Aunque muchos digan que se han “habituado” a este tipo de contaminación, nuestros cuerpos no tienen la capacidad de acostumbrarse a respirar aire tóxico. La buena noticia es que sí hay maneras de mejorar la situación. Este texto hace un repaso de las medidas que se deben implementar, como las zonas de bajas emisiones, las ciudades de 15 minutos y, por supuesto, la transformación de sectores como el transporte, la energía y los desechos. Al respecto, ¿cómo va la calidad del aire en la Ciudad de México?
Para escribir este artículo sobre la calidad del aire, decidí centrarme en las ciudades, pues es ahí donde se puede incidir realmente en este tipo de contaminación: solo el 1% de 12,990 ciudades tiene concentraciones de PM2.5 bajas y alineadas con la recomendación de la Organización Mundial de la Salud (que es de 5 μg/m3). En otras palabras, únicamente 129 de ellas no les imponen a sus habitantes el alto riesgo de desarrollar las enfermedades —cardiovasculares, respiratorias y hasta diabetes tipo 2— que se relacionan con la mala calidad del aire. Las tres principales del país —Monterrey, Guadalajara y la Ciudad de México— son, lamentablemente, parte del porcentaje que rebasa la recomendación de la OMS y, por lo tanto, sus habitantes corren este riesgo a diario.
En la actualidad, nueve de cada diez personas viven en áreas con altas concentraciones de partículas finas —particularmente dañinas para la salud—, pero se espera que las ciudades alberguen a dos terceras de la población para 2050 y, en ellas, el problema de la mala calidad del aire se está agudizando: seis millones mueren prematuramente cada año por este motivo y los niños también —a edades muy tempranas— se ven afectados; se estima que cerca de quinientos mil mueren por la contaminación atmosférica en su primer mes de nacidos.
Pese a las graves consecuencias, a estos números contundentes y a que el problema sigue creciendo, se le menciona poco en las estrategias ambientales más importantes de las ciudades —en sus planes de acción climática— y de los países —en sus compromisos climáticos, las famosas NDC (siglas que se refieren a las contribuciones determinadas a nivel nacional)—. Por ejemplo, en 2019 únicamente 14 países se comprometieron en sus NDC a reducir la contaminación atmosférica y solo el 10% de los 184 compromisos que sometieron a nivel internacional hablan de salud pública. Con la actualización de las NDC en 2021, el porcentaje prácticamente no varió.
Sí se puede mejorar la calidad del aire
Para empezar a resolver el problema, primero hay que saber con certeza qué tan contaminada está la ciudad en que vivimos. ¿Qué tan malo es el aire que respiramos? Para saberlo, necesitamos monitorear la calidad del aire, es decir, invertir en estaciones que miden las concentraciones de partículas finas (las PM10, PM2.5 y el carbono negro, un componente de las segundas), así como de ozono, metano y otros contaminantes.
Desarrollar un buen sistema de monitoreo requiere una gran inversión (de quince mil a cien mil dólares), además se necesita personal técnico altamente calificado para operar y mantener en buen estado las estaciones. Afortunadamente, gracias al surgimiento de tecnologías de bajo costo, se han podido instalar sensores en distintas zonas de las ciudades y mapear las fuentes de la contaminación (el costo de los sensores es mucho menor, está entre los doscientos y los cinco mil dólares, y se necesita menos asesoría técnica para utilizarlos). Quito, Lima y Bombay han sabido aprovechar estas nuevas tecnologías para proveer información en tiempo real e identificar rápidamente las fuentes contaminantes. Por lo tanto, no solo hay que monitorear, la velocidad con que se lleva a cabo es crucial porque permite acelerar las acciones para enfrentar la mala calidad del aire —una meta que se puede lograr incluso si una ciudad cuenta con recursos financieros limitados.
Pero no solo hay que contar con un sistema de monitoreo de la calidad del aire rápido y extendido en diferentes puntos de la ciudad, es mucho más importante usar correctamente los datos que este arroja para implementar políticas adecuadas. Por ejemplo, una de las medidas más populares de los últimos años son las zonas de bajas emisiones: son áreas de las ciudades donde los gobiernos tratan de reducir la presencia de fuentes muy contaminantes. Estas cumplen dos objetivos: se vuelven más sanas para la población y visibilizan el problema de la contaminación atmosférica.
Para crear una zona de bajas emisiones se suele restringir la circulación de vehículos dentro de ella, algo que puede ser muy efectivo. En Londres, donde la mala calidad del aire se catalogó como emergencia sanitaria, se inauguró una zona de emisiones ultrabajas donde está completamente prohibida la entrada de automóviles. Estas zonas ambiciosas también existen en Copenhague, Bruselas, Múnich y Milán.
En otras ciudades las restricciones dentro de estas zonas fueron más modestas. Algunas prohíben los vehículos ciertos días a la semana, al mes o al año —como en Adís Abeba, Yakarta, Reikiavik, Minéapolis, San Antonio, París y Bogotá— o restringen la entrada de los vehículos más contaminantes, como los de carga, imponiéndoles además la obligación de volverse más limpios —como se hizo en Madrid.
Con todo, no me gustaría mencionar esta clase de soluciones sin hacer referencia a los problemas que pueden surgir: en ciertas ciudades estas medidas agudizaron las tensiones sociales, pues encarecieron la vida en las zonas libres de vehículos. Vale la pena recordar que la justicia ambiental necesariamente pasa por la justicia social: las mejorías no deben acrecentar las desigualdades que ya padecemos. Por lo tanto, la decisión de crear este tipo de zonas debe tomarse en conjunto, entre autoridades y habitantes, y se deben diseñar e implementar medidas para prevenir que las poblaciones más vulnerables resulten afectadas.
Conviene, también, ampliar nuestra visión sobre el problema de la calidad del aire. La creación de zonas de bajas emisiones no es suficiente en sí misma: hace falta un cambio mucho más integral. Limitar la entrada de automóviles algunos días y en algunos lugares no va a resolver la situación. Hay sectores que, por sus características, deben transformarse. Me refiero al transporte, la energía y los desechos. Estas políticas tienen una dimensión mayor y muchas no solo involucran a los gobiernos de las ciudades, sino a los nacionales y al orden internacional.
Empecemos por el transporte. En los últimos cien años las estrategias en este sector han priorizado los vehículos particulares, aunque hoy en día cada vez más ciudades privilegian el movimiento de las personas —y ya no de vehículos—, algo que se consigue con la transición a modos de transporte más sostenibles —como caminar, andar en bicicleta y usar el transporte público.
Si pensamos a mediano y largo plazo, se requieren nuevas perspectivas de planeación urbana. Al respecto ha surgido un nuevo modelo: la ciudad de 15 minutos, que consiste en crear barrios complejos que cuenten con servicios esenciales y amenidades de acceso rápido a pie o en bicicleta. En América Latina tenemos el ejemplo de Bogotá y sus Barrios Vitales. Este tipo de iniciativa se multiplicó a nivel internacional a raíz de la pandemia, con la 15-Minute City de París o los 20-Minute Neighbourhoods de Melbourne.
De nuevo, las ciudades de quince o veinte minutos no bastan y, por lo tanto, deben acompañarse de nuevas alternativas de movilidad. Londres, por ejemplo, no solo tiene su zona de emisiones ultrabajas, sino que también se fijó el objetivo de que el 80 % de los viajes en la ciudad se realicen a pie, en bicicleta o en transporte público para el año 2041. Singapur, Milán, Estocolmo y Londres buscan, además, que el uso del automóvil privado sea más caro o inconveniente en ciertas zonas (por ejemplo, se cobra un impuesto adicional por entrar a los centros de las ciudades en este tipo de vehículos). En Oslo y en Sevilla se están introduciendo medidas para que estacionarse en algunas zonas sea más complicado, transformando los estacionamientos en calles, ciclovías o zonas peatonales: así, el carril que estaba dedicado a estacionarse se transforma en una vía exclusiva para las bicicletas. Aunque, insisto: estas medidas pueden causar problemas de desigualdad, por ello, deben acompañarse de opciones de movilidad.
A la par, se está apostando por el transporte de bajas emisiones, como los autobuses eléctricos. Un estudio realizado en São Paulo demostró que los que funcionan con diésel o gas natural comprimido tienen un costo más elevado a lo largo de su vida útil que el mismo autobús que funciona con electricidad. En la Ciudad de México se demostró que las oportunidades en términos de costos, impactos en salud y eficiencia son mayores cuando se utilizan autobuses que funcionan con electricidad, en comparación con los vehículos que utilizan diésel. Santiago de Chile es un caso particularmente interesante y un referente en América Latina, ya que un modelo de negocios innovador le permitió construir la mayor flota de autobuses eléctricos en el mundo, tan solo después de China.
Además del transporte, el segundo sector que debe transformarse es el de la energía. La descarbonización de la matriz energética es uno de los temas de mayor relevancia, especialmente en Latinoamérica. Los países deben apostar por una matriz constituida por diferentes fuentes de energías renovables porque estas mejoran sustancialmente la calidad del aire y, por lo tanto, la salud de quienes viven en las ciudades y, por supuesto, esto es crucial para mitigar el cambio climático. En esta transición, el poder de las ciudades, como mencioné antes, es limitado y hay que involucrar y convencer de su importancia a los gobiernos nacionales.
Finalmente, está el sector de los residuos: se debe mejorar el manejo de los desechos sólidos y ponerle fin a las incineraciones de basureros a cielo abierto y a gran escala. Esto es particularmente relevante en las ciudades en desarrollo. Una muestra es el incendio masivo que se mantuvo durante más de un mes en Escalerillas, Estado de México, a mediados de este año y que provocó riesgos de salud considerables y preocupantes.
Tampoco está de más mencionar la contaminación en interiores, un tema del que se escribe mucho en Estados Unidos y en Europa. Sin embargo, en la mayoría de las ciudades de América Latina todavía hay muchas personas que cocinan, se calientan e iluminan sus casas con carbón y leña. De acuerdo con datos oficiales, se estima que el 20 % de la población en México utiliza leña para cocinar y calentar sus hogares. El número de muertes por esta causa es abrumador: 3.8 millones de personas al año a nivel mundial.
¿Cómo va la calidad del aire en la Ciudad de México?
Durante los ochenta y los noventa, la Zona Metropolitana del Valle de México se caracterizaba por ser la más contaminada del mundo. Hoy las mejorías son notables y se deben, principalmente, al cierre de las refinerías dentro de la ciudad, a la relocalización de la industria pesada fuera de ella y a la reducción de los niveles de azufre en el diésel.
En cambio, el programa Hoy No Circula, aunque ha sido muy popular —probablemente sea la medida que más conocen los habitantes de la capital— y aunque se ha promovido en los medios de comunicación como el programa emblemático para luchar contra la contaminación y mejorar la calidad del aire, en realidad, ha tenido un efecto mitigado e incierto. Sí ha incitado a que se renueve la flota vehicular, lo que conlleva el uso de tecnologías más avanzadas de control de emisiones, pero no ha motivado que se use más el transporte público u otros medios que contaminan menos, como las bicicletas.
En cuanto a los datos sobre la calidad del aire, en la Ciudad de México contamos con una sólida red de monitoreo atmosférico, y no es exclusiva de la capital del país —Guadalajara y Monterrey han hecho esfuerzos encomiables por reforzar sus redes—. A la par se han multiplicado las ciclovías, las redes de bicicletas públicas y de autobuses eléctricos. Hacer que algunas calles del Centro Histórico sean estrictamente peatonales es un esfuerzo interesante.
Pero todas estas políticas y medidas deben replicarse e intensificarse. El transporte debe de ocupar un lugar central en la agenda pública. Por ejemplo, las decisiones que se toman en cuanto a los vehículos de carga son cruciales. El 30% de los vehículos que atraviesan cada día nuestra ciudad son de carga y sus emisiones representan más del 70% de la contaminación provocada por el sector del transporte.
Hay que adoptar medidas más ambiciosas debido al riesgo que las concentraciones de contaminantes implican para la salud de todos. La mala calidad del aire, insisto, está fuertemente relacionada con ciertas enfermedades que, como ya he dicho, no se limitan a las respiratorias, sino que también se extienden a las cardiovasculares e incluso a la diabetes, aunque quizá la mayor parte de la población no esté enterada de ello, de los riesgos que corre por respirar partículas finas. En demasiadas ocasiones he escuchado a muchos decir que están “habituados” al aire contaminado de la Ciudad de México. Es un despropósito: nuestros cuerpos no tienen la capacidad de acostumbrarse a las partículas finas. Por más que normalicemos la situación, el riesgo de desarrollar enfermedades a causa de este problema se mantiene. Nuestras vidas se acortan. Respirar aire limpio no debería ser una hazaña o algo que conseguimos únicamente cuando salimos de vacaciones. Mucho menos debería ser —como ha sido hasta ahora— una promesa de campaña que jamás se cumple.
Este texto fue posible gracias al apoyo de la Fundación Ford.