El 24 de marzo es el aniversario del golpe militar de Argentina. Los familiares de desaparecidos, asesinados y presos políticos temieron, durante cuatro décadas, que volvieran los militares, sin dimensionar que también podían volver los civiles que los apoyaron. Con Javier Milei, el negacionismo de la dictadura ha regresado.
“Extraño a mis papás”, dijo una vez Emiliano y yo enseguida salté: no se puede extrañar a quien no conociste. Él decía que sí, yo decía que no. Emiliano Fessia es mi amigo y en ese momento estudiábamos juntos la carrera de Comunicación Social en Córdoba, Argentina. Los dos somos “hijos”, como nos nombramos quienes tenemos a nuestros padres desaparecidos, víctimas de la última dictadura militar argentina. No recuerdo más detalles de aquella discusión, pero volvió a mí en estos días. ¿Por qué rebotó ese boomerang más de veinte años después de aquella plática?
Vuelvo a preguntarme si puedo echar de menos a alguien desaparecido. Si puedo experimentar nostalgia de alguien con quien nunca platiqué, alguien cuya voz o cuyo modo de caminar no podría reconocer entre los de otras personas. Yo tenía veinticinco días de nacida cuando Ester y Luis, mi mamá y mi papá, fueron desaparecidos por los militares argentinos el 11 de enero de 1978. Era de noche y ya sumaban más de dos años de dictadura desde el golpe de Estado, ocurrido el 24 de marzo de 1976. Ella era psicóloga; él, periodista. Trabajaban, tenían amigos y militaban clandestinamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto a Montoneros fue una de las dos mayores organizaciones armadas que operaban en aquellos años.
Los secuestraron una misma noche de dos lugares diferentes en Villa María, la ciudad donde nací, que es plana como mar: el sol sale por un lado del horizonte y se mete justo enfrente. Es la pampa húmeda de Córdoba, donde pastan vacas y se siembra ahora soja transgénica.
Era bebé cuando desaparecieron a mis padres, no los conocí, y he vivido siempre en una búsqueda de pedacitos. Así es como vivimos “les hijes”. Persiguiendo retazos que van dando forma, aunque nunca logran la certeza inequívoca que implica mirar de frente, escuchar, oler, sentir a otra persona. Nunca lograré conocerlos, pero, aun consciente de esa imposibilidad, sigo buscando los pedacitos simplemente porque no es tan fácil dejar ir. La ausencia ocupa mucho espacio y rebota en forma de dudas que van cambiando según el paso de la propia vida.
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Cuando era niña, la ausencia era tristeza e invadía invariablemente cada cumpleaños, las navidades, los días del padre y de la madre, los actos escolares. El hueco no se iba, aunque siempre estaban presentes mis abuelos, Gregorio y Ester, o mi clan de tíos amorosos.
En mi adolescencia, la ausencia fue curiosidad. Quise saber cómo era eso de la guerrilla. Empecé a contactar a personas que habían militado en el ERP, pero ninguna de ellas reconocía a mis padres. Decían que tal vez era así porque sus militantes iban a las citas “tabicados” —con la cabeza tapada por seguridad—, aunque me agobiaba que hubieran podido ser tan grises que nadie los recordaba. Me reuní con varios exguerrilleros a medio patio y con radios encendidas alrededor. Aunque terminaban los años noventa, y estábamos en democracia desde 1983, ellos todavía aplicaban estrategias múltiples del tiempo de la clandestinidad, tal vez porque los genocidas seguían impunes. Los encuentros eran emocionantes, hasta divertidos, pero no aparecía nada. No encontré ninguna información desde fines de los noventa hasta abril de 2004.
Faltaban dos o tres días para mudarme a vivir a México cuando recibí una llamada críptica: “Mañana cerca del mediodía, en tu casa, él va”. Al día siguiente sonó el timbre y llegó él: Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes históricos del ERP. Ya había estado prófugo y preso, ya había sido extraditado y era uno de esos nombres que todavía se de cían en voz baja.
Llegó moviéndose como en el pasado, como clandestino. Iba acompañado de un muchacho que solo dijo su nombre de pila, sin más explicaciones, y en sus manos llevaba una bolsa de criollitos, un pan salado y grasoso que me encanta. Me contó varias cosas, pero no grabé por miedo a perder su confianza. Además, estaba nerviosa, anoté poco. Lo que sí recuerdo es una plática cálida en la cocina de mi casa, que resultó que ya conocía porque ahí se había escondido varias veces en los años setenta.
Años más tarde, cuando ya vivía en México, la ausencia regresó inesperada, intempestiva, cuando fui mamá. Ya no era un hueco, sino un gran socavón. Fue horrible el día en que mi hijo Camilo cumplió veinticinco días, la edad que yo tenía cuando me separaron de mis padres. Sentí el abismo que tal vez ellos sintieron. Resultó difícil criarlo sin sus abuelos, tratar de salir a flote sin una madre o un padre que me guiaran en esa cosa compleja que es la maternidad.
Pero no tardó tanto en llegar una suerte de calma inesperada. Fue el 25 de agosto de 2016, cuando en Córdoba dictaron sentencia por la desaparición de mis padres y más de setecientas personas, en una gran causa judicial conocida como La Perla. Quedaba probado que Ester y Luis habían existido, que los habían secuestrado, que no era mentira nuestro relato. La ausencia retrocedió muchos pasos, un velo se fue y me permitió vivir más feliz.
Este es un recorrido rápido por cuarenta años de vida, algo así como un capítulo de “la ausencia y mi ser”. Pero la desaparición es un tema presente de diversos modos en cada uno de mis días.
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Mis abuelos participaron en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, dos de las primeras organizaciones que durante la dictadura salían a manifestarse y golpear las puertas tanto de tribunales como de cuarteles. A mis diecisiete años, en 1995, me sumé a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), la organización que fundamos quienes nacimos en la tercera generación después de abuelas, madres y sobrevivientes. H.I.J.O.S. fue un espacio excepcional, una suerte de escuela política, pero también algo parecido a una familia en la que nos encontramos cientos de hijos de desaparecidos.
En los años noventa inventamos una nueva forma de protesta, el escrache. Consistía en investigar dónde vivían los militares y luego marchar por su barrio gritando y pegando carteles de “Alerta, genocida suelto”. Carteles con dirección, calle y número, a veces también teléfono, además del prontuario del sujeto. Si la impunidad los dejaba libres, hacíamos que la calle fuera su cárcel. Buscábamos lo que llamamos “condena social” y al mismo tiempo presen tamos muchos recursos en tribunales, abrimos camino para que se enjuiciara a los genocidas.
“Me alegra verte como sos, todos pensábamos que ibas a ser muy traumada y no ibas a salir adelante”, me dijo una vez una vecina. Imagino que eso pensaron de nosotros, que el dolor nos iba a tragar.
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Nunca dejé de militar en la causa de los treinta mil desaparecidos de Argentina, pero en 2004 llegué a vivir a México, donde había cerca de mil desaparecidos por razones políticas en décadas anteriores. Todo empeoró en 2007, cuando empezó este tiempo oscuro que conocemos como la guerra contra el narcotráfico. Hubo cada vez más muertos y desaparecidos. Primero fueron algunos casos en el norte del país, luego en los estados de Michoacán y en Guerrero. Así hasta crecer a un punto que no imaginábamos: desde 2007 suman más de 110 000 personas desaparecidas, todas en democracia, por todo el país. Hoy desaparecerán veinticinco personas: una cada hora.
No es la desaparición un tema que invada mi vida sin que yo tenga el control: yo lo elijo. He enfocado parte de mi trabajo en ese tema. Reporteo a madres que abren la tierra en busca de fosas clandestinas. Documento cuando se llevan a colegas periodistas. Escribí un libro acerca de la desaparición, que ocurrió en 2014, de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Investigo el robo de información genética. Trabajo para documentales de cine sobre este asunto. No me da ventaja, en este trabajo, ser hija de personas desaparecidas. No me resulta más sencillo reportear. Me corroe a veces, me hunde otras. Pero no quiero —o no puedo— dejar de hacer lo que hago.
Y con tanto vivido, leído o escrito, pensaba que ya tenía algo así como una coraza, hasta que volvió este boomerang. Las preguntas del pasado rebotando otra vez. Creo haber encontrado la razón: siento que Argentina rebobinó a la década de los noventas.
Aquella década fue un tiempo en que podías cruzarte con genocidas en un ascensor, comprando en la panadería o en un consultorio médico. Los pocos militares investigados en el Juicio a las Juntas de 1985, que inició Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, que asumió en diciembre de 1983, habían sido liberados por indultos y dos leyes, Obediencia Debida y Punto Final, promulgadas en 1987 y 1986, que impedían además juzgar a los militares. Ya no quedaba nadie preso ni había signos que indicaran que se los podría encarcelar algún día.
Los noventa, bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, fueron años en los que el Estado se achicaba privatizándolo todo —las empresas de energía eléctrica, la petrolera estatal, la compañía telefónica—, y la pobreza crecía mientras otros, gracias al plan económico llamado convertibilidad, según el cual un peso era igual a un dólar, viajaban a Miami a comprar tanto como pudieran. Las tiendas estaban llenas de productos chinos porque se habían liberado las importaciones. Miles de pequeñas empresas dedicadas a los más diversos rubros —desde fábricas de textiles hasta otras de juguetes— se fundieron. En la televisión había programas de concursos, mucho baile, frivolidad. Nadie quería hablar del pasado, era out, demodé.
Pero, más allá de eso, tampoco estaba claro el relato histórico del pasado reciente. No se hablaba todavía de genocidio ni de terrorismo de Estado, se seguía hablando del “proceso” o del “Proceso de Reorganización Nacional”, el nombre oficial que los dictadores le pusieron a esa etapa. Idea nada ingenua porque sugería que los dictadores habían llegado para arreglar el país.
En 1989, cuando indultó a los pocos militares presos, Menem instauró un discurso de “pacificación nacional” que implicaba la clausura del pasado. No dijo siquiera la palabra “dictadura”. Dijo: “Venimos de largos y crueles enfrentamientos y había una herida que cerrar”. Usó la palabra “enfrentamientos”, sinónimo de guerra.
Clarín, el diario más importante de la Argentina, tituló: “Menem firmó los indultos. Comprende a todos los militares procesados por la lucha contra la subversión”. El encabezado hablaba de militares procesados por luchar, no de exrepresores, no de exdictadores, no de sentenciados. Medios como La Voz del Interior, de Córdoba, usaban la palabra “proceso”, nunca “dictadura”. Subyacían en todo eso las nociones de “guerra” y “excesos”, que habían sido impulsadas por los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. La palabra “víctimas” estaba todavía muy lejos de ser nombrada, no aparecía siquiera como algo a considerar.
Yo cursaba la secundaria, el final de la educación media superior. Habían pasado casi veinte años del golpe de Estado, pero en la materia de Historia Argentina no se tocaba el tema, no me lo enseñaron. Mucho menos en Educación Cívica. Era como si la historia de mi país hubiera terminado allá por 1940. Era un silencio incómodo porque todos sabían que eso había ocurrido y que yo era hija de dos personas desaparecidas. ¿Cómo no saberlo en una ciudad que entonces tenía 64 000 habitantes, donde muchos de mis compañeros eran hijos de los antes compañeros de mi mamá y de mis tíos?
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Ahora que vivo lejos, y miro la Argentina a la distancia, siento que, en estos tiempos, mi país de origen rebobinó. Rebobinó a los noventa. Rebobinar, ese verbo en desuso. De un tiempo en que la impunidad era regla y los audios se es cuchaban en casetes.
El boomerang me llega, tal vez, por el shock de constatar que, aunque ya sumamos cuarenta años de democracia, al- gunas ideas hibernaron para despertar renovadas.
Porque en 2023 ganó la presidencia del país Javier Milei. Su partido, La Libertad Avanza, ganó las elecciones con 56% de los votos: 14 554 560 personas votaron por esa pro puesta que tiene, entre sus planteos, sostener que no fue ron treinta mil los desaparecidos —esa es la cifra oficial— y que no hubo terrorismo de Estado, sino excesos por parte de los militares.
Los argentinos eligieron como presidente a un hombre que rebobina las ideas y las lleva al tiempo en que no se hablaba de dictadura, sino de “proceso”, al tiempo en que no se consideraba siquiera hablar de las víctimas.
Milei ha usado las mismas palabras que Videla y Massera, “guerra” y “excesos”, y cuestiona la cifra oficial de desaparecidos. Dice que fueron 8 753, que se exagera la cuenta, y que no fue un genocidio, sino una guerra. El número que refiere es el total de denuncias que recibió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en los ochenta, cuando pocos se animaban a hablar. Documentos desclasificados de inteligencia estadounidense hablaban de veintidós mil personas en 1978, y la cifra puede ser mayor por el subregistro de casos no denunciados en su momento debido al miedo. En mi ciudad, por ejemplo, primero contábamos siete desaparecidos. Ahora la cifra está en diecinueve. Hace un par de años, Silvia Di Toffino seguía encontrando en Córdoba casos sin registrar, en su trabajo para el Equipo Argentino de Antropología Forense.
El discurso que llaman “negacionista” siempre estuvo presente. En 2016, el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015, había llamado “guerra sucia” a lo ocurrido durante la dictadura, y había dicho acerca de los desaparecidos: “No sé si son treinta mil o nueve mil”. En 2017, durante su gobierno, la Suprema Corte de Justicia falló para reducir las condenas a sentenciados por delitos de lesa humanidad, una iniciativa que se conoció como 2 × 1, a la que se terminó dando marcha atrás debido a manifestaciones multitudinarias en repudio a esa decisión. En ese momento se volvió a cuestionar la cifra de los treinta mil desaparecidos. Por aquellos días, el escritor argentino Martín Kohan dio una explicación impecable: “La represión fue clandestina y fue ilegal, no pasó por ningún sistema judicial, fue tan clandestina como los centros clandestinos de represión y de tortura. Y la cifra de treinta mil expresa que no sabemos exactamente cuántos fueron porque el Estado ilegal, que reprimió clandestinamente, no abre los archivos, no da la información de dónde están los desaparecidos ni la información de dónde están los nietos secuestrados”.
Pero la discusión no está en el número. Lo que subyace es la negación de lo que tantos años costó demostrar.
Miro un video en el cual Milei habla del asunto. Brota en él una euforia especial cuando menciona a las guerrillas del ERP y Montoneros. Llama a sus militantes “terroristas”, dice que “también cometieron delitos de lesa humanidad”, y en ese preciso momento levanta la voz, gesticula, levanta la ceja derecha. Suelta la furia que tanto rédito le ha dado. No quiero quedarme en el gesto, que es su trampa y distrae de algo que me preocupa más: está apropiándose de las palabras, se las roba. Está diciendo que mis padres fueron delincuentes de lesa humanidad. Que fueron iguales a los hombres que robaron bebés, tiraron personas al mar desde aviones o torturaron a mujeres embarazadas con picana eléctrica. A los que escondieron miles de cuerpos y siguen escondiéndolos hasta hoy, puesto que se niegan a dar información.
Te recomendamos leer el reportaje "Los ojos perdidos: las víctimas ignoradas por la justicia chilena".
Mis padres fueron guerrilleros. No es lo mismo que ser genocidas. Y no estoy restándole peso a lo que tomar las armas significa. Nos ha llevado muchos años sobrellevar el estigma de ser hijos de guerrilleros, a quienes la sociedad condenaba simbólicamente, salir de posturas épicas simplistas, discutir qué se reivindicaba y qué no. Hicimos esfuerzos hasta entender que el territorio donde ocurrió esta historia fue un país donde no es lo mismo el accionar de un grupo de personas que las políticas de un Estado. Si mis padres cometieron algún delito, debieron ser juzgados por eso, no asesinados y desaparecidos.
Ahora Milei y su gente roban palabras. Como “libertad”. La usan en el nombre de su partido. Él la pronuncia en el grito que da al final de cada discurso: “¡Viva la libertad, carajo!”. Y es la palabra con la que sustentan su idea de privatizarlo todo o reducir derechos: vender a compañías privadas los recursos del Estado, de la aerolínea de bandera al litio; arancelar la educación pública y gratuita a través de un sistema de vouchers; cerrar ministerios como los de Cultura, Ambiente, Desarrollo Social, Mujeres, Ciencia y Tecnología. Todo eso lo hacen en nombre de la “libertad”, que sería lo opuesto a la presencia del Estado, que Milei desprecia. Suena trillada, y no es de mis palabras favoritas, pero toca defenderla para no ahogarnos en la pesadilla orwelliana en que la guerra es la paz o se hace normal el reino del revés, como decía la escritora y compositora argentina María Elena Walsh.
“Lo más feo es su vicepresidenta”, dice Liliana Córdoba. Liliana también es “hija”, pero además una académica a la que suelo recurrir para entender asuntos que se me escapan. La vicepresidenta, compañera de fórmula de Milei, es Victoria Villarruel. Abogada, 48 años, exdiputada federal (2021), hija, nieta y sobrina de militares. Tiene el pelo lacio marrón siempre bien cepillado, en general usa camisas flojas de colores beige, gris, celeste, blanco; de repente algún rojo o bordó. Casi nunca escotes. Jean con la mitad de la camisa dentro del pantalón, la mitad fuera. Me pregunto cuál la define, la que va dentro para no parecer des prolija o la que va fuera para no verse anticuada. Todo coincide con el vestir austero filo-conservador de la “gente bien”, como se llama en Argentina a la clase media alta católica. Aparece muy sonriente en eventos o fotos de campaña. Concentrada, seria e incluso de malas en televisión durante entrevistas. No es una cara bonita que acompaña la fórmula de Milei. La alerta de Liliana va en otra dirección: Villarruel es su ideóloga, ahí está lo peligroso.
“La vicepresidenta de Milei que desafía el consenso sobre la dictadura militar argentina”, dice la BBC en el perfil que hizo de ella. “Defensora de la familia militar”, la nombra la periodista Luciana Bertoia en el diario argentino Página/12. Alguien que abonó a construir “un clima de época que habilita decir cualquier barbaridad”, dice Adrián Camerano en La Tinta.
“Todo lo que han escuchado en los últimos cuarenta años de la República Argentina, en lo referido a su pasado, es falso. Todo lo que han escuchado respecto de Argentina ha sido construido por la izquierda, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas y por todos aquellos que integra ron Montoneros y el ERP. Ni Argentina está en la vanguardia de los derechos humanos ni las madres y las abuelas son blancas palomas”, dijo Villarruel durante la Cumbre de la Iberosfera, un espacio organizado en octubre de 2022 por Vox y otros partidos conservadores de Europa. Villarruel ha pasado años dando conferencias por el mundo, ha publicado varios libros y participó de organizaciones con nombres pomposamente patrióticos, como Fundación Oíd Mortales, Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y Asociación Argentinos por la Memoria Completa. Esas organizaciones proponen buscar “reparación” para aquellos a quienes consideran víctimas de los Montoneros y del ERP, hablan de una “memoria completa”, según la cual hubo “una guerra”, con los militares a un lado y las guerrillas de izquierda, a cuyos miembros llaman “terroristas”, al otro. Es decir, repiten en la actualidad las ideas sostenidas por la misma dictadura y destruyen los consensos logrados en décadas, según los cuales no hubo un enfrentamiento entre bandos en igualdad de condiciones, sino terrorismo de Estado.
Integrantes de estas organizaciones, incluida Villarruel, se dedicaron a visitar en la cárcel a exdictadores como Jorge Rafael Videla y Juan Daniel Amelong, encargado de seis centros clandestinos de detención, cinco veces sentencia do por delitos de lesa humanidad: veinte desapariciones forzadas, 38 homicidios, robo de nueve niños y secuestros y tortura a 59 personas.
“Da escalofrío. Cínica. Siniestra. Con ningún milico me pasa lo que me pasa con ella”, dice Nadia Schujman, que ha interrogado a decenas de torturadores, genocidas y tipos muy oscuros. Abogada en trece juicios por delitos de lesa humanidad, sintió un escalofrío inusual cada vez que cruzó a Villarruel en los pasillos de los tribunales.
El padre de la vicepresidenta del país y presidenta del Senado, Eduardo Marcelo Villarruel, fue un militar que participó —según él mismo dijo— “en la lucha contra la sub versión”. Formó parte del Operativo Independencia, en el que persiguieron al ERP. El tío de la vicepresidenta, Ernesto Villarruel, fue acusado por cometer delitos de lesa humanidad en el centro clandestino El Vesubio.
Victoria Villarruel es hija y defensora de la familia militar, pero es una civil, y logró despertar y traer al presente ideas que estaban hibernando, que no estaban muertas.
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En la Argentina, los familiares de desaparecidos, asesina- dos y presos políticos vivimos durante décadas con el terror de que vuelvan los militares, sin ver que también podían volver los civiles que los apoyaron, ya fuere financiando, defendiendo o enriqueciéndose con el régimen represivo de aquella dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Como abanderada de esos tres mundos, ahora Victoria Villarruel asaltó el poder sin uniforme, abrazada a un influencer conservador, Javier Milei.
Porque nos agarraron distraídos, porque fracasamos, por lo que sea: ahora gobiernan quienes niegan que treinta mil personas hayan sido desaparecidas. Más de catorce millones de personas, entre ellas parientes y amigos míos, creen en quienes niegan que haya existido terrorismo de Estado. Les dieron su voto. ¿Votaron solo por razones económicas, en contra de la corrupción? ¿No les preocupa la ideología? ¿Les pareció irrelevante?
No me parece que el presente pueda explicarse en términos de buenos y malos ni que sirva lamentarse de forma genérica. No hay respuestas simples. Yo no las encuentro. Estamos rebobinando cuando se cumplen cuarenta años de democracia, aun luego de enjuiciar y encarcelar a más de mil genocidas. Cuando creíamos que la disputa de sentido, el establecimiento de una narrativa histórica, ya era territorio conquistado. Cuando teníamos excentros de tortura transformados en museos, archivos, espacios culturales. Cuando el 24 de marzo, el aniversario del golpe militar, se transformó en Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. ¿Dónde quedarán esos pasos que dimos?
Desde que ganaron Milei y Villarruel, una de las palabras que más me llegan desde la Argentina es “retroceso”. Pero esa palabra me incomoda porque creo que no estamos regresando a un punto anterior, sino a un lugar indefinido que implicará cosas desconocidas, como cuando rebobinábamos el casete. En un movimiento se jugaba todo. Podías volver a escuchar la canción, aunque en un lugar impredecible. Pero también podía atorarse la cinta.
Rebobinamos. La pregunta es hasta dónde.
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Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».
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PAULA MÓNACO FELIPE. Ha publicado en The New York Times, Gatopardo, La Jornada. Fue corresponsal en México de Telesur y El Telégrafo. Es fundadora y editora de Bocado.lat. Becaria del Pulitzer Center y Rainforest Fund en equipo con Soledad Barruti y Miguel Tovar. Premio Nacional de Periodismo 2019 y 2022, y segundo lugar del Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en 2020 y 2022. Escribió Ayotzinapa. Horas eternas (2015) y es coautora de otros cinco libros, entre ellos, Ya no somos las mismas (Grijalbo, 2020). Investiga y produce para cine. Ha participado en los documentales Endangered (HBO/Loki Films, 2022), Black Market (Vice, 2021), Blood on the Wall (National Geographic / Junger/Quested, 2020), Vivos (Ai Wei- wei, 2020) y Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019). También produjo películas de ficción de los directores Nicolás Pereda y Andrea Bussmann. Ha dirigido dos cortometrajes documentales, Qach’alal (AJ Witness, 2022) y Masala y Maíz: All About Liberty (EST Media, 2022).
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ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajan do en su proyecto musical Frailejones.
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El 24 de marzo es el aniversario del golpe militar de Argentina. Los familiares de desaparecidos, asesinados y presos políticos temieron, durante cuatro décadas, que volvieran los militares, sin dimensionar que también podían volver los civiles que los apoyaron. Con Javier Milei, el negacionismo de la dictadura ha regresado.
“Extraño a mis papás”, dijo una vez Emiliano y yo enseguida salté: no se puede extrañar a quien no conociste. Él decía que sí, yo decía que no. Emiliano Fessia es mi amigo y en ese momento estudiábamos juntos la carrera de Comunicación Social en Córdoba, Argentina. Los dos somos “hijos”, como nos nombramos quienes tenemos a nuestros padres desaparecidos, víctimas de la última dictadura militar argentina. No recuerdo más detalles de aquella discusión, pero volvió a mí en estos días. ¿Por qué rebotó ese boomerang más de veinte años después de aquella plática?
Vuelvo a preguntarme si puedo echar de menos a alguien desaparecido. Si puedo experimentar nostalgia de alguien con quien nunca platiqué, alguien cuya voz o cuyo modo de caminar no podría reconocer entre los de otras personas. Yo tenía veinticinco días de nacida cuando Ester y Luis, mi mamá y mi papá, fueron desaparecidos por los militares argentinos el 11 de enero de 1978. Era de noche y ya sumaban más de dos años de dictadura desde el golpe de Estado, ocurrido el 24 de marzo de 1976. Ella era psicóloga; él, periodista. Trabajaban, tenían amigos y militaban clandestinamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto a Montoneros fue una de las dos mayores organizaciones armadas que operaban en aquellos años.
Los secuestraron una misma noche de dos lugares diferentes en Villa María, la ciudad donde nací, que es plana como mar: el sol sale por un lado del horizonte y se mete justo enfrente. Es la pampa húmeda de Córdoba, donde pastan vacas y se siembra ahora soja transgénica.
Era bebé cuando desaparecieron a mis padres, no los conocí, y he vivido siempre en una búsqueda de pedacitos. Así es como vivimos “les hijes”. Persiguiendo retazos que van dando forma, aunque nunca logran la certeza inequívoca que implica mirar de frente, escuchar, oler, sentir a otra persona. Nunca lograré conocerlos, pero, aun consciente de esa imposibilidad, sigo buscando los pedacitos simplemente porque no es tan fácil dejar ir. La ausencia ocupa mucho espacio y rebota en forma de dudas que van cambiando según el paso de la propia vida.
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Cuando era niña, la ausencia era tristeza e invadía invariablemente cada cumpleaños, las navidades, los días del padre y de la madre, los actos escolares. El hueco no se iba, aunque siempre estaban presentes mis abuelos, Gregorio y Ester, o mi clan de tíos amorosos.
En mi adolescencia, la ausencia fue curiosidad. Quise saber cómo era eso de la guerrilla. Empecé a contactar a personas que habían militado en el ERP, pero ninguna de ellas reconocía a mis padres. Decían que tal vez era así porque sus militantes iban a las citas “tabicados” —con la cabeza tapada por seguridad—, aunque me agobiaba que hubieran podido ser tan grises que nadie los recordaba. Me reuní con varios exguerrilleros a medio patio y con radios encendidas alrededor. Aunque terminaban los años noventa, y estábamos en democracia desde 1983, ellos todavía aplicaban estrategias múltiples del tiempo de la clandestinidad, tal vez porque los genocidas seguían impunes. Los encuentros eran emocionantes, hasta divertidos, pero no aparecía nada. No encontré ninguna información desde fines de los noventa hasta abril de 2004.
Faltaban dos o tres días para mudarme a vivir a México cuando recibí una llamada críptica: “Mañana cerca del mediodía, en tu casa, él va”. Al día siguiente sonó el timbre y llegó él: Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes históricos del ERP. Ya había estado prófugo y preso, ya había sido extraditado y era uno de esos nombres que todavía se de cían en voz baja.
Llegó moviéndose como en el pasado, como clandestino. Iba acompañado de un muchacho que solo dijo su nombre de pila, sin más explicaciones, y en sus manos llevaba una bolsa de criollitos, un pan salado y grasoso que me encanta. Me contó varias cosas, pero no grabé por miedo a perder su confianza. Además, estaba nerviosa, anoté poco. Lo que sí recuerdo es una plática cálida en la cocina de mi casa, que resultó que ya conocía porque ahí se había escondido varias veces en los años setenta.
Años más tarde, cuando ya vivía en México, la ausencia regresó inesperada, intempestiva, cuando fui mamá. Ya no era un hueco, sino un gran socavón. Fue horrible el día en que mi hijo Camilo cumplió veinticinco días, la edad que yo tenía cuando me separaron de mis padres. Sentí el abismo que tal vez ellos sintieron. Resultó difícil criarlo sin sus abuelos, tratar de salir a flote sin una madre o un padre que me guiaran en esa cosa compleja que es la maternidad.
Pero no tardó tanto en llegar una suerte de calma inesperada. Fue el 25 de agosto de 2016, cuando en Córdoba dictaron sentencia por la desaparición de mis padres y más de setecientas personas, en una gran causa judicial conocida como La Perla. Quedaba probado que Ester y Luis habían existido, que los habían secuestrado, que no era mentira nuestro relato. La ausencia retrocedió muchos pasos, un velo se fue y me permitió vivir más feliz.
Este es un recorrido rápido por cuarenta años de vida, algo así como un capítulo de “la ausencia y mi ser”. Pero la desaparición es un tema presente de diversos modos en cada uno de mis días.
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Mis abuelos participaron en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, dos de las primeras organizaciones que durante la dictadura salían a manifestarse y golpear las puertas tanto de tribunales como de cuarteles. A mis diecisiete años, en 1995, me sumé a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), la organización que fundamos quienes nacimos en la tercera generación después de abuelas, madres y sobrevivientes. H.I.J.O.S. fue un espacio excepcional, una suerte de escuela política, pero también algo parecido a una familia en la que nos encontramos cientos de hijos de desaparecidos.
En los años noventa inventamos una nueva forma de protesta, el escrache. Consistía en investigar dónde vivían los militares y luego marchar por su barrio gritando y pegando carteles de “Alerta, genocida suelto”. Carteles con dirección, calle y número, a veces también teléfono, además del prontuario del sujeto. Si la impunidad los dejaba libres, hacíamos que la calle fuera su cárcel. Buscábamos lo que llamamos “condena social” y al mismo tiempo presen tamos muchos recursos en tribunales, abrimos camino para que se enjuiciara a los genocidas.
“Me alegra verte como sos, todos pensábamos que ibas a ser muy traumada y no ibas a salir adelante”, me dijo una vez una vecina. Imagino que eso pensaron de nosotros, que el dolor nos iba a tragar.
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Nunca dejé de militar en la causa de los treinta mil desaparecidos de Argentina, pero en 2004 llegué a vivir a México, donde había cerca de mil desaparecidos por razones políticas en décadas anteriores. Todo empeoró en 2007, cuando empezó este tiempo oscuro que conocemos como la guerra contra el narcotráfico. Hubo cada vez más muertos y desaparecidos. Primero fueron algunos casos en el norte del país, luego en los estados de Michoacán y en Guerrero. Así hasta crecer a un punto que no imaginábamos: desde 2007 suman más de 110 000 personas desaparecidas, todas en democracia, por todo el país. Hoy desaparecerán veinticinco personas: una cada hora.
No es la desaparición un tema que invada mi vida sin que yo tenga el control: yo lo elijo. He enfocado parte de mi trabajo en ese tema. Reporteo a madres que abren la tierra en busca de fosas clandestinas. Documento cuando se llevan a colegas periodistas. Escribí un libro acerca de la desaparición, que ocurrió en 2014, de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Investigo el robo de información genética. Trabajo para documentales de cine sobre este asunto. No me da ventaja, en este trabajo, ser hija de personas desaparecidas. No me resulta más sencillo reportear. Me corroe a veces, me hunde otras. Pero no quiero —o no puedo— dejar de hacer lo que hago.
Y con tanto vivido, leído o escrito, pensaba que ya tenía algo así como una coraza, hasta que volvió este boomerang. Las preguntas del pasado rebotando otra vez. Creo haber encontrado la razón: siento que Argentina rebobinó a la década de los noventas.
Aquella década fue un tiempo en que podías cruzarte con genocidas en un ascensor, comprando en la panadería o en un consultorio médico. Los pocos militares investigados en el Juicio a las Juntas de 1985, que inició Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, que asumió en diciembre de 1983, habían sido liberados por indultos y dos leyes, Obediencia Debida y Punto Final, promulgadas en 1987 y 1986, que impedían además juzgar a los militares. Ya no quedaba nadie preso ni había signos que indicaran que se los podría encarcelar algún día.
Los noventa, bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, fueron años en los que el Estado se achicaba privatizándolo todo —las empresas de energía eléctrica, la petrolera estatal, la compañía telefónica—, y la pobreza crecía mientras otros, gracias al plan económico llamado convertibilidad, según el cual un peso era igual a un dólar, viajaban a Miami a comprar tanto como pudieran. Las tiendas estaban llenas de productos chinos porque se habían liberado las importaciones. Miles de pequeñas empresas dedicadas a los más diversos rubros —desde fábricas de textiles hasta otras de juguetes— se fundieron. En la televisión había programas de concursos, mucho baile, frivolidad. Nadie quería hablar del pasado, era out, demodé.
Pero, más allá de eso, tampoco estaba claro el relato histórico del pasado reciente. No se hablaba todavía de genocidio ni de terrorismo de Estado, se seguía hablando del “proceso” o del “Proceso de Reorganización Nacional”, el nombre oficial que los dictadores le pusieron a esa etapa. Idea nada ingenua porque sugería que los dictadores habían llegado para arreglar el país.
En 1989, cuando indultó a los pocos militares presos, Menem instauró un discurso de “pacificación nacional” que implicaba la clausura del pasado. No dijo siquiera la palabra “dictadura”. Dijo: “Venimos de largos y crueles enfrentamientos y había una herida que cerrar”. Usó la palabra “enfrentamientos”, sinónimo de guerra.
Clarín, el diario más importante de la Argentina, tituló: “Menem firmó los indultos. Comprende a todos los militares procesados por la lucha contra la subversión”. El encabezado hablaba de militares procesados por luchar, no de exrepresores, no de exdictadores, no de sentenciados. Medios como La Voz del Interior, de Córdoba, usaban la palabra “proceso”, nunca “dictadura”. Subyacían en todo eso las nociones de “guerra” y “excesos”, que habían sido impulsadas por los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. La palabra “víctimas” estaba todavía muy lejos de ser nombrada, no aparecía siquiera como algo a considerar.
Yo cursaba la secundaria, el final de la educación media superior. Habían pasado casi veinte años del golpe de Estado, pero en la materia de Historia Argentina no se tocaba el tema, no me lo enseñaron. Mucho menos en Educación Cívica. Era como si la historia de mi país hubiera terminado allá por 1940. Era un silencio incómodo porque todos sabían que eso había ocurrido y que yo era hija de dos personas desaparecidas. ¿Cómo no saberlo en una ciudad que entonces tenía 64 000 habitantes, donde muchos de mis compañeros eran hijos de los antes compañeros de mi mamá y de mis tíos?
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Ahora que vivo lejos, y miro la Argentina a la distancia, siento que, en estos tiempos, mi país de origen rebobinó. Rebobinó a los noventa. Rebobinar, ese verbo en desuso. De un tiempo en que la impunidad era regla y los audios se es cuchaban en casetes.
El boomerang me llega, tal vez, por el shock de constatar que, aunque ya sumamos cuarenta años de democracia, al- gunas ideas hibernaron para despertar renovadas.
Porque en 2023 ganó la presidencia del país Javier Milei. Su partido, La Libertad Avanza, ganó las elecciones con 56% de los votos: 14 554 560 personas votaron por esa pro puesta que tiene, entre sus planteos, sostener que no fue ron treinta mil los desaparecidos —esa es la cifra oficial— y que no hubo terrorismo de Estado, sino excesos por parte de los militares.
Los argentinos eligieron como presidente a un hombre que rebobina las ideas y las lleva al tiempo en que no se hablaba de dictadura, sino de “proceso”, al tiempo en que no se consideraba siquiera hablar de las víctimas.
Milei ha usado las mismas palabras que Videla y Massera, “guerra” y “excesos”, y cuestiona la cifra oficial de desaparecidos. Dice que fueron 8 753, que se exagera la cuenta, y que no fue un genocidio, sino una guerra. El número que refiere es el total de denuncias que recibió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en los ochenta, cuando pocos se animaban a hablar. Documentos desclasificados de inteligencia estadounidense hablaban de veintidós mil personas en 1978, y la cifra puede ser mayor por el subregistro de casos no denunciados en su momento debido al miedo. En mi ciudad, por ejemplo, primero contábamos siete desaparecidos. Ahora la cifra está en diecinueve. Hace un par de años, Silvia Di Toffino seguía encontrando en Córdoba casos sin registrar, en su trabajo para el Equipo Argentino de Antropología Forense.
El discurso que llaman “negacionista” siempre estuvo presente. En 2016, el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015, había llamado “guerra sucia” a lo ocurrido durante la dictadura, y había dicho acerca de los desaparecidos: “No sé si son treinta mil o nueve mil”. En 2017, durante su gobierno, la Suprema Corte de Justicia falló para reducir las condenas a sentenciados por delitos de lesa humanidad, una iniciativa que se conoció como 2 × 1, a la que se terminó dando marcha atrás debido a manifestaciones multitudinarias en repudio a esa decisión. En ese momento se volvió a cuestionar la cifra de los treinta mil desaparecidos. Por aquellos días, el escritor argentino Martín Kohan dio una explicación impecable: “La represión fue clandestina y fue ilegal, no pasó por ningún sistema judicial, fue tan clandestina como los centros clandestinos de represión y de tortura. Y la cifra de treinta mil expresa que no sabemos exactamente cuántos fueron porque el Estado ilegal, que reprimió clandestinamente, no abre los archivos, no da la información de dónde están los desaparecidos ni la información de dónde están los nietos secuestrados”.
Pero la discusión no está en el número. Lo que subyace es la negación de lo que tantos años costó demostrar.
Miro un video en el cual Milei habla del asunto. Brota en él una euforia especial cuando menciona a las guerrillas del ERP y Montoneros. Llama a sus militantes “terroristas”, dice que “también cometieron delitos de lesa humanidad”, y en ese preciso momento levanta la voz, gesticula, levanta la ceja derecha. Suelta la furia que tanto rédito le ha dado. No quiero quedarme en el gesto, que es su trampa y distrae de algo que me preocupa más: está apropiándose de las palabras, se las roba. Está diciendo que mis padres fueron delincuentes de lesa humanidad. Que fueron iguales a los hombres que robaron bebés, tiraron personas al mar desde aviones o torturaron a mujeres embarazadas con picana eléctrica. A los que escondieron miles de cuerpos y siguen escondiéndolos hasta hoy, puesto que se niegan a dar información.
Te recomendamos leer el reportaje "Los ojos perdidos: las víctimas ignoradas por la justicia chilena".
Mis padres fueron guerrilleros. No es lo mismo que ser genocidas. Y no estoy restándole peso a lo que tomar las armas significa. Nos ha llevado muchos años sobrellevar el estigma de ser hijos de guerrilleros, a quienes la sociedad condenaba simbólicamente, salir de posturas épicas simplistas, discutir qué se reivindicaba y qué no. Hicimos esfuerzos hasta entender que el territorio donde ocurrió esta historia fue un país donde no es lo mismo el accionar de un grupo de personas que las políticas de un Estado. Si mis padres cometieron algún delito, debieron ser juzgados por eso, no asesinados y desaparecidos.
Ahora Milei y su gente roban palabras. Como “libertad”. La usan en el nombre de su partido. Él la pronuncia en el grito que da al final de cada discurso: “¡Viva la libertad, carajo!”. Y es la palabra con la que sustentan su idea de privatizarlo todo o reducir derechos: vender a compañías privadas los recursos del Estado, de la aerolínea de bandera al litio; arancelar la educación pública y gratuita a través de un sistema de vouchers; cerrar ministerios como los de Cultura, Ambiente, Desarrollo Social, Mujeres, Ciencia y Tecnología. Todo eso lo hacen en nombre de la “libertad”, que sería lo opuesto a la presencia del Estado, que Milei desprecia. Suena trillada, y no es de mis palabras favoritas, pero toca defenderla para no ahogarnos en la pesadilla orwelliana en que la guerra es la paz o se hace normal el reino del revés, como decía la escritora y compositora argentina María Elena Walsh.
“Lo más feo es su vicepresidenta”, dice Liliana Córdoba. Liliana también es “hija”, pero además una académica a la que suelo recurrir para entender asuntos que se me escapan. La vicepresidenta, compañera de fórmula de Milei, es Victoria Villarruel. Abogada, 48 años, exdiputada federal (2021), hija, nieta y sobrina de militares. Tiene el pelo lacio marrón siempre bien cepillado, en general usa camisas flojas de colores beige, gris, celeste, blanco; de repente algún rojo o bordó. Casi nunca escotes. Jean con la mitad de la camisa dentro del pantalón, la mitad fuera. Me pregunto cuál la define, la que va dentro para no parecer des prolija o la que va fuera para no verse anticuada. Todo coincide con el vestir austero filo-conservador de la “gente bien”, como se llama en Argentina a la clase media alta católica. Aparece muy sonriente en eventos o fotos de campaña. Concentrada, seria e incluso de malas en televisión durante entrevistas. No es una cara bonita que acompaña la fórmula de Milei. La alerta de Liliana va en otra dirección: Villarruel es su ideóloga, ahí está lo peligroso.
“La vicepresidenta de Milei que desafía el consenso sobre la dictadura militar argentina”, dice la BBC en el perfil que hizo de ella. “Defensora de la familia militar”, la nombra la periodista Luciana Bertoia en el diario argentino Página/12. Alguien que abonó a construir “un clima de época que habilita decir cualquier barbaridad”, dice Adrián Camerano en La Tinta.
“Todo lo que han escuchado en los últimos cuarenta años de la República Argentina, en lo referido a su pasado, es falso. Todo lo que han escuchado respecto de Argentina ha sido construido por la izquierda, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas y por todos aquellos que integra ron Montoneros y el ERP. Ni Argentina está en la vanguardia de los derechos humanos ni las madres y las abuelas son blancas palomas”, dijo Villarruel durante la Cumbre de la Iberosfera, un espacio organizado en octubre de 2022 por Vox y otros partidos conservadores de Europa. Villarruel ha pasado años dando conferencias por el mundo, ha publicado varios libros y participó de organizaciones con nombres pomposamente patrióticos, como Fundación Oíd Mortales, Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y Asociación Argentinos por la Memoria Completa. Esas organizaciones proponen buscar “reparación” para aquellos a quienes consideran víctimas de los Montoneros y del ERP, hablan de una “memoria completa”, según la cual hubo “una guerra”, con los militares a un lado y las guerrillas de izquierda, a cuyos miembros llaman “terroristas”, al otro. Es decir, repiten en la actualidad las ideas sostenidas por la misma dictadura y destruyen los consensos logrados en décadas, según los cuales no hubo un enfrentamiento entre bandos en igualdad de condiciones, sino terrorismo de Estado.
Integrantes de estas organizaciones, incluida Villarruel, se dedicaron a visitar en la cárcel a exdictadores como Jorge Rafael Videla y Juan Daniel Amelong, encargado de seis centros clandestinos de detención, cinco veces sentencia do por delitos de lesa humanidad: veinte desapariciones forzadas, 38 homicidios, robo de nueve niños y secuestros y tortura a 59 personas.
“Da escalofrío. Cínica. Siniestra. Con ningún milico me pasa lo que me pasa con ella”, dice Nadia Schujman, que ha interrogado a decenas de torturadores, genocidas y tipos muy oscuros. Abogada en trece juicios por delitos de lesa humanidad, sintió un escalofrío inusual cada vez que cruzó a Villarruel en los pasillos de los tribunales.
El padre de la vicepresidenta del país y presidenta del Senado, Eduardo Marcelo Villarruel, fue un militar que participó —según él mismo dijo— “en la lucha contra la sub versión”. Formó parte del Operativo Independencia, en el que persiguieron al ERP. El tío de la vicepresidenta, Ernesto Villarruel, fue acusado por cometer delitos de lesa humanidad en el centro clandestino El Vesubio.
Victoria Villarruel es hija y defensora de la familia militar, pero es una civil, y logró despertar y traer al presente ideas que estaban hibernando, que no estaban muertas.
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En la Argentina, los familiares de desaparecidos, asesina- dos y presos políticos vivimos durante décadas con el terror de que vuelvan los militares, sin ver que también podían volver los civiles que los apoyaron, ya fuere financiando, defendiendo o enriqueciéndose con el régimen represivo de aquella dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Como abanderada de esos tres mundos, ahora Victoria Villarruel asaltó el poder sin uniforme, abrazada a un influencer conservador, Javier Milei.
Porque nos agarraron distraídos, porque fracasamos, por lo que sea: ahora gobiernan quienes niegan que treinta mil personas hayan sido desaparecidas. Más de catorce millones de personas, entre ellas parientes y amigos míos, creen en quienes niegan que haya existido terrorismo de Estado. Les dieron su voto. ¿Votaron solo por razones económicas, en contra de la corrupción? ¿No les preocupa la ideología? ¿Les pareció irrelevante?
No me parece que el presente pueda explicarse en términos de buenos y malos ni que sirva lamentarse de forma genérica. No hay respuestas simples. Yo no las encuentro. Estamos rebobinando cuando se cumplen cuarenta años de democracia, aun luego de enjuiciar y encarcelar a más de mil genocidas. Cuando creíamos que la disputa de sentido, el establecimiento de una narrativa histórica, ya era territorio conquistado. Cuando teníamos excentros de tortura transformados en museos, archivos, espacios culturales. Cuando el 24 de marzo, el aniversario del golpe militar, se transformó en Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. ¿Dónde quedarán esos pasos que dimos?
Desde que ganaron Milei y Villarruel, una de las palabras que más me llegan desde la Argentina es “retroceso”. Pero esa palabra me incomoda porque creo que no estamos regresando a un punto anterior, sino a un lugar indefinido que implicará cosas desconocidas, como cuando rebobinábamos el casete. En un movimiento se jugaba todo. Podías volver a escuchar la canción, aunque en un lugar impredecible. Pero también podía atorarse la cinta.
Rebobinamos. La pregunta es hasta dónde.
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Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».
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PAULA MÓNACO FELIPE. Ha publicado en The New York Times, Gatopardo, La Jornada. Fue corresponsal en México de Telesur y El Telégrafo. Es fundadora y editora de Bocado.lat. Becaria del Pulitzer Center y Rainforest Fund en equipo con Soledad Barruti y Miguel Tovar. Premio Nacional de Periodismo 2019 y 2022, y segundo lugar del Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en 2020 y 2022. Escribió Ayotzinapa. Horas eternas (2015) y es coautora de otros cinco libros, entre ellos, Ya no somos las mismas (Grijalbo, 2020). Investiga y produce para cine. Ha participado en los documentales Endangered (HBO/Loki Films, 2022), Black Market (Vice, 2021), Blood on the Wall (National Geographic / Junger/Quested, 2020), Vivos (Ai Wei- wei, 2020) y Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019). También produjo películas de ficción de los directores Nicolás Pereda y Andrea Bussmann. Ha dirigido dos cortometrajes documentales, Qach’alal (AJ Witness, 2022) y Masala y Maíz: All About Liberty (EST Media, 2022).
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ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajan do en su proyecto musical Frailejones.
El 24 de marzo es el aniversario del golpe militar de Argentina. Los familiares de desaparecidos, asesinados y presos políticos temieron, durante cuatro décadas, que volvieran los militares, sin dimensionar que también podían volver los civiles que los apoyaron. Con Javier Milei, el negacionismo de la dictadura ha regresado.
“Extraño a mis papás”, dijo una vez Emiliano y yo enseguida salté: no se puede extrañar a quien no conociste. Él decía que sí, yo decía que no. Emiliano Fessia es mi amigo y en ese momento estudiábamos juntos la carrera de Comunicación Social en Córdoba, Argentina. Los dos somos “hijos”, como nos nombramos quienes tenemos a nuestros padres desaparecidos, víctimas de la última dictadura militar argentina. No recuerdo más detalles de aquella discusión, pero volvió a mí en estos días. ¿Por qué rebotó ese boomerang más de veinte años después de aquella plática?
Vuelvo a preguntarme si puedo echar de menos a alguien desaparecido. Si puedo experimentar nostalgia de alguien con quien nunca platiqué, alguien cuya voz o cuyo modo de caminar no podría reconocer entre los de otras personas. Yo tenía veinticinco días de nacida cuando Ester y Luis, mi mamá y mi papá, fueron desaparecidos por los militares argentinos el 11 de enero de 1978. Era de noche y ya sumaban más de dos años de dictadura desde el golpe de Estado, ocurrido el 24 de marzo de 1976. Ella era psicóloga; él, periodista. Trabajaban, tenían amigos y militaban clandestinamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto a Montoneros fue una de las dos mayores organizaciones armadas que operaban en aquellos años.
Los secuestraron una misma noche de dos lugares diferentes en Villa María, la ciudad donde nací, que es plana como mar: el sol sale por un lado del horizonte y se mete justo enfrente. Es la pampa húmeda de Córdoba, donde pastan vacas y se siembra ahora soja transgénica.
Era bebé cuando desaparecieron a mis padres, no los conocí, y he vivido siempre en una búsqueda de pedacitos. Así es como vivimos “les hijes”. Persiguiendo retazos que van dando forma, aunque nunca logran la certeza inequívoca que implica mirar de frente, escuchar, oler, sentir a otra persona. Nunca lograré conocerlos, pero, aun consciente de esa imposibilidad, sigo buscando los pedacitos simplemente porque no es tan fácil dejar ir. La ausencia ocupa mucho espacio y rebota en forma de dudas que van cambiando según el paso de la propia vida.
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Cuando era niña, la ausencia era tristeza e invadía invariablemente cada cumpleaños, las navidades, los días del padre y de la madre, los actos escolares. El hueco no se iba, aunque siempre estaban presentes mis abuelos, Gregorio y Ester, o mi clan de tíos amorosos.
En mi adolescencia, la ausencia fue curiosidad. Quise saber cómo era eso de la guerrilla. Empecé a contactar a personas que habían militado en el ERP, pero ninguna de ellas reconocía a mis padres. Decían que tal vez era así porque sus militantes iban a las citas “tabicados” —con la cabeza tapada por seguridad—, aunque me agobiaba que hubieran podido ser tan grises que nadie los recordaba. Me reuní con varios exguerrilleros a medio patio y con radios encendidas alrededor. Aunque terminaban los años noventa, y estábamos en democracia desde 1983, ellos todavía aplicaban estrategias múltiples del tiempo de la clandestinidad, tal vez porque los genocidas seguían impunes. Los encuentros eran emocionantes, hasta divertidos, pero no aparecía nada. No encontré ninguna información desde fines de los noventa hasta abril de 2004.
Faltaban dos o tres días para mudarme a vivir a México cuando recibí una llamada críptica: “Mañana cerca del mediodía, en tu casa, él va”. Al día siguiente sonó el timbre y llegó él: Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes históricos del ERP. Ya había estado prófugo y preso, ya había sido extraditado y era uno de esos nombres que todavía se de cían en voz baja.
Llegó moviéndose como en el pasado, como clandestino. Iba acompañado de un muchacho que solo dijo su nombre de pila, sin más explicaciones, y en sus manos llevaba una bolsa de criollitos, un pan salado y grasoso que me encanta. Me contó varias cosas, pero no grabé por miedo a perder su confianza. Además, estaba nerviosa, anoté poco. Lo que sí recuerdo es una plática cálida en la cocina de mi casa, que resultó que ya conocía porque ahí se había escondido varias veces en los años setenta.
Años más tarde, cuando ya vivía en México, la ausencia regresó inesperada, intempestiva, cuando fui mamá. Ya no era un hueco, sino un gran socavón. Fue horrible el día en que mi hijo Camilo cumplió veinticinco días, la edad que yo tenía cuando me separaron de mis padres. Sentí el abismo que tal vez ellos sintieron. Resultó difícil criarlo sin sus abuelos, tratar de salir a flote sin una madre o un padre que me guiaran en esa cosa compleja que es la maternidad.
Pero no tardó tanto en llegar una suerte de calma inesperada. Fue el 25 de agosto de 2016, cuando en Córdoba dictaron sentencia por la desaparición de mis padres y más de setecientas personas, en una gran causa judicial conocida como La Perla. Quedaba probado que Ester y Luis habían existido, que los habían secuestrado, que no era mentira nuestro relato. La ausencia retrocedió muchos pasos, un velo se fue y me permitió vivir más feliz.
Este es un recorrido rápido por cuarenta años de vida, algo así como un capítulo de “la ausencia y mi ser”. Pero la desaparición es un tema presente de diversos modos en cada uno de mis días.
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Mis abuelos participaron en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, dos de las primeras organizaciones que durante la dictadura salían a manifestarse y golpear las puertas tanto de tribunales como de cuarteles. A mis diecisiete años, en 1995, me sumé a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), la organización que fundamos quienes nacimos en la tercera generación después de abuelas, madres y sobrevivientes. H.I.J.O.S. fue un espacio excepcional, una suerte de escuela política, pero también algo parecido a una familia en la que nos encontramos cientos de hijos de desaparecidos.
En los años noventa inventamos una nueva forma de protesta, el escrache. Consistía en investigar dónde vivían los militares y luego marchar por su barrio gritando y pegando carteles de “Alerta, genocida suelto”. Carteles con dirección, calle y número, a veces también teléfono, además del prontuario del sujeto. Si la impunidad los dejaba libres, hacíamos que la calle fuera su cárcel. Buscábamos lo que llamamos “condena social” y al mismo tiempo presen tamos muchos recursos en tribunales, abrimos camino para que se enjuiciara a los genocidas.
“Me alegra verte como sos, todos pensábamos que ibas a ser muy traumada y no ibas a salir adelante”, me dijo una vez una vecina. Imagino que eso pensaron de nosotros, que el dolor nos iba a tragar.
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Nunca dejé de militar en la causa de los treinta mil desaparecidos de Argentina, pero en 2004 llegué a vivir a México, donde había cerca de mil desaparecidos por razones políticas en décadas anteriores. Todo empeoró en 2007, cuando empezó este tiempo oscuro que conocemos como la guerra contra el narcotráfico. Hubo cada vez más muertos y desaparecidos. Primero fueron algunos casos en el norte del país, luego en los estados de Michoacán y en Guerrero. Así hasta crecer a un punto que no imaginábamos: desde 2007 suman más de 110 000 personas desaparecidas, todas en democracia, por todo el país. Hoy desaparecerán veinticinco personas: una cada hora.
No es la desaparición un tema que invada mi vida sin que yo tenga el control: yo lo elijo. He enfocado parte de mi trabajo en ese tema. Reporteo a madres que abren la tierra en busca de fosas clandestinas. Documento cuando se llevan a colegas periodistas. Escribí un libro acerca de la desaparición, que ocurrió en 2014, de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Investigo el robo de información genética. Trabajo para documentales de cine sobre este asunto. No me da ventaja, en este trabajo, ser hija de personas desaparecidas. No me resulta más sencillo reportear. Me corroe a veces, me hunde otras. Pero no quiero —o no puedo— dejar de hacer lo que hago.
Y con tanto vivido, leído o escrito, pensaba que ya tenía algo así como una coraza, hasta que volvió este boomerang. Las preguntas del pasado rebotando otra vez. Creo haber encontrado la razón: siento que Argentina rebobinó a la década de los noventas.
Aquella década fue un tiempo en que podías cruzarte con genocidas en un ascensor, comprando en la panadería o en un consultorio médico. Los pocos militares investigados en el Juicio a las Juntas de 1985, que inició Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, que asumió en diciembre de 1983, habían sido liberados por indultos y dos leyes, Obediencia Debida y Punto Final, promulgadas en 1987 y 1986, que impedían además juzgar a los militares. Ya no quedaba nadie preso ni había signos que indicaran que se los podría encarcelar algún día.
Los noventa, bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, fueron años en los que el Estado se achicaba privatizándolo todo —las empresas de energía eléctrica, la petrolera estatal, la compañía telefónica—, y la pobreza crecía mientras otros, gracias al plan económico llamado convertibilidad, según el cual un peso era igual a un dólar, viajaban a Miami a comprar tanto como pudieran. Las tiendas estaban llenas de productos chinos porque se habían liberado las importaciones. Miles de pequeñas empresas dedicadas a los más diversos rubros —desde fábricas de textiles hasta otras de juguetes— se fundieron. En la televisión había programas de concursos, mucho baile, frivolidad. Nadie quería hablar del pasado, era out, demodé.
Pero, más allá de eso, tampoco estaba claro el relato histórico del pasado reciente. No se hablaba todavía de genocidio ni de terrorismo de Estado, se seguía hablando del “proceso” o del “Proceso de Reorganización Nacional”, el nombre oficial que los dictadores le pusieron a esa etapa. Idea nada ingenua porque sugería que los dictadores habían llegado para arreglar el país.
En 1989, cuando indultó a los pocos militares presos, Menem instauró un discurso de “pacificación nacional” que implicaba la clausura del pasado. No dijo siquiera la palabra “dictadura”. Dijo: “Venimos de largos y crueles enfrentamientos y había una herida que cerrar”. Usó la palabra “enfrentamientos”, sinónimo de guerra.
Clarín, el diario más importante de la Argentina, tituló: “Menem firmó los indultos. Comprende a todos los militares procesados por la lucha contra la subversión”. El encabezado hablaba de militares procesados por luchar, no de exrepresores, no de exdictadores, no de sentenciados. Medios como La Voz del Interior, de Córdoba, usaban la palabra “proceso”, nunca “dictadura”. Subyacían en todo eso las nociones de “guerra” y “excesos”, que habían sido impulsadas por los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. La palabra “víctimas” estaba todavía muy lejos de ser nombrada, no aparecía siquiera como algo a considerar.
Yo cursaba la secundaria, el final de la educación media superior. Habían pasado casi veinte años del golpe de Estado, pero en la materia de Historia Argentina no se tocaba el tema, no me lo enseñaron. Mucho menos en Educación Cívica. Era como si la historia de mi país hubiera terminado allá por 1940. Era un silencio incómodo porque todos sabían que eso había ocurrido y que yo era hija de dos personas desaparecidas. ¿Cómo no saberlo en una ciudad que entonces tenía 64 000 habitantes, donde muchos de mis compañeros eran hijos de los antes compañeros de mi mamá y de mis tíos?
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Ahora que vivo lejos, y miro la Argentina a la distancia, siento que, en estos tiempos, mi país de origen rebobinó. Rebobinó a los noventa. Rebobinar, ese verbo en desuso. De un tiempo en que la impunidad era regla y los audios se es cuchaban en casetes.
El boomerang me llega, tal vez, por el shock de constatar que, aunque ya sumamos cuarenta años de democracia, al- gunas ideas hibernaron para despertar renovadas.
Porque en 2023 ganó la presidencia del país Javier Milei. Su partido, La Libertad Avanza, ganó las elecciones con 56% de los votos: 14 554 560 personas votaron por esa pro puesta que tiene, entre sus planteos, sostener que no fue ron treinta mil los desaparecidos —esa es la cifra oficial— y que no hubo terrorismo de Estado, sino excesos por parte de los militares.
Los argentinos eligieron como presidente a un hombre que rebobina las ideas y las lleva al tiempo en que no se hablaba de dictadura, sino de “proceso”, al tiempo en que no se consideraba siquiera hablar de las víctimas.
Milei ha usado las mismas palabras que Videla y Massera, “guerra” y “excesos”, y cuestiona la cifra oficial de desaparecidos. Dice que fueron 8 753, que se exagera la cuenta, y que no fue un genocidio, sino una guerra. El número que refiere es el total de denuncias que recibió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en los ochenta, cuando pocos se animaban a hablar. Documentos desclasificados de inteligencia estadounidense hablaban de veintidós mil personas en 1978, y la cifra puede ser mayor por el subregistro de casos no denunciados en su momento debido al miedo. En mi ciudad, por ejemplo, primero contábamos siete desaparecidos. Ahora la cifra está en diecinueve. Hace un par de años, Silvia Di Toffino seguía encontrando en Córdoba casos sin registrar, en su trabajo para el Equipo Argentino de Antropología Forense.
El discurso que llaman “negacionista” siempre estuvo presente. En 2016, el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015, había llamado “guerra sucia” a lo ocurrido durante la dictadura, y había dicho acerca de los desaparecidos: “No sé si son treinta mil o nueve mil”. En 2017, durante su gobierno, la Suprema Corte de Justicia falló para reducir las condenas a sentenciados por delitos de lesa humanidad, una iniciativa que se conoció como 2 × 1, a la que se terminó dando marcha atrás debido a manifestaciones multitudinarias en repudio a esa decisión. En ese momento se volvió a cuestionar la cifra de los treinta mil desaparecidos. Por aquellos días, el escritor argentino Martín Kohan dio una explicación impecable: “La represión fue clandestina y fue ilegal, no pasó por ningún sistema judicial, fue tan clandestina como los centros clandestinos de represión y de tortura. Y la cifra de treinta mil expresa que no sabemos exactamente cuántos fueron porque el Estado ilegal, que reprimió clandestinamente, no abre los archivos, no da la información de dónde están los desaparecidos ni la información de dónde están los nietos secuestrados”.
Pero la discusión no está en el número. Lo que subyace es la negación de lo que tantos años costó demostrar.
Miro un video en el cual Milei habla del asunto. Brota en él una euforia especial cuando menciona a las guerrillas del ERP y Montoneros. Llama a sus militantes “terroristas”, dice que “también cometieron delitos de lesa humanidad”, y en ese preciso momento levanta la voz, gesticula, levanta la ceja derecha. Suelta la furia que tanto rédito le ha dado. No quiero quedarme en el gesto, que es su trampa y distrae de algo que me preocupa más: está apropiándose de las palabras, se las roba. Está diciendo que mis padres fueron delincuentes de lesa humanidad. Que fueron iguales a los hombres que robaron bebés, tiraron personas al mar desde aviones o torturaron a mujeres embarazadas con picana eléctrica. A los que escondieron miles de cuerpos y siguen escondiéndolos hasta hoy, puesto que se niegan a dar información.
Te recomendamos leer el reportaje "Los ojos perdidos: las víctimas ignoradas por la justicia chilena".
Mis padres fueron guerrilleros. No es lo mismo que ser genocidas. Y no estoy restándole peso a lo que tomar las armas significa. Nos ha llevado muchos años sobrellevar el estigma de ser hijos de guerrilleros, a quienes la sociedad condenaba simbólicamente, salir de posturas épicas simplistas, discutir qué se reivindicaba y qué no. Hicimos esfuerzos hasta entender que el territorio donde ocurrió esta historia fue un país donde no es lo mismo el accionar de un grupo de personas que las políticas de un Estado. Si mis padres cometieron algún delito, debieron ser juzgados por eso, no asesinados y desaparecidos.
Ahora Milei y su gente roban palabras. Como “libertad”. La usan en el nombre de su partido. Él la pronuncia en el grito que da al final de cada discurso: “¡Viva la libertad, carajo!”. Y es la palabra con la que sustentan su idea de privatizarlo todo o reducir derechos: vender a compañías privadas los recursos del Estado, de la aerolínea de bandera al litio; arancelar la educación pública y gratuita a través de un sistema de vouchers; cerrar ministerios como los de Cultura, Ambiente, Desarrollo Social, Mujeres, Ciencia y Tecnología. Todo eso lo hacen en nombre de la “libertad”, que sería lo opuesto a la presencia del Estado, que Milei desprecia. Suena trillada, y no es de mis palabras favoritas, pero toca defenderla para no ahogarnos en la pesadilla orwelliana en que la guerra es la paz o se hace normal el reino del revés, como decía la escritora y compositora argentina María Elena Walsh.
“Lo más feo es su vicepresidenta”, dice Liliana Córdoba. Liliana también es “hija”, pero además una académica a la que suelo recurrir para entender asuntos que se me escapan. La vicepresidenta, compañera de fórmula de Milei, es Victoria Villarruel. Abogada, 48 años, exdiputada federal (2021), hija, nieta y sobrina de militares. Tiene el pelo lacio marrón siempre bien cepillado, en general usa camisas flojas de colores beige, gris, celeste, blanco; de repente algún rojo o bordó. Casi nunca escotes. Jean con la mitad de la camisa dentro del pantalón, la mitad fuera. Me pregunto cuál la define, la que va dentro para no parecer des prolija o la que va fuera para no verse anticuada. Todo coincide con el vestir austero filo-conservador de la “gente bien”, como se llama en Argentina a la clase media alta católica. Aparece muy sonriente en eventos o fotos de campaña. Concentrada, seria e incluso de malas en televisión durante entrevistas. No es una cara bonita que acompaña la fórmula de Milei. La alerta de Liliana va en otra dirección: Villarruel es su ideóloga, ahí está lo peligroso.
“La vicepresidenta de Milei que desafía el consenso sobre la dictadura militar argentina”, dice la BBC en el perfil que hizo de ella. “Defensora de la familia militar”, la nombra la periodista Luciana Bertoia en el diario argentino Página/12. Alguien que abonó a construir “un clima de época que habilita decir cualquier barbaridad”, dice Adrián Camerano en La Tinta.
“Todo lo que han escuchado en los últimos cuarenta años de la República Argentina, en lo referido a su pasado, es falso. Todo lo que han escuchado respecto de Argentina ha sido construido por la izquierda, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas y por todos aquellos que integra ron Montoneros y el ERP. Ni Argentina está en la vanguardia de los derechos humanos ni las madres y las abuelas son blancas palomas”, dijo Villarruel durante la Cumbre de la Iberosfera, un espacio organizado en octubre de 2022 por Vox y otros partidos conservadores de Europa. Villarruel ha pasado años dando conferencias por el mundo, ha publicado varios libros y participó de organizaciones con nombres pomposamente patrióticos, como Fundación Oíd Mortales, Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y Asociación Argentinos por la Memoria Completa. Esas organizaciones proponen buscar “reparación” para aquellos a quienes consideran víctimas de los Montoneros y del ERP, hablan de una “memoria completa”, según la cual hubo “una guerra”, con los militares a un lado y las guerrillas de izquierda, a cuyos miembros llaman “terroristas”, al otro. Es decir, repiten en la actualidad las ideas sostenidas por la misma dictadura y destruyen los consensos logrados en décadas, según los cuales no hubo un enfrentamiento entre bandos en igualdad de condiciones, sino terrorismo de Estado.
Integrantes de estas organizaciones, incluida Villarruel, se dedicaron a visitar en la cárcel a exdictadores como Jorge Rafael Videla y Juan Daniel Amelong, encargado de seis centros clandestinos de detención, cinco veces sentencia do por delitos de lesa humanidad: veinte desapariciones forzadas, 38 homicidios, robo de nueve niños y secuestros y tortura a 59 personas.
“Da escalofrío. Cínica. Siniestra. Con ningún milico me pasa lo que me pasa con ella”, dice Nadia Schujman, que ha interrogado a decenas de torturadores, genocidas y tipos muy oscuros. Abogada en trece juicios por delitos de lesa humanidad, sintió un escalofrío inusual cada vez que cruzó a Villarruel en los pasillos de los tribunales.
El padre de la vicepresidenta del país y presidenta del Senado, Eduardo Marcelo Villarruel, fue un militar que participó —según él mismo dijo— “en la lucha contra la sub versión”. Formó parte del Operativo Independencia, en el que persiguieron al ERP. El tío de la vicepresidenta, Ernesto Villarruel, fue acusado por cometer delitos de lesa humanidad en el centro clandestino El Vesubio.
Victoria Villarruel es hija y defensora de la familia militar, pero es una civil, y logró despertar y traer al presente ideas que estaban hibernando, que no estaban muertas.
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En la Argentina, los familiares de desaparecidos, asesina- dos y presos políticos vivimos durante décadas con el terror de que vuelvan los militares, sin ver que también podían volver los civiles que los apoyaron, ya fuere financiando, defendiendo o enriqueciéndose con el régimen represivo de aquella dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Como abanderada de esos tres mundos, ahora Victoria Villarruel asaltó el poder sin uniforme, abrazada a un influencer conservador, Javier Milei.
Porque nos agarraron distraídos, porque fracasamos, por lo que sea: ahora gobiernan quienes niegan que treinta mil personas hayan sido desaparecidas. Más de catorce millones de personas, entre ellas parientes y amigos míos, creen en quienes niegan que haya existido terrorismo de Estado. Les dieron su voto. ¿Votaron solo por razones económicas, en contra de la corrupción? ¿No les preocupa la ideología? ¿Les pareció irrelevante?
No me parece que el presente pueda explicarse en términos de buenos y malos ni que sirva lamentarse de forma genérica. No hay respuestas simples. Yo no las encuentro. Estamos rebobinando cuando se cumplen cuarenta años de democracia, aun luego de enjuiciar y encarcelar a más de mil genocidas. Cuando creíamos que la disputa de sentido, el establecimiento de una narrativa histórica, ya era territorio conquistado. Cuando teníamos excentros de tortura transformados en museos, archivos, espacios culturales. Cuando el 24 de marzo, el aniversario del golpe militar, se transformó en Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. ¿Dónde quedarán esos pasos que dimos?
Desde que ganaron Milei y Villarruel, una de las palabras que más me llegan desde la Argentina es “retroceso”. Pero esa palabra me incomoda porque creo que no estamos regresando a un punto anterior, sino a un lugar indefinido que implicará cosas desconocidas, como cuando rebobinábamos el casete. En un movimiento se jugaba todo. Podías volver a escuchar la canción, aunque en un lugar impredecible. Pero también podía atorarse la cinta.
Rebobinamos. La pregunta es hasta dónde.
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Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».
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PAULA MÓNACO FELIPE. Ha publicado en The New York Times, Gatopardo, La Jornada. Fue corresponsal en México de Telesur y El Telégrafo. Es fundadora y editora de Bocado.lat. Becaria del Pulitzer Center y Rainforest Fund en equipo con Soledad Barruti y Miguel Tovar. Premio Nacional de Periodismo 2019 y 2022, y segundo lugar del Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en 2020 y 2022. Escribió Ayotzinapa. Horas eternas (2015) y es coautora de otros cinco libros, entre ellos, Ya no somos las mismas (Grijalbo, 2020). Investiga y produce para cine. Ha participado en los documentales Endangered (HBO/Loki Films, 2022), Black Market (Vice, 2021), Blood on the Wall (National Geographic / Junger/Quested, 2020), Vivos (Ai Wei- wei, 2020) y Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019). También produjo películas de ficción de los directores Nicolás Pereda y Andrea Bussmann. Ha dirigido dos cortometrajes documentales, Qach’alal (AJ Witness, 2022) y Masala y Maíz: All About Liberty (EST Media, 2022).
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ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajan do en su proyecto musical Frailejones.
El 24 de marzo es el aniversario del golpe militar de Argentina. Los familiares de desaparecidos, asesinados y presos políticos temieron, durante cuatro décadas, que volvieran los militares, sin dimensionar que también podían volver los civiles que los apoyaron. Con Javier Milei, el negacionismo de la dictadura ha regresado.
“Extraño a mis papás”, dijo una vez Emiliano y yo enseguida salté: no se puede extrañar a quien no conociste. Él decía que sí, yo decía que no. Emiliano Fessia es mi amigo y en ese momento estudiábamos juntos la carrera de Comunicación Social en Córdoba, Argentina. Los dos somos “hijos”, como nos nombramos quienes tenemos a nuestros padres desaparecidos, víctimas de la última dictadura militar argentina. No recuerdo más detalles de aquella discusión, pero volvió a mí en estos días. ¿Por qué rebotó ese boomerang más de veinte años después de aquella plática?
Vuelvo a preguntarme si puedo echar de menos a alguien desaparecido. Si puedo experimentar nostalgia de alguien con quien nunca platiqué, alguien cuya voz o cuyo modo de caminar no podría reconocer entre los de otras personas. Yo tenía veinticinco días de nacida cuando Ester y Luis, mi mamá y mi papá, fueron desaparecidos por los militares argentinos el 11 de enero de 1978. Era de noche y ya sumaban más de dos años de dictadura desde el golpe de Estado, ocurrido el 24 de marzo de 1976. Ella era psicóloga; él, periodista. Trabajaban, tenían amigos y militaban clandestinamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto a Montoneros fue una de las dos mayores organizaciones armadas que operaban en aquellos años.
Los secuestraron una misma noche de dos lugares diferentes en Villa María, la ciudad donde nací, que es plana como mar: el sol sale por un lado del horizonte y se mete justo enfrente. Es la pampa húmeda de Córdoba, donde pastan vacas y se siembra ahora soja transgénica.
Era bebé cuando desaparecieron a mis padres, no los conocí, y he vivido siempre en una búsqueda de pedacitos. Así es como vivimos “les hijes”. Persiguiendo retazos que van dando forma, aunque nunca logran la certeza inequívoca que implica mirar de frente, escuchar, oler, sentir a otra persona. Nunca lograré conocerlos, pero, aun consciente de esa imposibilidad, sigo buscando los pedacitos simplemente porque no es tan fácil dejar ir. La ausencia ocupa mucho espacio y rebota en forma de dudas que van cambiando según el paso de la propia vida.
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Cuando era niña, la ausencia era tristeza e invadía invariablemente cada cumpleaños, las navidades, los días del padre y de la madre, los actos escolares. El hueco no se iba, aunque siempre estaban presentes mis abuelos, Gregorio y Ester, o mi clan de tíos amorosos.
En mi adolescencia, la ausencia fue curiosidad. Quise saber cómo era eso de la guerrilla. Empecé a contactar a personas que habían militado en el ERP, pero ninguna de ellas reconocía a mis padres. Decían que tal vez era así porque sus militantes iban a las citas “tabicados” —con la cabeza tapada por seguridad—, aunque me agobiaba que hubieran podido ser tan grises que nadie los recordaba. Me reuní con varios exguerrilleros a medio patio y con radios encendidas alrededor. Aunque terminaban los años noventa, y estábamos en democracia desde 1983, ellos todavía aplicaban estrategias múltiples del tiempo de la clandestinidad, tal vez porque los genocidas seguían impunes. Los encuentros eran emocionantes, hasta divertidos, pero no aparecía nada. No encontré ninguna información desde fines de los noventa hasta abril de 2004.
Faltaban dos o tres días para mudarme a vivir a México cuando recibí una llamada críptica: “Mañana cerca del mediodía, en tu casa, él va”. Al día siguiente sonó el timbre y llegó él: Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes históricos del ERP. Ya había estado prófugo y preso, ya había sido extraditado y era uno de esos nombres que todavía se de cían en voz baja.
Llegó moviéndose como en el pasado, como clandestino. Iba acompañado de un muchacho que solo dijo su nombre de pila, sin más explicaciones, y en sus manos llevaba una bolsa de criollitos, un pan salado y grasoso que me encanta. Me contó varias cosas, pero no grabé por miedo a perder su confianza. Además, estaba nerviosa, anoté poco. Lo que sí recuerdo es una plática cálida en la cocina de mi casa, que resultó que ya conocía porque ahí se había escondido varias veces en los años setenta.
Años más tarde, cuando ya vivía en México, la ausencia regresó inesperada, intempestiva, cuando fui mamá. Ya no era un hueco, sino un gran socavón. Fue horrible el día en que mi hijo Camilo cumplió veinticinco días, la edad que yo tenía cuando me separaron de mis padres. Sentí el abismo que tal vez ellos sintieron. Resultó difícil criarlo sin sus abuelos, tratar de salir a flote sin una madre o un padre que me guiaran en esa cosa compleja que es la maternidad.
Pero no tardó tanto en llegar una suerte de calma inesperada. Fue el 25 de agosto de 2016, cuando en Córdoba dictaron sentencia por la desaparición de mis padres y más de setecientas personas, en una gran causa judicial conocida como La Perla. Quedaba probado que Ester y Luis habían existido, que los habían secuestrado, que no era mentira nuestro relato. La ausencia retrocedió muchos pasos, un velo se fue y me permitió vivir más feliz.
Este es un recorrido rápido por cuarenta años de vida, algo así como un capítulo de “la ausencia y mi ser”. Pero la desaparición es un tema presente de diversos modos en cada uno de mis días.
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Mis abuelos participaron en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, dos de las primeras organizaciones que durante la dictadura salían a manifestarse y golpear las puertas tanto de tribunales como de cuarteles. A mis diecisiete años, en 1995, me sumé a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), la organización que fundamos quienes nacimos en la tercera generación después de abuelas, madres y sobrevivientes. H.I.J.O.S. fue un espacio excepcional, una suerte de escuela política, pero también algo parecido a una familia en la que nos encontramos cientos de hijos de desaparecidos.
En los años noventa inventamos una nueva forma de protesta, el escrache. Consistía en investigar dónde vivían los militares y luego marchar por su barrio gritando y pegando carteles de “Alerta, genocida suelto”. Carteles con dirección, calle y número, a veces también teléfono, además del prontuario del sujeto. Si la impunidad los dejaba libres, hacíamos que la calle fuera su cárcel. Buscábamos lo que llamamos “condena social” y al mismo tiempo presen tamos muchos recursos en tribunales, abrimos camino para que se enjuiciara a los genocidas.
“Me alegra verte como sos, todos pensábamos que ibas a ser muy traumada y no ibas a salir adelante”, me dijo una vez una vecina. Imagino que eso pensaron de nosotros, que el dolor nos iba a tragar.
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Nunca dejé de militar en la causa de los treinta mil desaparecidos de Argentina, pero en 2004 llegué a vivir a México, donde había cerca de mil desaparecidos por razones políticas en décadas anteriores. Todo empeoró en 2007, cuando empezó este tiempo oscuro que conocemos como la guerra contra el narcotráfico. Hubo cada vez más muertos y desaparecidos. Primero fueron algunos casos en el norte del país, luego en los estados de Michoacán y en Guerrero. Así hasta crecer a un punto que no imaginábamos: desde 2007 suman más de 110 000 personas desaparecidas, todas en democracia, por todo el país. Hoy desaparecerán veinticinco personas: una cada hora.
No es la desaparición un tema que invada mi vida sin que yo tenga el control: yo lo elijo. He enfocado parte de mi trabajo en ese tema. Reporteo a madres que abren la tierra en busca de fosas clandestinas. Documento cuando se llevan a colegas periodistas. Escribí un libro acerca de la desaparición, que ocurrió en 2014, de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Investigo el robo de información genética. Trabajo para documentales de cine sobre este asunto. No me da ventaja, en este trabajo, ser hija de personas desaparecidas. No me resulta más sencillo reportear. Me corroe a veces, me hunde otras. Pero no quiero —o no puedo— dejar de hacer lo que hago.
Y con tanto vivido, leído o escrito, pensaba que ya tenía algo así como una coraza, hasta que volvió este boomerang. Las preguntas del pasado rebotando otra vez. Creo haber encontrado la razón: siento que Argentina rebobinó a la década de los noventas.
Aquella década fue un tiempo en que podías cruzarte con genocidas en un ascensor, comprando en la panadería o en un consultorio médico. Los pocos militares investigados en el Juicio a las Juntas de 1985, que inició Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, que asumió en diciembre de 1983, habían sido liberados por indultos y dos leyes, Obediencia Debida y Punto Final, promulgadas en 1987 y 1986, que impedían además juzgar a los militares. Ya no quedaba nadie preso ni había signos que indicaran que se los podría encarcelar algún día.
Los noventa, bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, fueron años en los que el Estado se achicaba privatizándolo todo —las empresas de energía eléctrica, la petrolera estatal, la compañía telefónica—, y la pobreza crecía mientras otros, gracias al plan económico llamado convertibilidad, según el cual un peso era igual a un dólar, viajaban a Miami a comprar tanto como pudieran. Las tiendas estaban llenas de productos chinos porque se habían liberado las importaciones. Miles de pequeñas empresas dedicadas a los más diversos rubros —desde fábricas de textiles hasta otras de juguetes— se fundieron. En la televisión había programas de concursos, mucho baile, frivolidad. Nadie quería hablar del pasado, era out, demodé.
Pero, más allá de eso, tampoco estaba claro el relato histórico del pasado reciente. No se hablaba todavía de genocidio ni de terrorismo de Estado, se seguía hablando del “proceso” o del “Proceso de Reorganización Nacional”, el nombre oficial que los dictadores le pusieron a esa etapa. Idea nada ingenua porque sugería que los dictadores habían llegado para arreglar el país.
En 1989, cuando indultó a los pocos militares presos, Menem instauró un discurso de “pacificación nacional” que implicaba la clausura del pasado. No dijo siquiera la palabra “dictadura”. Dijo: “Venimos de largos y crueles enfrentamientos y había una herida que cerrar”. Usó la palabra “enfrentamientos”, sinónimo de guerra.
Clarín, el diario más importante de la Argentina, tituló: “Menem firmó los indultos. Comprende a todos los militares procesados por la lucha contra la subversión”. El encabezado hablaba de militares procesados por luchar, no de exrepresores, no de exdictadores, no de sentenciados. Medios como La Voz del Interior, de Córdoba, usaban la palabra “proceso”, nunca “dictadura”. Subyacían en todo eso las nociones de “guerra” y “excesos”, que habían sido impulsadas por los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. La palabra “víctimas” estaba todavía muy lejos de ser nombrada, no aparecía siquiera como algo a considerar.
Yo cursaba la secundaria, el final de la educación media superior. Habían pasado casi veinte años del golpe de Estado, pero en la materia de Historia Argentina no se tocaba el tema, no me lo enseñaron. Mucho menos en Educación Cívica. Era como si la historia de mi país hubiera terminado allá por 1940. Era un silencio incómodo porque todos sabían que eso había ocurrido y que yo era hija de dos personas desaparecidas. ¿Cómo no saberlo en una ciudad que entonces tenía 64 000 habitantes, donde muchos de mis compañeros eran hijos de los antes compañeros de mi mamá y de mis tíos?
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Ahora que vivo lejos, y miro la Argentina a la distancia, siento que, en estos tiempos, mi país de origen rebobinó. Rebobinó a los noventa. Rebobinar, ese verbo en desuso. De un tiempo en que la impunidad era regla y los audios se es cuchaban en casetes.
El boomerang me llega, tal vez, por el shock de constatar que, aunque ya sumamos cuarenta años de democracia, al- gunas ideas hibernaron para despertar renovadas.
Porque en 2023 ganó la presidencia del país Javier Milei. Su partido, La Libertad Avanza, ganó las elecciones con 56% de los votos: 14 554 560 personas votaron por esa pro puesta que tiene, entre sus planteos, sostener que no fue ron treinta mil los desaparecidos —esa es la cifra oficial— y que no hubo terrorismo de Estado, sino excesos por parte de los militares.
Los argentinos eligieron como presidente a un hombre que rebobina las ideas y las lleva al tiempo en que no se hablaba de dictadura, sino de “proceso”, al tiempo en que no se consideraba siquiera hablar de las víctimas.
Milei ha usado las mismas palabras que Videla y Massera, “guerra” y “excesos”, y cuestiona la cifra oficial de desaparecidos. Dice que fueron 8 753, que se exagera la cuenta, y que no fue un genocidio, sino una guerra. El número que refiere es el total de denuncias que recibió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en los ochenta, cuando pocos se animaban a hablar. Documentos desclasificados de inteligencia estadounidense hablaban de veintidós mil personas en 1978, y la cifra puede ser mayor por el subregistro de casos no denunciados en su momento debido al miedo. En mi ciudad, por ejemplo, primero contábamos siete desaparecidos. Ahora la cifra está en diecinueve. Hace un par de años, Silvia Di Toffino seguía encontrando en Córdoba casos sin registrar, en su trabajo para el Equipo Argentino de Antropología Forense.
El discurso que llaman “negacionista” siempre estuvo presente. En 2016, el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015, había llamado “guerra sucia” a lo ocurrido durante la dictadura, y había dicho acerca de los desaparecidos: “No sé si son treinta mil o nueve mil”. En 2017, durante su gobierno, la Suprema Corte de Justicia falló para reducir las condenas a sentenciados por delitos de lesa humanidad, una iniciativa que se conoció como 2 × 1, a la que se terminó dando marcha atrás debido a manifestaciones multitudinarias en repudio a esa decisión. En ese momento se volvió a cuestionar la cifra de los treinta mil desaparecidos. Por aquellos días, el escritor argentino Martín Kohan dio una explicación impecable: “La represión fue clandestina y fue ilegal, no pasó por ningún sistema judicial, fue tan clandestina como los centros clandestinos de represión y de tortura. Y la cifra de treinta mil expresa que no sabemos exactamente cuántos fueron porque el Estado ilegal, que reprimió clandestinamente, no abre los archivos, no da la información de dónde están los desaparecidos ni la información de dónde están los nietos secuestrados”.
Pero la discusión no está en el número. Lo que subyace es la negación de lo que tantos años costó demostrar.
Miro un video en el cual Milei habla del asunto. Brota en él una euforia especial cuando menciona a las guerrillas del ERP y Montoneros. Llama a sus militantes “terroristas”, dice que “también cometieron delitos de lesa humanidad”, y en ese preciso momento levanta la voz, gesticula, levanta la ceja derecha. Suelta la furia que tanto rédito le ha dado. No quiero quedarme en el gesto, que es su trampa y distrae de algo que me preocupa más: está apropiándose de las palabras, se las roba. Está diciendo que mis padres fueron delincuentes de lesa humanidad. Que fueron iguales a los hombres que robaron bebés, tiraron personas al mar desde aviones o torturaron a mujeres embarazadas con picana eléctrica. A los que escondieron miles de cuerpos y siguen escondiéndolos hasta hoy, puesto que se niegan a dar información.
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Mis padres fueron guerrilleros. No es lo mismo que ser genocidas. Y no estoy restándole peso a lo que tomar las armas significa. Nos ha llevado muchos años sobrellevar el estigma de ser hijos de guerrilleros, a quienes la sociedad condenaba simbólicamente, salir de posturas épicas simplistas, discutir qué se reivindicaba y qué no. Hicimos esfuerzos hasta entender que el territorio donde ocurrió esta historia fue un país donde no es lo mismo el accionar de un grupo de personas que las políticas de un Estado. Si mis padres cometieron algún delito, debieron ser juzgados por eso, no asesinados y desaparecidos.
Ahora Milei y su gente roban palabras. Como “libertad”. La usan en el nombre de su partido. Él la pronuncia en el grito que da al final de cada discurso: “¡Viva la libertad, carajo!”. Y es la palabra con la que sustentan su idea de privatizarlo todo o reducir derechos: vender a compañías privadas los recursos del Estado, de la aerolínea de bandera al litio; arancelar la educación pública y gratuita a través de un sistema de vouchers; cerrar ministerios como los de Cultura, Ambiente, Desarrollo Social, Mujeres, Ciencia y Tecnología. Todo eso lo hacen en nombre de la “libertad”, que sería lo opuesto a la presencia del Estado, que Milei desprecia. Suena trillada, y no es de mis palabras favoritas, pero toca defenderla para no ahogarnos en la pesadilla orwelliana en que la guerra es la paz o se hace normal el reino del revés, como decía la escritora y compositora argentina María Elena Walsh.
“Lo más feo es su vicepresidenta”, dice Liliana Córdoba. Liliana también es “hija”, pero además una académica a la que suelo recurrir para entender asuntos que se me escapan. La vicepresidenta, compañera de fórmula de Milei, es Victoria Villarruel. Abogada, 48 años, exdiputada federal (2021), hija, nieta y sobrina de militares. Tiene el pelo lacio marrón siempre bien cepillado, en general usa camisas flojas de colores beige, gris, celeste, blanco; de repente algún rojo o bordó. Casi nunca escotes. Jean con la mitad de la camisa dentro del pantalón, la mitad fuera. Me pregunto cuál la define, la que va dentro para no parecer des prolija o la que va fuera para no verse anticuada. Todo coincide con el vestir austero filo-conservador de la “gente bien”, como se llama en Argentina a la clase media alta católica. Aparece muy sonriente en eventos o fotos de campaña. Concentrada, seria e incluso de malas en televisión durante entrevistas. No es una cara bonita que acompaña la fórmula de Milei. La alerta de Liliana va en otra dirección: Villarruel es su ideóloga, ahí está lo peligroso.
“La vicepresidenta de Milei que desafía el consenso sobre la dictadura militar argentina”, dice la BBC en el perfil que hizo de ella. “Defensora de la familia militar”, la nombra la periodista Luciana Bertoia en el diario argentino Página/12. Alguien que abonó a construir “un clima de época que habilita decir cualquier barbaridad”, dice Adrián Camerano en La Tinta.
“Todo lo que han escuchado en los últimos cuarenta años de la República Argentina, en lo referido a su pasado, es falso. Todo lo que han escuchado respecto de Argentina ha sido construido por la izquierda, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas y por todos aquellos que integra ron Montoneros y el ERP. Ni Argentina está en la vanguardia de los derechos humanos ni las madres y las abuelas son blancas palomas”, dijo Villarruel durante la Cumbre de la Iberosfera, un espacio organizado en octubre de 2022 por Vox y otros partidos conservadores de Europa. Villarruel ha pasado años dando conferencias por el mundo, ha publicado varios libros y participó de organizaciones con nombres pomposamente patrióticos, como Fundación Oíd Mortales, Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y Asociación Argentinos por la Memoria Completa. Esas organizaciones proponen buscar “reparación” para aquellos a quienes consideran víctimas de los Montoneros y del ERP, hablan de una “memoria completa”, según la cual hubo “una guerra”, con los militares a un lado y las guerrillas de izquierda, a cuyos miembros llaman “terroristas”, al otro. Es decir, repiten en la actualidad las ideas sostenidas por la misma dictadura y destruyen los consensos logrados en décadas, según los cuales no hubo un enfrentamiento entre bandos en igualdad de condiciones, sino terrorismo de Estado.
Integrantes de estas organizaciones, incluida Villarruel, se dedicaron a visitar en la cárcel a exdictadores como Jorge Rafael Videla y Juan Daniel Amelong, encargado de seis centros clandestinos de detención, cinco veces sentencia do por delitos de lesa humanidad: veinte desapariciones forzadas, 38 homicidios, robo de nueve niños y secuestros y tortura a 59 personas.
“Da escalofrío. Cínica. Siniestra. Con ningún milico me pasa lo que me pasa con ella”, dice Nadia Schujman, que ha interrogado a decenas de torturadores, genocidas y tipos muy oscuros. Abogada en trece juicios por delitos de lesa humanidad, sintió un escalofrío inusual cada vez que cruzó a Villarruel en los pasillos de los tribunales.
El padre de la vicepresidenta del país y presidenta del Senado, Eduardo Marcelo Villarruel, fue un militar que participó —según él mismo dijo— “en la lucha contra la sub versión”. Formó parte del Operativo Independencia, en el que persiguieron al ERP. El tío de la vicepresidenta, Ernesto Villarruel, fue acusado por cometer delitos de lesa humanidad en el centro clandestino El Vesubio.
Victoria Villarruel es hija y defensora de la familia militar, pero es una civil, y logró despertar y traer al presente ideas que estaban hibernando, que no estaban muertas.
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En la Argentina, los familiares de desaparecidos, asesina- dos y presos políticos vivimos durante décadas con el terror de que vuelvan los militares, sin ver que también podían volver los civiles que los apoyaron, ya fuere financiando, defendiendo o enriqueciéndose con el régimen represivo de aquella dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Como abanderada de esos tres mundos, ahora Victoria Villarruel asaltó el poder sin uniforme, abrazada a un influencer conservador, Javier Milei.
Porque nos agarraron distraídos, porque fracasamos, por lo que sea: ahora gobiernan quienes niegan que treinta mil personas hayan sido desaparecidas. Más de catorce millones de personas, entre ellas parientes y amigos míos, creen en quienes niegan que haya existido terrorismo de Estado. Les dieron su voto. ¿Votaron solo por razones económicas, en contra de la corrupción? ¿No les preocupa la ideología? ¿Les pareció irrelevante?
No me parece que el presente pueda explicarse en términos de buenos y malos ni que sirva lamentarse de forma genérica. No hay respuestas simples. Yo no las encuentro. Estamos rebobinando cuando se cumplen cuarenta años de democracia, aun luego de enjuiciar y encarcelar a más de mil genocidas. Cuando creíamos que la disputa de sentido, el establecimiento de una narrativa histórica, ya era territorio conquistado. Cuando teníamos excentros de tortura transformados en museos, archivos, espacios culturales. Cuando el 24 de marzo, el aniversario del golpe militar, se transformó en Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. ¿Dónde quedarán esos pasos que dimos?
Desde que ganaron Milei y Villarruel, una de las palabras que más me llegan desde la Argentina es “retroceso”. Pero esa palabra me incomoda porque creo que no estamos regresando a un punto anterior, sino a un lugar indefinido que implicará cosas desconocidas, como cuando rebobinábamos el casete. En un movimiento se jugaba todo. Podías volver a escuchar la canción, aunque en un lugar impredecible. Pero también podía atorarse la cinta.
Rebobinamos. La pregunta es hasta dónde.
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Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».
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PAULA MÓNACO FELIPE. Ha publicado en The New York Times, Gatopardo, La Jornada. Fue corresponsal en México de Telesur y El Telégrafo. Es fundadora y editora de Bocado.lat. Becaria del Pulitzer Center y Rainforest Fund en equipo con Soledad Barruti y Miguel Tovar. Premio Nacional de Periodismo 2019 y 2022, y segundo lugar del Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en 2020 y 2022. Escribió Ayotzinapa. Horas eternas (2015) y es coautora de otros cinco libros, entre ellos, Ya no somos las mismas (Grijalbo, 2020). Investiga y produce para cine. Ha participado en los documentales Endangered (HBO/Loki Films, 2022), Black Market (Vice, 2021), Blood on the Wall (National Geographic / Junger/Quested, 2020), Vivos (Ai Wei- wei, 2020) y Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019). También produjo películas de ficción de los directores Nicolás Pereda y Andrea Bussmann. Ha dirigido dos cortometrajes documentales, Qach’alal (AJ Witness, 2022) y Masala y Maíz: All About Liberty (EST Media, 2022).
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ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajan do en su proyecto musical Frailejones.
El 24 de marzo es el aniversario del golpe militar de Argentina. Los familiares de desaparecidos, asesinados y presos políticos temieron, durante cuatro décadas, que volvieran los militares, sin dimensionar que también podían volver los civiles que los apoyaron. Con Javier Milei, el negacionismo de la dictadura ha regresado.
“Extraño a mis papás”, dijo una vez Emiliano y yo enseguida salté: no se puede extrañar a quien no conociste. Él decía que sí, yo decía que no. Emiliano Fessia es mi amigo y en ese momento estudiábamos juntos la carrera de Comunicación Social en Córdoba, Argentina. Los dos somos “hijos”, como nos nombramos quienes tenemos a nuestros padres desaparecidos, víctimas de la última dictadura militar argentina. No recuerdo más detalles de aquella discusión, pero volvió a mí en estos días. ¿Por qué rebotó ese boomerang más de veinte años después de aquella plática?
Vuelvo a preguntarme si puedo echar de menos a alguien desaparecido. Si puedo experimentar nostalgia de alguien con quien nunca platiqué, alguien cuya voz o cuyo modo de caminar no podría reconocer entre los de otras personas. Yo tenía veinticinco días de nacida cuando Ester y Luis, mi mamá y mi papá, fueron desaparecidos por los militares argentinos el 11 de enero de 1978. Era de noche y ya sumaban más de dos años de dictadura desde el golpe de Estado, ocurrido el 24 de marzo de 1976. Ella era psicóloga; él, periodista. Trabajaban, tenían amigos y militaban clandestinamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto a Montoneros fue una de las dos mayores organizaciones armadas que operaban en aquellos años.
Los secuestraron una misma noche de dos lugares diferentes en Villa María, la ciudad donde nací, que es plana como mar: el sol sale por un lado del horizonte y se mete justo enfrente. Es la pampa húmeda de Córdoba, donde pastan vacas y se siembra ahora soja transgénica.
Era bebé cuando desaparecieron a mis padres, no los conocí, y he vivido siempre en una búsqueda de pedacitos. Así es como vivimos “les hijes”. Persiguiendo retazos que van dando forma, aunque nunca logran la certeza inequívoca que implica mirar de frente, escuchar, oler, sentir a otra persona. Nunca lograré conocerlos, pero, aun consciente de esa imposibilidad, sigo buscando los pedacitos simplemente porque no es tan fácil dejar ir. La ausencia ocupa mucho espacio y rebota en forma de dudas que van cambiando según el paso de la propia vida.
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Cuando era niña, la ausencia era tristeza e invadía invariablemente cada cumpleaños, las navidades, los días del padre y de la madre, los actos escolares. El hueco no se iba, aunque siempre estaban presentes mis abuelos, Gregorio y Ester, o mi clan de tíos amorosos.
En mi adolescencia, la ausencia fue curiosidad. Quise saber cómo era eso de la guerrilla. Empecé a contactar a personas que habían militado en el ERP, pero ninguna de ellas reconocía a mis padres. Decían que tal vez era así porque sus militantes iban a las citas “tabicados” —con la cabeza tapada por seguridad—, aunque me agobiaba que hubieran podido ser tan grises que nadie los recordaba. Me reuní con varios exguerrilleros a medio patio y con radios encendidas alrededor. Aunque terminaban los años noventa, y estábamos en democracia desde 1983, ellos todavía aplicaban estrategias múltiples del tiempo de la clandestinidad, tal vez porque los genocidas seguían impunes. Los encuentros eran emocionantes, hasta divertidos, pero no aparecía nada. No encontré ninguna información desde fines de los noventa hasta abril de 2004.
Faltaban dos o tres días para mudarme a vivir a México cuando recibí una llamada críptica: “Mañana cerca del mediodía, en tu casa, él va”. Al día siguiente sonó el timbre y llegó él: Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes históricos del ERP. Ya había estado prófugo y preso, ya había sido extraditado y era uno de esos nombres que todavía se de cían en voz baja.
Llegó moviéndose como en el pasado, como clandestino. Iba acompañado de un muchacho que solo dijo su nombre de pila, sin más explicaciones, y en sus manos llevaba una bolsa de criollitos, un pan salado y grasoso que me encanta. Me contó varias cosas, pero no grabé por miedo a perder su confianza. Además, estaba nerviosa, anoté poco. Lo que sí recuerdo es una plática cálida en la cocina de mi casa, que resultó que ya conocía porque ahí se había escondido varias veces en los años setenta.
Años más tarde, cuando ya vivía en México, la ausencia regresó inesperada, intempestiva, cuando fui mamá. Ya no era un hueco, sino un gran socavón. Fue horrible el día en que mi hijo Camilo cumplió veinticinco días, la edad que yo tenía cuando me separaron de mis padres. Sentí el abismo que tal vez ellos sintieron. Resultó difícil criarlo sin sus abuelos, tratar de salir a flote sin una madre o un padre que me guiaran en esa cosa compleja que es la maternidad.
Pero no tardó tanto en llegar una suerte de calma inesperada. Fue el 25 de agosto de 2016, cuando en Córdoba dictaron sentencia por la desaparición de mis padres y más de setecientas personas, en una gran causa judicial conocida como La Perla. Quedaba probado que Ester y Luis habían existido, que los habían secuestrado, que no era mentira nuestro relato. La ausencia retrocedió muchos pasos, un velo se fue y me permitió vivir más feliz.
Este es un recorrido rápido por cuarenta años de vida, algo así como un capítulo de “la ausencia y mi ser”. Pero la desaparición es un tema presente de diversos modos en cada uno de mis días.
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Mis abuelos participaron en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, dos de las primeras organizaciones que durante la dictadura salían a manifestarse y golpear las puertas tanto de tribunales como de cuarteles. A mis diecisiete años, en 1995, me sumé a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), la organización que fundamos quienes nacimos en la tercera generación después de abuelas, madres y sobrevivientes. H.I.J.O.S. fue un espacio excepcional, una suerte de escuela política, pero también algo parecido a una familia en la que nos encontramos cientos de hijos de desaparecidos.
En los años noventa inventamos una nueva forma de protesta, el escrache. Consistía en investigar dónde vivían los militares y luego marchar por su barrio gritando y pegando carteles de “Alerta, genocida suelto”. Carteles con dirección, calle y número, a veces también teléfono, además del prontuario del sujeto. Si la impunidad los dejaba libres, hacíamos que la calle fuera su cárcel. Buscábamos lo que llamamos “condena social” y al mismo tiempo presen tamos muchos recursos en tribunales, abrimos camino para que se enjuiciara a los genocidas.
“Me alegra verte como sos, todos pensábamos que ibas a ser muy traumada y no ibas a salir adelante”, me dijo una vez una vecina. Imagino que eso pensaron de nosotros, que el dolor nos iba a tragar.
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Nunca dejé de militar en la causa de los treinta mil desaparecidos de Argentina, pero en 2004 llegué a vivir a México, donde había cerca de mil desaparecidos por razones políticas en décadas anteriores. Todo empeoró en 2007, cuando empezó este tiempo oscuro que conocemos como la guerra contra el narcotráfico. Hubo cada vez más muertos y desaparecidos. Primero fueron algunos casos en el norte del país, luego en los estados de Michoacán y en Guerrero. Así hasta crecer a un punto que no imaginábamos: desde 2007 suman más de 110 000 personas desaparecidas, todas en democracia, por todo el país. Hoy desaparecerán veinticinco personas: una cada hora.
No es la desaparición un tema que invada mi vida sin que yo tenga el control: yo lo elijo. He enfocado parte de mi trabajo en ese tema. Reporteo a madres que abren la tierra en busca de fosas clandestinas. Documento cuando se llevan a colegas periodistas. Escribí un libro acerca de la desaparición, que ocurrió en 2014, de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Investigo el robo de información genética. Trabajo para documentales de cine sobre este asunto. No me da ventaja, en este trabajo, ser hija de personas desaparecidas. No me resulta más sencillo reportear. Me corroe a veces, me hunde otras. Pero no quiero —o no puedo— dejar de hacer lo que hago.
Y con tanto vivido, leído o escrito, pensaba que ya tenía algo así como una coraza, hasta que volvió este boomerang. Las preguntas del pasado rebotando otra vez. Creo haber encontrado la razón: siento que Argentina rebobinó a la década de los noventas.
Aquella década fue un tiempo en que podías cruzarte con genocidas en un ascensor, comprando en la panadería o en un consultorio médico. Los pocos militares investigados en el Juicio a las Juntas de 1985, que inició Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, que asumió en diciembre de 1983, habían sido liberados por indultos y dos leyes, Obediencia Debida y Punto Final, promulgadas en 1987 y 1986, que impedían además juzgar a los militares. Ya no quedaba nadie preso ni había signos que indicaran que se los podría encarcelar algún día.
Los noventa, bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, fueron años en los que el Estado se achicaba privatizándolo todo —las empresas de energía eléctrica, la petrolera estatal, la compañía telefónica—, y la pobreza crecía mientras otros, gracias al plan económico llamado convertibilidad, según el cual un peso era igual a un dólar, viajaban a Miami a comprar tanto como pudieran. Las tiendas estaban llenas de productos chinos porque se habían liberado las importaciones. Miles de pequeñas empresas dedicadas a los más diversos rubros —desde fábricas de textiles hasta otras de juguetes— se fundieron. En la televisión había programas de concursos, mucho baile, frivolidad. Nadie quería hablar del pasado, era out, demodé.
Pero, más allá de eso, tampoco estaba claro el relato histórico del pasado reciente. No se hablaba todavía de genocidio ni de terrorismo de Estado, se seguía hablando del “proceso” o del “Proceso de Reorganización Nacional”, el nombre oficial que los dictadores le pusieron a esa etapa. Idea nada ingenua porque sugería que los dictadores habían llegado para arreglar el país.
En 1989, cuando indultó a los pocos militares presos, Menem instauró un discurso de “pacificación nacional” que implicaba la clausura del pasado. No dijo siquiera la palabra “dictadura”. Dijo: “Venimos de largos y crueles enfrentamientos y había una herida que cerrar”. Usó la palabra “enfrentamientos”, sinónimo de guerra.
Clarín, el diario más importante de la Argentina, tituló: “Menem firmó los indultos. Comprende a todos los militares procesados por la lucha contra la subversión”. El encabezado hablaba de militares procesados por luchar, no de exrepresores, no de exdictadores, no de sentenciados. Medios como La Voz del Interior, de Córdoba, usaban la palabra “proceso”, nunca “dictadura”. Subyacían en todo eso las nociones de “guerra” y “excesos”, que habían sido impulsadas por los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. La palabra “víctimas” estaba todavía muy lejos de ser nombrada, no aparecía siquiera como algo a considerar.
Yo cursaba la secundaria, el final de la educación media superior. Habían pasado casi veinte años del golpe de Estado, pero en la materia de Historia Argentina no se tocaba el tema, no me lo enseñaron. Mucho menos en Educación Cívica. Era como si la historia de mi país hubiera terminado allá por 1940. Era un silencio incómodo porque todos sabían que eso había ocurrido y que yo era hija de dos personas desaparecidas. ¿Cómo no saberlo en una ciudad que entonces tenía 64 000 habitantes, donde muchos de mis compañeros eran hijos de los antes compañeros de mi mamá y de mis tíos?
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Ahora que vivo lejos, y miro la Argentina a la distancia, siento que, en estos tiempos, mi país de origen rebobinó. Rebobinó a los noventa. Rebobinar, ese verbo en desuso. De un tiempo en que la impunidad era regla y los audios se es cuchaban en casetes.
El boomerang me llega, tal vez, por el shock de constatar que, aunque ya sumamos cuarenta años de democracia, al- gunas ideas hibernaron para despertar renovadas.
Porque en 2023 ganó la presidencia del país Javier Milei. Su partido, La Libertad Avanza, ganó las elecciones con 56% de los votos: 14 554 560 personas votaron por esa pro puesta que tiene, entre sus planteos, sostener que no fue ron treinta mil los desaparecidos —esa es la cifra oficial— y que no hubo terrorismo de Estado, sino excesos por parte de los militares.
Los argentinos eligieron como presidente a un hombre que rebobina las ideas y las lleva al tiempo en que no se hablaba de dictadura, sino de “proceso”, al tiempo en que no se consideraba siquiera hablar de las víctimas.
Milei ha usado las mismas palabras que Videla y Massera, “guerra” y “excesos”, y cuestiona la cifra oficial de desaparecidos. Dice que fueron 8 753, que se exagera la cuenta, y que no fue un genocidio, sino una guerra. El número que refiere es el total de denuncias que recibió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en los ochenta, cuando pocos se animaban a hablar. Documentos desclasificados de inteligencia estadounidense hablaban de veintidós mil personas en 1978, y la cifra puede ser mayor por el subregistro de casos no denunciados en su momento debido al miedo. En mi ciudad, por ejemplo, primero contábamos siete desaparecidos. Ahora la cifra está en diecinueve. Hace un par de años, Silvia Di Toffino seguía encontrando en Córdoba casos sin registrar, en su trabajo para el Equipo Argentino de Antropología Forense.
El discurso que llaman “negacionista” siempre estuvo presente. En 2016, el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015, había llamado “guerra sucia” a lo ocurrido durante la dictadura, y había dicho acerca de los desaparecidos: “No sé si son treinta mil o nueve mil”. En 2017, durante su gobierno, la Suprema Corte de Justicia falló para reducir las condenas a sentenciados por delitos de lesa humanidad, una iniciativa que se conoció como 2 × 1, a la que se terminó dando marcha atrás debido a manifestaciones multitudinarias en repudio a esa decisión. En ese momento se volvió a cuestionar la cifra de los treinta mil desaparecidos. Por aquellos días, el escritor argentino Martín Kohan dio una explicación impecable: “La represión fue clandestina y fue ilegal, no pasó por ningún sistema judicial, fue tan clandestina como los centros clandestinos de represión y de tortura. Y la cifra de treinta mil expresa que no sabemos exactamente cuántos fueron porque el Estado ilegal, que reprimió clandestinamente, no abre los archivos, no da la información de dónde están los desaparecidos ni la información de dónde están los nietos secuestrados”.
Pero la discusión no está en el número. Lo que subyace es la negación de lo que tantos años costó demostrar.
Miro un video en el cual Milei habla del asunto. Brota en él una euforia especial cuando menciona a las guerrillas del ERP y Montoneros. Llama a sus militantes “terroristas”, dice que “también cometieron delitos de lesa humanidad”, y en ese preciso momento levanta la voz, gesticula, levanta la ceja derecha. Suelta la furia que tanto rédito le ha dado. No quiero quedarme en el gesto, que es su trampa y distrae de algo que me preocupa más: está apropiándose de las palabras, se las roba. Está diciendo que mis padres fueron delincuentes de lesa humanidad. Que fueron iguales a los hombres que robaron bebés, tiraron personas al mar desde aviones o torturaron a mujeres embarazadas con picana eléctrica. A los que escondieron miles de cuerpos y siguen escondiéndolos hasta hoy, puesto que se niegan a dar información.
Te recomendamos leer el reportaje "Los ojos perdidos: las víctimas ignoradas por la justicia chilena".
Mis padres fueron guerrilleros. No es lo mismo que ser genocidas. Y no estoy restándole peso a lo que tomar las armas significa. Nos ha llevado muchos años sobrellevar el estigma de ser hijos de guerrilleros, a quienes la sociedad condenaba simbólicamente, salir de posturas épicas simplistas, discutir qué se reivindicaba y qué no. Hicimos esfuerzos hasta entender que el territorio donde ocurrió esta historia fue un país donde no es lo mismo el accionar de un grupo de personas que las políticas de un Estado. Si mis padres cometieron algún delito, debieron ser juzgados por eso, no asesinados y desaparecidos.
Ahora Milei y su gente roban palabras. Como “libertad”. La usan en el nombre de su partido. Él la pronuncia en el grito que da al final de cada discurso: “¡Viva la libertad, carajo!”. Y es la palabra con la que sustentan su idea de privatizarlo todo o reducir derechos: vender a compañías privadas los recursos del Estado, de la aerolínea de bandera al litio; arancelar la educación pública y gratuita a través de un sistema de vouchers; cerrar ministerios como los de Cultura, Ambiente, Desarrollo Social, Mujeres, Ciencia y Tecnología. Todo eso lo hacen en nombre de la “libertad”, que sería lo opuesto a la presencia del Estado, que Milei desprecia. Suena trillada, y no es de mis palabras favoritas, pero toca defenderla para no ahogarnos en la pesadilla orwelliana en que la guerra es la paz o se hace normal el reino del revés, como decía la escritora y compositora argentina María Elena Walsh.
“Lo más feo es su vicepresidenta”, dice Liliana Córdoba. Liliana también es “hija”, pero además una académica a la que suelo recurrir para entender asuntos que se me escapan. La vicepresidenta, compañera de fórmula de Milei, es Victoria Villarruel. Abogada, 48 años, exdiputada federal (2021), hija, nieta y sobrina de militares. Tiene el pelo lacio marrón siempre bien cepillado, en general usa camisas flojas de colores beige, gris, celeste, blanco; de repente algún rojo o bordó. Casi nunca escotes. Jean con la mitad de la camisa dentro del pantalón, la mitad fuera. Me pregunto cuál la define, la que va dentro para no parecer des prolija o la que va fuera para no verse anticuada. Todo coincide con el vestir austero filo-conservador de la “gente bien”, como se llama en Argentina a la clase media alta católica. Aparece muy sonriente en eventos o fotos de campaña. Concentrada, seria e incluso de malas en televisión durante entrevistas. No es una cara bonita que acompaña la fórmula de Milei. La alerta de Liliana va en otra dirección: Villarruel es su ideóloga, ahí está lo peligroso.
“La vicepresidenta de Milei que desafía el consenso sobre la dictadura militar argentina”, dice la BBC en el perfil que hizo de ella. “Defensora de la familia militar”, la nombra la periodista Luciana Bertoia en el diario argentino Página/12. Alguien que abonó a construir “un clima de época que habilita decir cualquier barbaridad”, dice Adrián Camerano en La Tinta.
“Todo lo que han escuchado en los últimos cuarenta años de la República Argentina, en lo referido a su pasado, es falso. Todo lo que han escuchado respecto de Argentina ha sido construido por la izquierda, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas y por todos aquellos que integra ron Montoneros y el ERP. Ni Argentina está en la vanguardia de los derechos humanos ni las madres y las abuelas son blancas palomas”, dijo Villarruel durante la Cumbre de la Iberosfera, un espacio organizado en octubre de 2022 por Vox y otros partidos conservadores de Europa. Villarruel ha pasado años dando conferencias por el mundo, ha publicado varios libros y participó de organizaciones con nombres pomposamente patrióticos, como Fundación Oíd Mortales, Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y Asociación Argentinos por la Memoria Completa. Esas organizaciones proponen buscar “reparación” para aquellos a quienes consideran víctimas de los Montoneros y del ERP, hablan de una “memoria completa”, según la cual hubo “una guerra”, con los militares a un lado y las guerrillas de izquierda, a cuyos miembros llaman “terroristas”, al otro. Es decir, repiten en la actualidad las ideas sostenidas por la misma dictadura y destruyen los consensos logrados en décadas, según los cuales no hubo un enfrentamiento entre bandos en igualdad de condiciones, sino terrorismo de Estado.
Integrantes de estas organizaciones, incluida Villarruel, se dedicaron a visitar en la cárcel a exdictadores como Jorge Rafael Videla y Juan Daniel Amelong, encargado de seis centros clandestinos de detención, cinco veces sentencia do por delitos de lesa humanidad: veinte desapariciones forzadas, 38 homicidios, robo de nueve niños y secuestros y tortura a 59 personas.
“Da escalofrío. Cínica. Siniestra. Con ningún milico me pasa lo que me pasa con ella”, dice Nadia Schujman, que ha interrogado a decenas de torturadores, genocidas y tipos muy oscuros. Abogada en trece juicios por delitos de lesa humanidad, sintió un escalofrío inusual cada vez que cruzó a Villarruel en los pasillos de los tribunales.
El padre de la vicepresidenta del país y presidenta del Senado, Eduardo Marcelo Villarruel, fue un militar que participó —según él mismo dijo— “en la lucha contra la sub versión”. Formó parte del Operativo Independencia, en el que persiguieron al ERP. El tío de la vicepresidenta, Ernesto Villarruel, fue acusado por cometer delitos de lesa humanidad en el centro clandestino El Vesubio.
Victoria Villarruel es hija y defensora de la familia militar, pero es una civil, y logró despertar y traer al presente ideas que estaban hibernando, que no estaban muertas.
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En la Argentina, los familiares de desaparecidos, asesina- dos y presos políticos vivimos durante décadas con el terror de que vuelvan los militares, sin ver que también podían volver los civiles que los apoyaron, ya fuere financiando, defendiendo o enriqueciéndose con el régimen represivo de aquella dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Como abanderada de esos tres mundos, ahora Victoria Villarruel asaltó el poder sin uniforme, abrazada a un influencer conservador, Javier Milei.
Porque nos agarraron distraídos, porque fracasamos, por lo que sea: ahora gobiernan quienes niegan que treinta mil personas hayan sido desaparecidas. Más de catorce millones de personas, entre ellas parientes y amigos míos, creen en quienes niegan que haya existido terrorismo de Estado. Les dieron su voto. ¿Votaron solo por razones económicas, en contra de la corrupción? ¿No les preocupa la ideología? ¿Les pareció irrelevante?
No me parece que el presente pueda explicarse en términos de buenos y malos ni que sirva lamentarse de forma genérica. No hay respuestas simples. Yo no las encuentro. Estamos rebobinando cuando se cumplen cuarenta años de democracia, aun luego de enjuiciar y encarcelar a más de mil genocidas. Cuando creíamos que la disputa de sentido, el establecimiento de una narrativa histórica, ya era territorio conquistado. Cuando teníamos excentros de tortura transformados en museos, archivos, espacios culturales. Cuando el 24 de marzo, el aniversario del golpe militar, se transformó en Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. ¿Dónde quedarán esos pasos que dimos?
Desde que ganaron Milei y Villarruel, una de las palabras que más me llegan desde la Argentina es “retroceso”. Pero esa palabra me incomoda porque creo que no estamos regresando a un punto anterior, sino a un lugar indefinido que implicará cosas desconocidas, como cuando rebobinábamos el casete. En un movimiento se jugaba todo. Podías volver a escuchar la canción, aunque en un lugar impredecible. Pero también podía atorarse la cinta.
Rebobinamos. La pregunta es hasta dónde.
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Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».
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PAULA MÓNACO FELIPE. Ha publicado en The New York Times, Gatopardo, La Jornada. Fue corresponsal en México de Telesur y El Telégrafo. Es fundadora y editora de Bocado.lat. Becaria del Pulitzer Center y Rainforest Fund en equipo con Soledad Barruti y Miguel Tovar. Premio Nacional de Periodismo 2019 y 2022, y segundo lugar del Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en 2020 y 2022. Escribió Ayotzinapa. Horas eternas (2015) y es coautora de otros cinco libros, entre ellos, Ya no somos las mismas (Grijalbo, 2020). Investiga y produce para cine. Ha participado en los documentales Endangered (HBO/Loki Films, 2022), Black Market (Vice, 2021), Blood on the Wall (National Geographic / Junger/Quested, 2020), Vivos (Ai Wei- wei, 2020) y Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019). También produjo películas de ficción de los directores Nicolás Pereda y Andrea Bussmann. Ha dirigido dos cortometrajes documentales, Qach’alal (AJ Witness, 2022) y Masala y Maíz: All About Liberty (EST Media, 2022).
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ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajan do en su proyecto musical Frailejones.
El 24 de marzo es el aniversario del golpe militar de Argentina. Los familiares de desaparecidos, asesinados y presos políticos temieron, durante cuatro décadas, que volvieran los militares, sin dimensionar que también podían volver los civiles que los apoyaron. Con Javier Milei, el negacionismo de la dictadura ha regresado.
“Extraño a mis papás”, dijo una vez Emiliano y yo enseguida salté: no se puede extrañar a quien no conociste. Él decía que sí, yo decía que no. Emiliano Fessia es mi amigo y en ese momento estudiábamos juntos la carrera de Comunicación Social en Córdoba, Argentina. Los dos somos “hijos”, como nos nombramos quienes tenemos a nuestros padres desaparecidos, víctimas de la última dictadura militar argentina. No recuerdo más detalles de aquella discusión, pero volvió a mí en estos días. ¿Por qué rebotó ese boomerang más de veinte años después de aquella plática?
Vuelvo a preguntarme si puedo echar de menos a alguien desaparecido. Si puedo experimentar nostalgia de alguien con quien nunca platiqué, alguien cuya voz o cuyo modo de caminar no podría reconocer entre los de otras personas. Yo tenía veinticinco días de nacida cuando Ester y Luis, mi mamá y mi papá, fueron desaparecidos por los militares argentinos el 11 de enero de 1978. Era de noche y ya sumaban más de dos años de dictadura desde el golpe de Estado, ocurrido el 24 de marzo de 1976. Ella era psicóloga; él, periodista. Trabajaban, tenían amigos y militaban clandestinamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que junto a Montoneros fue una de las dos mayores organizaciones armadas que operaban en aquellos años.
Los secuestraron una misma noche de dos lugares diferentes en Villa María, la ciudad donde nací, que es plana como mar: el sol sale por un lado del horizonte y se mete justo enfrente. Es la pampa húmeda de Córdoba, donde pastan vacas y se siembra ahora soja transgénica.
Era bebé cuando desaparecieron a mis padres, no los conocí, y he vivido siempre en una búsqueda de pedacitos. Así es como vivimos “les hijes”. Persiguiendo retazos que van dando forma, aunque nunca logran la certeza inequívoca que implica mirar de frente, escuchar, oler, sentir a otra persona. Nunca lograré conocerlos, pero, aun consciente de esa imposibilidad, sigo buscando los pedacitos simplemente porque no es tan fácil dejar ir. La ausencia ocupa mucho espacio y rebota en forma de dudas que van cambiando según el paso de la propia vida.
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Cuando era niña, la ausencia era tristeza e invadía invariablemente cada cumpleaños, las navidades, los días del padre y de la madre, los actos escolares. El hueco no se iba, aunque siempre estaban presentes mis abuelos, Gregorio y Ester, o mi clan de tíos amorosos.
En mi adolescencia, la ausencia fue curiosidad. Quise saber cómo era eso de la guerrilla. Empecé a contactar a personas que habían militado en el ERP, pero ninguna de ellas reconocía a mis padres. Decían que tal vez era así porque sus militantes iban a las citas “tabicados” —con la cabeza tapada por seguridad—, aunque me agobiaba que hubieran podido ser tan grises que nadie los recordaba. Me reuní con varios exguerrilleros a medio patio y con radios encendidas alrededor. Aunque terminaban los años noventa, y estábamos en democracia desde 1983, ellos todavía aplicaban estrategias múltiples del tiempo de la clandestinidad, tal vez porque los genocidas seguían impunes. Los encuentros eran emocionantes, hasta divertidos, pero no aparecía nada. No encontré ninguna información desde fines de los noventa hasta abril de 2004.
Faltaban dos o tres días para mudarme a vivir a México cuando recibí una llamada críptica: “Mañana cerca del mediodía, en tu casa, él va”. Al día siguiente sonó el timbre y llegó él: Enrique Gorriarán Merlo, uno de los jefes históricos del ERP. Ya había estado prófugo y preso, ya había sido extraditado y era uno de esos nombres que todavía se de cían en voz baja.
Llegó moviéndose como en el pasado, como clandestino. Iba acompañado de un muchacho que solo dijo su nombre de pila, sin más explicaciones, y en sus manos llevaba una bolsa de criollitos, un pan salado y grasoso que me encanta. Me contó varias cosas, pero no grabé por miedo a perder su confianza. Además, estaba nerviosa, anoté poco. Lo que sí recuerdo es una plática cálida en la cocina de mi casa, que resultó que ya conocía porque ahí se había escondido varias veces en los años setenta.
Años más tarde, cuando ya vivía en México, la ausencia regresó inesperada, intempestiva, cuando fui mamá. Ya no era un hueco, sino un gran socavón. Fue horrible el día en que mi hijo Camilo cumplió veinticinco días, la edad que yo tenía cuando me separaron de mis padres. Sentí el abismo que tal vez ellos sintieron. Resultó difícil criarlo sin sus abuelos, tratar de salir a flote sin una madre o un padre que me guiaran en esa cosa compleja que es la maternidad.
Pero no tardó tanto en llegar una suerte de calma inesperada. Fue el 25 de agosto de 2016, cuando en Córdoba dictaron sentencia por la desaparición de mis padres y más de setecientas personas, en una gran causa judicial conocida como La Perla. Quedaba probado que Ester y Luis habían existido, que los habían secuestrado, que no era mentira nuestro relato. La ausencia retrocedió muchos pasos, un velo se fue y me permitió vivir más feliz.
Este es un recorrido rápido por cuarenta años de vida, algo así como un capítulo de “la ausencia y mi ser”. Pero la desaparición es un tema presente de diversos modos en cada uno de mis días.
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Mis abuelos participaron en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y en Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, dos de las primeras organizaciones que durante la dictadura salían a manifestarse y golpear las puertas tanto de tribunales como de cuarteles. A mis diecisiete años, en 1995, me sumé a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.), la organización que fundamos quienes nacimos en la tercera generación después de abuelas, madres y sobrevivientes. H.I.J.O.S. fue un espacio excepcional, una suerte de escuela política, pero también algo parecido a una familia en la que nos encontramos cientos de hijos de desaparecidos.
En los años noventa inventamos una nueva forma de protesta, el escrache. Consistía en investigar dónde vivían los militares y luego marchar por su barrio gritando y pegando carteles de “Alerta, genocida suelto”. Carteles con dirección, calle y número, a veces también teléfono, además del prontuario del sujeto. Si la impunidad los dejaba libres, hacíamos que la calle fuera su cárcel. Buscábamos lo que llamamos “condena social” y al mismo tiempo presen tamos muchos recursos en tribunales, abrimos camino para que se enjuiciara a los genocidas.
“Me alegra verte como sos, todos pensábamos que ibas a ser muy traumada y no ibas a salir adelante”, me dijo una vez una vecina. Imagino que eso pensaron de nosotros, que el dolor nos iba a tragar.
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Nunca dejé de militar en la causa de los treinta mil desaparecidos de Argentina, pero en 2004 llegué a vivir a México, donde había cerca de mil desaparecidos por razones políticas en décadas anteriores. Todo empeoró en 2007, cuando empezó este tiempo oscuro que conocemos como la guerra contra el narcotráfico. Hubo cada vez más muertos y desaparecidos. Primero fueron algunos casos en el norte del país, luego en los estados de Michoacán y en Guerrero. Así hasta crecer a un punto que no imaginábamos: desde 2007 suman más de 110 000 personas desaparecidas, todas en democracia, por todo el país. Hoy desaparecerán veinticinco personas: una cada hora.
No es la desaparición un tema que invada mi vida sin que yo tenga el control: yo lo elijo. He enfocado parte de mi trabajo en ese tema. Reporteo a madres que abren la tierra en busca de fosas clandestinas. Documento cuando se llevan a colegas periodistas. Escribí un libro acerca de la desaparición, que ocurrió en 2014, de 43 estudiantes de Ayotzinapa. Investigo el robo de información genética. Trabajo para documentales de cine sobre este asunto. No me da ventaja, en este trabajo, ser hija de personas desaparecidas. No me resulta más sencillo reportear. Me corroe a veces, me hunde otras. Pero no quiero —o no puedo— dejar de hacer lo que hago.
Y con tanto vivido, leído o escrito, pensaba que ya tenía algo así como una coraza, hasta que volvió este boomerang. Las preguntas del pasado rebotando otra vez. Creo haber encontrado la razón: siento que Argentina rebobinó a la década de los noventas.
Aquella década fue un tiempo en que podías cruzarte con genocidas en un ascensor, comprando en la panadería o en un consultorio médico. Los pocos militares investigados en el Juicio a las Juntas de 1985, que inició Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático, que asumió en diciembre de 1983, habían sido liberados por indultos y dos leyes, Obediencia Debida y Punto Final, promulgadas en 1987 y 1986, que impedían además juzgar a los militares. Ya no quedaba nadie preso ni había signos que indicaran que se los podría encarcelar algún día.
Los noventa, bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, fueron años en los que el Estado se achicaba privatizándolo todo —las empresas de energía eléctrica, la petrolera estatal, la compañía telefónica—, y la pobreza crecía mientras otros, gracias al plan económico llamado convertibilidad, según el cual un peso era igual a un dólar, viajaban a Miami a comprar tanto como pudieran. Las tiendas estaban llenas de productos chinos porque se habían liberado las importaciones. Miles de pequeñas empresas dedicadas a los más diversos rubros —desde fábricas de textiles hasta otras de juguetes— se fundieron. En la televisión había programas de concursos, mucho baile, frivolidad. Nadie quería hablar del pasado, era out, demodé.
Pero, más allá de eso, tampoco estaba claro el relato histórico del pasado reciente. No se hablaba todavía de genocidio ni de terrorismo de Estado, se seguía hablando del “proceso” o del “Proceso de Reorganización Nacional”, el nombre oficial que los dictadores le pusieron a esa etapa. Idea nada ingenua porque sugería que los dictadores habían llegado para arreglar el país.
En 1989, cuando indultó a los pocos militares presos, Menem instauró un discurso de “pacificación nacional” que implicaba la clausura del pasado. No dijo siquiera la palabra “dictadura”. Dijo: “Venimos de largos y crueles enfrentamientos y había una herida que cerrar”. Usó la palabra “enfrentamientos”, sinónimo de guerra.
Clarín, el diario más importante de la Argentina, tituló: “Menem firmó los indultos. Comprende a todos los militares procesados por la lucha contra la subversión”. El encabezado hablaba de militares procesados por luchar, no de exrepresores, no de exdictadores, no de sentenciados. Medios como La Voz del Interior, de Córdoba, usaban la palabra “proceso”, nunca “dictadura”. Subyacían en todo eso las nociones de “guerra” y “excesos”, que habían sido impulsadas por los dictadores Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. La palabra “víctimas” estaba todavía muy lejos de ser nombrada, no aparecía siquiera como algo a considerar.
Yo cursaba la secundaria, el final de la educación media superior. Habían pasado casi veinte años del golpe de Estado, pero en la materia de Historia Argentina no se tocaba el tema, no me lo enseñaron. Mucho menos en Educación Cívica. Era como si la historia de mi país hubiera terminado allá por 1940. Era un silencio incómodo porque todos sabían que eso había ocurrido y que yo era hija de dos personas desaparecidas. ¿Cómo no saberlo en una ciudad que entonces tenía 64 000 habitantes, donde muchos de mis compañeros eran hijos de los antes compañeros de mi mamá y de mis tíos?
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Ahora que vivo lejos, y miro la Argentina a la distancia, siento que, en estos tiempos, mi país de origen rebobinó. Rebobinó a los noventa. Rebobinar, ese verbo en desuso. De un tiempo en que la impunidad era regla y los audios se es cuchaban en casetes.
El boomerang me llega, tal vez, por el shock de constatar que, aunque ya sumamos cuarenta años de democracia, al- gunas ideas hibernaron para despertar renovadas.
Porque en 2023 ganó la presidencia del país Javier Milei. Su partido, La Libertad Avanza, ganó las elecciones con 56% de los votos: 14 554 560 personas votaron por esa pro puesta que tiene, entre sus planteos, sostener que no fue ron treinta mil los desaparecidos —esa es la cifra oficial— y que no hubo terrorismo de Estado, sino excesos por parte de los militares.
Los argentinos eligieron como presidente a un hombre que rebobina las ideas y las lleva al tiempo en que no se hablaba de dictadura, sino de “proceso”, al tiempo en que no se consideraba siquiera hablar de las víctimas.
Milei ha usado las mismas palabras que Videla y Massera, “guerra” y “excesos”, y cuestiona la cifra oficial de desaparecidos. Dice que fueron 8 753, que se exagera la cuenta, y que no fue un genocidio, sino una guerra. El número que refiere es el total de denuncias que recibió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas en los ochenta, cuando pocos se animaban a hablar. Documentos desclasificados de inteligencia estadounidense hablaban de veintidós mil personas en 1978, y la cifra puede ser mayor por el subregistro de casos no denunciados en su momento debido al miedo. En mi ciudad, por ejemplo, primero contábamos siete desaparecidos. Ahora la cifra está en diecinueve. Hace un par de años, Silvia Di Toffino seguía encontrando en Córdoba casos sin registrar, en su trabajo para el Equipo Argentino de Antropología Forense.
El discurso que llaman “negacionista” siempre estuvo presente. En 2016, el presidente Mauricio Macri, en el poder desde 2015, había llamado “guerra sucia” a lo ocurrido durante la dictadura, y había dicho acerca de los desaparecidos: “No sé si son treinta mil o nueve mil”. En 2017, durante su gobierno, la Suprema Corte de Justicia falló para reducir las condenas a sentenciados por delitos de lesa humanidad, una iniciativa que se conoció como 2 × 1, a la que se terminó dando marcha atrás debido a manifestaciones multitudinarias en repudio a esa decisión. En ese momento se volvió a cuestionar la cifra de los treinta mil desaparecidos. Por aquellos días, el escritor argentino Martín Kohan dio una explicación impecable: “La represión fue clandestina y fue ilegal, no pasó por ningún sistema judicial, fue tan clandestina como los centros clandestinos de represión y de tortura. Y la cifra de treinta mil expresa que no sabemos exactamente cuántos fueron porque el Estado ilegal, que reprimió clandestinamente, no abre los archivos, no da la información de dónde están los desaparecidos ni la información de dónde están los nietos secuestrados”.
Pero la discusión no está en el número. Lo que subyace es la negación de lo que tantos años costó demostrar.
Miro un video en el cual Milei habla del asunto. Brota en él una euforia especial cuando menciona a las guerrillas del ERP y Montoneros. Llama a sus militantes “terroristas”, dice que “también cometieron delitos de lesa humanidad”, y en ese preciso momento levanta la voz, gesticula, levanta la ceja derecha. Suelta la furia que tanto rédito le ha dado. No quiero quedarme en el gesto, que es su trampa y distrae de algo que me preocupa más: está apropiándose de las palabras, se las roba. Está diciendo que mis padres fueron delincuentes de lesa humanidad. Que fueron iguales a los hombres que robaron bebés, tiraron personas al mar desde aviones o torturaron a mujeres embarazadas con picana eléctrica. A los que escondieron miles de cuerpos y siguen escondiéndolos hasta hoy, puesto que se niegan a dar información.
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Mis padres fueron guerrilleros. No es lo mismo que ser genocidas. Y no estoy restándole peso a lo que tomar las armas significa. Nos ha llevado muchos años sobrellevar el estigma de ser hijos de guerrilleros, a quienes la sociedad condenaba simbólicamente, salir de posturas épicas simplistas, discutir qué se reivindicaba y qué no. Hicimos esfuerzos hasta entender que el territorio donde ocurrió esta historia fue un país donde no es lo mismo el accionar de un grupo de personas que las políticas de un Estado. Si mis padres cometieron algún delito, debieron ser juzgados por eso, no asesinados y desaparecidos.
Ahora Milei y su gente roban palabras. Como “libertad”. La usan en el nombre de su partido. Él la pronuncia en el grito que da al final de cada discurso: “¡Viva la libertad, carajo!”. Y es la palabra con la que sustentan su idea de privatizarlo todo o reducir derechos: vender a compañías privadas los recursos del Estado, de la aerolínea de bandera al litio; arancelar la educación pública y gratuita a través de un sistema de vouchers; cerrar ministerios como los de Cultura, Ambiente, Desarrollo Social, Mujeres, Ciencia y Tecnología. Todo eso lo hacen en nombre de la “libertad”, que sería lo opuesto a la presencia del Estado, que Milei desprecia. Suena trillada, y no es de mis palabras favoritas, pero toca defenderla para no ahogarnos en la pesadilla orwelliana en que la guerra es la paz o se hace normal el reino del revés, como decía la escritora y compositora argentina María Elena Walsh.
“Lo más feo es su vicepresidenta”, dice Liliana Córdoba. Liliana también es “hija”, pero además una académica a la que suelo recurrir para entender asuntos que se me escapan. La vicepresidenta, compañera de fórmula de Milei, es Victoria Villarruel. Abogada, 48 años, exdiputada federal (2021), hija, nieta y sobrina de militares. Tiene el pelo lacio marrón siempre bien cepillado, en general usa camisas flojas de colores beige, gris, celeste, blanco; de repente algún rojo o bordó. Casi nunca escotes. Jean con la mitad de la camisa dentro del pantalón, la mitad fuera. Me pregunto cuál la define, la que va dentro para no parecer des prolija o la que va fuera para no verse anticuada. Todo coincide con el vestir austero filo-conservador de la “gente bien”, como se llama en Argentina a la clase media alta católica. Aparece muy sonriente en eventos o fotos de campaña. Concentrada, seria e incluso de malas en televisión durante entrevistas. No es una cara bonita que acompaña la fórmula de Milei. La alerta de Liliana va en otra dirección: Villarruel es su ideóloga, ahí está lo peligroso.
“La vicepresidenta de Milei que desafía el consenso sobre la dictadura militar argentina”, dice la BBC en el perfil que hizo de ella. “Defensora de la familia militar”, la nombra la periodista Luciana Bertoia en el diario argentino Página/12. Alguien que abonó a construir “un clima de época que habilita decir cualquier barbaridad”, dice Adrián Camerano en La Tinta.
“Todo lo que han escuchado en los últimos cuarenta años de la República Argentina, en lo referido a su pasado, es falso. Todo lo que han escuchado respecto de Argentina ha sido construido por la izquierda, por las Madres de Plaza de Mayo, por las Abuelas y por todos aquellos que integra ron Montoneros y el ERP. Ni Argentina está en la vanguardia de los derechos humanos ni las madres y las abuelas son blancas palomas”, dijo Villarruel durante la Cumbre de la Iberosfera, un espacio organizado en octubre de 2022 por Vox y otros partidos conservadores de Europa. Villarruel ha pasado años dando conferencias por el mundo, ha publicado varios libros y participó de organizaciones con nombres pomposamente patrióticos, como Fundación Oíd Mortales, Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas y Asociación Argentinos por la Memoria Completa. Esas organizaciones proponen buscar “reparación” para aquellos a quienes consideran víctimas de los Montoneros y del ERP, hablan de una “memoria completa”, según la cual hubo “una guerra”, con los militares a un lado y las guerrillas de izquierda, a cuyos miembros llaman “terroristas”, al otro. Es decir, repiten en la actualidad las ideas sostenidas por la misma dictadura y destruyen los consensos logrados en décadas, según los cuales no hubo un enfrentamiento entre bandos en igualdad de condiciones, sino terrorismo de Estado.
Integrantes de estas organizaciones, incluida Villarruel, se dedicaron a visitar en la cárcel a exdictadores como Jorge Rafael Videla y Juan Daniel Amelong, encargado de seis centros clandestinos de detención, cinco veces sentencia do por delitos de lesa humanidad: veinte desapariciones forzadas, 38 homicidios, robo de nueve niños y secuestros y tortura a 59 personas.
“Da escalofrío. Cínica. Siniestra. Con ningún milico me pasa lo que me pasa con ella”, dice Nadia Schujman, que ha interrogado a decenas de torturadores, genocidas y tipos muy oscuros. Abogada en trece juicios por delitos de lesa humanidad, sintió un escalofrío inusual cada vez que cruzó a Villarruel en los pasillos de los tribunales.
El padre de la vicepresidenta del país y presidenta del Senado, Eduardo Marcelo Villarruel, fue un militar que participó —según él mismo dijo— “en la lucha contra la sub versión”. Formó parte del Operativo Independencia, en el que persiguieron al ERP. El tío de la vicepresidenta, Ernesto Villarruel, fue acusado por cometer delitos de lesa humanidad en el centro clandestino El Vesubio.
Victoria Villarruel es hija y defensora de la familia militar, pero es una civil, y logró despertar y traer al presente ideas que estaban hibernando, que no estaban muertas.
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En la Argentina, los familiares de desaparecidos, asesina- dos y presos políticos vivimos durante décadas con el terror de que vuelvan los militares, sin ver que también podían volver los civiles que los apoyaron, ya fuere financiando, defendiendo o enriqueciéndose con el régimen represivo de aquella dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Como abanderada de esos tres mundos, ahora Victoria Villarruel asaltó el poder sin uniforme, abrazada a un influencer conservador, Javier Milei.
Porque nos agarraron distraídos, porque fracasamos, por lo que sea: ahora gobiernan quienes niegan que treinta mil personas hayan sido desaparecidas. Más de catorce millones de personas, entre ellas parientes y amigos míos, creen en quienes niegan que haya existido terrorismo de Estado. Les dieron su voto. ¿Votaron solo por razones económicas, en contra de la corrupción? ¿No les preocupa la ideología? ¿Les pareció irrelevante?
No me parece que el presente pueda explicarse en términos de buenos y malos ni que sirva lamentarse de forma genérica. No hay respuestas simples. Yo no las encuentro. Estamos rebobinando cuando se cumplen cuarenta años de democracia, aun luego de enjuiciar y encarcelar a más de mil genocidas. Cuando creíamos que la disputa de sentido, el establecimiento de una narrativa histórica, ya era territorio conquistado. Cuando teníamos excentros de tortura transformados en museos, archivos, espacios culturales. Cuando el 24 de marzo, el aniversario del golpe militar, se transformó en Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia. ¿Dónde quedarán esos pasos que dimos?
Desde que ganaron Milei y Villarruel, una de las palabras que más me llegan desde la Argentina es “retroceso”. Pero esa palabra me incomoda porque creo que no estamos regresando a un punto anterior, sino a un lugar indefinido que implicará cosas desconocidas, como cuando rebobinábamos el casete. En un movimiento se jugaba todo. Podías volver a escuchar la canción, aunque en un lugar impredecible. Pero también podía atorarse la cinta.
Rebobinamos. La pregunta es hasta dónde.
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Más sobre la edición impresa #228: «Desafiar los límites».
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PAULA MÓNACO FELIPE. Ha publicado en The New York Times, Gatopardo, La Jornada. Fue corresponsal en México de Telesur y El Telégrafo. Es fundadora y editora de Bocado.lat. Becaria del Pulitzer Center y Rainforest Fund en equipo con Soledad Barruti y Miguel Tovar. Premio Nacional de Periodismo 2019 y 2022, y segundo lugar del Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos en 2020 y 2022. Escribió Ayotzinapa. Horas eternas (2015) y es coautora de otros cinco libros, entre ellos, Ya no somos las mismas (Grijalbo, 2020). Investiga y produce para cine. Ha participado en los documentales Endangered (HBO/Loki Films, 2022), Black Market (Vice, 2021), Blood on the Wall (National Geographic / Junger/Quested, 2020), Vivos (Ai Wei- wei, 2020) y Los días de Ayotzinapa (Netflix, 2019). También produjo películas de ficción de los directores Nicolás Pereda y Andrea Bussmann. Ha dirigido dos cortometrajes documentales, Qach’alal (AJ Witness, 2022) y Masala y Maíz: All About Liberty (EST Media, 2022).
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ROGER YCAZA. Ambato, Ecuador. Ilustrador, músico y autor. Ha ilustrado cuentos y novelas para diferentes editoriales, y también escribe e ilustra sus propias historias, entre las que destacan Clic (FCE), Diez canciones infinitas (Panamericana), Quito (Pato Lógico), Los temerarios (GatoMalo), Sueños (Loqueleo), entre otras. Su trabajo ha sido publicado en más de quince países. Candidato al Premio ALMA, Suecia, 2022. Ha publicado varios discos junto a sus anteriores bandas, Mamá Vudú y Mundos, y actualmente se encuentra trabajan do en su proyecto musical Frailejones.
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