“Un día despertamos y los rótulos ya no estaban”. Esta afirmación distópica la hicimos hace algunas semanas, cuando notamos que la administración actual de la alcaldía Cuauhtémoc, en la Ciudad de México, había arrasado con la gráfica popular de puestos de comida y servicios de la vía pública, mercados y hasta carritos de tamales, para imponer superficies blancas y el logo espantoso de la demarcación, color gris. Una pesadilla estética y autoritaria.
Los rótulos son anuncios pintados a mano que comunican cuál es el giro de los negocios e invitan a la potencial clientela a consumir ahí. Es publicidad artesanal que, a diferencia de los anuncios y diseños de las corporaciones, no pasa por los filtros de la academia ni del marketing. Es directo: ¿vendes tortas? Dibujemos una apetitosa telera rellena de jamón y queso. ¿Y cómo diferenciarte de los otros puestos? Con un nombre: Tortas El Paisa III. De esa ejecución se encargan los rotulistas, expertos en letras y dibujos llamativos y duraderos.
La ocurrencia de acabar con ellos se sumó a una serie de amenazas y procesos que han ido reduciendo la cantidad de rótulos y desplazándolos hacia las periferias: intentos gubernamentales de prohibirlos con pretexto de “embellecimiento” y “limpieza”, precarización del oficio, persecución policial y la creciente oferta de impresiones digitales sobre lonas de plástico o vinil, que son más baratas, aunque duren menos. Paradójicamente, el escándalo ha servido para visibilizar este tipo de trabajos y para que más personas los valoren y los busquen. El reto, sin embargo, es la continuidad del oficio. Lo dimos por sentado demasiados años y ahora está en peligro de extinción.
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En los años ochenta, salir de la escuela en una tarde calurosa significaba pasar por una nieve en el camino a casa. Antes que las papilas gustativas, los ojos eran los que recibían el premio. Porque las paleterías estaban retacadas de rótulos brillantísimos, con letras metálicas con las que daba gusto poner en práctica lo aprendido en la clase de español. Se antojaba lamer esas palabras: limón, fresa, tamarindo, grosella.
Gran parte de esa alegría visual se la debemos a Melquiades García, un maestro rotulista. Trabaja despacito a sus 73 años, cariñosamente, con sus manos hábiles, aunque desgastadas. “Ya no tengo huellas digitales, luego voy al banco y ya no sirven, ¡se borran por los solventes!”, dice con una sonrisa que se contagia a pesar del cubrebocas. Originario de Michoacán, llegó a la Ciudad de México a los doce años y se quedó pasmado con los anuncios espectaculares. El que más recuerda es el de la Coca-Cola que adornaba la fachada norte del Edificio Ermita, en Tacubaya, esos 140 m2 de juegos y cambios de luces lo hipnotizaron. Aún no sabía cómo, pero quería emular ese resplandor, aunque fuera en chiquito.
Años después empezó a notar cierto tipo de rótulo que adornaba el interior de los negocios citadinos. Eran letras brillantes y geométricas sobre fondos de color sólido, con un efecto tridimensional. Le parecían hermosos, aunque perfectibles. “Eran un poquito burdos. Dije: ‘Yo creo que los puedo hacer mejor’”, recuerda. Sin ninguna guía, por pura intuición, se lanzó a comprar papel de estaño, vidrios, esmalte, pegamento. De forma autodidacta, a puro ensayo y error, se puso a imitar aquellos cuadros, hasta que le quedaron tan hermosos como los que había visto. O más. Melquiades lo hizo tan, pero tan bien que la cadena de paleterías La Michoacana lo contrató para decorar sus tiendas de todo el país.
Esta técnica es la versión económica de la rotulación con hoja de oro sobre cristal, muy popular en Inglaterra en el siglo XIX y que llegó al país con el porfiriato. Acá se empezó a usar el papel de estaño, el mismo con el que se envuelven los chocolates, para que saliera más barato. Fue muy común entre los años cincuenta y ochenta, pero con la llegada de la impresión digital, en los noventa, la demanda decayó. Melquiades cambió de giro y, después de haber visitado tantas paleterías y heladerías y aprendido como por ósmosis, le entró a ese negocio. Cambió el papel metalizado por pulpa de fruta, el barniz por azúcar, el pincel por el funderelele.
Mientras Melquiades servía aguas frescas y helados triples, la ciudad se “modernizaba” y los anuncios de estaño desaparecían poco a poco. Algunas personas se preguntaban adónde se habían ido aquellos rótulos y, lo más importante, cuál era su origen. Una de ellas fue la investigadora y editora Marie-Aimée de Montalembert, autora de Miscelánea. Guía del comercio popular y tradicional del Centro Histórico de la Ciudad de México (Ediciones El Viso, 2013). Después de tanto recorrer las calles chilangas para la investigación de su libro y de notar la escasez de letreros artesanales, estuvo indagando hasta dar con el autor. Ella fue la primera persona que lo contactó para encargarle un rótulo, ya no para publicidad, sino como objeto artístico: una versión en estaño de la portada de su libro, en la que aparece Quetzalcóatl entrelazado con las líneas del metro capitalino. De ahí se empezó a correr la voz entre mexicanos y extranjeros, que le han encargado obra para llevársela a otros países. Melquiades colaboró también con el estudio de arte y diseño TodoBien, de Brenda Rodríguez y Óscar Reyes. De manera conjunta hicieron la portada del álbum Disco popular, de Instituto Mexicano del Sonido, y la serie Cuadros exquisitos, con frases mexicanas escritas a todo fulgor.
Ahora la clientela le llega por Instagram (@rotulacion_artesanal). Dice que extraña “andar de vaguito”, pero ya le cuesta estar parado mucho tiempo, así que está a gusto trabajando en el taller que tiene en su casa. Le encanta hacer rótulos para restaurantes porque ama la publicidad y sabe que de la vista nace el amor, pero también lo hace sentir muy feliz que le hayan encargado cuadros para adornar cuartos de bebés recién nacidos. Esos bebés, cuando sus ojitos puedan enfocar, quizá se maravillen con las brillantes obras de Melquiades, igual que él se fascinó con los anuncios luminosos de los sesenta.
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La calle de República de Perú, en la Lagunilla, alguna vez fue constelación de rotulistas. En un tramo de dos cuadras llegó a haber hasta once talleres, cada uno con varios maestros, estilos, técnicas y especialidades: letreros, dibujos y hasta retratos sobre manta, terciopelo, metal o cristal. Así recuerda su juventud Martín Hernández, que creció entre pinturas y pinceles. Aprendió el oficio de su papá, Eduardo Cerón, y de otros artistas que, en tiempos de bonanza, se rolaban clientes y conocimientos. Hoy Martín es dueño del único taller que sobrevive de la zona. Un taller que, por cierto, lleva clausurado algunos meses por la misma alcaldía que se ha empeñado en borrar cientos de rótulos artesanales.
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Martín es grandote y bonachón, tiene voz de sabio y hasta cuando expone situaciones adversas o indignantes lo hace con una serenidad insólita, por ejemplo, mientras relata cómo la policía chilanga persigue a los rotulistas. Los “agentes del orden” hacen una interpretación muy libre y con licencia poética-punitiva de la Ley de Cultura Cívica de la Ciudad de México: cuando ven a alguien pintando en la vía pública, le exigen un misterioso permiso que nadie sabe cómo conseguir o tramitar; al no tenerlo, se lo llevan al juzgado cívico, donde le ponen una multa o lo encierran por veinticuatro horas. A él le ha tocado este viacrucis tres veces... Y dice que eso es nada. Algunos maestros rotulistas han preferido mudarse al Estado de México, donde la policía no los extorsiona. Otros, de plano, han decidido abandonar el oficio.
Con ojos tristes lamenta que, entre la impresión digital y la criminalización, algunos rotulistas mayores vivan al día, que trabajen en la clandestinidad o que hayan tenido que dejar el trabajo por problemas de salud, sin un plan de retiro. “Maestros que podrían haber dado mucho más y haber enseñado a nuevas generaciones, pero no han tenido los apoyos”, dice. Martín es todólogo: se siente más a gusto haciendo letras que dibujos, pero al cliente lo que pida. Las realiza con pintura de aceite sobre fachadas, puestos y marquesinas, aunque también conoce la técnica del estaño y de falsa hoja de oro sobre cristal. Sus trazos son tan precisos que una juraría que hizo trampa. No, todo a mano.
Este rotulista recuerda que ha habido intentos para organizarse y defender al gremio. En los sesenta se empezó a armar un padrón, pero quien estaba a cargo fue cooptado por un partido político, se hizo diputado y los dejó botados. En los ochenta hubo un conato de organización sindical y hasta pagaron cuotas, pero no se concretó nada.
Sin embargo, y muy acorde con su espíritu alegre, él ve el vaso medio lleno y agradece ser de los pocos que pueden ejercer el oficio sin preocupaciones. No le falta chamba de negocios que lo buscan por su enorme talento y experiencia, como el restaurante La Gloriosa, donde hizo letreros con diferentes técnicas —como si fuera un catálogo de sus conocimientos y estilos— y un mural inspirado en el arte pop y los refranes de cantinas y pulquerías tradicionales. También trabaja directo en el circuito del arte, por ejemplo, en la cartelera del Museo Tamayo, que está pintada a mano.
La primera vez que le trabajó a un artista fue en el festival All City Canvas, de 2012, en el que varios rotulistas colaboraron en una obra de Grand Chamaco: un autobús cubierto de personajes caricaturescos y la frase “Yo no mido mi vida en sensaciones. La mido en colores”, trazada con enorme precisión. Al año siguiente participó en el Abierto Mexicano de Diseño, en el que se dio un reconocimiento especial a quienes ejercían diferentes oficios relacionados con el diseño. A partir de entonces no ha parado de colaborar con museos y galerías, y con artistas como Daniel Zúñiga o Yoshua Okón. Esta relativa comodidad le permite donar su trabajo de vez en cuando a grupos campesinos que vienen a la ciudad a exigir sus derechos y le piden una pancarta, o a familias que se cooperan para hacerle una cruz a su difunto. “No me voy a hacer más rico ni más pobre por cobrarles”, dice.
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En la primaria, Alina Kiliwa vendía dibujos de Gokū y de los Looney Tunes porque era la que más chido dibujaba en su salón. Pero la evidencia de que lo suyo, lo suyo eran las letras está en una cartita a los Reyes Magos. En ella les pedía una máquina de escribir de juguete, unos cubos de madera con letras y un abecedario de fomi. Reencontrarse, tantos años después, con aquella lista de deseos hizo que Alina recordara otros sueños de infancia. De chiquita, las bardas que anunciaban bailes o conciertos le gustaban tanto que, cuando le preguntaban qué quería ser de grande, decía que pintora. Pero no se imaginaba haciendo bodegones, sino rótulos gigantes en una avenida, grandes letreros que invitaran a las fiestas de barrio.
Mientras estudiaba la carrera de Diseño Gráfico, en la que casi todo estaba enfocado a lo digital, Alina buscó talleres de caligrafía para reencontrarse con aquella pasión de infancia. Sin embargo, no era suficiente: estaba pendiente hacer letras en gran formato. Entonces se acercó a rotulistas. Ellos la veían como bicha rara. Uno tras otro la bateó. Le decían que no, que no era un oficio de mujeres, y que aparte no tenían por qué enseñarle si no era de su familia, que porque les iba a quitar el poquito trabajo que había.
Con quienes empezó a aprender fue con el estudio Carga Máxima, de Perú, divulgadores y defensores de la tipografía callejera. Ya con algo de conocimiento sobre materiales y técnicas fue que conoció al maestro Martín Hernández en una serie de talleres del Museo Universitario de Ciencias y Artes de la unam. Él, muy generoso, le ha compartido algunos trucos de experto. Además de hacer rótulos por encargo, Alina es parte del colectivo Paste Up Morras, que lleva mensajes políticos y feministas a las calles de la Ciudad de México. Su trabajo personal reproduce la estética de aquellas bardas que anunciaban conciertos de Banda El Recodo o bailes de Sonido La Changa, con letras sombreadas y varias tipografías en un mismo mensaje. Las frases, sin embargo, son de otra índole: “El amor no tiene género”, “Mujer bonita es la que lucha”, “La maternidad será deseada o no será”, aunque el acto de rotular, en sí mismo, ya es una declaración de principios. Logró lo que de niña soñó: llenar muros con pintura.
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Martín tiene una hija, pero a ella no le interesó aprender el oficio. A diferencia de sus colegas que batearon a Alina, él no es celoso con su conocimiento fuera del círculo familiar; al contrario, ha tenido varios alumnos y eso lo hace muy feliz. “Me da satisfacción, me hace ver que estoy realmente contribuyendo un poquito a que la gráfica mexicana no se pierda”.
Alina tiene un curso en la plataforma virtual Doméstika y da talleres presenciales de lettering, a los cuales, por cierto, asisten muchas mujeres jóvenes. Algunas ya se dedican profesionalmente a rotular.
Melquiades es el único maestro que se especializa en los letreros de estaño sobre cristal. A sus hijos no les interesó aprender a hacerlos. Quizá la última esperanza para preservar esta técnica es que alguna persona joven y curiosa agarre estaño, pegamento, barniz y un cristal y aprenda, como él, a puro ensayo y error. Sin miedo al éxito.
En lo que eso pasa y más jóvenes se preparan para llenar las calles de color, nos toca exigir que se deje de criminalizar la labor de las y los rotulistas. Y también buscar a esos maestros que no han tenido la suerte de Melquiades o Martín. Artistas de la gráfica popular que no se han colado a los medios ni a las redes sociales, pero a quienes les quedan muchos rótulos por pintar.
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