzas electorales que apuntaban a formar un “frente amplio” para derrotar a Bolsonaro en las urnas. Pero, en buena medida, fracasó: hoy tiene un frente mayor del que tradicionalmente apoya al PT, pero que consiste, en gran parte, en partidos de izquierda y centroizquierda. Su mayor apuesta fue conseguir, como candidato a la vicepresidencia, a Geraldo Alckmin, otro adversario antiguo que se presentó a las elecciones en 2006 y perdió. Alckmin, exgobernador del estado de São Paulo, que estaba huérfano de partido político después de un giro hacia la derecha populista (el PSDB, Partido de la Social Democracia Brasileña), aceptó, ayudando a quebrar un poco la resistencia de los empresarios de São Paulo que controlan buena parte del PIB brasileño. La llegada de este exadversario —quien incluso votó por la destitución de Dilma— sorprendió a muchos petistas, pero no a Fernando Haddad, quien le sugirió a su líder político que convocara a Alckmin como vicepresidente. Le dijo: “Hombre, te voy a hablar de una cosa. Si dices que no, esta conversación nunca existió. Si no dices que no…”. Haddad cuenta que los ojos de Lula brillaron al oír la idea: “Haddad, ¡la política es extraordinaria!”.

Así, en 2022, el pueblo brasileño decidirá por primera vez entre dos candidatos con profunda identificación popular.

A sus 76 años, Lula nunca ha tenido un desafío tan grande por delante. Él todavía hace política como líder sindical. Desde su liberación ha trabajado para afianzar las alianzas políticas y crear un frente amplio, demostrando que los acuerdos siguen siendo la base de la convivencia democrática. Así como pidió paciencia a los trabajadores hace cuarenta años en las huelgas del ABC, le pidió ahora paciencia al PT cuando decidió abrazar a Alckmin.

Bolsonaro, a su vez, es el primer presidente cuya estrategia de gobierno pasa por manipular el discurso digital. Y lo hace con genialidad. Con el apoyo de sus hijos, que abren una ventana al mundo digital que Lula no tiene, gobierna a través de las redes sociales. Y no se trata de la mera propagación de gestas positivas de gobierno a través de influencersbolsonaristas: se trata de llevar las intrigas palaciegas a las redes, atacarlas y liquidarlas allí. Bolsonaro es un populista digital.

Lula, por su parte, sigue rodeado de su círculo de antiguos aliados, líderes de izquierda vinculados a los trabajadores, sí, pero hombres, blancos cuya vida transcurre fuera de las redes sociales. Por eso ahora sucede lo impensable: el candidato del PT ha tenido dificultades para transmitir su mensaje a la población brasileña que, hoy, se comunica a través de internet —148 millones de brasileños usan Facebook y 146 millones, WhatsApp—. “La izquierda comió mucho polvo”, dice Hubner. “El PT es muy arrogante en la manera en la cual disputa la elección y en cómo hace la campaña”.

David Nemer, investigador de Harvard y profesor de la Universidad de Virginia, cree que la dirección del PT se ha alejado de los deseos populares en la última década. “No vemos una innovación en esa comunicación con la gente”, dice. Hoy, el candidato de origen popular intenta llegar a los más jóvenes a través de influencers digitales, como la cantante Anitta, reconocida en toda Latinoamérica por sus alianzas con J Balvin y Lenny Tavárez. “Pero el PT siempre ha preferido la militancia y la comunicación tradicional, esa que siempre hacen en persona desde el podio”, dice Nemer. Con esa estrategia, Lula ha avanzado en las encuestas y podría, incluso, vencer en la primera vuelta.

En el debate presidencial que se televisó el 28 de agosto, Lula y Bolsonaro estuvieron, por primera vez, lado a lado. Intercambiaron acusaciones de corrupción y se llamaron mutuamente mentirosos. Pero lo que quedó claro, a lo largo de las tres horas que duró el debate, fue que quienes decidirán al futuro presidente serán mujeres. Y que su voto será disputado encarnizadamente.

Tras responder con extrema agresividad a la pregunta de la periodista Vera Magalhães, afirmando que ella es “una vergüenza para el periodismo brasileño”, Bolsonaro intentó revertir la situación acusando a otro candidato, Ciro Gomes, de haber sido machista al hablar de una exnovia. Más tarde afirmó haber sido responsable de más de sesenta leyes que beneficiaron a las mujeres. El número es menor, pero poco le importa. Otros candidatos, hombres y mujeres, se solidarizaron con la periodista, y el tema de la violencia contra la mujer se convirtió en el principal tema de debate.

Por otro lado, Bolsonaro insistió con éxito en el tema de la corrupción, y llamó a Lula “expresidiario”. Según las cuentas de su campaña, los ataques pueden ayudar a aumentar el rechazo al PT.

Candidatos Luiz Felipe D’Avila del Partido Nuevo (Novo), Luiz Inacio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT), Simone Tebet del Movimiento Democrático Brasileño (MDB), Presidente Jair Bolsonaro del Partido Liberal (PL), Soraya Thronicke de la Unión Brasileña (Uniao Brasil) y Ciro Gomes del Partido Laborista Democrático (PDT) asisten al primer Debate Presidencial antes de las elecciones nacionales, en Sao Paulo, Brasil, el 28 de agosto de 2022. Fotografía de Carla Carniel / REUTERS.

Lula, por su parte, ha evadido el debate sobre la corrupción de su partido, para no entrar en el campo que domina Bolsonaro: el de las acusaciones y los trapos sucios. Ha tratado de estar tranquilo y centró su campaña en los logros del pasado.

“También hay que ser justos y decir que parte del problema de la comunicación digital es resultado de la falta de voluntad de la izquierda para jugar sucio”, dice Hubner. “Porque esta comunicación, en gran parte, es una comunicación muy deshonesta y muy manipuladora. Y parte de la izquierda no quiso meterse en eso”.

Lo que decidirá la campaña es el voto femenino. Y más aún: serán mujeres pobres, negras, de la periferia, y evangélicas. Tratando de apelar a ellas, el PT creó páginas de redes sociales solo para esta audiencia, y Lula ha estado hablando de Dios, algo que contrasta con su pasado de defensor del Estado laico.

A sus 76 años, Lula no es un misógino como Bolsonaro, pero sí es sexista, como la gran mayoría de los varones de su generación. Es notable que su partido nunca ha cedido el paso a un liderazgo femenino y ha aniquilado a varias candidatas posibles. “Debajo de este árbol no crece nada”, suele decirse de Lula. Muchos reconocen que él mismo abandonó a Dilma Rousseff al inicio del proceso de juicio político, hasta que ella acudió a él para pedirle ayuda.

En el debate, Lula no quiso comprometerse con un gabinete compuesto en 50% por mujeres. “No quiero comprometerme porque, si no, seré un mentiroso”, dijo. La pregunta que queda —y quizás sea la misma que pasó por la mente de los votantes estadounidenses cuando tuvieron que decidir entre Donald Trump, que entonces tenía 73 años, y Joe Biden, entonces de 77— es: ¿por qué no podemos crear nuevos liderazgos?

La respuesta, una vez más, la guarda Luiz Inácio Lula da Silva.

Si el pueblo brasileño ha cambiado, y mucho, Lula también ha cambiado, garantiza Fernando Morais, su biógrafo: “El Lula de 2022 no es el Lula de 2000”. En lecturas incansables en su celda adquirió otra percepción de lo que significa liderar un país del tamaño de Brasil. “Se hizo, primero, antiimperialista”, dice Morais. El candidato del PT está convencido de que detrás del juicio político a Dilma y su arresto hubo “una gran conspiración internacional para impedir que Brasil asumiera un papel de relevancia proporcional a su riqueza, su población y su posibilidad de liderazgo”.

Otro descubrimiento de aquellas noches solitarias fue una nueva versión de Brasil. “Descubrió que hubo entre diez y veinte levantamientos populares en el país, desde la Colonia hasta la dictadura”, dice Morais, “y que lo que nos enseñan en las escuelas esconde una historia quizás más importante que la historia oficial”. Lula llegó a proponer que el PT creara cartillas que narraran estas rebeliones populares, completamente borradas de la historiografía brasileña.

Hoy, Lula es más radical en sus convicciones y más de izquierda que antes. Entre sus promesas están crear un programa de renta básica para todos los ciudadanos, acabar con el límite del gasto público —fijado por el gobierno de Temer tras la caída de Dilma—, revisar las reformas laborales y reformar el régimen fiscal para que los ricos paguen más.

Para un hombre de 76 años, ganar las elecciones significa una última oportunidad para dejar un legado en la historia de Brasil. “Tendrá que elegir si pasará a la historia por la puerta del fondo, si va a entrar por la puerta lateral o por la principal”, resume Morais. “Si depende de su voluntad, entrará por la puerta principal. Para eso, va a tener que transformar a este país en un país justo”.

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