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Argentina, 1985, Santiago Mitre (2022).
Argentina, 1985 ha ganado un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián. Santiago Mitre es el cineasta latinoamericano del momento. La cinta superó el millón de espectadores en los cines de su país y generó tal expectativa que se formaron largas filas, con padres que llevaban a sus hijos como si fuera una especie de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, artistas, personajes de la farándula. Nadie se quedó sin opinar. Este filme sobre el Juicio a las Juntas Militares, hito de la democracia argentina, está nominado al Oscar. ¿Quién es el director detrás de esta obra disruptiva dentro del cine de América Latina?
Un día de 2016, el cineasta argentino Santiago Mitre recibe el mensaje de WhatsApp de un amigo: “Santiago, vos tenés que hacer una película sobre el Juicio a las Juntas”. Mitre, que entonces tiene 35 años, ya dirigió El estudiante y La patota y pronto escribirá La cordillera, tres películas que, bajo premisas diferentes, tratan sobre lo mismo: la política, las instituciones, el choque entre ideales y praxis. Su amigo, un analista político, siempre le dice que lo cree el único director de la Argentina con el oído afinado como para reproducir de manera verosímil los diálogos del poder.
El Juicio a las Juntas Militares, un proceso que se llevó a cabo en 1985, en el que se condenó a la cárcel a los comandantes de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983, es un hito decisivo de la democracia argentina y un episodio singular a nivel mundial, en el que los responsables de miles de asesinatos y desapariciones de opositores políticos fueron sometidos a la justicia civil cuando aún eran peligrosos.
“Es un ideón”, le responde Mitre a su amigo. Y así, con ese chat escueto y pedestre, empieza una historia.
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Es febrero de 2023 y Santiago Mitre no para de viajar. En los últimos cinco meses, Argentina, 1985, su película sobre el Juicio a las Juntas, estrenada en 2022, ganó un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián, entre otros festivales. Ahora está nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera. Competirá, entre otras, con la multipremiada Sin novedad en el frente, de Alemania. Mitre pasa los días asistiendo a funciones especiales en distintos países y cumpliendo con campañas de prensa internacional. Acaba de volver a Buenos Aires desde Londres y en un par de días viajará a Los Ángeles para emprender una gira de varias semanas que terminará después de la entrega de los Oscar, el 12 de marzo.
—La vida se pone un poco monotemática —dice en una videollamada—, pero qué sé yo. No me quejo mucho porque es algo divertido que seguramente no vuelva a pasarme.
Durante la entrevista repetirá varias veces “qué sé yo” y otras muletillas del tipo “no sé”, “andá a saber”, “no sabría cómo decirlo”, como si dudara de la conveniencia de sus respuestas y les restara importancia, un efecto que se refuerza por una risita cargada de ironía con aire distante. “Santiago es un poco desconfiado”, dirá, más tarde, Axel Kuschevatzky, coproductor de tres de las cinco películas que ha dirigido Mitre. “Santiago es un poco tímido”, dirá, más tarde, Mariano Llinás, coguionista de las cinco.
La imagen de Mitre a través de la pantalla de su computadora es la de un hombre informal: despeinado, con la barba un poco crecida, con una musculosa blanca que deja a la vista un par de tatuajes; fuma cigarrillos mientras habla, toma mate, llama amistosamente “boludo” a su interlocutor como si lo conociera desde siempre. De fondo se ven unas banderitas argentinas de cotillón, colgadas en la pared desde la final del Mundial de fútbol. “Estoy en la casa de mi novia”, aclara Mitre, de 42 años, en alusión a su pareja, la actriz argentina Dolores Fonzi.
—¿Se vuelve medio automático esto de viajar y dar entrevistas todo el tiempo?
—Sí, pero para mí, cuanto más previsibles son las preguntas, mejor, porque me complica un poco el inglés. Entonces ya tengo un formato de respuesta, y cuando me sacan de eso, me cuesta más.
Más allá del idioma, a Mitre tampoco le interesa demasiado comentar sus películas.
—Una vez estrenadas tienen vida propia. Me gusta que se hable de ellas, pero no me meto ni en pedo. No me gusta. Como director ya hice la película, que dice lo que dice. Y lo que no dice no pudo decirlo. Qué sé yo.
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El apellido Mitre también pertenece a una de las familias más poderosas de Argentina, descendiente del expresidente Bartolomé Mitre y propietaria del centenario diario La Nación, pero Santiago Mitre no tiene lazos sanguíneos con ellos.
—No se sabe muy bien la historia de mi apellido. Suponemos que fue una modificación de la aduana cuando mi abuelo llegó al país, que venía de la ciudad siria de Homs, ahora destruida por la guerra. Una vez, mis tías viajaron allá para rastrear cuál era el apellido original, pero no encontraron nada.
Lo que sí puede rastrearse en su árbol genealógico es la política. Su bisabuelo materno fue diputado y ministro de Agricultura del gobierno de Hipólito Yrigoyen en los años veinte. Su abuelo materno fue secretario parlamentario de Juan Domingo Perón y embajador ante las Naciones Unidas en los años cuarenta. Su padre, el abogado y militante peronista Ricardo “El Turco” Mitre, fue secretario administrativo del Senado y funcionario en organismos internacionales en los años 2000.
—Los de esta generación, mis hermanos y mis primos, nunca nos dedicamos a la política, pero es el tema que más nos interesa. Cuando hay reunión familiar no se habla de fútbol o de música, se habla de política.
Su madre, hija de una familia de pequeños terratenientes de la provincia de Córdoba, socióloga, funcionaria judicial especialista en minoridad y género, conoció a Ricardo Mitre militando en el peronismo revolucionario en los setenta. Se casaron y tuvieron dos hijos y una hija. El del medio, Santiago, nació en plena dictadura, en 1980, por lo que no tiene recuerdos del Juicio a las Juntas.
—Pero si vamos a la historia familiar, la lucha por los derechos humanos siempre estuvo en mi ADN. Mis viejos son muy peronistas. Yo crecí en los noventa, con un peronismo distinto en el gobierno, entonces ellos eran peronistas opositores al peronismo en el poder.
Mientras trabajaba como abogado, su padre asesoraba a un viejo amigo y compañero de militancia, Carlos “Chacho” Álvarez, dirigente del peronismo enfrentado al gobierno peronista y neoliberal de Carlos Menem. La política organizaba la cotidianeidad y la sociabilidad de la familia. A Santiago Mitre, sin embargo, el poder siempre le interesó desde afuera.
—Yo nunca milité, tenía una especie de vocación un poco más ligada al arte. Muy tempranito me di cuenta de que lo que me gustaba era escribir. No sé, me puse a escribir de pendejo.
Hoy dice ser un “escritor que dirige”, capaz de escribir guiones para otros directores pero no de dirigir películas sin haberlas guionado.
—La escritura me llegó antes que el cine. El teatro también. En el secundario iba a un taller de poesía, clases de actuación…, mis intereses eran bastante amplios. Pero sí me volví cinéfilo muy rápido. A los trece años ya veía compulsivamente películas, iba a ciclos de cine, me compraba revistas especializadas como El Amante.
Se remite a una “anecdotita fundacional” que ya contó en otras entrevistas: una vez, una maestra de séptimo grado encargó un trabajo sobre el rey Carlos V en formato audiovisual. Él y sus compañeros filmaron unas escenas en una casona medio abandonada cerca del colegio. Era el auge de las VHS compactas, hogareñas. Ese día Santiago Mitre usó por primera vez una cámara de video.
—Yo pensaba que las películas las hacían los actores, pero ahí tomé conciencia de que había alguien que decidía cómo se movían las imágenes. Después volví a casa entusiasmado y pregunté, y mis viejos me hablaron de la figura del director de cine.
—¿A tus padres les gustaba el cine?
—Sí, no eran fanáticos, pero sí gente interesada en la cultura, entonces conocían a Bergman, Rossellini, Scola. Un cine muy típico de cierto sector social de la época. Clase media universitaria.
En 1999, la vida política de su padre dio un salto grande. Chacho Álvarez, recién electo como vicepresidente, lo convocó para ser su mano derecha en el nuevo gobierno de coalición, con el radical Fernando de la Rúa como presidente. Un año después, en medio de una grave crisis social, Álvarez renunció tras denunciar un escándalo de sobornos en el Senado, donde Ricardo Mitre se había hecho conocido entre sus colegas como un funcionario de bajísimo perfil, aunque implacable en el control de las costumbres prebendarias de los legisladores.
—Mi viejo entiende de los temas que trabajo en las películas, así que participa mucho. Y mi vieja, lo mismo. Tengo una relación muy cercana con los dos, les respeto sus puntos de vista sobre la política, la sociedad, el arte. Hablamos de las cosas, leen los guiones, me dan opinión.
A fines de los noventa, mientras su padre navegaba la política nacional, Mitre terminó el secundario en un colegio público de San Isidro, una localidad de familias pudientes en el norte del Gran Buenos Aires, y optó por anotarse en la carrera de cine. Intentó ingresar a la facultad estatal, dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), pero lo rechazaron. Eligió entonces una privada, la Universidad del Cine, semillero de una camada de cineastas un poco mayores que él que ya habían conformado el llamado Nuevo Cine Argentino, donde lo becaron a cambio de que trabajara como ayudante de cátedra.
—Es rarísimo contar esto, pero yo iba a estudiar biología. Hasta que a último momento volví a la idea del cine, porque me di cuenta de que lo que me gustaba de la biología tenía que ver con la observación. No tanto el conocimiento científico, sino algo más parecido a los documentales de National Geographic.
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El cineasta Mariano Llinás conoce a Santiago Mitre desde el año 2000, cuando lo tuvo como alumno en la facultad. Mitre era cinco años más joven y empezaron a trabajar juntos cuando Llinás, una suerte de padrino del cine independiente argentino, convocó a cuatro exalumnos de la Universidad del Cine, entre ellos Mitre, para que codirigieran una película debut filmada con presupuesto de guerra. Después de esa experiencia, Mitre escribiría todas sus películas a cuatro manos con Llinás.
—Santiago tiene una obsesión con la política como género cinematográfico —dice Llinás— y mucho olfato para encontrar objetos que le abren el territorio de la política al cine. A mí siempre me impresionó su eficacia. Es un cineasta extremadamente decidido para avanzar: uno como los viejos cineastas de la época clásica. Un director que no da vueltas. Que encuentra películas y que las hace.
“Desconfío de las ideas como origen de los proyectos —dijo Mitre alguna vez—. Las ideas sirven para empezar a pensar y trabajar, pero después lo que importa es construir algo”. Esa pulsión por concretar, por no gastar tiempo en devaneos mentales, por llevar las cosas a la práctica explica que Santiago Mitre, un director del circuito independiente con una filmografía de culto, creyera posible transformar una sugerencia por chat de un amigo en el proyecto cinematográfico argentino más ambicioso de la última década.
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—A Santiago le interesan los palacios —dice el analista político Martín Rodríguez, el amigo de Mitre que le dio la idea de una película sobre el Juicio a las Juntas y que lo asistió en la investigación histórica para Argentina, 1985—. Se mete en un tribunal, un avión presidencial, un claustro universitario, una comisaría: lugares donde se corta el bacalao. En general, el cine político argentino, sobre todo a partir de los ochenta, era muy flojo, con problemas para romper lugares comunes. Pero Santiago trabaja sobre zonas grises, con personajes menos épicos y más dilemáticos.
—¿Cómo es Mitre cuando habla de política?
—Santiago es un oído. No se pone a hacer análisis político. Tiene la prudencia de las personas altas —Mitre mide casi dos metros—, que no se sienten necesitadas de llamar la atención. Él escucha y después canta lo que hay que cantar.
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En 2011, cuando se propuso filmar su primera película propia, Santiago Mitre se ganaba la vida escribiendo para otros directores. Éxitos como Leonera y Carancho, de Pablo Trapero, lo tenían como coautor. El guion era un oficio que manejaba, y quería averiguar si también podía dirigir.
—El estudiante empezó medio como un chiste, un ejercicio para ver si yo era capaz de filmar. Había escrito un guion de punta a punta y había encontrado a Esteban Lamothe, que me parecía un actor hipnótico.
Hizo lo que casi cualquier director argentino hace para filmar su primer largometraje: pidió financiamiento al INCAA. Una vez más, igual que cuando no lo habían aceptado en la facultad pública, el Estado lo rechazó. Pero Mitre ya había decidido filmar y desistir no es su estilo. Creó su propia productora, La Unión de los Ríos —el mismo nombre del paraje cordobés donde su familia materna tiene algunas hectáreas, algunos caballos y una casa de descanso entre las sierras a la que Mitre viaja seguido—, y consiguió el dinero: bastante menos que un subsidio estatal, pero suficiente para rodar una película con un grupo de amigos, filmando solo los fines de semana y con equipos de video y sonido prestados por su exfacultad y por directores amigos.
—Iba con una cámara a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y filmaba en asambleas, reuniones, pasillos, cosas que después usaba para construir las escenas de la ficción. A veces tomaba elementos directos y otras veces simplemente tonos, colores, maneras en que se mueven los personajes.
Con apenas eso, Mitre hizo una película que dinamitó un relato cinematográfico que por décadas había mostrado, casi siempre, personajes políticos impolutos o perversos, heroicos o viles. El protagonista de El estudiante, Roque Espinosa, un joven del interior de la provincia de Buenos Aires que llega a la deriva a la capital y que, para conquistar a una chica, empieza a militar en una agrupación de la UBA, no tiene ideología, no es bueno ni malo: simplemente descubre que es hábil para la política, se aferra a eso y trepa hacia arriba, y en el ascenso Mitre muestra los negociados, los pactos, las traiciones de la política estudiantil con una desaprensión disruptiva para el cine político argentino.
—Más tarde me di cuenta de que podía ocupar ese espacio como director: trabajar temas políticos desde la ficción y de una forma distinta a lo que se entendía antes por cine político—dice Mitre, y con “antes” se refiere al cine político clásico y nacional, de directores como Pino Solanas o Raymundo Gleyzer—, que se hacía desde una perspectiva militante, en la que lo político configuraba lo cinematográfico.
“A medio camino entre la alegoría y el documental, Mitre observa a sus personajes de forma desapasionada, casi inexpresiva”, escribió la crítica estadounidense Rachel Saltz en The New York Times, mientras El estudiante batía récords de público en el cine independiente y se afirmaba como la película argentina del año, favorita de críticos e intelectuales. “Los convierte en poco más que especímenes bajo la lupa”.
Once años después de El estudiante, Mitre acaba de subvertir otra vez la forma de narrar ciertas cosas con Argentina, 1985, una película sobre el terrorismo de Estado en su país que, a diferencia de cualquier otra, no tiene una sola línea de diálogo solemne. El proyecto sobre el Juicio a las Juntas empezó a materializarse en 2017, cuando Mitre le llevó la idea al productor Axel Kuschevatzky, quien consiguió los fondos para empezar.
—El primer borrador de pocas páginas que me trajeron tenía una estructura tramposa —recuerda Kuschevatzky, quien ya había coproducido dos películas de Mitre, La patota y La cordillera, además de megaproyectos nacionales como El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar, y Relatos salvajes, la película argentina más taquillera—. Cambios de puntos de vista, saltos en el tiempo, truquitos que Mitre y Llinás ya habían usado en otras películas. Le dije: “Santi, esto no funciona. Hagamos una película recontraclásica en su construcción narrativa, con vocación masiva e inteligente”. Sin complejos, con total pragmatismo, Mitre absorbió una idea ajena que le pareció mejor que la suya.
—Al principio un poco puteamos —dice ahora—, pero al ratito nos dimos cuenta de que Kuschevatzky tenía razón. Habíamos armado una estructura coral donde se perdía mucho de los personajes principales. Así que abandonamos todo y nos pusimos a investigar un rato largo sobre el Juicio a las Juntas.
Durante dos años de “aproximación documental al guion”, Mitre no solo rastrilló 540 horas de las filmaciones originales del juicio, con unos ochocientos testimonios que demostraron que el Estado argentino había creado centros clandestinos de detención para asesinar y desaparecer a militantes políticos, sino que entrevistó a los exmiembros del equipo de la fiscalía que había mandado a la cárcel a los excomandantes, en la época integrado por un grupo de jóvenes inexpertos y audaces con un promedio de edad de veinte años.
—Todos sonreían cuando nos hablaban del juicio. Nos contaban anécdotas graciosas, había una suerte de optimismo. La clave estaba ahí: no era solo hablar de la dictadura, con toda la crudeza y la crueldad, sino también de un hecho fundacional de la democracia, que todos recordaban como un buen momento. Así que apareció la pregunta: “¿Podemos contar esta historia de un modo más irreverente?”.
En la película, ese registro queda definido desde la primera escena, cuando el fiscal del Juicio a las Juntas, Julio César Strassera, tiene un ataque de celos de la pareja de su hija adolescente y manda a su hijo menor a perseguirla por la calle y vigilarla, bajo el pretexto de que el noviecito podría ser un agente de inteligencia con lazos militares que quiere infiltrarse en la familia.
—El cine argentino nunca había apelado al humor para hablar de la dictadura.
—No fue algo decidido de antemano. El optimismo de la película se nutrió de la investigación y de dejarnos llevar por la escritura. Teníamos en la cabeza las películas de Frank Capra o John Ford, que trabajan temas históricos sabiendo que, sea cual sea el contexto, las personas son personas y se cagan de risa de cosas.
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Desde el principio, Santiago Mitre concibió Argentina, 1985 con Ricardo Darín, el gran actor nacional —con quien ya había trabajado en La cordillera—, en el papel protagónico de Strassera, el hombre que lideró la acusación contra los militares y que terminó su alegato con una frase histórica: “Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
—Cuando Santiago me preguntó si me gustaría hacer de Strassera, yo le dije: “¡Guaaau!” —dice Darín, quien además se sumó al proyecto como coproductor—. Santiago venera el trabajo actoral, pertenece a esa casta no muy poblada de directores que aman a los actores. Y como actor eso te libera para probar cosas que tal vez no tenías pensadas.
Mitre trabajó obsesivamente y durante meses en afinar el personaje de Strassera, el foco de la película, bajo la intuición de que, para obtener una versión realista, lo mejor sería que Darín, un actor consagrado que hasta entonces nunca había hecho un personaje histórico, no intentara imitar el tono del Strassera real, ya fallecido, un hombre de carácter particular, gruñón e hilarante en partes iguales.
—Mi vieja trabajó en el Poder Judicial desde los dieciocho años y conocía a Strassera —dice Mitre—. Me había hablado de él, yo sabía que era una especie de…, no sé cómo llamarlo…, personaje peculiar. Todos los que lo conocieron nos decían que vivía jodiendo y haciendo chistes. Incluso bromas medio incontables. Cuando empezamos a escribir apareció ese Strassera un poco loco, un poco peleado consigo mismo, que producía momentos cómicos en un contexto bastante trágico. Y nos entusiasmamos con eso, qué sé yo. Le metimos por ahí.
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Santiago Mitre y Dolores Fonzi dicen haberse enamorado mientras filmaban La patota, la segunda obra de Mitre, una adaptación de una película de los sesenta en la que Fonzi representa a Paulina, una abogada rica y de izquierda de la capital que deja todo para dar clases como voluntaria en una escuela pobre de la selva misionera, donde permanece incluso después de ser violada por una banda del barrio, a cuyos miembros decide proteger de la policía por motivos que la película no explica, porque Paulina, al igual que Roque en El estudiante, es eso: un personaje que no teoriza, que acciona.
Estrenada en 2015, La patota arrasó en Cannes, San Sebastián y otras ciudades con alfombras rojas a las que Mitre, por entonces divorciado, y Fonzi, por entonces divorciada del actor mexicano Gael García Bernal y con un hijo y una hija, viajaron en plan de romance privado, y a las que regresarían juntos tiempo después, ya como pareja oficial, para presentar otras películas de Mitre. Ahora, en 2023, Dolores Fonzi está por debutar como directora con Blondi, una película que, según dice, “no hubiera existido sin Santiago”.
—Yo tenía el guion en el cajón de la mesa de luz, porque para mí haberlo escrito ya era un logro y realizar la película me parecía algo superior. Y Santiago me decía: “Los guiones se escriben para hacerse”. Para él es muy importante el “hacer”. Santiago hace sin parar.
—Mariano Llinás dijo lo mismo, y también dijo que Mitre es un poco tímido.
—No sé si “tímido” es la palabra. Más bien diría que es educado y cortés, y puede ser simpático y divertido, pero no pierde energía en caerle bien a la gente.
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Además de las productoras de Mitre, Darín y Kuschevatzky, Argentina, 1985 involucró a la argentina Victoria Alonso, presidenta de producción de Marvel, y a otro gigante como Amazon para la distribución en más de 240 países. Al negociar el contrato, Mitre impuso que el tiempo del rodaje, en pleno rebrote de covid-19, durara por lo menos dos meses y medio, según contó orgullosamente en un par de entrevistas: “Amazon será una empresa grande, pero no te regala la plata”.
—Santiago es un director independiente incluso cuando trabaja con grandes empresas —dice Kuschevatzky—. Ejerce una identidad muy fuerte sobre los proyectos, no es un cineasta contratado al que le decís lo que hacer. Y está bastante despegado del sistema. A su primera película no le dieron fondos públicos, y a la última tampoco porque no los fue a buscar. Tiene una hoja de ruta propia. Es un director difícil de encuadrar en el panorama del cine argentino.
Aunque eso no le impide, por ejemplo, asociarse con las productoras que dominan el mercado, ni que su actor fetiche sea alguien tan popular como Ricardo Darín, protagonista de cuatro películas nominadas al Oscar, a quien Mitre dice que “ama” cada vez que puede y a quien dirigió por primera vez en 2017, en La cordillera, su primera película con producción y montaje de gran calado, un thriller político sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos en la que Darín encarna al inescrutable mandatario argentino Hernán Blanco. Su hija, interpretada por Dolores Fonzi, tiene visiones sobre el pasado familiar que introducen a la película en un territorio fáustico y extraño.
—Siempre leí literatura fantástica argentina, y aunque la película no era exactamente eso, sí jugaba a esconder elementos fantásticos en una historia que no lo parecía, a mutar en su propio eje hacia algo más inquietante —dice Mitre, quien para La cordillera contó con el consejo de su padre, exfuncionario del Mercosur y habitué de cumbres presidenciales—. Con Llinás quisimos entrar al cine mainstream con algo que fuera, no sé, un caballo de Troya.
Una vez adentro de la industria, apuntó tan alto como pudo: su siguiente película iba a ser una ficción sobre el juicio más épico y trascendente de la historia argentina. Igual que en La cordillera, imaginó al personaje principal de Argentina, 1985 pensando en Darín, a quien para entonces ya consideraba su amigo. Planificó filmar en la sala de audiencias original del Juicio a las Juntas, conservada idéntica a 1985 (suele tener esa preferencia: rodar en locaciones reales, como la UBA, la Casa Rosada, el avión presidencial Tango 01 o la ex-Cámara Federal de Apelaciones). Mientras editaba La cordillera, comenzó a escribir el primer borrador de Argentina, 1985 (suele tener esa compulsión: empezar un proyecto antes de terminar otro).
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—Desde que vimos las grabaciones originales del juicio supimos que el testimonio de Adriana Calvo nos iba a organizar mucho la película. Porque el testimonio de Adriana Calvo era asesino, boludo. Era asesino.
Adriana Calvo de Laborde, primera sobreviviente de un centro clandestino que declaró en el juicio, narró minuciosamente las vejaciones por las que había pasado, incluido el día en que sus secuestradores la hicieron parir a su hija en un patrullero y más tarde la obligaron a baldear su propia placenta. Su declaración cambió la sensación térmica del proceso, que desde entonces empezó a ponerse gris para los comandantes.
Con el personaje de Calvo, Mitre aplicó la misma fórmula que con Strassera: no imitar a la persona real, sino dejar que la actriz, Laura Paredes, le imprimiera su propia forma de hablar a las escenas. “Con Santiago probamos imitarle ese tono que Adriana tiene tan particular —contó Paredes al diario La Voz del Interior—, pero no funcionaba. Generaba un artificio no deseado y también generaba distancia. Así que decidimos acercarla a mi tono”. En su primera película basada en hechos históricos, Mitre logró personajes de una veracidad inusual para el género, y lo hizo eximiendo a la ficción de calcar la realidad en los pequeños detalles. En el cuadro general, en cambio, la reproducción del juicio era una copia perfecta y fantasmática de 1985. Paredes actuó de Calvo sentada en el mismo estrado, en la misma sala, vistiendo la misma ropa, repitiendo textualmente el mismo testimonio abrasivo. Actores, técnicos, extras: todos lagrimeaban durante las tomas. Una gran catarsis colectiva, dirigida sin concesiones por Santiago Mitre. “Esta película fue muy exigente técnicamente —recordó Paredes—. Tuve que repetir el testimonio muchísimas veces. Con distintas puestas de cámara, tratando de llegar a la misma efectividad en todas las tomas. Santiago es un director muy cariñoso, pero tuve que volverme una máquina capaz de hacer llorar al espectador”.
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Hay una anécdota que el fiscal adjunto del juicio, Luis Moreno Ocampo, contó mil veces durante más de treinta años sin que nadie le prestara demasiada atención. Nadie excepto Santiago Mitre. En 1985, después del testimonio de Adriana Calvo, la madre de Moreno Ocampo, una mujer de familia militar que iba a misa con el general Jorge Videla y que le tenía afecto al exdictador, llamó a su hijo y le dijo: “Estuve leyendo el testimonio de Calvo de Laborde. Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”.
—Mitre agarró la anécdota de mi madre y la usó como un instrumento para mostrar el contexto social: lo que le pasaba a toda la Argentina con el juicio —dice Moreno Ocampo, en la película representado por el actor Peter Lanzani—. Cuando conversamos, a él le interesaba mucho ese punto de quiebre en el que nosotros habíamos empezado a ganar la pelea frente a la sociedad.
En 2020, Moreno Ocampo, quien además se desempeñó como fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, se mudó a Los Ángeles para tomar cursos en la Escuela de Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de California, una de las mejores escuelas de cine del mundo.
—Quería entender cómo las películas definen las narrativas sobre crimen, guerra y justicia. Aprendí que la palabra “holocausto” no la crearon los Juicios de Núremberg en 1945, sino la película sobre los juicios en 1961. Los casos judiciales se ganan ante los jueces, pero luego viene una guerra por la comunicación que se pelea todos los días. Y ahora Santiago Mitre es el campeón de esa guerra. No sé por cuánto tiempo, pero ahora la ganó.
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Festival Internacional de Cine de Venecia, septiembre de 2022. Argentina, 1985 se proyecta por primera vez en una sala con público. Julio César Strassera pronuncia su alegato final: ocho minutos y siete segundos de Ricardo Darín enunciando con dicción quirúrgica los crímenes horrorosos de la dictadura, alternando la mirada entre los jueces, la hoja con su discurso y los asesinos en el banquillo, frente a una sala repleta y estremecida. Cuando el fiscal termina de hablar, “Señores jueces: ‘Nunca más’”, el público en Venecia se levanta de las butacas y libera una ovación. Los espectadores lloran o ríen o las dos cosas. Por un instante, Santiago Mitre se fastidia, siente que algo falló. “La puta madre, ¿qué pasa?”, piensa. El aplauso del público impide percibir que, durante los diez segundos posteriores al alegato, la película se ha quedado en silencio. “Saquemos el sonido acá y te quedás con un Strassera aturdido, que no entiende lo que acaba de suceder”, le había pedido Mitre al montajista. Pero ahora, en Venecia, la ovación tapa al truco, que contenía un mensaje: Strassera no es un héroe, es un tipo común que a duras penas asimila lo que le pasa. Enseguida, Mitre se consuela: “Bueno, por ahí era obvio que la sordina era al pedo, que la gente quería aplaudir ese discurso”.
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Tres meses antes de Argentina, 1985, Santiago Mitre estrenó Pequeña flor, una película filmada en Francia, con coproducción francesa y en francés, que empieza como una comedia romántica costumbrista y se transforma en un laberinto narrativo dentro del género negro y fantástico. Pequeña flor, el regreso de Mitre al cine después de cinco años, su película con menos público, filmada en paralelo a la investigación sobre el Juicio a las Juntas, no tenía absolutamente nada que ver con la línea temática del resto de su filmografía.
“Me voy guiando por intuición —dijo después del estreno—. Aparece algo que me gusta y lo quiero hacer. Por más que mis obras muestren algo político y social en común, no tengo una planificación demasiado concreta sobre lo que quiero hacer como director”.
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Festival Internacional de Cine de San Sebastián, septiembre de 2022. Santiago Mitre llega a la apertura de la 70.ª edición. Argentina, 1985 aún no se ha estrenado en cines y hasta ahora solo se ha proyectado en Venecia. Mitre baja de un auto con barbijo, auriculares y anteojos de sol y camina hacia la puerta del salón, donde esperan los fotógrafos. Se saca el barbijo y los auriculares y gesticula como diciendo: “Si no queda otra…”. Posa tres segundos, serio, con los pies muy juntos y los labios muy pegados. Recibe los flashes y dice a los fotógrafos: “No saben quién soy, igual. ¡Hola!”. Saluda con una mano, sonríe cordialmente y entra al salón.
Una semana después, Argentina, 1985 gana el Premio del Público en San Sebastián. Mitre ya lo había sentido en Venecia, donde la sala aplaudió la película durante nueve minutos, y lo comprobará pronto en otros festivales internacionales: hay algo en Argentina, 1985 que va más allá de Argentina y más allá de 1985. Hay una fibra universal, cosas enormes como la democracia, la justicia, el derecho a la dignidad humana. Cosas que podrían haber resultado pedagógicas y previsibles, si el director no hubiera sido Santiago Mitre.
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—Hay un versito que digo siempre —dice Mitre, otra vez anticipando una de esas fórmulas que repite en distintas entrevistas— y me parece bien: cuando uno hace películas de temas políticos e interviene en la realidad de una manera tan directa, lo mejor que puede pasar es que el público no solo debata la película, sino también el tema que se desprende de la película.
Argentina, 1985 superó el millón de espectadores en un mes en los cines argentinos, incluso al margen de las grandes cadenas que la dejaron fuera de su programación porque consideraron insuficiente el tiempo en cartel que les ofrecía Amazon antes de estrenarla en su plataforma. Se formaron largas filas en las avenidas, con padres que llevaban a sus hijos al cine, como si ver la película fuera una especie de ejercicio de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, militantes de derechos humanos, artistas, personajes de la farándula: nadie se quedó sin opinar. Si el presidente radical Raúl Alfonsín salía bien o mal parado, si el peronismo salía bien o mal parado, si Julio Strassera salía bien o mal parado, si Mitre salía bien o mal parado.
Se destacó infinitas veces el sentido de la oportunidad de Mitre para hacer una película sobre el Juicio a las Juntas en un contexto mundial de democracia en crisis y en un contexto argentino en el que miles de jóvenes no saben casi nada sobre la última dictadura. Cuando le preguntan si cree que Argentina, 1985 es una película “necesaria”, Mitre responde que tal vez, pero que él no puede ni pretende prever los “efectos colaterales” de su obra. Da la bienvenida a esos efectos, pero prescinde de ellos y prefiere dejar que otros los comenten, incluso cuando sus alcances, amplificados por el streaming, llegaron a ser mundiales.
—No era imposible imaginar que la película iba a causar interés internacional. El juicio es muy valorado en el mundo, eh, Moreno Ocampo nos lo decía todo el tiempo. Y además mis películas se vieron mucho afuera.
Desde Relatos salvajes, de Damián Szifron, en 2014, que una película argentina no ganaba tanta audiencia ni tantos premios fuera del país.
—La película entró en una…, no sabría cómo decirlo…, cuando los españoles la vieron por primera vez, hablaron de envidia. De por qué Argentina pudo hacer el Juicio a las Juntas y España vivió su transición sin juzgar. En otros lugares entró por la rendija del temor a los movimientos autoritarios de derecha. Se fue metiendo en las realidades de otros países que la vieron desde ese lado: una preocupación por la democracia como sistema, o algo así.
Argentina, 1985 es la octava candidata argentina al Oscar, un premio que solo obtuvieron La historia oficial, de Luis Puenzo, en 1986, y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, en 2010.
—¿Cuánto te importa ganarlo?
—Ehhh, me gustaría, por supuesto. Pero bueno, la película ya hizo muchísimo. Obvio que voy a ir con la esperanza de que nos den el premio. Pero si no —dice Mitre, con la misma chispa indolente con la que dijo todo lo demás—, voy a estar triste por veinte segundos.
Argentina, 1985 ha ganado un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián. Santiago Mitre es el cineasta latinoamericano del momento. La cinta superó el millón de espectadores en los cines de su país y generó tal expectativa que se formaron largas filas, con padres que llevaban a sus hijos como si fuera una especie de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, artistas, personajes de la farándula. Nadie se quedó sin opinar. Este filme sobre el Juicio a las Juntas Militares, hito de la democracia argentina, está nominado al Oscar. ¿Quién es el director detrás de esta obra disruptiva dentro del cine de América Latina?
Un día de 2016, el cineasta argentino Santiago Mitre recibe el mensaje de WhatsApp de un amigo: “Santiago, vos tenés que hacer una película sobre el Juicio a las Juntas”. Mitre, que entonces tiene 35 años, ya dirigió El estudiante y La patota y pronto escribirá La cordillera, tres películas que, bajo premisas diferentes, tratan sobre lo mismo: la política, las instituciones, el choque entre ideales y praxis. Su amigo, un analista político, siempre le dice que lo cree el único director de la Argentina con el oído afinado como para reproducir de manera verosímil los diálogos del poder.
El Juicio a las Juntas Militares, un proceso que se llevó a cabo en 1985, en el que se condenó a la cárcel a los comandantes de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983, es un hito decisivo de la democracia argentina y un episodio singular a nivel mundial, en el que los responsables de miles de asesinatos y desapariciones de opositores políticos fueron sometidos a la justicia civil cuando aún eran peligrosos.
“Es un ideón”, le responde Mitre a su amigo. Y así, con ese chat escueto y pedestre, empieza una historia.
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Es febrero de 2023 y Santiago Mitre no para de viajar. En los últimos cinco meses, Argentina, 1985, su película sobre el Juicio a las Juntas, estrenada en 2022, ganó un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián, entre otros festivales. Ahora está nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera. Competirá, entre otras, con la multipremiada Sin novedad en el frente, de Alemania. Mitre pasa los días asistiendo a funciones especiales en distintos países y cumpliendo con campañas de prensa internacional. Acaba de volver a Buenos Aires desde Londres y en un par de días viajará a Los Ángeles para emprender una gira de varias semanas que terminará después de la entrega de los Oscar, el 12 de marzo.
—La vida se pone un poco monotemática —dice en una videollamada—, pero qué sé yo. No me quejo mucho porque es algo divertido que seguramente no vuelva a pasarme.
Durante la entrevista repetirá varias veces “qué sé yo” y otras muletillas del tipo “no sé”, “andá a saber”, “no sabría cómo decirlo”, como si dudara de la conveniencia de sus respuestas y les restara importancia, un efecto que se refuerza por una risita cargada de ironía con aire distante. “Santiago es un poco desconfiado”, dirá, más tarde, Axel Kuschevatzky, coproductor de tres de las cinco películas que ha dirigido Mitre. “Santiago es un poco tímido”, dirá, más tarde, Mariano Llinás, coguionista de las cinco.
La imagen de Mitre a través de la pantalla de su computadora es la de un hombre informal: despeinado, con la barba un poco crecida, con una musculosa blanca que deja a la vista un par de tatuajes; fuma cigarrillos mientras habla, toma mate, llama amistosamente “boludo” a su interlocutor como si lo conociera desde siempre. De fondo se ven unas banderitas argentinas de cotillón, colgadas en la pared desde la final del Mundial de fútbol. “Estoy en la casa de mi novia”, aclara Mitre, de 42 años, en alusión a su pareja, la actriz argentina Dolores Fonzi.
—¿Se vuelve medio automático esto de viajar y dar entrevistas todo el tiempo?
—Sí, pero para mí, cuanto más previsibles son las preguntas, mejor, porque me complica un poco el inglés. Entonces ya tengo un formato de respuesta, y cuando me sacan de eso, me cuesta más.
Más allá del idioma, a Mitre tampoco le interesa demasiado comentar sus películas.
—Una vez estrenadas tienen vida propia. Me gusta que se hable de ellas, pero no me meto ni en pedo. No me gusta. Como director ya hice la película, que dice lo que dice. Y lo que no dice no pudo decirlo. Qué sé yo.
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El apellido Mitre también pertenece a una de las familias más poderosas de Argentina, descendiente del expresidente Bartolomé Mitre y propietaria del centenario diario La Nación, pero Santiago Mitre no tiene lazos sanguíneos con ellos.
—No se sabe muy bien la historia de mi apellido. Suponemos que fue una modificación de la aduana cuando mi abuelo llegó al país, que venía de la ciudad siria de Homs, ahora destruida por la guerra. Una vez, mis tías viajaron allá para rastrear cuál era el apellido original, pero no encontraron nada.
Lo que sí puede rastrearse en su árbol genealógico es la política. Su bisabuelo materno fue diputado y ministro de Agricultura del gobierno de Hipólito Yrigoyen en los años veinte. Su abuelo materno fue secretario parlamentario de Juan Domingo Perón y embajador ante las Naciones Unidas en los años cuarenta. Su padre, el abogado y militante peronista Ricardo “El Turco” Mitre, fue secretario administrativo del Senado y funcionario en organismos internacionales en los años 2000.
—Los de esta generación, mis hermanos y mis primos, nunca nos dedicamos a la política, pero es el tema que más nos interesa. Cuando hay reunión familiar no se habla de fútbol o de música, se habla de política.
Su madre, hija de una familia de pequeños terratenientes de la provincia de Córdoba, socióloga, funcionaria judicial especialista en minoridad y género, conoció a Ricardo Mitre militando en el peronismo revolucionario en los setenta. Se casaron y tuvieron dos hijos y una hija. El del medio, Santiago, nació en plena dictadura, en 1980, por lo que no tiene recuerdos del Juicio a las Juntas.
—Pero si vamos a la historia familiar, la lucha por los derechos humanos siempre estuvo en mi ADN. Mis viejos son muy peronistas. Yo crecí en los noventa, con un peronismo distinto en el gobierno, entonces ellos eran peronistas opositores al peronismo en el poder.
Mientras trabajaba como abogado, su padre asesoraba a un viejo amigo y compañero de militancia, Carlos “Chacho” Álvarez, dirigente del peronismo enfrentado al gobierno peronista y neoliberal de Carlos Menem. La política organizaba la cotidianeidad y la sociabilidad de la familia. A Santiago Mitre, sin embargo, el poder siempre le interesó desde afuera.
—Yo nunca milité, tenía una especie de vocación un poco más ligada al arte. Muy tempranito me di cuenta de que lo que me gustaba era escribir. No sé, me puse a escribir de pendejo.
Hoy dice ser un “escritor que dirige”, capaz de escribir guiones para otros directores pero no de dirigir películas sin haberlas guionado.
—La escritura me llegó antes que el cine. El teatro también. En el secundario iba a un taller de poesía, clases de actuación…, mis intereses eran bastante amplios. Pero sí me volví cinéfilo muy rápido. A los trece años ya veía compulsivamente películas, iba a ciclos de cine, me compraba revistas especializadas como El Amante.
Se remite a una “anecdotita fundacional” que ya contó en otras entrevistas: una vez, una maestra de séptimo grado encargó un trabajo sobre el rey Carlos V en formato audiovisual. Él y sus compañeros filmaron unas escenas en una casona medio abandonada cerca del colegio. Era el auge de las VHS compactas, hogareñas. Ese día Santiago Mitre usó por primera vez una cámara de video.
—Yo pensaba que las películas las hacían los actores, pero ahí tomé conciencia de que había alguien que decidía cómo se movían las imágenes. Después volví a casa entusiasmado y pregunté, y mis viejos me hablaron de la figura del director de cine.
—¿A tus padres les gustaba el cine?
—Sí, no eran fanáticos, pero sí gente interesada en la cultura, entonces conocían a Bergman, Rossellini, Scola. Un cine muy típico de cierto sector social de la época. Clase media universitaria.
En 1999, la vida política de su padre dio un salto grande. Chacho Álvarez, recién electo como vicepresidente, lo convocó para ser su mano derecha en el nuevo gobierno de coalición, con el radical Fernando de la Rúa como presidente. Un año después, en medio de una grave crisis social, Álvarez renunció tras denunciar un escándalo de sobornos en el Senado, donde Ricardo Mitre se había hecho conocido entre sus colegas como un funcionario de bajísimo perfil, aunque implacable en el control de las costumbres prebendarias de los legisladores.
—Mi viejo entiende de los temas que trabajo en las películas, así que participa mucho. Y mi vieja, lo mismo. Tengo una relación muy cercana con los dos, les respeto sus puntos de vista sobre la política, la sociedad, el arte. Hablamos de las cosas, leen los guiones, me dan opinión.
A fines de los noventa, mientras su padre navegaba la política nacional, Mitre terminó el secundario en un colegio público de San Isidro, una localidad de familias pudientes en el norte del Gran Buenos Aires, y optó por anotarse en la carrera de cine. Intentó ingresar a la facultad estatal, dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), pero lo rechazaron. Eligió entonces una privada, la Universidad del Cine, semillero de una camada de cineastas un poco mayores que él que ya habían conformado el llamado Nuevo Cine Argentino, donde lo becaron a cambio de que trabajara como ayudante de cátedra.
—Es rarísimo contar esto, pero yo iba a estudiar biología. Hasta que a último momento volví a la idea del cine, porque me di cuenta de que lo que me gustaba de la biología tenía que ver con la observación. No tanto el conocimiento científico, sino algo más parecido a los documentales de National Geographic.
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El cineasta Mariano Llinás conoce a Santiago Mitre desde el año 2000, cuando lo tuvo como alumno en la facultad. Mitre era cinco años más joven y empezaron a trabajar juntos cuando Llinás, una suerte de padrino del cine independiente argentino, convocó a cuatro exalumnos de la Universidad del Cine, entre ellos Mitre, para que codirigieran una película debut filmada con presupuesto de guerra. Después de esa experiencia, Mitre escribiría todas sus películas a cuatro manos con Llinás.
—Santiago tiene una obsesión con la política como género cinematográfico —dice Llinás— y mucho olfato para encontrar objetos que le abren el territorio de la política al cine. A mí siempre me impresionó su eficacia. Es un cineasta extremadamente decidido para avanzar: uno como los viejos cineastas de la época clásica. Un director que no da vueltas. Que encuentra películas y que las hace.
“Desconfío de las ideas como origen de los proyectos —dijo Mitre alguna vez—. Las ideas sirven para empezar a pensar y trabajar, pero después lo que importa es construir algo”. Esa pulsión por concretar, por no gastar tiempo en devaneos mentales, por llevar las cosas a la práctica explica que Santiago Mitre, un director del circuito independiente con una filmografía de culto, creyera posible transformar una sugerencia por chat de un amigo en el proyecto cinematográfico argentino más ambicioso de la última década.
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—A Santiago le interesan los palacios —dice el analista político Martín Rodríguez, el amigo de Mitre que le dio la idea de una película sobre el Juicio a las Juntas y que lo asistió en la investigación histórica para Argentina, 1985—. Se mete en un tribunal, un avión presidencial, un claustro universitario, una comisaría: lugares donde se corta el bacalao. En general, el cine político argentino, sobre todo a partir de los ochenta, era muy flojo, con problemas para romper lugares comunes. Pero Santiago trabaja sobre zonas grises, con personajes menos épicos y más dilemáticos.
—¿Cómo es Mitre cuando habla de política?
—Santiago es un oído. No se pone a hacer análisis político. Tiene la prudencia de las personas altas —Mitre mide casi dos metros—, que no se sienten necesitadas de llamar la atención. Él escucha y después canta lo que hay que cantar.
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En 2011, cuando se propuso filmar su primera película propia, Santiago Mitre se ganaba la vida escribiendo para otros directores. Éxitos como Leonera y Carancho, de Pablo Trapero, lo tenían como coautor. El guion era un oficio que manejaba, y quería averiguar si también podía dirigir.
—El estudiante empezó medio como un chiste, un ejercicio para ver si yo era capaz de filmar. Había escrito un guion de punta a punta y había encontrado a Esteban Lamothe, que me parecía un actor hipnótico.
Hizo lo que casi cualquier director argentino hace para filmar su primer largometraje: pidió financiamiento al INCAA. Una vez más, igual que cuando no lo habían aceptado en la facultad pública, el Estado lo rechazó. Pero Mitre ya había decidido filmar y desistir no es su estilo. Creó su propia productora, La Unión de los Ríos —el mismo nombre del paraje cordobés donde su familia materna tiene algunas hectáreas, algunos caballos y una casa de descanso entre las sierras a la que Mitre viaja seguido—, y consiguió el dinero: bastante menos que un subsidio estatal, pero suficiente para rodar una película con un grupo de amigos, filmando solo los fines de semana y con equipos de video y sonido prestados por su exfacultad y por directores amigos.
—Iba con una cámara a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y filmaba en asambleas, reuniones, pasillos, cosas que después usaba para construir las escenas de la ficción. A veces tomaba elementos directos y otras veces simplemente tonos, colores, maneras en que se mueven los personajes.
Con apenas eso, Mitre hizo una película que dinamitó un relato cinematográfico que por décadas había mostrado, casi siempre, personajes políticos impolutos o perversos, heroicos o viles. El protagonista de El estudiante, Roque Espinosa, un joven del interior de la provincia de Buenos Aires que llega a la deriva a la capital y que, para conquistar a una chica, empieza a militar en una agrupación de la UBA, no tiene ideología, no es bueno ni malo: simplemente descubre que es hábil para la política, se aferra a eso y trepa hacia arriba, y en el ascenso Mitre muestra los negociados, los pactos, las traiciones de la política estudiantil con una desaprensión disruptiva para el cine político argentino.
—Más tarde me di cuenta de que podía ocupar ese espacio como director: trabajar temas políticos desde la ficción y de una forma distinta a lo que se entendía antes por cine político—dice Mitre, y con “antes” se refiere al cine político clásico y nacional, de directores como Pino Solanas o Raymundo Gleyzer—, que se hacía desde una perspectiva militante, en la que lo político configuraba lo cinematográfico.
“A medio camino entre la alegoría y el documental, Mitre observa a sus personajes de forma desapasionada, casi inexpresiva”, escribió la crítica estadounidense Rachel Saltz en The New York Times, mientras El estudiante batía récords de público en el cine independiente y se afirmaba como la película argentina del año, favorita de críticos e intelectuales. “Los convierte en poco más que especímenes bajo la lupa”.
Once años después de El estudiante, Mitre acaba de subvertir otra vez la forma de narrar ciertas cosas con Argentina, 1985, una película sobre el terrorismo de Estado en su país que, a diferencia de cualquier otra, no tiene una sola línea de diálogo solemne. El proyecto sobre el Juicio a las Juntas empezó a materializarse en 2017, cuando Mitre le llevó la idea al productor Axel Kuschevatzky, quien consiguió los fondos para empezar.
—El primer borrador de pocas páginas que me trajeron tenía una estructura tramposa —recuerda Kuschevatzky, quien ya había coproducido dos películas de Mitre, La patota y La cordillera, además de megaproyectos nacionales como El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar, y Relatos salvajes, la película argentina más taquillera—. Cambios de puntos de vista, saltos en el tiempo, truquitos que Mitre y Llinás ya habían usado en otras películas. Le dije: “Santi, esto no funciona. Hagamos una película recontraclásica en su construcción narrativa, con vocación masiva e inteligente”. Sin complejos, con total pragmatismo, Mitre absorbió una idea ajena que le pareció mejor que la suya.
—Al principio un poco puteamos —dice ahora—, pero al ratito nos dimos cuenta de que Kuschevatzky tenía razón. Habíamos armado una estructura coral donde se perdía mucho de los personajes principales. Así que abandonamos todo y nos pusimos a investigar un rato largo sobre el Juicio a las Juntas.
Durante dos años de “aproximación documental al guion”, Mitre no solo rastrilló 540 horas de las filmaciones originales del juicio, con unos ochocientos testimonios que demostraron que el Estado argentino había creado centros clandestinos de detención para asesinar y desaparecer a militantes políticos, sino que entrevistó a los exmiembros del equipo de la fiscalía que había mandado a la cárcel a los excomandantes, en la época integrado por un grupo de jóvenes inexpertos y audaces con un promedio de edad de veinte años.
—Todos sonreían cuando nos hablaban del juicio. Nos contaban anécdotas graciosas, había una suerte de optimismo. La clave estaba ahí: no era solo hablar de la dictadura, con toda la crudeza y la crueldad, sino también de un hecho fundacional de la democracia, que todos recordaban como un buen momento. Así que apareció la pregunta: “¿Podemos contar esta historia de un modo más irreverente?”.
En la película, ese registro queda definido desde la primera escena, cuando el fiscal del Juicio a las Juntas, Julio César Strassera, tiene un ataque de celos de la pareja de su hija adolescente y manda a su hijo menor a perseguirla por la calle y vigilarla, bajo el pretexto de que el noviecito podría ser un agente de inteligencia con lazos militares que quiere infiltrarse en la familia.
—El cine argentino nunca había apelado al humor para hablar de la dictadura.
—No fue algo decidido de antemano. El optimismo de la película se nutrió de la investigación y de dejarnos llevar por la escritura. Teníamos en la cabeza las películas de Frank Capra o John Ford, que trabajan temas históricos sabiendo que, sea cual sea el contexto, las personas son personas y se cagan de risa de cosas.
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Desde el principio, Santiago Mitre concibió Argentina, 1985 con Ricardo Darín, el gran actor nacional —con quien ya había trabajado en La cordillera—, en el papel protagónico de Strassera, el hombre que lideró la acusación contra los militares y que terminó su alegato con una frase histórica: “Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
—Cuando Santiago me preguntó si me gustaría hacer de Strassera, yo le dije: “¡Guaaau!” —dice Darín, quien además se sumó al proyecto como coproductor—. Santiago venera el trabajo actoral, pertenece a esa casta no muy poblada de directores que aman a los actores. Y como actor eso te libera para probar cosas que tal vez no tenías pensadas.
Mitre trabajó obsesivamente y durante meses en afinar el personaje de Strassera, el foco de la película, bajo la intuición de que, para obtener una versión realista, lo mejor sería que Darín, un actor consagrado que hasta entonces nunca había hecho un personaje histórico, no intentara imitar el tono del Strassera real, ya fallecido, un hombre de carácter particular, gruñón e hilarante en partes iguales.
—Mi vieja trabajó en el Poder Judicial desde los dieciocho años y conocía a Strassera —dice Mitre—. Me había hablado de él, yo sabía que era una especie de…, no sé cómo llamarlo…, personaje peculiar. Todos los que lo conocieron nos decían que vivía jodiendo y haciendo chistes. Incluso bromas medio incontables. Cuando empezamos a escribir apareció ese Strassera un poco loco, un poco peleado consigo mismo, que producía momentos cómicos en un contexto bastante trágico. Y nos entusiasmamos con eso, qué sé yo. Le metimos por ahí.
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Santiago Mitre y Dolores Fonzi dicen haberse enamorado mientras filmaban La patota, la segunda obra de Mitre, una adaptación de una película de los sesenta en la que Fonzi representa a Paulina, una abogada rica y de izquierda de la capital que deja todo para dar clases como voluntaria en una escuela pobre de la selva misionera, donde permanece incluso después de ser violada por una banda del barrio, a cuyos miembros decide proteger de la policía por motivos que la película no explica, porque Paulina, al igual que Roque en El estudiante, es eso: un personaje que no teoriza, que acciona.
Estrenada en 2015, La patota arrasó en Cannes, San Sebastián y otras ciudades con alfombras rojas a las que Mitre, por entonces divorciado, y Fonzi, por entonces divorciada del actor mexicano Gael García Bernal y con un hijo y una hija, viajaron en plan de romance privado, y a las que regresarían juntos tiempo después, ya como pareja oficial, para presentar otras películas de Mitre. Ahora, en 2023, Dolores Fonzi está por debutar como directora con Blondi, una película que, según dice, “no hubiera existido sin Santiago”.
—Yo tenía el guion en el cajón de la mesa de luz, porque para mí haberlo escrito ya era un logro y realizar la película me parecía algo superior. Y Santiago me decía: “Los guiones se escriben para hacerse”. Para él es muy importante el “hacer”. Santiago hace sin parar.
—Mariano Llinás dijo lo mismo, y también dijo que Mitre es un poco tímido.
—No sé si “tímido” es la palabra. Más bien diría que es educado y cortés, y puede ser simpático y divertido, pero no pierde energía en caerle bien a la gente.
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Además de las productoras de Mitre, Darín y Kuschevatzky, Argentina, 1985 involucró a la argentina Victoria Alonso, presidenta de producción de Marvel, y a otro gigante como Amazon para la distribución en más de 240 países. Al negociar el contrato, Mitre impuso que el tiempo del rodaje, en pleno rebrote de covid-19, durara por lo menos dos meses y medio, según contó orgullosamente en un par de entrevistas: “Amazon será una empresa grande, pero no te regala la plata”.
—Santiago es un director independiente incluso cuando trabaja con grandes empresas —dice Kuschevatzky—. Ejerce una identidad muy fuerte sobre los proyectos, no es un cineasta contratado al que le decís lo que hacer. Y está bastante despegado del sistema. A su primera película no le dieron fondos públicos, y a la última tampoco porque no los fue a buscar. Tiene una hoja de ruta propia. Es un director difícil de encuadrar en el panorama del cine argentino.
Aunque eso no le impide, por ejemplo, asociarse con las productoras que dominan el mercado, ni que su actor fetiche sea alguien tan popular como Ricardo Darín, protagonista de cuatro películas nominadas al Oscar, a quien Mitre dice que “ama” cada vez que puede y a quien dirigió por primera vez en 2017, en La cordillera, su primera película con producción y montaje de gran calado, un thriller político sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos en la que Darín encarna al inescrutable mandatario argentino Hernán Blanco. Su hija, interpretada por Dolores Fonzi, tiene visiones sobre el pasado familiar que introducen a la película en un territorio fáustico y extraño.
—Siempre leí literatura fantástica argentina, y aunque la película no era exactamente eso, sí jugaba a esconder elementos fantásticos en una historia que no lo parecía, a mutar en su propio eje hacia algo más inquietante —dice Mitre, quien para La cordillera contó con el consejo de su padre, exfuncionario del Mercosur y habitué de cumbres presidenciales—. Con Llinás quisimos entrar al cine mainstream con algo que fuera, no sé, un caballo de Troya.
Una vez adentro de la industria, apuntó tan alto como pudo: su siguiente película iba a ser una ficción sobre el juicio más épico y trascendente de la historia argentina. Igual que en La cordillera, imaginó al personaje principal de Argentina, 1985 pensando en Darín, a quien para entonces ya consideraba su amigo. Planificó filmar en la sala de audiencias original del Juicio a las Juntas, conservada idéntica a 1985 (suele tener esa preferencia: rodar en locaciones reales, como la UBA, la Casa Rosada, el avión presidencial Tango 01 o la ex-Cámara Federal de Apelaciones). Mientras editaba La cordillera, comenzó a escribir el primer borrador de Argentina, 1985 (suele tener esa compulsión: empezar un proyecto antes de terminar otro).
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—Desde que vimos las grabaciones originales del juicio supimos que el testimonio de Adriana Calvo nos iba a organizar mucho la película. Porque el testimonio de Adriana Calvo era asesino, boludo. Era asesino.
Adriana Calvo de Laborde, primera sobreviviente de un centro clandestino que declaró en el juicio, narró minuciosamente las vejaciones por las que había pasado, incluido el día en que sus secuestradores la hicieron parir a su hija en un patrullero y más tarde la obligaron a baldear su propia placenta. Su declaración cambió la sensación térmica del proceso, que desde entonces empezó a ponerse gris para los comandantes.
Con el personaje de Calvo, Mitre aplicó la misma fórmula que con Strassera: no imitar a la persona real, sino dejar que la actriz, Laura Paredes, le imprimiera su propia forma de hablar a las escenas. “Con Santiago probamos imitarle ese tono que Adriana tiene tan particular —contó Paredes al diario La Voz del Interior—, pero no funcionaba. Generaba un artificio no deseado y también generaba distancia. Así que decidimos acercarla a mi tono”. En su primera película basada en hechos históricos, Mitre logró personajes de una veracidad inusual para el género, y lo hizo eximiendo a la ficción de calcar la realidad en los pequeños detalles. En el cuadro general, en cambio, la reproducción del juicio era una copia perfecta y fantasmática de 1985. Paredes actuó de Calvo sentada en el mismo estrado, en la misma sala, vistiendo la misma ropa, repitiendo textualmente el mismo testimonio abrasivo. Actores, técnicos, extras: todos lagrimeaban durante las tomas. Una gran catarsis colectiva, dirigida sin concesiones por Santiago Mitre. “Esta película fue muy exigente técnicamente —recordó Paredes—. Tuve que repetir el testimonio muchísimas veces. Con distintas puestas de cámara, tratando de llegar a la misma efectividad en todas las tomas. Santiago es un director muy cariñoso, pero tuve que volverme una máquina capaz de hacer llorar al espectador”.
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Hay una anécdota que el fiscal adjunto del juicio, Luis Moreno Ocampo, contó mil veces durante más de treinta años sin que nadie le prestara demasiada atención. Nadie excepto Santiago Mitre. En 1985, después del testimonio de Adriana Calvo, la madre de Moreno Ocampo, una mujer de familia militar que iba a misa con el general Jorge Videla y que le tenía afecto al exdictador, llamó a su hijo y le dijo: “Estuve leyendo el testimonio de Calvo de Laborde. Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”.
—Mitre agarró la anécdota de mi madre y la usó como un instrumento para mostrar el contexto social: lo que le pasaba a toda la Argentina con el juicio —dice Moreno Ocampo, en la película representado por el actor Peter Lanzani—. Cuando conversamos, a él le interesaba mucho ese punto de quiebre en el que nosotros habíamos empezado a ganar la pelea frente a la sociedad.
En 2020, Moreno Ocampo, quien además se desempeñó como fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, se mudó a Los Ángeles para tomar cursos en la Escuela de Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de California, una de las mejores escuelas de cine del mundo.
—Quería entender cómo las películas definen las narrativas sobre crimen, guerra y justicia. Aprendí que la palabra “holocausto” no la crearon los Juicios de Núremberg en 1945, sino la película sobre los juicios en 1961. Los casos judiciales se ganan ante los jueces, pero luego viene una guerra por la comunicación que se pelea todos los días. Y ahora Santiago Mitre es el campeón de esa guerra. No sé por cuánto tiempo, pero ahora la ganó.
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Festival Internacional de Cine de Venecia, septiembre de 2022. Argentina, 1985 se proyecta por primera vez en una sala con público. Julio César Strassera pronuncia su alegato final: ocho minutos y siete segundos de Ricardo Darín enunciando con dicción quirúrgica los crímenes horrorosos de la dictadura, alternando la mirada entre los jueces, la hoja con su discurso y los asesinos en el banquillo, frente a una sala repleta y estremecida. Cuando el fiscal termina de hablar, “Señores jueces: ‘Nunca más’”, el público en Venecia se levanta de las butacas y libera una ovación. Los espectadores lloran o ríen o las dos cosas. Por un instante, Santiago Mitre se fastidia, siente que algo falló. “La puta madre, ¿qué pasa?”, piensa. El aplauso del público impide percibir que, durante los diez segundos posteriores al alegato, la película se ha quedado en silencio. “Saquemos el sonido acá y te quedás con un Strassera aturdido, que no entiende lo que acaba de suceder”, le había pedido Mitre al montajista. Pero ahora, en Venecia, la ovación tapa al truco, que contenía un mensaje: Strassera no es un héroe, es un tipo común que a duras penas asimila lo que le pasa. Enseguida, Mitre se consuela: “Bueno, por ahí era obvio que la sordina era al pedo, que la gente quería aplaudir ese discurso”.
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Tres meses antes de Argentina, 1985, Santiago Mitre estrenó Pequeña flor, una película filmada en Francia, con coproducción francesa y en francés, que empieza como una comedia romántica costumbrista y se transforma en un laberinto narrativo dentro del género negro y fantástico. Pequeña flor, el regreso de Mitre al cine después de cinco años, su película con menos público, filmada en paralelo a la investigación sobre el Juicio a las Juntas, no tenía absolutamente nada que ver con la línea temática del resto de su filmografía.
“Me voy guiando por intuición —dijo después del estreno—. Aparece algo que me gusta y lo quiero hacer. Por más que mis obras muestren algo político y social en común, no tengo una planificación demasiado concreta sobre lo que quiero hacer como director”.
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Festival Internacional de Cine de San Sebastián, septiembre de 2022. Santiago Mitre llega a la apertura de la 70.ª edición. Argentina, 1985 aún no se ha estrenado en cines y hasta ahora solo se ha proyectado en Venecia. Mitre baja de un auto con barbijo, auriculares y anteojos de sol y camina hacia la puerta del salón, donde esperan los fotógrafos. Se saca el barbijo y los auriculares y gesticula como diciendo: “Si no queda otra…”. Posa tres segundos, serio, con los pies muy juntos y los labios muy pegados. Recibe los flashes y dice a los fotógrafos: “No saben quién soy, igual. ¡Hola!”. Saluda con una mano, sonríe cordialmente y entra al salón.
Una semana después, Argentina, 1985 gana el Premio del Público en San Sebastián. Mitre ya lo había sentido en Venecia, donde la sala aplaudió la película durante nueve minutos, y lo comprobará pronto en otros festivales internacionales: hay algo en Argentina, 1985 que va más allá de Argentina y más allá de 1985. Hay una fibra universal, cosas enormes como la democracia, la justicia, el derecho a la dignidad humana. Cosas que podrían haber resultado pedagógicas y previsibles, si el director no hubiera sido Santiago Mitre.
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—Hay un versito que digo siempre —dice Mitre, otra vez anticipando una de esas fórmulas que repite en distintas entrevistas— y me parece bien: cuando uno hace películas de temas políticos e interviene en la realidad de una manera tan directa, lo mejor que puede pasar es que el público no solo debata la película, sino también el tema que se desprende de la película.
Argentina, 1985 superó el millón de espectadores en un mes en los cines argentinos, incluso al margen de las grandes cadenas que la dejaron fuera de su programación porque consideraron insuficiente el tiempo en cartel que les ofrecía Amazon antes de estrenarla en su plataforma. Se formaron largas filas en las avenidas, con padres que llevaban a sus hijos al cine, como si ver la película fuera una especie de ejercicio de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, militantes de derechos humanos, artistas, personajes de la farándula: nadie se quedó sin opinar. Si el presidente radical Raúl Alfonsín salía bien o mal parado, si el peronismo salía bien o mal parado, si Julio Strassera salía bien o mal parado, si Mitre salía bien o mal parado.
Se destacó infinitas veces el sentido de la oportunidad de Mitre para hacer una película sobre el Juicio a las Juntas en un contexto mundial de democracia en crisis y en un contexto argentino en el que miles de jóvenes no saben casi nada sobre la última dictadura. Cuando le preguntan si cree que Argentina, 1985 es una película “necesaria”, Mitre responde que tal vez, pero que él no puede ni pretende prever los “efectos colaterales” de su obra. Da la bienvenida a esos efectos, pero prescinde de ellos y prefiere dejar que otros los comenten, incluso cuando sus alcances, amplificados por el streaming, llegaron a ser mundiales.
—No era imposible imaginar que la película iba a causar interés internacional. El juicio es muy valorado en el mundo, eh, Moreno Ocampo nos lo decía todo el tiempo. Y además mis películas se vieron mucho afuera.
Desde Relatos salvajes, de Damián Szifron, en 2014, que una película argentina no ganaba tanta audiencia ni tantos premios fuera del país.
—La película entró en una…, no sabría cómo decirlo…, cuando los españoles la vieron por primera vez, hablaron de envidia. De por qué Argentina pudo hacer el Juicio a las Juntas y España vivió su transición sin juzgar. En otros lugares entró por la rendija del temor a los movimientos autoritarios de derecha. Se fue metiendo en las realidades de otros países que la vieron desde ese lado: una preocupación por la democracia como sistema, o algo así.
Argentina, 1985 es la octava candidata argentina al Oscar, un premio que solo obtuvieron La historia oficial, de Luis Puenzo, en 1986, y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, en 2010.
—¿Cuánto te importa ganarlo?
—Ehhh, me gustaría, por supuesto. Pero bueno, la película ya hizo muchísimo. Obvio que voy a ir con la esperanza de que nos den el premio. Pero si no —dice Mitre, con la misma chispa indolente con la que dijo todo lo demás—, voy a estar triste por veinte segundos.
Argentina, 1985, Santiago Mitre (2022).
Argentina, 1985 ha ganado un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián. Santiago Mitre es el cineasta latinoamericano del momento. La cinta superó el millón de espectadores en los cines de su país y generó tal expectativa que se formaron largas filas, con padres que llevaban a sus hijos como si fuera una especie de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, artistas, personajes de la farándula. Nadie se quedó sin opinar. Este filme sobre el Juicio a las Juntas Militares, hito de la democracia argentina, está nominado al Oscar. ¿Quién es el director detrás de esta obra disruptiva dentro del cine de América Latina?
Un día de 2016, el cineasta argentino Santiago Mitre recibe el mensaje de WhatsApp de un amigo: “Santiago, vos tenés que hacer una película sobre el Juicio a las Juntas”. Mitre, que entonces tiene 35 años, ya dirigió El estudiante y La patota y pronto escribirá La cordillera, tres películas que, bajo premisas diferentes, tratan sobre lo mismo: la política, las instituciones, el choque entre ideales y praxis. Su amigo, un analista político, siempre le dice que lo cree el único director de la Argentina con el oído afinado como para reproducir de manera verosímil los diálogos del poder.
El Juicio a las Juntas Militares, un proceso que se llevó a cabo en 1985, en el que se condenó a la cárcel a los comandantes de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983, es un hito decisivo de la democracia argentina y un episodio singular a nivel mundial, en el que los responsables de miles de asesinatos y desapariciones de opositores políticos fueron sometidos a la justicia civil cuando aún eran peligrosos.
“Es un ideón”, le responde Mitre a su amigo. Y así, con ese chat escueto y pedestre, empieza una historia.
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Es febrero de 2023 y Santiago Mitre no para de viajar. En los últimos cinco meses, Argentina, 1985, su película sobre el Juicio a las Juntas, estrenada en 2022, ganó un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián, entre otros festivales. Ahora está nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera. Competirá, entre otras, con la multipremiada Sin novedad en el frente, de Alemania. Mitre pasa los días asistiendo a funciones especiales en distintos países y cumpliendo con campañas de prensa internacional. Acaba de volver a Buenos Aires desde Londres y en un par de días viajará a Los Ángeles para emprender una gira de varias semanas que terminará después de la entrega de los Oscar, el 12 de marzo.
—La vida se pone un poco monotemática —dice en una videollamada—, pero qué sé yo. No me quejo mucho porque es algo divertido que seguramente no vuelva a pasarme.
Durante la entrevista repetirá varias veces “qué sé yo” y otras muletillas del tipo “no sé”, “andá a saber”, “no sabría cómo decirlo”, como si dudara de la conveniencia de sus respuestas y les restara importancia, un efecto que se refuerza por una risita cargada de ironía con aire distante. “Santiago es un poco desconfiado”, dirá, más tarde, Axel Kuschevatzky, coproductor de tres de las cinco películas que ha dirigido Mitre. “Santiago es un poco tímido”, dirá, más tarde, Mariano Llinás, coguionista de las cinco.
La imagen de Mitre a través de la pantalla de su computadora es la de un hombre informal: despeinado, con la barba un poco crecida, con una musculosa blanca que deja a la vista un par de tatuajes; fuma cigarrillos mientras habla, toma mate, llama amistosamente “boludo” a su interlocutor como si lo conociera desde siempre. De fondo se ven unas banderitas argentinas de cotillón, colgadas en la pared desde la final del Mundial de fútbol. “Estoy en la casa de mi novia”, aclara Mitre, de 42 años, en alusión a su pareja, la actriz argentina Dolores Fonzi.
—¿Se vuelve medio automático esto de viajar y dar entrevistas todo el tiempo?
—Sí, pero para mí, cuanto más previsibles son las preguntas, mejor, porque me complica un poco el inglés. Entonces ya tengo un formato de respuesta, y cuando me sacan de eso, me cuesta más.
Más allá del idioma, a Mitre tampoco le interesa demasiado comentar sus películas.
—Una vez estrenadas tienen vida propia. Me gusta que se hable de ellas, pero no me meto ni en pedo. No me gusta. Como director ya hice la película, que dice lo que dice. Y lo que no dice no pudo decirlo. Qué sé yo.
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El apellido Mitre también pertenece a una de las familias más poderosas de Argentina, descendiente del expresidente Bartolomé Mitre y propietaria del centenario diario La Nación, pero Santiago Mitre no tiene lazos sanguíneos con ellos.
—No se sabe muy bien la historia de mi apellido. Suponemos que fue una modificación de la aduana cuando mi abuelo llegó al país, que venía de la ciudad siria de Homs, ahora destruida por la guerra. Una vez, mis tías viajaron allá para rastrear cuál era el apellido original, pero no encontraron nada.
Lo que sí puede rastrearse en su árbol genealógico es la política. Su bisabuelo materno fue diputado y ministro de Agricultura del gobierno de Hipólito Yrigoyen en los años veinte. Su abuelo materno fue secretario parlamentario de Juan Domingo Perón y embajador ante las Naciones Unidas en los años cuarenta. Su padre, el abogado y militante peronista Ricardo “El Turco” Mitre, fue secretario administrativo del Senado y funcionario en organismos internacionales en los años 2000.
—Los de esta generación, mis hermanos y mis primos, nunca nos dedicamos a la política, pero es el tema que más nos interesa. Cuando hay reunión familiar no se habla de fútbol o de música, se habla de política.
Su madre, hija de una familia de pequeños terratenientes de la provincia de Córdoba, socióloga, funcionaria judicial especialista en minoridad y género, conoció a Ricardo Mitre militando en el peronismo revolucionario en los setenta. Se casaron y tuvieron dos hijos y una hija. El del medio, Santiago, nació en plena dictadura, en 1980, por lo que no tiene recuerdos del Juicio a las Juntas.
—Pero si vamos a la historia familiar, la lucha por los derechos humanos siempre estuvo en mi ADN. Mis viejos son muy peronistas. Yo crecí en los noventa, con un peronismo distinto en el gobierno, entonces ellos eran peronistas opositores al peronismo en el poder.
Mientras trabajaba como abogado, su padre asesoraba a un viejo amigo y compañero de militancia, Carlos “Chacho” Álvarez, dirigente del peronismo enfrentado al gobierno peronista y neoliberal de Carlos Menem. La política organizaba la cotidianeidad y la sociabilidad de la familia. A Santiago Mitre, sin embargo, el poder siempre le interesó desde afuera.
—Yo nunca milité, tenía una especie de vocación un poco más ligada al arte. Muy tempranito me di cuenta de que lo que me gustaba era escribir. No sé, me puse a escribir de pendejo.
Hoy dice ser un “escritor que dirige”, capaz de escribir guiones para otros directores pero no de dirigir películas sin haberlas guionado.
—La escritura me llegó antes que el cine. El teatro también. En el secundario iba a un taller de poesía, clases de actuación…, mis intereses eran bastante amplios. Pero sí me volví cinéfilo muy rápido. A los trece años ya veía compulsivamente películas, iba a ciclos de cine, me compraba revistas especializadas como El Amante.
Se remite a una “anecdotita fundacional” que ya contó en otras entrevistas: una vez, una maestra de séptimo grado encargó un trabajo sobre el rey Carlos V en formato audiovisual. Él y sus compañeros filmaron unas escenas en una casona medio abandonada cerca del colegio. Era el auge de las VHS compactas, hogareñas. Ese día Santiago Mitre usó por primera vez una cámara de video.
—Yo pensaba que las películas las hacían los actores, pero ahí tomé conciencia de que había alguien que decidía cómo se movían las imágenes. Después volví a casa entusiasmado y pregunté, y mis viejos me hablaron de la figura del director de cine.
—¿A tus padres les gustaba el cine?
—Sí, no eran fanáticos, pero sí gente interesada en la cultura, entonces conocían a Bergman, Rossellini, Scola. Un cine muy típico de cierto sector social de la época. Clase media universitaria.
En 1999, la vida política de su padre dio un salto grande. Chacho Álvarez, recién electo como vicepresidente, lo convocó para ser su mano derecha en el nuevo gobierno de coalición, con el radical Fernando de la Rúa como presidente. Un año después, en medio de una grave crisis social, Álvarez renunció tras denunciar un escándalo de sobornos en el Senado, donde Ricardo Mitre se había hecho conocido entre sus colegas como un funcionario de bajísimo perfil, aunque implacable en el control de las costumbres prebendarias de los legisladores.
—Mi viejo entiende de los temas que trabajo en las películas, así que participa mucho. Y mi vieja, lo mismo. Tengo una relación muy cercana con los dos, les respeto sus puntos de vista sobre la política, la sociedad, el arte. Hablamos de las cosas, leen los guiones, me dan opinión.
A fines de los noventa, mientras su padre navegaba la política nacional, Mitre terminó el secundario en un colegio público de San Isidro, una localidad de familias pudientes en el norte del Gran Buenos Aires, y optó por anotarse en la carrera de cine. Intentó ingresar a la facultad estatal, dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), pero lo rechazaron. Eligió entonces una privada, la Universidad del Cine, semillero de una camada de cineastas un poco mayores que él que ya habían conformado el llamado Nuevo Cine Argentino, donde lo becaron a cambio de que trabajara como ayudante de cátedra.
—Es rarísimo contar esto, pero yo iba a estudiar biología. Hasta que a último momento volví a la idea del cine, porque me di cuenta de que lo que me gustaba de la biología tenía que ver con la observación. No tanto el conocimiento científico, sino algo más parecido a los documentales de National Geographic.
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El cineasta Mariano Llinás conoce a Santiago Mitre desde el año 2000, cuando lo tuvo como alumno en la facultad. Mitre era cinco años más joven y empezaron a trabajar juntos cuando Llinás, una suerte de padrino del cine independiente argentino, convocó a cuatro exalumnos de la Universidad del Cine, entre ellos Mitre, para que codirigieran una película debut filmada con presupuesto de guerra. Después de esa experiencia, Mitre escribiría todas sus películas a cuatro manos con Llinás.
—Santiago tiene una obsesión con la política como género cinematográfico —dice Llinás— y mucho olfato para encontrar objetos que le abren el territorio de la política al cine. A mí siempre me impresionó su eficacia. Es un cineasta extremadamente decidido para avanzar: uno como los viejos cineastas de la época clásica. Un director que no da vueltas. Que encuentra películas y que las hace.
“Desconfío de las ideas como origen de los proyectos —dijo Mitre alguna vez—. Las ideas sirven para empezar a pensar y trabajar, pero después lo que importa es construir algo”. Esa pulsión por concretar, por no gastar tiempo en devaneos mentales, por llevar las cosas a la práctica explica que Santiago Mitre, un director del circuito independiente con una filmografía de culto, creyera posible transformar una sugerencia por chat de un amigo en el proyecto cinematográfico argentino más ambicioso de la última década.
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—A Santiago le interesan los palacios —dice el analista político Martín Rodríguez, el amigo de Mitre que le dio la idea de una película sobre el Juicio a las Juntas y que lo asistió en la investigación histórica para Argentina, 1985—. Se mete en un tribunal, un avión presidencial, un claustro universitario, una comisaría: lugares donde se corta el bacalao. En general, el cine político argentino, sobre todo a partir de los ochenta, era muy flojo, con problemas para romper lugares comunes. Pero Santiago trabaja sobre zonas grises, con personajes menos épicos y más dilemáticos.
—¿Cómo es Mitre cuando habla de política?
—Santiago es un oído. No se pone a hacer análisis político. Tiene la prudencia de las personas altas —Mitre mide casi dos metros—, que no se sienten necesitadas de llamar la atención. Él escucha y después canta lo que hay que cantar.
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En 2011, cuando se propuso filmar su primera película propia, Santiago Mitre se ganaba la vida escribiendo para otros directores. Éxitos como Leonera y Carancho, de Pablo Trapero, lo tenían como coautor. El guion era un oficio que manejaba, y quería averiguar si también podía dirigir.
—El estudiante empezó medio como un chiste, un ejercicio para ver si yo era capaz de filmar. Había escrito un guion de punta a punta y había encontrado a Esteban Lamothe, que me parecía un actor hipnótico.
Hizo lo que casi cualquier director argentino hace para filmar su primer largometraje: pidió financiamiento al INCAA. Una vez más, igual que cuando no lo habían aceptado en la facultad pública, el Estado lo rechazó. Pero Mitre ya había decidido filmar y desistir no es su estilo. Creó su propia productora, La Unión de los Ríos —el mismo nombre del paraje cordobés donde su familia materna tiene algunas hectáreas, algunos caballos y una casa de descanso entre las sierras a la que Mitre viaja seguido—, y consiguió el dinero: bastante menos que un subsidio estatal, pero suficiente para rodar una película con un grupo de amigos, filmando solo los fines de semana y con equipos de video y sonido prestados por su exfacultad y por directores amigos.
—Iba con una cámara a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y filmaba en asambleas, reuniones, pasillos, cosas que después usaba para construir las escenas de la ficción. A veces tomaba elementos directos y otras veces simplemente tonos, colores, maneras en que se mueven los personajes.
Con apenas eso, Mitre hizo una película que dinamitó un relato cinematográfico que por décadas había mostrado, casi siempre, personajes políticos impolutos o perversos, heroicos o viles. El protagonista de El estudiante, Roque Espinosa, un joven del interior de la provincia de Buenos Aires que llega a la deriva a la capital y que, para conquistar a una chica, empieza a militar en una agrupación de la UBA, no tiene ideología, no es bueno ni malo: simplemente descubre que es hábil para la política, se aferra a eso y trepa hacia arriba, y en el ascenso Mitre muestra los negociados, los pactos, las traiciones de la política estudiantil con una desaprensión disruptiva para el cine político argentino.
—Más tarde me di cuenta de que podía ocupar ese espacio como director: trabajar temas políticos desde la ficción y de una forma distinta a lo que se entendía antes por cine político—dice Mitre, y con “antes” se refiere al cine político clásico y nacional, de directores como Pino Solanas o Raymundo Gleyzer—, que se hacía desde una perspectiva militante, en la que lo político configuraba lo cinematográfico.
“A medio camino entre la alegoría y el documental, Mitre observa a sus personajes de forma desapasionada, casi inexpresiva”, escribió la crítica estadounidense Rachel Saltz en The New York Times, mientras El estudiante batía récords de público en el cine independiente y se afirmaba como la película argentina del año, favorita de críticos e intelectuales. “Los convierte en poco más que especímenes bajo la lupa”.
Once años después de El estudiante, Mitre acaba de subvertir otra vez la forma de narrar ciertas cosas con Argentina, 1985, una película sobre el terrorismo de Estado en su país que, a diferencia de cualquier otra, no tiene una sola línea de diálogo solemne. El proyecto sobre el Juicio a las Juntas empezó a materializarse en 2017, cuando Mitre le llevó la idea al productor Axel Kuschevatzky, quien consiguió los fondos para empezar.
—El primer borrador de pocas páginas que me trajeron tenía una estructura tramposa —recuerda Kuschevatzky, quien ya había coproducido dos películas de Mitre, La patota y La cordillera, además de megaproyectos nacionales como El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar, y Relatos salvajes, la película argentina más taquillera—. Cambios de puntos de vista, saltos en el tiempo, truquitos que Mitre y Llinás ya habían usado en otras películas. Le dije: “Santi, esto no funciona. Hagamos una película recontraclásica en su construcción narrativa, con vocación masiva e inteligente”. Sin complejos, con total pragmatismo, Mitre absorbió una idea ajena que le pareció mejor que la suya.
—Al principio un poco puteamos —dice ahora—, pero al ratito nos dimos cuenta de que Kuschevatzky tenía razón. Habíamos armado una estructura coral donde se perdía mucho de los personajes principales. Así que abandonamos todo y nos pusimos a investigar un rato largo sobre el Juicio a las Juntas.
Durante dos años de “aproximación documental al guion”, Mitre no solo rastrilló 540 horas de las filmaciones originales del juicio, con unos ochocientos testimonios que demostraron que el Estado argentino había creado centros clandestinos de detención para asesinar y desaparecer a militantes políticos, sino que entrevistó a los exmiembros del equipo de la fiscalía que había mandado a la cárcel a los excomandantes, en la época integrado por un grupo de jóvenes inexpertos y audaces con un promedio de edad de veinte años.
—Todos sonreían cuando nos hablaban del juicio. Nos contaban anécdotas graciosas, había una suerte de optimismo. La clave estaba ahí: no era solo hablar de la dictadura, con toda la crudeza y la crueldad, sino también de un hecho fundacional de la democracia, que todos recordaban como un buen momento. Así que apareció la pregunta: “¿Podemos contar esta historia de un modo más irreverente?”.
En la película, ese registro queda definido desde la primera escena, cuando el fiscal del Juicio a las Juntas, Julio César Strassera, tiene un ataque de celos de la pareja de su hija adolescente y manda a su hijo menor a perseguirla por la calle y vigilarla, bajo el pretexto de que el noviecito podría ser un agente de inteligencia con lazos militares que quiere infiltrarse en la familia.
—El cine argentino nunca había apelado al humor para hablar de la dictadura.
—No fue algo decidido de antemano. El optimismo de la película se nutrió de la investigación y de dejarnos llevar por la escritura. Teníamos en la cabeza las películas de Frank Capra o John Ford, que trabajan temas históricos sabiendo que, sea cual sea el contexto, las personas son personas y se cagan de risa de cosas.
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Desde el principio, Santiago Mitre concibió Argentina, 1985 con Ricardo Darín, el gran actor nacional —con quien ya había trabajado en La cordillera—, en el papel protagónico de Strassera, el hombre que lideró la acusación contra los militares y que terminó su alegato con una frase histórica: “Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
—Cuando Santiago me preguntó si me gustaría hacer de Strassera, yo le dije: “¡Guaaau!” —dice Darín, quien además se sumó al proyecto como coproductor—. Santiago venera el trabajo actoral, pertenece a esa casta no muy poblada de directores que aman a los actores. Y como actor eso te libera para probar cosas que tal vez no tenías pensadas.
Mitre trabajó obsesivamente y durante meses en afinar el personaje de Strassera, el foco de la película, bajo la intuición de que, para obtener una versión realista, lo mejor sería que Darín, un actor consagrado que hasta entonces nunca había hecho un personaje histórico, no intentara imitar el tono del Strassera real, ya fallecido, un hombre de carácter particular, gruñón e hilarante en partes iguales.
—Mi vieja trabajó en el Poder Judicial desde los dieciocho años y conocía a Strassera —dice Mitre—. Me había hablado de él, yo sabía que era una especie de…, no sé cómo llamarlo…, personaje peculiar. Todos los que lo conocieron nos decían que vivía jodiendo y haciendo chistes. Incluso bromas medio incontables. Cuando empezamos a escribir apareció ese Strassera un poco loco, un poco peleado consigo mismo, que producía momentos cómicos en un contexto bastante trágico. Y nos entusiasmamos con eso, qué sé yo. Le metimos por ahí.
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Santiago Mitre y Dolores Fonzi dicen haberse enamorado mientras filmaban La patota, la segunda obra de Mitre, una adaptación de una película de los sesenta en la que Fonzi representa a Paulina, una abogada rica y de izquierda de la capital que deja todo para dar clases como voluntaria en una escuela pobre de la selva misionera, donde permanece incluso después de ser violada por una banda del barrio, a cuyos miembros decide proteger de la policía por motivos que la película no explica, porque Paulina, al igual que Roque en El estudiante, es eso: un personaje que no teoriza, que acciona.
Estrenada en 2015, La patota arrasó en Cannes, San Sebastián y otras ciudades con alfombras rojas a las que Mitre, por entonces divorciado, y Fonzi, por entonces divorciada del actor mexicano Gael García Bernal y con un hijo y una hija, viajaron en plan de romance privado, y a las que regresarían juntos tiempo después, ya como pareja oficial, para presentar otras películas de Mitre. Ahora, en 2023, Dolores Fonzi está por debutar como directora con Blondi, una película que, según dice, “no hubiera existido sin Santiago”.
—Yo tenía el guion en el cajón de la mesa de luz, porque para mí haberlo escrito ya era un logro y realizar la película me parecía algo superior. Y Santiago me decía: “Los guiones se escriben para hacerse”. Para él es muy importante el “hacer”. Santiago hace sin parar.
—Mariano Llinás dijo lo mismo, y también dijo que Mitre es un poco tímido.
—No sé si “tímido” es la palabra. Más bien diría que es educado y cortés, y puede ser simpático y divertido, pero no pierde energía en caerle bien a la gente.
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Además de las productoras de Mitre, Darín y Kuschevatzky, Argentina, 1985 involucró a la argentina Victoria Alonso, presidenta de producción de Marvel, y a otro gigante como Amazon para la distribución en más de 240 países. Al negociar el contrato, Mitre impuso que el tiempo del rodaje, en pleno rebrote de covid-19, durara por lo menos dos meses y medio, según contó orgullosamente en un par de entrevistas: “Amazon será una empresa grande, pero no te regala la plata”.
—Santiago es un director independiente incluso cuando trabaja con grandes empresas —dice Kuschevatzky—. Ejerce una identidad muy fuerte sobre los proyectos, no es un cineasta contratado al que le decís lo que hacer. Y está bastante despegado del sistema. A su primera película no le dieron fondos públicos, y a la última tampoco porque no los fue a buscar. Tiene una hoja de ruta propia. Es un director difícil de encuadrar en el panorama del cine argentino.
Aunque eso no le impide, por ejemplo, asociarse con las productoras que dominan el mercado, ni que su actor fetiche sea alguien tan popular como Ricardo Darín, protagonista de cuatro películas nominadas al Oscar, a quien Mitre dice que “ama” cada vez que puede y a quien dirigió por primera vez en 2017, en La cordillera, su primera película con producción y montaje de gran calado, un thriller político sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos en la que Darín encarna al inescrutable mandatario argentino Hernán Blanco. Su hija, interpretada por Dolores Fonzi, tiene visiones sobre el pasado familiar que introducen a la película en un territorio fáustico y extraño.
—Siempre leí literatura fantástica argentina, y aunque la película no era exactamente eso, sí jugaba a esconder elementos fantásticos en una historia que no lo parecía, a mutar en su propio eje hacia algo más inquietante —dice Mitre, quien para La cordillera contó con el consejo de su padre, exfuncionario del Mercosur y habitué de cumbres presidenciales—. Con Llinás quisimos entrar al cine mainstream con algo que fuera, no sé, un caballo de Troya.
Una vez adentro de la industria, apuntó tan alto como pudo: su siguiente película iba a ser una ficción sobre el juicio más épico y trascendente de la historia argentina. Igual que en La cordillera, imaginó al personaje principal de Argentina, 1985 pensando en Darín, a quien para entonces ya consideraba su amigo. Planificó filmar en la sala de audiencias original del Juicio a las Juntas, conservada idéntica a 1985 (suele tener esa preferencia: rodar en locaciones reales, como la UBA, la Casa Rosada, el avión presidencial Tango 01 o la ex-Cámara Federal de Apelaciones). Mientras editaba La cordillera, comenzó a escribir el primer borrador de Argentina, 1985 (suele tener esa compulsión: empezar un proyecto antes de terminar otro).
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—Desde que vimos las grabaciones originales del juicio supimos que el testimonio de Adriana Calvo nos iba a organizar mucho la película. Porque el testimonio de Adriana Calvo era asesino, boludo. Era asesino.
Adriana Calvo de Laborde, primera sobreviviente de un centro clandestino que declaró en el juicio, narró minuciosamente las vejaciones por las que había pasado, incluido el día en que sus secuestradores la hicieron parir a su hija en un patrullero y más tarde la obligaron a baldear su propia placenta. Su declaración cambió la sensación térmica del proceso, que desde entonces empezó a ponerse gris para los comandantes.
Con el personaje de Calvo, Mitre aplicó la misma fórmula que con Strassera: no imitar a la persona real, sino dejar que la actriz, Laura Paredes, le imprimiera su propia forma de hablar a las escenas. “Con Santiago probamos imitarle ese tono que Adriana tiene tan particular —contó Paredes al diario La Voz del Interior—, pero no funcionaba. Generaba un artificio no deseado y también generaba distancia. Así que decidimos acercarla a mi tono”. En su primera película basada en hechos históricos, Mitre logró personajes de una veracidad inusual para el género, y lo hizo eximiendo a la ficción de calcar la realidad en los pequeños detalles. En el cuadro general, en cambio, la reproducción del juicio era una copia perfecta y fantasmática de 1985. Paredes actuó de Calvo sentada en el mismo estrado, en la misma sala, vistiendo la misma ropa, repitiendo textualmente el mismo testimonio abrasivo. Actores, técnicos, extras: todos lagrimeaban durante las tomas. Una gran catarsis colectiva, dirigida sin concesiones por Santiago Mitre. “Esta película fue muy exigente técnicamente —recordó Paredes—. Tuve que repetir el testimonio muchísimas veces. Con distintas puestas de cámara, tratando de llegar a la misma efectividad en todas las tomas. Santiago es un director muy cariñoso, pero tuve que volverme una máquina capaz de hacer llorar al espectador”.
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Hay una anécdota que el fiscal adjunto del juicio, Luis Moreno Ocampo, contó mil veces durante más de treinta años sin que nadie le prestara demasiada atención. Nadie excepto Santiago Mitre. En 1985, después del testimonio de Adriana Calvo, la madre de Moreno Ocampo, una mujer de familia militar que iba a misa con el general Jorge Videla y que le tenía afecto al exdictador, llamó a su hijo y le dijo: “Estuve leyendo el testimonio de Calvo de Laborde. Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”.
—Mitre agarró la anécdota de mi madre y la usó como un instrumento para mostrar el contexto social: lo que le pasaba a toda la Argentina con el juicio —dice Moreno Ocampo, en la película representado por el actor Peter Lanzani—. Cuando conversamos, a él le interesaba mucho ese punto de quiebre en el que nosotros habíamos empezado a ganar la pelea frente a la sociedad.
En 2020, Moreno Ocampo, quien además se desempeñó como fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, se mudó a Los Ángeles para tomar cursos en la Escuela de Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de California, una de las mejores escuelas de cine del mundo.
—Quería entender cómo las películas definen las narrativas sobre crimen, guerra y justicia. Aprendí que la palabra “holocausto” no la crearon los Juicios de Núremberg en 1945, sino la película sobre los juicios en 1961. Los casos judiciales se ganan ante los jueces, pero luego viene una guerra por la comunicación que se pelea todos los días. Y ahora Santiago Mitre es el campeón de esa guerra. No sé por cuánto tiempo, pero ahora la ganó.
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Festival Internacional de Cine de Venecia, septiembre de 2022. Argentina, 1985 se proyecta por primera vez en una sala con público. Julio César Strassera pronuncia su alegato final: ocho minutos y siete segundos de Ricardo Darín enunciando con dicción quirúrgica los crímenes horrorosos de la dictadura, alternando la mirada entre los jueces, la hoja con su discurso y los asesinos en el banquillo, frente a una sala repleta y estremecida. Cuando el fiscal termina de hablar, “Señores jueces: ‘Nunca más’”, el público en Venecia se levanta de las butacas y libera una ovación. Los espectadores lloran o ríen o las dos cosas. Por un instante, Santiago Mitre se fastidia, siente que algo falló. “La puta madre, ¿qué pasa?”, piensa. El aplauso del público impide percibir que, durante los diez segundos posteriores al alegato, la película se ha quedado en silencio. “Saquemos el sonido acá y te quedás con un Strassera aturdido, que no entiende lo que acaba de suceder”, le había pedido Mitre al montajista. Pero ahora, en Venecia, la ovación tapa al truco, que contenía un mensaje: Strassera no es un héroe, es un tipo común que a duras penas asimila lo que le pasa. Enseguida, Mitre se consuela: “Bueno, por ahí era obvio que la sordina era al pedo, que la gente quería aplaudir ese discurso”.
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Tres meses antes de Argentina, 1985, Santiago Mitre estrenó Pequeña flor, una película filmada en Francia, con coproducción francesa y en francés, que empieza como una comedia romántica costumbrista y se transforma en un laberinto narrativo dentro del género negro y fantástico. Pequeña flor, el regreso de Mitre al cine después de cinco años, su película con menos público, filmada en paralelo a la investigación sobre el Juicio a las Juntas, no tenía absolutamente nada que ver con la línea temática del resto de su filmografía.
“Me voy guiando por intuición —dijo después del estreno—. Aparece algo que me gusta y lo quiero hacer. Por más que mis obras muestren algo político y social en común, no tengo una planificación demasiado concreta sobre lo que quiero hacer como director”.
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Festival Internacional de Cine de San Sebastián, septiembre de 2022. Santiago Mitre llega a la apertura de la 70.ª edición. Argentina, 1985 aún no se ha estrenado en cines y hasta ahora solo se ha proyectado en Venecia. Mitre baja de un auto con barbijo, auriculares y anteojos de sol y camina hacia la puerta del salón, donde esperan los fotógrafos. Se saca el barbijo y los auriculares y gesticula como diciendo: “Si no queda otra…”. Posa tres segundos, serio, con los pies muy juntos y los labios muy pegados. Recibe los flashes y dice a los fotógrafos: “No saben quién soy, igual. ¡Hola!”. Saluda con una mano, sonríe cordialmente y entra al salón.
Una semana después, Argentina, 1985 gana el Premio del Público en San Sebastián. Mitre ya lo había sentido en Venecia, donde la sala aplaudió la película durante nueve minutos, y lo comprobará pronto en otros festivales internacionales: hay algo en Argentina, 1985 que va más allá de Argentina y más allá de 1985. Hay una fibra universal, cosas enormes como la democracia, la justicia, el derecho a la dignidad humana. Cosas que podrían haber resultado pedagógicas y previsibles, si el director no hubiera sido Santiago Mitre.
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—Hay un versito que digo siempre —dice Mitre, otra vez anticipando una de esas fórmulas que repite en distintas entrevistas— y me parece bien: cuando uno hace películas de temas políticos e interviene en la realidad de una manera tan directa, lo mejor que puede pasar es que el público no solo debata la película, sino también el tema que se desprende de la película.
Argentina, 1985 superó el millón de espectadores en un mes en los cines argentinos, incluso al margen de las grandes cadenas que la dejaron fuera de su programación porque consideraron insuficiente el tiempo en cartel que les ofrecía Amazon antes de estrenarla en su plataforma. Se formaron largas filas en las avenidas, con padres que llevaban a sus hijos al cine, como si ver la película fuera una especie de ejercicio de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, militantes de derechos humanos, artistas, personajes de la farándula: nadie se quedó sin opinar. Si el presidente radical Raúl Alfonsín salía bien o mal parado, si el peronismo salía bien o mal parado, si Julio Strassera salía bien o mal parado, si Mitre salía bien o mal parado.
Se destacó infinitas veces el sentido de la oportunidad de Mitre para hacer una película sobre el Juicio a las Juntas en un contexto mundial de democracia en crisis y en un contexto argentino en el que miles de jóvenes no saben casi nada sobre la última dictadura. Cuando le preguntan si cree que Argentina, 1985 es una película “necesaria”, Mitre responde que tal vez, pero que él no puede ni pretende prever los “efectos colaterales” de su obra. Da la bienvenida a esos efectos, pero prescinde de ellos y prefiere dejar que otros los comenten, incluso cuando sus alcances, amplificados por el streaming, llegaron a ser mundiales.
—No era imposible imaginar que la película iba a causar interés internacional. El juicio es muy valorado en el mundo, eh, Moreno Ocampo nos lo decía todo el tiempo. Y además mis películas se vieron mucho afuera.
Desde Relatos salvajes, de Damián Szifron, en 2014, que una película argentina no ganaba tanta audiencia ni tantos premios fuera del país.
—La película entró en una…, no sabría cómo decirlo…, cuando los españoles la vieron por primera vez, hablaron de envidia. De por qué Argentina pudo hacer el Juicio a las Juntas y España vivió su transición sin juzgar. En otros lugares entró por la rendija del temor a los movimientos autoritarios de derecha. Se fue metiendo en las realidades de otros países que la vieron desde ese lado: una preocupación por la democracia como sistema, o algo así.
Argentina, 1985 es la octava candidata argentina al Oscar, un premio que solo obtuvieron La historia oficial, de Luis Puenzo, en 1986, y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, en 2010.
—¿Cuánto te importa ganarlo?
—Ehhh, me gustaría, por supuesto. Pero bueno, la película ya hizo muchísimo. Obvio que voy a ir con la esperanza de que nos den el premio. Pero si no —dice Mitre, con la misma chispa indolente con la que dijo todo lo demás—, voy a estar triste por veinte segundos.
Argentina, 1985 ha ganado un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián. Santiago Mitre es el cineasta latinoamericano del momento. La cinta superó el millón de espectadores en los cines de su país y generó tal expectativa que se formaron largas filas, con padres que llevaban a sus hijos como si fuera una especie de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, artistas, personajes de la farándula. Nadie se quedó sin opinar. Este filme sobre el Juicio a las Juntas Militares, hito de la democracia argentina, está nominado al Oscar. ¿Quién es el director detrás de esta obra disruptiva dentro del cine de América Latina?
Un día de 2016, el cineasta argentino Santiago Mitre recibe el mensaje de WhatsApp de un amigo: “Santiago, vos tenés que hacer una película sobre el Juicio a las Juntas”. Mitre, que entonces tiene 35 años, ya dirigió El estudiante y La patota y pronto escribirá La cordillera, tres películas que, bajo premisas diferentes, tratan sobre lo mismo: la política, las instituciones, el choque entre ideales y praxis. Su amigo, un analista político, siempre le dice que lo cree el único director de la Argentina con el oído afinado como para reproducir de manera verosímil los diálogos del poder.
El Juicio a las Juntas Militares, un proceso que se llevó a cabo en 1985, en el que se condenó a la cárcel a los comandantes de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983, es un hito decisivo de la democracia argentina y un episodio singular a nivel mundial, en el que los responsables de miles de asesinatos y desapariciones de opositores políticos fueron sometidos a la justicia civil cuando aún eran peligrosos.
“Es un ideón”, le responde Mitre a su amigo. Y así, con ese chat escueto y pedestre, empieza una historia.
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Es febrero de 2023 y Santiago Mitre no para de viajar. En los últimos cinco meses, Argentina, 1985, su película sobre el Juicio a las Juntas, estrenada en 2022, ganó un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián, entre otros festivales. Ahora está nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera. Competirá, entre otras, con la multipremiada Sin novedad en el frente, de Alemania. Mitre pasa los días asistiendo a funciones especiales en distintos países y cumpliendo con campañas de prensa internacional. Acaba de volver a Buenos Aires desde Londres y en un par de días viajará a Los Ángeles para emprender una gira de varias semanas que terminará después de la entrega de los Oscar, el 12 de marzo.
—La vida se pone un poco monotemática —dice en una videollamada—, pero qué sé yo. No me quejo mucho porque es algo divertido que seguramente no vuelva a pasarme.
Durante la entrevista repetirá varias veces “qué sé yo” y otras muletillas del tipo “no sé”, “andá a saber”, “no sabría cómo decirlo”, como si dudara de la conveniencia de sus respuestas y les restara importancia, un efecto que se refuerza por una risita cargada de ironía con aire distante. “Santiago es un poco desconfiado”, dirá, más tarde, Axel Kuschevatzky, coproductor de tres de las cinco películas que ha dirigido Mitre. “Santiago es un poco tímido”, dirá, más tarde, Mariano Llinás, coguionista de las cinco.
La imagen de Mitre a través de la pantalla de su computadora es la de un hombre informal: despeinado, con la barba un poco crecida, con una musculosa blanca que deja a la vista un par de tatuajes; fuma cigarrillos mientras habla, toma mate, llama amistosamente “boludo” a su interlocutor como si lo conociera desde siempre. De fondo se ven unas banderitas argentinas de cotillón, colgadas en la pared desde la final del Mundial de fútbol. “Estoy en la casa de mi novia”, aclara Mitre, de 42 años, en alusión a su pareja, la actriz argentina Dolores Fonzi.
—¿Se vuelve medio automático esto de viajar y dar entrevistas todo el tiempo?
—Sí, pero para mí, cuanto más previsibles son las preguntas, mejor, porque me complica un poco el inglés. Entonces ya tengo un formato de respuesta, y cuando me sacan de eso, me cuesta más.
Más allá del idioma, a Mitre tampoco le interesa demasiado comentar sus películas.
—Una vez estrenadas tienen vida propia. Me gusta que se hable de ellas, pero no me meto ni en pedo. No me gusta. Como director ya hice la película, que dice lo que dice. Y lo que no dice no pudo decirlo. Qué sé yo.
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El apellido Mitre también pertenece a una de las familias más poderosas de Argentina, descendiente del expresidente Bartolomé Mitre y propietaria del centenario diario La Nación, pero Santiago Mitre no tiene lazos sanguíneos con ellos.
—No se sabe muy bien la historia de mi apellido. Suponemos que fue una modificación de la aduana cuando mi abuelo llegó al país, que venía de la ciudad siria de Homs, ahora destruida por la guerra. Una vez, mis tías viajaron allá para rastrear cuál era el apellido original, pero no encontraron nada.
Lo que sí puede rastrearse en su árbol genealógico es la política. Su bisabuelo materno fue diputado y ministro de Agricultura del gobierno de Hipólito Yrigoyen en los años veinte. Su abuelo materno fue secretario parlamentario de Juan Domingo Perón y embajador ante las Naciones Unidas en los años cuarenta. Su padre, el abogado y militante peronista Ricardo “El Turco” Mitre, fue secretario administrativo del Senado y funcionario en organismos internacionales en los años 2000.
—Los de esta generación, mis hermanos y mis primos, nunca nos dedicamos a la política, pero es el tema que más nos interesa. Cuando hay reunión familiar no se habla de fútbol o de música, se habla de política.
Su madre, hija de una familia de pequeños terratenientes de la provincia de Córdoba, socióloga, funcionaria judicial especialista en minoridad y género, conoció a Ricardo Mitre militando en el peronismo revolucionario en los setenta. Se casaron y tuvieron dos hijos y una hija. El del medio, Santiago, nació en plena dictadura, en 1980, por lo que no tiene recuerdos del Juicio a las Juntas.
—Pero si vamos a la historia familiar, la lucha por los derechos humanos siempre estuvo en mi ADN. Mis viejos son muy peronistas. Yo crecí en los noventa, con un peronismo distinto en el gobierno, entonces ellos eran peronistas opositores al peronismo en el poder.
Mientras trabajaba como abogado, su padre asesoraba a un viejo amigo y compañero de militancia, Carlos “Chacho” Álvarez, dirigente del peronismo enfrentado al gobierno peronista y neoliberal de Carlos Menem. La política organizaba la cotidianeidad y la sociabilidad de la familia. A Santiago Mitre, sin embargo, el poder siempre le interesó desde afuera.
—Yo nunca milité, tenía una especie de vocación un poco más ligada al arte. Muy tempranito me di cuenta de que lo que me gustaba era escribir. No sé, me puse a escribir de pendejo.
Hoy dice ser un “escritor que dirige”, capaz de escribir guiones para otros directores pero no de dirigir películas sin haberlas guionado.
—La escritura me llegó antes que el cine. El teatro también. En el secundario iba a un taller de poesía, clases de actuación…, mis intereses eran bastante amplios. Pero sí me volví cinéfilo muy rápido. A los trece años ya veía compulsivamente películas, iba a ciclos de cine, me compraba revistas especializadas como El Amante.
Se remite a una “anecdotita fundacional” que ya contó en otras entrevistas: una vez, una maestra de séptimo grado encargó un trabajo sobre el rey Carlos V en formato audiovisual. Él y sus compañeros filmaron unas escenas en una casona medio abandonada cerca del colegio. Era el auge de las VHS compactas, hogareñas. Ese día Santiago Mitre usó por primera vez una cámara de video.
—Yo pensaba que las películas las hacían los actores, pero ahí tomé conciencia de que había alguien que decidía cómo se movían las imágenes. Después volví a casa entusiasmado y pregunté, y mis viejos me hablaron de la figura del director de cine.
—¿A tus padres les gustaba el cine?
—Sí, no eran fanáticos, pero sí gente interesada en la cultura, entonces conocían a Bergman, Rossellini, Scola. Un cine muy típico de cierto sector social de la época. Clase media universitaria.
En 1999, la vida política de su padre dio un salto grande. Chacho Álvarez, recién electo como vicepresidente, lo convocó para ser su mano derecha en el nuevo gobierno de coalición, con el radical Fernando de la Rúa como presidente. Un año después, en medio de una grave crisis social, Álvarez renunció tras denunciar un escándalo de sobornos en el Senado, donde Ricardo Mitre se había hecho conocido entre sus colegas como un funcionario de bajísimo perfil, aunque implacable en el control de las costumbres prebendarias de los legisladores.
—Mi viejo entiende de los temas que trabajo en las películas, así que participa mucho. Y mi vieja, lo mismo. Tengo una relación muy cercana con los dos, les respeto sus puntos de vista sobre la política, la sociedad, el arte. Hablamos de las cosas, leen los guiones, me dan opinión.
A fines de los noventa, mientras su padre navegaba la política nacional, Mitre terminó el secundario en un colegio público de San Isidro, una localidad de familias pudientes en el norte del Gran Buenos Aires, y optó por anotarse en la carrera de cine. Intentó ingresar a la facultad estatal, dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), pero lo rechazaron. Eligió entonces una privada, la Universidad del Cine, semillero de una camada de cineastas un poco mayores que él que ya habían conformado el llamado Nuevo Cine Argentino, donde lo becaron a cambio de que trabajara como ayudante de cátedra.
—Es rarísimo contar esto, pero yo iba a estudiar biología. Hasta que a último momento volví a la idea del cine, porque me di cuenta de que lo que me gustaba de la biología tenía que ver con la observación. No tanto el conocimiento científico, sino algo más parecido a los documentales de National Geographic.
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El cineasta Mariano Llinás conoce a Santiago Mitre desde el año 2000, cuando lo tuvo como alumno en la facultad. Mitre era cinco años más joven y empezaron a trabajar juntos cuando Llinás, una suerte de padrino del cine independiente argentino, convocó a cuatro exalumnos de la Universidad del Cine, entre ellos Mitre, para que codirigieran una película debut filmada con presupuesto de guerra. Después de esa experiencia, Mitre escribiría todas sus películas a cuatro manos con Llinás.
—Santiago tiene una obsesión con la política como género cinematográfico —dice Llinás— y mucho olfato para encontrar objetos que le abren el territorio de la política al cine. A mí siempre me impresionó su eficacia. Es un cineasta extremadamente decidido para avanzar: uno como los viejos cineastas de la época clásica. Un director que no da vueltas. Que encuentra películas y que las hace.
“Desconfío de las ideas como origen de los proyectos —dijo Mitre alguna vez—. Las ideas sirven para empezar a pensar y trabajar, pero después lo que importa es construir algo”. Esa pulsión por concretar, por no gastar tiempo en devaneos mentales, por llevar las cosas a la práctica explica que Santiago Mitre, un director del circuito independiente con una filmografía de culto, creyera posible transformar una sugerencia por chat de un amigo en el proyecto cinematográfico argentino más ambicioso de la última década.
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—A Santiago le interesan los palacios —dice el analista político Martín Rodríguez, el amigo de Mitre que le dio la idea de una película sobre el Juicio a las Juntas y que lo asistió en la investigación histórica para Argentina, 1985—. Se mete en un tribunal, un avión presidencial, un claustro universitario, una comisaría: lugares donde se corta el bacalao. En general, el cine político argentino, sobre todo a partir de los ochenta, era muy flojo, con problemas para romper lugares comunes. Pero Santiago trabaja sobre zonas grises, con personajes menos épicos y más dilemáticos.
—¿Cómo es Mitre cuando habla de política?
—Santiago es un oído. No se pone a hacer análisis político. Tiene la prudencia de las personas altas —Mitre mide casi dos metros—, que no se sienten necesitadas de llamar la atención. Él escucha y después canta lo que hay que cantar.
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En 2011, cuando se propuso filmar su primera película propia, Santiago Mitre se ganaba la vida escribiendo para otros directores. Éxitos como Leonera y Carancho, de Pablo Trapero, lo tenían como coautor. El guion era un oficio que manejaba, y quería averiguar si también podía dirigir.
—El estudiante empezó medio como un chiste, un ejercicio para ver si yo era capaz de filmar. Había escrito un guion de punta a punta y había encontrado a Esteban Lamothe, que me parecía un actor hipnótico.
Hizo lo que casi cualquier director argentino hace para filmar su primer largometraje: pidió financiamiento al INCAA. Una vez más, igual que cuando no lo habían aceptado en la facultad pública, el Estado lo rechazó. Pero Mitre ya había decidido filmar y desistir no es su estilo. Creó su propia productora, La Unión de los Ríos —el mismo nombre del paraje cordobés donde su familia materna tiene algunas hectáreas, algunos caballos y una casa de descanso entre las sierras a la que Mitre viaja seguido—, y consiguió el dinero: bastante menos que un subsidio estatal, pero suficiente para rodar una película con un grupo de amigos, filmando solo los fines de semana y con equipos de video y sonido prestados por su exfacultad y por directores amigos.
—Iba con una cámara a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y filmaba en asambleas, reuniones, pasillos, cosas que después usaba para construir las escenas de la ficción. A veces tomaba elementos directos y otras veces simplemente tonos, colores, maneras en que se mueven los personajes.
Con apenas eso, Mitre hizo una película que dinamitó un relato cinematográfico que por décadas había mostrado, casi siempre, personajes políticos impolutos o perversos, heroicos o viles. El protagonista de El estudiante, Roque Espinosa, un joven del interior de la provincia de Buenos Aires que llega a la deriva a la capital y que, para conquistar a una chica, empieza a militar en una agrupación de la UBA, no tiene ideología, no es bueno ni malo: simplemente descubre que es hábil para la política, se aferra a eso y trepa hacia arriba, y en el ascenso Mitre muestra los negociados, los pactos, las traiciones de la política estudiantil con una desaprensión disruptiva para el cine político argentino.
—Más tarde me di cuenta de que podía ocupar ese espacio como director: trabajar temas políticos desde la ficción y de una forma distinta a lo que se entendía antes por cine político—dice Mitre, y con “antes” se refiere al cine político clásico y nacional, de directores como Pino Solanas o Raymundo Gleyzer—, que se hacía desde una perspectiva militante, en la que lo político configuraba lo cinematográfico.
“A medio camino entre la alegoría y el documental, Mitre observa a sus personajes de forma desapasionada, casi inexpresiva”, escribió la crítica estadounidense Rachel Saltz en The New York Times, mientras El estudiante batía récords de público en el cine independiente y se afirmaba como la película argentina del año, favorita de críticos e intelectuales. “Los convierte en poco más que especímenes bajo la lupa”.
Once años después de El estudiante, Mitre acaba de subvertir otra vez la forma de narrar ciertas cosas con Argentina, 1985, una película sobre el terrorismo de Estado en su país que, a diferencia de cualquier otra, no tiene una sola línea de diálogo solemne. El proyecto sobre el Juicio a las Juntas empezó a materializarse en 2017, cuando Mitre le llevó la idea al productor Axel Kuschevatzky, quien consiguió los fondos para empezar.
—El primer borrador de pocas páginas que me trajeron tenía una estructura tramposa —recuerda Kuschevatzky, quien ya había coproducido dos películas de Mitre, La patota y La cordillera, además de megaproyectos nacionales como El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar, y Relatos salvajes, la película argentina más taquillera—. Cambios de puntos de vista, saltos en el tiempo, truquitos que Mitre y Llinás ya habían usado en otras películas. Le dije: “Santi, esto no funciona. Hagamos una película recontraclásica en su construcción narrativa, con vocación masiva e inteligente”. Sin complejos, con total pragmatismo, Mitre absorbió una idea ajena que le pareció mejor que la suya.
—Al principio un poco puteamos —dice ahora—, pero al ratito nos dimos cuenta de que Kuschevatzky tenía razón. Habíamos armado una estructura coral donde se perdía mucho de los personajes principales. Así que abandonamos todo y nos pusimos a investigar un rato largo sobre el Juicio a las Juntas.
Durante dos años de “aproximación documental al guion”, Mitre no solo rastrilló 540 horas de las filmaciones originales del juicio, con unos ochocientos testimonios que demostraron que el Estado argentino había creado centros clandestinos de detención para asesinar y desaparecer a militantes políticos, sino que entrevistó a los exmiembros del equipo de la fiscalía que había mandado a la cárcel a los excomandantes, en la época integrado por un grupo de jóvenes inexpertos y audaces con un promedio de edad de veinte años.
—Todos sonreían cuando nos hablaban del juicio. Nos contaban anécdotas graciosas, había una suerte de optimismo. La clave estaba ahí: no era solo hablar de la dictadura, con toda la crudeza y la crueldad, sino también de un hecho fundacional de la democracia, que todos recordaban como un buen momento. Así que apareció la pregunta: “¿Podemos contar esta historia de un modo más irreverente?”.
En la película, ese registro queda definido desde la primera escena, cuando el fiscal del Juicio a las Juntas, Julio César Strassera, tiene un ataque de celos de la pareja de su hija adolescente y manda a su hijo menor a perseguirla por la calle y vigilarla, bajo el pretexto de que el noviecito podría ser un agente de inteligencia con lazos militares que quiere infiltrarse en la familia.
—El cine argentino nunca había apelado al humor para hablar de la dictadura.
—No fue algo decidido de antemano. El optimismo de la película se nutrió de la investigación y de dejarnos llevar por la escritura. Teníamos en la cabeza las películas de Frank Capra o John Ford, que trabajan temas históricos sabiendo que, sea cual sea el contexto, las personas son personas y se cagan de risa de cosas.
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Desde el principio, Santiago Mitre concibió Argentina, 1985 con Ricardo Darín, el gran actor nacional —con quien ya había trabajado en La cordillera—, en el papel protagónico de Strassera, el hombre que lideró la acusación contra los militares y que terminó su alegato con una frase histórica: “Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
—Cuando Santiago me preguntó si me gustaría hacer de Strassera, yo le dije: “¡Guaaau!” —dice Darín, quien además se sumó al proyecto como coproductor—. Santiago venera el trabajo actoral, pertenece a esa casta no muy poblada de directores que aman a los actores. Y como actor eso te libera para probar cosas que tal vez no tenías pensadas.
Mitre trabajó obsesivamente y durante meses en afinar el personaje de Strassera, el foco de la película, bajo la intuición de que, para obtener una versión realista, lo mejor sería que Darín, un actor consagrado que hasta entonces nunca había hecho un personaje histórico, no intentara imitar el tono del Strassera real, ya fallecido, un hombre de carácter particular, gruñón e hilarante en partes iguales.
—Mi vieja trabajó en el Poder Judicial desde los dieciocho años y conocía a Strassera —dice Mitre—. Me había hablado de él, yo sabía que era una especie de…, no sé cómo llamarlo…, personaje peculiar. Todos los que lo conocieron nos decían que vivía jodiendo y haciendo chistes. Incluso bromas medio incontables. Cuando empezamos a escribir apareció ese Strassera un poco loco, un poco peleado consigo mismo, que producía momentos cómicos en un contexto bastante trágico. Y nos entusiasmamos con eso, qué sé yo. Le metimos por ahí.
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Santiago Mitre y Dolores Fonzi dicen haberse enamorado mientras filmaban La patota, la segunda obra de Mitre, una adaptación de una película de los sesenta en la que Fonzi representa a Paulina, una abogada rica y de izquierda de la capital que deja todo para dar clases como voluntaria en una escuela pobre de la selva misionera, donde permanece incluso después de ser violada por una banda del barrio, a cuyos miembros decide proteger de la policía por motivos que la película no explica, porque Paulina, al igual que Roque en El estudiante, es eso: un personaje que no teoriza, que acciona.
Estrenada en 2015, La patota arrasó en Cannes, San Sebastián y otras ciudades con alfombras rojas a las que Mitre, por entonces divorciado, y Fonzi, por entonces divorciada del actor mexicano Gael García Bernal y con un hijo y una hija, viajaron en plan de romance privado, y a las que regresarían juntos tiempo después, ya como pareja oficial, para presentar otras películas de Mitre. Ahora, en 2023, Dolores Fonzi está por debutar como directora con Blondi, una película que, según dice, “no hubiera existido sin Santiago”.
—Yo tenía el guion en el cajón de la mesa de luz, porque para mí haberlo escrito ya era un logro y realizar la película me parecía algo superior. Y Santiago me decía: “Los guiones se escriben para hacerse”. Para él es muy importante el “hacer”. Santiago hace sin parar.
—Mariano Llinás dijo lo mismo, y también dijo que Mitre es un poco tímido.
—No sé si “tímido” es la palabra. Más bien diría que es educado y cortés, y puede ser simpático y divertido, pero no pierde energía en caerle bien a la gente.
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Además de las productoras de Mitre, Darín y Kuschevatzky, Argentina, 1985 involucró a la argentina Victoria Alonso, presidenta de producción de Marvel, y a otro gigante como Amazon para la distribución en más de 240 países. Al negociar el contrato, Mitre impuso que el tiempo del rodaje, en pleno rebrote de covid-19, durara por lo menos dos meses y medio, según contó orgullosamente en un par de entrevistas: “Amazon será una empresa grande, pero no te regala la plata”.
—Santiago es un director independiente incluso cuando trabaja con grandes empresas —dice Kuschevatzky—. Ejerce una identidad muy fuerte sobre los proyectos, no es un cineasta contratado al que le decís lo que hacer. Y está bastante despegado del sistema. A su primera película no le dieron fondos públicos, y a la última tampoco porque no los fue a buscar. Tiene una hoja de ruta propia. Es un director difícil de encuadrar en el panorama del cine argentino.
Aunque eso no le impide, por ejemplo, asociarse con las productoras que dominan el mercado, ni que su actor fetiche sea alguien tan popular como Ricardo Darín, protagonista de cuatro películas nominadas al Oscar, a quien Mitre dice que “ama” cada vez que puede y a quien dirigió por primera vez en 2017, en La cordillera, su primera película con producción y montaje de gran calado, un thriller político sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos en la que Darín encarna al inescrutable mandatario argentino Hernán Blanco. Su hija, interpretada por Dolores Fonzi, tiene visiones sobre el pasado familiar que introducen a la película en un territorio fáustico y extraño.
—Siempre leí literatura fantástica argentina, y aunque la película no era exactamente eso, sí jugaba a esconder elementos fantásticos en una historia que no lo parecía, a mutar en su propio eje hacia algo más inquietante —dice Mitre, quien para La cordillera contó con el consejo de su padre, exfuncionario del Mercosur y habitué de cumbres presidenciales—. Con Llinás quisimos entrar al cine mainstream con algo que fuera, no sé, un caballo de Troya.
Una vez adentro de la industria, apuntó tan alto como pudo: su siguiente película iba a ser una ficción sobre el juicio más épico y trascendente de la historia argentina. Igual que en La cordillera, imaginó al personaje principal de Argentina, 1985 pensando en Darín, a quien para entonces ya consideraba su amigo. Planificó filmar en la sala de audiencias original del Juicio a las Juntas, conservada idéntica a 1985 (suele tener esa preferencia: rodar en locaciones reales, como la UBA, la Casa Rosada, el avión presidencial Tango 01 o la ex-Cámara Federal de Apelaciones). Mientras editaba La cordillera, comenzó a escribir el primer borrador de Argentina, 1985 (suele tener esa compulsión: empezar un proyecto antes de terminar otro).
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—Desde que vimos las grabaciones originales del juicio supimos que el testimonio de Adriana Calvo nos iba a organizar mucho la película. Porque el testimonio de Adriana Calvo era asesino, boludo. Era asesino.
Adriana Calvo de Laborde, primera sobreviviente de un centro clandestino que declaró en el juicio, narró minuciosamente las vejaciones por las que había pasado, incluido el día en que sus secuestradores la hicieron parir a su hija en un patrullero y más tarde la obligaron a baldear su propia placenta. Su declaración cambió la sensación térmica del proceso, que desde entonces empezó a ponerse gris para los comandantes.
Con el personaje de Calvo, Mitre aplicó la misma fórmula que con Strassera: no imitar a la persona real, sino dejar que la actriz, Laura Paredes, le imprimiera su propia forma de hablar a las escenas. “Con Santiago probamos imitarle ese tono que Adriana tiene tan particular —contó Paredes al diario La Voz del Interior—, pero no funcionaba. Generaba un artificio no deseado y también generaba distancia. Así que decidimos acercarla a mi tono”. En su primera película basada en hechos históricos, Mitre logró personajes de una veracidad inusual para el género, y lo hizo eximiendo a la ficción de calcar la realidad en los pequeños detalles. En el cuadro general, en cambio, la reproducción del juicio era una copia perfecta y fantasmática de 1985. Paredes actuó de Calvo sentada en el mismo estrado, en la misma sala, vistiendo la misma ropa, repitiendo textualmente el mismo testimonio abrasivo. Actores, técnicos, extras: todos lagrimeaban durante las tomas. Una gran catarsis colectiva, dirigida sin concesiones por Santiago Mitre. “Esta película fue muy exigente técnicamente —recordó Paredes—. Tuve que repetir el testimonio muchísimas veces. Con distintas puestas de cámara, tratando de llegar a la misma efectividad en todas las tomas. Santiago es un director muy cariñoso, pero tuve que volverme una máquina capaz de hacer llorar al espectador”.
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Hay una anécdota que el fiscal adjunto del juicio, Luis Moreno Ocampo, contó mil veces durante más de treinta años sin que nadie le prestara demasiada atención. Nadie excepto Santiago Mitre. En 1985, después del testimonio de Adriana Calvo, la madre de Moreno Ocampo, una mujer de familia militar que iba a misa con el general Jorge Videla y que le tenía afecto al exdictador, llamó a su hijo y le dijo: “Estuve leyendo el testimonio de Calvo de Laborde. Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”.
—Mitre agarró la anécdota de mi madre y la usó como un instrumento para mostrar el contexto social: lo que le pasaba a toda la Argentina con el juicio —dice Moreno Ocampo, en la película representado por el actor Peter Lanzani—. Cuando conversamos, a él le interesaba mucho ese punto de quiebre en el que nosotros habíamos empezado a ganar la pelea frente a la sociedad.
En 2020, Moreno Ocampo, quien además se desempeñó como fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, se mudó a Los Ángeles para tomar cursos en la Escuela de Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de California, una de las mejores escuelas de cine del mundo.
—Quería entender cómo las películas definen las narrativas sobre crimen, guerra y justicia. Aprendí que la palabra “holocausto” no la crearon los Juicios de Núremberg en 1945, sino la película sobre los juicios en 1961. Los casos judiciales se ganan ante los jueces, pero luego viene una guerra por la comunicación que se pelea todos los días. Y ahora Santiago Mitre es el campeón de esa guerra. No sé por cuánto tiempo, pero ahora la ganó.
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Festival Internacional de Cine de Venecia, septiembre de 2022. Argentina, 1985 se proyecta por primera vez en una sala con público. Julio César Strassera pronuncia su alegato final: ocho minutos y siete segundos de Ricardo Darín enunciando con dicción quirúrgica los crímenes horrorosos de la dictadura, alternando la mirada entre los jueces, la hoja con su discurso y los asesinos en el banquillo, frente a una sala repleta y estremecida. Cuando el fiscal termina de hablar, “Señores jueces: ‘Nunca más’”, el público en Venecia se levanta de las butacas y libera una ovación. Los espectadores lloran o ríen o las dos cosas. Por un instante, Santiago Mitre se fastidia, siente que algo falló. “La puta madre, ¿qué pasa?”, piensa. El aplauso del público impide percibir que, durante los diez segundos posteriores al alegato, la película se ha quedado en silencio. “Saquemos el sonido acá y te quedás con un Strassera aturdido, que no entiende lo que acaba de suceder”, le había pedido Mitre al montajista. Pero ahora, en Venecia, la ovación tapa al truco, que contenía un mensaje: Strassera no es un héroe, es un tipo común que a duras penas asimila lo que le pasa. Enseguida, Mitre se consuela: “Bueno, por ahí era obvio que la sordina era al pedo, que la gente quería aplaudir ese discurso”.
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Tres meses antes de Argentina, 1985, Santiago Mitre estrenó Pequeña flor, una película filmada en Francia, con coproducción francesa y en francés, que empieza como una comedia romántica costumbrista y se transforma en un laberinto narrativo dentro del género negro y fantástico. Pequeña flor, el regreso de Mitre al cine después de cinco años, su película con menos público, filmada en paralelo a la investigación sobre el Juicio a las Juntas, no tenía absolutamente nada que ver con la línea temática del resto de su filmografía.
“Me voy guiando por intuición —dijo después del estreno—. Aparece algo que me gusta y lo quiero hacer. Por más que mis obras muestren algo político y social en común, no tengo una planificación demasiado concreta sobre lo que quiero hacer como director”.
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Festival Internacional de Cine de San Sebastián, septiembre de 2022. Santiago Mitre llega a la apertura de la 70.ª edición. Argentina, 1985 aún no se ha estrenado en cines y hasta ahora solo se ha proyectado en Venecia. Mitre baja de un auto con barbijo, auriculares y anteojos de sol y camina hacia la puerta del salón, donde esperan los fotógrafos. Se saca el barbijo y los auriculares y gesticula como diciendo: “Si no queda otra…”. Posa tres segundos, serio, con los pies muy juntos y los labios muy pegados. Recibe los flashes y dice a los fotógrafos: “No saben quién soy, igual. ¡Hola!”. Saluda con una mano, sonríe cordialmente y entra al salón.
Una semana después, Argentina, 1985 gana el Premio del Público en San Sebastián. Mitre ya lo había sentido en Venecia, donde la sala aplaudió la película durante nueve minutos, y lo comprobará pronto en otros festivales internacionales: hay algo en Argentina, 1985 que va más allá de Argentina y más allá de 1985. Hay una fibra universal, cosas enormes como la democracia, la justicia, el derecho a la dignidad humana. Cosas que podrían haber resultado pedagógicas y previsibles, si el director no hubiera sido Santiago Mitre.
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—Hay un versito que digo siempre —dice Mitre, otra vez anticipando una de esas fórmulas que repite en distintas entrevistas— y me parece bien: cuando uno hace películas de temas políticos e interviene en la realidad de una manera tan directa, lo mejor que puede pasar es que el público no solo debata la película, sino también el tema que se desprende de la película.
Argentina, 1985 superó el millón de espectadores en un mes en los cines argentinos, incluso al margen de las grandes cadenas que la dejaron fuera de su programación porque consideraron insuficiente el tiempo en cartel que les ofrecía Amazon antes de estrenarla en su plataforma. Se formaron largas filas en las avenidas, con padres que llevaban a sus hijos al cine, como si ver la película fuera una especie de ejercicio de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, militantes de derechos humanos, artistas, personajes de la farándula: nadie se quedó sin opinar. Si el presidente radical Raúl Alfonsín salía bien o mal parado, si el peronismo salía bien o mal parado, si Julio Strassera salía bien o mal parado, si Mitre salía bien o mal parado.
Se destacó infinitas veces el sentido de la oportunidad de Mitre para hacer una película sobre el Juicio a las Juntas en un contexto mundial de democracia en crisis y en un contexto argentino en el que miles de jóvenes no saben casi nada sobre la última dictadura. Cuando le preguntan si cree que Argentina, 1985 es una película “necesaria”, Mitre responde que tal vez, pero que él no puede ni pretende prever los “efectos colaterales” de su obra. Da la bienvenida a esos efectos, pero prescinde de ellos y prefiere dejar que otros los comenten, incluso cuando sus alcances, amplificados por el streaming, llegaron a ser mundiales.
—No era imposible imaginar que la película iba a causar interés internacional. El juicio es muy valorado en el mundo, eh, Moreno Ocampo nos lo decía todo el tiempo. Y además mis películas se vieron mucho afuera.
Desde Relatos salvajes, de Damián Szifron, en 2014, que una película argentina no ganaba tanta audiencia ni tantos premios fuera del país.
—La película entró en una…, no sabría cómo decirlo…, cuando los españoles la vieron por primera vez, hablaron de envidia. De por qué Argentina pudo hacer el Juicio a las Juntas y España vivió su transición sin juzgar. En otros lugares entró por la rendija del temor a los movimientos autoritarios de derecha. Se fue metiendo en las realidades de otros países que la vieron desde ese lado: una preocupación por la democracia como sistema, o algo así.
Argentina, 1985 es la octava candidata argentina al Oscar, un premio que solo obtuvieron La historia oficial, de Luis Puenzo, en 1986, y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, en 2010.
—¿Cuánto te importa ganarlo?
—Ehhh, me gustaría, por supuesto. Pero bueno, la película ya hizo muchísimo. Obvio que voy a ir con la esperanza de que nos den el premio. Pero si no —dice Mitre, con la misma chispa indolente con la que dijo todo lo demás—, voy a estar triste por veinte segundos.
Argentina, 1985, Santiago Mitre (2022).
Argentina, 1985 ha ganado un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián. Santiago Mitre es el cineasta latinoamericano del momento. La cinta superó el millón de espectadores en los cines de su país y generó tal expectativa que se formaron largas filas, con padres que llevaban a sus hijos como si fuera una especie de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, artistas, personajes de la farándula. Nadie se quedó sin opinar. Este filme sobre el Juicio a las Juntas Militares, hito de la democracia argentina, está nominado al Oscar. ¿Quién es el director detrás de esta obra disruptiva dentro del cine de América Latina?
Un día de 2016, el cineasta argentino Santiago Mitre recibe el mensaje de WhatsApp de un amigo: “Santiago, vos tenés que hacer una película sobre el Juicio a las Juntas”. Mitre, que entonces tiene 35 años, ya dirigió El estudiante y La patota y pronto escribirá La cordillera, tres películas que, bajo premisas diferentes, tratan sobre lo mismo: la política, las instituciones, el choque entre ideales y praxis. Su amigo, un analista político, siempre le dice que lo cree el único director de la Argentina con el oído afinado como para reproducir de manera verosímil los diálogos del poder.
El Juicio a las Juntas Militares, un proceso que se llevó a cabo en 1985, en el que se condenó a la cárcel a los comandantes de la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983, es un hito decisivo de la democracia argentina y un episodio singular a nivel mundial, en el que los responsables de miles de asesinatos y desapariciones de opositores políticos fueron sometidos a la justicia civil cuando aún eran peligrosos.
“Es un ideón”, le responde Mitre a su amigo. Y así, con ese chat escueto y pedestre, empieza una historia.
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Es febrero de 2023 y Santiago Mitre no para de viajar. En los últimos cinco meses, Argentina, 1985, su película sobre el Juicio a las Juntas, estrenada en 2022, ganó un Globo de Oro, un Goya y premios en Venecia y San Sebastián, entre otros festivales. Ahora está nominada al Oscar como Mejor Película Extranjera. Competirá, entre otras, con la multipremiada Sin novedad en el frente, de Alemania. Mitre pasa los días asistiendo a funciones especiales en distintos países y cumpliendo con campañas de prensa internacional. Acaba de volver a Buenos Aires desde Londres y en un par de días viajará a Los Ángeles para emprender una gira de varias semanas que terminará después de la entrega de los Oscar, el 12 de marzo.
—La vida se pone un poco monotemática —dice en una videollamada—, pero qué sé yo. No me quejo mucho porque es algo divertido que seguramente no vuelva a pasarme.
Durante la entrevista repetirá varias veces “qué sé yo” y otras muletillas del tipo “no sé”, “andá a saber”, “no sabría cómo decirlo”, como si dudara de la conveniencia de sus respuestas y les restara importancia, un efecto que se refuerza por una risita cargada de ironía con aire distante. “Santiago es un poco desconfiado”, dirá, más tarde, Axel Kuschevatzky, coproductor de tres de las cinco películas que ha dirigido Mitre. “Santiago es un poco tímido”, dirá, más tarde, Mariano Llinás, coguionista de las cinco.
La imagen de Mitre a través de la pantalla de su computadora es la de un hombre informal: despeinado, con la barba un poco crecida, con una musculosa blanca que deja a la vista un par de tatuajes; fuma cigarrillos mientras habla, toma mate, llama amistosamente “boludo” a su interlocutor como si lo conociera desde siempre. De fondo se ven unas banderitas argentinas de cotillón, colgadas en la pared desde la final del Mundial de fútbol. “Estoy en la casa de mi novia”, aclara Mitre, de 42 años, en alusión a su pareja, la actriz argentina Dolores Fonzi.
—¿Se vuelve medio automático esto de viajar y dar entrevistas todo el tiempo?
—Sí, pero para mí, cuanto más previsibles son las preguntas, mejor, porque me complica un poco el inglés. Entonces ya tengo un formato de respuesta, y cuando me sacan de eso, me cuesta más.
Más allá del idioma, a Mitre tampoco le interesa demasiado comentar sus películas.
—Una vez estrenadas tienen vida propia. Me gusta que se hable de ellas, pero no me meto ni en pedo. No me gusta. Como director ya hice la película, que dice lo que dice. Y lo que no dice no pudo decirlo. Qué sé yo.
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El apellido Mitre también pertenece a una de las familias más poderosas de Argentina, descendiente del expresidente Bartolomé Mitre y propietaria del centenario diario La Nación, pero Santiago Mitre no tiene lazos sanguíneos con ellos.
—No se sabe muy bien la historia de mi apellido. Suponemos que fue una modificación de la aduana cuando mi abuelo llegó al país, que venía de la ciudad siria de Homs, ahora destruida por la guerra. Una vez, mis tías viajaron allá para rastrear cuál era el apellido original, pero no encontraron nada.
Lo que sí puede rastrearse en su árbol genealógico es la política. Su bisabuelo materno fue diputado y ministro de Agricultura del gobierno de Hipólito Yrigoyen en los años veinte. Su abuelo materno fue secretario parlamentario de Juan Domingo Perón y embajador ante las Naciones Unidas en los años cuarenta. Su padre, el abogado y militante peronista Ricardo “El Turco” Mitre, fue secretario administrativo del Senado y funcionario en organismos internacionales en los años 2000.
—Los de esta generación, mis hermanos y mis primos, nunca nos dedicamos a la política, pero es el tema que más nos interesa. Cuando hay reunión familiar no se habla de fútbol o de música, se habla de política.
Su madre, hija de una familia de pequeños terratenientes de la provincia de Córdoba, socióloga, funcionaria judicial especialista en minoridad y género, conoció a Ricardo Mitre militando en el peronismo revolucionario en los setenta. Se casaron y tuvieron dos hijos y una hija. El del medio, Santiago, nació en plena dictadura, en 1980, por lo que no tiene recuerdos del Juicio a las Juntas.
—Pero si vamos a la historia familiar, la lucha por los derechos humanos siempre estuvo en mi ADN. Mis viejos son muy peronistas. Yo crecí en los noventa, con un peronismo distinto en el gobierno, entonces ellos eran peronistas opositores al peronismo en el poder.
Mientras trabajaba como abogado, su padre asesoraba a un viejo amigo y compañero de militancia, Carlos “Chacho” Álvarez, dirigente del peronismo enfrentado al gobierno peronista y neoliberal de Carlos Menem. La política organizaba la cotidianeidad y la sociabilidad de la familia. A Santiago Mitre, sin embargo, el poder siempre le interesó desde afuera.
—Yo nunca milité, tenía una especie de vocación un poco más ligada al arte. Muy tempranito me di cuenta de que lo que me gustaba era escribir. No sé, me puse a escribir de pendejo.
Hoy dice ser un “escritor que dirige”, capaz de escribir guiones para otros directores pero no de dirigir películas sin haberlas guionado.
—La escritura me llegó antes que el cine. El teatro también. En el secundario iba a un taller de poesía, clases de actuación…, mis intereses eran bastante amplios. Pero sí me volví cinéfilo muy rápido. A los trece años ya veía compulsivamente películas, iba a ciclos de cine, me compraba revistas especializadas como El Amante.
Se remite a una “anecdotita fundacional” que ya contó en otras entrevistas: una vez, una maestra de séptimo grado encargó un trabajo sobre el rey Carlos V en formato audiovisual. Él y sus compañeros filmaron unas escenas en una casona medio abandonada cerca del colegio. Era el auge de las VHS compactas, hogareñas. Ese día Santiago Mitre usó por primera vez una cámara de video.
—Yo pensaba que las películas las hacían los actores, pero ahí tomé conciencia de que había alguien que decidía cómo se movían las imágenes. Después volví a casa entusiasmado y pregunté, y mis viejos me hablaron de la figura del director de cine.
—¿A tus padres les gustaba el cine?
—Sí, no eran fanáticos, pero sí gente interesada en la cultura, entonces conocían a Bergman, Rossellini, Scola. Un cine muy típico de cierto sector social de la época. Clase media universitaria.
En 1999, la vida política de su padre dio un salto grande. Chacho Álvarez, recién electo como vicepresidente, lo convocó para ser su mano derecha en el nuevo gobierno de coalición, con el radical Fernando de la Rúa como presidente. Un año después, en medio de una grave crisis social, Álvarez renunció tras denunciar un escándalo de sobornos en el Senado, donde Ricardo Mitre se había hecho conocido entre sus colegas como un funcionario de bajísimo perfil, aunque implacable en el control de las costumbres prebendarias de los legisladores.
—Mi viejo entiende de los temas que trabajo en las películas, así que participa mucho. Y mi vieja, lo mismo. Tengo una relación muy cercana con los dos, les respeto sus puntos de vista sobre la política, la sociedad, el arte. Hablamos de las cosas, leen los guiones, me dan opinión.
A fines de los noventa, mientras su padre navegaba la política nacional, Mitre terminó el secundario en un colegio público de San Isidro, una localidad de familias pudientes en el norte del Gran Buenos Aires, y optó por anotarse en la carrera de cine. Intentó ingresar a la facultad estatal, dependiente del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), pero lo rechazaron. Eligió entonces una privada, la Universidad del Cine, semillero de una camada de cineastas un poco mayores que él que ya habían conformado el llamado Nuevo Cine Argentino, donde lo becaron a cambio de que trabajara como ayudante de cátedra.
—Es rarísimo contar esto, pero yo iba a estudiar biología. Hasta que a último momento volví a la idea del cine, porque me di cuenta de que lo que me gustaba de la biología tenía que ver con la observación. No tanto el conocimiento científico, sino algo más parecido a los documentales de National Geographic.
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El cineasta Mariano Llinás conoce a Santiago Mitre desde el año 2000, cuando lo tuvo como alumno en la facultad. Mitre era cinco años más joven y empezaron a trabajar juntos cuando Llinás, una suerte de padrino del cine independiente argentino, convocó a cuatro exalumnos de la Universidad del Cine, entre ellos Mitre, para que codirigieran una película debut filmada con presupuesto de guerra. Después de esa experiencia, Mitre escribiría todas sus películas a cuatro manos con Llinás.
—Santiago tiene una obsesión con la política como género cinematográfico —dice Llinás— y mucho olfato para encontrar objetos que le abren el territorio de la política al cine. A mí siempre me impresionó su eficacia. Es un cineasta extremadamente decidido para avanzar: uno como los viejos cineastas de la época clásica. Un director que no da vueltas. Que encuentra películas y que las hace.
“Desconfío de las ideas como origen de los proyectos —dijo Mitre alguna vez—. Las ideas sirven para empezar a pensar y trabajar, pero después lo que importa es construir algo”. Esa pulsión por concretar, por no gastar tiempo en devaneos mentales, por llevar las cosas a la práctica explica que Santiago Mitre, un director del circuito independiente con una filmografía de culto, creyera posible transformar una sugerencia por chat de un amigo en el proyecto cinematográfico argentino más ambicioso de la última década.
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—A Santiago le interesan los palacios —dice el analista político Martín Rodríguez, el amigo de Mitre que le dio la idea de una película sobre el Juicio a las Juntas y que lo asistió en la investigación histórica para Argentina, 1985—. Se mete en un tribunal, un avión presidencial, un claustro universitario, una comisaría: lugares donde se corta el bacalao. En general, el cine político argentino, sobre todo a partir de los ochenta, era muy flojo, con problemas para romper lugares comunes. Pero Santiago trabaja sobre zonas grises, con personajes menos épicos y más dilemáticos.
—¿Cómo es Mitre cuando habla de política?
—Santiago es un oído. No se pone a hacer análisis político. Tiene la prudencia de las personas altas —Mitre mide casi dos metros—, que no se sienten necesitadas de llamar la atención. Él escucha y después canta lo que hay que cantar.
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En 2011, cuando se propuso filmar su primera película propia, Santiago Mitre se ganaba la vida escribiendo para otros directores. Éxitos como Leonera y Carancho, de Pablo Trapero, lo tenían como coautor. El guion era un oficio que manejaba, y quería averiguar si también podía dirigir.
—El estudiante empezó medio como un chiste, un ejercicio para ver si yo era capaz de filmar. Había escrito un guion de punta a punta y había encontrado a Esteban Lamothe, que me parecía un actor hipnótico.
Hizo lo que casi cualquier director argentino hace para filmar su primer largometraje: pidió financiamiento al INCAA. Una vez más, igual que cuando no lo habían aceptado en la facultad pública, el Estado lo rechazó. Pero Mitre ya había decidido filmar y desistir no es su estilo. Creó su propia productora, La Unión de los Ríos —el mismo nombre del paraje cordobés donde su familia materna tiene algunas hectáreas, algunos caballos y una casa de descanso entre las sierras a la que Mitre viaja seguido—, y consiguió el dinero: bastante menos que un subsidio estatal, pero suficiente para rodar una película con un grupo de amigos, filmando solo los fines de semana y con equipos de video y sonido prestados por su exfacultad y por directores amigos.
—Iba con una cámara a la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y filmaba en asambleas, reuniones, pasillos, cosas que después usaba para construir las escenas de la ficción. A veces tomaba elementos directos y otras veces simplemente tonos, colores, maneras en que se mueven los personajes.
Con apenas eso, Mitre hizo una película que dinamitó un relato cinematográfico que por décadas había mostrado, casi siempre, personajes políticos impolutos o perversos, heroicos o viles. El protagonista de El estudiante, Roque Espinosa, un joven del interior de la provincia de Buenos Aires que llega a la deriva a la capital y que, para conquistar a una chica, empieza a militar en una agrupación de la UBA, no tiene ideología, no es bueno ni malo: simplemente descubre que es hábil para la política, se aferra a eso y trepa hacia arriba, y en el ascenso Mitre muestra los negociados, los pactos, las traiciones de la política estudiantil con una desaprensión disruptiva para el cine político argentino.
—Más tarde me di cuenta de que podía ocupar ese espacio como director: trabajar temas políticos desde la ficción y de una forma distinta a lo que se entendía antes por cine político—dice Mitre, y con “antes” se refiere al cine político clásico y nacional, de directores como Pino Solanas o Raymundo Gleyzer—, que se hacía desde una perspectiva militante, en la que lo político configuraba lo cinematográfico.
“A medio camino entre la alegoría y el documental, Mitre observa a sus personajes de forma desapasionada, casi inexpresiva”, escribió la crítica estadounidense Rachel Saltz en The New York Times, mientras El estudiante batía récords de público en el cine independiente y se afirmaba como la película argentina del año, favorita de críticos e intelectuales. “Los convierte en poco más que especímenes bajo la lupa”.
Once años después de El estudiante, Mitre acaba de subvertir otra vez la forma de narrar ciertas cosas con Argentina, 1985, una película sobre el terrorismo de Estado en su país que, a diferencia de cualquier otra, no tiene una sola línea de diálogo solemne. El proyecto sobre el Juicio a las Juntas empezó a materializarse en 2017, cuando Mitre le llevó la idea al productor Axel Kuschevatzky, quien consiguió los fondos para empezar.
—El primer borrador de pocas páginas que me trajeron tenía una estructura tramposa —recuerda Kuschevatzky, quien ya había coproducido dos películas de Mitre, La patota y La cordillera, además de megaproyectos nacionales como El secreto de sus ojos, ganadora del Oscar, y Relatos salvajes, la película argentina más taquillera—. Cambios de puntos de vista, saltos en el tiempo, truquitos que Mitre y Llinás ya habían usado en otras películas. Le dije: “Santi, esto no funciona. Hagamos una película recontraclásica en su construcción narrativa, con vocación masiva e inteligente”. Sin complejos, con total pragmatismo, Mitre absorbió una idea ajena que le pareció mejor que la suya.
—Al principio un poco puteamos —dice ahora—, pero al ratito nos dimos cuenta de que Kuschevatzky tenía razón. Habíamos armado una estructura coral donde se perdía mucho de los personajes principales. Así que abandonamos todo y nos pusimos a investigar un rato largo sobre el Juicio a las Juntas.
Durante dos años de “aproximación documental al guion”, Mitre no solo rastrilló 540 horas de las filmaciones originales del juicio, con unos ochocientos testimonios que demostraron que el Estado argentino había creado centros clandestinos de detención para asesinar y desaparecer a militantes políticos, sino que entrevistó a los exmiembros del equipo de la fiscalía que había mandado a la cárcel a los excomandantes, en la época integrado por un grupo de jóvenes inexpertos y audaces con un promedio de edad de veinte años.
—Todos sonreían cuando nos hablaban del juicio. Nos contaban anécdotas graciosas, había una suerte de optimismo. La clave estaba ahí: no era solo hablar de la dictadura, con toda la crudeza y la crueldad, sino también de un hecho fundacional de la democracia, que todos recordaban como un buen momento. Así que apareció la pregunta: “¿Podemos contar esta historia de un modo más irreverente?”.
En la película, ese registro queda definido desde la primera escena, cuando el fiscal del Juicio a las Juntas, Julio César Strassera, tiene un ataque de celos de la pareja de su hija adolescente y manda a su hijo menor a perseguirla por la calle y vigilarla, bajo el pretexto de que el noviecito podría ser un agente de inteligencia con lazos militares que quiere infiltrarse en la familia.
—El cine argentino nunca había apelado al humor para hablar de la dictadura.
—No fue algo decidido de antemano. El optimismo de la película se nutrió de la investigación y de dejarnos llevar por la escritura. Teníamos en la cabeza las películas de Frank Capra o John Ford, que trabajan temas históricos sabiendo que, sea cual sea el contexto, las personas son personas y se cagan de risa de cosas.
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Desde el principio, Santiago Mitre concibió Argentina, 1985 con Ricardo Darín, el gran actor nacional —con quien ya había trabajado en La cordillera—, en el papel protagónico de Strassera, el hombre que lideró la acusación contra los militares y que terminó su alegato con una frase histórica: “Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.
—Cuando Santiago me preguntó si me gustaría hacer de Strassera, yo le dije: “¡Guaaau!” —dice Darín, quien además se sumó al proyecto como coproductor—. Santiago venera el trabajo actoral, pertenece a esa casta no muy poblada de directores que aman a los actores. Y como actor eso te libera para probar cosas que tal vez no tenías pensadas.
Mitre trabajó obsesivamente y durante meses en afinar el personaje de Strassera, el foco de la película, bajo la intuición de que, para obtener una versión realista, lo mejor sería que Darín, un actor consagrado que hasta entonces nunca había hecho un personaje histórico, no intentara imitar el tono del Strassera real, ya fallecido, un hombre de carácter particular, gruñón e hilarante en partes iguales.
—Mi vieja trabajó en el Poder Judicial desde los dieciocho años y conocía a Strassera —dice Mitre—. Me había hablado de él, yo sabía que era una especie de…, no sé cómo llamarlo…, personaje peculiar. Todos los que lo conocieron nos decían que vivía jodiendo y haciendo chistes. Incluso bromas medio incontables. Cuando empezamos a escribir apareció ese Strassera un poco loco, un poco peleado consigo mismo, que producía momentos cómicos en un contexto bastante trágico. Y nos entusiasmamos con eso, qué sé yo. Le metimos por ahí.
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Santiago Mitre y Dolores Fonzi dicen haberse enamorado mientras filmaban La patota, la segunda obra de Mitre, una adaptación de una película de los sesenta en la que Fonzi representa a Paulina, una abogada rica y de izquierda de la capital que deja todo para dar clases como voluntaria en una escuela pobre de la selva misionera, donde permanece incluso después de ser violada por una banda del barrio, a cuyos miembros decide proteger de la policía por motivos que la película no explica, porque Paulina, al igual que Roque en El estudiante, es eso: un personaje que no teoriza, que acciona.
Estrenada en 2015, La patota arrasó en Cannes, San Sebastián y otras ciudades con alfombras rojas a las que Mitre, por entonces divorciado, y Fonzi, por entonces divorciada del actor mexicano Gael García Bernal y con un hijo y una hija, viajaron en plan de romance privado, y a las que regresarían juntos tiempo después, ya como pareja oficial, para presentar otras películas de Mitre. Ahora, en 2023, Dolores Fonzi está por debutar como directora con Blondi, una película que, según dice, “no hubiera existido sin Santiago”.
—Yo tenía el guion en el cajón de la mesa de luz, porque para mí haberlo escrito ya era un logro y realizar la película me parecía algo superior. Y Santiago me decía: “Los guiones se escriben para hacerse”. Para él es muy importante el “hacer”. Santiago hace sin parar.
—Mariano Llinás dijo lo mismo, y también dijo que Mitre es un poco tímido.
—No sé si “tímido” es la palabra. Más bien diría que es educado y cortés, y puede ser simpático y divertido, pero no pierde energía en caerle bien a la gente.
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Además de las productoras de Mitre, Darín y Kuschevatzky, Argentina, 1985 involucró a la argentina Victoria Alonso, presidenta de producción de Marvel, y a otro gigante como Amazon para la distribución en más de 240 países. Al negociar el contrato, Mitre impuso que el tiempo del rodaje, en pleno rebrote de covid-19, durara por lo menos dos meses y medio, según contó orgullosamente en un par de entrevistas: “Amazon será una empresa grande, pero no te regala la plata”.
—Santiago es un director independiente incluso cuando trabaja con grandes empresas —dice Kuschevatzky—. Ejerce una identidad muy fuerte sobre los proyectos, no es un cineasta contratado al que le decís lo que hacer. Y está bastante despegado del sistema. A su primera película no le dieron fondos públicos, y a la última tampoco porque no los fue a buscar. Tiene una hoja de ruta propia. Es un director difícil de encuadrar en el panorama del cine argentino.
Aunque eso no le impide, por ejemplo, asociarse con las productoras que dominan el mercado, ni que su actor fetiche sea alguien tan popular como Ricardo Darín, protagonista de cuatro películas nominadas al Oscar, a quien Mitre dice que “ama” cada vez que puede y a quien dirigió por primera vez en 2017, en La cordillera, su primera película con producción y montaje de gran calado, un thriller político sobre una cumbre de presidentes latinoamericanos en la que Darín encarna al inescrutable mandatario argentino Hernán Blanco. Su hija, interpretada por Dolores Fonzi, tiene visiones sobre el pasado familiar que introducen a la película en un territorio fáustico y extraño.
—Siempre leí literatura fantástica argentina, y aunque la película no era exactamente eso, sí jugaba a esconder elementos fantásticos en una historia que no lo parecía, a mutar en su propio eje hacia algo más inquietante —dice Mitre, quien para La cordillera contó con el consejo de su padre, exfuncionario del Mercosur y habitué de cumbres presidenciales—. Con Llinás quisimos entrar al cine mainstream con algo que fuera, no sé, un caballo de Troya.
Una vez adentro de la industria, apuntó tan alto como pudo: su siguiente película iba a ser una ficción sobre el juicio más épico y trascendente de la historia argentina. Igual que en La cordillera, imaginó al personaje principal de Argentina, 1985 pensando en Darín, a quien para entonces ya consideraba su amigo. Planificó filmar en la sala de audiencias original del Juicio a las Juntas, conservada idéntica a 1985 (suele tener esa preferencia: rodar en locaciones reales, como la UBA, la Casa Rosada, el avión presidencial Tango 01 o la ex-Cámara Federal de Apelaciones). Mientras editaba La cordillera, comenzó a escribir el primer borrador de Argentina, 1985 (suele tener esa compulsión: empezar un proyecto antes de terminar otro).
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—Desde que vimos las grabaciones originales del juicio supimos que el testimonio de Adriana Calvo nos iba a organizar mucho la película. Porque el testimonio de Adriana Calvo era asesino, boludo. Era asesino.
Adriana Calvo de Laborde, primera sobreviviente de un centro clandestino que declaró en el juicio, narró minuciosamente las vejaciones por las que había pasado, incluido el día en que sus secuestradores la hicieron parir a su hija en un patrullero y más tarde la obligaron a baldear su propia placenta. Su declaración cambió la sensación térmica del proceso, que desde entonces empezó a ponerse gris para los comandantes.
Con el personaje de Calvo, Mitre aplicó la misma fórmula que con Strassera: no imitar a la persona real, sino dejar que la actriz, Laura Paredes, le imprimiera su propia forma de hablar a las escenas. “Con Santiago probamos imitarle ese tono que Adriana tiene tan particular —contó Paredes al diario La Voz del Interior—, pero no funcionaba. Generaba un artificio no deseado y también generaba distancia. Así que decidimos acercarla a mi tono”. En su primera película basada en hechos históricos, Mitre logró personajes de una veracidad inusual para el género, y lo hizo eximiendo a la ficción de calcar la realidad en los pequeños detalles. En el cuadro general, en cambio, la reproducción del juicio era una copia perfecta y fantasmática de 1985. Paredes actuó de Calvo sentada en el mismo estrado, en la misma sala, vistiendo la misma ropa, repitiendo textualmente el mismo testimonio abrasivo. Actores, técnicos, extras: todos lagrimeaban durante las tomas. Una gran catarsis colectiva, dirigida sin concesiones por Santiago Mitre. “Esta película fue muy exigente técnicamente —recordó Paredes—. Tuve que repetir el testimonio muchísimas veces. Con distintas puestas de cámara, tratando de llegar a la misma efectividad en todas las tomas. Santiago es un director muy cariñoso, pero tuve que volverme una máquina capaz de hacer llorar al espectador”.
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Hay una anécdota que el fiscal adjunto del juicio, Luis Moreno Ocampo, contó mil veces durante más de treinta años sin que nadie le prestara demasiada atención. Nadie excepto Santiago Mitre. En 1985, después del testimonio de Adriana Calvo, la madre de Moreno Ocampo, una mujer de familia militar que iba a misa con el general Jorge Videla y que le tenía afecto al exdictador, llamó a su hijo y le dijo: “Estuve leyendo el testimonio de Calvo de Laborde. Yo todavía lo quiero a Videla, pero tenés razón: tiene que ir preso”.
—Mitre agarró la anécdota de mi madre y la usó como un instrumento para mostrar el contexto social: lo que le pasaba a toda la Argentina con el juicio —dice Moreno Ocampo, en la película representado por el actor Peter Lanzani—. Cuando conversamos, a él le interesaba mucho ese punto de quiebre en el que nosotros habíamos empezado a ganar la pelea frente a la sociedad.
En 2020, Moreno Ocampo, quien además se desempeñó como fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, se mudó a Los Ángeles para tomar cursos en la Escuela de Artes Cinematográficas de la Universidad del Sur de California, una de las mejores escuelas de cine del mundo.
—Quería entender cómo las películas definen las narrativas sobre crimen, guerra y justicia. Aprendí que la palabra “holocausto” no la crearon los Juicios de Núremberg en 1945, sino la película sobre los juicios en 1961. Los casos judiciales se ganan ante los jueces, pero luego viene una guerra por la comunicación que se pelea todos los días. Y ahora Santiago Mitre es el campeón de esa guerra. No sé por cuánto tiempo, pero ahora la ganó.
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Festival Internacional de Cine de Venecia, septiembre de 2022. Argentina, 1985 se proyecta por primera vez en una sala con público. Julio César Strassera pronuncia su alegato final: ocho minutos y siete segundos de Ricardo Darín enunciando con dicción quirúrgica los crímenes horrorosos de la dictadura, alternando la mirada entre los jueces, la hoja con su discurso y los asesinos en el banquillo, frente a una sala repleta y estremecida. Cuando el fiscal termina de hablar, “Señores jueces: ‘Nunca más’”, el público en Venecia se levanta de las butacas y libera una ovación. Los espectadores lloran o ríen o las dos cosas. Por un instante, Santiago Mitre se fastidia, siente que algo falló. “La puta madre, ¿qué pasa?”, piensa. El aplauso del público impide percibir que, durante los diez segundos posteriores al alegato, la película se ha quedado en silencio. “Saquemos el sonido acá y te quedás con un Strassera aturdido, que no entiende lo que acaba de suceder”, le había pedido Mitre al montajista. Pero ahora, en Venecia, la ovación tapa al truco, que contenía un mensaje: Strassera no es un héroe, es un tipo común que a duras penas asimila lo que le pasa. Enseguida, Mitre se consuela: “Bueno, por ahí era obvio que la sordina era al pedo, que la gente quería aplaudir ese discurso”.
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Tres meses antes de Argentina, 1985, Santiago Mitre estrenó Pequeña flor, una película filmada en Francia, con coproducción francesa y en francés, que empieza como una comedia romántica costumbrista y se transforma en un laberinto narrativo dentro del género negro y fantástico. Pequeña flor, el regreso de Mitre al cine después de cinco años, su película con menos público, filmada en paralelo a la investigación sobre el Juicio a las Juntas, no tenía absolutamente nada que ver con la línea temática del resto de su filmografía.
“Me voy guiando por intuición —dijo después del estreno—. Aparece algo que me gusta y lo quiero hacer. Por más que mis obras muestren algo político y social en común, no tengo una planificación demasiado concreta sobre lo que quiero hacer como director”.
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Festival Internacional de Cine de San Sebastián, septiembre de 2022. Santiago Mitre llega a la apertura de la 70.ª edición. Argentina, 1985 aún no se ha estrenado en cines y hasta ahora solo se ha proyectado en Venecia. Mitre baja de un auto con barbijo, auriculares y anteojos de sol y camina hacia la puerta del salón, donde esperan los fotógrafos. Se saca el barbijo y los auriculares y gesticula como diciendo: “Si no queda otra…”. Posa tres segundos, serio, con los pies muy juntos y los labios muy pegados. Recibe los flashes y dice a los fotógrafos: “No saben quién soy, igual. ¡Hola!”. Saluda con una mano, sonríe cordialmente y entra al salón.
Una semana después, Argentina, 1985 gana el Premio del Público en San Sebastián. Mitre ya lo había sentido en Venecia, donde la sala aplaudió la película durante nueve minutos, y lo comprobará pronto en otros festivales internacionales: hay algo en Argentina, 1985 que va más allá de Argentina y más allá de 1985. Hay una fibra universal, cosas enormes como la democracia, la justicia, el derecho a la dignidad humana. Cosas que podrían haber resultado pedagógicas y previsibles, si el director no hubiera sido Santiago Mitre.
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—Hay un versito que digo siempre —dice Mitre, otra vez anticipando una de esas fórmulas que repite en distintas entrevistas— y me parece bien: cuando uno hace películas de temas políticos e interviene en la realidad de una manera tan directa, lo mejor que puede pasar es que el público no solo debata la película, sino también el tema que se desprende de la película.
Argentina, 1985 superó el millón de espectadores en un mes en los cines argentinos, incluso al margen de las grandes cadenas que la dejaron fuera de su programación porque consideraron insuficiente el tiempo en cartel que les ofrecía Amazon antes de estrenarla en su plataforma. Se formaron largas filas en las avenidas, con padres que llevaban a sus hijos al cine, como si ver la película fuera una especie de ejercicio de iniciación cívica. Políticos, funcionarios, militantes de derechos humanos, artistas, personajes de la farándula: nadie se quedó sin opinar. Si el presidente radical Raúl Alfonsín salía bien o mal parado, si el peronismo salía bien o mal parado, si Julio Strassera salía bien o mal parado, si Mitre salía bien o mal parado.
Se destacó infinitas veces el sentido de la oportunidad de Mitre para hacer una película sobre el Juicio a las Juntas en un contexto mundial de democracia en crisis y en un contexto argentino en el que miles de jóvenes no saben casi nada sobre la última dictadura. Cuando le preguntan si cree que Argentina, 1985 es una película “necesaria”, Mitre responde que tal vez, pero que él no puede ni pretende prever los “efectos colaterales” de su obra. Da la bienvenida a esos efectos, pero prescinde de ellos y prefiere dejar que otros los comenten, incluso cuando sus alcances, amplificados por el streaming, llegaron a ser mundiales.
—No era imposible imaginar que la película iba a causar interés internacional. El juicio es muy valorado en el mundo, eh, Moreno Ocampo nos lo decía todo el tiempo. Y además mis películas se vieron mucho afuera.
Desde Relatos salvajes, de Damián Szifron, en 2014, que una película argentina no ganaba tanta audiencia ni tantos premios fuera del país.
—La película entró en una…, no sabría cómo decirlo…, cuando los españoles la vieron por primera vez, hablaron de envidia. De por qué Argentina pudo hacer el Juicio a las Juntas y España vivió su transición sin juzgar. En otros lugares entró por la rendija del temor a los movimientos autoritarios de derecha. Se fue metiendo en las realidades de otros países que la vieron desde ese lado: una preocupación por la democracia como sistema, o algo así.
Argentina, 1985 es la octava candidata argentina al Oscar, un premio que solo obtuvieron La historia oficial, de Luis Puenzo, en 1986, y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, en 2010.
—¿Cuánto te importa ganarlo?
—Ehhh, me gustaría, por supuesto. Pero bueno, la película ya hizo muchísimo. Obvio que voy a ir con la esperanza de que nos den el premio. Pero si no —dice Mitre, con la misma chispa indolente con la que dijo todo lo demás—, voy a estar triste por veinte segundos.
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