Estos días transcurren entre ambulancias, salas de urgencias y cuartos de hospital. Son las notas que escribió una periodista durante las últimas semanas de vida de su padre, internado por neumonía y complicaciones del párkinson en su fase terminal. Las notas dieron forma a esta crónica que, por un lado, es un relato personal de lo que implica despedirse de quien te dio la vida y, por otro, una serie de observaciones sobre el estado del sistema de salud pública en México.
Suben a un enfermo a piso y se vacía el espacio. Hay cincuenta pacientes alrededor que atraviesan distintos niveles de emergencia. Quienes no tienen cama esperan, uno detrás de otro, en pasillos con provisionales sillas de ruedas. Veo a una mujer que le sostiene la cabeza a otra, tan débil que no puede hacerlo sola; ella espera, creo, su quimioterapia. Así pasan las horas en la sala de urgencias de un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). La espera por otro paracetamol, por una charola de comida, por un estudio que hoy no pueden hacer porque es fin de semana, por una enfermera malencarada que no ofrece más explicaciones que un violento “¡Espere afuera!” para el familiar que se ha acercado a preguntar sobre un diagnóstico o por el doctor de turno que está harto de que le pregunten lo mismo: “¿A qué hora nos dan informes?”.
De todas formas, a este joven médico no le alcanza el tiempo para responder, porque entra una camilla de la Cruz Roja y, pocos minutos después, otra más que sale de una ambulancia del IMSS. Cada tanto llegan nuevas tragedias que nos distraen de la propia. Una y otra y otra víctima más: de infarto, de atropello, de intoxicación, de fractura, de golpiza o de abandono social. Así que, sin responder, en medio de ese ajetreo, el doctor de turno se da la vuelta para atender los nuevos ingresos. Prepara el suero, el oxígeno, toma muestras de sangre, pide ayuda para subir a los pacientes a la cama angosta y maltrecha en la que los pondrá, también, a esperar, cubiertos por una cobija que de tanto uso tiene transparencias y de su logo queda prácticamente nada. Será la cama diez o la doce o la trece. No importa.
A una sala de urgencias como esta, del Hospital General Regional de Cuernavaca, Morelos, llegan, según se vea, quienes tienen la suerte de estar registrados ante el sistema de seguridad social mexicano o simplemente quienes no pueden pagar un seguro privado o dejar una tarjeta sin fondos para ingresar a un hospital reluciente, con sucursal de Starbucks, que cobra por cada bocanada de aire en sus prístinas instalaciones y cuya cuenta incluye decenas de páginas, con las pantuflas que resultaron no ser de cortesía y el cepillo de dientes, con branding, que tampoco lo fue. En esta clínica del IMSS se aguardan noticias sobre un familiar al borde de la muerte o no, en una silla metálica o en el piso de una sala repleta de gente sola, porque nada más se permite la entrada de un único familiar por paciente. Entre el cansancio y la tristeza, varios optan por acostarse en el suelo a descansar un rato. Luego de largas horas pensé hacer lo mismo, pero me ganó el miedo a caer en un sueño profundo y perderme el tan anticipado informe colectivo.
En medio de esta angustia comunitaria, se ven las horas pasar; luego un día, una noche, con la cabeza a reventar y una sensación de soledad profunda; horas y más horas sin saber nada más que mi padre sigue amarillo y al borde de la inconciencia por lo mucho que le cuesta respirar, y cuyo nivel de oxigenación no levanta. Eso lo sé porque ya me colé un par de veces a lo largo de la noche, infringiendo las reglas, para echarle un vistazo en esa sala donde la luz de interrogatorio no se apaga nunca. Por mi cabeza pasan todas las tormentas, pero, por más angustiada que parezca, durante horas no escucharé otra cosa que una invitación a seguir esperando: “afuera”. Hay momentos de llanto y temblor en las piernas, en los que se busca un poco de privacidad que aquí no existe. También hay minutos en los que llega un poco de alivio, pues mi papá logró murmurar dos palabras más o menos congruentes. “Parece más despierto”, pienso.
En una sala de urgencias no deberían existir los fines de semana, pero existen. Desafortunadamente, a mis 37 años ya tengo experiencia en esto, y llegar a este lugar en sábado, domingo o día feriado es un pésimo augurio. Aquí las emergencias, aun las de vida o muerte, están sujetas al infortunio del asueto. Todo se mueve cien veces más lento, los mejores doctores no están, el técnico de laparoscopía tampoco y no hay cómo hacer estudios determinantes para cualquier diagnóstico. En nuestro caso, esperábamos un cultivo que nos confirmara qué bacteria le provocó a mi papá una infección respiratoria contra la que llevaba semanas luchando y que, lejos de ceder, se había convertido en neumonía.
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Mi padre llegó al IMSS en estado crítico el 15 de abril de 2023, el día de su cumpleaños número 74. Aun con el oxígeno a alta potencia, apenas podía respirar. Además, su cuerpo, debilitado por más de diez años de párkinson, había perdido ya no solo gran parte de su movilidad, sino de la capacidad de tragar y, por lo tanto, de comer con normalidad, así que no tenía fuerzas para defenderse de nada. El ajetreo de una sala de urgencias no permite descanso, y para un paciente como él, con alucinaciones, aquello es tortura. Con los ojos a medio abrir, gira la cabeza, desorientado con tanto movimiento a su alrededor. No puede abrirlos del todo y tampoco cerrarlos, mucho menos dormir. Los enfermeros y doctoras necesitan esa luz blanca tan agresiva porque permite percibir a simple vista, por ejemplo, el amarillo horroroso de la piel de mi padre por la baja oxigenación que tiene. Te digo:
—Estoy aquí contigo, pa. Ten calma. Vas a estar bien.
No contestas, pero seguro escuchas.
Las lágrimas se me quedan en el cubrebocas.
—¡Familiar, le dije que no puede estar aquí! ¡Espere afuera! —grita una enfermera.
—Papá, voy a tener que irme, pero, por favor, ya no te quites la máscara de oxígeno. ¡No me hagas esto!
Entre otras cosas, mi padre padece demencia, derivada de ese párkinson tan avanzado, y buena parte de su desorientación, las alucinaciones y ese impulso de arrancarse lo que le estorba, que en situaciones como esta tiene tintes suicidas, podrían calmarse con relativa facilidad, pero en veinticuatro horas no le han dado, ni me han dejado darle, uno solo de sus medicamentos. A pesar de que lo traigo todo, con recetas y horarios apuntados. De nada sirve, dicen, si el doctor de turno no los autoriza y deja las instrucciones por escrito. Pero la larguísima lista de medicamentos y su respectiva autorización ya la teníamos, luego de una larga entrevista a mi hermano, con quien alterno guardia, pero luego vino el cambio de turno y hubo que empezar de cero.
—Ya escuchaste. Sin autorización no te puedo dar la medicina. Yo sé que estás envuelto en desvaríos, y yo contigo. Yo contigo, papá.
Estando aquí la vida lo pone a uno en su lugar. La propia tragedia, por más grande, no está ni cerca de ser ni la más grave ni la más urgente. Muchas van primero. Los médicos y las enfermeras hacen lo que pueden con lo que tienen, entre un mar de enfermos al que se enfrentan con escasez de medicamentos, de camas, de sueldos dignos, de reconocimiento por su labor. Lo entiendo y quiero respetar las reglas, pero he estado varias veces en situaciones similares y he aprendido que aquí las cosas avanzan en la medida en que uno persiste, vigila y asoma un poco la cara por donde no debe para presentarse con doctores y enfermeros, una o dos veces y en cada cambio de turno, para pedirles que no se olviden de uno ni de su paciente. Así que logro guardar la calma, pero luego vuelvo a colarme para insistir en que me dejen darte las medicinas. Empujo la puerta que no debo empujar y entro.
En tu monitor, donde solía encontrar tu reporte de oxigenación, me topo con un signo de interrogación azul, no sé si era enorme, pero así lo vi aun desde lejos. No había registro de tu respiración. “Ya se fue —pensé—. Ya se fue”. Me acerqué a tu cama. Tenías la boca abierta y sin mascarilla, la mirada perdida. A primera vista no noté que respiraras. Luego vi que más bien te habías quitado el oxímetro del dedo y que te habían cambiado la mascarilla por un catéter nasal pegado con cinta, que no vi a la distancia. Aproveché los pocos segundos que sabía que tendría, antes del regaño de los enfermeros, para acomodarte el oxímetro. En el monitor reapareció el número que confirmó que seguíamos en la batalla. Volví a salir, ahora sí corriendo porque ya me miraban feo. Aunque la situación no había mejorado en lo absoluto, aquello supo a victoria.
Salí del edificio para despejarme un poco y me encontré con un par de personas que llegaron a la sala de espera de afuera, la de lona, para regalar tortas envueltas en servilleta y botellas de agua. Vienen dos veces por mes, me cuentan. Gestos de solidaridad entre humanos. Gracias, hay que decirlo. Gracias. Semanas atrás, en abierta preparación para esto, que sabía que venía, leía Fruto, de Daniela Rea, que a través de muchas voces reitera una idea central: cuidar nos hace humanos. Todos estamos vivos porque alguien alguna vez nos cuidó. Tú ya lo hiciste por mí, así que no voy a ninguna parte. Este es mi lugar, papá.
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Cincuenta por ciento de los elevadores de la clínica no sirven. Algunos lo dicen con claridad: “Fuera de servicio”; otros, más engañosos, no. Hay uno que, parece, tuvieron que abrir por la fuerza recientemente. La máquina que usaron para separar las puertas dejó marcas parecidas a las de las manos de Hulk. Quizá había alguien atrapado adentro, pero alcanzó a ser liberado, suerte con la que no corrió una chiquita de seis años que murió aplastada en otro elevador del IMSS, en Playa del Carmen, unos meses después. Tener que subir ahora varios pisos sin morir en el intento implica, en parte, una buena noticia. Dejamos por fin la sala de urgencias y vamos rumbo al piso 7, cama 702. Siempre hago este trayecto con angustia. Entro a un elevador que parece saludable, junto a otras cinco o seis personas, pico el botón y comienza a subir, haciendo paradas en todos los números. Para cuando llegamos al séptimo piso, ya estoy sola. Las puertas intentan abrirse sin lograrlo, se escucha al mecanismo forcejear sin éxito y luego ya no más. Parálisis. El bip en el oído. La ansiedad me respira en la nunca, pero ya sé calmarme. Presiono el 8, el elevador sube y ahí sí abre. Salgo y bajo por las escaleras a la planta inferior. Otra victoria.
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El 19 de enero de 2023, el IMSS cumplió ochenta años y se mantiene como la institución de seguridad social más grande de América Latina. Tiene un padrón que reporta 21 996 875 puestos de trabajo registrados que sumando pensionados y dependientes, alcanzó 71 millones de afiliados en 2021. Además, el gobierno de López Obrador le ha impuesto un nuevo y titánico objetivo: universalizar la cobertura de salud para toda la población a través del IMSS-Bienestar. Esta nueva institución híbrida tendrá que hacerse cargo de los servicios de salud en los estados que se adhieran a él y aunque esto no es propiamente un reto presupuestal porque, por ley, no se pueden transferir recursos del IMSS ordinario a este programa, sí es un enorme reto operativo que no se discutió o planeó lo suficiente.
En ese contexto, el IMSS enfrenta un sobrecupo permanente y al alza —además de escasez de recursos— por una razón estructural: su modelo de financiamiento. David Kaplan, economista senior de la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo, lo ha estudiado a profundidad y sus datos son contundentes. “En 1997, había 527 883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para 2018, había 2 169 529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno”, escribió. La tendencia muestra que, debido al envejecimiento poblacional, el número de pensionados crece y el de trabajadores aportando cuotas disminuye. Las aportaciones de estos trabajadores asegurados se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Esto significa que los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que para los trabajadores activos, sobre todo los jóvenes. En estas condiciones, hay cada vez menos recursos por usuario y eso ha provocado que las camas, médicos, insumos, medicamentos, enfermeros y consultas, estén muy lejos de ser suficientes.
Actualmente prevalecen las enfermedades crónicas de alto costo, como el cáncer o los problemas cardiovasculares, que en muchos casos se tratan de por vida. Según una investigación de la periodista Dulce Soto, durante 2021 solo seis enfermedades crónico-degenerativas costaron 100 031 millones de pesos al IMSS; “si ese gasto se mantuviera, en cuatro años consumiría las reservas de la institución que, en 2022, sumaron 401 mil millones de pesos”. Que el IMSS es insostenible bajo este modelo, no es un secreto, pero hasta el momento ningún gobierno ha planteado una estrategia viable para rescatarlo de la quiebra.
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La nueva habitación se comparte con otros cinco enfermos, solo cinco. Aquí hay mucho silencio y las luces sobre cada cama pueden apagarse con toda libertad. Junto a cada paciente debe haber un familiar las veinticuatro horas y la atención en el IMSS recae en buena medida en que esta regla se cumpla. Los familiares asisten a médicos y enfermeros para reportar emergencias, administrar medicamentos y comida, con previa autorización, y a llevar a los pacientes al baño. A mí me toca más bien ayudar a cambiar pañales, porque hace tiempo que perdiste la fuerza para levantarte. Mi hermano, mi madre —que pesar de que se separaron muchos años antes, nos acompañó en este proceso— y yo, hacemos turnos de ocho horas para que nunca estés solo y, con la poca energía que tienes, algún gesto, nos haces saber que lo agradeces.
Los desórdenes neurológicos son la principal causa de discapacidad en el mundo y, entre ellos, el párkinson es el que está creciendo más rápidamente, aún más que el alzhéimer. De 1990 a 2015, la prevalencia, la discapacidad y las muertes vinculadas al párkinson se duplicaron. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva, y que padecen más de 8.5 millones de personas en el mundo. Al ser una afección que se da principalmente, aunque no exclusivamente, en adultos mayores, el envejecimiento poblacional la está dotando de un crecimiento exponencial, de potencial pandémico. En un texto de la Davis Phinney Foundation, “The parkinson pandemic: a call to action”, Ray Dorsey y Bastiaan Bloem proyectaron que para 2040 habrá 14.2 millones de personas con párkinson en el mundo, el doble que en 2015. Aclararon, además, que usaron los números de forma muy conservadora y que las cifras reales pueden ser mucho mayores. Según Conacyt en México hay más de 230 000 pacientes diagnosticados y más de cuarenta mil en busca de atención médica, diagnóstico y tratamiento. En países en vías de desarrollo, es una enfermedad que en muchos casos no llega a diagnosticarse, mucho menos a tratarse, por falta de recursos o información.
El párkinson se genera en el tallo cerebral, donde se alojan las neuronas que producen dopamina. Comienza por un déficit o pérdida progresiva de esas neuronas y, sin la dopamina, el neurotransmisor responsable del movimiento, se pierde el control sobre la movilidad. Es una enfermedad que suele asociarse con el temblor de las extremidades, pero entre 30% y 40% de los pacientes no presentan este, sino otros síntomas motores, como rigidez en algunas partes del cuerpo, que llega a ser muy dolorosa; lentitud de movimientos, inestabilidad postural y pérdida de la expresión facial. Además, hay muchos otros síntomas no motores: depresión, demencia, trastornos del sueño y la memoria, exceso de salivación, problemas del habla, síntomas digestivos como el estreñimiento, o sensoriales, como la pérdida del olfato.
Mi padre los tenía todos desde hace años y, si bien pudimos llevar parte de su tratamiento con médicos privados, la mayoría sucedió en hospitales del IMSS, donde fuimos testigos de lo poco preparado que está el sistema de salud pública para atender a pacientes como él. La falta de recursos, la saturación de los servicios, el desabasto de medicamentos, el bajo número de especialistas y la poca información que hay sobre esta afección hacen que los hospitales públicos, en resumen, hagan lo mejor que pueden con lo que tienen.
El párkinson es una enfermedad, larga, compleja y cara, que se debe tratar no solo desde el frente neurológico, sino psiquiátrico y psicológico; además, requiere fisioterapia constante, alimentación especial y terapia cognitiva. Pero darle seguimiento a todo esto desde el sistema de salud pública es prácticamente imposible, empezando porque conseguir una cita con un neurólogo implica entrar en una lista de espera de seis meses. Ya si uno insiste, da dos o tres vueltas para preguntar si se abrió algún hueco, o, como le sugirieron a mi hermano —pasándole por encima a la ética—, “llevas una botellita de whisky como regalo a los doctores para que te tengan un poco más presente”; en ese mar de solicitudes, tal vez uno logre reducir la espera a dos o tres meses. Con las citas para hacer estudios es la misma historia. Por poner un ejemplo ilustrativo, una ocasión, mi hermano solicitó para mi papá una resonancia magnética. La espera era de dos o tres meses. Pero algún médico le sugirió internarlo una noche, como si fuera urgencia, para no esperar tanto. Así lo hizo, pero el estudio no funcionó, porque no consiguieron que mi papá mantuviera la cabeza quieta. La única alternativa era hacerlo con sedantes, pero para esa modalidad del procedimiento, la espera era de ocho meses, así que se tuvo que hacer en hospital privado.
Escribo esto considerando y agradeciendo la suerte de estar en la capital del país, donde se concentra la mayor cantidad de hospitales y especialistas, pero, aun así, tratar dentro del sistema público una enfermedad crónica y progresiva, o simplemente larga, implica asumir que será difícil darle seguimiento oportuno. Hay grandes especialistas, pero están muy lejos de ser suficientes, y el sistema entero pone incontables trabas burocráticas para avanzar a tiempo. Hay tanto que se anota en hojas de papel muy perdedizas, expedientes, radiografías y trámites que se extravían o expiran y que te devuelven al fondo de la larguísima fila.
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Andrea Martínez es una neuróloga y neurocirujana que atendió a mi papá. Estudió siete años de Medicina; un año de Cirugía General; cinco de Neurocirugía, y, finalmente, uno más de alta especialidad en Neurocirugía Funcional, para el tratamiento de párkinson y epilepsia, entre otras enfermedades. Ahora trabaja en el Centro Médico Nacional La Raza, en la Ciudad de México, al que entra a trabajar a las siete de la mañana. Da un promedio de veinte consultas, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, y hace entre diez y quince cirugías al mes. No son más porque no hay suficientes quirófanos. Además, debe atender pacientes que vienen de otras áreas del hospital, de “interconsulta”. Por todo esto recibe un sueldo de quince mil pesos a la quincena, eso si no llega tarde ni un solo día, porque ese monto incluye ya un bono de puntualidad por tres mil.
El día de esta entrevista, a finales de agosto, Andrea, quien, por cierto, solo tiene 33 años, recibió a una bebé de ocho meses con sangrado en el cerebelo y pidió una resonancia magnética para analizar lo que creía un tumor. Se la dieron para el 12 de diciembre. A cuatro meses de distancia. Entonces, tuvo que hablar con jefes de distintas áreas para explicar el caso y, luego de mucho insistir, logró conseguirle una cita para la semana siguiente. “Es una lucha diaria por encontrar huecos en el sistema para tratar de ofrecer una mejor atención, y un sentimiento de impotencia y frustración continuo por un sistema totalmente rebasado con el que ya no podemos, ni pacientes, ni familiares, ni nosotros, como médicos”, se desahoga.
Dice que el tomógrafo ha llegado a pasar dos semanas descompuesto y que, en todo México, solo el área infantil del hospital de La Raza, tiene equipo de endoscopia, una de las muchas razones por las que llegan niños de todo el país. La Raza atiende a nueve millones de mexicanos al año. Cuenta también que ha habido semanas en las que no hay contornos, telas de algodón que se usan para contener sangrados. Una vez, tuvo que hacerlos ella misma a partir de algodón estéril y ya con un paciente esperándola en el quirófano. Fue hasta que tuvieron que suspender cirugías que los compraron. Me dio otro dato: en todo el sistema hospitalario del IMSS, a nivel nacional, solo el Centro Médico Nacional Siglo XXI tiene equipo de radiocirugía y radioterapia, claves para su especialidad. Son personas como Andrea las que sostienen a ese monstruo que es el sistema de salud pública en este país.
“Nuestros compañeros médicos no le piden nada a cirujanos, clínicos e investigadores de otros países. El médico mexicano, con todas las trabas que tiene el sistema, resuelve con una cuchara si es lo único que tiene a la mano, y hace lo mismo o más que médicos de primer mundo que lo tienen todo. El problema es la corrupción y que los recursos siguen quedándose en los bolsillos equivocados —denuncia—. Con frecuencia aparecen videos en los que se ve a personal del IMSS tratando mal a los pacientes, y no lo justifico, pero hay que pensar cómo es el día a día de esas personas. A lo mejor era un dispensador de farmacia que llevaba un mes lidiando con pacientes enojados por un medicamento que no hay”.
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Uno de los síntomas más terribles del párkinson, en su fase terminal, es perder la capacidad de tragar y toser, lo que implica el riesgo de ahogarse en cada intento por comer y la anemia consecuente por lo poco que los pacientes logran deglutir de manera exitosa y con mucho esfuerzo. Los suplementos alimenticios nunca son suficientes. A eso hay que sumar que, ante una enfermedad respiratoria, como la de mi papá, perder esas dos funciones significa que no hay forma de expulsar las flemas, así que se acumulan dónde pueden, formando nuevas infecciones.
Intentar que comas implica el riesgo de una broncoaspiración, y en tu estado, papá, ese riesgo es muy alto, así que luego de dos días de mantenerte con puro suero, una sonda nasogástrica es la única ruta para alimentarte. El procedimiento es molesto, pero no hay de otra. Tenemos que ayudarle a tu cuerpo. Tenemos también que seguir trabajando la paciencia, pues resulta que no hay registro del cultivo de muestra faríngea que te hicieron en urgencias. Los resultados se perdieron en la mudanza de piso —o algo así dijeron—, entonces hay esperar a que te lo hagan de nuevo y luego esperar otro tanto por los resultados para saber por fin cuál es la bacteria que nos tiene aquí y qué antibiótico necesitamos para matarla.
Las horas en este lugar son eternas, en especial en las noches, cuando baja el movimiento de médicos y enfermeros. Mientras duermes, escribo mucho, y buena parte de esas notas están en este texto. También me las ingenio para caminar bastante, de ida y vuelta por un muy largo pasillo que no olvidaré nunca. Le tomé varias fotos, le hice incluso un video. Parece sacado de una escena de Stanley Kubrick. A mí me parece tremendamente sombrío, pero quizás los enfermeros, sentados contra la pared en butacas de escuela, con paletas para escribir, le tienen cierto cariño, porque ahí disfrutan de algunos momentos de paz, cuchicheando unos con otros o perdiéndose en el celular, como el humano promedio de nuestra era. Son muy jóvenes, pienso, y esta es su vida todos los días. Qué agradecida estoy de que estén aquí.
Alrededor de las diez de la noche, los médicos hacen un último recorrido, cama por cama. Aparece una doctora que ya había visto antes, rodeada de un pequeño grupo de practicantes que no le quitan la mirada de encima.
La doctora se acerca, revisa tu expediente.
—Buenos noches, don Alejandro. ¿Cómo está?
—Está muy débil, se la pasa dormido —respondo por ti.
—¿Por qué está tan delgado? Acompáñame un momento afuera.
Salgo. Pálida.
—Tengo que ser muy honesta: aunque tu papá lograra vencer la neumonía, su salud está demasiado deteriorada y la probabilidad de recaída o de contraer otras infecciones es muy alta, así que vamos a transferirlo a una zona de aislamiento. Tienes que saber que va a ser muy difícil que se recupere del todo. ¿Ya pensaste si vas a querer que lo intuben?
—No. Tendría que consultarlo con mi familia.
—Piénsenlo bien, porque van a hacerlo sufrir mucho.
—¿Qué harías tú, si fuera tu padre? —pregunto con miedo a la respuesta.
—Lo dejaría descansar.
Cuando uno escucha eso, les cierra la puerta en la cara a las palabras; luego no queda otra que irlas dejando pasar, una a una, aunque se paralice el alma.
La ansiedad se disparó y fuerte. Supe que tenía que salir a respirar y bajar por las escaleras, porque no iba a tolerar entrar al elevador. Corrí hasta abajo y me acosté en el pasto seco, junto a la zona de espera de la lona blanca. Casi no había nadie a mi alrededor.
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Desperté con la sensación de no haber dormido en lo absoluto. Tomé el celular para encontrar un mensaje de mi hermano con otra mala noticia: “Mi papá se arrancó la sonda gástrica y se lastimó por dentro. No saben si van a poder ponerle otra”. Me costó muchísimo reunir fuerzas para salir de la cama. Cuánta tristeza. Rabia. No pude evitar llegar a la habitación a preguntarte a gritos:
—¿Por qué hiciste eso?, ¿por qué te haces daño?, ¿qué no ves que estamos aquí haciendo de todo para que te recuperes? ¡Tienes que poner de tu parte!
Desviaste la mirada como si no me escucharas.
—No lo regañes, está sufriendo —dijo mi mamá. Me contó también que durante todo su turno estuviste quejándote, muy bajito pero constante, y luego más fuerte. Raro, porque a pesar de todo lo que has pasado, tú nunca te quejas. Imagino tu garganta desgarrada. Como no puedes explicarles a los enfermeros qué te duele, intento hacerlo yo, pero me dicen que no pueden darte nada para el dolor sin que lo autorice la doctora.
—¡Pero es que lleva horas sufriendo!
Tras el cambio de turno y luego de mucho insistir, a las diez de la noche, un enfermero, en secreto, me dejó darte un paracetamol que, por suerte, traía en la bolsa. Me ayudó a molerlo para dártelo disuelto en agua.
Al día siguiente, mi mamá pasó por lo mismo. Horas de verte apretar los puños de dolor y quejarte sin parar, hasta que una enfermera, de nuevo a escondidas y pidiéndole no decir nada, aceptó darte otra dosis de paracetamol, esta vez intravenoso, que es mucho más eficiente y te dejó en paz por muchas horas. Le dijo, sin embargo, que era el último que tenían y que nos recomendaba conseguir más afuera, porque seguro que nos harían falta.
En un hospital del IMSS es común que pidan, por ejemplo, traer pañales, gasas o toallitas de bebé para los pacientes que lo requieren, ya que no siempre tienen suficientes; además, las familias suelen cargar con el medicamento para condiciones preexistentes, que cada enfermo toma de manera habitual. Por otro lado, el personal no debe pedirles a los familiares comprar medicinas o insumos necesarios para tratar el padecimiento o emergencia que los trajo aquí y, sin embargo, sucede. La razón: escasez. Hay mucho allá afuera que podría ayudar a los pacientes, que no existe aquí y, con frecuencia, enfermeros y médicos, sugieren comprar tal o cual cosa.
En la farmacia de enfrente ya no había. La dependiente me explicó que, justo por la escasez de su vecino, no lograban abastecer la demanda. Me ayudó a llamar a otras farmacias de la cadena para ver si tenían. Consiguió que me apartaran dos cajas en una farmacia y cuatro en otra, así que hice el recorrido para comprarlas. Otra victoria. Seis dosis de un gramo de paracetamol intravenoso. Volví muy contenta con las cajitas en una bolsa de plástico. Luego entendí que aquel triunfo ayuda al paciente, pero perjudica al sistema.
“Que tú compres medicinas afuera genera un incentivo negativo, porque el sistema no registra que no hay o cuál es la demanda real. Además, se han descubierto muchos casos de farmacias que venden insumos robados de hospitales. Si los seguimos comprando, nadie se queja”, me explicará después Andrés Castañeda Prado, quien es médico, maestro en Gestión de Políticas de la Salud y en Economía del Comportamiento. Además, es coordinador de las causas de Salud y Bienestar en Nosotrxs, organización que impulsó el proyecto Cero Desabasto, un colectivo que reúne a pacientes, familiares, médicos, académicos, organizaciones y autoridades para lograr el acceso efectivo a medicamentos e insumos con el fin de garantizar el derecho a la salud. A través de su portal, cualquier persona puede reportar los medicamentos que no consigue, y las bases de datos que se han generado han sido muy importantes para visibilizar el problema. “Que el presidente diga en la mañanera que habrá gratuidad para todos, no significa que eso va a pasar automáticamente. Hay que invertir. El presupuesto de salud lleva congelado más de doce años y la reestructura que ha planteado este gobierno no se está haciendo con participación de los ciudadanos o de los profesionales de la salud, sino a través de una serie de imposiciones no negociadas, desplantes, arbitrariedades, que hacen que las cosas salgan mal”, denuncia.
Cuando le pregunto qué tan preparado está el sistema de salud para enfrentar la creciente crisis de enfermedades neurodegenerativas, responde: “Culturalmente, asumimos que el adulto mayor ya dio lo que tenía que dar. Si se le olvidan las cosas o no puede caminar, es porque así son, hay que cuidar que no se caigan y ya. No se ve por su independencia y su autonomía. Y no, el sistema de salud no está preparado para acompañarlos en estas enfermedades crónicas, degenerativas o de largo plazo. En realidad, el sistema y el modelo de atención están diseñados e incentivados para lo contrario, para despachar rápido y, de ser posible, no volver a ver al paciente”. Andrés ha dedicado textos y apariciones en medios a insistir en que, si como sociedad civil no exigimos y defendemos nuestro derecho a la salud, nadie lo hará por nosotros.
Pero qué lejos estamos de tomar conciencia de esto, si, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, a la pregunta de “¿No tiene afiliación ni acceso a servicios médicos?”, más de 31 millones afirmaron no tener derecho a la asistencia sanitaria. Esto significa que alrededor de uno de cada cuatro habitantes no sabe que tiene derecho a solicitar atención médica en las instituciones públicas de salud. Mientras tanto, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, el gasto promedio en salud de los hogares creció más de 30% en los dos primeros años de este gobierno. Incrementó también el gasto catastrófico, cuando una familia tiene que desembolsar más de 30% de su ingreso porque alguno de sus integrantes se enfermó. Se llama “catastrófico” porque lo es y hace que la gente caiga en la línea de pobreza. A nivel nacional, según datos de Coneval, estos casos estuvieron cerca de duplicarse en el mismo lapso, al pasar de 2.1% de los hogares en 2018, a 3.9% en 2020. El incremento de prevalencia de gastos catastróficos fue también mayor en los hogares encabezados por mujeres y aquellos con adultos mayores.
Es difícil saber cuánto de esto se debe a la pandemia, pero el desabasto adicional que provocaron los cambios en el sistema de compras de medicamentos a nivel nacional, bajo el argumento del presidente de combatir la corrupción, y el desorden estructural que provocó la desaparición del Seguro Popular en 2019 para crear el Instituto de Salud para el Bienestar y, tras su fracaso, el IMSS-Bienestar, también están entre las causas.
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Mi turno de guardia por esos días era de seis de la tarde a dos de la mañana. Tenía tiempo de dormir horas razonables, comer algo y trabajar hasta las cinco en una casa que me prestaron unos grandes amigos en Cuernavaca. Luego de varias jornadas con la misma rutina, adopté la tradición de llevarle a mi mamá algo de tomar, que compraba en un Oxxo cercano, y lo tomábamos juntas, sentadas en un escalón afuera del hospital, antes de despedirnos. Se había vuelto un momento lindo, en el que ella me resumía los sucesos de su turno y cualquier noticia o indicación nueva que hubieran dado los médicos. Luego hablábamos un poco de cualquier cosa, la acompañaba a un taxi para que volviera a la casa y yo entraba al hospital. Una de esas ocasiones, la guardia de la entrada, que yo no había visto antes, no me dejó pasar con mi mochila, donde guardaba una botella grande de agua, una sudadera, una manzana, unas Sabritas, mi libreta y una mica llena de papeles con recetas, horarios y aspectos clave de un historial médico pesado.
—El reglamento no permite mochilas.
—Pero llevo muchos días aquí, metiéndola sin problemas.
—Tienes que traer todo en una bolsa transparente.
—¿Y dónde la consigo?
—Afuera hay un puesto que las vende, pero ahorita ya cerró.
—Señorita, mi papá está grave y ya lleva un rato solo. Déjeme pasar, por favor.
—Tú eres hermana del güero, ¿no? El que viene de madrugada.
—Sí. Viene para relevarme.
—No está permitido entrar ni salir antes de las seis de la mañana. No sé por qué insisten.
—Nos autorizaron hacerlo así, por la demencia de mi padre. Es muy desgastante pasar la noche completa con él, así que la dividimos en dos.
—El guardia de la madrugada no debería permitirlo. Si quieres pasar, deja aquí afuera tu mochila —dijo y señaló un librero maltrecho con dos o tres mochilas, detenidas por su peligrosidad.
Asumí que no habría manera de entrar con todo lo que necesitaba en las manos, así que salí en busca de una bolsa de plástico en la que pudiera guardarlo todo. En el Oxxo no había nada lo suficientemente grande y resistente. Entré a un local de mariscos, aproveché para comer algo y le pedí a la mesera que me regalara una bolsa de basura. Era enorme y de plástico muy grueso. Así que, como Santa Claus, con un saco enorme, pero sin regalos colgando al hombro, entré al hospital los muchos días que siguieron.
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Llagas. Son lesiones de la piel y sus membranas mucosas. También se les conoce como úlceras por presión, en realidad ese es el nombre correcto, y se desarrollan cuando se bloquea el suministro de sangre a un área del cuerpo en la que hay una presión excesiva y prolongada, que mata la piel, generando heridas que permanecen abiertas como un cráter. Son heridas que aparecen sobre todo en las caderas, las nalgas, los talones, los codos, los hombros y la parte posterior de la cabeza de las personas que pasan mucho tiempo postradas en una cama o una silla de ruedas. Mi papá tenía muchas y, a veces, ante la emergencia de la infección respiratoria, nos olvidábamos de ellas. Teníamos que asegurarnos de cambiarlo de postura cada dos horas, pero yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo sola, por lo que tenía que esperar a que alguno de los camilleros viniera ayudarme. Dentro del IMSS hay un Servicio de Manejo de Heridas, al que hay pedir apoyo para tratar casos como este. Un día me tocó estar presente en la curación: una llaga se veía como un cráter, en su talón derecho, una herida redonda, más grande que una moneda de veinte pesos, profunda y supurante, rodeada de un borde blando y grisáceo de piel muerta en expansión. Cada que tenía que verla, sentía que el estómago se me caía al piso. Cómo duele verte en este estado, papá. Y qué poco sabemos del cuerpo, de la piel que habitamos, hasta que todo empieza a fallar.
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Una vez que fue posible hacerte el cultivo que tanto esperamos, y que supimos el nombre de la maldita bacteria que causó la infección respiratoria, Klebsiella pneumonia, la doctora Angélica Aguilar nos anunció que el medicamento que te habían recetado en las semanas previas a la internación no era el indicado para combatirla. Por eso no mejorabas, por eso derivó en neumonía y henos aquí. La buena noticia es que, luego de dos días con el medicamento indicado, se te ve bastante mejor. El oxímetro reporta casi siempre más de noventa, aunque estás lejos de estar listo para respirar solo. Sigues dependiendo de oxígeno permanente, más nebulizaciones y aspiraciones dos o tres veces por día. Las aspiraciones son procedimientos bastante agresivos, en los que con una sonda que meten por la garganta, conectada a una máquina de succión, sacan flemas en cantidades y tonalidades que son difíciles de asimilar. Él se resiste, forcejea. Con lo lastimado que está por dentro, aquello debe doler muchísimo. Me cuesta trabajo entender cómo es que tu cuerpecito esquelético logra seguir adelante, pero si tú no te rindes, yo tampoco, papá.
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La habitación de aislamiento se siente, por un lado, como un tremendo privilegio, porque es amplia y tiene baño propio, pero los enfermeros aparecen mucho menos, entran con reservas y no se nos acercan mucho, conscientes de que la bacteria que tienes es muy agresiva. Entiendo que tengan miedo, especialmente después de la pandemia. Tanto ellos como yo tenemos que entrar siempre con una bata especial que se cuelga de nuevo junto a la puerta antes de salir. Varias veces me olvidé de hacerlo y me regañaron. La doctora Angélica había decidido no ponerte de nuevo la sonda gástrica, y a partir de ese día empezaron a traerte, tres veces al día, charolas con tres o cuatro vasos de unicel cubiertos con plástico. Cada uno con una papilla distinta. Una olía a arroz con leche; otra, verdosa, a chayote, y una más parecía ser de zanahoria. Teníamos que intentar que comieras lo más posible, poco a poco y con una jeringa que llenábamos por la mitad antes de ponértela en la boca y esperar con mucha paciencia a que la tragaras. Al principio, luego de dos o tres pruebas, ya no podías más; unos días después, empezabas a pedir más y más. Tenías hambre.
—Estás muy bonita.
—Gracias, pa. Tú no estás en tu mejor momento, pero igual eres lindo.
Sonreíste.
—Pon música.
—OK. ¿Qué quieres que te ponga?
No necesito esperar la respuesta. Sé de sobra lo que te gusta. Tomo el celular y pongo play: “Poetry in motion”, de Johnny Tillotson, y luego Creedence, The Doors, The Beatles y Cat Stevens. Con la poquita energía que tenías, movías tus manitas y sonreías con los ojos, murmurando palabras y ritmos que están taladrados en mi memoria.
¿Quién soy? Soy las canciones que tú y mi mamá ponían en casa.
¿Quién soy? Soy el vacío que dejarás cuando te vayas.
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Luego de no sé cuántos días de hospital, te dieron de alta, no porque estuvieras bien, sino porque ya no ibas a estarlo. Podíamos continuar con tu tratamiento afuera, donde corrías menos riesgos y tu ánimo mejoraría. La doctora Angélica, muy joven y extraordinaria geriatra con un especial interés por el párkinson, abrió un espacio en su apretado turno en el hospital para hablar con nosotros antes de irnos, e hizo mucho énfasis en que teníamos que estar los tres. Nos dijo que, aun si la infección continuaba a la baja, tu esperanza de vida era muy poca, y que nos concentráramos en ofrecerte cuidados paliativos, para que sufrieras lo menos posible. Nos dio tips para hacerte los días más llevaderos y dejar de luchar contra lo inevitable.
Ya no podíamos regresarte a la casa de retiro en Morelos donde habías decidido vivir desde hacía seis años, porque no tenían el nivel de atención médica que necesitabas ahora, y queríamos tenerte lo más cerca posible, en la Ciudad de México. Aunque, por la gravedad del asunto, tampoco podíamos atenderte en nuestro departamento. La doctora nos dio algunas sugerencias de lugares donde podrían recibirte para continuar el tratamiento; preguntando entre conocidos, y con ayuda de una tía, encontramos una casa de cuidados especializados en Coyoacán, donde te asignaron a Marco, un enfermero de dulzura desbordada, con quien nos encariñamos. Compramos todo lo necesario para instalarte, con toda la ilusión de que, venciendo la infección, tendríamos más tiempo para disfrutarte. Alguien de nosotros estuvo ahí contigo cada día, llenando expedientes, entregando medicamentos, acariciándote la cabeza.
Pero una semana después, Marco nos llamó desesperado, pidiendo que una ambulancia fuera por ti. Mi mamá se fue contigo, y mi hermano y yo llegamos directo al hospital. Estábamos de regreso en una sala de urgencias, ahora del Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque de nuevo no podías respirar. El cuadro había empeorado.
No volví a escucharte hablar ni a ver tus ojos abiertos. A partir de entonces solo sabía que me escuchabas porque me apretabas la mano a modo de respuesta. Ahí, otro médico nos recomendó, una vez más, que no recurriéramos a la intubación, porque la fragilidad de tu cuerpo no iba resistir el procedimiento, y estuvimos de acuerdo en no hacerlo. Entrar en cuidados paliativos significa, en parte, dejar de luchar. Aceptar que la vida se apaga.
—Estuve muy enojada contigo, pero ya no lo estoy. Perdóname por el tiempo que no estuve a tu lado.
Apretón de mano.
—Somos tan parecidos y, aun así, ni tú ni yo supimos nunca cómo hablarnos. De todas formas, siempre estuviste ahí. Gracias por tu generosidad enorme, por todo lo que construiste para nosotros, por enseñarme a ser fuerte desde niña, por exigirme buenas calificaciones y por todas las noches que me llevaste a dormir cargando en los hombros. Gracias por mis mejores memorias.
Apretón de mano.
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El doctor dijo que podías irte en cualquier momento, y a partir de entonces fue inevitable preguntarnos a quién le tocaría el turno negro de verte partir. ¿Y si me toca a mí? Me puse a investigar qué pasa en el cuerpo cuando se está a punto de morir, y encontré que las personas en agonía tienen cierto control sobre el momento en el que se dejan ir. Algunos esperan un perdón o a que estén todos sus hijos juntos, reunidos junto a la cama. ¿Qué elegiría yo en esa circunstancia?
Una tarde coincidí con mi hermano, entre turnos, en el Sanborns de la plaza de enfrente. Él, que es el optimista, que luchó como nadie y asumió la mayoría de los gastos, trámites y angustias para que a mi papá no le faltara nada, estaba desmoronándose. Me dijo que le explotaba la cabeza, que esa mañana, mientras cruzaba la calle, le vino un mareo que le nubló la vista y volvió todo negro.
—Siento que se va a morir hoy en la noche —dijo.
—¿Y preferirías estar con él o no en ese momento?
—No. Yo no quiero estar.
—OK. Entonces, si quieres, yo me quedo en la noche.
Así lo hicimos, pero no ocurrió.
A la mañana siguiente, tu mano parecía haber recobrado una firmeza que un día antes ya no sentía cuando jugaba con sus dedos. El doctor nos dijo que le costaba creer que siguieras aquí y nos pidió que pensáramos si había algún pendiente que pudiera tenerte intranquilo. Le preguntamos si era posible estar un momento los cuatro juntos, sabiendo que iba contra las reglas del hospital. Nos concedió el permiso en un papel firmado y acordamos usarlo esa noche.
Hay un momento en la vida en el que comenzamos a quedarnos huérfanos, y ahí estábamos mi hermano y yo, junto a mi madre, ayudándote a morir. De nada me sirvió ser una mujer adulta. En ese momento todos somos niños.
Nos paramos los tres alrededor de tu cama y te acariciamos con todo el amor posible. Te dijimos que podías irte, en paz, que nos habías hecho fuertes y que íbamos a estar bien.
La muerte, que es despedida, paradójicamente, tiene ese poder de unir.
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Al día siguiente, desperté en el departamento de mi hermano pesando dos toneladas. Fui a desayunar a un local cercano, unas enchiladas que sabían a ceniza. “Estoy agotada. Ya no puedo más”, le escribí un mensaje a mis amigas. Mi hermano, que había vuelto a su modo heroico, me llamó para decirme que volviera a casa porque me había conseguido una cita con una tanatóloga, que me iba a atender por Zoom, así que volví. Cuando estaba a punto de conectarme, él recibió una llamada de mi mamá. Papá, ya te habías ido.
Hablé un poco con ella antes de salir. Mamá lloraba desconsolada porque te había dejado solo para ir a recibir a un sacerdote a la entrada del hospital. Sabía que, si no bajaba, no lo iban a dejar pasar, y para ella era muy importante que recibieras los santos óleos. De cualquier forma, los guardias le hicieron perder media hora porque, por más que explicaron la situación, les negaban el acceso si querían volver a entrar juntos. Para los católicos, que una persona muera sin recibir los santos óleos es cosa grave, así que el sacerdote, que había venido a este hospital varias veces con la misma misión, estaba tan desesperado como mi madre. Al final, los dejaron pasar, pero ya era demasiado tarde. Yo creo que tú elegiste ese momento, a solas, para irte.
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Notas desde un hospital del IMSS. Ilustración de Tania Nieto.
Estos días transcurren entre ambulancias, salas de urgencias y cuartos de hospital. Son las notas que escribió una periodista durante las últimas semanas de vida de su padre, internado por neumonía y complicaciones del párkinson en su fase terminal. Las notas dieron forma a esta crónica que, por un lado, es un relato personal de lo que implica despedirse de quien te dio la vida y, por otro, una serie de observaciones sobre el estado del sistema de salud pública en México.
Suben a un enfermo a piso y se vacía el espacio. Hay cincuenta pacientes alrededor que atraviesan distintos niveles de emergencia. Quienes no tienen cama esperan, uno detrás de otro, en pasillos con provisionales sillas de ruedas. Veo a una mujer que le sostiene la cabeza a otra, tan débil que no puede hacerlo sola; ella espera, creo, su quimioterapia. Así pasan las horas en la sala de urgencias de un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). La espera por otro paracetamol, por una charola de comida, por un estudio que hoy no pueden hacer porque es fin de semana, por una enfermera malencarada que no ofrece más explicaciones que un violento “¡Espere afuera!” para el familiar que se ha acercado a preguntar sobre un diagnóstico o por el doctor de turno que está harto de que le pregunten lo mismo: “¿A qué hora nos dan informes?”.
De todas formas, a este joven médico no le alcanza el tiempo para responder, porque entra una camilla de la Cruz Roja y, pocos minutos después, otra más que sale de una ambulancia del IMSS. Cada tanto llegan nuevas tragedias que nos distraen de la propia. Una y otra y otra víctima más: de infarto, de atropello, de intoxicación, de fractura, de golpiza o de abandono social. Así que, sin responder, en medio de ese ajetreo, el doctor de turno se da la vuelta para atender los nuevos ingresos. Prepara el suero, el oxígeno, toma muestras de sangre, pide ayuda para subir a los pacientes a la cama angosta y maltrecha en la que los pondrá, también, a esperar, cubiertos por una cobija que de tanto uso tiene transparencias y de su logo queda prácticamente nada. Será la cama diez o la doce o la trece. No importa.
A una sala de urgencias como esta, del Hospital General Regional de Cuernavaca, Morelos, llegan, según se vea, quienes tienen la suerte de estar registrados ante el sistema de seguridad social mexicano o simplemente quienes no pueden pagar un seguro privado o dejar una tarjeta sin fondos para ingresar a un hospital reluciente, con sucursal de Starbucks, que cobra por cada bocanada de aire en sus prístinas instalaciones y cuya cuenta incluye decenas de páginas, con las pantuflas que resultaron no ser de cortesía y el cepillo de dientes, con branding, que tampoco lo fue. En esta clínica del IMSS se aguardan noticias sobre un familiar al borde de la muerte o no, en una silla metálica o en el piso de una sala repleta de gente sola, porque nada más se permite la entrada de un único familiar por paciente. Entre el cansancio y la tristeza, varios optan por acostarse en el suelo a descansar un rato. Luego de largas horas pensé hacer lo mismo, pero me ganó el miedo a caer en un sueño profundo y perderme el tan anticipado informe colectivo.
En medio de esta angustia comunitaria, se ven las horas pasar; luego un día, una noche, con la cabeza a reventar y una sensación de soledad profunda; horas y más horas sin saber nada más que mi padre sigue amarillo y al borde de la inconciencia por lo mucho que le cuesta respirar, y cuyo nivel de oxigenación no levanta. Eso lo sé porque ya me colé un par de veces a lo largo de la noche, infringiendo las reglas, para echarle un vistazo en esa sala donde la luz de interrogatorio no se apaga nunca. Por mi cabeza pasan todas las tormentas, pero, por más angustiada que parezca, durante horas no escucharé otra cosa que una invitación a seguir esperando: “afuera”. Hay momentos de llanto y temblor en las piernas, en los que se busca un poco de privacidad que aquí no existe. También hay minutos en los que llega un poco de alivio, pues mi papá logró murmurar dos palabras más o menos congruentes. “Parece más despierto”, pienso.
En una sala de urgencias no deberían existir los fines de semana, pero existen. Desafortunadamente, a mis 37 años ya tengo experiencia en esto, y llegar a este lugar en sábado, domingo o día feriado es un pésimo augurio. Aquí las emergencias, aun las de vida o muerte, están sujetas al infortunio del asueto. Todo se mueve cien veces más lento, los mejores doctores no están, el técnico de laparoscopía tampoco y no hay cómo hacer estudios determinantes para cualquier diagnóstico. En nuestro caso, esperábamos un cultivo que nos confirmara qué bacteria le provocó a mi papá una infección respiratoria contra la que llevaba semanas luchando y que, lejos de ceder, se había convertido en neumonía.
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Mi padre llegó al IMSS en estado crítico el 15 de abril de 2023, el día de su cumpleaños número 74. Aun con el oxígeno a alta potencia, apenas podía respirar. Además, su cuerpo, debilitado por más de diez años de párkinson, había perdido ya no solo gran parte de su movilidad, sino de la capacidad de tragar y, por lo tanto, de comer con normalidad, así que no tenía fuerzas para defenderse de nada. El ajetreo de una sala de urgencias no permite descanso, y para un paciente como él, con alucinaciones, aquello es tortura. Con los ojos a medio abrir, gira la cabeza, desorientado con tanto movimiento a su alrededor. No puede abrirlos del todo y tampoco cerrarlos, mucho menos dormir. Los enfermeros y doctoras necesitan esa luz blanca tan agresiva porque permite percibir a simple vista, por ejemplo, el amarillo horroroso de la piel de mi padre por la baja oxigenación que tiene. Te digo:
—Estoy aquí contigo, pa. Ten calma. Vas a estar bien.
No contestas, pero seguro escuchas.
Las lágrimas se me quedan en el cubrebocas.
—¡Familiar, le dije que no puede estar aquí! ¡Espere afuera! —grita una enfermera.
—Papá, voy a tener que irme, pero, por favor, ya no te quites la máscara de oxígeno. ¡No me hagas esto!
Entre otras cosas, mi padre padece demencia, derivada de ese párkinson tan avanzado, y buena parte de su desorientación, las alucinaciones y ese impulso de arrancarse lo que le estorba, que en situaciones como esta tiene tintes suicidas, podrían calmarse con relativa facilidad, pero en veinticuatro horas no le han dado, ni me han dejado darle, uno solo de sus medicamentos. A pesar de que lo traigo todo, con recetas y horarios apuntados. De nada sirve, dicen, si el doctor de turno no los autoriza y deja las instrucciones por escrito. Pero la larguísima lista de medicamentos y su respectiva autorización ya la teníamos, luego de una larga entrevista a mi hermano, con quien alterno guardia, pero luego vino el cambio de turno y hubo que empezar de cero.
—Ya escuchaste. Sin autorización no te puedo dar la medicina. Yo sé que estás envuelto en desvaríos, y yo contigo. Yo contigo, papá.
Estando aquí la vida lo pone a uno en su lugar. La propia tragedia, por más grande, no está ni cerca de ser ni la más grave ni la más urgente. Muchas van primero. Los médicos y las enfermeras hacen lo que pueden con lo que tienen, entre un mar de enfermos al que se enfrentan con escasez de medicamentos, de camas, de sueldos dignos, de reconocimiento por su labor. Lo entiendo y quiero respetar las reglas, pero he estado varias veces en situaciones similares y he aprendido que aquí las cosas avanzan en la medida en que uno persiste, vigila y asoma un poco la cara por donde no debe para presentarse con doctores y enfermeros, una o dos veces y en cada cambio de turno, para pedirles que no se olviden de uno ni de su paciente. Así que logro guardar la calma, pero luego vuelvo a colarme para insistir en que me dejen darte las medicinas. Empujo la puerta que no debo empujar y entro.
En tu monitor, donde solía encontrar tu reporte de oxigenación, me topo con un signo de interrogación azul, no sé si era enorme, pero así lo vi aun desde lejos. No había registro de tu respiración. “Ya se fue —pensé—. Ya se fue”. Me acerqué a tu cama. Tenías la boca abierta y sin mascarilla, la mirada perdida. A primera vista no noté que respiraras. Luego vi que más bien te habías quitado el oxímetro del dedo y que te habían cambiado la mascarilla por un catéter nasal pegado con cinta, que no vi a la distancia. Aproveché los pocos segundos que sabía que tendría, antes del regaño de los enfermeros, para acomodarte el oxímetro. En el monitor reapareció el número que confirmó que seguíamos en la batalla. Volví a salir, ahora sí corriendo porque ya me miraban feo. Aunque la situación no había mejorado en lo absoluto, aquello supo a victoria.
Salí del edificio para despejarme un poco y me encontré con un par de personas que llegaron a la sala de espera de afuera, la de lona, para regalar tortas envueltas en servilleta y botellas de agua. Vienen dos veces por mes, me cuentan. Gestos de solidaridad entre humanos. Gracias, hay que decirlo. Gracias. Semanas atrás, en abierta preparación para esto, que sabía que venía, leía Fruto, de Daniela Rea, que a través de muchas voces reitera una idea central: cuidar nos hace humanos. Todos estamos vivos porque alguien alguna vez nos cuidó. Tú ya lo hiciste por mí, así que no voy a ninguna parte. Este es mi lugar, papá.
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Cincuenta por ciento de los elevadores de la clínica no sirven. Algunos lo dicen con claridad: “Fuera de servicio”; otros, más engañosos, no. Hay uno que, parece, tuvieron que abrir por la fuerza recientemente. La máquina que usaron para separar las puertas dejó marcas parecidas a las de las manos de Hulk. Quizá había alguien atrapado adentro, pero alcanzó a ser liberado, suerte con la que no corrió una chiquita de seis años que murió aplastada en otro elevador del IMSS, en Playa del Carmen, unos meses después. Tener que subir ahora varios pisos sin morir en el intento implica, en parte, una buena noticia. Dejamos por fin la sala de urgencias y vamos rumbo al piso 7, cama 702. Siempre hago este trayecto con angustia. Entro a un elevador que parece saludable, junto a otras cinco o seis personas, pico el botón y comienza a subir, haciendo paradas en todos los números. Para cuando llegamos al séptimo piso, ya estoy sola. Las puertas intentan abrirse sin lograrlo, se escucha al mecanismo forcejear sin éxito y luego ya no más. Parálisis. El bip en el oído. La ansiedad me respira en la nunca, pero ya sé calmarme. Presiono el 8, el elevador sube y ahí sí abre. Salgo y bajo por las escaleras a la planta inferior. Otra victoria.
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El 19 de enero de 2023, el IMSS cumplió ochenta años y se mantiene como la institución de seguridad social más grande de América Latina. Tiene un padrón que reporta 21 996 875 puestos de trabajo registrados que sumando pensionados y dependientes, alcanzó 71 millones de afiliados en 2021. Además, el gobierno de López Obrador le ha impuesto un nuevo y titánico objetivo: universalizar la cobertura de salud para toda la población a través del IMSS-Bienestar. Esta nueva institución híbrida tendrá que hacerse cargo de los servicios de salud en los estados que se adhieran a él y aunque esto no es propiamente un reto presupuestal porque, por ley, no se pueden transferir recursos del IMSS ordinario a este programa, sí es un enorme reto operativo que no se discutió o planeó lo suficiente.
En ese contexto, el IMSS enfrenta un sobrecupo permanente y al alza —además de escasez de recursos— por una razón estructural: su modelo de financiamiento. David Kaplan, economista senior de la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo, lo ha estudiado a profundidad y sus datos son contundentes. “En 1997, había 527 883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para 2018, había 2 169 529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno”, escribió. La tendencia muestra que, debido al envejecimiento poblacional, el número de pensionados crece y el de trabajadores aportando cuotas disminuye. Las aportaciones de estos trabajadores asegurados se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Esto significa que los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que para los trabajadores activos, sobre todo los jóvenes. En estas condiciones, hay cada vez menos recursos por usuario y eso ha provocado que las camas, médicos, insumos, medicamentos, enfermeros y consultas, estén muy lejos de ser suficientes.
Actualmente prevalecen las enfermedades crónicas de alto costo, como el cáncer o los problemas cardiovasculares, que en muchos casos se tratan de por vida. Según una investigación de la periodista Dulce Soto, durante 2021 solo seis enfermedades crónico-degenerativas costaron 100 031 millones de pesos al IMSS; “si ese gasto se mantuviera, en cuatro años consumiría las reservas de la institución que, en 2022, sumaron 401 mil millones de pesos”. Que el IMSS es insostenible bajo este modelo, no es un secreto, pero hasta el momento ningún gobierno ha planteado una estrategia viable para rescatarlo de la quiebra.
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La nueva habitación se comparte con otros cinco enfermos, solo cinco. Aquí hay mucho silencio y las luces sobre cada cama pueden apagarse con toda libertad. Junto a cada paciente debe haber un familiar las veinticuatro horas y la atención en el IMSS recae en buena medida en que esta regla se cumpla. Los familiares asisten a médicos y enfermeros para reportar emergencias, administrar medicamentos y comida, con previa autorización, y a llevar a los pacientes al baño. A mí me toca más bien ayudar a cambiar pañales, porque hace tiempo que perdiste la fuerza para levantarte. Mi hermano, mi madre —que pesar de que se separaron muchos años antes, nos acompañó en este proceso— y yo, hacemos turnos de ocho horas para que nunca estés solo y, con la poca energía que tienes, algún gesto, nos haces saber que lo agradeces.
Los desórdenes neurológicos son la principal causa de discapacidad en el mundo y, entre ellos, el párkinson es el que está creciendo más rápidamente, aún más que el alzhéimer. De 1990 a 2015, la prevalencia, la discapacidad y las muertes vinculadas al párkinson se duplicaron. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva, y que padecen más de 8.5 millones de personas en el mundo. Al ser una afección que se da principalmente, aunque no exclusivamente, en adultos mayores, el envejecimiento poblacional la está dotando de un crecimiento exponencial, de potencial pandémico. En un texto de la Davis Phinney Foundation, “The parkinson pandemic: a call to action”, Ray Dorsey y Bastiaan Bloem proyectaron que para 2040 habrá 14.2 millones de personas con párkinson en el mundo, el doble que en 2015. Aclararon, además, que usaron los números de forma muy conservadora y que las cifras reales pueden ser mucho mayores. Según Conacyt en México hay más de 230 000 pacientes diagnosticados y más de cuarenta mil en busca de atención médica, diagnóstico y tratamiento. En países en vías de desarrollo, es una enfermedad que en muchos casos no llega a diagnosticarse, mucho menos a tratarse, por falta de recursos o información.
El párkinson se genera en el tallo cerebral, donde se alojan las neuronas que producen dopamina. Comienza por un déficit o pérdida progresiva de esas neuronas y, sin la dopamina, el neurotransmisor responsable del movimiento, se pierde el control sobre la movilidad. Es una enfermedad que suele asociarse con el temblor de las extremidades, pero entre 30% y 40% de los pacientes no presentan este, sino otros síntomas motores, como rigidez en algunas partes del cuerpo, que llega a ser muy dolorosa; lentitud de movimientos, inestabilidad postural y pérdida de la expresión facial. Además, hay muchos otros síntomas no motores: depresión, demencia, trastornos del sueño y la memoria, exceso de salivación, problemas del habla, síntomas digestivos como el estreñimiento, o sensoriales, como la pérdida del olfato.
Mi padre los tenía todos desde hace años y, si bien pudimos llevar parte de su tratamiento con médicos privados, la mayoría sucedió en hospitales del IMSS, donde fuimos testigos de lo poco preparado que está el sistema de salud pública para atender a pacientes como él. La falta de recursos, la saturación de los servicios, el desabasto de medicamentos, el bajo número de especialistas y la poca información que hay sobre esta afección hacen que los hospitales públicos, en resumen, hagan lo mejor que pueden con lo que tienen.
El párkinson es una enfermedad, larga, compleja y cara, que se debe tratar no solo desde el frente neurológico, sino psiquiátrico y psicológico; además, requiere fisioterapia constante, alimentación especial y terapia cognitiva. Pero darle seguimiento a todo esto desde el sistema de salud pública es prácticamente imposible, empezando porque conseguir una cita con un neurólogo implica entrar en una lista de espera de seis meses. Ya si uno insiste, da dos o tres vueltas para preguntar si se abrió algún hueco, o, como le sugirieron a mi hermano —pasándole por encima a la ética—, “llevas una botellita de whisky como regalo a los doctores para que te tengan un poco más presente”; en ese mar de solicitudes, tal vez uno logre reducir la espera a dos o tres meses. Con las citas para hacer estudios es la misma historia. Por poner un ejemplo ilustrativo, una ocasión, mi hermano solicitó para mi papá una resonancia magnética. La espera era de dos o tres meses. Pero algún médico le sugirió internarlo una noche, como si fuera urgencia, para no esperar tanto. Así lo hizo, pero el estudio no funcionó, porque no consiguieron que mi papá mantuviera la cabeza quieta. La única alternativa era hacerlo con sedantes, pero para esa modalidad del procedimiento, la espera era de ocho meses, así que se tuvo que hacer en hospital privado.
Escribo esto considerando y agradeciendo la suerte de estar en la capital del país, donde se concentra la mayor cantidad de hospitales y especialistas, pero, aun así, tratar dentro del sistema público una enfermedad crónica y progresiva, o simplemente larga, implica asumir que será difícil darle seguimiento oportuno. Hay grandes especialistas, pero están muy lejos de ser suficientes, y el sistema entero pone incontables trabas burocráticas para avanzar a tiempo. Hay tanto que se anota en hojas de papel muy perdedizas, expedientes, radiografías y trámites que se extravían o expiran y que te devuelven al fondo de la larguísima fila.
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Andrea Martínez es una neuróloga y neurocirujana que atendió a mi papá. Estudió siete años de Medicina; un año de Cirugía General; cinco de Neurocirugía, y, finalmente, uno más de alta especialidad en Neurocirugía Funcional, para el tratamiento de párkinson y epilepsia, entre otras enfermedades. Ahora trabaja en el Centro Médico Nacional La Raza, en la Ciudad de México, al que entra a trabajar a las siete de la mañana. Da un promedio de veinte consultas, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, y hace entre diez y quince cirugías al mes. No son más porque no hay suficientes quirófanos. Además, debe atender pacientes que vienen de otras áreas del hospital, de “interconsulta”. Por todo esto recibe un sueldo de quince mil pesos a la quincena, eso si no llega tarde ni un solo día, porque ese monto incluye ya un bono de puntualidad por tres mil.
El día de esta entrevista, a finales de agosto, Andrea, quien, por cierto, solo tiene 33 años, recibió a una bebé de ocho meses con sangrado en el cerebelo y pidió una resonancia magnética para analizar lo que creía un tumor. Se la dieron para el 12 de diciembre. A cuatro meses de distancia. Entonces, tuvo que hablar con jefes de distintas áreas para explicar el caso y, luego de mucho insistir, logró conseguirle una cita para la semana siguiente. “Es una lucha diaria por encontrar huecos en el sistema para tratar de ofrecer una mejor atención, y un sentimiento de impotencia y frustración continuo por un sistema totalmente rebasado con el que ya no podemos, ni pacientes, ni familiares, ni nosotros, como médicos”, se desahoga.
Dice que el tomógrafo ha llegado a pasar dos semanas descompuesto y que, en todo México, solo el área infantil del hospital de La Raza, tiene equipo de endoscopia, una de las muchas razones por las que llegan niños de todo el país. La Raza atiende a nueve millones de mexicanos al año. Cuenta también que ha habido semanas en las que no hay contornos, telas de algodón que se usan para contener sangrados. Una vez, tuvo que hacerlos ella misma a partir de algodón estéril y ya con un paciente esperándola en el quirófano. Fue hasta que tuvieron que suspender cirugías que los compraron. Me dio otro dato: en todo el sistema hospitalario del IMSS, a nivel nacional, solo el Centro Médico Nacional Siglo XXI tiene equipo de radiocirugía y radioterapia, claves para su especialidad. Son personas como Andrea las que sostienen a ese monstruo que es el sistema de salud pública en este país.
“Nuestros compañeros médicos no le piden nada a cirujanos, clínicos e investigadores de otros países. El médico mexicano, con todas las trabas que tiene el sistema, resuelve con una cuchara si es lo único que tiene a la mano, y hace lo mismo o más que médicos de primer mundo que lo tienen todo. El problema es la corrupción y que los recursos siguen quedándose en los bolsillos equivocados —denuncia—. Con frecuencia aparecen videos en los que se ve a personal del IMSS tratando mal a los pacientes, y no lo justifico, pero hay que pensar cómo es el día a día de esas personas. A lo mejor era un dispensador de farmacia que llevaba un mes lidiando con pacientes enojados por un medicamento que no hay”.
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Uno de los síntomas más terribles del párkinson, en su fase terminal, es perder la capacidad de tragar y toser, lo que implica el riesgo de ahogarse en cada intento por comer y la anemia consecuente por lo poco que los pacientes logran deglutir de manera exitosa y con mucho esfuerzo. Los suplementos alimenticios nunca son suficientes. A eso hay que sumar que, ante una enfermedad respiratoria, como la de mi papá, perder esas dos funciones significa que no hay forma de expulsar las flemas, así que se acumulan dónde pueden, formando nuevas infecciones.
Intentar que comas implica el riesgo de una broncoaspiración, y en tu estado, papá, ese riesgo es muy alto, así que luego de dos días de mantenerte con puro suero, una sonda nasogástrica es la única ruta para alimentarte. El procedimiento es molesto, pero no hay de otra. Tenemos que ayudarle a tu cuerpo. Tenemos también que seguir trabajando la paciencia, pues resulta que no hay registro del cultivo de muestra faríngea que te hicieron en urgencias. Los resultados se perdieron en la mudanza de piso —o algo así dijeron—, entonces hay esperar a que te lo hagan de nuevo y luego esperar otro tanto por los resultados para saber por fin cuál es la bacteria que nos tiene aquí y qué antibiótico necesitamos para matarla.
Las horas en este lugar son eternas, en especial en las noches, cuando baja el movimiento de médicos y enfermeros. Mientras duermes, escribo mucho, y buena parte de esas notas están en este texto. También me las ingenio para caminar bastante, de ida y vuelta por un muy largo pasillo que no olvidaré nunca. Le tomé varias fotos, le hice incluso un video. Parece sacado de una escena de Stanley Kubrick. A mí me parece tremendamente sombrío, pero quizás los enfermeros, sentados contra la pared en butacas de escuela, con paletas para escribir, le tienen cierto cariño, porque ahí disfrutan de algunos momentos de paz, cuchicheando unos con otros o perdiéndose en el celular, como el humano promedio de nuestra era. Son muy jóvenes, pienso, y esta es su vida todos los días. Qué agradecida estoy de que estén aquí.
Alrededor de las diez de la noche, los médicos hacen un último recorrido, cama por cama. Aparece una doctora que ya había visto antes, rodeada de un pequeño grupo de practicantes que no le quitan la mirada de encima.
La doctora se acerca, revisa tu expediente.
—Buenos noches, don Alejandro. ¿Cómo está?
—Está muy débil, se la pasa dormido —respondo por ti.
—¿Por qué está tan delgado? Acompáñame un momento afuera.
Salgo. Pálida.
—Tengo que ser muy honesta: aunque tu papá lograra vencer la neumonía, su salud está demasiado deteriorada y la probabilidad de recaída o de contraer otras infecciones es muy alta, así que vamos a transferirlo a una zona de aislamiento. Tienes que saber que va a ser muy difícil que se recupere del todo. ¿Ya pensaste si vas a querer que lo intuben?
—No. Tendría que consultarlo con mi familia.
—Piénsenlo bien, porque van a hacerlo sufrir mucho.
—¿Qué harías tú, si fuera tu padre? —pregunto con miedo a la respuesta.
—Lo dejaría descansar.
Cuando uno escucha eso, les cierra la puerta en la cara a las palabras; luego no queda otra que irlas dejando pasar, una a una, aunque se paralice el alma.
La ansiedad se disparó y fuerte. Supe que tenía que salir a respirar y bajar por las escaleras, porque no iba a tolerar entrar al elevador. Corrí hasta abajo y me acosté en el pasto seco, junto a la zona de espera de la lona blanca. Casi no había nadie a mi alrededor.
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Desperté con la sensación de no haber dormido en lo absoluto. Tomé el celular para encontrar un mensaje de mi hermano con otra mala noticia: “Mi papá se arrancó la sonda gástrica y se lastimó por dentro. No saben si van a poder ponerle otra”. Me costó muchísimo reunir fuerzas para salir de la cama. Cuánta tristeza. Rabia. No pude evitar llegar a la habitación a preguntarte a gritos:
—¿Por qué hiciste eso?, ¿por qué te haces daño?, ¿qué no ves que estamos aquí haciendo de todo para que te recuperes? ¡Tienes que poner de tu parte!
Desviaste la mirada como si no me escucharas.
—No lo regañes, está sufriendo —dijo mi mamá. Me contó también que durante todo su turno estuviste quejándote, muy bajito pero constante, y luego más fuerte. Raro, porque a pesar de todo lo que has pasado, tú nunca te quejas. Imagino tu garganta desgarrada. Como no puedes explicarles a los enfermeros qué te duele, intento hacerlo yo, pero me dicen que no pueden darte nada para el dolor sin que lo autorice la doctora.
—¡Pero es que lleva horas sufriendo!
Tras el cambio de turno y luego de mucho insistir, a las diez de la noche, un enfermero, en secreto, me dejó darte un paracetamol que, por suerte, traía en la bolsa. Me ayudó a molerlo para dártelo disuelto en agua.
Al día siguiente, mi mamá pasó por lo mismo. Horas de verte apretar los puños de dolor y quejarte sin parar, hasta que una enfermera, de nuevo a escondidas y pidiéndole no decir nada, aceptó darte otra dosis de paracetamol, esta vez intravenoso, que es mucho más eficiente y te dejó en paz por muchas horas. Le dijo, sin embargo, que era el último que tenían y que nos recomendaba conseguir más afuera, porque seguro que nos harían falta.
En un hospital del IMSS es común que pidan, por ejemplo, traer pañales, gasas o toallitas de bebé para los pacientes que lo requieren, ya que no siempre tienen suficientes; además, las familias suelen cargar con el medicamento para condiciones preexistentes, que cada enfermo toma de manera habitual. Por otro lado, el personal no debe pedirles a los familiares comprar medicinas o insumos necesarios para tratar el padecimiento o emergencia que los trajo aquí y, sin embargo, sucede. La razón: escasez. Hay mucho allá afuera que podría ayudar a los pacientes, que no existe aquí y, con frecuencia, enfermeros y médicos, sugieren comprar tal o cual cosa.
En la farmacia de enfrente ya no había. La dependiente me explicó que, justo por la escasez de su vecino, no lograban abastecer la demanda. Me ayudó a llamar a otras farmacias de la cadena para ver si tenían. Consiguió que me apartaran dos cajas en una farmacia y cuatro en otra, así que hice el recorrido para comprarlas. Otra victoria. Seis dosis de un gramo de paracetamol intravenoso. Volví muy contenta con las cajitas en una bolsa de plástico. Luego entendí que aquel triunfo ayuda al paciente, pero perjudica al sistema.
“Que tú compres medicinas afuera genera un incentivo negativo, porque el sistema no registra que no hay o cuál es la demanda real. Además, se han descubierto muchos casos de farmacias que venden insumos robados de hospitales. Si los seguimos comprando, nadie se queja”, me explicará después Andrés Castañeda Prado, quien es médico, maestro en Gestión de Políticas de la Salud y en Economía del Comportamiento. Además, es coordinador de las causas de Salud y Bienestar en Nosotrxs, organización que impulsó el proyecto Cero Desabasto, un colectivo que reúne a pacientes, familiares, médicos, académicos, organizaciones y autoridades para lograr el acceso efectivo a medicamentos e insumos con el fin de garantizar el derecho a la salud. A través de su portal, cualquier persona puede reportar los medicamentos que no consigue, y las bases de datos que se han generado han sido muy importantes para visibilizar el problema. “Que el presidente diga en la mañanera que habrá gratuidad para todos, no significa que eso va a pasar automáticamente. Hay que invertir. El presupuesto de salud lleva congelado más de doce años y la reestructura que ha planteado este gobierno no se está haciendo con participación de los ciudadanos o de los profesionales de la salud, sino a través de una serie de imposiciones no negociadas, desplantes, arbitrariedades, que hacen que las cosas salgan mal”, denuncia.
Cuando le pregunto qué tan preparado está el sistema de salud para enfrentar la creciente crisis de enfermedades neurodegenerativas, responde: “Culturalmente, asumimos que el adulto mayor ya dio lo que tenía que dar. Si se le olvidan las cosas o no puede caminar, es porque así son, hay que cuidar que no se caigan y ya. No se ve por su independencia y su autonomía. Y no, el sistema de salud no está preparado para acompañarlos en estas enfermedades crónicas, degenerativas o de largo plazo. En realidad, el sistema y el modelo de atención están diseñados e incentivados para lo contrario, para despachar rápido y, de ser posible, no volver a ver al paciente”. Andrés ha dedicado textos y apariciones en medios a insistir en que, si como sociedad civil no exigimos y defendemos nuestro derecho a la salud, nadie lo hará por nosotros.
Pero qué lejos estamos de tomar conciencia de esto, si, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, a la pregunta de “¿No tiene afiliación ni acceso a servicios médicos?”, más de 31 millones afirmaron no tener derecho a la asistencia sanitaria. Esto significa que alrededor de uno de cada cuatro habitantes no sabe que tiene derecho a solicitar atención médica en las instituciones públicas de salud. Mientras tanto, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, el gasto promedio en salud de los hogares creció más de 30% en los dos primeros años de este gobierno. Incrementó también el gasto catastrófico, cuando una familia tiene que desembolsar más de 30% de su ingreso porque alguno de sus integrantes se enfermó. Se llama “catastrófico” porque lo es y hace que la gente caiga en la línea de pobreza. A nivel nacional, según datos de Coneval, estos casos estuvieron cerca de duplicarse en el mismo lapso, al pasar de 2.1% de los hogares en 2018, a 3.9% en 2020. El incremento de prevalencia de gastos catastróficos fue también mayor en los hogares encabezados por mujeres y aquellos con adultos mayores.
Es difícil saber cuánto de esto se debe a la pandemia, pero el desabasto adicional que provocaron los cambios en el sistema de compras de medicamentos a nivel nacional, bajo el argumento del presidente de combatir la corrupción, y el desorden estructural que provocó la desaparición del Seguro Popular en 2019 para crear el Instituto de Salud para el Bienestar y, tras su fracaso, el IMSS-Bienestar, también están entre las causas.
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Mi turno de guardia por esos días era de seis de la tarde a dos de la mañana. Tenía tiempo de dormir horas razonables, comer algo y trabajar hasta las cinco en una casa que me prestaron unos grandes amigos en Cuernavaca. Luego de varias jornadas con la misma rutina, adopté la tradición de llevarle a mi mamá algo de tomar, que compraba en un Oxxo cercano, y lo tomábamos juntas, sentadas en un escalón afuera del hospital, antes de despedirnos. Se había vuelto un momento lindo, en el que ella me resumía los sucesos de su turno y cualquier noticia o indicación nueva que hubieran dado los médicos. Luego hablábamos un poco de cualquier cosa, la acompañaba a un taxi para que volviera a la casa y yo entraba al hospital. Una de esas ocasiones, la guardia de la entrada, que yo no había visto antes, no me dejó pasar con mi mochila, donde guardaba una botella grande de agua, una sudadera, una manzana, unas Sabritas, mi libreta y una mica llena de papeles con recetas, horarios y aspectos clave de un historial médico pesado.
—El reglamento no permite mochilas.
—Pero llevo muchos días aquí, metiéndola sin problemas.
—Tienes que traer todo en una bolsa transparente.
—¿Y dónde la consigo?
—Afuera hay un puesto que las vende, pero ahorita ya cerró.
—Señorita, mi papá está grave y ya lleva un rato solo. Déjeme pasar, por favor.
—Tú eres hermana del güero, ¿no? El que viene de madrugada.
—Sí. Viene para relevarme.
—No está permitido entrar ni salir antes de las seis de la mañana. No sé por qué insisten.
—Nos autorizaron hacerlo así, por la demencia de mi padre. Es muy desgastante pasar la noche completa con él, así que la dividimos en dos.
—El guardia de la madrugada no debería permitirlo. Si quieres pasar, deja aquí afuera tu mochila —dijo y señaló un librero maltrecho con dos o tres mochilas, detenidas por su peligrosidad.
Asumí que no habría manera de entrar con todo lo que necesitaba en las manos, así que salí en busca de una bolsa de plástico en la que pudiera guardarlo todo. En el Oxxo no había nada lo suficientemente grande y resistente. Entré a un local de mariscos, aproveché para comer algo y le pedí a la mesera que me regalara una bolsa de basura. Era enorme y de plástico muy grueso. Así que, como Santa Claus, con un saco enorme, pero sin regalos colgando al hombro, entré al hospital los muchos días que siguieron.
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Llagas. Son lesiones de la piel y sus membranas mucosas. También se les conoce como úlceras por presión, en realidad ese es el nombre correcto, y se desarrollan cuando se bloquea el suministro de sangre a un área del cuerpo en la que hay una presión excesiva y prolongada, que mata la piel, generando heridas que permanecen abiertas como un cráter. Son heridas que aparecen sobre todo en las caderas, las nalgas, los talones, los codos, los hombros y la parte posterior de la cabeza de las personas que pasan mucho tiempo postradas en una cama o una silla de ruedas. Mi papá tenía muchas y, a veces, ante la emergencia de la infección respiratoria, nos olvidábamos de ellas. Teníamos que asegurarnos de cambiarlo de postura cada dos horas, pero yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo sola, por lo que tenía que esperar a que alguno de los camilleros viniera ayudarme. Dentro del IMSS hay un Servicio de Manejo de Heridas, al que hay pedir apoyo para tratar casos como este. Un día me tocó estar presente en la curación: una llaga se veía como un cráter, en su talón derecho, una herida redonda, más grande que una moneda de veinte pesos, profunda y supurante, rodeada de un borde blando y grisáceo de piel muerta en expansión. Cada que tenía que verla, sentía que el estómago se me caía al piso. Cómo duele verte en este estado, papá. Y qué poco sabemos del cuerpo, de la piel que habitamos, hasta que todo empieza a fallar.
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Una vez que fue posible hacerte el cultivo que tanto esperamos, y que supimos el nombre de la maldita bacteria que causó la infección respiratoria, Klebsiella pneumonia, la doctora Angélica Aguilar nos anunció que el medicamento que te habían recetado en las semanas previas a la internación no era el indicado para combatirla. Por eso no mejorabas, por eso derivó en neumonía y henos aquí. La buena noticia es que, luego de dos días con el medicamento indicado, se te ve bastante mejor. El oxímetro reporta casi siempre más de noventa, aunque estás lejos de estar listo para respirar solo. Sigues dependiendo de oxígeno permanente, más nebulizaciones y aspiraciones dos o tres veces por día. Las aspiraciones son procedimientos bastante agresivos, en los que con una sonda que meten por la garganta, conectada a una máquina de succión, sacan flemas en cantidades y tonalidades que son difíciles de asimilar. Él se resiste, forcejea. Con lo lastimado que está por dentro, aquello debe doler muchísimo. Me cuesta trabajo entender cómo es que tu cuerpecito esquelético logra seguir adelante, pero si tú no te rindes, yo tampoco, papá.
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La habitación de aislamiento se siente, por un lado, como un tremendo privilegio, porque es amplia y tiene baño propio, pero los enfermeros aparecen mucho menos, entran con reservas y no se nos acercan mucho, conscientes de que la bacteria que tienes es muy agresiva. Entiendo que tengan miedo, especialmente después de la pandemia. Tanto ellos como yo tenemos que entrar siempre con una bata especial que se cuelga de nuevo junto a la puerta antes de salir. Varias veces me olvidé de hacerlo y me regañaron. La doctora Angélica había decidido no ponerte de nuevo la sonda gástrica, y a partir de ese día empezaron a traerte, tres veces al día, charolas con tres o cuatro vasos de unicel cubiertos con plástico. Cada uno con una papilla distinta. Una olía a arroz con leche; otra, verdosa, a chayote, y una más parecía ser de zanahoria. Teníamos que intentar que comieras lo más posible, poco a poco y con una jeringa que llenábamos por la mitad antes de ponértela en la boca y esperar con mucha paciencia a que la tragaras. Al principio, luego de dos o tres pruebas, ya no podías más; unos días después, empezabas a pedir más y más. Tenías hambre.
—Estás muy bonita.
—Gracias, pa. Tú no estás en tu mejor momento, pero igual eres lindo.
Sonreíste.
—Pon música.
—OK. ¿Qué quieres que te ponga?
No necesito esperar la respuesta. Sé de sobra lo que te gusta. Tomo el celular y pongo play: “Poetry in motion”, de Johnny Tillotson, y luego Creedence, The Doors, The Beatles y Cat Stevens. Con la poquita energía que tenías, movías tus manitas y sonreías con los ojos, murmurando palabras y ritmos que están taladrados en mi memoria.
¿Quién soy? Soy las canciones que tú y mi mamá ponían en casa.
¿Quién soy? Soy el vacío que dejarás cuando te vayas.
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Luego de no sé cuántos días de hospital, te dieron de alta, no porque estuvieras bien, sino porque ya no ibas a estarlo. Podíamos continuar con tu tratamiento afuera, donde corrías menos riesgos y tu ánimo mejoraría. La doctora Angélica, muy joven y extraordinaria geriatra con un especial interés por el párkinson, abrió un espacio en su apretado turno en el hospital para hablar con nosotros antes de irnos, e hizo mucho énfasis en que teníamos que estar los tres. Nos dijo que, aun si la infección continuaba a la baja, tu esperanza de vida era muy poca, y que nos concentráramos en ofrecerte cuidados paliativos, para que sufrieras lo menos posible. Nos dio tips para hacerte los días más llevaderos y dejar de luchar contra lo inevitable.
Ya no podíamos regresarte a la casa de retiro en Morelos donde habías decidido vivir desde hacía seis años, porque no tenían el nivel de atención médica que necesitabas ahora, y queríamos tenerte lo más cerca posible, en la Ciudad de México. Aunque, por la gravedad del asunto, tampoco podíamos atenderte en nuestro departamento. La doctora nos dio algunas sugerencias de lugares donde podrían recibirte para continuar el tratamiento; preguntando entre conocidos, y con ayuda de una tía, encontramos una casa de cuidados especializados en Coyoacán, donde te asignaron a Marco, un enfermero de dulzura desbordada, con quien nos encariñamos. Compramos todo lo necesario para instalarte, con toda la ilusión de que, venciendo la infección, tendríamos más tiempo para disfrutarte. Alguien de nosotros estuvo ahí contigo cada día, llenando expedientes, entregando medicamentos, acariciándote la cabeza.
Pero una semana después, Marco nos llamó desesperado, pidiendo que una ambulancia fuera por ti. Mi mamá se fue contigo, y mi hermano y yo llegamos directo al hospital. Estábamos de regreso en una sala de urgencias, ahora del Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque de nuevo no podías respirar. El cuadro había empeorado.
No volví a escucharte hablar ni a ver tus ojos abiertos. A partir de entonces solo sabía que me escuchabas porque me apretabas la mano a modo de respuesta. Ahí, otro médico nos recomendó, una vez más, que no recurriéramos a la intubación, porque la fragilidad de tu cuerpo no iba resistir el procedimiento, y estuvimos de acuerdo en no hacerlo. Entrar en cuidados paliativos significa, en parte, dejar de luchar. Aceptar que la vida se apaga.
—Estuve muy enojada contigo, pero ya no lo estoy. Perdóname por el tiempo que no estuve a tu lado.
Apretón de mano.
—Somos tan parecidos y, aun así, ni tú ni yo supimos nunca cómo hablarnos. De todas formas, siempre estuviste ahí. Gracias por tu generosidad enorme, por todo lo que construiste para nosotros, por enseñarme a ser fuerte desde niña, por exigirme buenas calificaciones y por todas las noches que me llevaste a dormir cargando en los hombros. Gracias por mis mejores memorias.
Apretón de mano.
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El doctor dijo que podías irte en cualquier momento, y a partir de entonces fue inevitable preguntarnos a quién le tocaría el turno negro de verte partir. ¿Y si me toca a mí? Me puse a investigar qué pasa en el cuerpo cuando se está a punto de morir, y encontré que las personas en agonía tienen cierto control sobre el momento en el que se dejan ir. Algunos esperan un perdón o a que estén todos sus hijos juntos, reunidos junto a la cama. ¿Qué elegiría yo en esa circunstancia?
Una tarde coincidí con mi hermano, entre turnos, en el Sanborns de la plaza de enfrente. Él, que es el optimista, que luchó como nadie y asumió la mayoría de los gastos, trámites y angustias para que a mi papá no le faltara nada, estaba desmoronándose. Me dijo que le explotaba la cabeza, que esa mañana, mientras cruzaba la calle, le vino un mareo que le nubló la vista y volvió todo negro.
—Siento que se va a morir hoy en la noche —dijo.
—¿Y preferirías estar con él o no en ese momento?
—No. Yo no quiero estar.
—OK. Entonces, si quieres, yo me quedo en la noche.
Así lo hicimos, pero no ocurrió.
A la mañana siguiente, tu mano parecía haber recobrado una firmeza que un día antes ya no sentía cuando jugaba con sus dedos. El doctor nos dijo que le costaba creer que siguieras aquí y nos pidió que pensáramos si había algún pendiente que pudiera tenerte intranquilo. Le preguntamos si era posible estar un momento los cuatro juntos, sabiendo que iba contra las reglas del hospital. Nos concedió el permiso en un papel firmado y acordamos usarlo esa noche.
Hay un momento en la vida en el que comenzamos a quedarnos huérfanos, y ahí estábamos mi hermano y yo, junto a mi madre, ayudándote a morir. De nada me sirvió ser una mujer adulta. En ese momento todos somos niños.
Nos paramos los tres alrededor de tu cama y te acariciamos con todo el amor posible. Te dijimos que podías irte, en paz, que nos habías hecho fuertes y que íbamos a estar bien.
La muerte, que es despedida, paradójicamente, tiene ese poder de unir.
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Al día siguiente, desperté en el departamento de mi hermano pesando dos toneladas. Fui a desayunar a un local cercano, unas enchiladas que sabían a ceniza. “Estoy agotada. Ya no puedo más”, le escribí un mensaje a mis amigas. Mi hermano, que había vuelto a su modo heroico, me llamó para decirme que volviera a casa porque me había conseguido una cita con una tanatóloga, que me iba a atender por Zoom, así que volví. Cuando estaba a punto de conectarme, él recibió una llamada de mi mamá. Papá, ya te habías ido.
Hablé un poco con ella antes de salir. Mamá lloraba desconsolada porque te había dejado solo para ir a recibir a un sacerdote a la entrada del hospital. Sabía que, si no bajaba, no lo iban a dejar pasar, y para ella era muy importante que recibieras los santos óleos. De cualquier forma, los guardias le hicieron perder media hora porque, por más que explicaron la situación, les negaban el acceso si querían volver a entrar juntos. Para los católicos, que una persona muera sin recibir los santos óleos es cosa grave, así que el sacerdote, que había venido a este hospital varias veces con la misma misión, estaba tan desesperado como mi madre. Al final, los dejaron pasar, pero ya era demasiado tarde. Yo creo que tú elegiste ese momento, a solas, para irte.
Estos días transcurren entre ambulancias, salas de urgencias y cuartos de hospital. Son las notas que escribió una periodista durante las últimas semanas de vida de su padre, internado por neumonía y complicaciones del párkinson en su fase terminal. Las notas dieron forma a esta crónica que, por un lado, es un relato personal de lo que implica despedirse de quien te dio la vida y, por otro, una serie de observaciones sobre el estado del sistema de salud pública en México.
Suben a un enfermo a piso y se vacía el espacio. Hay cincuenta pacientes alrededor que atraviesan distintos niveles de emergencia. Quienes no tienen cama esperan, uno detrás de otro, en pasillos con provisionales sillas de ruedas. Veo a una mujer que le sostiene la cabeza a otra, tan débil que no puede hacerlo sola; ella espera, creo, su quimioterapia. Así pasan las horas en la sala de urgencias de un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). La espera por otro paracetamol, por una charola de comida, por un estudio que hoy no pueden hacer porque es fin de semana, por una enfermera malencarada que no ofrece más explicaciones que un violento “¡Espere afuera!” para el familiar que se ha acercado a preguntar sobre un diagnóstico o por el doctor de turno que está harto de que le pregunten lo mismo: “¿A qué hora nos dan informes?”.
De todas formas, a este joven médico no le alcanza el tiempo para responder, porque entra una camilla de la Cruz Roja y, pocos minutos después, otra más que sale de una ambulancia del IMSS. Cada tanto llegan nuevas tragedias que nos distraen de la propia. Una y otra y otra víctima más: de infarto, de atropello, de intoxicación, de fractura, de golpiza o de abandono social. Así que, sin responder, en medio de ese ajetreo, el doctor de turno se da la vuelta para atender los nuevos ingresos. Prepara el suero, el oxígeno, toma muestras de sangre, pide ayuda para subir a los pacientes a la cama angosta y maltrecha en la que los pondrá, también, a esperar, cubiertos por una cobija que de tanto uso tiene transparencias y de su logo queda prácticamente nada. Será la cama diez o la doce o la trece. No importa.
A una sala de urgencias como esta, del Hospital General Regional de Cuernavaca, Morelos, llegan, según se vea, quienes tienen la suerte de estar registrados ante el sistema de seguridad social mexicano o simplemente quienes no pueden pagar un seguro privado o dejar una tarjeta sin fondos para ingresar a un hospital reluciente, con sucursal de Starbucks, que cobra por cada bocanada de aire en sus prístinas instalaciones y cuya cuenta incluye decenas de páginas, con las pantuflas que resultaron no ser de cortesía y el cepillo de dientes, con branding, que tampoco lo fue. En esta clínica del IMSS se aguardan noticias sobre un familiar al borde de la muerte o no, en una silla metálica o en el piso de una sala repleta de gente sola, porque nada más se permite la entrada de un único familiar por paciente. Entre el cansancio y la tristeza, varios optan por acostarse en el suelo a descansar un rato. Luego de largas horas pensé hacer lo mismo, pero me ganó el miedo a caer en un sueño profundo y perderme el tan anticipado informe colectivo.
En medio de esta angustia comunitaria, se ven las horas pasar; luego un día, una noche, con la cabeza a reventar y una sensación de soledad profunda; horas y más horas sin saber nada más que mi padre sigue amarillo y al borde de la inconciencia por lo mucho que le cuesta respirar, y cuyo nivel de oxigenación no levanta. Eso lo sé porque ya me colé un par de veces a lo largo de la noche, infringiendo las reglas, para echarle un vistazo en esa sala donde la luz de interrogatorio no se apaga nunca. Por mi cabeza pasan todas las tormentas, pero, por más angustiada que parezca, durante horas no escucharé otra cosa que una invitación a seguir esperando: “afuera”. Hay momentos de llanto y temblor en las piernas, en los que se busca un poco de privacidad que aquí no existe. También hay minutos en los que llega un poco de alivio, pues mi papá logró murmurar dos palabras más o menos congruentes. “Parece más despierto”, pienso.
En una sala de urgencias no deberían existir los fines de semana, pero existen. Desafortunadamente, a mis 37 años ya tengo experiencia en esto, y llegar a este lugar en sábado, domingo o día feriado es un pésimo augurio. Aquí las emergencias, aun las de vida o muerte, están sujetas al infortunio del asueto. Todo se mueve cien veces más lento, los mejores doctores no están, el técnico de laparoscopía tampoco y no hay cómo hacer estudios determinantes para cualquier diagnóstico. En nuestro caso, esperábamos un cultivo que nos confirmara qué bacteria le provocó a mi papá una infección respiratoria contra la que llevaba semanas luchando y que, lejos de ceder, se había convertido en neumonía.
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Mi padre llegó al IMSS en estado crítico el 15 de abril de 2023, el día de su cumpleaños número 74. Aun con el oxígeno a alta potencia, apenas podía respirar. Además, su cuerpo, debilitado por más de diez años de párkinson, había perdido ya no solo gran parte de su movilidad, sino de la capacidad de tragar y, por lo tanto, de comer con normalidad, así que no tenía fuerzas para defenderse de nada. El ajetreo de una sala de urgencias no permite descanso, y para un paciente como él, con alucinaciones, aquello es tortura. Con los ojos a medio abrir, gira la cabeza, desorientado con tanto movimiento a su alrededor. No puede abrirlos del todo y tampoco cerrarlos, mucho menos dormir. Los enfermeros y doctoras necesitan esa luz blanca tan agresiva porque permite percibir a simple vista, por ejemplo, el amarillo horroroso de la piel de mi padre por la baja oxigenación que tiene. Te digo:
—Estoy aquí contigo, pa. Ten calma. Vas a estar bien.
No contestas, pero seguro escuchas.
Las lágrimas se me quedan en el cubrebocas.
—¡Familiar, le dije que no puede estar aquí! ¡Espere afuera! —grita una enfermera.
—Papá, voy a tener que irme, pero, por favor, ya no te quites la máscara de oxígeno. ¡No me hagas esto!
Entre otras cosas, mi padre padece demencia, derivada de ese párkinson tan avanzado, y buena parte de su desorientación, las alucinaciones y ese impulso de arrancarse lo que le estorba, que en situaciones como esta tiene tintes suicidas, podrían calmarse con relativa facilidad, pero en veinticuatro horas no le han dado, ni me han dejado darle, uno solo de sus medicamentos. A pesar de que lo traigo todo, con recetas y horarios apuntados. De nada sirve, dicen, si el doctor de turno no los autoriza y deja las instrucciones por escrito. Pero la larguísima lista de medicamentos y su respectiva autorización ya la teníamos, luego de una larga entrevista a mi hermano, con quien alterno guardia, pero luego vino el cambio de turno y hubo que empezar de cero.
—Ya escuchaste. Sin autorización no te puedo dar la medicina. Yo sé que estás envuelto en desvaríos, y yo contigo. Yo contigo, papá.
Estando aquí la vida lo pone a uno en su lugar. La propia tragedia, por más grande, no está ni cerca de ser ni la más grave ni la más urgente. Muchas van primero. Los médicos y las enfermeras hacen lo que pueden con lo que tienen, entre un mar de enfermos al que se enfrentan con escasez de medicamentos, de camas, de sueldos dignos, de reconocimiento por su labor. Lo entiendo y quiero respetar las reglas, pero he estado varias veces en situaciones similares y he aprendido que aquí las cosas avanzan en la medida en que uno persiste, vigila y asoma un poco la cara por donde no debe para presentarse con doctores y enfermeros, una o dos veces y en cada cambio de turno, para pedirles que no se olviden de uno ni de su paciente. Así que logro guardar la calma, pero luego vuelvo a colarme para insistir en que me dejen darte las medicinas. Empujo la puerta que no debo empujar y entro.
En tu monitor, donde solía encontrar tu reporte de oxigenación, me topo con un signo de interrogación azul, no sé si era enorme, pero así lo vi aun desde lejos. No había registro de tu respiración. “Ya se fue —pensé—. Ya se fue”. Me acerqué a tu cama. Tenías la boca abierta y sin mascarilla, la mirada perdida. A primera vista no noté que respiraras. Luego vi que más bien te habías quitado el oxímetro del dedo y que te habían cambiado la mascarilla por un catéter nasal pegado con cinta, que no vi a la distancia. Aproveché los pocos segundos que sabía que tendría, antes del regaño de los enfermeros, para acomodarte el oxímetro. En el monitor reapareció el número que confirmó que seguíamos en la batalla. Volví a salir, ahora sí corriendo porque ya me miraban feo. Aunque la situación no había mejorado en lo absoluto, aquello supo a victoria.
Salí del edificio para despejarme un poco y me encontré con un par de personas que llegaron a la sala de espera de afuera, la de lona, para regalar tortas envueltas en servilleta y botellas de agua. Vienen dos veces por mes, me cuentan. Gestos de solidaridad entre humanos. Gracias, hay que decirlo. Gracias. Semanas atrás, en abierta preparación para esto, que sabía que venía, leía Fruto, de Daniela Rea, que a través de muchas voces reitera una idea central: cuidar nos hace humanos. Todos estamos vivos porque alguien alguna vez nos cuidó. Tú ya lo hiciste por mí, así que no voy a ninguna parte. Este es mi lugar, papá.
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Cincuenta por ciento de los elevadores de la clínica no sirven. Algunos lo dicen con claridad: “Fuera de servicio”; otros, más engañosos, no. Hay uno que, parece, tuvieron que abrir por la fuerza recientemente. La máquina que usaron para separar las puertas dejó marcas parecidas a las de las manos de Hulk. Quizá había alguien atrapado adentro, pero alcanzó a ser liberado, suerte con la que no corrió una chiquita de seis años que murió aplastada en otro elevador del IMSS, en Playa del Carmen, unos meses después. Tener que subir ahora varios pisos sin morir en el intento implica, en parte, una buena noticia. Dejamos por fin la sala de urgencias y vamos rumbo al piso 7, cama 702. Siempre hago este trayecto con angustia. Entro a un elevador que parece saludable, junto a otras cinco o seis personas, pico el botón y comienza a subir, haciendo paradas en todos los números. Para cuando llegamos al séptimo piso, ya estoy sola. Las puertas intentan abrirse sin lograrlo, se escucha al mecanismo forcejear sin éxito y luego ya no más. Parálisis. El bip en el oído. La ansiedad me respira en la nunca, pero ya sé calmarme. Presiono el 8, el elevador sube y ahí sí abre. Salgo y bajo por las escaleras a la planta inferior. Otra victoria.
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El 19 de enero de 2023, el IMSS cumplió ochenta años y se mantiene como la institución de seguridad social más grande de América Latina. Tiene un padrón que reporta 21 996 875 puestos de trabajo registrados que sumando pensionados y dependientes, alcanzó 71 millones de afiliados en 2021. Además, el gobierno de López Obrador le ha impuesto un nuevo y titánico objetivo: universalizar la cobertura de salud para toda la población a través del IMSS-Bienestar. Esta nueva institución híbrida tendrá que hacerse cargo de los servicios de salud en los estados que se adhieran a él y aunque esto no es propiamente un reto presupuestal porque, por ley, no se pueden transferir recursos del IMSS ordinario a este programa, sí es un enorme reto operativo que no se discutió o planeó lo suficiente.
En ese contexto, el IMSS enfrenta un sobrecupo permanente y al alza —además de escasez de recursos— por una razón estructural: su modelo de financiamiento. David Kaplan, economista senior de la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo, lo ha estudiado a profundidad y sus datos son contundentes. “En 1997, había 527 883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para 2018, había 2 169 529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno”, escribió. La tendencia muestra que, debido al envejecimiento poblacional, el número de pensionados crece y el de trabajadores aportando cuotas disminuye. Las aportaciones de estos trabajadores asegurados se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Esto significa que los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que para los trabajadores activos, sobre todo los jóvenes. En estas condiciones, hay cada vez menos recursos por usuario y eso ha provocado que las camas, médicos, insumos, medicamentos, enfermeros y consultas, estén muy lejos de ser suficientes.
Actualmente prevalecen las enfermedades crónicas de alto costo, como el cáncer o los problemas cardiovasculares, que en muchos casos se tratan de por vida. Según una investigación de la periodista Dulce Soto, durante 2021 solo seis enfermedades crónico-degenerativas costaron 100 031 millones de pesos al IMSS; “si ese gasto se mantuviera, en cuatro años consumiría las reservas de la institución que, en 2022, sumaron 401 mil millones de pesos”. Que el IMSS es insostenible bajo este modelo, no es un secreto, pero hasta el momento ningún gobierno ha planteado una estrategia viable para rescatarlo de la quiebra.
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La nueva habitación se comparte con otros cinco enfermos, solo cinco. Aquí hay mucho silencio y las luces sobre cada cama pueden apagarse con toda libertad. Junto a cada paciente debe haber un familiar las veinticuatro horas y la atención en el IMSS recae en buena medida en que esta regla se cumpla. Los familiares asisten a médicos y enfermeros para reportar emergencias, administrar medicamentos y comida, con previa autorización, y a llevar a los pacientes al baño. A mí me toca más bien ayudar a cambiar pañales, porque hace tiempo que perdiste la fuerza para levantarte. Mi hermano, mi madre —que pesar de que se separaron muchos años antes, nos acompañó en este proceso— y yo, hacemos turnos de ocho horas para que nunca estés solo y, con la poca energía que tienes, algún gesto, nos haces saber que lo agradeces.
Los desórdenes neurológicos son la principal causa de discapacidad en el mundo y, entre ellos, el párkinson es el que está creciendo más rápidamente, aún más que el alzhéimer. De 1990 a 2015, la prevalencia, la discapacidad y las muertes vinculadas al párkinson se duplicaron. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva, y que padecen más de 8.5 millones de personas en el mundo. Al ser una afección que se da principalmente, aunque no exclusivamente, en adultos mayores, el envejecimiento poblacional la está dotando de un crecimiento exponencial, de potencial pandémico. En un texto de la Davis Phinney Foundation, “The parkinson pandemic: a call to action”, Ray Dorsey y Bastiaan Bloem proyectaron que para 2040 habrá 14.2 millones de personas con párkinson en el mundo, el doble que en 2015. Aclararon, además, que usaron los números de forma muy conservadora y que las cifras reales pueden ser mucho mayores. Según Conacyt en México hay más de 230 000 pacientes diagnosticados y más de cuarenta mil en busca de atención médica, diagnóstico y tratamiento. En países en vías de desarrollo, es una enfermedad que en muchos casos no llega a diagnosticarse, mucho menos a tratarse, por falta de recursos o información.
El párkinson se genera en el tallo cerebral, donde se alojan las neuronas que producen dopamina. Comienza por un déficit o pérdida progresiva de esas neuronas y, sin la dopamina, el neurotransmisor responsable del movimiento, se pierde el control sobre la movilidad. Es una enfermedad que suele asociarse con el temblor de las extremidades, pero entre 30% y 40% de los pacientes no presentan este, sino otros síntomas motores, como rigidez en algunas partes del cuerpo, que llega a ser muy dolorosa; lentitud de movimientos, inestabilidad postural y pérdida de la expresión facial. Además, hay muchos otros síntomas no motores: depresión, demencia, trastornos del sueño y la memoria, exceso de salivación, problemas del habla, síntomas digestivos como el estreñimiento, o sensoriales, como la pérdida del olfato.
Mi padre los tenía todos desde hace años y, si bien pudimos llevar parte de su tratamiento con médicos privados, la mayoría sucedió en hospitales del IMSS, donde fuimos testigos de lo poco preparado que está el sistema de salud pública para atender a pacientes como él. La falta de recursos, la saturación de los servicios, el desabasto de medicamentos, el bajo número de especialistas y la poca información que hay sobre esta afección hacen que los hospitales públicos, en resumen, hagan lo mejor que pueden con lo que tienen.
El párkinson es una enfermedad, larga, compleja y cara, que se debe tratar no solo desde el frente neurológico, sino psiquiátrico y psicológico; además, requiere fisioterapia constante, alimentación especial y terapia cognitiva. Pero darle seguimiento a todo esto desde el sistema de salud pública es prácticamente imposible, empezando porque conseguir una cita con un neurólogo implica entrar en una lista de espera de seis meses. Ya si uno insiste, da dos o tres vueltas para preguntar si se abrió algún hueco, o, como le sugirieron a mi hermano —pasándole por encima a la ética—, “llevas una botellita de whisky como regalo a los doctores para que te tengan un poco más presente”; en ese mar de solicitudes, tal vez uno logre reducir la espera a dos o tres meses. Con las citas para hacer estudios es la misma historia. Por poner un ejemplo ilustrativo, una ocasión, mi hermano solicitó para mi papá una resonancia magnética. La espera era de dos o tres meses. Pero algún médico le sugirió internarlo una noche, como si fuera urgencia, para no esperar tanto. Así lo hizo, pero el estudio no funcionó, porque no consiguieron que mi papá mantuviera la cabeza quieta. La única alternativa era hacerlo con sedantes, pero para esa modalidad del procedimiento, la espera era de ocho meses, así que se tuvo que hacer en hospital privado.
Escribo esto considerando y agradeciendo la suerte de estar en la capital del país, donde se concentra la mayor cantidad de hospitales y especialistas, pero, aun así, tratar dentro del sistema público una enfermedad crónica y progresiva, o simplemente larga, implica asumir que será difícil darle seguimiento oportuno. Hay grandes especialistas, pero están muy lejos de ser suficientes, y el sistema entero pone incontables trabas burocráticas para avanzar a tiempo. Hay tanto que se anota en hojas de papel muy perdedizas, expedientes, radiografías y trámites que se extravían o expiran y que te devuelven al fondo de la larguísima fila.
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Andrea Martínez es una neuróloga y neurocirujana que atendió a mi papá. Estudió siete años de Medicina; un año de Cirugía General; cinco de Neurocirugía, y, finalmente, uno más de alta especialidad en Neurocirugía Funcional, para el tratamiento de párkinson y epilepsia, entre otras enfermedades. Ahora trabaja en el Centro Médico Nacional La Raza, en la Ciudad de México, al que entra a trabajar a las siete de la mañana. Da un promedio de veinte consultas, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, y hace entre diez y quince cirugías al mes. No son más porque no hay suficientes quirófanos. Además, debe atender pacientes que vienen de otras áreas del hospital, de “interconsulta”. Por todo esto recibe un sueldo de quince mil pesos a la quincena, eso si no llega tarde ni un solo día, porque ese monto incluye ya un bono de puntualidad por tres mil.
El día de esta entrevista, a finales de agosto, Andrea, quien, por cierto, solo tiene 33 años, recibió a una bebé de ocho meses con sangrado en el cerebelo y pidió una resonancia magnética para analizar lo que creía un tumor. Se la dieron para el 12 de diciembre. A cuatro meses de distancia. Entonces, tuvo que hablar con jefes de distintas áreas para explicar el caso y, luego de mucho insistir, logró conseguirle una cita para la semana siguiente. “Es una lucha diaria por encontrar huecos en el sistema para tratar de ofrecer una mejor atención, y un sentimiento de impotencia y frustración continuo por un sistema totalmente rebasado con el que ya no podemos, ni pacientes, ni familiares, ni nosotros, como médicos”, se desahoga.
Dice que el tomógrafo ha llegado a pasar dos semanas descompuesto y que, en todo México, solo el área infantil del hospital de La Raza, tiene equipo de endoscopia, una de las muchas razones por las que llegan niños de todo el país. La Raza atiende a nueve millones de mexicanos al año. Cuenta también que ha habido semanas en las que no hay contornos, telas de algodón que se usan para contener sangrados. Una vez, tuvo que hacerlos ella misma a partir de algodón estéril y ya con un paciente esperándola en el quirófano. Fue hasta que tuvieron que suspender cirugías que los compraron. Me dio otro dato: en todo el sistema hospitalario del IMSS, a nivel nacional, solo el Centro Médico Nacional Siglo XXI tiene equipo de radiocirugía y radioterapia, claves para su especialidad. Son personas como Andrea las que sostienen a ese monstruo que es el sistema de salud pública en este país.
“Nuestros compañeros médicos no le piden nada a cirujanos, clínicos e investigadores de otros países. El médico mexicano, con todas las trabas que tiene el sistema, resuelve con una cuchara si es lo único que tiene a la mano, y hace lo mismo o más que médicos de primer mundo que lo tienen todo. El problema es la corrupción y que los recursos siguen quedándose en los bolsillos equivocados —denuncia—. Con frecuencia aparecen videos en los que se ve a personal del IMSS tratando mal a los pacientes, y no lo justifico, pero hay que pensar cómo es el día a día de esas personas. A lo mejor era un dispensador de farmacia que llevaba un mes lidiando con pacientes enojados por un medicamento que no hay”.
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Uno de los síntomas más terribles del párkinson, en su fase terminal, es perder la capacidad de tragar y toser, lo que implica el riesgo de ahogarse en cada intento por comer y la anemia consecuente por lo poco que los pacientes logran deglutir de manera exitosa y con mucho esfuerzo. Los suplementos alimenticios nunca son suficientes. A eso hay que sumar que, ante una enfermedad respiratoria, como la de mi papá, perder esas dos funciones significa que no hay forma de expulsar las flemas, así que se acumulan dónde pueden, formando nuevas infecciones.
Intentar que comas implica el riesgo de una broncoaspiración, y en tu estado, papá, ese riesgo es muy alto, así que luego de dos días de mantenerte con puro suero, una sonda nasogástrica es la única ruta para alimentarte. El procedimiento es molesto, pero no hay de otra. Tenemos que ayudarle a tu cuerpo. Tenemos también que seguir trabajando la paciencia, pues resulta que no hay registro del cultivo de muestra faríngea que te hicieron en urgencias. Los resultados se perdieron en la mudanza de piso —o algo así dijeron—, entonces hay esperar a que te lo hagan de nuevo y luego esperar otro tanto por los resultados para saber por fin cuál es la bacteria que nos tiene aquí y qué antibiótico necesitamos para matarla.
Las horas en este lugar son eternas, en especial en las noches, cuando baja el movimiento de médicos y enfermeros. Mientras duermes, escribo mucho, y buena parte de esas notas están en este texto. También me las ingenio para caminar bastante, de ida y vuelta por un muy largo pasillo que no olvidaré nunca. Le tomé varias fotos, le hice incluso un video. Parece sacado de una escena de Stanley Kubrick. A mí me parece tremendamente sombrío, pero quizás los enfermeros, sentados contra la pared en butacas de escuela, con paletas para escribir, le tienen cierto cariño, porque ahí disfrutan de algunos momentos de paz, cuchicheando unos con otros o perdiéndose en el celular, como el humano promedio de nuestra era. Son muy jóvenes, pienso, y esta es su vida todos los días. Qué agradecida estoy de que estén aquí.
Alrededor de las diez de la noche, los médicos hacen un último recorrido, cama por cama. Aparece una doctora que ya había visto antes, rodeada de un pequeño grupo de practicantes que no le quitan la mirada de encima.
La doctora se acerca, revisa tu expediente.
—Buenos noches, don Alejandro. ¿Cómo está?
—Está muy débil, se la pasa dormido —respondo por ti.
—¿Por qué está tan delgado? Acompáñame un momento afuera.
Salgo. Pálida.
—Tengo que ser muy honesta: aunque tu papá lograra vencer la neumonía, su salud está demasiado deteriorada y la probabilidad de recaída o de contraer otras infecciones es muy alta, así que vamos a transferirlo a una zona de aislamiento. Tienes que saber que va a ser muy difícil que se recupere del todo. ¿Ya pensaste si vas a querer que lo intuben?
—No. Tendría que consultarlo con mi familia.
—Piénsenlo bien, porque van a hacerlo sufrir mucho.
—¿Qué harías tú, si fuera tu padre? —pregunto con miedo a la respuesta.
—Lo dejaría descansar.
Cuando uno escucha eso, les cierra la puerta en la cara a las palabras; luego no queda otra que irlas dejando pasar, una a una, aunque se paralice el alma.
La ansiedad se disparó y fuerte. Supe que tenía que salir a respirar y bajar por las escaleras, porque no iba a tolerar entrar al elevador. Corrí hasta abajo y me acosté en el pasto seco, junto a la zona de espera de la lona blanca. Casi no había nadie a mi alrededor.
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Desperté con la sensación de no haber dormido en lo absoluto. Tomé el celular para encontrar un mensaje de mi hermano con otra mala noticia: “Mi papá se arrancó la sonda gástrica y se lastimó por dentro. No saben si van a poder ponerle otra”. Me costó muchísimo reunir fuerzas para salir de la cama. Cuánta tristeza. Rabia. No pude evitar llegar a la habitación a preguntarte a gritos:
—¿Por qué hiciste eso?, ¿por qué te haces daño?, ¿qué no ves que estamos aquí haciendo de todo para que te recuperes? ¡Tienes que poner de tu parte!
Desviaste la mirada como si no me escucharas.
—No lo regañes, está sufriendo —dijo mi mamá. Me contó también que durante todo su turno estuviste quejándote, muy bajito pero constante, y luego más fuerte. Raro, porque a pesar de todo lo que has pasado, tú nunca te quejas. Imagino tu garganta desgarrada. Como no puedes explicarles a los enfermeros qué te duele, intento hacerlo yo, pero me dicen que no pueden darte nada para el dolor sin que lo autorice la doctora.
—¡Pero es que lleva horas sufriendo!
Tras el cambio de turno y luego de mucho insistir, a las diez de la noche, un enfermero, en secreto, me dejó darte un paracetamol que, por suerte, traía en la bolsa. Me ayudó a molerlo para dártelo disuelto en agua.
Al día siguiente, mi mamá pasó por lo mismo. Horas de verte apretar los puños de dolor y quejarte sin parar, hasta que una enfermera, de nuevo a escondidas y pidiéndole no decir nada, aceptó darte otra dosis de paracetamol, esta vez intravenoso, que es mucho más eficiente y te dejó en paz por muchas horas. Le dijo, sin embargo, que era el último que tenían y que nos recomendaba conseguir más afuera, porque seguro que nos harían falta.
En un hospital del IMSS es común que pidan, por ejemplo, traer pañales, gasas o toallitas de bebé para los pacientes que lo requieren, ya que no siempre tienen suficientes; además, las familias suelen cargar con el medicamento para condiciones preexistentes, que cada enfermo toma de manera habitual. Por otro lado, el personal no debe pedirles a los familiares comprar medicinas o insumos necesarios para tratar el padecimiento o emergencia que los trajo aquí y, sin embargo, sucede. La razón: escasez. Hay mucho allá afuera que podría ayudar a los pacientes, que no existe aquí y, con frecuencia, enfermeros y médicos, sugieren comprar tal o cual cosa.
En la farmacia de enfrente ya no había. La dependiente me explicó que, justo por la escasez de su vecino, no lograban abastecer la demanda. Me ayudó a llamar a otras farmacias de la cadena para ver si tenían. Consiguió que me apartaran dos cajas en una farmacia y cuatro en otra, así que hice el recorrido para comprarlas. Otra victoria. Seis dosis de un gramo de paracetamol intravenoso. Volví muy contenta con las cajitas en una bolsa de plástico. Luego entendí que aquel triunfo ayuda al paciente, pero perjudica al sistema.
“Que tú compres medicinas afuera genera un incentivo negativo, porque el sistema no registra que no hay o cuál es la demanda real. Además, se han descubierto muchos casos de farmacias que venden insumos robados de hospitales. Si los seguimos comprando, nadie se queja”, me explicará después Andrés Castañeda Prado, quien es médico, maestro en Gestión de Políticas de la Salud y en Economía del Comportamiento. Además, es coordinador de las causas de Salud y Bienestar en Nosotrxs, organización que impulsó el proyecto Cero Desabasto, un colectivo que reúne a pacientes, familiares, médicos, académicos, organizaciones y autoridades para lograr el acceso efectivo a medicamentos e insumos con el fin de garantizar el derecho a la salud. A través de su portal, cualquier persona puede reportar los medicamentos que no consigue, y las bases de datos que se han generado han sido muy importantes para visibilizar el problema. “Que el presidente diga en la mañanera que habrá gratuidad para todos, no significa que eso va a pasar automáticamente. Hay que invertir. El presupuesto de salud lleva congelado más de doce años y la reestructura que ha planteado este gobierno no se está haciendo con participación de los ciudadanos o de los profesionales de la salud, sino a través de una serie de imposiciones no negociadas, desplantes, arbitrariedades, que hacen que las cosas salgan mal”, denuncia.
Cuando le pregunto qué tan preparado está el sistema de salud para enfrentar la creciente crisis de enfermedades neurodegenerativas, responde: “Culturalmente, asumimos que el adulto mayor ya dio lo que tenía que dar. Si se le olvidan las cosas o no puede caminar, es porque así son, hay que cuidar que no se caigan y ya. No se ve por su independencia y su autonomía. Y no, el sistema de salud no está preparado para acompañarlos en estas enfermedades crónicas, degenerativas o de largo plazo. En realidad, el sistema y el modelo de atención están diseñados e incentivados para lo contrario, para despachar rápido y, de ser posible, no volver a ver al paciente”. Andrés ha dedicado textos y apariciones en medios a insistir en que, si como sociedad civil no exigimos y defendemos nuestro derecho a la salud, nadie lo hará por nosotros.
Pero qué lejos estamos de tomar conciencia de esto, si, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, a la pregunta de “¿No tiene afiliación ni acceso a servicios médicos?”, más de 31 millones afirmaron no tener derecho a la asistencia sanitaria. Esto significa que alrededor de uno de cada cuatro habitantes no sabe que tiene derecho a solicitar atención médica en las instituciones públicas de salud. Mientras tanto, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, el gasto promedio en salud de los hogares creció más de 30% en los dos primeros años de este gobierno. Incrementó también el gasto catastrófico, cuando una familia tiene que desembolsar más de 30% de su ingreso porque alguno de sus integrantes se enfermó. Se llama “catastrófico” porque lo es y hace que la gente caiga en la línea de pobreza. A nivel nacional, según datos de Coneval, estos casos estuvieron cerca de duplicarse en el mismo lapso, al pasar de 2.1% de los hogares en 2018, a 3.9% en 2020. El incremento de prevalencia de gastos catastróficos fue también mayor en los hogares encabezados por mujeres y aquellos con adultos mayores.
Es difícil saber cuánto de esto se debe a la pandemia, pero el desabasto adicional que provocaron los cambios en el sistema de compras de medicamentos a nivel nacional, bajo el argumento del presidente de combatir la corrupción, y el desorden estructural que provocó la desaparición del Seguro Popular en 2019 para crear el Instituto de Salud para el Bienestar y, tras su fracaso, el IMSS-Bienestar, también están entre las causas.
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Mi turno de guardia por esos días era de seis de la tarde a dos de la mañana. Tenía tiempo de dormir horas razonables, comer algo y trabajar hasta las cinco en una casa que me prestaron unos grandes amigos en Cuernavaca. Luego de varias jornadas con la misma rutina, adopté la tradición de llevarle a mi mamá algo de tomar, que compraba en un Oxxo cercano, y lo tomábamos juntas, sentadas en un escalón afuera del hospital, antes de despedirnos. Se había vuelto un momento lindo, en el que ella me resumía los sucesos de su turno y cualquier noticia o indicación nueva que hubieran dado los médicos. Luego hablábamos un poco de cualquier cosa, la acompañaba a un taxi para que volviera a la casa y yo entraba al hospital. Una de esas ocasiones, la guardia de la entrada, que yo no había visto antes, no me dejó pasar con mi mochila, donde guardaba una botella grande de agua, una sudadera, una manzana, unas Sabritas, mi libreta y una mica llena de papeles con recetas, horarios y aspectos clave de un historial médico pesado.
—El reglamento no permite mochilas.
—Pero llevo muchos días aquí, metiéndola sin problemas.
—Tienes que traer todo en una bolsa transparente.
—¿Y dónde la consigo?
—Afuera hay un puesto que las vende, pero ahorita ya cerró.
—Señorita, mi papá está grave y ya lleva un rato solo. Déjeme pasar, por favor.
—Tú eres hermana del güero, ¿no? El que viene de madrugada.
—Sí. Viene para relevarme.
—No está permitido entrar ni salir antes de las seis de la mañana. No sé por qué insisten.
—Nos autorizaron hacerlo así, por la demencia de mi padre. Es muy desgastante pasar la noche completa con él, así que la dividimos en dos.
—El guardia de la madrugada no debería permitirlo. Si quieres pasar, deja aquí afuera tu mochila —dijo y señaló un librero maltrecho con dos o tres mochilas, detenidas por su peligrosidad.
Asumí que no habría manera de entrar con todo lo que necesitaba en las manos, así que salí en busca de una bolsa de plástico en la que pudiera guardarlo todo. En el Oxxo no había nada lo suficientemente grande y resistente. Entré a un local de mariscos, aproveché para comer algo y le pedí a la mesera que me regalara una bolsa de basura. Era enorme y de plástico muy grueso. Así que, como Santa Claus, con un saco enorme, pero sin regalos colgando al hombro, entré al hospital los muchos días que siguieron.
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Llagas. Son lesiones de la piel y sus membranas mucosas. También se les conoce como úlceras por presión, en realidad ese es el nombre correcto, y se desarrollan cuando se bloquea el suministro de sangre a un área del cuerpo en la que hay una presión excesiva y prolongada, que mata la piel, generando heridas que permanecen abiertas como un cráter. Son heridas que aparecen sobre todo en las caderas, las nalgas, los talones, los codos, los hombros y la parte posterior de la cabeza de las personas que pasan mucho tiempo postradas en una cama o una silla de ruedas. Mi papá tenía muchas y, a veces, ante la emergencia de la infección respiratoria, nos olvidábamos de ellas. Teníamos que asegurarnos de cambiarlo de postura cada dos horas, pero yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo sola, por lo que tenía que esperar a que alguno de los camilleros viniera ayudarme. Dentro del IMSS hay un Servicio de Manejo de Heridas, al que hay pedir apoyo para tratar casos como este. Un día me tocó estar presente en la curación: una llaga se veía como un cráter, en su talón derecho, una herida redonda, más grande que una moneda de veinte pesos, profunda y supurante, rodeada de un borde blando y grisáceo de piel muerta en expansión. Cada que tenía que verla, sentía que el estómago se me caía al piso. Cómo duele verte en este estado, papá. Y qué poco sabemos del cuerpo, de la piel que habitamos, hasta que todo empieza a fallar.
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Una vez que fue posible hacerte el cultivo que tanto esperamos, y que supimos el nombre de la maldita bacteria que causó la infección respiratoria, Klebsiella pneumonia, la doctora Angélica Aguilar nos anunció que el medicamento que te habían recetado en las semanas previas a la internación no era el indicado para combatirla. Por eso no mejorabas, por eso derivó en neumonía y henos aquí. La buena noticia es que, luego de dos días con el medicamento indicado, se te ve bastante mejor. El oxímetro reporta casi siempre más de noventa, aunque estás lejos de estar listo para respirar solo. Sigues dependiendo de oxígeno permanente, más nebulizaciones y aspiraciones dos o tres veces por día. Las aspiraciones son procedimientos bastante agresivos, en los que con una sonda que meten por la garganta, conectada a una máquina de succión, sacan flemas en cantidades y tonalidades que son difíciles de asimilar. Él se resiste, forcejea. Con lo lastimado que está por dentro, aquello debe doler muchísimo. Me cuesta trabajo entender cómo es que tu cuerpecito esquelético logra seguir adelante, pero si tú no te rindes, yo tampoco, papá.
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La habitación de aislamiento se siente, por un lado, como un tremendo privilegio, porque es amplia y tiene baño propio, pero los enfermeros aparecen mucho menos, entran con reservas y no se nos acercan mucho, conscientes de que la bacteria que tienes es muy agresiva. Entiendo que tengan miedo, especialmente después de la pandemia. Tanto ellos como yo tenemos que entrar siempre con una bata especial que se cuelga de nuevo junto a la puerta antes de salir. Varias veces me olvidé de hacerlo y me regañaron. La doctora Angélica había decidido no ponerte de nuevo la sonda gástrica, y a partir de ese día empezaron a traerte, tres veces al día, charolas con tres o cuatro vasos de unicel cubiertos con plástico. Cada uno con una papilla distinta. Una olía a arroz con leche; otra, verdosa, a chayote, y una más parecía ser de zanahoria. Teníamos que intentar que comieras lo más posible, poco a poco y con una jeringa que llenábamos por la mitad antes de ponértela en la boca y esperar con mucha paciencia a que la tragaras. Al principio, luego de dos o tres pruebas, ya no podías más; unos días después, empezabas a pedir más y más. Tenías hambre.
—Estás muy bonita.
—Gracias, pa. Tú no estás en tu mejor momento, pero igual eres lindo.
Sonreíste.
—Pon música.
—OK. ¿Qué quieres que te ponga?
No necesito esperar la respuesta. Sé de sobra lo que te gusta. Tomo el celular y pongo play: “Poetry in motion”, de Johnny Tillotson, y luego Creedence, The Doors, The Beatles y Cat Stevens. Con la poquita energía que tenías, movías tus manitas y sonreías con los ojos, murmurando palabras y ritmos que están taladrados en mi memoria.
¿Quién soy? Soy las canciones que tú y mi mamá ponían en casa.
¿Quién soy? Soy el vacío que dejarás cuando te vayas.
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Luego de no sé cuántos días de hospital, te dieron de alta, no porque estuvieras bien, sino porque ya no ibas a estarlo. Podíamos continuar con tu tratamiento afuera, donde corrías menos riesgos y tu ánimo mejoraría. La doctora Angélica, muy joven y extraordinaria geriatra con un especial interés por el párkinson, abrió un espacio en su apretado turno en el hospital para hablar con nosotros antes de irnos, e hizo mucho énfasis en que teníamos que estar los tres. Nos dijo que, aun si la infección continuaba a la baja, tu esperanza de vida era muy poca, y que nos concentráramos en ofrecerte cuidados paliativos, para que sufrieras lo menos posible. Nos dio tips para hacerte los días más llevaderos y dejar de luchar contra lo inevitable.
Ya no podíamos regresarte a la casa de retiro en Morelos donde habías decidido vivir desde hacía seis años, porque no tenían el nivel de atención médica que necesitabas ahora, y queríamos tenerte lo más cerca posible, en la Ciudad de México. Aunque, por la gravedad del asunto, tampoco podíamos atenderte en nuestro departamento. La doctora nos dio algunas sugerencias de lugares donde podrían recibirte para continuar el tratamiento; preguntando entre conocidos, y con ayuda de una tía, encontramos una casa de cuidados especializados en Coyoacán, donde te asignaron a Marco, un enfermero de dulzura desbordada, con quien nos encariñamos. Compramos todo lo necesario para instalarte, con toda la ilusión de que, venciendo la infección, tendríamos más tiempo para disfrutarte. Alguien de nosotros estuvo ahí contigo cada día, llenando expedientes, entregando medicamentos, acariciándote la cabeza.
Pero una semana después, Marco nos llamó desesperado, pidiendo que una ambulancia fuera por ti. Mi mamá se fue contigo, y mi hermano y yo llegamos directo al hospital. Estábamos de regreso en una sala de urgencias, ahora del Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque de nuevo no podías respirar. El cuadro había empeorado.
No volví a escucharte hablar ni a ver tus ojos abiertos. A partir de entonces solo sabía que me escuchabas porque me apretabas la mano a modo de respuesta. Ahí, otro médico nos recomendó, una vez más, que no recurriéramos a la intubación, porque la fragilidad de tu cuerpo no iba resistir el procedimiento, y estuvimos de acuerdo en no hacerlo. Entrar en cuidados paliativos significa, en parte, dejar de luchar. Aceptar que la vida se apaga.
—Estuve muy enojada contigo, pero ya no lo estoy. Perdóname por el tiempo que no estuve a tu lado.
Apretón de mano.
—Somos tan parecidos y, aun así, ni tú ni yo supimos nunca cómo hablarnos. De todas formas, siempre estuviste ahí. Gracias por tu generosidad enorme, por todo lo que construiste para nosotros, por enseñarme a ser fuerte desde niña, por exigirme buenas calificaciones y por todas las noches que me llevaste a dormir cargando en los hombros. Gracias por mis mejores memorias.
Apretón de mano.
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El doctor dijo que podías irte en cualquier momento, y a partir de entonces fue inevitable preguntarnos a quién le tocaría el turno negro de verte partir. ¿Y si me toca a mí? Me puse a investigar qué pasa en el cuerpo cuando se está a punto de morir, y encontré que las personas en agonía tienen cierto control sobre el momento en el que se dejan ir. Algunos esperan un perdón o a que estén todos sus hijos juntos, reunidos junto a la cama. ¿Qué elegiría yo en esa circunstancia?
Una tarde coincidí con mi hermano, entre turnos, en el Sanborns de la plaza de enfrente. Él, que es el optimista, que luchó como nadie y asumió la mayoría de los gastos, trámites y angustias para que a mi papá no le faltara nada, estaba desmoronándose. Me dijo que le explotaba la cabeza, que esa mañana, mientras cruzaba la calle, le vino un mareo que le nubló la vista y volvió todo negro.
—Siento que se va a morir hoy en la noche —dijo.
—¿Y preferirías estar con él o no en ese momento?
—No. Yo no quiero estar.
—OK. Entonces, si quieres, yo me quedo en la noche.
Así lo hicimos, pero no ocurrió.
A la mañana siguiente, tu mano parecía haber recobrado una firmeza que un día antes ya no sentía cuando jugaba con sus dedos. El doctor nos dijo que le costaba creer que siguieras aquí y nos pidió que pensáramos si había algún pendiente que pudiera tenerte intranquilo. Le preguntamos si era posible estar un momento los cuatro juntos, sabiendo que iba contra las reglas del hospital. Nos concedió el permiso en un papel firmado y acordamos usarlo esa noche.
Hay un momento en la vida en el que comenzamos a quedarnos huérfanos, y ahí estábamos mi hermano y yo, junto a mi madre, ayudándote a morir. De nada me sirvió ser una mujer adulta. En ese momento todos somos niños.
Nos paramos los tres alrededor de tu cama y te acariciamos con todo el amor posible. Te dijimos que podías irte, en paz, que nos habías hecho fuertes y que íbamos a estar bien.
La muerte, que es despedida, paradójicamente, tiene ese poder de unir.
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Al día siguiente, desperté en el departamento de mi hermano pesando dos toneladas. Fui a desayunar a un local cercano, unas enchiladas que sabían a ceniza. “Estoy agotada. Ya no puedo más”, le escribí un mensaje a mis amigas. Mi hermano, que había vuelto a su modo heroico, me llamó para decirme que volviera a casa porque me había conseguido una cita con una tanatóloga, que me iba a atender por Zoom, así que volví. Cuando estaba a punto de conectarme, él recibió una llamada de mi mamá. Papá, ya te habías ido.
Hablé un poco con ella antes de salir. Mamá lloraba desconsolada porque te había dejado solo para ir a recibir a un sacerdote a la entrada del hospital. Sabía que, si no bajaba, no lo iban a dejar pasar, y para ella era muy importante que recibieras los santos óleos. De cualquier forma, los guardias le hicieron perder media hora porque, por más que explicaron la situación, les negaban el acceso si querían volver a entrar juntos. Para los católicos, que una persona muera sin recibir los santos óleos es cosa grave, así que el sacerdote, que había venido a este hospital varias veces con la misma misión, estaba tan desesperado como mi madre. Al final, los dejaron pasar, pero ya era demasiado tarde. Yo creo que tú elegiste ese momento, a solas, para irte.
Notas desde un hospital del IMSS. Ilustración de Tania Nieto.
Estos días transcurren entre ambulancias, salas de urgencias y cuartos de hospital. Son las notas que escribió una periodista durante las últimas semanas de vida de su padre, internado por neumonía y complicaciones del párkinson en su fase terminal. Las notas dieron forma a esta crónica que, por un lado, es un relato personal de lo que implica despedirse de quien te dio la vida y, por otro, una serie de observaciones sobre el estado del sistema de salud pública en México.
Suben a un enfermo a piso y se vacía el espacio. Hay cincuenta pacientes alrededor que atraviesan distintos niveles de emergencia. Quienes no tienen cama esperan, uno detrás de otro, en pasillos con provisionales sillas de ruedas. Veo a una mujer que le sostiene la cabeza a otra, tan débil que no puede hacerlo sola; ella espera, creo, su quimioterapia. Así pasan las horas en la sala de urgencias de un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). La espera por otro paracetamol, por una charola de comida, por un estudio que hoy no pueden hacer porque es fin de semana, por una enfermera malencarada que no ofrece más explicaciones que un violento “¡Espere afuera!” para el familiar que se ha acercado a preguntar sobre un diagnóstico o por el doctor de turno que está harto de que le pregunten lo mismo: “¿A qué hora nos dan informes?”.
De todas formas, a este joven médico no le alcanza el tiempo para responder, porque entra una camilla de la Cruz Roja y, pocos minutos después, otra más que sale de una ambulancia del IMSS. Cada tanto llegan nuevas tragedias que nos distraen de la propia. Una y otra y otra víctima más: de infarto, de atropello, de intoxicación, de fractura, de golpiza o de abandono social. Así que, sin responder, en medio de ese ajetreo, el doctor de turno se da la vuelta para atender los nuevos ingresos. Prepara el suero, el oxígeno, toma muestras de sangre, pide ayuda para subir a los pacientes a la cama angosta y maltrecha en la que los pondrá, también, a esperar, cubiertos por una cobija que de tanto uso tiene transparencias y de su logo queda prácticamente nada. Será la cama diez o la doce o la trece. No importa.
A una sala de urgencias como esta, del Hospital General Regional de Cuernavaca, Morelos, llegan, según se vea, quienes tienen la suerte de estar registrados ante el sistema de seguridad social mexicano o simplemente quienes no pueden pagar un seguro privado o dejar una tarjeta sin fondos para ingresar a un hospital reluciente, con sucursal de Starbucks, que cobra por cada bocanada de aire en sus prístinas instalaciones y cuya cuenta incluye decenas de páginas, con las pantuflas que resultaron no ser de cortesía y el cepillo de dientes, con branding, que tampoco lo fue. En esta clínica del IMSS se aguardan noticias sobre un familiar al borde de la muerte o no, en una silla metálica o en el piso de una sala repleta de gente sola, porque nada más se permite la entrada de un único familiar por paciente. Entre el cansancio y la tristeza, varios optan por acostarse en el suelo a descansar un rato. Luego de largas horas pensé hacer lo mismo, pero me ganó el miedo a caer en un sueño profundo y perderme el tan anticipado informe colectivo.
En medio de esta angustia comunitaria, se ven las horas pasar; luego un día, una noche, con la cabeza a reventar y una sensación de soledad profunda; horas y más horas sin saber nada más que mi padre sigue amarillo y al borde de la inconciencia por lo mucho que le cuesta respirar, y cuyo nivel de oxigenación no levanta. Eso lo sé porque ya me colé un par de veces a lo largo de la noche, infringiendo las reglas, para echarle un vistazo en esa sala donde la luz de interrogatorio no se apaga nunca. Por mi cabeza pasan todas las tormentas, pero, por más angustiada que parezca, durante horas no escucharé otra cosa que una invitación a seguir esperando: “afuera”. Hay momentos de llanto y temblor en las piernas, en los que se busca un poco de privacidad que aquí no existe. También hay minutos en los que llega un poco de alivio, pues mi papá logró murmurar dos palabras más o menos congruentes. “Parece más despierto”, pienso.
En una sala de urgencias no deberían existir los fines de semana, pero existen. Desafortunadamente, a mis 37 años ya tengo experiencia en esto, y llegar a este lugar en sábado, domingo o día feriado es un pésimo augurio. Aquí las emergencias, aun las de vida o muerte, están sujetas al infortunio del asueto. Todo se mueve cien veces más lento, los mejores doctores no están, el técnico de laparoscopía tampoco y no hay cómo hacer estudios determinantes para cualquier diagnóstico. En nuestro caso, esperábamos un cultivo que nos confirmara qué bacteria le provocó a mi papá una infección respiratoria contra la que llevaba semanas luchando y que, lejos de ceder, se había convertido en neumonía.
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Mi padre llegó al IMSS en estado crítico el 15 de abril de 2023, el día de su cumpleaños número 74. Aun con el oxígeno a alta potencia, apenas podía respirar. Además, su cuerpo, debilitado por más de diez años de párkinson, había perdido ya no solo gran parte de su movilidad, sino de la capacidad de tragar y, por lo tanto, de comer con normalidad, así que no tenía fuerzas para defenderse de nada. El ajetreo de una sala de urgencias no permite descanso, y para un paciente como él, con alucinaciones, aquello es tortura. Con los ojos a medio abrir, gira la cabeza, desorientado con tanto movimiento a su alrededor. No puede abrirlos del todo y tampoco cerrarlos, mucho menos dormir. Los enfermeros y doctoras necesitan esa luz blanca tan agresiva porque permite percibir a simple vista, por ejemplo, el amarillo horroroso de la piel de mi padre por la baja oxigenación que tiene. Te digo:
—Estoy aquí contigo, pa. Ten calma. Vas a estar bien.
No contestas, pero seguro escuchas.
Las lágrimas se me quedan en el cubrebocas.
—¡Familiar, le dije que no puede estar aquí! ¡Espere afuera! —grita una enfermera.
—Papá, voy a tener que irme, pero, por favor, ya no te quites la máscara de oxígeno. ¡No me hagas esto!
Entre otras cosas, mi padre padece demencia, derivada de ese párkinson tan avanzado, y buena parte de su desorientación, las alucinaciones y ese impulso de arrancarse lo que le estorba, que en situaciones como esta tiene tintes suicidas, podrían calmarse con relativa facilidad, pero en veinticuatro horas no le han dado, ni me han dejado darle, uno solo de sus medicamentos. A pesar de que lo traigo todo, con recetas y horarios apuntados. De nada sirve, dicen, si el doctor de turno no los autoriza y deja las instrucciones por escrito. Pero la larguísima lista de medicamentos y su respectiva autorización ya la teníamos, luego de una larga entrevista a mi hermano, con quien alterno guardia, pero luego vino el cambio de turno y hubo que empezar de cero.
—Ya escuchaste. Sin autorización no te puedo dar la medicina. Yo sé que estás envuelto en desvaríos, y yo contigo. Yo contigo, papá.
Estando aquí la vida lo pone a uno en su lugar. La propia tragedia, por más grande, no está ni cerca de ser ni la más grave ni la más urgente. Muchas van primero. Los médicos y las enfermeras hacen lo que pueden con lo que tienen, entre un mar de enfermos al que se enfrentan con escasez de medicamentos, de camas, de sueldos dignos, de reconocimiento por su labor. Lo entiendo y quiero respetar las reglas, pero he estado varias veces en situaciones similares y he aprendido que aquí las cosas avanzan en la medida en que uno persiste, vigila y asoma un poco la cara por donde no debe para presentarse con doctores y enfermeros, una o dos veces y en cada cambio de turno, para pedirles que no se olviden de uno ni de su paciente. Así que logro guardar la calma, pero luego vuelvo a colarme para insistir en que me dejen darte las medicinas. Empujo la puerta que no debo empujar y entro.
En tu monitor, donde solía encontrar tu reporte de oxigenación, me topo con un signo de interrogación azul, no sé si era enorme, pero así lo vi aun desde lejos. No había registro de tu respiración. “Ya se fue —pensé—. Ya se fue”. Me acerqué a tu cama. Tenías la boca abierta y sin mascarilla, la mirada perdida. A primera vista no noté que respiraras. Luego vi que más bien te habías quitado el oxímetro del dedo y que te habían cambiado la mascarilla por un catéter nasal pegado con cinta, que no vi a la distancia. Aproveché los pocos segundos que sabía que tendría, antes del regaño de los enfermeros, para acomodarte el oxímetro. En el monitor reapareció el número que confirmó que seguíamos en la batalla. Volví a salir, ahora sí corriendo porque ya me miraban feo. Aunque la situación no había mejorado en lo absoluto, aquello supo a victoria.
Salí del edificio para despejarme un poco y me encontré con un par de personas que llegaron a la sala de espera de afuera, la de lona, para regalar tortas envueltas en servilleta y botellas de agua. Vienen dos veces por mes, me cuentan. Gestos de solidaridad entre humanos. Gracias, hay que decirlo. Gracias. Semanas atrás, en abierta preparación para esto, que sabía que venía, leía Fruto, de Daniela Rea, que a través de muchas voces reitera una idea central: cuidar nos hace humanos. Todos estamos vivos porque alguien alguna vez nos cuidó. Tú ya lo hiciste por mí, así que no voy a ninguna parte. Este es mi lugar, papá.
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Cincuenta por ciento de los elevadores de la clínica no sirven. Algunos lo dicen con claridad: “Fuera de servicio”; otros, más engañosos, no. Hay uno que, parece, tuvieron que abrir por la fuerza recientemente. La máquina que usaron para separar las puertas dejó marcas parecidas a las de las manos de Hulk. Quizá había alguien atrapado adentro, pero alcanzó a ser liberado, suerte con la que no corrió una chiquita de seis años que murió aplastada en otro elevador del IMSS, en Playa del Carmen, unos meses después. Tener que subir ahora varios pisos sin morir en el intento implica, en parte, una buena noticia. Dejamos por fin la sala de urgencias y vamos rumbo al piso 7, cama 702. Siempre hago este trayecto con angustia. Entro a un elevador que parece saludable, junto a otras cinco o seis personas, pico el botón y comienza a subir, haciendo paradas en todos los números. Para cuando llegamos al séptimo piso, ya estoy sola. Las puertas intentan abrirse sin lograrlo, se escucha al mecanismo forcejear sin éxito y luego ya no más. Parálisis. El bip en el oído. La ansiedad me respira en la nunca, pero ya sé calmarme. Presiono el 8, el elevador sube y ahí sí abre. Salgo y bajo por las escaleras a la planta inferior. Otra victoria.
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El 19 de enero de 2023, el IMSS cumplió ochenta años y se mantiene como la institución de seguridad social más grande de América Latina. Tiene un padrón que reporta 21 996 875 puestos de trabajo registrados que sumando pensionados y dependientes, alcanzó 71 millones de afiliados en 2021. Además, el gobierno de López Obrador le ha impuesto un nuevo y titánico objetivo: universalizar la cobertura de salud para toda la población a través del IMSS-Bienestar. Esta nueva institución híbrida tendrá que hacerse cargo de los servicios de salud en los estados que se adhieran a él y aunque esto no es propiamente un reto presupuestal porque, por ley, no se pueden transferir recursos del IMSS ordinario a este programa, sí es un enorme reto operativo que no se discutió o planeó lo suficiente.
En ese contexto, el IMSS enfrenta un sobrecupo permanente y al alza —además de escasez de recursos— por una razón estructural: su modelo de financiamiento. David Kaplan, economista senior de la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo, lo ha estudiado a profundidad y sus datos son contundentes. “En 1997, había 527 883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para 2018, había 2 169 529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno”, escribió. La tendencia muestra que, debido al envejecimiento poblacional, el número de pensionados crece y el de trabajadores aportando cuotas disminuye. Las aportaciones de estos trabajadores asegurados se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Esto significa que los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que para los trabajadores activos, sobre todo los jóvenes. En estas condiciones, hay cada vez menos recursos por usuario y eso ha provocado que las camas, médicos, insumos, medicamentos, enfermeros y consultas, estén muy lejos de ser suficientes.
Actualmente prevalecen las enfermedades crónicas de alto costo, como el cáncer o los problemas cardiovasculares, que en muchos casos se tratan de por vida. Según una investigación de la periodista Dulce Soto, durante 2021 solo seis enfermedades crónico-degenerativas costaron 100 031 millones de pesos al IMSS; “si ese gasto se mantuviera, en cuatro años consumiría las reservas de la institución que, en 2022, sumaron 401 mil millones de pesos”. Que el IMSS es insostenible bajo este modelo, no es un secreto, pero hasta el momento ningún gobierno ha planteado una estrategia viable para rescatarlo de la quiebra.
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La nueva habitación se comparte con otros cinco enfermos, solo cinco. Aquí hay mucho silencio y las luces sobre cada cama pueden apagarse con toda libertad. Junto a cada paciente debe haber un familiar las veinticuatro horas y la atención en el IMSS recae en buena medida en que esta regla se cumpla. Los familiares asisten a médicos y enfermeros para reportar emergencias, administrar medicamentos y comida, con previa autorización, y a llevar a los pacientes al baño. A mí me toca más bien ayudar a cambiar pañales, porque hace tiempo que perdiste la fuerza para levantarte. Mi hermano, mi madre —que pesar de que se separaron muchos años antes, nos acompañó en este proceso— y yo, hacemos turnos de ocho horas para que nunca estés solo y, con la poca energía que tienes, algún gesto, nos haces saber que lo agradeces.
Los desórdenes neurológicos son la principal causa de discapacidad en el mundo y, entre ellos, el párkinson es el que está creciendo más rápidamente, aún más que el alzhéimer. De 1990 a 2015, la prevalencia, la discapacidad y las muertes vinculadas al párkinson se duplicaron. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva, y que padecen más de 8.5 millones de personas en el mundo. Al ser una afección que se da principalmente, aunque no exclusivamente, en adultos mayores, el envejecimiento poblacional la está dotando de un crecimiento exponencial, de potencial pandémico. En un texto de la Davis Phinney Foundation, “The parkinson pandemic: a call to action”, Ray Dorsey y Bastiaan Bloem proyectaron que para 2040 habrá 14.2 millones de personas con párkinson en el mundo, el doble que en 2015. Aclararon, además, que usaron los números de forma muy conservadora y que las cifras reales pueden ser mucho mayores. Según Conacyt en México hay más de 230 000 pacientes diagnosticados y más de cuarenta mil en busca de atención médica, diagnóstico y tratamiento. En países en vías de desarrollo, es una enfermedad que en muchos casos no llega a diagnosticarse, mucho menos a tratarse, por falta de recursos o información.
El párkinson se genera en el tallo cerebral, donde se alojan las neuronas que producen dopamina. Comienza por un déficit o pérdida progresiva de esas neuronas y, sin la dopamina, el neurotransmisor responsable del movimiento, se pierde el control sobre la movilidad. Es una enfermedad que suele asociarse con el temblor de las extremidades, pero entre 30% y 40% de los pacientes no presentan este, sino otros síntomas motores, como rigidez en algunas partes del cuerpo, que llega a ser muy dolorosa; lentitud de movimientos, inestabilidad postural y pérdida de la expresión facial. Además, hay muchos otros síntomas no motores: depresión, demencia, trastornos del sueño y la memoria, exceso de salivación, problemas del habla, síntomas digestivos como el estreñimiento, o sensoriales, como la pérdida del olfato.
Mi padre los tenía todos desde hace años y, si bien pudimos llevar parte de su tratamiento con médicos privados, la mayoría sucedió en hospitales del IMSS, donde fuimos testigos de lo poco preparado que está el sistema de salud pública para atender a pacientes como él. La falta de recursos, la saturación de los servicios, el desabasto de medicamentos, el bajo número de especialistas y la poca información que hay sobre esta afección hacen que los hospitales públicos, en resumen, hagan lo mejor que pueden con lo que tienen.
El párkinson es una enfermedad, larga, compleja y cara, que se debe tratar no solo desde el frente neurológico, sino psiquiátrico y psicológico; además, requiere fisioterapia constante, alimentación especial y terapia cognitiva. Pero darle seguimiento a todo esto desde el sistema de salud pública es prácticamente imposible, empezando porque conseguir una cita con un neurólogo implica entrar en una lista de espera de seis meses. Ya si uno insiste, da dos o tres vueltas para preguntar si se abrió algún hueco, o, como le sugirieron a mi hermano —pasándole por encima a la ética—, “llevas una botellita de whisky como regalo a los doctores para que te tengan un poco más presente”; en ese mar de solicitudes, tal vez uno logre reducir la espera a dos o tres meses. Con las citas para hacer estudios es la misma historia. Por poner un ejemplo ilustrativo, una ocasión, mi hermano solicitó para mi papá una resonancia magnética. La espera era de dos o tres meses. Pero algún médico le sugirió internarlo una noche, como si fuera urgencia, para no esperar tanto. Así lo hizo, pero el estudio no funcionó, porque no consiguieron que mi papá mantuviera la cabeza quieta. La única alternativa era hacerlo con sedantes, pero para esa modalidad del procedimiento, la espera era de ocho meses, así que se tuvo que hacer en hospital privado.
Escribo esto considerando y agradeciendo la suerte de estar en la capital del país, donde se concentra la mayor cantidad de hospitales y especialistas, pero, aun así, tratar dentro del sistema público una enfermedad crónica y progresiva, o simplemente larga, implica asumir que será difícil darle seguimiento oportuno. Hay grandes especialistas, pero están muy lejos de ser suficientes, y el sistema entero pone incontables trabas burocráticas para avanzar a tiempo. Hay tanto que se anota en hojas de papel muy perdedizas, expedientes, radiografías y trámites que se extravían o expiran y que te devuelven al fondo de la larguísima fila.
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Andrea Martínez es una neuróloga y neurocirujana que atendió a mi papá. Estudió siete años de Medicina; un año de Cirugía General; cinco de Neurocirugía, y, finalmente, uno más de alta especialidad en Neurocirugía Funcional, para el tratamiento de párkinson y epilepsia, entre otras enfermedades. Ahora trabaja en el Centro Médico Nacional La Raza, en la Ciudad de México, al que entra a trabajar a las siete de la mañana. Da un promedio de veinte consultas, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, y hace entre diez y quince cirugías al mes. No son más porque no hay suficientes quirófanos. Además, debe atender pacientes que vienen de otras áreas del hospital, de “interconsulta”. Por todo esto recibe un sueldo de quince mil pesos a la quincena, eso si no llega tarde ni un solo día, porque ese monto incluye ya un bono de puntualidad por tres mil.
El día de esta entrevista, a finales de agosto, Andrea, quien, por cierto, solo tiene 33 años, recibió a una bebé de ocho meses con sangrado en el cerebelo y pidió una resonancia magnética para analizar lo que creía un tumor. Se la dieron para el 12 de diciembre. A cuatro meses de distancia. Entonces, tuvo que hablar con jefes de distintas áreas para explicar el caso y, luego de mucho insistir, logró conseguirle una cita para la semana siguiente. “Es una lucha diaria por encontrar huecos en el sistema para tratar de ofrecer una mejor atención, y un sentimiento de impotencia y frustración continuo por un sistema totalmente rebasado con el que ya no podemos, ni pacientes, ni familiares, ni nosotros, como médicos”, se desahoga.
Dice que el tomógrafo ha llegado a pasar dos semanas descompuesto y que, en todo México, solo el área infantil del hospital de La Raza, tiene equipo de endoscopia, una de las muchas razones por las que llegan niños de todo el país. La Raza atiende a nueve millones de mexicanos al año. Cuenta también que ha habido semanas en las que no hay contornos, telas de algodón que se usan para contener sangrados. Una vez, tuvo que hacerlos ella misma a partir de algodón estéril y ya con un paciente esperándola en el quirófano. Fue hasta que tuvieron que suspender cirugías que los compraron. Me dio otro dato: en todo el sistema hospitalario del IMSS, a nivel nacional, solo el Centro Médico Nacional Siglo XXI tiene equipo de radiocirugía y radioterapia, claves para su especialidad. Son personas como Andrea las que sostienen a ese monstruo que es el sistema de salud pública en este país.
“Nuestros compañeros médicos no le piden nada a cirujanos, clínicos e investigadores de otros países. El médico mexicano, con todas las trabas que tiene el sistema, resuelve con una cuchara si es lo único que tiene a la mano, y hace lo mismo o más que médicos de primer mundo que lo tienen todo. El problema es la corrupción y que los recursos siguen quedándose en los bolsillos equivocados —denuncia—. Con frecuencia aparecen videos en los que se ve a personal del IMSS tratando mal a los pacientes, y no lo justifico, pero hay que pensar cómo es el día a día de esas personas. A lo mejor era un dispensador de farmacia que llevaba un mes lidiando con pacientes enojados por un medicamento que no hay”.
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Uno de los síntomas más terribles del párkinson, en su fase terminal, es perder la capacidad de tragar y toser, lo que implica el riesgo de ahogarse en cada intento por comer y la anemia consecuente por lo poco que los pacientes logran deglutir de manera exitosa y con mucho esfuerzo. Los suplementos alimenticios nunca son suficientes. A eso hay que sumar que, ante una enfermedad respiratoria, como la de mi papá, perder esas dos funciones significa que no hay forma de expulsar las flemas, así que se acumulan dónde pueden, formando nuevas infecciones.
Intentar que comas implica el riesgo de una broncoaspiración, y en tu estado, papá, ese riesgo es muy alto, así que luego de dos días de mantenerte con puro suero, una sonda nasogástrica es la única ruta para alimentarte. El procedimiento es molesto, pero no hay de otra. Tenemos que ayudarle a tu cuerpo. Tenemos también que seguir trabajando la paciencia, pues resulta que no hay registro del cultivo de muestra faríngea que te hicieron en urgencias. Los resultados se perdieron en la mudanza de piso —o algo así dijeron—, entonces hay esperar a que te lo hagan de nuevo y luego esperar otro tanto por los resultados para saber por fin cuál es la bacteria que nos tiene aquí y qué antibiótico necesitamos para matarla.
Las horas en este lugar son eternas, en especial en las noches, cuando baja el movimiento de médicos y enfermeros. Mientras duermes, escribo mucho, y buena parte de esas notas están en este texto. También me las ingenio para caminar bastante, de ida y vuelta por un muy largo pasillo que no olvidaré nunca. Le tomé varias fotos, le hice incluso un video. Parece sacado de una escena de Stanley Kubrick. A mí me parece tremendamente sombrío, pero quizás los enfermeros, sentados contra la pared en butacas de escuela, con paletas para escribir, le tienen cierto cariño, porque ahí disfrutan de algunos momentos de paz, cuchicheando unos con otros o perdiéndose en el celular, como el humano promedio de nuestra era. Son muy jóvenes, pienso, y esta es su vida todos los días. Qué agradecida estoy de que estén aquí.
Alrededor de las diez de la noche, los médicos hacen un último recorrido, cama por cama. Aparece una doctora que ya había visto antes, rodeada de un pequeño grupo de practicantes que no le quitan la mirada de encima.
La doctora se acerca, revisa tu expediente.
—Buenos noches, don Alejandro. ¿Cómo está?
—Está muy débil, se la pasa dormido —respondo por ti.
—¿Por qué está tan delgado? Acompáñame un momento afuera.
Salgo. Pálida.
—Tengo que ser muy honesta: aunque tu papá lograra vencer la neumonía, su salud está demasiado deteriorada y la probabilidad de recaída o de contraer otras infecciones es muy alta, así que vamos a transferirlo a una zona de aislamiento. Tienes que saber que va a ser muy difícil que se recupere del todo. ¿Ya pensaste si vas a querer que lo intuben?
—No. Tendría que consultarlo con mi familia.
—Piénsenlo bien, porque van a hacerlo sufrir mucho.
—¿Qué harías tú, si fuera tu padre? —pregunto con miedo a la respuesta.
—Lo dejaría descansar.
Cuando uno escucha eso, les cierra la puerta en la cara a las palabras; luego no queda otra que irlas dejando pasar, una a una, aunque se paralice el alma.
La ansiedad se disparó y fuerte. Supe que tenía que salir a respirar y bajar por las escaleras, porque no iba a tolerar entrar al elevador. Corrí hasta abajo y me acosté en el pasto seco, junto a la zona de espera de la lona blanca. Casi no había nadie a mi alrededor.
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Desperté con la sensación de no haber dormido en lo absoluto. Tomé el celular para encontrar un mensaje de mi hermano con otra mala noticia: “Mi papá se arrancó la sonda gástrica y se lastimó por dentro. No saben si van a poder ponerle otra”. Me costó muchísimo reunir fuerzas para salir de la cama. Cuánta tristeza. Rabia. No pude evitar llegar a la habitación a preguntarte a gritos:
—¿Por qué hiciste eso?, ¿por qué te haces daño?, ¿qué no ves que estamos aquí haciendo de todo para que te recuperes? ¡Tienes que poner de tu parte!
Desviaste la mirada como si no me escucharas.
—No lo regañes, está sufriendo —dijo mi mamá. Me contó también que durante todo su turno estuviste quejándote, muy bajito pero constante, y luego más fuerte. Raro, porque a pesar de todo lo que has pasado, tú nunca te quejas. Imagino tu garganta desgarrada. Como no puedes explicarles a los enfermeros qué te duele, intento hacerlo yo, pero me dicen que no pueden darte nada para el dolor sin que lo autorice la doctora.
—¡Pero es que lleva horas sufriendo!
Tras el cambio de turno y luego de mucho insistir, a las diez de la noche, un enfermero, en secreto, me dejó darte un paracetamol que, por suerte, traía en la bolsa. Me ayudó a molerlo para dártelo disuelto en agua.
Al día siguiente, mi mamá pasó por lo mismo. Horas de verte apretar los puños de dolor y quejarte sin parar, hasta que una enfermera, de nuevo a escondidas y pidiéndole no decir nada, aceptó darte otra dosis de paracetamol, esta vez intravenoso, que es mucho más eficiente y te dejó en paz por muchas horas. Le dijo, sin embargo, que era el último que tenían y que nos recomendaba conseguir más afuera, porque seguro que nos harían falta.
En un hospital del IMSS es común que pidan, por ejemplo, traer pañales, gasas o toallitas de bebé para los pacientes que lo requieren, ya que no siempre tienen suficientes; además, las familias suelen cargar con el medicamento para condiciones preexistentes, que cada enfermo toma de manera habitual. Por otro lado, el personal no debe pedirles a los familiares comprar medicinas o insumos necesarios para tratar el padecimiento o emergencia que los trajo aquí y, sin embargo, sucede. La razón: escasez. Hay mucho allá afuera que podría ayudar a los pacientes, que no existe aquí y, con frecuencia, enfermeros y médicos, sugieren comprar tal o cual cosa.
En la farmacia de enfrente ya no había. La dependiente me explicó que, justo por la escasez de su vecino, no lograban abastecer la demanda. Me ayudó a llamar a otras farmacias de la cadena para ver si tenían. Consiguió que me apartaran dos cajas en una farmacia y cuatro en otra, así que hice el recorrido para comprarlas. Otra victoria. Seis dosis de un gramo de paracetamol intravenoso. Volví muy contenta con las cajitas en una bolsa de plástico. Luego entendí que aquel triunfo ayuda al paciente, pero perjudica al sistema.
“Que tú compres medicinas afuera genera un incentivo negativo, porque el sistema no registra que no hay o cuál es la demanda real. Además, se han descubierto muchos casos de farmacias que venden insumos robados de hospitales. Si los seguimos comprando, nadie se queja”, me explicará después Andrés Castañeda Prado, quien es médico, maestro en Gestión de Políticas de la Salud y en Economía del Comportamiento. Además, es coordinador de las causas de Salud y Bienestar en Nosotrxs, organización que impulsó el proyecto Cero Desabasto, un colectivo que reúne a pacientes, familiares, médicos, académicos, organizaciones y autoridades para lograr el acceso efectivo a medicamentos e insumos con el fin de garantizar el derecho a la salud. A través de su portal, cualquier persona puede reportar los medicamentos que no consigue, y las bases de datos que se han generado han sido muy importantes para visibilizar el problema. “Que el presidente diga en la mañanera que habrá gratuidad para todos, no significa que eso va a pasar automáticamente. Hay que invertir. El presupuesto de salud lleva congelado más de doce años y la reestructura que ha planteado este gobierno no se está haciendo con participación de los ciudadanos o de los profesionales de la salud, sino a través de una serie de imposiciones no negociadas, desplantes, arbitrariedades, que hacen que las cosas salgan mal”, denuncia.
Cuando le pregunto qué tan preparado está el sistema de salud para enfrentar la creciente crisis de enfermedades neurodegenerativas, responde: “Culturalmente, asumimos que el adulto mayor ya dio lo que tenía que dar. Si se le olvidan las cosas o no puede caminar, es porque así son, hay que cuidar que no se caigan y ya. No se ve por su independencia y su autonomía. Y no, el sistema de salud no está preparado para acompañarlos en estas enfermedades crónicas, degenerativas o de largo plazo. En realidad, el sistema y el modelo de atención están diseñados e incentivados para lo contrario, para despachar rápido y, de ser posible, no volver a ver al paciente”. Andrés ha dedicado textos y apariciones en medios a insistir en que, si como sociedad civil no exigimos y defendemos nuestro derecho a la salud, nadie lo hará por nosotros.
Pero qué lejos estamos de tomar conciencia de esto, si, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, a la pregunta de “¿No tiene afiliación ni acceso a servicios médicos?”, más de 31 millones afirmaron no tener derecho a la asistencia sanitaria. Esto significa que alrededor de uno de cada cuatro habitantes no sabe que tiene derecho a solicitar atención médica en las instituciones públicas de salud. Mientras tanto, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, el gasto promedio en salud de los hogares creció más de 30% en los dos primeros años de este gobierno. Incrementó también el gasto catastrófico, cuando una familia tiene que desembolsar más de 30% de su ingreso porque alguno de sus integrantes se enfermó. Se llama “catastrófico” porque lo es y hace que la gente caiga en la línea de pobreza. A nivel nacional, según datos de Coneval, estos casos estuvieron cerca de duplicarse en el mismo lapso, al pasar de 2.1% de los hogares en 2018, a 3.9% en 2020. El incremento de prevalencia de gastos catastróficos fue también mayor en los hogares encabezados por mujeres y aquellos con adultos mayores.
Es difícil saber cuánto de esto se debe a la pandemia, pero el desabasto adicional que provocaron los cambios en el sistema de compras de medicamentos a nivel nacional, bajo el argumento del presidente de combatir la corrupción, y el desorden estructural que provocó la desaparición del Seguro Popular en 2019 para crear el Instituto de Salud para el Bienestar y, tras su fracaso, el IMSS-Bienestar, también están entre las causas.
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Mi turno de guardia por esos días era de seis de la tarde a dos de la mañana. Tenía tiempo de dormir horas razonables, comer algo y trabajar hasta las cinco en una casa que me prestaron unos grandes amigos en Cuernavaca. Luego de varias jornadas con la misma rutina, adopté la tradición de llevarle a mi mamá algo de tomar, que compraba en un Oxxo cercano, y lo tomábamos juntas, sentadas en un escalón afuera del hospital, antes de despedirnos. Se había vuelto un momento lindo, en el que ella me resumía los sucesos de su turno y cualquier noticia o indicación nueva que hubieran dado los médicos. Luego hablábamos un poco de cualquier cosa, la acompañaba a un taxi para que volviera a la casa y yo entraba al hospital. Una de esas ocasiones, la guardia de la entrada, que yo no había visto antes, no me dejó pasar con mi mochila, donde guardaba una botella grande de agua, una sudadera, una manzana, unas Sabritas, mi libreta y una mica llena de papeles con recetas, horarios y aspectos clave de un historial médico pesado.
—El reglamento no permite mochilas.
—Pero llevo muchos días aquí, metiéndola sin problemas.
—Tienes que traer todo en una bolsa transparente.
—¿Y dónde la consigo?
—Afuera hay un puesto que las vende, pero ahorita ya cerró.
—Señorita, mi papá está grave y ya lleva un rato solo. Déjeme pasar, por favor.
—Tú eres hermana del güero, ¿no? El que viene de madrugada.
—Sí. Viene para relevarme.
—No está permitido entrar ni salir antes de las seis de la mañana. No sé por qué insisten.
—Nos autorizaron hacerlo así, por la demencia de mi padre. Es muy desgastante pasar la noche completa con él, así que la dividimos en dos.
—El guardia de la madrugada no debería permitirlo. Si quieres pasar, deja aquí afuera tu mochila —dijo y señaló un librero maltrecho con dos o tres mochilas, detenidas por su peligrosidad.
Asumí que no habría manera de entrar con todo lo que necesitaba en las manos, así que salí en busca de una bolsa de plástico en la que pudiera guardarlo todo. En el Oxxo no había nada lo suficientemente grande y resistente. Entré a un local de mariscos, aproveché para comer algo y le pedí a la mesera que me regalara una bolsa de basura. Era enorme y de plástico muy grueso. Así que, como Santa Claus, con un saco enorme, pero sin regalos colgando al hombro, entré al hospital los muchos días que siguieron.
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Llagas. Son lesiones de la piel y sus membranas mucosas. También se les conoce como úlceras por presión, en realidad ese es el nombre correcto, y se desarrollan cuando se bloquea el suministro de sangre a un área del cuerpo en la que hay una presión excesiva y prolongada, que mata la piel, generando heridas que permanecen abiertas como un cráter. Son heridas que aparecen sobre todo en las caderas, las nalgas, los talones, los codos, los hombros y la parte posterior de la cabeza de las personas que pasan mucho tiempo postradas en una cama o una silla de ruedas. Mi papá tenía muchas y, a veces, ante la emergencia de la infección respiratoria, nos olvidábamos de ellas. Teníamos que asegurarnos de cambiarlo de postura cada dos horas, pero yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo sola, por lo que tenía que esperar a que alguno de los camilleros viniera ayudarme. Dentro del IMSS hay un Servicio de Manejo de Heridas, al que hay pedir apoyo para tratar casos como este. Un día me tocó estar presente en la curación: una llaga se veía como un cráter, en su talón derecho, una herida redonda, más grande que una moneda de veinte pesos, profunda y supurante, rodeada de un borde blando y grisáceo de piel muerta en expansión. Cada que tenía que verla, sentía que el estómago se me caía al piso. Cómo duele verte en este estado, papá. Y qué poco sabemos del cuerpo, de la piel que habitamos, hasta que todo empieza a fallar.
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Una vez que fue posible hacerte el cultivo que tanto esperamos, y que supimos el nombre de la maldita bacteria que causó la infección respiratoria, Klebsiella pneumonia, la doctora Angélica Aguilar nos anunció que el medicamento que te habían recetado en las semanas previas a la internación no era el indicado para combatirla. Por eso no mejorabas, por eso derivó en neumonía y henos aquí. La buena noticia es que, luego de dos días con el medicamento indicado, se te ve bastante mejor. El oxímetro reporta casi siempre más de noventa, aunque estás lejos de estar listo para respirar solo. Sigues dependiendo de oxígeno permanente, más nebulizaciones y aspiraciones dos o tres veces por día. Las aspiraciones son procedimientos bastante agresivos, en los que con una sonda que meten por la garganta, conectada a una máquina de succión, sacan flemas en cantidades y tonalidades que son difíciles de asimilar. Él se resiste, forcejea. Con lo lastimado que está por dentro, aquello debe doler muchísimo. Me cuesta trabajo entender cómo es que tu cuerpecito esquelético logra seguir adelante, pero si tú no te rindes, yo tampoco, papá.
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La habitación de aislamiento se siente, por un lado, como un tremendo privilegio, porque es amplia y tiene baño propio, pero los enfermeros aparecen mucho menos, entran con reservas y no se nos acercan mucho, conscientes de que la bacteria que tienes es muy agresiva. Entiendo que tengan miedo, especialmente después de la pandemia. Tanto ellos como yo tenemos que entrar siempre con una bata especial que se cuelga de nuevo junto a la puerta antes de salir. Varias veces me olvidé de hacerlo y me regañaron. La doctora Angélica había decidido no ponerte de nuevo la sonda gástrica, y a partir de ese día empezaron a traerte, tres veces al día, charolas con tres o cuatro vasos de unicel cubiertos con plástico. Cada uno con una papilla distinta. Una olía a arroz con leche; otra, verdosa, a chayote, y una más parecía ser de zanahoria. Teníamos que intentar que comieras lo más posible, poco a poco y con una jeringa que llenábamos por la mitad antes de ponértela en la boca y esperar con mucha paciencia a que la tragaras. Al principio, luego de dos o tres pruebas, ya no podías más; unos días después, empezabas a pedir más y más. Tenías hambre.
—Estás muy bonita.
—Gracias, pa. Tú no estás en tu mejor momento, pero igual eres lindo.
Sonreíste.
—Pon música.
—OK. ¿Qué quieres que te ponga?
No necesito esperar la respuesta. Sé de sobra lo que te gusta. Tomo el celular y pongo play: “Poetry in motion”, de Johnny Tillotson, y luego Creedence, The Doors, The Beatles y Cat Stevens. Con la poquita energía que tenías, movías tus manitas y sonreías con los ojos, murmurando palabras y ritmos que están taladrados en mi memoria.
¿Quién soy? Soy las canciones que tú y mi mamá ponían en casa.
¿Quién soy? Soy el vacío que dejarás cuando te vayas.
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Luego de no sé cuántos días de hospital, te dieron de alta, no porque estuvieras bien, sino porque ya no ibas a estarlo. Podíamos continuar con tu tratamiento afuera, donde corrías menos riesgos y tu ánimo mejoraría. La doctora Angélica, muy joven y extraordinaria geriatra con un especial interés por el párkinson, abrió un espacio en su apretado turno en el hospital para hablar con nosotros antes de irnos, e hizo mucho énfasis en que teníamos que estar los tres. Nos dijo que, aun si la infección continuaba a la baja, tu esperanza de vida era muy poca, y que nos concentráramos en ofrecerte cuidados paliativos, para que sufrieras lo menos posible. Nos dio tips para hacerte los días más llevaderos y dejar de luchar contra lo inevitable.
Ya no podíamos regresarte a la casa de retiro en Morelos donde habías decidido vivir desde hacía seis años, porque no tenían el nivel de atención médica que necesitabas ahora, y queríamos tenerte lo más cerca posible, en la Ciudad de México. Aunque, por la gravedad del asunto, tampoco podíamos atenderte en nuestro departamento. La doctora nos dio algunas sugerencias de lugares donde podrían recibirte para continuar el tratamiento; preguntando entre conocidos, y con ayuda de una tía, encontramos una casa de cuidados especializados en Coyoacán, donde te asignaron a Marco, un enfermero de dulzura desbordada, con quien nos encariñamos. Compramos todo lo necesario para instalarte, con toda la ilusión de que, venciendo la infección, tendríamos más tiempo para disfrutarte. Alguien de nosotros estuvo ahí contigo cada día, llenando expedientes, entregando medicamentos, acariciándote la cabeza.
Pero una semana después, Marco nos llamó desesperado, pidiendo que una ambulancia fuera por ti. Mi mamá se fue contigo, y mi hermano y yo llegamos directo al hospital. Estábamos de regreso en una sala de urgencias, ahora del Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque de nuevo no podías respirar. El cuadro había empeorado.
No volví a escucharte hablar ni a ver tus ojos abiertos. A partir de entonces solo sabía que me escuchabas porque me apretabas la mano a modo de respuesta. Ahí, otro médico nos recomendó, una vez más, que no recurriéramos a la intubación, porque la fragilidad de tu cuerpo no iba resistir el procedimiento, y estuvimos de acuerdo en no hacerlo. Entrar en cuidados paliativos significa, en parte, dejar de luchar. Aceptar que la vida se apaga.
—Estuve muy enojada contigo, pero ya no lo estoy. Perdóname por el tiempo que no estuve a tu lado.
Apretón de mano.
—Somos tan parecidos y, aun así, ni tú ni yo supimos nunca cómo hablarnos. De todas formas, siempre estuviste ahí. Gracias por tu generosidad enorme, por todo lo que construiste para nosotros, por enseñarme a ser fuerte desde niña, por exigirme buenas calificaciones y por todas las noches que me llevaste a dormir cargando en los hombros. Gracias por mis mejores memorias.
Apretón de mano.
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El doctor dijo que podías irte en cualquier momento, y a partir de entonces fue inevitable preguntarnos a quién le tocaría el turno negro de verte partir. ¿Y si me toca a mí? Me puse a investigar qué pasa en el cuerpo cuando se está a punto de morir, y encontré que las personas en agonía tienen cierto control sobre el momento en el que se dejan ir. Algunos esperan un perdón o a que estén todos sus hijos juntos, reunidos junto a la cama. ¿Qué elegiría yo en esa circunstancia?
Una tarde coincidí con mi hermano, entre turnos, en el Sanborns de la plaza de enfrente. Él, que es el optimista, que luchó como nadie y asumió la mayoría de los gastos, trámites y angustias para que a mi papá no le faltara nada, estaba desmoronándose. Me dijo que le explotaba la cabeza, que esa mañana, mientras cruzaba la calle, le vino un mareo que le nubló la vista y volvió todo negro.
—Siento que se va a morir hoy en la noche —dijo.
—¿Y preferirías estar con él o no en ese momento?
—No. Yo no quiero estar.
—OK. Entonces, si quieres, yo me quedo en la noche.
Así lo hicimos, pero no ocurrió.
A la mañana siguiente, tu mano parecía haber recobrado una firmeza que un día antes ya no sentía cuando jugaba con sus dedos. El doctor nos dijo que le costaba creer que siguieras aquí y nos pidió que pensáramos si había algún pendiente que pudiera tenerte intranquilo. Le preguntamos si era posible estar un momento los cuatro juntos, sabiendo que iba contra las reglas del hospital. Nos concedió el permiso en un papel firmado y acordamos usarlo esa noche.
Hay un momento en la vida en el que comenzamos a quedarnos huérfanos, y ahí estábamos mi hermano y yo, junto a mi madre, ayudándote a morir. De nada me sirvió ser una mujer adulta. En ese momento todos somos niños.
Nos paramos los tres alrededor de tu cama y te acariciamos con todo el amor posible. Te dijimos que podías irte, en paz, que nos habías hecho fuertes y que íbamos a estar bien.
La muerte, que es despedida, paradójicamente, tiene ese poder de unir.
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Al día siguiente, desperté en el departamento de mi hermano pesando dos toneladas. Fui a desayunar a un local cercano, unas enchiladas que sabían a ceniza. “Estoy agotada. Ya no puedo más”, le escribí un mensaje a mis amigas. Mi hermano, que había vuelto a su modo heroico, me llamó para decirme que volviera a casa porque me había conseguido una cita con una tanatóloga, que me iba a atender por Zoom, así que volví. Cuando estaba a punto de conectarme, él recibió una llamada de mi mamá. Papá, ya te habías ido.
Hablé un poco con ella antes de salir. Mamá lloraba desconsolada porque te había dejado solo para ir a recibir a un sacerdote a la entrada del hospital. Sabía que, si no bajaba, no lo iban a dejar pasar, y para ella era muy importante que recibieras los santos óleos. De cualquier forma, los guardias le hicieron perder media hora porque, por más que explicaron la situación, les negaban el acceso si querían volver a entrar juntos. Para los católicos, que una persona muera sin recibir los santos óleos es cosa grave, así que el sacerdote, que había venido a este hospital varias veces con la misma misión, estaba tan desesperado como mi madre. Al final, los dejaron pasar, pero ya era demasiado tarde. Yo creo que tú elegiste ese momento, a solas, para irte.
Estos días transcurren entre ambulancias, salas de urgencias y cuartos de hospital. Son las notas que escribió una periodista durante las últimas semanas de vida de su padre, internado por neumonía y complicaciones del párkinson en su fase terminal. Las notas dieron forma a esta crónica que, por un lado, es un relato personal de lo que implica despedirse de quien te dio la vida y, por otro, una serie de observaciones sobre el estado del sistema de salud pública en México.
Suben a un enfermo a piso y se vacía el espacio. Hay cincuenta pacientes alrededor que atraviesan distintos niveles de emergencia. Quienes no tienen cama esperan, uno detrás de otro, en pasillos con provisionales sillas de ruedas. Veo a una mujer que le sostiene la cabeza a otra, tan débil que no puede hacerlo sola; ella espera, creo, su quimioterapia. Así pasan las horas en la sala de urgencias de un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). La espera por otro paracetamol, por una charola de comida, por un estudio que hoy no pueden hacer porque es fin de semana, por una enfermera malencarada que no ofrece más explicaciones que un violento “¡Espere afuera!” para el familiar que se ha acercado a preguntar sobre un diagnóstico o por el doctor de turno que está harto de que le pregunten lo mismo: “¿A qué hora nos dan informes?”.
De todas formas, a este joven médico no le alcanza el tiempo para responder, porque entra una camilla de la Cruz Roja y, pocos minutos después, otra más que sale de una ambulancia del IMSS. Cada tanto llegan nuevas tragedias que nos distraen de la propia. Una y otra y otra víctima más: de infarto, de atropello, de intoxicación, de fractura, de golpiza o de abandono social. Así que, sin responder, en medio de ese ajetreo, el doctor de turno se da la vuelta para atender los nuevos ingresos. Prepara el suero, el oxígeno, toma muestras de sangre, pide ayuda para subir a los pacientes a la cama angosta y maltrecha en la que los pondrá, también, a esperar, cubiertos por una cobija que de tanto uso tiene transparencias y de su logo queda prácticamente nada. Será la cama diez o la doce o la trece. No importa.
A una sala de urgencias como esta, del Hospital General Regional de Cuernavaca, Morelos, llegan, según se vea, quienes tienen la suerte de estar registrados ante el sistema de seguridad social mexicano o simplemente quienes no pueden pagar un seguro privado o dejar una tarjeta sin fondos para ingresar a un hospital reluciente, con sucursal de Starbucks, que cobra por cada bocanada de aire en sus prístinas instalaciones y cuya cuenta incluye decenas de páginas, con las pantuflas que resultaron no ser de cortesía y el cepillo de dientes, con branding, que tampoco lo fue. En esta clínica del IMSS se aguardan noticias sobre un familiar al borde de la muerte o no, en una silla metálica o en el piso de una sala repleta de gente sola, porque nada más se permite la entrada de un único familiar por paciente. Entre el cansancio y la tristeza, varios optan por acostarse en el suelo a descansar un rato. Luego de largas horas pensé hacer lo mismo, pero me ganó el miedo a caer en un sueño profundo y perderme el tan anticipado informe colectivo.
En medio de esta angustia comunitaria, se ven las horas pasar; luego un día, una noche, con la cabeza a reventar y una sensación de soledad profunda; horas y más horas sin saber nada más que mi padre sigue amarillo y al borde de la inconciencia por lo mucho que le cuesta respirar, y cuyo nivel de oxigenación no levanta. Eso lo sé porque ya me colé un par de veces a lo largo de la noche, infringiendo las reglas, para echarle un vistazo en esa sala donde la luz de interrogatorio no se apaga nunca. Por mi cabeza pasan todas las tormentas, pero, por más angustiada que parezca, durante horas no escucharé otra cosa que una invitación a seguir esperando: “afuera”. Hay momentos de llanto y temblor en las piernas, en los que se busca un poco de privacidad que aquí no existe. También hay minutos en los que llega un poco de alivio, pues mi papá logró murmurar dos palabras más o menos congruentes. “Parece más despierto”, pienso.
En una sala de urgencias no deberían existir los fines de semana, pero existen. Desafortunadamente, a mis 37 años ya tengo experiencia en esto, y llegar a este lugar en sábado, domingo o día feriado es un pésimo augurio. Aquí las emergencias, aun las de vida o muerte, están sujetas al infortunio del asueto. Todo se mueve cien veces más lento, los mejores doctores no están, el técnico de laparoscopía tampoco y no hay cómo hacer estudios determinantes para cualquier diagnóstico. En nuestro caso, esperábamos un cultivo que nos confirmara qué bacteria le provocó a mi papá una infección respiratoria contra la que llevaba semanas luchando y que, lejos de ceder, se había convertido en neumonía.
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Mi padre llegó al IMSS en estado crítico el 15 de abril de 2023, el día de su cumpleaños número 74. Aun con el oxígeno a alta potencia, apenas podía respirar. Además, su cuerpo, debilitado por más de diez años de párkinson, había perdido ya no solo gran parte de su movilidad, sino de la capacidad de tragar y, por lo tanto, de comer con normalidad, así que no tenía fuerzas para defenderse de nada. El ajetreo de una sala de urgencias no permite descanso, y para un paciente como él, con alucinaciones, aquello es tortura. Con los ojos a medio abrir, gira la cabeza, desorientado con tanto movimiento a su alrededor. No puede abrirlos del todo y tampoco cerrarlos, mucho menos dormir. Los enfermeros y doctoras necesitan esa luz blanca tan agresiva porque permite percibir a simple vista, por ejemplo, el amarillo horroroso de la piel de mi padre por la baja oxigenación que tiene. Te digo:
—Estoy aquí contigo, pa. Ten calma. Vas a estar bien.
No contestas, pero seguro escuchas.
Las lágrimas se me quedan en el cubrebocas.
—¡Familiar, le dije que no puede estar aquí! ¡Espere afuera! —grita una enfermera.
—Papá, voy a tener que irme, pero, por favor, ya no te quites la máscara de oxígeno. ¡No me hagas esto!
Entre otras cosas, mi padre padece demencia, derivada de ese párkinson tan avanzado, y buena parte de su desorientación, las alucinaciones y ese impulso de arrancarse lo que le estorba, que en situaciones como esta tiene tintes suicidas, podrían calmarse con relativa facilidad, pero en veinticuatro horas no le han dado, ni me han dejado darle, uno solo de sus medicamentos. A pesar de que lo traigo todo, con recetas y horarios apuntados. De nada sirve, dicen, si el doctor de turno no los autoriza y deja las instrucciones por escrito. Pero la larguísima lista de medicamentos y su respectiva autorización ya la teníamos, luego de una larga entrevista a mi hermano, con quien alterno guardia, pero luego vino el cambio de turno y hubo que empezar de cero.
—Ya escuchaste. Sin autorización no te puedo dar la medicina. Yo sé que estás envuelto en desvaríos, y yo contigo. Yo contigo, papá.
Estando aquí la vida lo pone a uno en su lugar. La propia tragedia, por más grande, no está ni cerca de ser ni la más grave ni la más urgente. Muchas van primero. Los médicos y las enfermeras hacen lo que pueden con lo que tienen, entre un mar de enfermos al que se enfrentan con escasez de medicamentos, de camas, de sueldos dignos, de reconocimiento por su labor. Lo entiendo y quiero respetar las reglas, pero he estado varias veces en situaciones similares y he aprendido que aquí las cosas avanzan en la medida en que uno persiste, vigila y asoma un poco la cara por donde no debe para presentarse con doctores y enfermeros, una o dos veces y en cada cambio de turno, para pedirles que no se olviden de uno ni de su paciente. Así que logro guardar la calma, pero luego vuelvo a colarme para insistir en que me dejen darte las medicinas. Empujo la puerta que no debo empujar y entro.
En tu monitor, donde solía encontrar tu reporte de oxigenación, me topo con un signo de interrogación azul, no sé si era enorme, pero así lo vi aun desde lejos. No había registro de tu respiración. “Ya se fue —pensé—. Ya se fue”. Me acerqué a tu cama. Tenías la boca abierta y sin mascarilla, la mirada perdida. A primera vista no noté que respiraras. Luego vi que más bien te habías quitado el oxímetro del dedo y que te habían cambiado la mascarilla por un catéter nasal pegado con cinta, que no vi a la distancia. Aproveché los pocos segundos que sabía que tendría, antes del regaño de los enfermeros, para acomodarte el oxímetro. En el monitor reapareció el número que confirmó que seguíamos en la batalla. Volví a salir, ahora sí corriendo porque ya me miraban feo. Aunque la situación no había mejorado en lo absoluto, aquello supo a victoria.
Salí del edificio para despejarme un poco y me encontré con un par de personas que llegaron a la sala de espera de afuera, la de lona, para regalar tortas envueltas en servilleta y botellas de agua. Vienen dos veces por mes, me cuentan. Gestos de solidaridad entre humanos. Gracias, hay que decirlo. Gracias. Semanas atrás, en abierta preparación para esto, que sabía que venía, leía Fruto, de Daniela Rea, que a través de muchas voces reitera una idea central: cuidar nos hace humanos. Todos estamos vivos porque alguien alguna vez nos cuidó. Tú ya lo hiciste por mí, así que no voy a ninguna parte. Este es mi lugar, papá.
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Cincuenta por ciento de los elevadores de la clínica no sirven. Algunos lo dicen con claridad: “Fuera de servicio”; otros, más engañosos, no. Hay uno que, parece, tuvieron que abrir por la fuerza recientemente. La máquina que usaron para separar las puertas dejó marcas parecidas a las de las manos de Hulk. Quizá había alguien atrapado adentro, pero alcanzó a ser liberado, suerte con la que no corrió una chiquita de seis años que murió aplastada en otro elevador del IMSS, en Playa del Carmen, unos meses después. Tener que subir ahora varios pisos sin morir en el intento implica, en parte, una buena noticia. Dejamos por fin la sala de urgencias y vamos rumbo al piso 7, cama 702. Siempre hago este trayecto con angustia. Entro a un elevador que parece saludable, junto a otras cinco o seis personas, pico el botón y comienza a subir, haciendo paradas en todos los números. Para cuando llegamos al séptimo piso, ya estoy sola. Las puertas intentan abrirse sin lograrlo, se escucha al mecanismo forcejear sin éxito y luego ya no más. Parálisis. El bip en el oído. La ansiedad me respira en la nunca, pero ya sé calmarme. Presiono el 8, el elevador sube y ahí sí abre. Salgo y bajo por las escaleras a la planta inferior. Otra victoria.
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El 19 de enero de 2023, el IMSS cumplió ochenta años y se mantiene como la institución de seguridad social más grande de América Latina. Tiene un padrón que reporta 21 996 875 puestos de trabajo registrados que sumando pensionados y dependientes, alcanzó 71 millones de afiliados en 2021. Además, el gobierno de López Obrador le ha impuesto un nuevo y titánico objetivo: universalizar la cobertura de salud para toda la población a través del IMSS-Bienestar. Esta nueva institución híbrida tendrá que hacerse cargo de los servicios de salud en los estados que se adhieran a él y aunque esto no es propiamente un reto presupuestal porque, por ley, no se pueden transferir recursos del IMSS ordinario a este programa, sí es un enorme reto operativo que no se discutió o planeó lo suficiente.
En ese contexto, el IMSS enfrenta un sobrecupo permanente y al alza —además de escasez de recursos— por una razón estructural: su modelo de financiamiento. David Kaplan, economista senior de la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo, lo ha estudiado a profundidad y sus datos son contundentes. “En 1997, había 527 883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para 2018, había 2 169 529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno”, escribió. La tendencia muestra que, debido al envejecimiento poblacional, el número de pensionados crece y el de trabajadores aportando cuotas disminuye. Las aportaciones de estos trabajadores asegurados se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Esto significa que los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que para los trabajadores activos, sobre todo los jóvenes. En estas condiciones, hay cada vez menos recursos por usuario y eso ha provocado que las camas, médicos, insumos, medicamentos, enfermeros y consultas, estén muy lejos de ser suficientes.
Actualmente prevalecen las enfermedades crónicas de alto costo, como el cáncer o los problemas cardiovasculares, que en muchos casos se tratan de por vida. Según una investigación de la periodista Dulce Soto, durante 2021 solo seis enfermedades crónico-degenerativas costaron 100 031 millones de pesos al IMSS; “si ese gasto se mantuviera, en cuatro años consumiría las reservas de la institución que, en 2022, sumaron 401 mil millones de pesos”. Que el IMSS es insostenible bajo este modelo, no es un secreto, pero hasta el momento ningún gobierno ha planteado una estrategia viable para rescatarlo de la quiebra.
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La nueva habitación se comparte con otros cinco enfermos, solo cinco. Aquí hay mucho silencio y las luces sobre cada cama pueden apagarse con toda libertad. Junto a cada paciente debe haber un familiar las veinticuatro horas y la atención en el IMSS recae en buena medida en que esta regla se cumpla. Los familiares asisten a médicos y enfermeros para reportar emergencias, administrar medicamentos y comida, con previa autorización, y a llevar a los pacientes al baño. A mí me toca más bien ayudar a cambiar pañales, porque hace tiempo que perdiste la fuerza para levantarte. Mi hermano, mi madre —que pesar de que se separaron muchos años antes, nos acompañó en este proceso— y yo, hacemos turnos de ocho horas para que nunca estés solo y, con la poca energía que tienes, algún gesto, nos haces saber que lo agradeces.
Los desórdenes neurológicos son la principal causa de discapacidad en el mundo y, entre ellos, el párkinson es el que está creciendo más rápidamente, aún más que el alzhéimer. De 1990 a 2015, la prevalencia, la discapacidad y las muertes vinculadas al párkinson se duplicaron. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva, y que padecen más de 8.5 millones de personas en el mundo. Al ser una afección que se da principalmente, aunque no exclusivamente, en adultos mayores, el envejecimiento poblacional la está dotando de un crecimiento exponencial, de potencial pandémico. En un texto de la Davis Phinney Foundation, “The parkinson pandemic: a call to action”, Ray Dorsey y Bastiaan Bloem proyectaron que para 2040 habrá 14.2 millones de personas con párkinson en el mundo, el doble que en 2015. Aclararon, además, que usaron los números de forma muy conservadora y que las cifras reales pueden ser mucho mayores. Según Conacyt en México hay más de 230 000 pacientes diagnosticados y más de cuarenta mil en busca de atención médica, diagnóstico y tratamiento. En países en vías de desarrollo, es una enfermedad que en muchos casos no llega a diagnosticarse, mucho menos a tratarse, por falta de recursos o información.
El párkinson se genera en el tallo cerebral, donde se alojan las neuronas que producen dopamina. Comienza por un déficit o pérdida progresiva de esas neuronas y, sin la dopamina, el neurotransmisor responsable del movimiento, se pierde el control sobre la movilidad. Es una enfermedad que suele asociarse con el temblor de las extremidades, pero entre 30% y 40% de los pacientes no presentan este, sino otros síntomas motores, como rigidez en algunas partes del cuerpo, que llega a ser muy dolorosa; lentitud de movimientos, inestabilidad postural y pérdida de la expresión facial. Además, hay muchos otros síntomas no motores: depresión, demencia, trastornos del sueño y la memoria, exceso de salivación, problemas del habla, síntomas digestivos como el estreñimiento, o sensoriales, como la pérdida del olfato.
Mi padre los tenía todos desde hace años y, si bien pudimos llevar parte de su tratamiento con médicos privados, la mayoría sucedió en hospitales del IMSS, donde fuimos testigos de lo poco preparado que está el sistema de salud pública para atender a pacientes como él. La falta de recursos, la saturación de los servicios, el desabasto de medicamentos, el bajo número de especialistas y la poca información que hay sobre esta afección hacen que los hospitales públicos, en resumen, hagan lo mejor que pueden con lo que tienen.
El párkinson es una enfermedad, larga, compleja y cara, que se debe tratar no solo desde el frente neurológico, sino psiquiátrico y psicológico; además, requiere fisioterapia constante, alimentación especial y terapia cognitiva. Pero darle seguimiento a todo esto desde el sistema de salud pública es prácticamente imposible, empezando porque conseguir una cita con un neurólogo implica entrar en una lista de espera de seis meses. Ya si uno insiste, da dos o tres vueltas para preguntar si se abrió algún hueco, o, como le sugirieron a mi hermano —pasándole por encima a la ética—, “llevas una botellita de whisky como regalo a los doctores para que te tengan un poco más presente”; en ese mar de solicitudes, tal vez uno logre reducir la espera a dos o tres meses. Con las citas para hacer estudios es la misma historia. Por poner un ejemplo ilustrativo, una ocasión, mi hermano solicitó para mi papá una resonancia magnética. La espera era de dos o tres meses. Pero algún médico le sugirió internarlo una noche, como si fuera urgencia, para no esperar tanto. Así lo hizo, pero el estudio no funcionó, porque no consiguieron que mi papá mantuviera la cabeza quieta. La única alternativa era hacerlo con sedantes, pero para esa modalidad del procedimiento, la espera era de ocho meses, así que se tuvo que hacer en hospital privado.
Escribo esto considerando y agradeciendo la suerte de estar en la capital del país, donde se concentra la mayor cantidad de hospitales y especialistas, pero, aun así, tratar dentro del sistema público una enfermedad crónica y progresiva, o simplemente larga, implica asumir que será difícil darle seguimiento oportuno. Hay grandes especialistas, pero están muy lejos de ser suficientes, y el sistema entero pone incontables trabas burocráticas para avanzar a tiempo. Hay tanto que se anota en hojas de papel muy perdedizas, expedientes, radiografías y trámites que se extravían o expiran y que te devuelven al fondo de la larguísima fila.
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Andrea Martínez es una neuróloga y neurocirujana que atendió a mi papá. Estudió siete años de Medicina; un año de Cirugía General; cinco de Neurocirugía, y, finalmente, uno más de alta especialidad en Neurocirugía Funcional, para el tratamiento de párkinson y epilepsia, entre otras enfermedades. Ahora trabaja en el Centro Médico Nacional La Raza, en la Ciudad de México, al que entra a trabajar a las siete de la mañana. Da un promedio de veinte consultas, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, y hace entre diez y quince cirugías al mes. No son más porque no hay suficientes quirófanos. Además, debe atender pacientes que vienen de otras áreas del hospital, de “interconsulta”. Por todo esto recibe un sueldo de quince mil pesos a la quincena, eso si no llega tarde ni un solo día, porque ese monto incluye ya un bono de puntualidad por tres mil.
El día de esta entrevista, a finales de agosto, Andrea, quien, por cierto, solo tiene 33 años, recibió a una bebé de ocho meses con sangrado en el cerebelo y pidió una resonancia magnética para analizar lo que creía un tumor. Se la dieron para el 12 de diciembre. A cuatro meses de distancia. Entonces, tuvo que hablar con jefes de distintas áreas para explicar el caso y, luego de mucho insistir, logró conseguirle una cita para la semana siguiente. “Es una lucha diaria por encontrar huecos en el sistema para tratar de ofrecer una mejor atención, y un sentimiento de impotencia y frustración continuo por un sistema totalmente rebasado con el que ya no podemos, ni pacientes, ni familiares, ni nosotros, como médicos”, se desahoga.
Dice que el tomógrafo ha llegado a pasar dos semanas descompuesto y que, en todo México, solo el área infantil del hospital de La Raza, tiene equipo de endoscopia, una de las muchas razones por las que llegan niños de todo el país. La Raza atiende a nueve millones de mexicanos al año. Cuenta también que ha habido semanas en las que no hay contornos, telas de algodón que se usan para contener sangrados. Una vez, tuvo que hacerlos ella misma a partir de algodón estéril y ya con un paciente esperándola en el quirófano. Fue hasta que tuvieron que suspender cirugías que los compraron. Me dio otro dato: en todo el sistema hospitalario del IMSS, a nivel nacional, solo el Centro Médico Nacional Siglo XXI tiene equipo de radiocirugía y radioterapia, claves para su especialidad. Son personas como Andrea las que sostienen a ese monstruo que es el sistema de salud pública en este país.
“Nuestros compañeros médicos no le piden nada a cirujanos, clínicos e investigadores de otros países. El médico mexicano, con todas las trabas que tiene el sistema, resuelve con una cuchara si es lo único que tiene a la mano, y hace lo mismo o más que médicos de primer mundo que lo tienen todo. El problema es la corrupción y que los recursos siguen quedándose en los bolsillos equivocados —denuncia—. Con frecuencia aparecen videos en los que se ve a personal del IMSS tratando mal a los pacientes, y no lo justifico, pero hay que pensar cómo es el día a día de esas personas. A lo mejor era un dispensador de farmacia que llevaba un mes lidiando con pacientes enojados por un medicamento que no hay”.
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Uno de los síntomas más terribles del párkinson, en su fase terminal, es perder la capacidad de tragar y toser, lo que implica el riesgo de ahogarse en cada intento por comer y la anemia consecuente por lo poco que los pacientes logran deglutir de manera exitosa y con mucho esfuerzo. Los suplementos alimenticios nunca son suficientes. A eso hay que sumar que, ante una enfermedad respiratoria, como la de mi papá, perder esas dos funciones significa que no hay forma de expulsar las flemas, así que se acumulan dónde pueden, formando nuevas infecciones.
Intentar que comas implica el riesgo de una broncoaspiración, y en tu estado, papá, ese riesgo es muy alto, así que luego de dos días de mantenerte con puro suero, una sonda nasogástrica es la única ruta para alimentarte. El procedimiento es molesto, pero no hay de otra. Tenemos que ayudarle a tu cuerpo. Tenemos también que seguir trabajando la paciencia, pues resulta que no hay registro del cultivo de muestra faríngea que te hicieron en urgencias. Los resultados se perdieron en la mudanza de piso —o algo así dijeron—, entonces hay esperar a que te lo hagan de nuevo y luego esperar otro tanto por los resultados para saber por fin cuál es la bacteria que nos tiene aquí y qué antibiótico necesitamos para matarla.
Las horas en este lugar son eternas, en especial en las noches, cuando baja el movimiento de médicos y enfermeros. Mientras duermes, escribo mucho, y buena parte de esas notas están en este texto. También me las ingenio para caminar bastante, de ida y vuelta por un muy largo pasillo que no olvidaré nunca. Le tomé varias fotos, le hice incluso un video. Parece sacado de una escena de Stanley Kubrick. A mí me parece tremendamente sombrío, pero quizás los enfermeros, sentados contra la pared en butacas de escuela, con paletas para escribir, le tienen cierto cariño, porque ahí disfrutan de algunos momentos de paz, cuchicheando unos con otros o perdiéndose en el celular, como el humano promedio de nuestra era. Son muy jóvenes, pienso, y esta es su vida todos los días. Qué agradecida estoy de que estén aquí.
Alrededor de las diez de la noche, los médicos hacen un último recorrido, cama por cama. Aparece una doctora que ya había visto antes, rodeada de un pequeño grupo de practicantes que no le quitan la mirada de encima.
La doctora se acerca, revisa tu expediente.
—Buenos noches, don Alejandro. ¿Cómo está?
—Está muy débil, se la pasa dormido —respondo por ti.
—¿Por qué está tan delgado? Acompáñame un momento afuera.
Salgo. Pálida.
—Tengo que ser muy honesta: aunque tu papá lograra vencer la neumonía, su salud está demasiado deteriorada y la probabilidad de recaída o de contraer otras infecciones es muy alta, así que vamos a transferirlo a una zona de aislamiento. Tienes que saber que va a ser muy difícil que se recupere del todo. ¿Ya pensaste si vas a querer que lo intuben?
—No. Tendría que consultarlo con mi familia.
—Piénsenlo bien, porque van a hacerlo sufrir mucho.
—¿Qué harías tú, si fuera tu padre? —pregunto con miedo a la respuesta.
—Lo dejaría descansar.
Cuando uno escucha eso, les cierra la puerta en la cara a las palabras; luego no queda otra que irlas dejando pasar, una a una, aunque se paralice el alma.
La ansiedad se disparó y fuerte. Supe que tenía que salir a respirar y bajar por las escaleras, porque no iba a tolerar entrar al elevador. Corrí hasta abajo y me acosté en el pasto seco, junto a la zona de espera de la lona blanca. Casi no había nadie a mi alrededor.
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Desperté con la sensación de no haber dormido en lo absoluto. Tomé el celular para encontrar un mensaje de mi hermano con otra mala noticia: “Mi papá se arrancó la sonda gástrica y se lastimó por dentro. No saben si van a poder ponerle otra”. Me costó muchísimo reunir fuerzas para salir de la cama. Cuánta tristeza. Rabia. No pude evitar llegar a la habitación a preguntarte a gritos:
—¿Por qué hiciste eso?, ¿por qué te haces daño?, ¿qué no ves que estamos aquí haciendo de todo para que te recuperes? ¡Tienes que poner de tu parte!
Desviaste la mirada como si no me escucharas.
—No lo regañes, está sufriendo —dijo mi mamá. Me contó también que durante todo su turno estuviste quejándote, muy bajito pero constante, y luego más fuerte. Raro, porque a pesar de todo lo que has pasado, tú nunca te quejas. Imagino tu garganta desgarrada. Como no puedes explicarles a los enfermeros qué te duele, intento hacerlo yo, pero me dicen que no pueden darte nada para el dolor sin que lo autorice la doctora.
—¡Pero es que lleva horas sufriendo!
Tras el cambio de turno y luego de mucho insistir, a las diez de la noche, un enfermero, en secreto, me dejó darte un paracetamol que, por suerte, traía en la bolsa. Me ayudó a molerlo para dártelo disuelto en agua.
Al día siguiente, mi mamá pasó por lo mismo. Horas de verte apretar los puños de dolor y quejarte sin parar, hasta que una enfermera, de nuevo a escondidas y pidiéndole no decir nada, aceptó darte otra dosis de paracetamol, esta vez intravenoso, que es mucho más eficiente y te dejó en paz por muchas horas. Le dijo, sin embargo, que era el último que tenían y que nos recomendaba conseguir más afuera, porque seguro que nos harían falta.
En un hospital del IMSS es común que pidan, por ejemplo, traer pañales, gasas o toallitas de bebé para los pacientes que lo requieren, ya que no siempre tienen suficientes; además, las familias suelen cargar con el medicamento para condiciones preexistentes, que cada enfermo toma de manera habitual. Por otro lado, el personal no debe pedirles a los familiares comprar medicinas o insumos necesarios para tratar el padecimiento o emergencia que los trajo aquí y, sin embargo, sucede. La razón: escasez. Hay mucho allá afuera que podría ayudar a los pacientes, que no existe aquí y, con frecuencia, enfermeros y médicos, sugieren comprar tal o cual cosa.
En la farmacia de enfrente ya no había. La dependiente me explicó que, justo por la escasez de su vecino, no lograban abastecer la demanda. Me ayudó a llamar a otras farmacias de la cadena para ver si tenían. Consiguió que me apartaran dos cajas en una farmacia y cuatro en otra, así que hice el recorrido para comprarlas. Otra victoria. Seis dosis de un gramo de paracetamol intravenoso. Volví muy contenta con las cajitas en una bolsa de plástico. Luego entendí que aquel triunfo ayuda al paciente, pero perjudica al sistema.
“Que tú compres medicinas afuera genera un incentivo negativo, porque el sistema no registra que no hay o cuál es la demanda real. Además, se han descubierto muchos casos de farmacias que venden insumos robados de hospitales. Si los seguimos comprando, nadie se queja”, me explicará después Andrés Castañeda Prado, quien es médico, maestro en Gestión de Políticas de la Salud y en Economía del Comportamiento. Además, es coordinador de las causas de Salud y Bienestar en Nosotrxs, organización que impulsó el proyecto Cero Desabasto, un colectivo que reúne a pacientes, familiares, médicos, académicos, organizaciones y autoridades para lograr el acceso efectivo a medicamentos e insumos con el fin de garantizar el derecho a la salud. A través de su portal, cualquier persona puede reportar los medicamentos que no consigue, y las bases de datos que se han generado han sido muy importantes para visibilizar el problema. “Que el presidente diga en la mañanera que habrá gratuidad para todos, no significa que eso va a pasar automáticamente. Hay que invertir. El presupuesto de salud lleva congelado más de doce años y la reestructura que ha planteado este gobierno no se está haciendo con participación de los ciudadanos o de los profesionales de la salud, sino a través de una serie de imposiciones no negociadas, desplantes, arbitrariedades, que hacen que las cosas salgan mal”, denuncia.
Cuando le pregunto qué tan preparado está el sistema de salud para enfrentar la creciente crisis de enfermedades neurodegenerativas, responde: “Culturalmente, asumimos que el adulto mayor ya dio lo que tenía que dar. Si se le olvidan las cosas o no puede caminar, es porque así son, hay que cuidar que no se caigan y ya. No se ve por su independencia y su autonomía. Y no, el sistema de salud no está preparado para acompañarlos en estas enfermedades crónicas, degenerativas o de largo plazo. En realidad, el sistema y el modelo de atención están diseñados e incentivados para lo contrario, para despachar rápido y, de ser posible, no volver a ver al paciente”. Andrés ha dedicado textos y apariciones en medios a insistir en que, si como sociedad civil no exigimos y defendemos nuestro derecho a la salud, nadie lo hará por nosotros.
Pero qué lejos estamos de tomar conciencia de esto, si, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, a la pregunta de “¿No tiene afiliación ni acceso a servicios médicos?”, más de 31 millones afirmaron no tener derecho a la asistencia sanitaria. Esto significa que alrededor de uno de cada cuatro habitantes no sabe que tiene derecho a solicitar atención médica en las instituciones públicas de salud. Mientras tanto, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, el gasto promedio en salud de los hogares creció más de 30% en los dos primeros años de este gobierno. Incrementó también el gasto catastrófico, cuando una familia tiene que desembolsar más de 30% de su ingreso porque alguno de sus integrantes se enfermó. Se llama “catastrófico” porque lo es y hace que la gente caiga en la línea de pobreza. A nivel nacional, según datos de Coneval, estos casos estuvieron cerca de duplicarse en el mismo lapso, al pasar de 2.1% de los hogares en 2018, a 3.9% en 2020. El incremento de prevalencia de gastos catastróficos fue también mayor en los hogares encabezados por mujeres y aquellos con adultos mayores.
Es difícil saber cuánto de esto se debe a la pandemia, pero el desabasto adicional que provocaron los cambios en el sistema de compras de medicamentos a nivel nacional, bajo el argumento del presidente de combatir la corrupción, y el desorden estructural que provocó la desaparición del Seguro Popular en 2019 para crear el Instituto de Salud para el Bienestar y, tras su fracaso, el IMSS-Bienestar, también están entre las causas.
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Mi turno de guardia por esos días era de seis de la tarde a dos de la mañana. Tenía tiempo de dormir horas razonables, comer algo y trabajar hasta las cinco en una casa que me prestaron unos grandes amigos en Cuernavaca. Luego de varias jornadas con la misma rutina, adopté la tradición de llevarle a mi mamá algo de tomar, que compraba en un Oxxo cercano, y lo tomábamos juntas, sentadas en un escalón afuera del hospital, antes de despedirnos. Se había vuelto un momento lindo, en el que ella me resumía los sucesos de su turno y cualquier noticia o indicación nueva que hubieran dado los médicos. Luego hablábamos un poco de cualquier cosa, la acompañaba a un taxi para que volviera a la casa y yo entraba al hospital. Una de esas ocasiones, la guardia de la entrada, que yo no había visto antes, no me dejó pasar con mi mochila, donde guardaba una botella grande de agua, una sudadera, una manzana, unas Sabritas, mi libreta y una mica llena de papeles con recetas, horarios y aspectos clave de un historial médico pesado.
—El reglamento no permite mochilas.
—Pero llevo muchos días aquí, metiéndola sin problemas.
—Tienes que traer todo en una bolsa transparente.
—¿Y dónde la consigo?
—Afuera hay un puesto que las vende, pero ahorita ya cerró.
—Señorita, mi papá está grave y ya lleva un rato solo. Déjeme pasar, por favor.
—Tú eres hermana del güero, ¿no? El que viene de madrugada.
—Sí. Viene para relevarme.
—No está permitido entrar ni salir antes de las seis de la mañana. No sé por qué insisten.
—Nos autorizaron hacerlo así, por la demencia de mi padre. Es muy desgastante pasar la noche completa con él, así que la dividimos en dos.
—El guardia de la madrugada no debería permitirlo. Si quieres pasar, deja aquí afuera tu mochila —dijo y señaló un librero maltrecho con dos o tres mochilas, detenidas por su peligrosidad.
Asumí que no habría manera de entrar con todo lo que necesitaba en las manos, así que salí en busca de una bolsa de plástico en la que pudiera guardarlo todo. En el Oxxo no había nada lo suficientemente grande y resistente. Entré a un local de mariscos, aproveché para comer algo y le pedí a la mesera que me regalara una bolsa de basura. Era enorme y de plástico muy grueso. Así que, como Santa Claus, con un saco enorme, pero sin regalos colgando al hombro, entré al hospital los muchos días que siguieron.
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Llagas. Son lesiones de la piel y sus membranas mucosas. También se les conoce como úlceras por presión, en realidad ese es el nombre correcto, y se desarrollan cuando se bloquea el suministro de sangre a un área del cuerpo en la que hay una presión excesiva y prolongada, que mata la piel, generando heridas que permanecen abiertas como un cráter. Son heridas que aparecen sobre todo en las caderas, las nalgas, los talones, los codos, los hombros y la parte posterior de la cabeza de las personas que pasan mucho tiempo postradas en una cama o una silla de ruedas. Mi papá tenía muchas y, a veces, ante la emergencia de la infección respiratoria, nos olvidábamos de ellas. Teníamos que asegurarnos de cambiarlo de postura cada dos horas, pero yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo sola, por lo que tenía que esperar a que alguno de los camilleros viniera ayudarme. Dentro del IMSS hay un Servicio de Manejo de Heridas, al que hay pedir apoyo para tratar casos como este. Un día me tocó estar presente en la curación: una llaga se veía como un cráter, en su talón derecho, una herida redonda, más grande que una moneda de veinte pesos, profunda y supurante, rodeada de un borde blando y grisáceo de piel muerta en expansión. Cada que tenía que verla, sentía que el estómago se me caía al piso. Cómo duele verte en este estado, papá. Y qué poco sabemos del cuerpo, de la piel que habitamos, hasta que todo empieza a fallar.
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Una vez que fue posible hacerte el cultivo que tanto esperamos, y que supimos el nombre de la maldita bacteria que causó la infección respiratoria, Klebsiella pneumonia, la doctora Angélica Aguilar nos anunció que el medicamento que te habían recetado en las semanas previas a la internación no era el indicado para combatirla. Por eso no mejorabas, por eso derivó en neumonía y henos aquí. La buena noticia es que, luego de dos días con el medicamento indicado, se te ve bastante mejor. El oxímetro reporta casi siempre más de noventa, aunque estás lejos de estar listo para respirar solo. Sigues dependiendo de oxígeno permanente, más nebulizaciones y aspiraciones dos o tres veces por día. Las aspiraciones son procedimientos bastante agresivos, en los que con una sonda que meten por la garganta, conectada a una máquina de succión, sacan flemas en cantidades y tonalidades que son difíciles de asimilar. Él se resiste, forcejea. Con lo lastimado que está por dentro, aquello debe doler muchísimo. Me cuesta trabajo entender cómo es que tu cuerpecito esquelético logra seguir adelante, pero si tú no te rindes, yo tampoco, papá.
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La habitación de aislamiento se siente, por un lado, como un tremendo privilegio, porque es amplia y tiene baño propio, pero los enfermeros aparecen mucho menos, entran con reservas y no se nos acercan mucho, conscientes de que la bacteria que tienes es muy agresiva. Entiendo que tengan miedo, especialmente después de la pandemia. Tanto ellos como yo tenemos que entrar siempre con una bata especial que se cuelga de nuevo junto a la puerta antes de salir. Varias veces me olvidé de hacerlo y me regañaron. La doctora Angélica había decidido no ponerte de nuevo la sonda gástrica, y a partir de ese día empezaron a traerte, tres veces al día, charolas con tres o cuatro vasos de unicel cubiertos con plástico. Cada uno con una papilla distinta. Una olía a arroz con leche; otra, verdosa, a chayote, y una más parecía ser de zanahoria. Teníamos que intentar que comieras lo más posible, poco a poco y con una jeringa que llenábamos por la mitad antes de ponértela en la boca y esperar con mucha paciencia a que la tragaras. Al principio, luego de dos o tres pruebas, ya no podías más; unos días después, empezabas a pedir más y más. Tenías hambre.
—Estás muy bonita.
—Gracias, pa. Tú no estás en tu mejor momento, pero igual eres lindo.
Sonreíste.
—Pon música.
—OK. ¿Qué quieres que te ponga?
No necesito esperar la respuesta. Sé de sobra lo que te gusta. Tomo el celular y pongo play: “Poetry in motion”, de Johnny Tillotson, y luego Creedence, The Doors, The Beatles y Cat Stevens. Con la poquita energía que tenías, movías tus manitas y sonreías con los ojos, murmurando palabras y ritmos que están taladrados en mi memoria.
¿Quién soy? Soy las canciones que tú y mi mamá ponían en casa.
¿Quién soy? Soy el vacío que dejarás cuando te vayas.
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Luego de no sé cuántos días de hospital, te dieron de alta, no porque estuvieras bien, sino porque ya no ibas a estarlo. Podíamos continuar con tu tratamiento afuera, donde corrías menos riesgos y tu ánimo mejoraría. La doctora Angélica, muy joven y extraordinaria geriatra con un especial interés por el párkinson, abrió un espacio en su apretado turno en el hospital para hablar con nosotros antes de irnos, e hizo mucho énfasis en que teníamos que estar los tres. Nos dijo que, aun si la infección continuaba a la baja, tu esperanza de vida era muy poca, y que nos concentráramos en ofrecerte cuidados paliativos, para que sufrieras lo menos posible. Nos dio tips para hacerte los días más llevaderos y dejar de luchar contra lo inevitable.
Ya no podíamos regresarte a la casa de retiro en Morelos donde habías decidido vivir desde hacía seis años, porque no tenían el nivel de atención médica que necesitabas ahora, y queríamos tenerte lo más cerca posible, en la Ciudad de México. Aunque, por la gravedad del asunto, tampoco podíamos atenderte en nuestro departamento. La doctora nos dio algunas sugerencias de lugares donde podrían recibirte para continuar el tratamiento; preguntando entre conocidos, y con ayuda de una tía, encontramos una casa de cuidados especializados en Coyoacán, donde te asignaron a Marco, un enfermero de dulzura desbordada, con quien nos encariñamos. Compramos todo lo necesario para instalarte, con toda la ilusión de que, venciendo la infección, tendríamos más tiempo para disfrutarte. Alguien de nosotros estuvo ahí contigo cada día, llenando expedientes, entregando medicamentos, acariciándote la cabeza.
Pero una semana después, Marco nos llamó desesperado, pidiendo que una ambulancia fuera por ti. Mi mamá se fue contigo, y mi hermano y yo llegamos directo al hospital. Estábamos de regreso en una sala de urgencias, ahora del Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque de nuevo no podías respirar. El cuadro había empeorado.
No volví a escucharte hablar ni a ver tus ojos abiertos. A partir de entonces solo sabía que me escuchabas porque me apretabas la mano a modo de respuesta. Ahí, otro médico nos recomendó, una vez más, que no recurriéramos a la intubación, porque la fragilidad de tu cuerpo no iba resistir el procedimiento, y estuvimos de acuerdo en no hacerlo. Entrar en cuidados paliativos significa, en parte, dejar de luchar. Aceptar que la vida se apaga.
—Estuve muy enojada contigo, pero ya no lo estoy. Perdóname por el tiempo que no estuve a tu lado.
Apretón de mano.
—Somos tan parecidos y, aun así, ni tú ni yo supimos nunca cómo hablarnos. De todas formas, siempre estuviste ahí. Gracias por tu generosidad enorme, por todo lo que construiste para nosotros, por enseñarme a ser fuerte desde niña, por exigirme buenas calificaciones y por todas las noches que me llevaste a dormir cargando en los hombros. Gracias por mis mejores memorias.
Apretón de mano.
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El doctor dijo que podías irte en cualquier momento, y a partir de entonces fue inevitable preguntarnos a quién le tocaría el turno negro de verte partir. ¿Y si me toca a mí? Me puse a investigar qué pasa en el cuerpo cuando se está a punto de morir, y encontré que las personas en agonía tienen cierto control sobre el momento en el que se dejan ir. Algunos esperan un perdón o a que estén todos sus hijos juntos, reunidos junto a la cama. ¿Qué elegiría yo en esa circunstancia?
Una tarde coincidí con mi hermano, entre turnos, en el Sanborns de la plaza de enfrente. Él, que es el optimista, que luchó como nadie y asumió la mayoría de los gastos, trámites y angustias para que a mi papá no le faltara nada, estaba desmoronándose. Me dijo que le explotaba la cabeza, que esa mañana, mientras cruzaba la calle, le vino un mareo que le nubló la vista y volvió todo negro.
—Siento que se va a morir hoy en la noche —dijo.
—¿Y preferirías estar con él o no en ese momento?
—No. Yo no quiero estar.
—OK. Entonces, si quieres, yo me quedo en la noche.
Así lo hicimos, pero no ocurrió.
A la mañana siguiente, tu mano parecía haber recobrado una firmeza que un día antes ya no sentía cuando jugaba con sus dedos. El doctor nos dijo que le costaba creer que siguieras aquí y nos pidió que pensáramos si había algún pendiente que pudiera tenerte intranquilo. Le preguntamos si era posible estar un momento los cuatro juntos, sabiendo que iba contra las reglas del hospital. Nos concedió el permiso en un papel firmado y acordamos usarlo esa noche.
Hay un momento en la vida en el que comenzamos a quedarnos huérfanos, y ahí estábamos mi hermano y yo, junto a mi madre, ayudándote a morir. De nada me sirvió ser una mujer adulta. En ese momento todos somos niños.
Nos paramos los tres alrededor de tu cama y te acariciamos con todo el amor posible. Te dijimos que podías irte, en paz, que nos habías hecho fuertes y que íbamos a estar bien.
La muerte, que es despedida, paradójicamente, tiene ese poder de unir.
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Al día siguiente, desperté en el departamento de mi hermano pesando dos toneladas. Fui a desayunar a un local cercano, unas enchiladas que sabían a ceniza. “Estoy agotada. Ya no puedo más”, le escribí un mensaje a mis amigas. Mi hermano, que había vuelto a su modo heroico, me llamó para decirme que volviera a casa porque me había conseguido una cita con una tanatóloga, que me iba a atender por Zoom, así que volví. Cuando estaba a punto de conectarme, él recibió una llamada de mi mamá. Papá, ya te habías ido.
Hablé un poco con ella antes de salir. Mamá lloraba desconsolada porque te había dejado solo para ir a recibir a un sacerdote a la entrada del hospital. Sabía que, si no bajaba, no lo iban a dejar pasar, y para ella era muy importante que recibieras los santos óleos. De cualquier forma, los guardias le hicieron perder media hora porque, por más que explicaron la situación, les negaban el acceso si querían volver a entrar juntos. Para los católicos, que una persona muera sin recibir los santos óleos es cosa grave, así que el sacerdote, que había venido a este hospital varias veces con la misma misión, estaba tan desesperado como mi madre. Al final, los dejaron pasar, pero ya era demasiado tarde. Yo creo que tú elegiste ese momento, a solas, para irte.
Notas desde un hospital del IMSS. Ilustración de Tania Nieto.
Estos días transcurren entre ambulancias, salas de urgencias y cuartos de hospital. Son las notas que escribió una periodista durante las últimas semanas de vida de su padre, internado por neumonía y complicaciones del párkinson en su fase terminal. Las notas dieron forma a esta crónica que, por un lado, es un relato personal de lo que implica despedirse de quien te dio la vida y, por otro, una serie de observaciones sobre el estado del sistema de salud pública en México.
Suben a un enfermo a piso y se vacía el espacio. Hay cincuenta pacientes alrededor que atraviesan distintos niveles de emergencia. Quienes no tienen cama esperan, uno detrás de otro, en pasillos con provisionales sillas de ruedas. Veo a una mujer que le sostiene la cabeza a otra, tan débil que no puede hacerlo sola; ella espera, creo, su quimioterapia. Así pasan las horas en la sala de urgencias de un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). La espera por otro paracetamol, por una charola de comida, por un estudio que hoy no pueden hacer porque es fin de semana, por una enfermera malencarada que no ofrece más explicaciones que un violento “¡Espere afuera!” para el familiar que se ha acercado a preguntar sobre un diagnóstico o por el doctor de turno que está harto de que le pregunten lo mismo: “¿A qué hora nos dan informes?”.
De todas formas, a este joven médico no le alcanza el tiempo para responder, porque entra una camilla de la Cruz Roja y, pocos minutos después, otra más que sale de una ambulancia del IMSS. Cada tanto llegan nuevas tragedias que nos distraen de la propia. Una y otra y otra víctima más: de infarto, de atropello, de intoxicación, de fractura, de golpiza o de abandono social. Así que, sin responder, en medio de ese ajetreo, el doctor de turno se da la vuelta para atender los nuevos ingresos. Prepara el suero, el oxígeno, toma muestras de sangre, pide ayuda para subir a los pacientes a la cama angosta y maltrecha en la que los pondrá, también, a esperar, cubiertos por una cobija que de tanto uso tiene transparencias y de su logo queda prácticamente nada. Será la cama diez o la doce o la trece. No importa.
A una sala de urgencias como esta, del Hospital General Regional de Cuernavaca, Morelos, llegan, según se vea, quienes tienen la suerte de estar registrados ante el sistema de seguridad social mexicano o simplemente quienes no pueden pagar un seguro privado o dejar una tarjeta sin fondos para ingresar a un hospital reluciente, con sucursal de Starbucks, que cobra por cada bocanada de aire en sus prístinas instalaciones y cuya cuenta incluye decenas de páginas, con las pantuflas que resultaron no ser de cortesía y el cepillo de dientes, con branding, que tampoco lo fue. En esta clínica del IMSS se aguardan noticias sobre un familiar al borde de la muerte o no, en una silla metálica o en el piso de una sala repleta de gente sola, porque nada más se permite la entrada de un único familiar por paciente. Entre el cansancio y la tristeza, varios optan por acostarse en el suelo a descansar un rato. Luego de largas horas pensé hacer lo mismo, pero me ganó el miedo a caer en un sueño profundo y perderme el tan anticipado informe colectivo.
En medio de esta angustia comunitaria, se ven las horas pasar; luego un día, una noche, con la cabeza a reventar y una sensación de soledad profunda; horas y más horas sin saber nada más que mi padre sigue amarillo y al borde de la inconciencia por lo mucho que le cuesta respirar, y cuyo nivel de oxigenación no levanta. Eso lo sé porque ya me colé un par de veces a lo largo de la noche, infringiendo las reglas, para echarle un vistazo en esa sala donde la luz de interrogatorio no se apaga nunca. Por mi cabeza pasan todas las tormentas, pero, por más angustiada que parezca, durante horas no escucharé otra cosa que una invitación a seguir esperando: “afuera”. Hay momentos de llanto y temblor en las piernas, en los que se busca un poco de privacidad que aquí no existe. También hay minutos en los que llega un poco de alivio, pues mi papá logró murmurar dos palabras más o menos congruentes. “Parece más despierto”, pienso.
En una sala de urgencias no deberían existir los fines de semana, pero existen. Desafortunadamente, a mis 37 años ya tengo experiencia en esto, y llegar a este lugar en sábado, domingo o día feriado es un pésimo augurio. Aquí las emergencias, aun las de vida o muerte, están sujetas al infortunio del asueto. Todo se mueve cien veces más lento, los mejores doctores no están, el técnico de laparoscopía tampoco y no hay cómo hacer estudios determinantes para cualquier diagnóstico. En nuestro caso, esperábamos un cultivo que nos confirmara qué bacteria le provocó a mi papá una infección respiratoria contra la que llevaba semanas luchando y que, lejos de ceder, se había convertido en neumonía.
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Mi padre llegó al IMSS en estado crítico el 15 de abril de 2023, el día de su cumpleaños número 74. Aun con el oxígeno a alta potencia, apenas podía respirar. Además, su cuerpo, debilitado por más de diez años de párkinson, había perdido ya no solo gran parte de su movilidad, sino de la capacidad de tragar y, por lo tanto, de comer con normalidad, así que no tenía fuerzas para defenderse de nada. El ajetreo de una sala de urgencias no permite descanso, y para un paciente como él, con alucinaciones, aquello es tortura. Con los ojos a medio abrir, gira la cabeza, desorientado con tanto movimiento a su alrededor. No puede abrirlos del todo y tampoco cerrarlos, mucho menos dormir. Los enfermeros y doctoras necesitan esa luz blanca tan agresiva porque permite percibir a simple vista, por ejemplo, el amarillo horroroso de la piel de mi padre por la baja oxigenación que tiene. Te digo:
—Estoy aquí contigo, pa. Ten calma. Vas a estar bien.
No contestas, pero seguro escuchas.
Las lágrimas se me quedan en el cubrebocas.
—¡Familiar, le dije que no puede estar aquí! ¡Espere afuera! —grita una enfermera.
—Papá, voy a tener que irme, pero, por favor, ya no te quites la máscara de oxígeno. ¡No me hagas esto!
Entre otras cosas, mi padre padece demencia, derivada de ese párkinson tan avanzado, y buena parte de su desorientación, las alucinaciones y ese impulso de arrancarse lo que le estorba, que en situaciones como esta tiene tintes suicidas, podrían calmarse con relativa facilidad, pero en veinticuatro horas no le han dado, ni me han dejado darle, uno solo de sus medicamentos. A pesar de que lo traigo todo, con recetas y horarios apuntados. De nada sirve, dicen, si el doctor de turno no los autoriza y deja las instrucciones por escrito. Pero la larguísima lista de medicamentos y su respectiva autorización ya la teníamos, luego de una larga entrevista a mi hermano, con quien alterno guardia, pero luego vino el cambio de turno y hubo que empezar de cero.
—Ya escuchaste. Sin autorización no te puedo dar la medicina. Yo sé que estás envuelto en desvaríos, y yo contigo. Yo contigo, papá.
Estando aquí la vida lo pone a uno en su lugar. La propia tragedia, por más grande, no está ni cerca de ser ni la más grave ni la más urgente. Muchas van primero. Los médicos y las enfermeras hacen lo que pueden con lo que tienen, entre un mar de enfermos al que se enfrentan con escasez de medicamentos, de camas, de sueldos dignos, de reconocimiento por su labor. Lo entiendo y quiero respetar las reglas, pero he estado varias veces en situaciones similares y he aprendido que aquí las cosas avanzan en la medida en que uno persiste, vigila y asoma un poco la cara por donde no debe para presentarse con doctores y enfermeros, una o dos veces y en cada cambio de turno, para pedirles que no se olviden de uno ni de su paciente. Así que logro guardar la calma, pero luego vuelvo a colarme para insistir en que me dejen darte las medicinas. Empujo la puerta que no debo empujar y entro.
En tu monitor, donde solía encontrar tu reporte de oxigenación, me topo con un signo de interrogación azul, no sé si era enorme, pero así lo vi aun desde lejos. No había registro de tu respiración. “Ya se fue —pensé—. Ya se fue”. Me acerqué a tu cama. Tenías la boca abierta y sin mascarilla, la mirada perdida. A primera vista no noté que respiraras. Luego vi que más bien te habías quitado el oxímetro del dedo y que te habían cambiado la mascarilla por un catéter nasal pegado con cinta, que no vi a la distancia. Aproveché los pocos segundos que sabía que tendría, antes del regaño de los enfermeros, para acomodarte el oxímetro. En el monitor reapareció el número que confirmó que seguíamos en la batalla. Volví a salir, ahora sí corriendo porque ya me miraban feo. Aunque la situación no había mejorado en lo absoluto, aquello supo a victoria.
Salí del edificio para despejarme un poco y me encontré con un par de personas que llegaron a la sala de espera de afuera, la de lona, para regalar tortas envueltas en servilleta y botellas de agua. Vienen dos veces por mes, me cuentan. Gestos de solidaridad entre humanos. Gracias, hay que decirlo. Gracias. Semanas atrás, en abierta preparación para esto, que sabía que venía, leía Fruto, de Daniela Rea, que a través de muchas voces reitera una idea central: cuidar nos hace humanos. Todos estamos vivos porque alguien alguna vez nos cuidó. Tú ya lo hiciste por mí, así que no voy a ninguna parte. Este es mi lugar, papá.
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Cincuenta por ciento de los elevadores de la clínica no sirven. Algunos lo dicen con claridad: “Fuera de servicio”; otros, más engañosos, no. Hay uno que, parece, tuvieron que abrir por la fuerza recientemente. La máquina que usaron para separar las puertas dejó marcas parecidas a las de las manos de Hulk. Quizá había alguien atrapado adentro, pero alcanzó a ser liberado, suerte con la que no corrió una chiquita de seis años que murió aplastada en otro elevador del IMSS, en Playa del Carmen, unos meses después. Tener que subir ahora varios pisos sin morir en el intento implica, en parte, una buena noticia. Dejamos por fin la sala de urgencias y vamos rumbo al piso 7, cama 702. Siempre hago este trayecto con angustia. Entro a un elevador que parece saludable, junto a otras cinco o seis personas, pico el botón y comienza a subir, haciendo paradas en todos los números. Para cuando llegamos al séptimo piso, ya estoy sola. Las puertas intentan abrirse sin lograrlo, se escucha al mecanismo forcejear sin éxito y luego ya no más. Parálisis. El bip en el oído. La ansiedad me respira en la nunca, pero ya sé calmarme. Presiono el 8, el elevador sube y ahí sí abre. Salgo y bajo por las escaleras a la planta inferior. Otra victoria.
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El 19 de enero de 2023, el IMSS cumplió ochenta años y se mantiene como la institución de seguridad social más grande de América Latina. Tiene un padrón que reporta 21 996 875 puestos de trabajo registrados que sumando pensionados y dependientes, alcanzó 71 millones de afiliados en 2021. Además, el gobierno de López Obrador le ha impuesto un nuevo y titánico objetivo: universalizar la cobertura de salud para toda la población a través del IMSS-Bienestar. Esta nueva institución híbrida tendrá que hacerse cargo de los servicios de salud en los estados que se adhieran a él y aunque esto no es propiamente un reto presupuestal porque, por ley, no se pueden transferir recursos del IMSS ordinario a este programa, sí es un enorme reto operativo que no se discutió o planeó lo suficiente.
En ese contexto, el IMSS enfrenta un sobrecupo permanente y al alza —además de escasez de recursos— por una razón estructural: su modelo de financiamiento. David Kaplan, economista senior de la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo, lo ha estudiado a profundidad y sus datos son contundentes. “En 1997, había 527 883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para 2018, había 2 169 529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno”, escribió. La tendencia muestra que, debido al envejecimiento poblacional, el número de pensionados crece y el de trabajadores aportando cuotas disminuye. Las aportaciones de estos trabajadores asegurados se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Esto significa que los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que para los trabajadores activos, sobre todo los jóvenes. En estas condiciones, hay cada vez menos recursos por usuario y eso ha provocado que las camas, médicos, insumos, medicamentos, enfermeros y consultas, estén muy lejos de ser suficientes.
Actualmente prevalecen las enfermedades crónicas de alto costo, como el cáncer o los problemas cardiovasculares, que en muchos casos se tratan de por vida. Según una investigación de la periodista Dulce Soto, durante 2021 solo seis enfermedades crónico-degenerativas costaron 100 031 millones de pesos al IMSS; “si ese gasto se mantuviera, en cuatro años consumiría las reservas de la institución que, en 2022, sumaron 401 mil millones de pesos”. Que el IMSS es insostenible bajo este modelo, no es un secreto, pero hasta el momento ningún gobierno ha planteado una estrategia viable para rescatarlo de la quiebra.
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La nueva habitación se comparte con otros cinco enfermos, solo cinco. Aquí hay mucho silencio y las luces sobre cada cama pueden apagarse con toda libertad. Junto a cada paciente debe haber un familiar las veinticuatro horas y la atención en el IMSS recae en buena medida en que esta regla se cumpla. Los familiares asisten a médicos y enfermeros para reportar emergencias, administrar medicamentos y comida, con previa autorización, y a llevar a los pacientes al baño. A mí me toca más bien ayudar a cambiar pañales, porque hace tiempo que perdiste la fuerza para levantarte. Mi hermano, mi madre —que pesar de que se separaron muchos años antes, nos acompañó en este proceso— y yo, hacemos turnos de ocho horas para que nunca estés solo y, con la poca energía que tienes, algún gesto, nos haces saber que lo agradeces.
Los desórdenes neurológicos son la principal causa de discapacidad en el mundo y, entre ellos, el párkinson es el que está creciendo más rápidamente, aún más que el alzhéimer. De 1990 a 2015, la prevalencia, la discapacidad y las muertes vinculadas al párkinson se duplicaron. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva, y que padecen más de 8.5 millones de personas en el mundo. Al ser una afección que se da principalmente, aunque no exclusivamente, en adultos mayores, el envejecimiento poblacional la está dotando de un crecimiento exponencial, de potencial pandémico. En un texto de la Davis Phinney Foundation, “The parkinson pandemic: a call to action”, Ray Dorsey y Bastiaan Bloem proyectaron que para 2040 habrá 14.2 millones de personas con párkinson en el mundo, el doble que en 2015. Aclararon, además, que usaron los números de forma muy conservadora y que las cifras reales pueden ser mucho mayores. Según Conacyt en México hay más de 230 000 pacientes diagnosticados y más de cuarenta mil en busca de atención médica, diagnóstico y tratamiento. En países en vías de desarrollo, es una enfermedad que en muchos casos no llega a diagnosticarse, mucho menos a tratarse, por falta de recursos o información.
El párkinson se genera en el tallo cerebral, donde se alojan las neuronas que producen dopamina. Comienza por un déficit o pérdida progresiva de esas neuronas y, sin la dopamina, el neurotransmisor responsable del movimiento, se pierde el control sobre la movilidad. Es una enfermedad que suele asociarse con el temblor de las extremidades, pero entre 30% y 40% de los pacientes no presentan este, sino otros síntomas motores, como rigidez en algunas partes del cuerpo, que llega a ser muy dolorosa; lentitud de movimientos, inestabilidad postural y pérdida de la expresión facial. Además, hay muchos otros síntomas no motores: depresión, demencia, trastornos del sueño y la memoria, exceso de salivación, problemas del habla, síntomas digestivos como el estreñimiento, o sensoriales, como la pérdida del olfato.
Mi padre los tenía todos desde hace años y, si bien pudimos llevar parte de su tratamiento con médicos privados, la mayoría sucedió en hospitales del IMSS, donde fuimos testigos de lo poco preparado que está el sistema de salud pública para atender a pacientes como él. La falta de recursos, la saturación de los servicios, el desabasto de medicamentos, el bajo número de especialistas y la poca información que hay sobre esta afección hacen que los hospitales públicos, en resumen, hagan lo mejor que pueden con lo que tienen.
El párkinson es una enfermedad, larga, compleja y cara, que se debe tratar no solo desde el frente neurológico, sino psiquiátrico y psicológico; además, requiere fisioterapia constante, alimentación especial y terapia cognitiva. Pero darle seguimiento a todo esto desde el sistema de salud pública es prácticamente imposible, empezando porque conseguir una cita con un neurólogo implica entrar en una lista de espera de seis meses. Ya si uno insiste, da dos o tres vueltas para preguntar si se abrió algún hueco, o, como le sugirieron a mi hermano —pasándole por encima a la ética—, “llevas una botellita de whisky como regalo a los doctores para que te tengan un poco más presente”; en ese mar de solicitudes, tal vez uno logre reducir la espera a dos o tres meses. Con las citas para hacer estudios es la misma historia. Por poner un ejemplo ilustrativo, una ocasión, mi hermano solicitó para mi papá una resonancia magnética. La espera era de dos o tres meses. Pero algún médico le sugirió internarlo una noche, como si fuera urgencia, para no esperar tanto. Así lo hizo, pero el estudio no funcionó, porque no consiguieron que mi papá mantuviera la cabeza quieta. La única alternativa era hacerlo con sedantes, pero para esa modalidad del procedimiento, la espera era de ocho meses, así que se tuvo que hacer en hospital privado.
Escribo esto considerando y agradeciendo la suerte de estar en la capital del país, donde se concentra la mayor cantidad de hospitales y especialistas, pero, aun así, tratar dentro del sistema público una enfermedad crónica y progresiva, o simplemente larga, implica asumir que será difícil darle seguimiento oportuno. Hay grandes especialistas, pero están muy lejos de ser suficientes, y el sistema entero pone incontables trabas burocráticas para avanzar a tiempo. Hay tanto que se anota en hojas de papel muy perdedizas, expedientes, radiografías y trámites que se extravían o expiran y que te devuelven al fondo de la larguísima fila.
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Andrea Martínez es una neuróloga y neurocirujana que atendió a mi papá. Estudió siete años de Medicina; un año de Cirugía General; cinco de Neurocirugía, y, finalmente, uno más de alta especialidad en Neurocirugía Funcional, para el tratamiento de párkinson y epilepsia, entre otras enfermedades. Ahora trabaja en el Centro Médico Nacional La Raza, en la Ciudad de México, al que entra a trabajar a las siete de la mañana. Da un promedio de veinte consultas, entre las nueve de la mañana y la una de la tarde, y hace entre diez y quince cirugías al mes. No son más porque no hay suficientes quirófanos. Además, debe atender pacientes que vienen de otras áreas del hospital, de “interconsulta”. Por todo esto recibe un sueldo de quince mil pesos a la quincena, eso si no llega tarde ni un solo día, porque ese monto incluye ya un bono de puntualidad por tres mil.
El día de esta entrevista, a finales de agosto, Andrea, quien, por cierto, solo tiene 33 años, recibió a una bebé de ocho meses con sangrado en el cerebelo y pidió una resonancia magnética para analizar lo que creía un tumor. Se la dieron para el 12 de diciembre. A cuatro meses de distancia. Entonces, tuvo que hablar con jefes de distintas áreas para explicar el caso y, luego de mucho insistir, logró conseguirle una cita para la semana siguiente. “Es una lucha diaria por encontrar huecos en el sistema para tratar de ofrecer una mejor atención, y un sentimiento de impotencia y frustración continuo por un sistema totalmente rebasado con el que ya no podemos, ni pacientes, ni familiares, ni nosotros, como médicos”, se desahoga.
Dice que el tomógrafo ha llegado a pasar dos semanas descompuesto y que, en todo México, solo el área infantil del hospital de La Raza, tiene equipo de endoscopia, una de las muchas razones por las que llegan niños de todo el país. La Raza atiende a nueve millones de mexicanos al año. Cuenta también que ha habido semanas en las que no hay contornos, telas de algodón que se usan para contener sangrados. Una vez, tuvo que hacerlos ella misma a partir de algodón estéril y ya con un paciente esperándola en el quirófano. Fue hasta que tuvieron que suspender cirugías que los compraron. Me dio otro dato: en todo el sistema hospitalario del IMSS, a nivel nacional, solo el Centro Médico Nacional Siglo XXI tiene equipo de radiocirugía y radioterapia, claves para su especialidad. Son personas como Andrea las que sostienen a ese monstruo que es el sistema de salud pública en este país.
“Nuestros compañeros médicos no le piden nada a cirujanos, clínicos e investigadores de otros países. El médico mexicano, con todas las trabas que tiene el sistema, resuelve con una cuchara si es lo único que tiene a la mano, y hace lo mismo o más que médicos de primer mundo que lo tienen todo. El problema es la corrupción y que los recursos siguen quedándose en los bolsillos equivocados —denuncia—. Con frecuencia aparecen videos en los que se ve a personal del IMSS tratando mal a los pacientes, y no lo justifico, pero hay que pensar cómo es el día a día de esas personas. A lo mejor era un dispensador de farmacia que llevaba un mes lidiando con pacientes enojados por un medicamento que no hay”.
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Uno de los síntomas más terribles del párkinson, en su fase terminal, es perder la capacidad de tragar y toser, lo que implica el riesgo de ahogarse en cada intento por comer y la anemia consecuente por lo poco que los pacientes logran deglutir de manera exitosa y con mucho esfuerzo. Los suplementos alimenticios nunca son suficientes. A eso hay que sumar que, ante una enfermedad respiratoria, como la de mi papá, perder esas dos funciones significa que no hay forma de expulsar las flemas, así que se acumulan dónde pueden, formando nuevas infecciones.
Intentar que comas implica el riesgo de una broncoaspiración, y en tu estado, papá, ese riesgo es muy alto, así que luego de dos días de mantenerte con puro suero, una sonda nasogástrica es la única ruta para alimentarte. El procedimiento es molesto, pero no hay de otra. Tenemos que ayudarle a tu cuerpo. Tenemos también que seguir trabajando la paciencia, pues resulta que no hay registro del cultivo de muestra faríngea que te hicieron en urgencias. Los resultados se perdieron en la mudanza de piso —o algo así dijeron—, entonces hay esperar a que te lo hagan de nuevo y luego esperar otro tanto por los resultados para saber por fin cuál es la bacteria que nos tiene aquí y qué antibiótico necesitamos para matarla.
Las horas en este lugar son eternas, en especial en las noches, cuando baja el movimiento de médicos y enfermeros. Mientras duermes, escribo mucho, y buena parte de esas notas están en este texto. También me las ingenio para caminar bastante, de ida y vuelta por un muy largo pasillo que no olvidaré nunca. Le tomé varias fotos, le hice incluso un video. Parece sacado de una escena de Stanley Kubrick. A mí me parece tremendamente sombrío, pero quizás los enfermeros, sentados contra la pared en butacas de escuela, con paletas para escribir, le tienen cierto cariño, porque ahí disfrutan de algunos momentos de paz, cuchicheando unos con otros o perdiéndose en el celular, como el humano promedio de nuestra era. Son muy jóvenes, pienso, y esta es su vida todos los días. Qué agradecida estoy de que estén aquí.
Alrededor de las diez de la noche, los médicos hacen un último recorrido, cama por cama. Aparece una doctora que ya había visto antes, rodeada de un pequeño grupo de practicantes que no le quitan la mirada de encima.
La doctora se acerca, revisa tu expediente.
—Buenos noches, don Alejandro. ¿Cómo está?
—Está muy débil, se la pasa dormido —respondo por ti.
—¿Por qué está tan delgado? Acompáñame un momento afuera.
Salgo. Pálida.
—Tengo que ser muy honesta: aunque tu papá lograra vencer la neumonía, su salud está demasiado deteriorada y la probabilidad de recaída o de contraer otras infecciones es muy alta, así que vamos a transferirlo a una zona de aislamiento. Tienes que saber que va a ser muy difícil que se recupere del todo. ¿Ya pensaste si vas a querer que lo intuben?
—No. Tendría que consultarlo con mi familia.
—Piénsenlo bien, porque van a hacerlo sufrir mucho.
—¿Qué harías tú, si fuera tu padre? —pregunto con miedo a la respuesta.
—Lo dejaría descansar.
Cuando uno escucha eso, les cierra la puerta en la cara a las palabras; luego no queda otra que irlas dejando pasar, una a una, aunque se paralice el alma.
La ansiedad se disparó y fuerte. Supe que tenía que salir a respirar y bajar por las escaleras, porque no iba a tolerar entrar al elevador. Corrí hasta abajo y me acosté en el pasto seco, junto a la zona de espera de la lona blanca. Casi no había nadie a mi alrededor.
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Desperté con la sensación de no haber dormido en lo absoluto. Tomé el celular para encontrar un mensaje de mi hermano con otra mala noticia: “Mi papá se arrancó la sonda gástrica y se lastimó por dentro. No saben si van a poder ponerle otra”. Me costó muchísimo reunir fuerzas para salir de la cama. Cuánta tristeza. Rabia. No pude evitar llegar a la habitación a preguntarte a gritos:
—¿Por qué hiciste eso?, ¿por qué te haces daño?, ¿qué no ves que estamos aquí haciendo de todo para que te recuperes? ¡Tienes que poner de tu parte!
Desviaste la mirada como si no me escucharas.
—No lo regañes, está sufriendo —dijo mi mamá. Me contó también que durante todo su turno estuviste quejándote, muy bajito pero constante, y luego más fuerte. Raro, porque a pesar de todo lo que has pasado, tú nunca te quejas. Imagino tu garganta desgarrada. Como no puedes explicarles a los enfermeros qué te duele, intento hacerlo yo, pero me dicen que no pueden darte nada para el dolor sin que lo autorice la doctora.
—¡Pero es que lleva horas sufriendo!
Tras el cambio de turno y luego de mucho insistir, a las diez de la noche, un enfermero, en secreto, me dejó darte un paracetamol que, por suerte, traía en la bolsa. Me ayudó a molerlo para dártelo disuelto en agua.
Al día siguiente, mi mamá pasó por lo mismo. Horas de verte apretar los puños de dolor y quejarte sin parar, hasta que una enfermera, de nuevo a escondidas y pidiéndole no decir nada, aceptó darte otra dosis de paracetamol, esta vez intravenoso, que es mucho más eficiente y te dejó en paz por muchas horas. Le dijo, sin embargo, que era el último que tenían y que nos recomendaba conseguir más afuera, porque seguro que nos harían falta.
En un hospital del IMSS es común que pidan, por ejemplo, traer pañales, gasas o toallitas de bebé para los pacientes que lo requieren, ya que no siempre tienen suficientes; además, las familias suelen cargar con el medicamento para condiciones preexistentes, que cada enfermo toma de manera habitual. Por otro lado, el personal no debe pedirles a los familiares comprar medicinas o insumos necesarios para tratar el padecimiento o emergencia que los trajo aquí y, sin embargo, sucede. La razón: escasez. Hay mucho allá afuera que podría ayudar a los pacientes, que no existe aquí y, con frecuencia, enfermeros y médicos, sugieren comprar tal o cual cosa.
En la farmacia de enfrente ya no había. La dependiente me explicó que, justo por la escasez de su vecino, no lograban abastecer la demanda. Me ayudó a llamar a otras farmacias de la cadena para ver si tenían. Consiguió que me apartaran dos cajas en una farmacia y cuatro en otra, así que hice el recorrido para comprarlas. Otra victoria. Seis dosis de un gramo de paracetamol intravenoso. Volví muy contenta con las cajitas en una bolsa de plástico. Luego entendí que aquel triunfo ayuda al paciente, pero perjudica al sistema.
“Que tú compres medicinas afuera genera un incentivo negativo, porque el sistema no registra que no hay o cuál es la demanda real. Además, se han descubierto muchos casos de farmacias que venden insumos robados de hospitales. Si los seguimos comprando, nadie se queja”, me explicará después Andrés Castañeda Prado, quien es médico, maestro en Gestión de Políticas de la Salud y en Economía del Comportamiento. Además, es coordinador de las causas de Salud y Bienestar en Nosotrxs, organización que impulsó el proyecto Cero Desabasto, un colectivo que reúne a pacientes, familiares, médicos, académicos, organizaciones y autoridades para lograr el acceso efectivo a medicamentos e insumos con el fin de garantizar el derecho a la salud. A través de su portal, cualquier persona puede reportar los medicamentos que no consigue, y las bases de datos que se han generado han sido muy importantes para visibilizar el problema. “Que el presidente diga en la mañanera que habrá gratuidad para todos, no significa que eso va a pasar automáticamente. Hay que invertir. El presupuesto de salud lleva congelado más de doce años y la reestructura que ha planteado este gobierno no se está haciendo con participación de los ciudadanos o de los profesionales de la salud, sino a través de una serie de imposiciones no negociadas, desplantes, arbitrariedades, que hacen que las cosas salgan mal”, denuncia.
Cuando le pregunto qué tan preparado está el sistema de salud para enfrentar la creciente crisis de enfermedades neurodegenerativas, responde: “Culturalmente, asumimos que el adulto mayor ya dio lo que tenía que dar. Si se le olvidan las cosas o no puede caminar, es porque así son, hay que cuidar que no se caigan y ya. No se ve por su independencia y su autonomía. Y no, el sistema de salud no está preparado para acompañarlos en estas enfermedades crónicas, degenerativas o de largo plazo. En realidad, el sistema y el modelo de atención están diseñados e incentivados para lo contrario, para despachar rápido y, de ser posible, no volver a ver al paciente”. Andrés ha dedicado textos y apariciones en medios a insistir en que, si como sociedad civil no exigimos y defendemos nuestro derecho a la salud, nadie lo hará por nosotros.
Pero qué lejos estamos de tomar conciencia de esto, si, según el Censo de Población y Vivienda 2020 del Inegi, a la pregunta de “¿No tiene afiliación ni acceso a servicios médicos?”, más de 31 millones afirmaron no tener derecho a la asistencia sanitaria. Esto significa que alrededor de uno de cada cuatro habitantes no sabe que tiene derecho a solicitar atención médica en las instituciones públicas de salud. Mientras tanto, según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020, el gasto promedio en salud de los hogares creció más de 30% en los dos primeros años de este gobierno. Incrementó también el gasto catastrófico, cuando una familia tiene que desembolsar más de 30% de su ingreso porque alguno de sus integrantes se enfermó. Se llama “catastrófico” porque lo es y hace que la gente caiga en la línea de pobreza. A nivel nacional, según datos de Coneval, estos casos estuvieron cerca de duplicarse en el mismo lapso, al pasar de 2.1% de los hogares en 2018, a 3.9% en 2020. El incremento de prevalencia de gastos catastróficos fue también mayor en los hogares encabezados por mujeres y aquellos con adultos mayores.
Es difícil saber cuánto de esto se debe a la pandemia, pero el desabasto adicional que provocaron los cambios en el sistema de compras de medicamentos a nivel nacional, bajo el argumento del presidente de combatir la corrupción, y el desorden estructural que provocó la desaparición del Seguro Popular en 2019 para crear el Instituto de Salud para el Bienestar y, tras su fracaso, el IMSS-Bienestar, también están entre las causas.
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Mi turno de guardia por esos días era de seis de la tarde a dos de la mañana. Tenía tiempo de dormir horas razonables, comer algo y trabajar hasta las cinco en una casa que me prestaron unos grandes amigos en Cuernavaca. Luego de varias jornadas con la misma rutina, adopté la tradición de llevarle a mi mamá algo de tomar, que compraba en un Oxxo cercano, y lo tomábamos juntas, sentadas en un escalón afuera del hospital, antes de despedirnos. Se había vuelto un momento lindo, en el que ella me resumía los sucesos de su turno y cualquier noticia o indicación nueva que hubieran dado los médicos. Luego hablábamos un poco de cualquier cosa, la acompañaba a un taxi para que volviera a la casa y yo entraba al hospital. Una de esas ocasiones, la guardia de la entrada, que yo no había visto antes, no me dejó pasar con mi mochila, donde guardaba una botella grande de agua, una sudadera, una manzana, unas Sabritas, mi libreta y una mica llena de papeles con recetas, horarios y aspectos clave de un historial médico pesado.
—El reglamento no permite mochilas.
—Pero llevo muchos días aquí, metiéndola sin problemas.
—Tienes que traer todo en una bolsa transparente.
—¿Y dónde la consigo?
—Afuera hay un puesto que las vende, pero ahorita ya cerró.
—Señorita, mi papá está grave y ya lleva un rato solo. Déjeme pasar, por favor.
—Tú eres hermana del güero, ¿no? El que viene de madrugada.
—Sí. Viene para relevarme.
—No está permitido entrar ni salir antes de las seis de la mañana. No sé por qué insisten.
—Nos autorizaron hacerlo así, por la demencia de mi padre. Es muy desgastante pasar la noche completa con él, así que la dividimos en dos.
—El guardia de la madrugada no debería permitirlo. Si quieres pasar, deja aquí afuera tu mochila —dijo y señaló un librero maltrecho con dos o tres mochilas, detenidas por su peligrosidad.
Asumí que no habría manera de entrar con todo lo que necesitaba en las manos, así que salí en busca de una bolsa de plástico en la que pudiera guardarlo todo. En el Oxxo no había nada lo suficientemente grande y resistente. Entré a un local de mariscos, aproveché para comer algo y le pedí a la mesera que me regalara una bolsa de basura. Era enorme y de plástico muy grueso. Así que, como Santa Claus, con un saco enorme, pero sin regalos colgando al hombro, entré al hospital los muchos días que siguieron.
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Llagas. Son lesiones de la piel y sus membranas mucosas. También se les conoce como úlceras por presión, en realidad ese es el nombre correcto, y se desarrollan cuando se bloquea el suministro de sangre a un área del cuerpo en la que hay una presión excesiva y prolongada, que mata la piel, generando heridas que permanecen abiertas como un cráter. Son heridas que aparecen sobre todo en las caderas, las nalgas, los talones, los codos, los hombros y la parte posterior de la cabeza de las personas que pasan mucho tiempo postradas en una cama o una silla de ruedas. Mi papá tenía muchas y, a veces, ante la emergencia de la infección respiratoria, nos olvidábamos de ellas. Teníamos que asegurarnos de cambiarlo de postura cada dos horas, pero yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo sola, por lo que tenía que esperar a que alguno de los camilleros viniera ayudarme. Dentro del IMSS hay un Servicio de Manejo de Heridas, al que hay pedir apoyo para tratar casos como este. Un día me tocó estar presente en la curación: una llaga se veía como un cráter, en su talón derecho, una herida redonda, más grande que una moneda de veinte pesos, profunda y supurante, rodeada de un borde blando y grisáceo de piel muerta en expansión. Cada que tenía que verla, sentía que el estómago se me caía al piso. Cómo duele verte en este estado, papá. Y qué poco sabemos del cuerpo, de la piel que habitamos, hasta que todo empieza a fallar.
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Una vez que fue posible hacerte el cultivo que tanto esperamos, y que supimos el nombre de la maldita bacteria que causó la infección respiratoria, Klebsiella pneumonia, la doctora Angélica Aguilar nos anunció que el medicamento que te habían recetado en las semanas previas a la internación no era el indicado para combatirla. Por eso no mejorabas, por eso derivó en neumonía y henos aquí. La buena noticia es que, luego de dos días con el medicamento indicado, se te ve bastante mejor. El oxímetro reporta casi siempre más de noventa, aunque estás lejos de estar listo para respirar solo. Sigues dependiendo de oxígeno permanente, más nebulizaciones y aspiraciones dos o tres veces por día. Las aspiraciones son procedimientos bastante agresivos, en los que con una sonda que meten por la garganta, conectada a una máquina de succión, sacan flemas en cantidades y tonalidades que son difíciles de asimilar. Él se resiste, forcejea. Con lo lastimado que está por dentro, aquello debe doler muchísimo. Me cuesta trabajo entender cómo es que tu cuerpecito esquelético logra seguir adelante, pero si tú no te rindes, yo tampoco, papá.
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La habitación de aislamiento se siente, por un lado, como un tremendo privilegio, porque es amplia y tiene baño propio, pero los enfermeros aparecen mucho menos, entran con reservas y no se nos acercan mucho, conscientes de que la bacteria que tienes es muy agresiva. Entiendo que tengan miedo, especialmente después de la pandemia. Tanto ellos como yo tenemos que entrar siempre con una bata especial que se cuelga de nuevo junto a la puerta antes de salir. Varias veces me olvidé de hacerlo y me regañaron. La doctora Angélica había decidido no ponerte de nuevo la sonda gástrica, y a partir de ese día empezaron a traerte, tres veces al día, charolas con tres o cuatro vasos de unicel cubiertos con plástico. Cada uno con una papilla distinta. Una olía a arroz con leche; otra, verdosa, a chayote, y una más parecía ser de zanahoria. Teníamos que intentar que comieras lo más posible, poco a poco y con una jeringa que llenábamos por la mitad antes de ponértela en la boca y esperar con mucha paciencia a que la tragaras. Al principio, luego de dos o tres pruebas, ya no podías más; unos días después, empezabas a pedir más y más. Tenías hambre.
—Estás muy bonita.
—Gracias, pa. Tú no estás en tu mejor momento, pero igual eres lindo.
Sonreíste.
—Pon música.
—OK. ¿Qué quieres que te ponga?
No necesito esperar la respuesta. Sé de sobra lo que te gusta. Tomo el celular y pongo play: “Poetry in motion”, de Johnny Tillotson, y luego Creedence, The Doors, The Beatles y Cat Stevens. Con la poquita energía que tenías, movías tus manitas y sonreías con los ojos, murmurando palabras y ritmos que están taladrados en mi memoria.
¿Quién soy? Soy las canciones que tú y mi mamá ponían en casa.
¿Quién soy? Soy el vacío que dejarás cuando te vayas.
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Luego de no sé cuántos días de hospital, te dieron de alta, no porque estuvieras bien, sino porque ya no ibas a estarlo. Podíamos continuar con tu tratamiento afuera, donde corrías menos riesgos y tu ánimo mejoraría. La doctora Angélica, muy joven y extraordinaria geriatra con un especial interés por el párkinson, abrió un espacio en su apretado turno en el hospital para hablar con nosotros antes de irnos, e hizo mucho énfasis en que teníamos que estar los tres. Nos dijo que, aun si la infección continuaba a la baja, tu esperanza de vida era muy poca, y que nos concentráramos en ofrecerte cuidados paliativos, para que sufrieras lo menos posible. Nos dio tips para hacerte los días más llevaderos y dejar de luchar contra lo inevitable.
Ya no podíamos regresarte a la casa de retiro en Morelos donde habías decidido vivir desde hacía seis años, porque no tenían el nivel de atención médica que necesitabas ahora, y queríamos tenerte lo más cerca posible, en la Ciudad de México. Aunque, por la gravedad del asunto, tampoco podíamos atenderte en nuestro departamento. La doctora nos dio algunas sugerencias de lugares donde podrían recibirte para continuar el tratamiento; preguntando entre conocidos, y con ayuda de una tía, encontramos una casa de cuidados especializados en Coyoacán, donde te asignaron a Marco, un enfermero de dulzura desbordada, con quien nos encariñamos. Compramos todo lo necesario para instalarte, con toda la ilusión de que, venciendo la infección, tendríamos más tiempo para disfrutarte. Alguien de nosotros estuvo ahí contigo cada día, llenando expedientes, entregando medicamentos, acariciándote la cabeza.
Pero una semana después, Marco nos llamó desesperado, pidiendo que una ambulancia fuera por ti. Mi mamá se fue contigo, y mi hermano y yo llegamos directo al hospital. Estábamos de regreso en una sala de urgencias, ahora del Centro Médico Nacional Siglo XXI, porque de nuevo no podías respirar. El cuadro había empeorado.
No volví a escucharte hablar ni a ver tus ojos abiertos. A partir de entonces solo sabía que me escuchabas porque me apretabas la mano a modo de respuesta. Ahí, otro médico nos recomendó, una vez más, que no recurriéramos a la intubación, porque la fragilidad de tu cuerpo no iba resistir el procedimiento, y estuvimos de acuerdo en no hacerlo. Entrar en cuidados paliativos significa, en parte, dejar de luchar. Aceptar que la vida se apaga.
—Estuve muy enojada contigo, pero ya no lo estoy. Perdóname por el tiempo que no estuve a tu lado.
Apretón de mano.
—Somos tan parecidos y, aun así, ni tú ni yo supimos nunca cómo hablarnos. De todas formas, siempre estuviste ahí. Gracias por tu generosidad enorme, por todo lo que construiste para nosotros, por enseñarme a ser fuerte desde niña, por exigirme buenas calificaciones y por todas las noches que me llevaste a dormir cargando en los hombros. Gracias por mis mejores memorias.
Apretón de mano.
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El doctor dijo que podías irte en cualquier momento, y a partir de entonces fue inevitable preguntarnos a quién le tocaría el turno negro de verte partir. ¿Y si me toca a mí? Me puse a investigar qué pasa en el cuerpo cuando se está a punto de morir, y encontré que las personas en agonía tienen cierto control sobre el momento en el que se dejan ir. Algunos esperan un perdón o a que estén todos sus hijos juntos, reunidos junto a la cama. ¿Qué elegiría yo en esa circunstancia?
Una tarde coincidí con mi hermano, entre turnos, en el Sanborns de la plaza de enfrente. Él, que es el optimista, que luchó como nadie y asumió la mayoría de los gastos, trámites y angustias para que a mi papá no le faltara nada, estaba desmoronándose. Me dijo que le explotaba la cabeza, que esa mañana, mientras cruzaba la calle, le vino un mareo que le nubló la vista y volvió todo negro.
—Siento que se va a morir hoy en la noche —dijo.
—¿Y preferirías estar con él o no en ese momento?
—No. Yo no quiero estar.
—OK. Entonces, si quieres, yo me quedo en la noche.
Así lo hicimos, pero no ocurrió.
A la mañana siguiente, tu mano parecía haber recobrado una firmeza que un día antes ya no sentía cuando jugaba con sus dedos. El doctor nos dijo que le costaba creer que siguieras aquí y nos pidió que pensáramos si había algún pendiente que pudiera tenerte intranquilo. Le preguntamos si era posible estar un momento los cuatro juntos, sabiendo que iba contra las reglas del hospital. Nos concedió el permiso en un papel firmado y acordamos usarlo esa noche.
Hay un momento en la vida en el que comenzamos a quedarnos huérfanos, y ahí estábamos mi hermano y yo, junto a mi madre, ayudándote a morir. De nada me sirvió ser una mujer adulta. En ese momento todos somos niños.
Nos paramos los tres alrededor de tu cama y te acariciamos con todo el amor posible. Te dijimos que podías irte, en paz, que nos habías hecho fuertes y que íbamos a estar bien.
La muerte, que es despedida, paradójicamente, tiene ese poder de unir.
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Al día siguiente, desperté en el departamento de mi hermano pesando dos toneladas. Fui a desayunar a un local cercano, unas enchiladas que sabían a ceniza. “Estoy agotada. Ya no puedo más”, le escribí un mensaje a mis amigas. Mi hermano, que había vuelto a su modo heroico, me llamó para decirme que volviera a casa porque me había conseguido una cita con una tanatóloga, que me iba a atender por Zoom, así que volví. Cuando estaba a punto de conectarme, él recibió una llamada de mi mamá. Papá, ya te habías ido.
Hablé un poco con ella antes de salir. Mamá lloraba desconsolada porque te había dejado solo para ir a recibir a un sacerdote a la entrada del hospital. Sabía que, si no bajaba, no lo iban a dejar pasar, y para ella era muy importante que recibieras los santos óleos. De cualquier forma, los guardias le hicieron perder media hora porque, por más que explicaron la situación, les negaban el acceso si querían volver a entrar juntos. Para los católicos, que una persona muera sin recibir los santos óleos es cosa grave, así que el sacerdote, que había venido a este hospital varias veces con la misma misión, estaba tan desesperado como mi madre. Al final, los dejaron pasar, pero ya era demasiado tarde. Yo creo que tú elegiste ese momento, a solas, para irte.
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