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En el malecón, la escultura Tenaza de 6 metros de altura, fue creada por el estudio mexicano Tezontle para la XIII Bienal de La Habana en 2019. Entre monumento abstracto y ruina histórica se compone de unos 10 metros cúbicos de escombros de edificios colapsados en La Habana Vieja. Junto a la escalera, un grabado dice: “Nada cabe más no sobra nada”. Foto: Estrella Herrera.
Este es un viaje a La Habana que muestra todos los contrastes citadinos. Entre la nostalgia de la revolución y la urgencia del presente, la gente vive al límite del desborde.
Mi viaje no empezó cuando compré el pasaje ni con las rutas delineadas en Google Maps. No comenzó al subir al avión ni con el aterrizaje a las 2 de la madrugada en el aeropuerto José Martí. Mi viaje inició al día siguiente, cuando cerré la puerta de la habitación que había alquilado. Ya tenía un paso afuera y apenas giré la llave algo me detuvo: en Cuba, para cerrar una puerta, la llave debe girar hacia la izquierda.
Es invierno. Son las 11 de la mañana de un 23 de diciembre. Temporada baja en La Habana.
Camino desde la calle Calzada, en el barrio de Vedado, hasta El Malecón. El sol me da de lleno en la cara, así que me giro. Le doy la espalda al mar y observo: a un lado, la Casa de las Américas; al otro, un cartel de ruta que anuncia, en un orden extraño: “Derecho”, “Antiimperialista”, “Hotel Nacional”, “Ameijeiras”. Lo primero que pienso: “Llegué a La Habana”. Más tarde entendería que estaba equivocada. Técnicamente estaba en La Habana, sí, pero esa frase tiene otra lógica. Los cubanos de la capital no la usan para hablar de la ciudad donde viven, sino que usan esa expresión para decir que van al centro. Me doy cuenta con los días, cuando alguien me dice, desde un barrio alejado: “Me vuelvo para La Habana” o “A la noche nos vemos en La Habana”, o cuando subo a la guagua, ese camión de transporte público, y alguien grita: “Voy para La Habana”.
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Vengo de Buenos Aires, una ciudad enorme, caótica y ruidosa, con gente extrovertida, generosa pero arrogante, que vive deprisa, que tiene ansiedad. En el mapa, está en el borde del mundo. Desde afuera nos ven lejos, como un lugar remoto, de aires europeos y un ego descomunal que se apropia de Dios —Maradona o Messi— como si con esos nombres pudiéramos ganarnos la devoción de cualquier extranjero.
Es la primera vez que visito Cuba. Hacía tiempo que no viajaba a un lugar nuevo. Por trabajo, por familia, por costumbre, pasé los últimos años viendo los mismos paisajes: Ciudad de México, Madrid, la Patagonia argentina. No me quejo; vuelvo a cada uno siempre que puedo. Pero con el tiempo apareció el deseo de ver algo desconocido.
En uno de esos viajes laborales, una amiga mexicana me lanzó una pregunta:
— ¿Y si de acá nos vamos unos días a La Habana?
— Pero La Habana está lejos, lejísimos —Respondí sin pensar.
— No desde acá, mi querida.
Miré un mapa y se me erizó la piel. Aunque ya era tarde para cambiar los planes, esa propuesta quedó dando vueltas en mi cabeza.
Te recomendamos leer: Salir de Cuba por primera vez y aterrizar en el mundo
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Sigo caminando por El Malecón hacia el Hotel Nacional. Un hombre se cruza en mi camino con un pan en la mano. Quiere vendérmelo. Me pregunta de dónde soy, cómo está mi país. Luego, sin aviso, suelta un monólogo sobre su vida. Se llama Heriberto, tiene 75 años. Trabajó más de dos décadas para el Estado y es ingeniero agropecuario. Hoy vive en una habitación pequeña y en mal estado. Su hija se casó con un italiano y vive en Italia. Tiene nietos allá, pero no los conoce.
— ¿Los visita? —pregunto.
— Por supuesto que no —me dice con una firmeza que corta el aire.
Heriberto jamás se vendería al capitalismo. Esa es su promesa. Sabe que está enfermo, pero no importa. Morirá aquí, en la tierra a la que le entregó su vida. Lo dice firmemente, lo sentencia. Otro hombre al lado escucha e interrumpe la conversación. Mira a Heriberto y le dice: “Usted trabajó tanto y mire cómo está. ¿Está seguro de lo que dice? Olvídese de todo eso. Este es el último año de la revolución”.
Me quedo en silencio. Estamos a días de que llegué el 2025 y la palabra revolución suena poco.
Llego a la puerta del Hotel Nacional y cruzo rápido el hall de entrada. Los turistas van y vienen, la mayoría no se hospeda allí. Adentro, todo parece suspendido en otro siglo. Tomo el ascensor hasta el último piso para ver La Habana completa. Los pasillos son viejos y elegantes, con una alfombra roja y luces blancas, me recuerda a El resplandor de Stanley Kubrick: silencioso y tan perfecto que asusta.
Abajo, en la recepción, los pilones de madera —donde antes guardaban las llaves de las habitaciones— aún sobreviven. Frente al mostrador, un hombre blanco con acento inglés se registra junto a una mujer mucho más joven de un español caribeño. Nadie los mira directamente. Nadie, salvo yo.
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Te podría interesar: Cárcel o una vida en el exilio: El derecho de la disidencia cubana a elegir
¿Cuándo comienza un viaje? ¿Por dónde empezar a contar una experiencia que cambió y transformó mi mirada hacia esa parte tan poco conocida del planeta?”, escribe Liliana Villanueva en Viento del Este. Un diario de viaje que reúne las experiencias de la autora en un país completamente nuevo, con una narrativa que entrelaza reflexiones personales y observaciones minuciosas. Villanueva explora no solo un territorio desconocido, sino también los lazos familiares y las distintas formas de comprender un lugar fascinante.
La Habana, ese olor a ron y gasolina
Son las 2 de la tarde y la temperatura sube. Se supone que es invierno, pero hacen unos 25 grados a la sombra. Las turistas sudamos. Los locales llevan pantalón largo, camiseta de mangas largas. Todo el cuerpo cubierto.
Me mareo y me dejo caer en el cordón de una vereda.
Levanto la vista. Busco entre mis anotaciones un lugar donde comer. Quiero llegar a La Habana Vieja, pero antes necesito un vehículo que me lleve. Camino unos metros y noto una fila interminable de autos esperando combustible. Decenas de clásicos americanos de los años cincuenta desfilan frente a mí, uno detrás de otro: Chevrolet, Ford, Cadillac, Oldsmobile y Buick. Los llaman almendrones, de colores vivos, rosas y rojos. Un espectáculo vintage convertido en transporte para el turismo, mezclado con Ladas y Moskvich soviéticos, mis favoritos. Son más pequeños y un poco más sobrios, verdes y azules.
Paro un Lada con mi mano, adentro hay un collage verde agua, con dados verdes y negros colgando del espejo y dos filas de asientos verdes y blancas en la parte trasera. El auto es compartido. Somos cinco. Algunos suben, otros bajan, mientras las canciones de reguetón suenan a todo volumen y se mezclan con el sonido del exterior. Autos circulando en búsqueda de gasoil.
El viaje termina en un lugar llamado Siete de Escapada. Apenas alcanzo a preguntar qué hay para comer cuando un joven me responde: “Ropa vieja”. No es metáfora, lo sé, aunque la frase contenga un tono algo poético. La ropa vieja es un guiso y, en la cocina cubana, un símbolo. Su origen tiene dos versiones: una familia que, ante la escasez, vendió sus prendas para comprar carne, o una receta que surge de los restos de otros días.
Espero. Por 2 300 CUP (pesos cubanos, casi siete dólares al cambio en el mercado informal) llega a la mesa un plato de carne deshebrada, bañada en salsa de tomate y comino, rodeada de yuca, calabaza, zanahoria, ají pimiento y ajo. Siempre acompañado de arroz blanco. El aroma invade, mezcla de hierbas y humo.
En La Habana, los olores son un cachetazo: la gasolina caliente, el comino molido, incluso la menta que me alcanza cuando paso frente a la Bodeguita del Medio, un bar mítico donde la especialidad es el mojito: ron, menta, hielo y más ron. Adentro, una banda toca para los turistas mientras bailan salsa en un espacio mínimo. Afuera, un hombre está sentado en la puerta. Mientras enciendo un cigarrillo armado, él prende un habano que emana un humo denso, que huele a algo amargo y viejo. Me marea un poco, pero igual me río mientras hablamos de Ernest Hemingway. Su nombre aparece en un cartel colgado en la puerta, recordando que este bar era su refugio para emborracharse.

La Habana en gris y rojo
Son las 6 de la tarde y está bajando el sol.
Una mujer me detiene en la calle. Me ofrece una cajita de madera con la bandera cubana pintada en la tapa. Su precio: 1 500 CUP (casi siete dólares al cambio en el mercado informal). Un salario mensual. Sé que es caro, intento regatear pero lo hago pésimo. Ella me mira, sonríe con una amabilidad y miente: “Más adelante la verás más cara. Te estoy haciendo un buen precio. Es una oportunidad para un regalo bonito”. La compro.
La caja es bonita y tiene un truco: para abrirla hay que presionar desde dos extremos, deslizar con fuerza la parte superior y la inferior.
Camino por La Habana Vieja. Frente a mí, un edificio del siglo XIX se alza como un monumento de otro tiempo. Las fachadas, vencidas por el desgaste, llevan restos de amarillos, verdes y azules, colores que alguna vez estuvieron vivos, pero ahora no hay dinero para volver a pintar. Las grietas sobresalen en las paredes; sin embargo, en los balcones algo resiste: en todos cuelga la bandera de Cuba.
De Cuba sabía poco. Que el “Che” Guevara fue clave en su revolución. Que José Martí escribió poemas que alguna vez leí. Que vi, hace muchos años, Fresa y chocolate, un ícono del cine gay dirigida por Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea. Que algunos amigos estudiaron cine en San Antonio de los Baños.
Sabía, además, que era una isla con barreras firmes, desconectada en más de un sentido. Un lugar donde el acceso a internet se encontraba en las plazas. Un territorio donde el paso del tiempo se percibía de manera abrupta. Un universo atecnológico. Más adelante me cruzo con otra bandera negra y roja, la del Movimiento 26 de Julio. Es un símbolo de lucha, nacido en 1953, cuando derrocar a Batista no era un sueño sino un plan. Otra mujer se me acerca y observa la bandera junto a mí. Me mira y sonríe, me habla de forma amable, duda si es un gasto de energía. Hasta ahora, solo han sido hombres los que se me acercan a conversar, siempre apurados. Pero ella no. Ella espera y no me habla de la bandera ni me pregunta nada de mi vida, me cuenta y resalta lo poco que gana por mes. No tiene nada para venderme pero insiste en pedirme dinero, jabón o medicamentos.

La Habana suena a salsa y promesas
Llega la noche. En muchos lugares no hay luz.
Recorro las calles de El Vedado, envuelta en una penumbra que lo engulle todo. No hay carteles ni neones ni publicidades en 3D que parpadeen desde una esquina. Tampoco suenan esos ringtones invasivos que delatan alguna otra presencia alrededor. Solo escucho el sonido de mis pasos y, a lo lejos, el estallido de las olas que rompen en El Malecón.
Llego a la casa donde me hospedo, intento abrir la puerta de mi habitación, sé que debo girar la llave al revés pero antes de entrar me intercepta Homer, el hombre que cuida el lugar. Se me acerca con una sonrisa que parece un destello. Me dice que es una noche especial. “Si quieres empezar bien el 2025, tienes que ir a El Malecón. Habrá un concierto”.
Me cuenta que el recital es de Alexander Abreu, el líder de Havana D’ Primera. Tocará en La Piragua, una plaza abierta frente al mar, donde siempre resuena la música popular de La Habana.
Dudo si ir o no, me quedé sin dinero. Se lo comento a Homer con algo de cansancio y un poco preocupada. Él tarda menos de un minuto en ofrecerme una solución. “Te consigo un buen cambio, a 300 CUP el dólar”.
No me sorprende su rapidez. Para ese momento del día ya había empatizado con esa extraña confianza cubana que convierte cada problema en una oportunidad de mercado. Le digo que sí, que lo espero.
Me siento a fumar en la puerta. La espera me resulta más larga de lo habitual porque no puedo mirar el celular. Quince minutos que parecen una eternidad. No tengo wifi ni datos. No puedo moverme aunque Mateo no sabe cuánto tardará en conseguir el cambio. Empiezo a pensar que en Cuba todo es más largo. Los gestos se mueven al ritmo de la palabra y las promesas serán la base sobre la que iré construyendo mi día a día en este lugar.
Homer vuelve con tranquilidad. Me da una serie de bloques de billetes y me pide que le pase los dólares disimuladamente, por debajo de la mesa. “Es que la dueña de la casa también cambia, pero su cambio no es bueno; este es mejor”, me dice bajando el tono de voz. Otra vez me convencen de que estoy haciendo un buen negocio, aunque seguramente no sea cierto.
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Salgo hacia La Piragua. En el camino, compro una lata de cerveza Cristal por 290 CUP (menos de un dólar). Camino por el Malecón, mirando el mar. Hago fuerza por encontrar algo al otro lado. Pienso en el éxodo del verano del 94, cuando salían en balsas por aquí, hacia el norte, directo a Miami. Pero no hay rastros: ni madera flotando ni tierra firme en el horizonte, solo agua interminable.
La Piragua está a 20 minutos caminando desde mi hospedaje. La gente baila. Hay pocos turistas: unos hombres blancos, viejos, que caminan con mujeres afrocaribeñas mucho más jóvenes, quizá menores de edad. Ellas tienen piernas largas, vestidos cortos y ajustados, de colores naranjas, rojos y azules. También tienen las miradas perdidas. Ellos las toman de la cintura, les agarran las manos, pero ellas no sonríen.
Un cubano se me acerca y me pregunta si quiero bailar. Le digo que sí, aunque dudo de mi destreza para bailar salsa. Él sonríe. Es alto, de brazos enormes y piel suave. Me guía con paciencia, marcando cada paso. “Si te doy vuelta, arranca con esta pierna hacia atrás”, me dice.
No paro de pisarlo. Transpiramos. Nos reímos. Él está muy cerca de mi cuerpo. Se me pega, lo dejo. Le comento al oído que necesito descansar y él se queja de que la canción aún no ha terminado. Mientras su fuerza sigue dándome vueltas como un trompo, mi cuerpo siente el recorrido de la plaza entera. En mi cabeza esa última canción dura más de lo habitual y reafirmo lo que pensé: aquí el tiempo se estira.

Vuelvo a casa con las piernas cansadas, la boca seca, el cuerpo rendido. Son las 2 de la mañana y camino sola por calles que me envuelven en una sensación desconocida. Algo en la quietud de la noche me da una calma inusual. Dos jóvenes están sentados en la vereda jugando al dominó. Un viejo me quiere vender una caja de habanos. Por el precio supongo que no son originales. No se la compro. Tres mujeres bailan entre ellas. Se ríen. Escuchan una playlist de canciones que ya tienen descargadas en un celular. No piden nada. Ya saben qué sonará después.
Te puede interesar: Cómo el gobierno de Cuba fuerza al exilio a sus críticos
Todavía no sé de dónde viene esa calma. Acabo de llegar a La Habana y todo parece estar al límite de un desborde. A mi alrededor noto las ganas desesperadas de salir, de mover, de vender, de bailar, de beber. Como si tuvieran que disfrazar una tristeza y crear una armadura para camuflar el dolor. Como si no me bastara con mi crisis en Argentina, vine a La Habana a buscar (más) intensidad. Como si mis turbulencias no fueran suficientes. Como si necesitara pasar de la euforia a la melancolía. Parar en un lugar para mirar el pasado y entender cómo es posible vivir en sitios de donde queremos escapar. Entonces, me desplomo en la cama. Y esta vez parece que la oportunidad me la dan a mí.

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Este es un viaje a La Habana que muestra todos los contrastes citadinos. Entre la nostalgia de la revolución y la urgencia del presente, la gente vive al límite del desborde.
Mi viaje no empezó cuando compré el pasaje ni con las rutas delineadas en Google Maps. No comenzó al subir al avión ni con el aterrizaje a las 2 de la madrugada en el aeropuerto José Martí. Mi viaje inició al día siguiente, cuando cerré la puerta de la habitación que había alquilado. Ya tenía un paso afuera y apenas giré la llave algo me detuvo: en Cuba, para cerrar una puerta, la llave debe girar hacia la izquierda.
Es invierno. Son las 11 de la mañana de un 23 de diciembre. Temporada baja en La Habana.
Camino desde la calle Calzada, en el barrio de Vedado, hasta El Malecón. El sol me da de lleno en la cara, así que me giro. Le doy la espalda al mar y observo: a un lado, la Casa de las Américas; al otro, un cartel de ruta que anuncia, en un orden extraño: “Derecho”, “Antiimperialista”, “Hotel Nacional”, “Ameijeiras”. Lo primero que pienso: “Llegué a La Habana”. Más tarde entendería que estaba equivocada. Técnicamente estaba en La Habana, sí, pero esa frase tiene otra lógica. Los cubanos de la capital no la usan para hablar de la ciudad donde viven, sino que usan esa expresión para decir que van al centro. Me doy cuenta con los días, cuando alguien me dice, desde un barrio alejado: “Me vuelvo para La Habana” o “A la noche nos vemos en La Habana”, o cuando subo a la guagua, ese camión de transporte público, y alguien grita: “Voy para La Habana”.
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Vengo de Buenos Aires, una ciudad enorme, caótica y ruidosa, con gente extrovertida, generosa pero arrogante, que vive deprisa, que tiene ansiedad. En el mapa, está en el borde del mundo. Desde afuera nos ven lejos, como un lugar remoto, de aires europeos y un ego descomunal que se apropia de Dios —Maradona o Messi— como si con esos nombres pudiéramos ganarnos la devoción de cualquier extranjero.
Es la primera vez que visito Cuba. Hacía tiempo que no viajaba a un lugar nuevo. Por trabajo, por familia, por costumbre, pasé los últimos años viendo los mismos paisajes: Ciudad de México, Madrid, la Patagonia argentina. No me quejo; vuelvo a cada uno siempre que puedo. Pero con el tiempo apareció el deseo de ver algo desconocido.
En uno de esos viajes laborales, una amiga mexicana me lanzó una pregunta:
— ¿Y si de acá nos vamos unos días a La Habana?
— Pero La Habana está lejos, lejísimos —Respondí sin pensar.
— No desde acá, mi querida.
Miré un mapa y se me erizó la piel. Aunque ya era tarde para cambiar los planes, esa propuesta quedó dando vueltas en mi cabeza.
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Sigo caminando por El Malecón hacia el Hotel Nacional. Un hombre se cruza en mi camino con un pan en la mano. Quiere vendérmelo. Me pregunta de dónde soy, cómo está mi país. Luego, sin aviso, suelta un monólogo sobre su vida. Se llama Heriberto, tiene 75 años. Trabajó más de dos décadas para el Estado y es ingeniero agropecuario. Hoy vive en una habitación pequeña y en mal estado. Su hija se casó con un italiano y vive en Italia. Tiene nietos allá, pero no los conoce.
— ¿Los visita? —pregunto.
— Por supuesto que no —me dice con una firmeza que corta el aire.
Heriberto jamás se vendería al capitalismo. Esa es su promesa. Sabe que está enfermo, pero no importa. Morirá aquí, en la tierra a la que le entregó su vida. Lo dice firmemente, lo sentencia. Otro hombre al lado escucha e interrumpe la conversación. Mira a Heriberto y le dice: “Usted trabajó tanto y mire cómo está. ¿Está seguro de lo que dice? Olvídese de todo eso. Este es el último año de la revolución”.
Me quedo en silencio. Estamos a días de que llegué el 2025 y la palabra revolución suena poco.
Llego a la puerta del Hotel Nacional y cruzo rápido el hall de entrada. Los turistas van y vienen, la mayoría no se hospeda allí. Adentro, todo parece suspendido en otro siglo. Tomo el ascensor hasta el último piso para ver La Habana completa. Los pasillos son viejos y elegantes, con una alfombra roja y luces blancas, me recuerda a El resplandor de Stanley Kubrick: silencioso y tan perfecto que asusta.
Abajo, en la recepción, los pilones de madera —donde antes guardaban las llaves de las habitaciones— aún sobreviven. Frente al mostrador, un hombre blanco con acento inglés se registra junto a una mujer mucho más joven de un español caribeño. Nadie los mira directamente. Nadie, salvo yo.
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¿Cuándo comienza un viaje? ¿Por dónde empezar a contar una experiencia que cambió y transformó mi mirada hacia esa parte tan poco conocida del planeta?”, escribe Liliana Villanueva en Viento del Este. Un diario de viaje que reúne las experiencias de la autora en un país completamente nuevo, con una narrativa que entrelaza reflexiones personales y observaciones minuciosas. Villanueva explora no solo un territorio desconocido, sino también los lazos familiares y las distintas formas de comprender un lugar fascinante.
La Habana, ese olor a ron y gasolina
Son las 2 de la tarde y la temperatura sube. Se supone que es invierno, pero hacen unos 25 grados a la sombra. Las turistas sudamos. Los locales llevan pantalón largo, camiseta de mangas largas. Todo el cuerpo cubierto.
Me mareo y me dejo caer en el cordón de una vereda.
Levanto la vista. Busco entre mis anotaciones un lugar donde comer. Quiero llegar a La Habana Vieja, pero antes necesito un vehículo que me lleve. Camino unos metros y noto una fila interminable de autos esperando combustible. Decenas de clásicos americanos de los años cincuenta desfilan frente a mí, uno detrás de otro: Chevrolet, Ford, Cadillac, Oldsmobile y Buick. Los llaman almendrones, de colores vivos, rosas y rojos. Un espectáculo vintage convertido en transporte para el turismo, mezclado con Ladas y Moskvich soviéticos, mis favoritos. Son más pequeños y un poco más sobrios, verdes y azules.
Paro un Lada con mi mano, adentro hay un collage verde agua, con dados verdes y negros colgando del espejo y dos filas de asientos verdes y blancas en la parte trasera. El auto es compartido. Somos cinco. Algunos suben, otros bajan, mientras las canciones de reguetón suenan a todo volumen y se mezclan con el sonido del exterior. Autos circulando en búsqueda de gasoil.
El viaje termina en un lugar llamado Siete de Escapada. Apenas alcanzo a preguntar qué hay para comer cuando un joven me responde: “Ropa vieja”. No es metáfora, lo sé, aunque la frase contenga un tono algo poético. La ropa vieja es un guiso y, en la cocina cubana, un símbolo. Su origen tiene dos versiones: una familia que, ante la escasez, vendió sus prendas para comprar carne, o una receta que surge de los restos de otros días.
Espero. Por 2 300 CUP (pesos cubanos, casi siete dólares al cambio en el mercado informal) llega a la mesa un plato de carne deshebrada, bañada en salsa de tomate y comino, rodeada de yuca, calabaza, zanahoria, ají pimiento y ajo. Siempre acompañado de arroz blanco. El aroma invade, mezcla de hierbas y humo.
En La Habana, los olores son un cachetazo: la gasolina caliente, el comino molido, incluso la menta que me alcanza cuando paso frente a la Bodeguita del Medio, un bar mítico donde la especialidad es el mojito: ron, menta, hielo y más ron. Adentro, una banda toca para los turistas mientras bailan salsa en un espacio mínimo. Afuera, un hombre está sentado en la puerta. Mientras enciendo un cigarrillo armado, él prende un habano que emana un humo denso, que huele a algo amargo y viejo. Me marea un poco, pero igual me río mientras hablamos de Ernest Hemingway. Su nombre aparece en un cartel colgado en la puerta, recordando que este bar era su refugio para emborracharse.

La Habana en gris y rojo
Son las 6 de la tarde y está bajando el sol.
Una mujer me detiene en la calle. Me ofrece una cajita de madera con la bandera cubana pintada en la tapa. Su precio: 1 500 CUP (casi siete dólares al cambio en el mercado informal). Un salario mensual. Sé que es caro, intento regatear pero lo hago pésimo. Ella me mira, sonríe con una amabilidad y miente: “Más adelante la verás más cara. Te estoy haciendo un buen precio. Es una oportunidad para un regalo bonito”. La compro.
La caja es bonita y tiene un truco: para abrirla hay que presionar desde dos extremos, deslizar con fuerza la parte superior y la inferior.
Camino por La Habana Vieja. Frente a mí, un edificio del siglo XIX se alza como un monumento de otro tiempo. Las fachadas, vencidas por el desgaste, llevan restos de amarillos, verdes y azules, colores que alguna vez estuvieron vivos, pero ahora no hay dinero para volver a pintar. Las grietas sobresalen en las paredes; sin embargo, en los balcones algo resiste: en todos cuelga la bandera de Cuba.
De Cuba sabía poco. Que el “Che” Guevara fue clave en su revolución. Que José Martí escribió poemas que alguna vez leí. Que vi, hace muchos años, Fresa y chocolate, un ícono del cine gay dirigida por Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea. Que algunos amigos estudiaron cine en San Antonio de los Baños.
Sabía, además, que era una isla con barreras firmes, desconectada en más de un sentido. Un lugar donde el acceso a internet se encontraba en las plazas. Un territorio donde el paso del tiempo se percibía de manera abrupta. Un universo atecnológico. Más adelante me cruzo con otra bandera negra y roja, la del Movimiento 26 de Julio. Es un símbolo de lucha, nacido en 1953, cuando derrocar a Batista no era un sueño sino un plan. Otra mujer se me acerca y observa la bandera junto a mí. Me mira y sonríe, me habla de forma amable, duda si es un gasto de energía. Hasta ahora, solo han sido hombres los que se me acercan a conversar, siempre apurados. Pero ella no. Ella espera y no me habla de la bandera ni me pregunta nada de mi vida, me cuenta y resalta lo poco que gana por mes. No tiene nada para venderme pero insiste en pedirme dinero, jabón o medicamentos.

La Habana suena a salsa y promesas
Llega la noche. En muchos lugares no hay luz.
Recorro las calles de El Vedado, envuelta en una penumbra que lo engulle todo. No hay carteles ni neones ni publicidades en 3D que parpadeen desde una esquina. Tampoco suenan esos ringtones invasivos que delatan alguna otra presencia alrededor. Solo escucho el sonido de mis pasos y, a lo lejos, el estallido de las olas que rompen en El Malecón.
Llego a la casa donde me hospedo, intento abrir la puerta de mi habitación, sé que debo girar la llave al revés pero antes de entrar me intercepta Homer, el hombre que cuida el lugar. Se me acerca con una sonrisa que parece un destello. Me dice que es una noche especial. “Si quieres empezar bien el 2025, tienes que ir a El Malecón. Habrá un concierto”.
Me cuenta que el recital es de Alexander Abreu, el líder de Havana D’ Primera. Tocará en La Piragua, una plaza abierta frente al mar, donde siempre resuena la música popular de La Habana.
Dudo si ir o no, me quedé sin dinero. Se lo comento a Homer con algo de cansancio y un poco preocupada. Él tarda menos de un minuto en ofrecerme una solución. “Te consigo un buen cambio, a 300 CUP el dólar”.
No me sorprende su rapidez. Para ese momento del día ya había empatizado con esa extraña confianza cubana que convierte cada problema en una oportunidad de mercado. Le digo que sí, que lo espero.
Me siento a fumar en la puerta. La espera me resulta más larga de lo habitual porque no puedo mirar el celular. Quince minutos que parecen una eternidad. No tengo wifi ni datos. No puedo moverme aunque Mateo no sabe cuánto tardará en conseguir el cambio. Empiezo a pensar que en Cuba todo es más largo. Los gestos se mueven al ritmo de la palabra y las promesas serán la base sobre la que iré construyendo mi día a día en este lugar.
Homer vuelve con tranquilidad. Me da una serie de bloques de billetes y me pide que le pase los dólares disimuladamente, por debajo de la mesa. “Es que la dueña de la casa también cambia, pero su cambio no es bueno; este es mejor”, me dice bajando el tono de voz. Otra vez me convencen de que estoy haciendo un buen negocio, aunque seguramente no sea cierto.
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Salgo hacia La Piragua. En el camino, compro una lata de cerveza Cristal por 290 CUP (menos de un dólar). Camino por el Malecón, mirando el mar. Hago fuerza por encontrar algo al otro lado. Pienso en el éxodo del verano del 94, cuando salían en balsas por aquí, hacia el norte, directo a Miami. Pero no hay rastros: ni madera flotando ni tierra firme en el horizonte, solo agua interminable.
La Piragua está a 20 minutos caminando desde mi hospedaje. La gente baila. Hay pocos turistas: unos hombres blancos, viejos, que caminan con mujeres afrocaribeñas mucho más jóvenes, quizá menores de edad. Ellas tienen piernas largas, vestidos cortos y ajustados, de colores naranjas, rojos y azules. También tienen las miradas perdidas. Ellos las toman de la cintura, les agarran las manos, pero ellas no sonríen.
Un cubano se me acerca y me pregunta si quiero bailar. Le digo que sí, aunque dudo de mi destreza para bailar salsa. Él sonríe. Es alto, de brazos enormes y piel suave. Me guía con paciencia, marcando cada paso. “Si te doy vuelta, arranca con esta pierna hacia atrás”, me dice.
No paro de pisarlo. Transpiramos. Nos reímos. Él está muy cerca de mi cuerpo. Se me pega, lo dejo. Le comento al oído que necesito descansar y él se queja de que la canción aún no ha terminado. Mientras su fuerza sigue dándome vueltas como un trompo, mi cuerpo siente el recorrido de la plaza entera. En mi cabeza esa última canción dura más de lo habitual y reafirmo lo que pensé: aquí el tiempo se estira.

Vuelvo a casa con las piernas cansadas, la boca seca, el cuerpo rendido. Son las 2 de la mañana y camino sola por calles que me envuelven en una sensación desconocida. Algo en la quietud de la noche me da una calma inusual. Dos jóvenes están sentados en la vereda jugando al dominó. Un viejo me quiere vender una caja de habanos. Por el precio supongo que no son originales. No se la compro. Tres mujeres bailan entre ellas. Se ríen. Escuchan una playlist de canciones que ya tienen descargadas en un celular. No piden nada. Ya saben qué sonará después.
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Todavía no sé de dónde viene esa calma. Acabo de llegar a La Habana y todo parece estar al límite de un desborde. A mi alrededor noto las ganas desesperadas de salir, de mover, de vender, de bailar, de beber. Como si tuvieran que disfrazar una tristeza y crear una armadura para camuflar el dolor. Como si no me bastara con mi crisis en Argentina, vine a La Habana a buscar (más) intensidad. Como si mis turbulencias no fueran suficientes. Como si necesitara pasar de la euforia a la melancolía. Parar en un lugar para mirar el pasado y entender cómo es posible vivir en sitios de donde queremos escapar. Entonces, me desplomo en la cama. Y esta vez parece que la oportunidad me la dan a mí.

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En el malecón, la escultura Tenaza de 6 metros de altura, fue creada por el estudio mexicano Tezontle para la XIII Bienal de La Habana en 2019. Entre monumento abstracto y ruina histórica se compone de unos 10 metros cúbicos de escombros de edificios colapsados en La Habana Vieja. Junto a la escalera, un grabado dice: “Nada cabe más no sobra nada”. Foto: Estrella Herrera.
Este es un viaje a La Habana que muestra todos los contrastes citadinos. Entre la nostalgia de la revolución y la urgencia del presente, la gente vive al límite del desborde.
Mi viaje no empezó cuando compré el pasaje ni con las rutas delineadas en Google Maps. No comenzó al subir al avión ni con el aterrizaje a las 2 de la madrugada en el aeropuerto José Martí. Mi viaje inició al día siguiente, cuando cerré la puerta de la habitación que había alquilado. Ya tenía un paso afuera y apenas giré la llave algo me detuvo: en Cuba, para cerrar una puerta, la llave debe girar hacia la izquierda.
Es invierno. Son las 11 de la mañana de un 23 de diciembre. Temporada baja en La Habana.
Camino desde la calle Calzada, en el barrio de Vedado, hasta El Malecón. El sol me da de lleno en la cara, así que me giro. Le doy la espalda al mar y observo: a un lado, la Casa de las Américas; al otro, un cartel de ruta que anuncia, en un orden extraño: “Derecho”, “Antiimperialista”, “Hotel Nacional”, “Ameijeiras”. Lo primero que pienso: “Llegué a La Habana”. Más tarde entendería que estaba equivocada. Técnicamente estaba en La Habana, sí, pero esa frase tiene otra lógica. Los cubanos de la capital no la usan para hablar de la ciudad donde viven, sino que usan esa expresión para decir que van al centro. Me doy cuenta con los días, cuando alguien me dice, desde un barrio alejado: “Me vuelvo para La Habana” o “A la noche nos vemos en La Habana”, o cuando subo a la guagua, ese camión de transporte público, y alguien grita: “Voy para La Habana”.
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Vengo de Buenos Aires, una ciudad enorme, caótica y ruidosa, con gente extrovertida, generosa pero arrogante, que vive deprisa, que tiene ansiedad. En el mapa, está en el borde del mundo. Desde afuera nos ven lejos, como un lugar remoto, de aires europeos y un ego descomunal que se apropia de Dios —Maradona o Messi— como si con esos nombres pudiéramos ganarnos la devoción de cualquier extranjero.
Es la primera vez que visito Cuba. Hacía tiempo que no viajaba a un lugar nuevo. Por trabajo, por familia, por costumbre, pasé los últimos años viendo los mismos paisajes: Ciudad de México, Madrid, la Patagonia argentina. No me quejo; vuelvo a cada uno siempre que puedo. Pero con el tiempo apareció el deseo de ver algo desconocido.
En uno de esos viajes laborales, una amiga mexicana me lanzó una pregunta:
— ¿Y si de acá nos vamos unos días a La Habana?
— Pero La Habana está lejos, lejísimos —Respondí sin pensar.
— No desde acá, mi querida.
Miré un mapa y se me erizó la piel. Aunque ya era tarde para cambiar los planes, esa propuesta quedó dando vueltas en mi cabeza.
Te recomendamos leer: Salir de Cuba por primera vez y aterrizar en el mundo
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Sigo caminando por El Malecón hacia el Hotel Nacional. Un hombre se cruza en mi camino con un pan en la mano. Quiere vendérmelo. Me pregunta de dónde soy, cómo está mi país. Luego, sin aviso, suelta un monólogo sobre su vida. Se llama Heriberto, tiene 75 años. Trabajó más de dos décadas para el Estado y es ingeniero agropecuario. Hoy vive en una habitación pequeña y en mal estado. Su hija se casó con un italiano y vive en Italia. Tiene nietos allá, pero no los conoce.
— ¿Los visita? —pregunto.
— Por supuesto que no —me dice con una firmeza que corta el aire.
Heriberto jamás se vendería al capitalismo. Esa es su promesa. Sabe que está enfermo, pero no importa. Morirá aquí, en la tierra a la que le entregó su vida. Lo dice firmemente, lo sentencia. Otro hombre al lado escucha e interrumpe la conversación. Mira a Heriberto y le dice: “Usted trabajó tanto y mire cómo está. ¿Está seguro de lo que dice? Olvídese de todo eso. Este es el último año de la revolución”.
Me quedo en silencio. Estamos a días de que llegué el 2025 y la palabra revolución suena poco.
Llego a la puerta del Hotel Nacional y cruzo rápido el hall de entrada. Los turistas van y vienen, la mayoría no se hospeda allí. Adentro, todo parece suspendido en otro siglo. Tomo el ascensor hasta el último piso para ver La Habana completa. Los pasillos son viejos y elegantes, con una alfombra roja y luces blancas, me recuerda a El resplandor de Stanley Kubrick: silencioso y tan perfecto que asusta.
Abajo, en la recepción, los pilones de madera —donde antes guardaban las llaves de las habitaciones— aún sobreviven. Frente al mostrador, un hombre blanco con acento inglés se registra junto a una mujer mucho más joven de un español caribeño. Nadie los mira directamente. Nadie, salvo yo.
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Te podría interesar: Cárcel o una vida en el exilio: El derecho de la disidencia cubana a elegir
¿Cuándo comienza un viaje? ¿Por dónde empezar a contar una experiencia que cambió y transformó mi mirada hacia esa parte tan poco conocida del planeta?”, escribe Liliana Villanueva en Viento del Este. Un diario de viaje que reúne las experiencias de la autora en un país completamente nuevo, con una narrativa que entrelaza reflexiones personales y observaciones minuciosas. Villanueva explora no solo un territorio desconocido, sino también los lazos familiares y las distintas formas de comprender un lugar fascinante.
La Habana, ese olor a ron y gasolina
Son las 2 de la tarde y la temperatura sube. Se supone que es invierno, pero hacen unos 25 grados a la sombra. Las turistas sudamos. Los locales llevan pantalón largo, camiseta de mangas largas. Todo el cuerpo cubierto.
Me mareo y me dejo caer en el cordón de una vereda.
Levanto la vista. Busco entre mis anotaciones un lugar donde comer. Quiero llegar a La Habana Vieja, pero antes necesito un vehículo que me lleve. Camino unos metros y noto una fila interminable de autos esperando combustible. Decenas de clásicos americanos de los años cincuenta desfilan frente a mí, uno detrás de otro: Chevrolet, Ford, Cadillac, Oldsmobile y Buick. Los llaman almendrones, de colores vivos, rosas y rojos. Un espectáculo vintage convertido en transporte para el turismo, mezclado con Ladas y Moskvich soviéticos, mis favoritos. Son más pequeños y un poco más sobrios, verdes y azules.
Paro un Lada con mi mano, adentro hay un collage verde agua, con dados verdes y negros colgando del espejo y dos filas de asientos verdes y blancas en la parte trasera. El auto es compartido. Somos cinco. Algunos suben, otros bajan, mientras las canciones de reguetón suenan a todo volumen y se mezclan con el sonido del exterior. Autos circulando en búsqueda de gasoil.
El viaje termina en un lugar llamado Siete de Escapada. Apenas alcanzo a preguntar qué hay para comer cuando un joven me responde: “Ropa vieja”. No es metáfora, lo sé, aunque la frase contenga un tono algo poético. La ropa vieja es un guiso y, en la cocina cubana, un símbolo. Su origen tiene dos versiones: una familia que, ante la escasez, vendió sus prendas para comprar carne, o una receta que surge de los restos de otros días.
Espero. Por 2 300 CUP (pesos cubanos, casi siete dólares al cambio en el mercado informal) llega a la mesa un plato de carne deshebrada, bañada en salsa de tomate y comino, rodeada de yuca, calabaza, zanahoria, ají pimiento y ajo. Siempre acompañado de arroz blanco. El aroma invade, mezcla de hierbas y humo.
En La Habana, los olores son un cachetazo: la gasolina caliente, el comino molido, incluso la menta que me alcanza cuando paso frente a la Bodeguita del Medio, un bar mítico donde la especialidad es el mojito: ron, menta, hielo y más ron. Adentro, una banda toca para los turistas mientras bailan salsa en un espacio mínimo. Afuera, un hombre está sentado en la puerta. Mientras enciendo un cigarrillo armado, él prende un habano que emana un humo denso, que huele a algo amargo y viejo. Me marea un poco, pero igual me río mientras hablamos de Ernest Hemingway. Su nombre aparece en un cartel colgado en la puerta, recordando que este bar era su refugio para emborracharse.

La Habana en gris y rojo
Son las 6 de la tarde y está bajando el sol.
Una mujer me detiene en la calle. Me ofrece una cajita de madera con la bandera cubana pintada en la tapa. Su precio: 1 500 CUP (casi siete dólares al cambio en el mercado informal). Un salario mensual. Sé que es caro, intento regatear pero lo hago pésimo. Ella me mira, sonríe con una amabilidad y miente: “Más adelante la verás más cara. Te estoy haciendo un buen precio. Es una oportunidad para un regalo bonito”. La compro.
La caja es bonita y tiene un truco: para abrirla hay que presionar desde dos extremos, deslizar con fuerza la parte superior y la inferior.
Camino por La Habana Vieja. Frente a mí, un edificio del siglo XIX se alza como un monumento de otro tiempo. Las fachadas, vencidas por el desgaste, llevan restos de amarillos, verdes y azules, colores que alguna vez estuvieron vivos, pero ahora no hay dinero para volver a pintar. Las grietas sobresalen en las paredes; sin embargo, en los balcones algo resiste: en todos cuelga la bandera de Cuba.
De Cuba sabía poco. Que el “Che” Guevara fue clave en su revolución. Que José Martí escribió poemas que alguna vez leí. Que vi, hace muchos años, Fresa y chocolate, un ícono del cine gay dirigida por Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea. Que algunos amigos estudiaron cine en San Antonio de los Baños.
Sabía, además, que era una isla con barreras firmes, desconectada en más de un sentido. Un lugar donde el acceso a internet se encontraba en las plazas. Un territorio donde el paso del tiempo se percibía de manera abrupta. Un universo atecnológico. Más adelante me cruzo con otra bandera negra y roja, la del Movimiento 26 de Julio. Es un símbolo de lucha, nacido en 1953, cuando derrocar a Batista no era un sueño sino un plan. Otra mujer se me acerca y observa la bandera junto a mí. Me mira y sonríe, me habla de forma amable, duda si es un gasto de energía. Hasta ahora, solo han sido hombres los que se me acercan a conversar, siempre apurados. Pero ella no. Ella espera y no me habla de la bandera ni me pregunta nada de mi vida, me cuenta y resalta lo poco que gana por mes. No tiene nada para venderme pero insiste en pedirme dinero, jabón o medicamentos.

La Habana suena a salsa y promesas
Llega la noche. En muchos lugares no hay luz.
Recorro las calles de El Vedado, envuelta en una penumbra que lo engulle todo. No hay carteles ni neones ni publicidades en 3D que parpadeen desde una esquina. Tampoco suenan esos ringtones invasivos que delatan alguna otra presencia alrededor. Solo escucho el sonido de mis pasos y, a lo lejos, el estallido de las olas que rompen en El Malecón.
Llego a la casa donde me hospedo, intento abrir la puerta de mi habitación, sé que debo girar la llave al revés pero antes de entrar me intercepta Homer, el hombre que cuida el lugar. Se me acerca con una sonrisa que parece un destello. Me dice que es una noche especial. “Si quieres empezar bien el 2025, tienes que ir a El Malecón. Habrá un concierto”.
Me cuenta que el recital es de Alexander Abreu, el líder de Havana D’ Primera. Tocará en La Piragua, una plaza abierta frente al mar, donde siempre resuena la música popular de La Habana.
Dudo si ir o no, me quedé sin dinero. Se lo comento a Homer con algo de cansancio y un poco preocupada. Él tarda menos de un minuto en ofrecerme una solución. “Te consigo un buen cambio, a 300 CUP el dólar”.
No me sorprende su rapidez. Para ese momento del día ya había empatizado con esa extraña confianza cubana que convierte cada problema en una oportunidad de mercado. Le digo que sí, que lo espero.
Me siento a fumar en la puerta. La espera me resulta más larga de lo habitual porque no puedo mirar el celular. Quince minutos que parecen una eternidad. No tengo wifi ni datos. No puedo moverme aunque Mateo no sabe cuánto tardará en conseguir el cambio. Empiezo a pensar que en Cuba todo es más largo. Los gestos se mueven al ritmo de la palabra y las promesas serán la base sobre la que iré construyendo mi día a día en este lugar.
Homer vuelve con tranquilidad. Me da una serie de bloques de billetes y me pide que le pase los dólares disimuladamente, por debajo de la mesa. “Es que la dueña de la casa también cambia, pero su cambio no es bueno; este es mejor”, me dice bajando el tono de voz. Otra vez me convencen de que estoy haciendo un buen negocio, aunque seguramente no sea cierto.
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Salgo hacia La Piragua. En el camino, compro una lata de cerveza Cristal por 290 CUP (menos de un dólar). Camino por el Malecón, mirando el mar. Hago fuerza por encontrar algo al otro lado. Pienso en el éxodo del verano del 94, cuando salían en balsas por aquí, hacia el norte, directo a Miami. Pero no hay rastros: ni madera flotando ni tierra firme en el horizonte, solo agua interminable.
La Piragua está a 20 minutos caminando desde mi hospedaje. La gente baila. Hay pocos turistas: unos hombres blancos, viejos, que caminan con mujeres afrocaribeñas mucho más jóvenes, quizá menores de edad. Ellas tienen piernas largas, vestidos cortos y ajustados, de colores naranjas, rojos y azules. También tienen las miradas perdidas. Ellos las toman de la cintura, les agarran las manos, pero ellas no sonríen.
Un cubano se me acerca y me pregunta si quiero bailar. Le digo que sí, aunque dudo de mi destreza para bailar salsa. Él sonríe. Es alto, de brazos enormes y piel suave. Me guía con paciencia, marcando cada paso. “Si te doy vuelta, arranca con esta pierna hacia atrás”, me dice.
No paro de pisarlo. Transpiramos. Nos reímos. Él está muy cerca de mi cuerpo. Se me pega, lo dejo. Le comento al oído que necesito descansar y él se queja de que la canción aún no ha terminado. Mientras su fuerza sigue dándome vueltas como un trompo, mi cuerpo siente el recorrido de la plaza entera. En mi cabeza esa última canción dura más de lo habitual y reafirmo lo que pensé: aquí el tiempo se estira.

Vuelvo a casa con las piernas cansadas, la boca seca, el cuerpo rendido. Son las 2 de la mañana y camino sola por calles que me envuelven en una sensación desconocida. Algo en la quietud de la noche me da una calma inusual. Dos jóvenes están sentados en la vereda jugando al dominó. Un viejo me quiere vender una caja de habanos. Por el precio supongo que no son originales. No se la compro. Tres mujeres bailan entre ellas. Se ríen. Escuchan una playlist de canciones que ya tienen descargadas en un celular. No piden nada. Ya saben qué sonará después.
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Todavía no sé de dónde viene esa calma. Acabo de llegar a La Habana y todo parece estar al límite de un desborde. A mi alrededor noto las ganas desesperadas de salir, de mover, de vender, de bailar, de beber. Como si tuvieran que disfrazar una tristeza y crear una armadura para camuflar el dolor. Como si no me bastara con mi crisis en Argentina, vine a La Habana a buscar (más) intensidad. Como si mis turbulencias no fueran suficientes. Como si necesitara pasar de la euforia a la melancolía. Parar en un lugar para mirar el pasado y entender cómo es posible vivir en sitios de donde queremos escapar. Entonces, me desplomo en la cama. Y esta vez parece que la oportunidad me la dan a mí.

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Este es un viaje a La Habana que muestra todos los contrastes citadinos. Entre la nostalgia de la revolución y la urgencia del presente, la gente vive al límite del desborde.
Mi viaje no empezó cuando compré el pasaje ni con las rutas delineadas en Google Maps. No comenzó al subir al avión ni con el aterrizaje a las 2 de la madrugada en el aeropuerto José Martí. Mi viaje inició al día siguiente, cuando cerré la puerta de la habitación que había alquilado. Ya tenía un paso afuera y apenas giré la llave algo me detuvo: en Cuba, para cerrar una puerta, la llave debe girar hacia la izquierda.
Es invierno. Son las 11 de la mañana de un 23 de diciembre. Temporada baja en La Habana.
Camino desde la calle Calzada, en el barrio de Vedado, hasta El Malecón. El sol me da de lleno en la cara, así que me giro. Le doy la espalda al mar y observo: a un lado, la Casa de las Américas; al otro, un cartel de ruta que anuncia, en un orden extraño: “Derecho”, “Antiimperialista”, “Hotel Nacional”, “Ameijeiras”. Lo primero que pienso: “Llegué a La Habana”. Más tarde entendería que estaba equivocada. Técnicamente estaba en La Habana, sí, pero esa frase tiene otra lógica. Los cubanos de la capital no la usan para hablar de la ciudad donde viven, sino que usan esa expresión para decir que van al centro. Me doy cuenta con los días, cuando alguien me dice, desde un barrio alejado: “Me vuelvo para La Habana” o “A la noche nos vemos en La Habana”, o cuando subo a la guagua, ese camión de transporte público, y alguien grita: “Voy para La Habana”.
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Vengo de Buenos Aires, una ciudad enorme, caótica y ruidosa, con gente extrovertida, generosa pero arrogante, que vive deprisa, que tiene ansiedad. En el mapa, está en el borde del mundo. Desde afuera nos ven lejos, como un lugar remoto, de aires europeos y un ego descomunal que se apropia de Dios —Maradona o Messi— como si con esos nombres pudiéramos ganarnos la devoción de cualquier extranjero.
Es la primera vez que visito Cuba. Hacía tiempo que no viajaba a un lugar nuevo. Por trabajo, por familia, por costumbre, pasé los últimos años viendo los mismos paisajes: Ciudad de México, Madrid, la Patagonia argentina. No me quejo; vuelvo a cada uno siempre que puedo. Pero con el tiempo apareció el deseo de ver algo desconocido.
En uno de esos viajes laborales, una amiga mexicana me lanzó una pregunta:
— ¿Y si de acá nos vamos unos días a La Habana?
— Pero La Habana está lejos, lejísimos —Respondí sin pensar.
— No desde acá, mi querida.
Miré un mapa y se me erizó la piel. Aunque ya era tarde para cambiar los planes, esa propuesta quedó dando vueltas en mi cabeza.
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Sigo caminando por El Malecón hacia el Hotel Nacional. Un hombre se cruza en mi camino con un pan en la mano. Quiere vendérmelo. Me pregunta de dónde soy, cómo está mi país. Luego, sin aviso, suelta un monólogo sobre su vida. Se llama Heriberto, tiene 75 años. Trabajó más de dos décadas para el Estado y es ingeniero agropecuario. Hoy vive en una habitación pequeña y en mal estado. Su hija se casó con un italiano y vive en Italia. Tiene nietos allá, pero no los conoce.
— ¿Los visita? —pregunto.
— Por supuesto que no —me dice con una firmeza que corta el aire.
Heriberto jamás se vendería al capitalismo. Esa es su promesa. Sabe que está enfermo, pero no importa. Morirá aquí, en la tierra a la que le entregó su vida. Lo dice firmemente, lo sentencia. Otro hombre al lado escucha e interrumpe la conversación. Mira a Heriberto y le dice: “Usted trabajó tanto y mire cómo está. ¿Está seguro de lo que dice? Olvídese de todo eso. Este es el último año de la revolución”.
Me quedo en silencio. Estamos a días de que llegué el 2025 y la palabra revolución suena poco.
Llego a la puerta del Hotel Nacional y cruzo rápido el hall de entrada. Los turistas van y vienen, la mayoría no se hospeda allí. Adentro, todo parece suspendido en otro siglo. Tomo el ascensor hasta el último piso para ver La Habana completa. Los pasillos son viejos y elegantes, con una alfombra roja y luces blancas, me recuerda a El resplandor de Stanley Kubrick: silencioso y tan perfecto que asusta.
Abajo, en la recepción, los pilones de madera —donde antes guardaban las llaves de las habitaciones— aún sobreviven. Frente al mostrador, un hombre blanco con acento inglés se registra junto a una mujer mucho más joven de un español caribeño. Nadie los mira directamente. Nadie, salvo yo.
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¿Cuándo comienza un viaje? ¿Por dónde empezar a contar una experiencia que cambió y transformó mi mirada hacia esa parte tan poco conocida del planeta?”, escribe Liliana Villanueva en Viento del Este. Un diario de viaje que reúne las experiencias de la autora en un país completamente nuevo, con una narrativa que entrelaza reflexiones personales y observaciones minuciosas. Villanueva explora no solo un territorio desconocido, sino también los lazos familiares y las distintas formas de comprender un lugar fascinante.
La Habana, ese olor a ron y gasolina
Son las 2 de la tarde y la temperatura sube. Se supone que es invierno, pero hacen unos 25 grados a la sombra. Las turistas sudamos. Los locales llevan pantalón largo, camiseta de mangas largas. Todo el cuerpo cubierto.
Me mareo y me dejo caer en el cordón de una vereda.
Levanto la vista. Busco entre mis anotaciones un lugar donde comer. Quiero llegar a La Habana Vieja, pero antes necesito un vehículo que me lleve. Camino unos metros y noto una fila interminable de autos esperando combustible. Decenas de clásicos americanos de los años cincuenta desfilan frente a mí, uno detrás de otro: Chevrolet, Ford, Cadillac, Oldsmobile y Buick. Los llaman almendrones, de colores vivos, rosas y rojos. Un espectáculo vintage convertido en transporte para el turismo, mezclado con Ladas y Moskvich soviéticos, mis favoritos. Son más pequeños y un poco más sobrios, verdes y azules.
Paro un Lada con mi mano, adentro hay un collage verde agua, con dados verdes y negros colgando del espejo y dos filas de asientos verdes y blancas en la parte trasera. El auto es compartido. Somos cinco. Algunos suben, otros bajan, mientras las canciones de reguetón suenan a todo volumen y se mezclan con el sonido del exterior. Autos circulando en búsqueda de gasoil.
El viaje termina en un lugar llamado Siete de Escapada. Apenas alcanzo a preguntar qué hay para comer cuando un joven me responde: “Ropa vieja”. No es metáfora, lo sé, aunque la frase contenga un tono algo poético. La ropa vieja es un guiso y, en la cocina cubana, un símbolo. Su origen tiene dos versiones: una familia que, ante la escasez, vendió sus prendas para comprar carne, o una receta que surge de los restos de otros días.
Espero. Por 2 300 CUP (pesos cubanos, casi siete dólares al cambio en el mercado informal) llega a la mesa un plato de carne deshebrada, bañada en salsa de tomate y comino, rodeada de yuca, calabaza, zanahoria, ají pimiento y ajo. Siempre acompañado de arroz blanco. El aroma invade, mezcla de hierbas y humo.
En La Habana, los olores son un cachetazo: la gasolina caliente, el comino molido, incluso la menta que me alcanza cuando paso frente a la Bodeguita del Medio, un bar mítico donde la especialidad es el mojito: ron, menta, hielo y más ron. Adentro, una banda toca para los turistas mientras bailan salsa en un espacio mínimo. Afuera, un hombre está sentado en la puerta. Mientras enciendo un cigarrillo armado, él prende un habano que emana un humo denso, que huele a algo amargo y viejo. Me marea un poco, pero igual me río mientras hablamos de Ernest Hemingway. Su nombre aparece en un cartel colgado en la puerta, recordando que este bar era su refugio para emborracharse.

La Habana en gris y rojo
Son las 6 de la tarde y está bajando el sol.
Una mujer me detiene en la calle. Me ofrece una cajita de madera con la bandera cubana pintada en la tapa. Su precio: 1 500 CUP (casi siete dólares al cambio en el mercado informal). Un salario mensual. Sé que es caro, intento regatear pero lo hago pésimo. Ella me mira, sonríe con una amabilidad y miente: “Más adelante la verás más cara. Te estoy haciendo un buen precio. Es una oportunidad para un regalo bonito”. La compro.
La caja es bonita y tiene un truco: para abrirla hay que presionar desde dos extremos, deslizar con fuerza la parte superior y la inferior.
Camino por La Habana Vieja. Frente a mí, un edificio del siglo XIX se alza como un monumento de otro tiempo. Las fachadas, vencidas por el desgaste, llevan restos de amarillos, verdes y azules, colores que alguna vez estuvieron vivos, pero ahora no hay dinero para volver a pintar. Las grietas sobresalen en las paredes; sin embargo, en los balcones algo resiste: en todos cuelga la bandera de Cuba.
De Cuba sabía poco. Que el “Che” Guevara fue clave en su revolución. Que José Martí escribió poemas que alguna vez leí. Que vi, hace muchos años, Fresa y chocolate, un ícono del cine gay dirigida por Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea. Que algunos amigos estudiaron cine en San Antonio de los Baños.
Sabía, además, que era una isla con barreras firmes, desconectada en más de un sentido. Un lugar donde el acceso a internet se encontraba en las plazas. Un territorio donde el paso del tiempo se percibía de manera abrupta. Un universo atecnológico. Más adelante me cruzo con otra bandera negra y roja, la del Movimiento 26 de Julio. Es un símbolo de lucha, nacido en 1953, cuando derrocar a Batista no era un sueño sino un plan. Otra mujer se me acerca y observa la bandera junto a mí. Me mira y sonríe, me habla de forma amable, duda si es un gasto de energía. Hasta ahora, solo han sido hombres los que se me acercan a conversar, siempre apurados. Pero ella no. Ella espera y no me habla de la bandera ni me pregunta nada de mi vida, me cuenta y resalta lo poco que gana por mes. No tiene nada para venderme pero insiste en pedirme dinero, jabón o medicamentos.

La Habana suena a salsa y promesas
Llega la noche. En muchos lugares no hay luz.
Recorro las calles de El Vedado, envuelta en una penumbra que lo engulle todo. No hay carteles ni neones ni publicidades en 3D que parpadeen desde una esquina. Tampoco suenan esos ringtones invasivos que delatan alguna otra presencia alrededor. Solo escucho el sonido de mis pasos y, a lo lejos, el estallido de las olas que rompen en El Malecón.
Llego a la casa donde me hospedo, intento abrir la puerta de mi habitación, sé que debo girar la llave al revés pero antes de entrar me intercepta Homer, el hombre que cuida el lugar. Se me acerca con una sonrisa que parece un destello. Me dice que es una noche especial. “Si quieres empezar bien el 2025, tienes que ir a El Malecón. Habrá un concierto”.
Me cuenta que el recital es de Alexander Abreu, el líder de Havana D’ Primera. Tocará en La Piragua, una plaza abierta frente al mar, donde siempre resuena la música popular de La Habana.
Dudo si ir o no, me quedé sin dinero. Se lo comento a Homer con algo de cansancio y un poco preocupada. Él tarda menos de un minuto en ofrecerme una solución. “Te consigo un buen cambio, a 300 CUP el dólar”.
No me sorprende su rapidez. Para ese momento del día ya había empatizado con esa extraña confianza cubana que convierte cada problema en una oportunidad de mercado. Le digo que sí, que lo espero.
Me siento a fumar en la puerta. La espera me resulta más larga de lo habitual porque no puedo mirar el celular. Quince minutos que parecen una eternidad. No tengo wifi ni datos. No puedo moverme aunque Mateo no sabe cuánto tardará en conseguir el cambio. Empiezo a pensar que en Cuba todo es más largo. Los gestos se mueven al ritmo de la palabra y las promesas serán la base sobre la que iré construyendo mi día a día en este lugar.
Homer vuelve con tranquilidad. Me da una serie de bloques de billetes y me pide que le pase los dólares disimuladamente, por debajo de la mesa. “Es que la dueña de la casa también cambia, pero su cambio no es bueno; este es mejor”, me dice bajando el tono de voz. Otra vez me convencen de que estoy haciendo un buen negocio, aunque seguramente no sea cierto.
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Salgo hacia La Piragua. En el camino, compro una lata de cerveza Cristal por 290 CUP (menos de un dólar). Camino por el Malecón, mirando el mar. Hago fuerza por encontrar algo al otro lado. Pienso en el éxodo del verano del 94, cuando salían en balsas por aquí, hacia el norte, directo a Miami. Pero no hay rastros: ni madera flotando ni tierra firme en el horizonte, solo agua interminable.
La Piragua está a 20 minutos caminando desde mi hospedaje. La gente baila. Hay pocos turistas: unos hombres blancos, viejos, que caminan con mujeres afrocaribeñas mucho más jóvenes, quizá menores de edad. Ellas tienen piernas largas, vestidos cortos y ajustados, de colores naranjas, rojos y azules. También tienen las miradas perdidas. Ellos las toman de la cintura, les agarran las manos, pero ellas no sonríen.
Un cubano se me acerca y me pregunta si quiero bailar. Le digo que sí, aunque dudo de mi destreza para bailar salsa. Él sonríe. Es alto, de brazos enormes y piel suave. Me guía con paciencia, marcando cada paso. “Si te doy vuelta, arranca con esta pierna hacia atrás”, me dice.
No paro de pisarlo. Transpiramos. Nos reímos. Él está muy cerca de mi cuerpo. Se me pega, lo dejo. Le comento al oído que necesito descansar y él se queja de que la canción aún no ha terminado. Mientras su fuerza sigue dándome vueltas como un trompo, mi cuerpo siente el recorrido de la plaza entera. En mi cabeza esa última canción dura más de lo habitual y reafirmo lo que pensé: aquí el tiempo se estira.

Vuelvo a casa con las piernas cansadas, la boca seca, el cuerpo rendido. Son las 2 de la mañana y camino sola por calles que me envuelven en una sensación desconocida. Algo en la quietud de la noche me da una calma inusual. Dos jóvenes están sentados en la vereda jugando al dominó. Un viejo me quiere vender una caja de habanos. Por el precio supongo que no son originales. No se la compro. Tres mujeres bailan entre ellas. Se ríen. Escuchan una playlist de canciones que ya tienen descargadas en un celular. No piden nada. Ya saben qué sonará después.
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Todavía no sé de dónde viene esa calma. Acabo de llegar a La Habana y todo parece estar al límite de un desborde. A mi alrededor noto las ganas desesperadas de salir, de mover, de vender, de bailar, de beber. Como si tuvieran que disfrazar una tristeza y crear una armadura para camuflar el dolor. Como si no me bastara con mi crisis en Argentina, vine a La Habana a buscar (más) intensidad. Como si mis turbulencias no fueran suficientes. Como si necesitara pasar de la euforia a la melancolía. Parar en un lugar para mirar el pasado y entender cómo es posible vivir en sitios de donde queremos escapar. Entonces, me desplomo en la cama. Y esta vez parece que la oportunidad me la dan a mí.

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En el malecón, la escultura Tenaza de 6 metros de altura, fue creada por el estudio mexicano Tezontle para la XIII Bienal de La Habana en 2019. Entre monumento abstracto y ruina histórica se compone de unos 10 metros cúbicos de escombros de edificios colapsados en La Habana Vieja. Junto a la escalera, un grabado dice: “Nada cabe más no sobra nada”. Foto: Estrella Herrera.
Mi viaje no empezó cuando compré el pasaje ni con las rutas delineadas en Google Maps. No comenzó al subir al avión ni con el aterrizaje a las 2 de la madrugada en el aeropuerto José Martí. Mi viaje inició al día siguiente, cuando cerré la puerta de la habitación que había alquilado. Ya tenía un paso afuera y apenas giré la llave algo me detuvo: en Cuba, para cerrar una puerta, la llave debe girar hacia la izquierda.
Es invierno. Son las 11 de la mañana de un 23 de diciembre. Temporada baja en La Habana.
Camino desde la calle Calzada, en el barrio de Vedado, hasta El Malecón. El sol me da de lleno en la cara, así que me giro. Le doy la espalda al mar y observo: a un lado, la Casa de las Américas; al otro, un cartel de ruta que anuncia, en un orden extraño: “Derecho”, “Antiimperialista”, “Hotel Nacional”, “Ameijeiras”. Lo primero que pienso: “Llegué a La Habana”. Más tarde entendería que estaba equivocada. Técnicamente estaba en La Habana, sí, pero esa frase tiene otra lógica. Los cubanos de la capital no la usan para hablar de la ciudad donde viven, sino que usan esa expresión para decir que van al centro. Me doy cuenta con los días, cuando alguien me dice, desde un barrio alejado: “Me vuelvo para La Habana” o “A la noche nos vemos en La Habana”, o cuando subo a la guagua, ese camión de transporte público, y alguien grita: “Voy para La Habana”.
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Vengo de Buenos Aires, una ciudad enorme, caótica y ruidosa, con gente extrovertida, generosa pero arrogante, que vive deprisa, que tiene ansiedad. En el mapa, está en el borde del mundo. Desde afuera nos ven lejos, como un lugar remoto, de aires europeos y un ego descomunal que se apropia de Dios —Maradona o Messi— como si con esos nombres pudiéramos ganarnos la devoción de cualquier extranjero.
Es la primera vez que visito Cuba. Hacía tiempo que no viajaba a un lugar nuevo. Por trabajo, por familia, por costumbre, pasé los últimos años viendo los mismos paisajes: Ciudad de México, Madrid, la Patagonia argentina. No me quejo; vuelvo a cada uno siempre que puedo. Pero con el tiempo apareció el deseo de ver algo desconocido.
En uno de esos viajes laborales, una amiga mexicana me lanzó una pregunta:
— ¿Y si de acá nos vamos unos días a La Habana?
— Pero La Habana está lejos, lejísimos —Respondí sin pensar.
— No desde acá, mi querida.
Miré un mapa y se me erizó la piel. Aunque ya era tarde para cambiar los planes, esa propuesta quedó dando vueltas en mi cabeza.
Te recomendamos leer: Salir de Cuba por primera vez y aterrizar en el mundo
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Sigo caminando por El Malecón hacia el Hotel Nacional. Un hombre se cruza en mi camino con un pan en la mano. Quiere vendérmelo. Me pregunta de dónde soy, cómo está mi país. Luego, sin aviso, suelta un monólogo sobre su vida. Se llama Heriberto, tiene 75 años. Trabajó más de dos décadas para el Estado y es ingeniero agropecuario. Hoy vive en una habitación pequeña y en mal estado. Su hija se casó con un italiano y vive en Italia. Tiene nietos allá, pero no los conoce.
— ¿Los visita? —pregunto.
— Por supuesto que no —me dice con una firmeza que corta el aire.
Heriberto jamás se vendería al capitalismo. Esa es su promesa. Sabe que está enfermo, pero no importa. Morirá aquí, en la tierra a la que le entregó su vida. Lo dice firmemente, lo sentencia. Otro hombre al lado escucha e interrumpe la conversación. Mira a Heriberto y le dice: “Usted trabajó tanto y mire cómo está. ¿Está seguro de lo que dice? Olvídese de todo eso. Este es el último año de la revolución”.
Me quedo en silencio. Estamos a días de que llegué el 2025 y la palabra revolución suena poco.
Llego a la puerta del Hotel Nacional y cruzo rápido el hall de entrada. Los turistas van y vienen, la mayoría no se hospeda allí. Adentro, todo parece suspendido en otro siglo. Tomo el ascensor hasta el último piso para ver La Habana completa. Los pasillos son viejos y elegantes, con una alfombra roja y luces blancas, me recuerda a El resplandor de Stanley Kubrick: silencioso y tan perfecto que asusta.
Abajo, en la recepción, los pilones de madera —donde antes guardaban las llaves de las habitaciones— aún sobreviven. Frente al mostrador, un hombre blanco con acento inglés se registra junto a una mujer mucho más joven de un español caribeño. Nadie los mira directamente. Nadie, salvo yo.
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¿Cuándo comienza un viaje? ¿Por dónde empezar a contar una experiencia que cambió y transformó mi mirada hacia esa parte tan poco conocida del planeta?”, escribe Liliana Villanueva en Viento del Este. Un diario de viaje que reúne las experiencias de la autora en un país completamente nuevo, con una narrativa que entrelaza reflexiones personales y observaciones minuciosas. Villanueva explora no solo un territorio desconocido, sino también los lazos familiares y las distintas formas de comprender un lugar fascinante.
La Habana, ese olor a ron y gasolina
Son las 2 de la tarde y la temperatura sube. Se supone que es invierno, pero hacen unos 25 grados a la sombra. Las turistas sudamos. Los locales llevan pantalón largo, camiseta de mangas largas. Todo el cuerpo cubierto.
Me mareo y me dejo caer en el cordón de una vereda.
Levanto la vista. Busco entre mis anotaciones un lugar donde comer. Quiero llegar a La Habana Vieja, pero antes necesito un vehículo que me lleve. Camino unos metros y noto una fila interminable de autos esperando combustible. Decenas de clásicos americanos de los años cincuenta desfilan frente a mí, uno detrás de otro: Chevrolet, Ford, Cadillac, Oldsmobile y Buick. Los llaman almendrones, de colores vivos, rosas y rojos. Un espectáculo vintage convertido en transporte para el turismo, mezclado con Ladas y Moskvich soviéticos, mis favoritos. Son más pequeños y un poco más sobrios, verdes y azules.
Paro un Lada con mi mano, adentro hay un collage verde agua, con dados verdes y negros colgando del espejo y dos filas de asientos verdes y blancas en la parte trasera. El auto es compartido. Somos cinco. Algunos suben, otros bajan, mientras las canciones de reguetón suenan a todo volumen y se mezclan con el sonido del exterior. Autos circulando en búsqueda de gasoil.
El viaje termina en un lugar llamado Siete de Escapada. Apenas alcanzo a preguntar qué hay para comer cuando un joven me responde: “Ropa vieja”. No es metáfora, lo sé, aunque la frase contenga un tono algo poético. La ropa vieja es un guiso y, en la cocina cubana, un símbolo. Su origen tiene dos versiones: una familia que, ante la escasez, vendió sus prendas para comprar carne, o una receta que surge de los restos de otros días.
Espero. Por 2 300 CUP (pesos cubanos, casi siete dólares al cambio en el mercado informal) llega a la mesa un plato de carne deshebrada, bañada en salsa de tomate y comino, rodeada de yuca, calabaza, zanahoria, ají pimiento y ajo. Siempre acompañado de arroz blanco. El aroma invade, mezcla de hierbas y humo.
En La Habana, los olores son un cachetazo: la gasolina caliente, el comino molido, incluso la menta que me alcanza cuando paso frente a la Bodeguita del Medio, un bar mítico donde la especialidad es el mojito: ron, menta, hielo y más ron. Adentro, una banda toca para los turistas mientras bailan salsa en un espacio mínimo. Afuera, un hombre está sentado en la puerta. Mientras enciendo un cigarrillo armado, él prende un habano que emana un humo denso, que huele a algo amargo y viejo. Me marea un poco, pero igual me río mientras hablamos de Ernest Hemingway. Su nombre aparece en un cartel colgado en la puerta, recordando que este bar era su refugio para emborracharse.

La Habana en gris y rojo
Son las 6 de la tarde y está bajando el sol.
Una mujer me detiene en la calle. Me ofrece una cajita de madera con la bandera cubana pintada en la tapa. Su precio: 1 500 CUP (casi siete dólares al cambio en el mercado informal). Un salario mensual. Sé que es caro, intento regatear pero lo hago pésimo. Ella me mira, sonríe con una amabilidad y miente: “Más adelante la verás más cara. Te estoy haciendo un buen precio. Es una oportunidad para un regalo bonito”. La compro.
La caja es bonita y tiene un truco: para abrirla hay que presionar desde dos extremos, deslizar con fuerza la parte superior y la inferior.
Camino por La Habana Vieja. Frente a mí, un edificio del siglo XIX se alza como un monumento de otro tiempo. Las fachadas, vencidas por el desgaste, llevan restos de amarillos, verdes y azules, colores que alguna vez estuvieron vivos, pero ahora no hay dinero para volver a pintar. Las grietas sobresalen en las paredes; sin embargo, en los balcones algo resiste: en todos cuelga la bandera de Cuba.
De Cuba sabía poco. Que el “Che” Guevara fue clave en su revolución. Que José Martí escribió poemas que alguna vez leí. Que vi, hace muchos años, Fresa y chocolate, un ícono del cine gay dirigida por Juan Carlos Tabío y Tomás Gutiérrez Alea. Que algunos amigos estudiaron cine en San Antonio de los Baños.
Sabía, además, que era una isla con barreras firmes, desconectada en más de un sentido. Un lugar donde el acceso a internet se encontraba en las plazas. Un territorio donde el paso del tiempo se percibía de manera abrupta. Un universo atecnológico. Más adelante me cruzo con otra bandera negra y roja, la del Movimiento 26 de Julio. Es un símbolo de lucha, nacido en 1953, cuando derrocar a Batista no era un sueño sino un plan. Otra mujer se me acerca y observa la bandera junto a mí. Me mira y sonríe, me habla de forma amable, duda si es un gasto de energía. Hasta ahora, solo han sido hombres los que se me acercan a conversar, siempre apurados. Pero ella no. Ella espera y no me habla de la bandera ni me pregunta nada de mi vida, me cuenta y resalta lo poco que gana por mes. No tiene nada para venderme pero insiste en pedirme dinero, jabón o medicamentos.

La Habana suena a salsa y promesas
Llega la noche. En muchos lugares no hay luz.
Recorro las calles de El Vedado, envuelta en una penumbra que lo engulle todo. No hay carteles ni neones ni publicidades en 3D que parpadeen desde una esquina. Tampoco suenan esos ringtones invasivos que delatan alguna otra presencia alrededor. Solo escucho el sonido de mis pasos y, a lo lejos, el estallido de las olas que rompen en El Malecón.
Llego a la casa donde me hospedo, intento abrir la puerta de mi habitación, sé que debo girar la llave al revés pero antes de entrar me intercepta Homer, el hombre que cuida el lugar. Se me acerca con una sonrisa que parece un destello. Me dice que es una noche especial. “Si quieres empezar bien el 2025, tienes que ir a El Malecón. Habrá un concierto”.
Me cuenta que el recital es de Alexander Abreu, el líder de Havana D’ Primera. Tocará en La Piragua, una plaza abierta frente al mar, donde siempre resuena la música popular de La Habana.
Dudo si ir o no, me quedé sin dinero. Se lo comento a Homer con algo de cansancio y un poco preocupada. Él tarda menos de un minuto en ofrecerme una solución. “Te consigo un buen cambio, a 300 CUP el dólar”.
No me sorprende su rapidez. Para ese momento del día ya había empatizado con esa extraña confianza cubana que convierte cada problema en una oportunidad de mercado. Le digo que sí, que lo espero.
Me siento a fumar en la puerta. La espera me resulta más larga de lo habitual porque no puedo mirar el celular. Quince minutos que parecen una eternidad. No tengo wifi ni datos. No puedo moverme aunque Mateo no sabe cuánto tardará en conseguir el cambio. Empiezo a pensar que en Cuba todo es más largo. Los gestos se mueven al ritmo de la palabra y las promesas serán la base sobre la que iré construyendo mi día a día en este lugar.
Homer vuelve con tranquilidad. Me da una serie de bloques de billetes y me pide que le pase los dólares disimuladamente, por debajo de la mesa. “Es que la dueña de la casa también cambia, pero su cambio no es bueno; este es mejor”, me dice bajando el tono de voz. Otra vez me convencen de que estoy haciendo un buen negocio, aunque seguramente no sea cierto.
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Salgo hacia La Piragua. En el camino, compro una lata de cerveza Cristal por 290 CUP (menos de un dólar). Camino por el Malecón, mirando el mar. Hago fuerza por encontrar algo al otro lado. Pienso en el éxodo del verano del 94, cuando salían en balsas por aquí, hacia el norte, directo a Miami. Pero no hay rastros: ni madera flotando ni tierra firme en el horizonte, solo agua interminable.
La Piragua está a 20 minutos caminando desde mi hospedaje. La gente baila. Hay pocos turistas: unos hombres blancos, viejos, que caminan con mujeres afrocaribeñas mucho más jóvenes, quizá menores de edad. Ellas tienen piernas largas, vestidos cortos y ajustados, de colores naranjas, rojos y azules. También tienen las miradas perdidas. Ellos las toman de la cintura, les agarran las manos, pero ellas no sonríen.
Un cubano se me acerca y me pregunta si quiero bailar. Le digo que sí, aunque dudo de mi destreza para bailar salsa. Él sonríe. Es alto, de brazos enormes y piel suave. Me guía con paciencia, marcando cada paso. “Si te doy vuelta, arranca con esta pierna hacia atrás”, me dice.
No paro de pisarlo. Transpiramos. Nos reímos. Él está muy cerca de mi cuerpo. Se me pega, lo dejo. Le comento al oído que necesito descansar y él se queja de que la canción aún no ha terminado. Mientras su fuerza sigue dándome vueltas como un trompo, mi cuerpo siente el recorrido de la plaza entera. En mi cabeza esa última canción dura más de lo habitual y reafirmo lo que pensé: aquí el tiempo se estira.

Vuelvo a casa con las piernas cansadas, la boca seca, el cuerpo rendido. Son las 2 de la mañana y camino sola por calles que me envuelven en una sensación desconocida. Algo en la quietud de la noche me da una calma inusual. Dos jóvenes están sentados en la vereda jugando al dominó. Un viejo me quiere vender una caja de habanos. Por el precio supongo que no son originales. No se la compro. Tres mujeres bailan entre ellas. Se ríen. Escuchan una playlist de canciones que ya tienen descargadas en un celular. No piden nada. Ya saben qué sonará después.
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Todavía no sé de dónde viene esa calma. Acabo de llegar a La Habana y todo parece estar al límite de un desborde. A mi alrededor noto las ganas desesperadas de salir, de mover, de vender, de bailar, de beber. Como si tuvieran que disfrazar una tristeza y crear una armadura para camuflar el dolor. Como si no me bastara con mi crisis en Argentina, vine a La Habana a buscar (más) intensidad. Como si mis turbulencias no fueran suficientes. Como si necesitara pasar de la euforia a la melancolía. Parar en un lugar para mirar el pasado y entender cómo es posible vivir en sitios de donde queremos escapar. Entonces, me desplomo en la cama. Y esta vez parece que la oportunidad me la dan a mí.

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