Tsunami es una antología de textos hechos por grandes escritoras latinoamericanas de diferentes generaciones en los que se reflexiona sobre la representación –o falta de ella de ella– de las mujeres en el mundo y en la literatura; las definiciones y etiquetas que son impuestas, que se trazan en violencia histórica y cultural, pero también en las resistencias. En las páginas de este libro se pueden encontrar las letras de Vivian Abenshushan, Yásnaya Elena A. Gil, Verónica Gerber Bicecci, Margo Glantz, Jimena González, Gabriela Jauregui, Brenda Lozano, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza, Yolanda Segura, Diana J. Torres y Sara Uribe.Este es un extracto de Tsunami, que fue publicado en el 2018 por la editorial Sexto Piso.Disolutas (a ante cabe con contra) Las pedagogías de la crueldad
En la obra La letra con sangre entra o Escena de escuela, el pintor Francisco de Goya describe el sistema educativo de su época: el maestro aparece sentado a la izquierda con un perro a sus pies, mientras azota a un alumno inclinado, con las nalgas al aire, para recibir el castigo.
Es probable que el tutor o tallerista (o alguno de los jóvenes escritores sentados a su alrededor) respingue ante un texto atravesado por múltiples epígrafes fuera de lugar. Son demasiados, dice el primero; son reiterativos, argumenta el segundo. Rehúyen la originalidad, agregan a coro los terceros (en realidad, estos jóvenes son tímidos, pero se han envalentonado frente a la víctima sacrificial). La joven escritora (la jovencita, la apodan todos) no ha podido seguir leyendo en voz alta su texto. Es el primero que lleva a la sesión (o ritual de desollamiento) y será probablemente el último. Ella intenta continuar, pero la han intimidado, el entusiasmo decae. ¿Qué hago aquí?, se preguntará cuando llegue, con dificultad, a la última línea y reciba el veredicto. Esto no es un ensayo, dice el primero. Esto no es literatura, argumenta el segundo. Te falta rigor, hilación, ¡voz propia!, cantan los terceros... La escritura ha pasado por el tribunal. Ella es la acusada. ¿Cuál es su crimen? No escribir bien. No corregir lo suficiente. No respetar las convenciones. Sobre todo: no soportar virilmente la crítica. ¿Cómo alcanzará, si no es así, la calidad literaria? ¿Cómo dejará a un lado esos balbuceos, ese revoltijo, si no se somete al escrutinio de las voces autorizadas? (Someter, dice Cristina Rivera Garza, es uno de los verbos que deberían dejar de conjugarse, en todas sus acepciones, cuando se trata de leer textos propios y ajenos en un taller.) Uno de los jóvenes escritores se atreve a decir lo que el tutor ya espera que diga (es la frase de su titulación pronunciada en sociedad): dedícate a otra cosa. La jovencita intenta no llorar. Acaso lo logre o lo posponga. Acaso vuelva la próxima semana convertida en otra. Quizá incorpore los comentarios, quizá haga suya la crueldad y, en el futuro, cuando ella misma se convierta en tallerista o tutora (a fuerza de engrosar su propia piel en cenas caníbales, juegos de ingenio, premios literarios y otras formas de competencia), se alce como nueva autoridad frente a otras jovencitas y las oprima. Pero también es probable que decida no hacerlo.
Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
–Cristina Rivera Garza
Me pregunto si existe una estructura profunda detrás del episodio de la jovencita. ¿Qué significa ese uso extendido de la saña en un espacio de aprendizaje? ¿A qué obedece? ¿Qué estrategia tiene? Adelanto una hipótesis: el taller literario, una institución con más de cincuenta años de existencia en México y practicada en todo el orbe, opera menos como un espacio de diálogo o transmisión de saberes, que como la escuela que produce (y reproduce) el sistema literario como orden patriarcal. No se trata aquí de hacer una crítica de esa forma legítima de trabajo, gracias a la cual, los escritores pueden generar algún ingreso garantizado en medio de la precariedad general del gremio, sino de desnudar sus estructuras, muchas veces perversas, a través de las cuales se normaliza el alfabeto de la humillación indispensable para bregar en la selva del mercado editorial, además de estabilizar las jerarquías no sólo de ciertos autores, sino de los géneros literarios y sus convenciones monolíticas. En tanto forma de poder (aunque se trate de un micro poder), el taller literario enseña a escribir, ni más ni menos, y desde ahí vigila y gestiona el buen funcionamiento de la fábrica literaria. ¿Quieres ser escritor? ¡Demuéstramelo! Su pedagogía no es sólo técnica, sino política, porque establece fronteras sensibles, indicando qué subjetividades valen y qué otras no. Se constituye como criba, como aduana, como rito de paso, al que no sobreviven las prácticas amenazantes, desestabilizadoras o, si se quiere, experimentales. De ese modo, los expertos de la sensibilidad humana (los tutores) se arrogan toda competencia, en tanto figuras de autoridad, sobre lo que sus discípulos tienen de más íntimo: su deseo y su lenguaje. No hay forma más sutil y penetrante para implantar un control que moldeando al ser sensible que se expresa, ahí, a través de las palabras. Cuando los talleristas de narrativa insisten en la eficacia y la solvencia de la trama, todo un orden económico e ideológico se introduce en el lenguaje como señal de legibilidad, es decir, de éxito. Lo oscuro, lo deforme, lo marginal, serán interpretados, entonces, como formas del fracaso. Mientras aprenden a leer lo que hacen en el proceso de escribir, los participantes del taller reciben en realidad otro tipo de entrenamiento: la obligación de potencia. Un buen cuento vence por knock out, ¿no es cierto? Un golpe certero. Un tiro al blanco. El léxico marcial, del que habla Rivera Garza en Los muertos indóciles, cuando reflexiona sobre la necesidad de transformar las pedagogías de los talleres de creación, así lo indica: corregir, disciplinarse, cercenar. Cada vez que el tallerista (también conocido como Mi General) conjuga esos verbos con sus llamados al orden, transmite un oficio cuya preceptiva se parece más al de la milicia que al de la escritura. Y la guerra, como sabemos, es un orden político, social y territorial dominado por el mandato masculino.
Si el acto violento es entendido como mensaje, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo.
–Rita Segato
Si eres mujer y te interesa escribir, este dato te incumbe. Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación del régimen de género vigente, donde las voces de las mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento. El taller literario es sexista. Transmite indeleblemente el mensaje de que las mujeres son bienvenidas (estamos en el siglo XXI), pero no serán escuchadas. De hecho, las escritoras en ciernes que asisten a estos espacios se convierten, con una frecuencia inaceptable, en las voces agredidas de manera ejemplar, como si a través del escarnio o descalificación de sus escrituras, muchas veces «deshilvanadas» o «demasiado personales», se transmitiera un mensaje. ¿A quién está dirigido? ¿Qué dice esa agresión? Desde su ensayo Las estructuras elementales de la violencia (2003) hasta La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013), la antropóloga y feminista argentina Rita Segato se ha dedicado a pensar y ubicar políticamente la violencia contra las mujeres latinoamericanas. Uno de sus conceptos centrales es el de las pedagogías de la crueldad: una serie de rituales de paso o pruebas de masculinidad destinadas a reafirmar la posición social dominante de los hombres. Estos exámenes de potencia, dice Segato, se desarrollan bajo la mirada de otros varones, porque la masculinidad es un estatus que debe ser validado por quienes ya tienen esa posición. Es la pedagogía que se practica en los burdeles o el ejército, en la mafia o el narcotráfico, escuelas de la desensibilización, donde se aprende a engrosar la piel, o peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro. Se trata también de una economía simbólica que permite ver lo humano (el ser sensible) convertido en cosa. Cosa para el consumo carnal, para la compraventa de órganos, para la guerra. Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios, no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital. Digo corporación también en el sentido que ha pensado Segato: como alianza masculina fuertemente jerarquizada que se consolida a través de una víctima sacrificial: ese ser humano convertido en cosa, esa mujer convertida en objeto de la violencia. La corporación masculina (fundada en la lealtad suprema a sí misma) es lo opuesto a la comunidad (fundada en el vínculo). Su código intocable, como en la omertá de la mafia, es el pacto de silencio. Quien denuncia o quien se conmueve es objeto de sospecha. También lo es quien desacata el mandato masculino: ya sean los homosexuales o las mujeres cuando se presentan gozosas, sin necesidad de tutor o patrón. Como los varones deben demostrar que merecen pertenecer a esa corporación, la exhibición de sus capacidades de vileza es constante. Se trata entonces de una violencia expresiva, dice Segato: una violencia que moraliza (o castiga) a las mujeres, produciendo reglas implícitas, a través de las cuales circulan consignas de poder (no legales, no evidentes, pero sí efectivas). La mujer como cuerpo donde se inscribe una misiva, un tapiz para lanzar un mensaje de poder. Es el sometimiento de la sociedad entera a los espectáculos de crueldad.
Cómo ser un gran escritorTienes que cogerte a muchas mujeres,bellas mujeres,y escribir unos pocos poemas de amor decentes y no te preocupes por la edady los nuevos talentos.Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Anda al hipódromo por lo menos una veza la semanay ganasi es posible.
–Charles Bukowski
¿Si trasladáramos las pedagogías de la crueldad del ejército al sistema literario, qué encontramos? Que ser un buen escritor es «cogerse a muchas mujeres». El mandato de masculinidad cristalizado en forma de poema. Autorreferencial, agregaría Segato, narcisista, incapaz de amar a otro. «Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero». Así, el escritor, aunque sensible, también cultiva su fiereza: «Agarra una buena máquina de escribir y dale duro a esa cosa, dale duro. / Haz de eso una pelea de peso pesado. / Haz como el toro en la primera embestida». Este tipo de lenguaje se ha naturalizado en el sistema patriarcal de la literatura al grado que pasa a comportarse casi con automatismo. El mensaje es transparente: el sistema de dominación masculina permanece intacto. ¿Y si alguien se atreve a señalarlo? ¡Feminazi! O incluso, ¡que le corten la lengua! Pero volviendo a nuestro tema (me deshilacho): el taller literario también tiene sus historias de amor, quiero decir, sus historias de acoso, besos sin consentimientos y abuso sexual. Un ejemplo visible: más de veinte mujeres han denunciado recientemente al director de teatro y maestro de la Escuela de Escritores Sogem, Felipe Oliva Alvarado, por violación, hostigamiento y violencia psicológica, bajo la consigna pedagógica de que todo eso formaba «parte del ejercicio teatral». Este caso constituye una violencia institucionalizada de la que, por fin, hoy se habla. Hemos entendido que el desmontaje de la crueldad comienza por romper el pacto de silencio (y el respeto al miedo). O como dice Audre Lorde: no es que hayamos dejado de tener miedo, sino que aprendimos a controlarlo.
Una de las historias de las Metamorfosis narra la violación de una princesa joven, Filomena. Para prevenir una denuncia, el violador simplemente le corta la lengua... Ovidio puede haber silenciado a sus mujeres a través de transformaciones o mutilaciones, pero también sugirió que la comunicación trascendía la voz humana y que las mujeres no podían ser silenciadas tan fácilmente. Filomena perdió su lengua, pero aun así encontró la forma de denunciar a su violador al tejer su nombre en un tapiz.
–Mary Beard
Hay otros abusos insospechados que recorren todo el espectro de la institución literaria, dentro y fuera del taller, en editoriales, encuentros de escritores, conversaciones de cantina, colegios nacionales. En el poder que decide quién publica y quién no, quién ostenta, entonces, una voz pública. En el 2015, el proyecto #RopaSucia de Maricela Guerrero, Paula Abramo y Xitlálitl Rodríguez, fue pensado como un hashtag (y luego como una instalación) que recogía experiencias de misoginia, exclusión y otro tipo de prácticas que silencian o invisibilizan el trabajo hecho por mujeres en el mundo de la cultura. La metáfora del tejido no es casual: #RopaSucia es el tapiz de Filomena. Si alguien pensaba que la hegemonía masculina no se encontraba en los medios ilustrados, medios donde las mujeres han abierto espacios de interlocución y presencia, se equivocaba. En muy poco tiempo, más de quince mil mensajes hacían eco de la convocatoria. «Como no eres puta ni amable ni guapa, no te va quedar otra que escribir bien, si quieres hacer carrera literaria». «El ensayo está tan bien hecho que parece que lo hizo un hombre». «Entendemos que tienes un hijo, por eso a lo mejor esta beca no es para ti». «Yo no discuto con mujeres». Agrego una frase ejemplar de mi propio anecdotario. Sucedió en Argentina, otro país con una ola creciente de feminicidios, donde también se cuecen habas (o misoginias literarias). Mientras mi ex pareja y yo tomábamos un café con el editor de la Bestia Equilátera, el señor dijo: «Así que tú eres Sylvia Plath, la que cuida a los niños, y él Ted Hughes, el que escribe». El momento de autoanálisis también me deja a la intemperie y, por eso, no quisiera dejar de testimoniar aquí mis propios mandatos incorporados. Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. Más que sentido del humor, cultivé el sarcasmo y la mordacidad para no morir en las cenas caníbales, uno de los rituales de socialización típicos del gremio. Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor. «Eres implacable», decían. Así, severa y exigente, fui alguna vez con mis becarios del Fonca, un lugar de torturas y demostraciones de poder que necesitamos confrontar si es que no deseamos reproducir ese sistema de comunicación dominante que nos sigue situando a las mujeres en lugares de vulnerabilidad. Lo hice demasiado tiempo hasta que, como señala Mary Beard en su ensayo La voz pública de las mujeres, me cansé de impostar la voz y herir a otros para defenderme. Aquello se me volvió políticamente insostenible.
Mujer artista no es más que una disoluta.–Gustave Flaubert
No es lo mismo escribir de nosotras que con nosotras.–Lohana Berkins
En marzo del 2017, un grupo de mujeres organizadas alrededor de un círculo de lecturas feministas me invitó a dar un taller de creación literaria en Oaxaca. Les propuse abrir no un taller, sino un espacio común entre mujeres donde exploraríamos prácticas colaborativas y experimentales en la escritura. Las tres sesiones fueron desbordantes y entusiastas. Nunca antes, por mis propios prejuicios, había dado un laboratorio con «perspectiva de género». El giro fue revelador: una nueva potencia germinaba ahí para interrogarme con toda su fuerza. ¿Qué aprendí en ese primer momento? Que se trataba sobre todo de un territorio político y que su política central consistía en enfrentar las pedagogías de la crueldad a través de vínculos afectivos, comunitarios, verbales, corporales y usando todos los medios a nuestro alcance. Cuando regresé a la Ciudad de México, decidí proseguir la experiencia y convocamos a la Disoluta, un laboratorio de otras escrituras que era también, por supuesto, un espacio entre mujeres. ¿Por qué decidieron estar aquí?, pregunto siempre al comenzar las sesiones. Las respuestas son abrumadoras: por el hartazgo frente al menosprecio padecido en otros talleres, un sentimiento de incomprensión y constreñimiento, testimonios más graves sobre violencia y acoso, la búsqueda de espacios seguros de interlocución y estudio colaborativo, la exploración de prácticas no autorizadas, inapropiadas, de escritura. Pero quizá la preocupación que escucho con más insistencia es el deseo común de enfrentar las diversas expresiones de violencia que hoy se inscriben en el cuerpo de las mujeres. Además de un lugar de creación colectiva, la Disoluta se convirtió en un espacio terapéutico (¡horror de horrores!), donde nunca de los nuncas se conjuga el verbo tallerear. Preferimos reescribir, recontextualizar, reconstruir, reorganizar, habitar, ocupar, cuidar, copiar, resituar, nombrar. Una parte del laboratorio ya ha mutado en colectiva y se autogestiona de forma horizontal. A él han asistido guionistas, biólogas, pedagogas, promotoras de lectura, traductoras, editoras, cineastas, feministas, transfeministas, bisexuales, ex artistas, ex escritoras, lingüistas y estudiantes de muchos otros campos que encontraron finalmente un lugar legítimo donde escribir, sin la intención de ser reclutadas por la literatura. Si algo me anima a hablar de este espacio aquí es el hecho de haber encontrado en él una incontenible fuerza de invención contraria a las gramáticas denigrantes del taller literario. Quebrar esa gramática comienza, para mí, para nosotras, en desautorizarme, es decir, en convertirme sólo en un catalizador a través de la cual se socializan muchos saberes y conversaciones. Desautorizarse es un trabajo arduo y cotidiano e implica renunciar a cierto ímpetu, ciertas ansias de notoriedad. Significa que nuestra voz sea una voz a lado de otras. No la voz cantante. No la voz que embiste. Nuestros vínculos son, por eso, muy distintos a los de la mafia: nadie tiene que demostrar nada. Ni elocuencia ni superioridad ni miedo. Para escribir no deseamos curtirnos. Tampoco somos autoindulgentes. Nos escuchamos unas a otras con atención porque cada palabra nos parece necesaria. Cuchicheamos, hacemos ruido, nos reímos a carcajadas. Y escribimos juntas. Porque uno de los mitos literarios que se han instaurado desde el patriarcado, es decir, desde el capital, es el mito de la propiedad y su primogénito intelectual: el autor. Cuando hablamos de otras formas de escritura queremos decir también: otras formas de hacer mundo. Escrituras de la presencia, escrituras de la situación, escrituras donde lo personal es político porque nos implica a todas. La Disoluta no es, por fortuna, única y mucho menos imperecedera. Es un grupo entre los grupos (¡una grupa entre incontables grupas!), lo cual significa que se inscribe en una corriente que la acompaña y excede: todos esos espacios, colectivas, foros, editoriales y movimientos encabezados por mujeres y otras disidencias que se implican, llenas de rabia y de ternura, para desafiar las violencias instituidas y las fábricas de muerte. Con lo cual llego al final de este revoltijo sólo para decir algo más. Un fantasma recorre la escritura del siglo XXI: el fantasma de la cuarta ola feminista.*Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) es escritora y agente cultural independiente. Su práctica individual y colectiva se ha centrado en la exploración de estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política, procesos colaborativos, cruces entre disciplinas y prácticas experimentales en la escritura. Su libro más reciente es Escritos para desocupados, publicado por Surplus Ediciones bajo una licencia copyleft que alienta su reproducción y descarga libre en línea. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y de la colectiva Disolutas. Desde 1998 imparte, dentro y fuera del país, laboratorios de escrituras extendidas a través de pedagogías que provienen tanto del arte como de otras prácticas desescolarizadas. Actualmente trabaja en el proyecto Permanente Obra Negra, un dispositivo textual fundado en la copia, la reescritura, el montaje de citas y la socialización de esas herramientas.
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Un extracto en el que Vivian Abenshushan cuenta cómo es ser escritora en un mundo masculinizado.
Tsunami es una antología de textos hechos por grandes escritoras latinoamericanas de diferentes generaciones en los que se reflexiona sobre la representación –o falta de ella de ella– de las mujeres en el mundo y en la literatura; las definiciones y etiquetas que son impuestas, que se trazan en violencia histórica y cultural, pero también en las resistencias. En las páginas de este libro se pueden encontrar las letras de Vivian Abenshushan, Yásnaya Elena A. Gil, Verónica Gerber Bicecci, Margo Glantz, Jimena González, Gabriela Jauregui, Brenda Lozano, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza, Yolanda Segura, Diana J. Torres y Sara Uribe.Este es un extracto de Tsunami, que fue publicado en el 2018 por la editorial Sexto Piso.Disolutas (a ante cabe con contra) Las pedagogías de la crueldad
En la obra La letra con sangre entra o Escena de escuela, el pintor Francisco de Goya describe el sistema educativo de su época: el maestro aparece sentado a la izquierda con un perro a sus pies, mientras azota a un alumno inclinado, con las nalgas al aire, para recibir el castigo.
Es probable que el tutor o tallerista (o alguno de los jóvenes escritores sentados a su alrededor) respingue ante un texto atravesado por múltiples epígrafes fuera de lugar. Son demasiados, dice el primero; son reiterativos, argumenta el segundo. Rehúyen la originalidad, agregan a coro los terceros (en realidad, estos jóvenes son tímidos, pero se han envalentonado frente a la víctima sacrificial). La joven escritora (la jovencita, la apodan todos) no ha podido seguir leyendo en voz alta su texto. Es el primero que lleva a la sesión (o ritual de desollamiento) y será probablemente el último. Ella intenta continuar, pero la han intimidado, el entusiasmo decae. ¿Qué hago aquí?, se preguntará cuando llegue, con dificultad, a la última línea y reciba el veredicto. Esto no es un ensayo, dice el primero. Esto no es literatura, argumenta el segundo. Te falta rigor, hilación, ¡voz propia!, cantan los terceros... La escritura ha pasado por el tribunal. Ella es la acusada. ¿Cuál es su crimen? No escribir bien. No corregir lo suficiente. No respetar las convenciones. Sobre todo: no soportar virilmente la crítica. ¿Cómo alcanzará, si no es así, la calidad literaria? ¿Cómo dejará a un lado esos balbuceos, ese revoltijo, si no se somete al escrutinio de las voces autorizadas? (Someter, dice Cristina Rivera Garza, es uno de los verbos que deberían dejar de conjugarse, en todas sus acepciones, cuando se trata de leer textos propios y ajenos en un taller.) Uno de los jóvenes escritores se atreve a decir lo que el tutor ya espera que diga (es la frase de su titulación pronunciada en sociedad): dedícate a otra cosa. La jovencita intenta no llorar. Acaso lo logre o lo posponga. Acaso vuelva la próxima semana convertida en otra. Quizá incorpore los comentarios, quizá haga suya la crueldad y, en el futuro, cuando ella misma se convierta en tallerista o tutora (a fuerza de engrosar su propia piel en cenas caníbales, juegos de ingenio, premios literarios y otras formas de competencia), se alce como nueva autoridad frente a otras jovencitas y las oprima. Pero también es probable que decida no hacerlo.
Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
–Cristina Rivera Garza
Me pregunto si existe una estructura profunda detrás del episodio de la jovencita. ¿Qué significa ese uso extendido de la saña en un espacio de aprendizaje? ¿A qué obedece? ¿Qué estrategia tiene? Adelanto una hipótesis: el taller literario, una institución con más de cincuenta años de existencia en México y practicada en todo el orbe, opera menos como un espacio de diálogo o transmisión de saberes, que como la escuela que produce (y reproduce) el sistema literario como orden patriarcal. No se trata aquí de hacer una crítica de esa forma legítima de trabajo, gracias a la cual, los escritores pueden generar algún ingreso garantizado en medio de la precariedad general del gremio, sino de desnudar sus estructuras, muchas veces perversas, a través de las cuales se normaliza el alfabeto de la humillación indispensable para bregar en la selva del mercado editorial, además de estabilizar las jerarquías no sólo de ciertos autores, sino de los géneros literarios y sus convenciones monolíticas. En tanto forma de poder (aunque se trate de un micro poder), el taller literario enseña a escribir, ni más ni menos, y desde ahí vigila y gestiona el buen funcionamiento de la fábrica literaria. ¿Quieres ser escritor? ¡Demuéstramelo! Su pedagogía no es sólo técnica, sino política, porque establece fronteras sensibles, indicando qué subjetividades valen y qué otras no. Se constituye como criba, como aduana, como rito de paso, al que no sobreviven las prácticas amenazantes, desestabilizadoras o, si se quiere, experimentales. De ese modo, los expertos de la sensibilidad humana (los tutores) se arrogan toda competencia, en tanto figuras de autoridad, sobre lo que sus discípulos tienen de más íntimo: su deseo y su lenguaje. No hay forma más sutil y penetrante para implantar un control que moldeando al ser sensible que se expresa, ahí, a través de las palabras. Cuando los talleristas de narrativa insisten en la eficacia y la solvencia de la trama, todo un orden económico e ideológico se introduce en el lenguaje como señal de legibilidad, es decir, de éxito. Lo oscuro, lo deforme, lo marginal, serán interpretados, entonces, como formas del fracaso. Mientras aprenden a leer lo que hacen en el proceso de escribir, los participantes del taller reciben en realidad otro tipo de entrenamiento: la obligación de potencia. Un buen cuento vence por knock out, ¿no es cierto? Un golpe certero. Un tiro al blanco. El léxico marcial, del que habla Rivera Garza en Los muertos indóciles, cuando reflexiona sobre la necesidad de transformar las pedagogías de los talleres de creación, así lo indica: corregir, disciplinarse, cercenar. Cada vez que el tallerista (también conocido como Mi General) conjuga esos verbos con sus llamados al orden, transmite un oficio cuya preceptiva se parece más al de la milicia que al de la escritura. Y la guerra, como sabemos, es un orden político, social y territorial dominado por el mandato masculino.
Si el acto violento es entendido como mensaje, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo.
–Rita Segato
Si eres mujer y te interesa escribir, este dato te incumbe. Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación del régimen de género vigente, donde las voces de las mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento. El taller literario es sexista. Transmite indeleblemente el mensaje de que las mujeres son bienvenidas (estamos en el siglo XXI), pero no serán escuchadas. De hecho, las escritoras en ciernes que asisten a estos espacios se convierten, con una frecuencia inaceptable, en las voces agredidas de manera ejemplar, como si a través del escarnio o descalificación de sus escrituras, muchas veces «deshilvanadas» o «demasiado personales», se transmitiera un mensaje. ¿A quién está dirigido? ¿Qué dice esa agresión? Desde su ensayo Las estructuras elementales de la violencia (2003) hasta La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013), la antropóloga y feminista argentina Rita Segato se ha dedicado a pensar y ubicar políticamente la violencia contra las mujeres latinoamericanas. Uno de sus conceptos centrales es el de las pedagogías de la crueldad: una serie de rituales de paso o pruebas de masculinidad destinadas a reafirmar la posición social dominante de los hombres. Estos exámenes de potencia, dice Segato, se desarrollan bajo la mirada de otros varones, porque la masculinidad es un estatus que debe ser validado por quienes ya tienen esa posición. Es la pedagogía que se practica en los burdeles o el ejército, en la mafia o el narcotráfico, escuelas de la desensibilización, donde se aprende a engrosar la piel, o peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro. Se trata también de una economía simbólica que permite ver lo humano (el ser sensible) convertido en cosa. Cosa para el consumo carnal, para la compraventa de órganos, para la guerra. Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios, no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital. Digo corporación también en el sentido que ha pensado Segato: como alianza masculina fuertemente jerarquizada que se consolida a través de una víctima sacrificial: ese ser humano convertido en cosa, esa mujer convertida en objeto de la violencia. La corporación masculina (fundada en la lealtad suprema a sí misma) es lo opuesto a la comunidad (fundada en el vínculo). Su código intocable, como en la omertá de la mafia, es el pacto de silencio. Quien denuncia o quien se conmueve es objeto de sospecha. También lo es quien desacata el mandato masculino: ya sean los homosexuales o las mujeres cuando se presentan gozosas, sin necesidad de tutor o patrón. Como los varones deben demostrar que merecen pertenecer a esa corporación, la exhibición de sus capacidades de vileza es constante. Se trata entonces de una violencia expresiva, dice Segato: una violencia que moraliza (o castiga) a las mujeres, produciendo reglas implícitas, a través de las cuales circulan consignas de poder (no legales, no evidentes, pero sí efectivas). La mujer como cuerpo donde se inscribe una misiva, un tapiz para lanzar un mensaje de poder. Es el sometimiento de la sociedad entera a los espectáculos de crueldad.
Cómo ser un gran escritorTienes que cogerte a muchas mujeres,bellas mujeres,y escribir unos pocos poemas de amor decentes y no te preocupes por la edady los nuevos talentos.Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Anda al hipódromo por lo menos una veza la semanay ganasi es posible.
–Charles Bukowski
¿Si trasladáramos las pedagogías de la crueldad del ejército al sistema literario, qué encontramos? Que ser un buen escritor es «cogerse a muchas mujeres». El mandato de masculinidad cristalizado en forma de poema. Autorreferencial, agregaría Segato, narcisista, incapaz de amar a otro. «Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero». Así, el escritor, aunque sensible, también cultiva su fiereza: «Agarra una buena máquina de escribir y dale duro a esa cosa, dale duro. / Haz de eso una pelea de peso pesado. / Haz como el toro en la primera embestida». Este tipo de lenguaje se ha naturalizado en el sistema patriarcal de la literatura al grado que pasa a comportarse casi con automatismo. El mensaje es transparente: el sistema de dominación masculina permanece intacto. ¿Y si alguien se atreve a señalarlo? ¡Feminazi! O incluso, ¡que le corten la lengua! Pero volviendo a nuestro tema (me deshilacho): el taller literario también tiene sus historias de amor, quiero decir, sus historias de acoso, besos sin consentimientos y abuso sexual. Un ejemplo visible: más de veinte mujeres han denunciado recientemente al director de teatro y maestro de la Escuela de Escritores Sogem, Felipe Oliva Alvarado, por violación, hostigamiento y violencia psicológica, bajo la consigna pedagógica de que todo eso formaba «parte del ejercicio teatral». Este caso constituye una violencia institucionalizada de la que, por fin, hoy se habla. Hemos entendido que el desmontaje de la crueldad comienza por romper el pacto de silencio (y el respeto al miedo). O como dice Audre Lorde: no es que hayamos dejado de tener miedo, sino que aprendimos a controlarlo.
Una de las historias de las Metamorfosis narra la violación de una princesa joven, Filomena. Para prevenir una denuncia, el violador simplemente le corta la lengua... Ovidio puede haber silenciado a sus mujeres a través de transformaciones o mutilaciones, pero también sugirió que la comunicación trascendía la voz humana y que las mujeres no podían ser silenciadas tan fácilmente. Filomena perdió su lengua, pero aun así encontró la forma de denunciar a su violador al tejer su nombre en un tapiz.
–Mary Beard
Hay otros abusos insospechados que recorren todo el espectro de la institución literaria, dentro y fuera del taller, en editoriales, encuentros de escritores, conversaciones de cantina, colegios nacionales. En el poder que decide quién publica y quién no, quién ostenta, entonces, una voz pública. En el 2015, el proyecto #RopaSucia de Maricela Guerrero, Paula Abramo y Xitlálitl Rodríguez, fue pensado como un hashtag (y luego como una instalación) que recogía experiencias de misoginia, exclusión y otro tipo de prácticas que silencian o invisibilizan el trabajo hecho por mujeres en el mundo de la cultura. La metáfora del tejido no es casual: #RopaSucia es el tapiz de Filomena. Si alguien pensaba que la hegemonía masculina no se encontraba en los medios ilustrados, medios donde las mujeres han abierto espacios de interlocución y presencia, se equivocaba. En muy poco tiempo, más de quince mil mensajes hacían eco de la convocatoria. «Como no eres puta ni amable ni guapa, no te va quedar otra que escribir bien, si quieres hacer carrera literaria». «El ensayo está tan bien hecho que parece que lo hizo un hombre». «Entendemos que tienes un hijo, por eso a lo mejor esta beca no es para ti». «Yo no discuto con mujeres». Agrego una frase ejemplar de mi propio anecdotario. Sucedió en Argentina, otro país con una ola creciente de feminicidios, donde también se cuecen habas (o misoginias literarias). Mientras mi ex pareja y yo tomábamos un café con el editor de la Bestia Equilátera, el señor dijo: «Así que tú eres Sylvia Plath, la que cuida a los niños, y él Ted Hughes, el que escribe». El momento de autoanálisis también me deja a la intemperie y, por eso, no quisiera dejar de testimoniar aquí mis propios mandatos incorporados. Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. Más que sentido del humor, cultivé el sarcasmo y la mordacidad para no morir en las cenas caníbales, uno de los rituales de socialización típicos del gremio. Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor. «Eres implacable», decían. Así, severa y exigente, fui alguna vez con mis becarios del Fonca, un lugar de torturas y demostraciones de poder que necesitamos confrontar si es que no deseamos reproducir ese sistema de comunicación dominante que nos sigue situando a las mujeres en lugares de vulnerabilidad. Lo hice demasiado tiempo hasta que, como señala Mary Beard en su ensayo La voz pública de las mujeres, me cansé de impostar la voz y herir a otros para defenderme. Aquello se me volvió políticamente insostenible.
Mujer artista no es más que una disoluta.–Gustave Flaubert
No es lo mismo escribir de nosotras que con nosotras.–Lohana Berkins
En marzo del 2017, un grupo de mujeres organizadas alrededor de un círculo de lecturas feministas me invitó a dar un taller de creación literaria en Oaxaca. Les propuse abrir no un taller, sino un espacio común entre mujeres donde exploraríamos prácticas colaborativas y experimentales en la escritura. Las tres sesiones fueron desbordantes y entusiastas. Nunca antes, por mis propios prejuicios, había dado un laboratorio con «perspectiva de género». El giro fue revelador: una nueva potencia germinaba ahí para interrogarme con toda su fuerza. ¿Qué aprendí en ese primer momento? Que se trataba sobre todo de un territorio político y que su política central consistía en enfrentar las pedagogías de la crueldad a través de vínculos afectivos, comunitarios, verbales, corporales y usando todos los medios a nuestro alcance. Cuando regresé a la Ciudad de México, decidí proseguir la experiencia y convocamos a la Disoluta, un laboratorio de otras escrituras que era también, por supuesto, un espacio entre mujeres. ¿Por qué decidieron estar aquí?, pregunto siempre al comenzar las sesiones. Las respuestas son abrumadoras: por el hartazgo frente al menosprecio padecido en otros talleres, un sentimiento de incomprensión y constreñimiento, testimonios más graves sobre violencia y acoso, la búsqueda de espacios seguros de interlocución y estudio colaborativo, la exploración de prácticas no autorizadas, inapropiadas, de escritura. Pero quizá la preocupación que escucho con más insistencia es el deseo común de enfrentar las diversas expresiones de violencia que hoy se inscriben en el cuerpo de las mujeres. Además de un lugar de creación colectiva, la Disoluta se convirtió en un espacio terapéutico (¡horror de horrores!), donde nunca de los nuncas se conjuga el verbo tallerear. Preferimos reescribir, recontextualizar, reconstruir, reorganizar, habitar, ocupar, cuidar, copiar, resituar, nombrar. Una parte del laboratorio ya ha mutado en colectiva y se autogestiona de forma horizontal. A él han asistido guionistas, biólogas, pedagogas, promotoras de lectura, traductoras, editoras, cineastas, feministas, transfeministas, bisexuales, ex artistas, ex escritoras, lingüistas y estudiantes de muchos otros campos que encontraron finalmente un lugar legítimo donde escribir, sin la intención de ser reclutadas por la literatura. Si algo me anima a hablar de este espacio aquí es el hecho de haber encontrado en él una incontenible fuerza de invención contraria a las gramáticas denigrantes del taller literario. Quebrar esa gramática comienza, para mí, para nosotras, en desautorizarme, es decir, en convertirme sólo en un catalizador a través de la cual se socializan muchos saberes y conversaciones. Desautorizarse es un trabajo arduo y cotidiano e implica renunciar a cierto ímpetu, ciertas ansias de notoriedad. Significa que nuestra voz sea una voz a lado de otras. No la voz cantante. No la voz que embiste. Nuestros vínculos son, por eso, muy distintos a los de la mafia: nadie tiene que demostrar nada. Ni elocuencia ni superioridad ni miedo. Para escribir no deseamos curtirnos. Tampoco somos autoindulgentes. Nos escuchamos unas a otras con atención porque cada palabra nos parece necesaria. Cuchicheamos, hacemos ruido, nos reímos a carcajadas. Y escribimos juntas. Porque uno de los mitos literarios que se han instaurado desde el patriarcado, es decir, desde el capital, es el mito de la propiedad y su primogénito intelectual: el autor. Cuando hablamos de otras formas de escritura queremos decir también: otras formas de hacer mundo. Escrituras de la presencia, escrituras de la situación, escrituras donde lo personal es político porque nos implica a todas. La Disoluta no es, por fortuna, única y mucho menos imperecedera. Es un grupo entre los grupos (¡una grupa entre incontables grupas!), lo cual significa que se inscribe en una corriente que la acompaña y excede: todos esos espacios, colectivas, foros, editoriales y movimientos encabezados por mujeres y otras disidencias que se implican, llenas de rabia y de ternura, para desafiar las violencias instituidas y las fábricas de muerte. Con lo cual llego al final de este revoltijo sólo para decir algo más. Un fantasma recorre la escritura del siglo XXI: el fantasma de la cuarta ola feminista.*Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) es escritora y agente cultural independiente. Su práctica individual y colectiva se ha centrado en la exploración de estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política, procesos colaborativos, cruces entre disciplinas y prácticas experimentales en la escritura. Su libro más reciente es Escritos para desocupados, publicado por Surplus Ediciones bajo una licencia copyleft que alienta su reproducción y descarga libre en línea. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y de la colectiva Disolutas. Desde 1998 imparte, dentro y fuera del país, laboratorios de escrituras extendidas a través de pedagogías que provienen tanto del arte como de otras prácticas desescolarizadas. Actualmente trabaja en el proyecto Permanente Obra Negra, un dispositivo textual fundado en la copia, la reescritura, el montaje de citas y la socialización de esas herramientas.
Un extracto en el que Vivian Abenshushan cuenta cómo es ser escritora en un mundo masculinizado.
Tsunami es una antología de textos hechos por grandes escritoras latinoamericanas de diferentes generaciones en los que se reflexiona sobre la representación –o falta de ella de ella– de las mujeres en el mundo y en la literatura; las definiciones y etiquetas que son impuestas, que se trazan en violencia histórica y cultural, pero también en las resistencias. En las páginas de este libro se pueden encontrar las letras de Vivian Abenshushan, Yásnaya Elena A. Gil, Verónica Gerber Bicecci, Margo Glantz, Jimena González, Gabriela Jauregui, Brenda Lozano, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza, Yolanda Segura, Diana J. Torres y Sara Uribe.Este es un extracto de Tsunami, que fue publicado en el 2018 por la editorial Sexto Piso.Disolutas (a ante cabe con contra) Las pedagogías de la crueldad
En la obra La letra con sangre entra o Escena de escuela, el pintor Francisco de Goya describe el sistema educativo de su época: el maestro aparece sentado a la izquierda con un perro a sus pies, mientras azota a un alumno inclinado, con las nalgas al aire, para recibir el castigo.
Es probable que el tutor o tallerista (o alguno de los jóvenes escritores sentados a su alrededor) respingue ante un texto atravesado por múltiples epígrafes fuera de lugar. Son demasiados, dice el primero; son reiterativos, argumenta el segundo. Rehúyen la originalidad, agregan a coro los terceros (en realidad, estos jóvenes son tímidos, pero se han envalentonado frente a la víctima sacrificial). La joven escritora (la jovencita, la apodan todos) no ha podido seguir leyendo en voz alta su texto. Es el primero que lleva a la sesión (o ritual de desollamiento) y será probablemente el último. Ella intenta continuar, pero la han intimidado, el entusiasmo decae. ¿Qué hago aquí?, se preguntará cuando llegue, con dificultad, a la última línea y reciba el veredicto. Esto no es un ensayo, dice el primero. Esto no es literatura, argumenta el segundo. Te falta rigor, hilación, ¡voz propia!, cantan los terceros... La escritura ha pasado por el tribunal. Ella es la acusada. ¿Cuál es su crimen? No escribir bien. No corregir lo suficiente. No respetar las convenciones. Sobre todo: no soportar virilmente la crítica. ¿Cómo alcanzará, si no es así, la calidad literaria? ¿Cómo dejará a un lado esos balbuceos, ese revoltijo, si no se somete al escrutinio de las voces autorizadas? (Someter, dice Cristina Rivera Garza, es uno de los verbos que deberían dejar de conjugarse, en todas sus acepciones, cuando se trata de leer textos propios y ajenos en un taller.) Uno de los jóvenes escritores se atreve a decir lo que el tutor ya espera que diga (es la frase de su titulación pronunciada en sociedad): dedícate a otra cosa. La jovencita intenta no llorar. Acaso lo logre o lo posponga. Acaso vuelva la próxima semana convertida en otra. Quizá incorpore los comentarios, quizá haga suya la crueldad y, en el futuro, cuando ella misma se convierta en tallerista o tutora (a fuerza de engrosar su propia piel en cenas caníbales, juegos de ingenio, premios literarios y otras formas de competencia), se alce como nueva autoridad frente a otras jovencitas y las oprima. Pero también es probable que decida no hacerlo.
Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
–Cristina Rivera Garza
Me pregunto si existe una estructura profunda detrás del episodio de la jovencita. ¿Qué significa ese uso extendido de la saña en un espacio de aprendizaje? ¿A qué obedece? ¿Qué estrategia tiene? Adelanto una hipótesis: el taller literario, una institución con más de cincuenta años de existencia en México y practicada en todo el orbe, opera menos como un espacio de diálogo o transmisión de saberes, que como la escuela que produce (y reproduce) el sistema literario como orden patriarcal. No se trata aquí de hacer una crítica de esa forma legítima de trabajo, gracias a la cual, los escritores pueden generar algún ingreso garantizado en medio de la precariedad general del gremio, sino de desnudar sus estructuras, muchas veces perversas, a través de las cuales se normaliza el alfabeto de la humillación indispensable para bregar en la selva del mercado editorial, además de estabilizar las jerarquías no sólo de ciertos autores, sino de los géneros literarios y sus convenciones monolíticas. En tanto forma de poder (aunque se trate de un micro poder), el taller literario enseña a escribir, ni más ni menos, y desde ahí vigila y gestiona el buen funcionamiento de la fábrica literaria. ¿Quieres ser escritor? ¡Demuéstramelo! Su pedagogía no es sólo técnica, sino política, porque establece fronteras sensibles, indicando qué subjetividades valen y qué otras no. Se constituye como criba, como aduana, como rito de paso, al que no sobreviven las prácticas amenazantes, desestabilizadoras o, si se quiere, experimentales. De ese modo, los expertos de la sensibilidad humana (los tutores) se arrogan toda competencia, en tanto figuras de autoridad, sobre lo que sus discípulos tienen de más íntimo: su deseo y su lenguaje. No hay forma más sutil y penetrante para implantar un control que moldeando al ser sensible que se expresa, ahí, a través de las palabras. Cuando los talleristas de narrativa insisten en la eficacia y la solvencia de la trama, todo un orden económico e ideológico se introduce en el lenguaje como señal de legibilidad, es decir, de éxito. Lo oscuro, lo deforme, lo marginal, serán interpretados, entonces, como formas del fracaso. Mientras aprenden a leer lo que hacen en el proceso de escribir, los participantes del taller reciben en realidad otro tipo de entrenamiento: la obligación de potencia. Un buen cuento vence por knock out, ¿no es cierto? Un golpe certero. Un tiro al blanco. El léxico marcial, del que habla Rivera Garza en Los muertos indóciles, cuando reflexiona sobre la necesidad de transformar las pedagogías de los talleres de creación, así lo indica: corregir, disciplinarse, cercenar. Cada vez que el tallerista (también conocido como Mi General) conjuga esos verbos con sus llamados al orden, transmite un oficio cuya preceptiva se parece más al de la milicia que al de la escritura. Y la guerra, como sabemos, es un orden político, social y territorial dominado por el mandato masculino.
Si el acto violento es entendido como mensaje, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo.
–Rita Segato
Si eres mujer y te interesa escribir, este dato te incumbe. Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación del régimen de género vigente, donde las voces de las mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento. El taller literario es sexista. Transmite indeleblemente el mensaje de que las mujeres son bienvenidas (estamos en el siglo XXI), pero no serán escuchadas. De hecho, las escritoras en ciernes que asisten a estos espacios se convierten, con una frecuencia inaceptable, en las voces agredidas de manera ejemplar, como si a través del escarnio o descalificación de sus escrituras, muchas veces «deshilvanadas» o «demasiado personales», se transmitiera un mensaje. ¿A quién está dirigido? ¿Qué dice esa agresión? Desde su ensayo Las estructuras elementales de la violencia (2003) hasta La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013), la antropóloga y feminista argentina Rita Segato se ha dedicado a pensar y ubicar políticamente la violencia contra las mujeres latinoamericanas. Uno de sus conceptos centrales es el de las pedagogías de la crueldad: una serie de rituales de paso o pruebas de masculinidad destinadas a reafirmar la posición social dominante de los hombres. Estos exámenes de potencia, dice Segato, se desarrollan bajo la mirada de otros varones, porque la masculinidad es un estatus que debe ser validado por quienes ya tienen esa posición. Es la pedagogía que se practica en los burdeles o el ejército, en la mafia o el narcotráfico, escuelas de la desensibilización, donde se aprende a engrosar la piel, o peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro. Se trata también de una economía simbólica que permite ver lo humano (el ser sensible) convertido en cosa. Cosa para el consumo carnal, para la compraventa de órganos, para la guerra. Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios, no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital. Digo corporación también en el sentido que ha pensado Segato: como alianza masculina fuertemente jerarquizada que se consolida a través de una víctima sacrificial: ese ser humano convertido en cosa, esa mujer convertida en objeto de la violencia. La corporación masculina (fundada en la lealtad suprema a sí misma) es lo opuesto a la comunidad (fundada en el vínculo). Su código intocable, como en la omertá de la mafia, es el pacto de silencio. Quien denuncia o quien se conmueve es objeto de sospecha. También lo es quien desacata el mandato masculino: ya sean los homosexuales o las mujeres cuando se presentan gozosas, sin necesidad de tutor o patrón. Como los varones deben demostrar que merecen pertenecer a esa corporación, la exhibición de sus capacidades de vileza es constante. Se trata entonces de una violencia expresiva, dice Segato: una violencia que moraliza (o castiga) a las mujeres, produciendo reglas implícitas, a través de las cuales circulan consignas de poder (no legales, no evidentes, pero sí efectivas). La mujer como cuerpo donde se inscribe una misiva, un tapiz para lanzar un mensaje de poder. Es el sometimiento de la sociedad entera a los espectáculos de crueldad.
Cómo ser un gran escritorTienes que cogerte a muchas mujeres,bellas mujeres,y escribir unos pocos poemas de amor decentes y no te preocupes por la edady los nuevos talentos.Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Anda al hipódromo por lo menos una veza la semanay ganasi es posible.
–Charles Bukowski
¿Si trasladáramos las pedagogías de la crueldad del ejército al sistema literario, qué encontramos? Que ser un buen escritor es «cogerse a muchas mujeres». El mandato de masculinidad cristalizado en forma de poema. Autorreferencial, agregaría Segato, narcisista, incapaz de amar a otro. «Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero». Así, el escritor, aunque sensible, también cultiva su fiereza: «Agarra una buena máquina de escribir y dale duro a esa cosa, dale duro. / Haz de eso una pelea de peso pesado. / Haz como el toro en la primera embestida». Este tipo de lenguaje se ha naturalizado en el sistema patriarcal de la literatura al grado que pasa a comportarse casi con automatismo. El mensaje es transparente: el sistema de dominación masculina permanece intacto. ¿Y si alguien se atreve a señalarlo? ¡Feminazi! O incluso, ¡que le corten la lengua! Pero volviendo a nuestro tema (me deshilacho): el taller literario también tiene sus historias de amor, quiero decir, sus historias de acoso, besos sin consentimientos y abuso sexual. Un ejemplo visible: más de veinte mujeres han denunciado recientemente al director de teatro y maestro de la Escuela de Escritores Sogem, Felipe Oliva Alvarado, por violación, hostigamiento y violencia psicológica, bajo la consigna pedagógica de que todo eso formaba «parte del ejercicio teatral». Este caso constituye una violencia institucionalizada de la que, por fin, hoy se habla. Hemos entendido que el desmontaje de la crueldad comienza por romper el pacto de silencio (y el respeto al miedo). O como dice Audre Lorde: no es que hayamos dejado de tener miedo, sino que aprendimos a controlarlo.
Una de las historias de las Metamorfosis narra la violación de una princesa joven, Filomena. Para prevenir una denuncia, el violador simplemente le corta la lengua... Ovidio puede haber silenciado a sus mujeres a través de transformaciones o mutilaciones, pero también sugirió que la comunicación trascendía la voz humana y que las mujeres no podían ser silenciadas tan fácilmente. Filomena perdió su lengua, pero aun así encontró la forma de denunciar a su violador al tejer su nombre en un tapiz.
–Mary Beard
Hay otros abusos insospechados que recorren todo el espectro de la institución literaria, dentro y fuera del taller, en editoriales, encuentros de escritores, conversaciones de cantina, colegios nacionales. En el poder que decide quién publica y quién no, quién ostenta, entonces, una voz pública. En el 2015, el proyecto #RopaSucia de Maricela Guerrero, Paula Abramo y Xitlálitl Rodríguez, fue pensado como un hashtag (y luego como una instalación) que recogía experiencias de misoginia, exclusión y otro tipo de prácticas que silencian o invisibilizan el trabajo hecho por mujeres en el mundo de la cultura. La metáfora del tejido no es casual: #RopaSucia es el tapiz de Filomena. Si alguien pensaba que la hegemonía masculina no se encontraba en los medios ilustrados, medios donde las mujeres han abierto espacios de interlocución y presencia, se equivocaba. En muy poco tiempo, más de quince mil mensajes hacían eco de la convocatoria. «Como no eres puta ni amable ni guapa, no te va quedar otra que escribir bien, si quieres hacer carrera literaria». «El ensayo está tan bien hecho que parece que lo hizo un hombre». «Entendemos que tienes un hijo, por eso a lo mejor esta beca no es para ti». «Yo no discuto con mujeres». Agrego una frase ejemplar de mi propio anecdotario. Sucedió en Argentina, otro país con una ola creciente de feminicidios, donde también se cuecen habas (o misoginias literarias). Mientras mi ex pareja y yo tomábamos un café con el editor de la Bestia Equilátera, el señor dijo: «Así que tú eres Sylvia Plath, la que cuida a los niños, y él Ted Hughes, el que escribe». El momento de autoanálisis también me deja a la intemperie y, por eso, no quisiera dejar de testimoniar aquí mis propios mandatos incorporados. Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. Más que sentido del humor, cultivé el sarcasmo y la mordacidad para no morir en las cenas caníbales, uno de los rituales de socialización típicos del gremio. Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor. «Eres implacable», decían. Así, severa y exigente, fui alguna vez con mis becarios del Fonca, un lugar de torturas y demostraciones de poder que necesitamos confrontar si es que no deseamos reproducir ese sistema de comunicación dominante que nos sigue situando a las mujeres en lugares de vulnerabilidad. Lo hice demasiado tiempo hasta que, como señala Mary Beard en su ensayo La voz pública de las mujeres, me cansé de impostar la voz y herir a otros para defenderme. Aquello se me volvió políticamente insostenible.
Mujer artista no es más que una disoluta.–Gustave Flaubert
No es lo mismo escribir de nosotras que con nosotras.–Lohana Berkins
En marzo del 2017, un grupo de mujeres organizadas alrededor de un círculo de lecturas feministas me invitó a dar un taller de creación literaria en Oaxaca. Les propuse abrir no un taller, sino un espacio común entre mujeres donde exploraríamos prácticas colaborativas y experimentales en la escritura. Las tres sesiones fueron desbordantes y entusiastas. Nunca antes, por mis propios prejuicios, había dado un laboratorio con «perspectiva de género». El giro fue revelador: una nueva potencia germinaba ahí para interrogarme con toda su fuerza. ¿Qué aprendí en ese primer momento? Que se trataba sobre todo de un territorio político y que su política central consistía en enfrentar las pedagogías de la crueldad a través de vínculos afectivos, comunitarios, verbales, corporales y usando todos los medios a nuestro alcance. Cuando regresé a la Ciudad de México, decidí proseguir la experiencia y convocamos a la Disoluta, un laboratorio de otras escrituras que era también, por supuesto, un espacio entre mujeres. ¿Por qué decidieron estar aquí?, pregunto siempre al comenzar las sesiones. Las respuestas son abrumadoras: por el hartazgo frente al menosprecio padecido en otros talleres, un sentimiento de incomprensión y constreñimiento, testimonios más graves sobre violencia y acoso, la búsqueda de espacios seguros de interlocución y estudio colaborativo, la exploración de prácticas no autorizadas, inapropiadas, de escritura. Pero quizá la preocupación que escucho con más insistencia es el deseo común de enfrentar las diversas expresiones de violencia que hoy se inscriben en el cuerpo de las mujeres. Además de un lugar de creación colectiva, la Disoluta se convirtió en un espacio terapéutico (¡horror de horrores!), donde nunca de los nuncas se conjuga el verbo tallerear. Preferimos reescribir, recontextualizar, reconstruir, reorganizar, habitar, ocupar, cuidar, copiar, resituar, nombrar. Una parte del laboratorio ya ha mutado en colectiva y se autogestiona de forma horizontal. A él han asistido guionistas, biólogas, pedagogas, promotoras de lectura, traductoras, editoras, cineastas, feministas, transfeministas, bisexuales, ex artistas, ex escritoras, lingüistas y estudiantes de muchos otros campos que encontraron finalmente un lugar legítimo donde escribir, sin la intención de ser reclutadas por la literatura. Si algo me anima a hablar de este espacio aquí es el hecho de haber encontrado en él una incontenible fuerza de invención contraria a las gramáticas denigrantes del taller literario. Quebrar esa gramática comienza, para mí, para nosotras, en desautorizarme, es decir, en convertirme sólo en un catalizador a través de la cual se socializan muchos saberes y conversaciones. Desautorizarse es un trabajo arduo y cotidiano e implica renunciar a cierto ímpetu, ciertas ansias de notoriedad. Significa que nuestra voz sea una voz a lado de otras. No la voz cantante. No la voz que embiste. Nuestros vínculos son, por eso, muy distintos a los de la mafia: nadie tiene que demostrar nada. Ni elocuencia ni superioridad ni miedo. Para escribir no deseamos curtirnos. Tampoco somos autoindulgentes. Nos escuchamos unas a otras con atención porque cada palabra nos parece necesaria. Cuchicheamos, hacemos ruido, nos reímos a carcajadas. Y escribimos juntas. Porque uno de los mitos literarios que se han instaurado desde el patriarcado, es decir, desde el capital, es el mito de la propiedad y su primogénito intelectual: el autor. Cuando hablamos de otras formas de escritura queremos decir también: otras formas de hacer mundo. Escrituras de la presencia, escrituras de la situación, escrituras donde lo personal es político porque nos implica a todas. La Disoluta no es, por fortuna, única y mucho menos imperecedera. Es un grupo entre los grupos (¡una grupa entre incontables grupas!), lo cual significa que se inscribe en una corriente que la acompaña y excede: todos esos espacios, colectivas, foros, editoriales y movimientos encabezados por mujeres y otras disidencias que se implican, llenas de rabia y de ternura, para desafiar las violencias instituidas y las fábricas de muerte. Con lo cual llego al final de este revoltijo sólo para decir algo más. Un fantasma recorre la escritura del siglo XXI: el fantasma de la cuarta ola feminista.*Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) es escritora y agente cultural independiente. Su práctica individual y colectiva se ha centrado en la exploración de estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política, procesos colaborativos, cruces entre disciplinas y prácticas experimentales en la escritura. Su libro más reciente es Escritos para desocupados, publicado por Surplus Ediciones bajo una licencia copyleft que alienta su reproducción y descarga libre en línea. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y de la colectiva Disolutas. Desde 1998 imparte, dentro y fuera del país, laboratorios de escrituras extendidas a través de pedagogías que provienen tanto del arte como de otras prácticas desescolarizadas. Actualmente trabaja en el proyecto Permanente Obra Negra, un dispositivo textual fundado en la copia, la reescritura, el montaje de citas y la socialización de esas herramientas.
Un extracto en el que Vivian Abenshushan cuenta cómo es ser escritora en un mundo masculinizado.
Tsunami es una antología de textos hechos por grandes escritoras latinoamericanas de diferentes generaciones en los que se reflexiona sobre la representación –o falta de ella de ella– de las mujeres en el mundo y en la literatura; las definiciones y etiquetas que son impuestas, que se trazan en violencia histórica y cultural, pero también en las resistencias. En las páginas de este libro se pueden encontrar las letras de Vivian Abenshushan, Yásnaya Elena A. Gil, Verónica Gerber Bicecci, Margo Glantz, Jimena González, Gabriela Jauregui, Brenda Lozano, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza, Yolanda Segura, Diana J. Torres y Sara Uribe.Este es un extracto de Tsunami, que fue publicado en el 2018 por la editorial Sexto Piso.Disolutas (a ante cabe con contra) Las pedagogías de la crueldad
En la obra La letra con sangre entra o Escena de escuela, el pintor Francisco de Goya describe el sistema educativo de su época: el maestro aparece sentado a la izquierda con un perro a sus pies, mientras azota a un alumno inclinado, con las nalgas al aire, para recibir el castigo.
Es probable que el tutor o tallerista (o alguno de los jóvenes escritores sentados a su alrededor) respingue ante un texto atravesado por múltiples epígrafes fuera de lugar. Son demasiados, dice el primero; son reiterativos, argumenta el segundo. Rehúyen la originalidad, agregan a coro los terceros (en realidad, estos jóvenes son tímidos, pero se han envalentonado frente a la víctima sacrificial). La joven escritora (la jovencita, la apodan todos) no ha podido seguir leyendo en voz alta su texto. Es el primero que lleva a la sesión (o ritual de desollamiento) y será probablemente el último. Ella intenta continuar, pero la han intimidado, el entusiasmo decae. ¿Qué hago aquí?, se preguntará cuando llegue, con dificultad, a la última línea y reciba el veredicto. Esto no es un ensayo, dice el primero. Esto no es literatura, argumenta el segundo. Te falta rigor, hilación, ¡voz propia!, cantan los terceros... La escritura ha pasado por el tribunal. Ella es la acusada. ¿Cuál es su crimen? No escribir bien. No corregir lo suficiente. No respetar las convenciones. Sobre todo: no soportar virilmente la crítica. ¿Cómo alcanzará, si no es así, la calidad literaria? ¿Cómo dejará a un lado esos balbuceos, ese revoltijo, si no se somete al escrutinio de las voces autorizadas? (Someter, dice Cristina Rivera Garza, es uno de los verbos que deberían dejar de conjugarse, en todas sus acepciones, cuando se trata de leer textos propios y ajenos en un taller.) Uno de los jóvenes escritores se atreve a decir lo que el tutor ya espera que diga (es la frase de su titulación pronunciada en sociedad): dedícate a otra cosa. La jovencita intenta no llorar. Acaso lo logre o lo posponga. Acaso vuelva la próxima semana convertida en otra. Quizá incorpore los comentarios, quizá haga suya la crueldad y, en el futuro, cuando ella misma se convierta en tallerista o tutora (a fuerza de engrosar su propia piel en cenas caníbales, juegos de ingenio, premios literarios y otras formas de competencia), se alce como nueva autoridad frente a otras jovencitas y las oprima. Pero también es probable que decida no hacerlo.
Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
–Cristina Rivera Garza
Me pregunto si existe una estructura profunda detrás del episodio de la jovencita. ¿Qué significa ese uso extendido de la saña en un espacio de aprendizaje? ¿A qué obedece? ¿Qué estrategia tiene? Adelanto una hipótesis: el taller literario, una institución con más de cincuenta años de existencia en México y practicada en todo el orbe, opera menos como un espacio de diálogo o transmisión de saberes, que como la escuela que produce (y reproduce) el sistema literario como orden patriarcal. No se trata aquí de hacer una crítica de esa forma legítima de trabajo, gracias a la cual, los escritores pueden generar algún ingreso garantizado en medio de la precariedad general del gremio, sino de desnudar sus estructuras, muchas veces perversas, a través de las cuales se normaliza el alfabeto de la humillación indispensable para bregar en la selva del mercado editorial, además de estabilizar las jerarquías no sólo de ciertos autores, sino de los géneros literarios y sus convenciones monolíticas. En tanto forma de poder (aunque se trate de un micro poder), el taller literario enseña a escribir, ni más ni menos, y desde ahí vigila y gestiona el buen funcionamiento de la fábrica literaria. ¿Quieres ser escritor? ¡Demuéstramelo! Su pedagogía no es sólo técnica, sino política, porque establece fronteras sensibles, indicando qué subjetividades valen y qué otras no. Se constituye como criba, como aduana, como rito de paso, al que no sobreviven las prácticas amenazantes, desestabilizadoras o, si se quiere, experimentales. De ese modo, los expertos de la sensibilidad humana (los tutores) se arrogan toda competencia, en tanto figuras de autoridad, sobre lo que sus discípulos tienen de más íntimo: su deseo y su lenguaje. No hay forma más sutil y penetrante para implantar un control que moldeando al ser sensible que se expresa, ahí, a través de las palabras. Cuando los talleristas de narrativa insisten en la eficacia y la solvencia de la trama, todo un orden económico e ideológico se introduce en el lenguaje como señal de legibilidad, es decir, de éxito. Lo oscuro, lo deforme, lo marginal, serán interpretados, entonces, como formas del fracaso. Mientras aprenden a leer lo que hacen en el proceso de escribir, los participantes del taller reciben en realidad otro tipo de entrenamiento: la obligación de potencia. Un buen cuento vence por knock out, ¿no es cierto? Un golpe certero. Un tiro al blanco. El léxico marcial, del que habla Rivera Garza en Los muertos indóciles, cuando reflexiona sobre la necesidad de transformar las pedagogías de los talleres de creación, así lo indica: corregir, disciplinarse, cercenar. Cada vez que el tallerista (también conocido como Mi General) conjuga esos verbos con sus llamados al orden, transmite un oficio cuya preceptiva se parece más al de la milicia que al de la escritura. Y la guerra, como sabemos, es un orden político, social y territorial dominado por el mandato masculino.
Si el acto violento es entendido como mensaje, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo.
–Rita Segato
Si eres mujer y te interesa escribir, este dato te incumbe. Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación del régimen de género vigente, donde las voces de las mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento. El taller literario es sexista. Transmite indeleblemente el mensaje de que las mujeres son bienvenidas (estamos en el siglo XXI), pero no serán escuchadas. De hecho, las escritoras en ciernes que asisten a estos espacios se convierten, con una frecuencia inaceptable, en las voces agredidas de manera ejemplar, como si a través del escarnio o descalificación de sus escrituras, muchas veces «deshilvanadas» o «demasiado personales», se transmitiera un mensaje. ¿A quién está dirigido? ¿Qué dice esa agresión? Desde su ensayo Las estructuras elementales de la violencia (2003) hasta La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013), la antropóloga y feminista argentina Rita Segato se ha dedicado a pensar y ubicar políticamente la violencia contra las mujeres latinoamericanas. Uno de sus conceptos centrales es el de las pedagogías de la crueldad: una serie de rituales de paso o pruebas de masculinidad destinadas a reafirmar la posición social dominante de los hombres. Estos exámenes de potencia, dice Segato, se desarrollan bajo la mirada de otros varones, porque la masculinidad es un estatus que debe ser validado por quienes ya tienen esa posición. Es la pedagogía que se practica en los burdeles o el ejército, en la mafia o el narcotráfico, escuelas de la desensibilización, donde se aprende a engrosar la piel, o peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro. Se trata también de una economía simbólica que permite ver lo humano (el ser sensible) convertido en cosa. Cosa para el consumo carnal, para la compraventa de órganos, para la guerra. Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios, no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital. Digo corporación también en el sentido que ha pensado Segato: como alianza masculina fuertemente jerarquizada que se consolida a través de una víctima sacrificial: ese ser humano convertido en cosa, esa mujer convertida en objeto de la violencia. La corporación masculina (fundada en la lealtad suprema a sí misma) es lo opuesto a la comunidad (fundada en el vínculo). Su código intocable, como en la omertá de la mafia, es el pacto de silencio. Quien denuncia o quien se conmueve es objeto de sospecha. También lo es quien desacata el mandato masculino: ya sean los homosexuales o las mujeres cuando se presentan gozosas, sin necesidad de tutor o patrón. Como los varones deben demostrar que merecen pertenecer a esa corporación, la exhibición de sus capacidades de vileza es constante. Se trata entonces de una violencia expresiva, dice Segato: una violencia que moraliza (o castiga) a las mujeres, produciendo reglas implícitas, a través de las cuales circulan consignas de poder (no legales, no evidentes, pero sí efectivas). La mujer como cuerpo donde se inscribe una misiva, un tapiz para lanzar un mensaje de poder. Es el sometimiento de la sociedad entera a los espectáculos de crueldad.
Cómo ser un gran escritorTienes que cogerte a muchas mujeres,bellas mujeres,y escribir unos pocos poemas de amor decentes y no te preocupes por la edady los nuevos talentos.Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Anda al hipódromo por lo menos una veza la semanay ganasi es posible.
–Charles Bukowski
¿Si trasladáramos las pedagogías de la crueldad del ejército al sistema literario, qué encontramos? Que ser un buen escritor es «cogerse a muchas mujeres». El mandato de masculinidad cristalizado en forma de poema. Autorreferencial, agregaría Segato, narcisista, incapaz de amar a otro. «Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero». Así, el escritor, aunque sensible, también cultiva su fiereza: «Agarra una buena máquina de escribir y dale duro a esa cosa, dale duro. / Haz de eso una pelea de peso pesado. / Haz como el toro en la primera embestida». Este tipo de lenguaje se ha naturalizado en el sistema patriarcal de la literatura al grado que pasa a comportarse casi con automatismo. El mensaje es transparente: el sistema de dominación masculina permanece intacto. ¿Y si alguien se atreve a señalarlo? ¡Feminazi! O incluso, ¡que le corten la lengua! Pero volviendo a nuestro tema (me deshilacho): el taller literario también tiene sus historias de amor, quiero decir, sus historias de acoso, besos sin consentimientos y abuso sexual. Un ejemplo visible: más de veinte mujeres han denunciado recientemente al director de teatro y maestro de la Escuela de Escritores Sogem, Felipe Oliva Alvarado, por violación, hostigamiento y violencia psicológica, bajo la consigna pedagógica de que todo eso formaba «parte del ejercicio teatral». Este caso constituye una violencia institucionalizada de la que, por fin, hoy se habla. Hemos entendido que el desmontaje de la crueldad comienza por romper el pacto de silencio (y el respeto al miedo). O como dice Audre Lorde: no es que hayamos dejado de tener miedo, sino que aprendimos a controlarlo.
Una de las historias de las Metamorfosis narra la violación de una princesa joven, Filomena. Para prevenir una denuncia, el violador simplemente le corta la lengua... Ovidio puede haber silenciado a sus mujeres a través de transformaciones o mutilaciones, pero también sugirió que la comunicación trascendía la voz humana y que las mujeres no podían ser silenciadas tan fácilmente. Filomena perdió su lengua, pero aun así encontró la forma de denunciar a su violador al tejer su nombre en un tapiz.
–Mary Beard
Hay otros abusos insospechados que recorren todo el espectro de la institución literaria, dentro y fuera del taller, en editoriales, encuentros de escritores, conversaciones de cantina, colegios nacionales. En el poder que decide quién publica y quién no, quién ostenta, entonces, una voz pública. En el 2015, el proyecto #RopaSucia de Maricela Guerrero, Paula Abramo y Xitlálitl Rodríguez, fue pensado como un hashtag (y luego como una instalación) que recogía experiencias de misoginia, exclusión y otro tipo de prácticas que silencian o invisibilizan el trabajo hecho por mujeres en el mundo de la cultura. La metáfora del tejido no es casual: #RopaSucia es el tapiz de Filomena. Si alguien pensaba que la hegemonía masculina no se encontraba en los medios ilustrados, medios donde las mujeres han abierto espacios de interlocución y presencia, se equivocaba. En muy poco tiempo, más de quince mil mensajes hacían eco de la convocatoria. «Como no eres puta ni amable ni guapa, no te va quedar otra que escribir bien, si quieres hacer carrera literaria». «El ensayo está tan bien hecho que parece que lo hizo un hombre». «Entendemos que tienes un hijo, por eso a lo mejor esta beca no es para ti». «Yo no discuto con mujeres». Agrego una frase ejemplar de mi propio anecdotario. Sucedió en Argentina, otro país con una ola creciente de feminicidios, donde también se cuecen habas (o misoginias literarias). Mientras mi ex pareja y yo tomábamos un café con el editor de la Bestia Equilátera, el señor dijo: «Así que tú eres Sylvia Plath, la que cuida a los niños, y él Ted Hughes, el que escribe». El momento de autoanálisis también me deja a la intemperie y, por eso, no quisiera dejar de testimoniar aquí mis propios mandatos incorporados. Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. Más que sentido del humor, cultivé el sarcasmo y la mordacidad para no morir en las cenas caníbales, uno de los rituales de socialización típicos del gremio. Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor. «Eres implacable», decían. Así, severa y exigente, fui alguna vez con mis becarios del Fonca, un lugar de torturas y demostraciones de poder que necesitamos confrontar si es que no deseamos reproducir ese sistema de comunicación dominante que nos sigue situando a las mujeres en lugares de vulnerabilidad. Lo hice demasiado tiempo hasta que, como señala Mary Beard en su ensayo La voz pública de las mujeres, me cansé de impostar la voz y herir a otros para defenderme. Aquello se me volvió políticamente insostenible.
Mujer artista no es más que una disoluta.–Gustave Flaubert
No es lo mismo escribir de nosotras que con nosotras.–Lohana Berkins
En marzo del 2017, un grupo de mujeres organizadas alrededor de un círculo de lecturas feministas me invitó a dar un taller de creación literaria en Oaxaca. Les propuse abrir no un taller, sino un espacio común entre mujeres donde exploraríamos prácticas colaborativas y experimentales en la escritura. Las tres sesiones fueron desbordantes y entusiastas. Nunca antes, por mis propios prejuicios, había dado un laboratorio con «perspectiva de género». El giro fue revelador: una nueva potencia germinaba ahí para interrogarme con toda su fuerza. ¿Qué aprendí en ese primer momento? Que se trataba sobre todo de un territorio político y que su política central consistía en enfrentar las pedagogías de la crueldad a través de vínculos afectivos, comunitarios, verbales, corporales y usando todos los medios a nuestro alcance. Cuando regresé a la Ciudad de México, decidí proseguir la experiencia y convocamos a la Disoluta, un laboratorio de otras escrituras que era también, por supuesto, un espacio entre mujeres. ¿Por qué decidieron estar aquí?, pregunto siempre al comenzar las sesiones. Las respuestas son abrumadoras: por el hartazgo frente al menosprecio padecido en otros talleres, un sentimiento de incomprensión y constreñimiento, testimonios más graves sobre violencia y acoso, la búsqueda de espacios seguros de interlocución y estudio colaborativo, la exploración de prácticas no autorizadas, inapropiadas, de escritura. Pero quizá la preocupación que escucho con más insistencia es el deseo común de enfrentar las diversas expresiones de violencia que hoy se inscriben en el cuerpo de las mujeres. Además de un lugar de creación colectiva, la Disoluta se convirtió en un espacio terapéutico (¡horror de horrores!), donde nunca de los nuncas se conjuga el verbo tallerear. Preferimos reescribir, recontextualizar, reconstruir, reorganizar, habitar, ocupar, cuidar, copiar, resituar, nombrar. Una parte del laboratorio ya ha mutado en colectiva y se autogestiona de forma horizontal. A él han asistido guionistas, biólogas, pedagogas, promotoras de lectura, traductoras, editoras, cineastas, feministas, transfeministas, bisexuales, ex artistas, ex escritoras, lingüistas y estudiantes de muchos otros campos que encontraron finalmente un lugar legítimo donde escribir, sin la intención de ser reclutadas por la literatura. Si algo me anima a hablar de este espacio aquí es el hecho de haber encontrado en él una incontenible fuerza de invención contraria a las gramáticas denigrantes del taller literario. Quebrar esa gramática comienza, para mí, para nosotras, en desautorizarme, es decir, en convertirme sólo en un catalizador a través de la cual se socializan muchos saberes y conversaciones. Desautorizarse es un trabajo arduo y cotidiano e implica renunciar a cierto ímpetu, ciertas ansias de notoriedad. Significa que nuestra voz sea una voz a lado de otras. No la voz cantante. No la voz que embiste. Nuestros vínculos son, por eso, muy distintos a los de la mafia: nadie tiene que demostrar nada. Ni elocuencia ni superioridad ni miedo. Para escribir no deseamos curtirnos. Tampoco somos autoindulgentes. Nos escuchamos unas a otras con atención porque cada palabra nos parece necesaria. Cuchicheamos, hacemos ruido, nos reímos a carcajadas. Y escribimos juntas. Porque uno de los mitos literarios que se han instaurado desde el patriarcado, es decir, desde el capital, es el mito de la propiedad y su primogénito intelectual: el autor. Cuando hablamos de otras formas de escritura queremos decir también: otras formas de hacer mundo. Escrituras de la presencia, escrituras de la situación, escrituras donde lo personal es político porque nos implica a todas. La Disoluta no es, por fortuna, única y mucho menos imperecedera. Es un grupo entre los grupos (¡una grupa entre incontables grupas!), lo cual significa que se inscribe en una corriente que la acompaña y excede: todos esos espacios, colectivas, foros, editoriales y movimientos encabezados por mujeres y otras disidencias que se implican, llenas de rabia y de ternura, para desafiar las violencias instituidas y las fábricas de muerte. Con lo cual llego al final de este revoltijo sólo para decir algo más. Un fantasma recorre la escritura del siglo XXI: el fantasma de la cuarta ola feminista.*Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) es escritora y agente cultural independiente. Su práctica individual y colectiva se ha centrado en la exploración de estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política, procesos colaborativos, cruces entre disciplinas y prácticas experimentales en la escritura. Su libro más reciente es Escritos para desocupados, publicado por Surplus Ediciones bajo una licencia copyleft que alienta su reproducción y descarga libre en línea. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y de la colectiva Disolutas. Desde 1998 imparte, dentro y fuera del país, laboratorios de escrituras extendidas a través de pedagogías que provienen tanto del arte como de otras prácticas desescolarizadas. Actualmente trabaja en el proyecto Permanente Obra Negra, un dispositivo textual fundado en la copia, la reescritura, el montaje de citas y la socialización de esas herramientas.
Un extracto en el que Vivian Abenshushan cuenta cómo es ser escritora en un mundo masculinizado.
Tsunami es una antología de textos hechos por grandes escritoras latinoamericanas de diferentes generaciones en los que se reflexiona sobre la representación –o falta de ella de ella– de las mujeres en el mundo y en la literatura; las definiciones y etiquetas que son impuestas, que se trazan en violencia histórica y cultural, pero también en las resistencias. En las páginas de este libro se pueden encontrar las letras de Vivian Abenshushan, Yásnaya Elena A. Gil, Verónica Gerber Bicecci, Margo Glantz, Jimena González, Gabriela Jauregui, Brenda Lozano, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza, Yolanda Segura, Diana J. Torres y Sara Uribe.Este es un extracto de Tsunami, que fue publicado en el 2018 por la editorial Sexto Piso.Disolutas (a ante cabe con contra) Las pedagogías de la crueldad
En la obra La letra con sangre entra o Escena de escuela, el pintor Francisco de Goya describe el sistema educativo de su época: el maestro aparece sentado a la izquierda con un perro a sus pies, mientras azota a un alumno inclinado, con las nalgas al aire, para recibir el castigo.
Es probable que el tutor o tallerista (o alguno de los jóvenes escritores sentados a su alrededor) respingue ante un texto atravesado por múltiples epígrafes fuera de lugar. Son demasiados, dice el primero; son reiterativos, argumenta el segundo. Rehúyen la originalidad, agregan a coro los terceros (en realidad, estos jóvenes son tímidos, pero se han envalentonado frente a la víctima sacrificial). La joven escritora (la jovencita, la apodan todos) no ha podido seguir leyendo en voz alta su texto. Es el primero que lleva a la sesión (o ritual de desollamiento) y será probablemente el último. Ella intenta continuar, pero la han intimidado, el entusiasmo decae. ¿Qué hago aquí?, se preguntará cuando llegue, con dificultad, a la última línea y reciba el veredicto. Esto no es un ensayo, dice el primero. Esto no es literatura, argumenta el segundo. Te falta rigor, hilación, ¡voz propia!, cantan los terceros... La escritura ha pasado por el tribunal. Ella es la acusada. ¿Cuál es su crimen? No escribir bien. No corregir lo suficiente. No respetar las convenciones. Sobre todo: no soportar virilmente la crítica. ¿Cómo alcanzará, si no es así, la calidad literaria? ¿Cómo dejará a un lado esos balbuceos, ese revoltijo, si no se somete al escrutinio de las voces autorizadas? (Someter, dice Cristina Rivera Garza, es uno de los verbos que deberían dejar de conjugarse, en todas sus acepciones, cuando se trata de leer textos propios y ajenos en un taller.) Uno de los jóvenes escritores se atreve a decir lo que el tutor ya espera que diga (es la frase de su titulación pronunciada en sociedad): dedícate a otra cosa. La jovencita intenta no llorar. Acaso lo logre o lo posponga. Acaso vuelva la próxima semana convertida en otra. Quizá incorpore los comentarios, quizá haga suya la crueldad y, en el futuro, cuando ella misma se convierta en tallerista o tutora (a fuerza de engrosar su propia piel en cenas caníbales, juegos de ingenio, premios literarios y otras formas de competencia), se alce como nueva autoridad frente a otras jovencitas y las oprima. Pero también es probable que decida no hacerlo.
Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
–Cristina Rivera Garza
Me pregunto si existe una estructura profunda detrás del episodio de la jovencita. ¿Qué significa ese uso extendido de la saña en un espacio de aprendizaje? ¿A qué obedece? ¿Qué estrategia tiene? Adelanto una hipótesis: el taller literario, una institución con más de cincuenta años de existencia en México y practicada en todo el orbe, opera menos como un espacio de diálogo o transmisión de saberes, que como la escuela que produce (y reproduce) el sistema literario como orden patriarcal. No se trata aquí de hacer una crítica de esa forma legítima de trabajo, gracias a la cual, los escritores pueden generar algún ingreso garantizado en medio de la precariedad general del gremio, sino de desnudar sus estructuras, muchas veces perversas, a través de las cuales se normaliza el alfabeto de la humillación indispensable para bregar en la selva del mercado editorial, además de estabilizar las jerarquías no sólo de ciertos autores, sino de los géneros literarios y sus convenciones monolíticas. En tanto forma de poder (aunque se trate de un micro poder), el taller literario enseña a escribir, ni más ni menos, y desde ahí vigila y gestiona el buen funcionamiento de la fábrica literaria. ¿Quieres ser escritor? ¡Demuéstramelo! Su pedagogía no es sólo técnica, sino política, porque establece fronteras sensibles, indicando qué subjetividades valen y qué otras no. Se constituye como criba, como aduana, como rito de paso, al que no sobreviven las prácticas amenazantes, desestabilizadoras o, si se quiere, experimentales. De ese modo, los expertos de la sensibilidad humana (los tutores) se arrogan toda competencia, en tanto figuras de autoridad, sobre lo que sus discípulos tienen de más íntimo: su deseo y su lenguaje. No hay forma más sutil y penetrante para implantar un control que moldeando al ser sensible que se expresa, ahí, a través de las palabras. Cuando los talleristas de narrativa insisten en la eficacia y la solvencia de la trama, todo un orden económico e ideológico se introduce en el lenguaje como señal de legibilidad, es decir, de éxito. Lo oscuro, lo deforme, lo marginal, serán interpretados, entonces, como formas del fracaso. Mientras aprenden a leer lo que hacen en el proceso de escribir, los participantes del taller reciben en realidad otro tipo de entrenamiento: la obligación de potencia. Un buen cuento vence por knock out, ¿no es cierto? Un golpe certero. Un tiro al blanco. El léxico marcial, del que habla Rivera Garza en Los muertos indóciles, cuando reflexiona sobre la necesidad de transformar las pedagogías de los talleres de creación, así lo indica: corregir, disciplinarse, cercenar. Cada vez que el tallerista (también conocido como Mi General) conjuga esos verbos con sus llamados al orden, transmite un oficio cuya preceptiva se parece más al de la milicia que al de la escritura. Y la guerra, como sabemos, es un orden político, social y territorial dominado por el mandato masculino.
Si el acto violento es entendido como mensaje, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo.
–Rita Segato
Si eres mujer y te interesa escribir, este dato te incumbe. Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación del régimen de género vigente, donde las voces de las mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento. El taller literario es sexista. Transmite indeleblemente el mensaje de que las mujeres son bienvenidas (estamos en el siglo XXI), pero no serán escuchadas. De hecho, las escritoras en ciernes que asisten a estos espacios se convierten, con una frecuencia inaceptable, en las voces agredidas de manera ejemplar, como si a través del escarnio o descalificación de sus escrituras, muchas veces «deshilvanadas» o «demasiado personales», se transmitiera un mensaje. ¿A quién está dirigido? ¿Qué dice esa agresión? Desde su ensayo Las estructuras elementales de la violencia (2003) hasta La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013), la antropóloga y feminista argentina Rita Segato se ha dedicado a pensar y ubicar políticamente la violencia contra las mujeres latinoamericanas. Uno de sus conceptos centrales es el de las pedagogías de la crueldad: una serie de rituales de paso o pruebas de masculinidad destinadas a reafirmar la posición social dominante de los hombres. Estos exámenes de potencia, dice Segato, se desarrollan bajo la mirada de otros varones, porque la masculinidad es un estatus que debe ser validado por quienes ya tienen esa posición. Es la pedagogía que se practica en los burdeles o el ejército, en la mafia o el narcotráfico, escuelas de la desensibilización, donde se aprende a engrosar la piel, o peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro. Se trata también de una economía simbólica que permite ver lo humano (el ser sensible) convertido en cosa. Cosa para el consumo carnal, para la compraventa de órganos, para la guerra. Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios, no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital. Digo corporación también en el sentido que ha pensado Segato: como alianza masculina fuertemente jerarquizada que se consolida a través de una víctima sacrificial: ese ser humano convertido en cosa, esa mujer convertida en objeto de la violencia. La corporación masculina (fundada en la lealtad suprema a sí misma) es lo opuesto a la comunidad (fundada en el vínculo). Su código intocable, como en la omertá de la mafia, es el pacto de silencio. Quien denuncia o quien se conmueve es objeto de sospecha. También lo es quien desacata el mandato masculino: ya sean los homosexuales o las mujeres cuando se presentan gozosas, sin necesidad de tutor o patrón. Como los varones deben demostrar que merecen pertenecer a esa corporación, la exhibición de sus capacidades de vileza es constante. Se trata entonces de una violencia expresiva, dice Segato: una violencia que moraliza (o castiga) a las mujeres, produciendo reglas implícitas, a través de las cuales circulan consignas de poder (no legales, no evidentes, pero sí efectivas). La mujer como cuerpo donde se inscribe una misiva, un tapiz para lanzar un mensaje de poder. Es el sometimiento de la sociedad entera a los espectáculos de crueldad.
Cómo ser un gran escritorTienes que cogerte a muchas mujeres,bellas mujeres,y escribir unos pocos poemas de amor decentes y no te preocupes por la edady los nuevos talentos.Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Anda al hipódromo por lo menos una veza la semanay ganasi es posible.
–Charles Bukowski
¿Si trasladáramos las pedagogías de la crueldad del ejército al sistema literario, qué encontramos? Que ser un buen escritor es «cogerse a muchas mujeres». El mandato de masculinidad cristalizado en forma de poema. Autorreferencial, agregaría Segato, narcisista, incapaz de amar a otro. «Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero». Así, el escritor, aunque sensible, también cultiva su fiereza: «Agarra una buena máquina de escribir y dale duro a esa cosa, dale duro. / Haz de eso una pelea de peso pesado. / Haz como el toro en la primera embestida». Este tipo de lenguaje se ha naturalizado en el sistema patriarcal de la literatura al grado que pasa a comportarse casi con automatismo. El mensaje es transparente: el sistema de dominación masculina permanece intacto. ¿Y si alguien se atreve a señalarlo? ¡Feminazi! O incluso, ¡que le corten la lengua! Pero volviendo a nuestro tema (me deshilacho): el taller literario también tiene sus historias de amor, quiero decir, sus historias de acoso, besos sin consentimientos y abuso sexual. Un ejemplo visible: más de veinte mujeres han denunciado recientemente al director de teatro y maestro de la Escuela de Escritores Sogem, Felipe Oliva Alvarado, por violación, hostigamiento y violencia psicológica, bajo la consigna pedagógica de que todo eso formaba «parte del ejercicio teatral». Este caso constituye una violencia institucionalizada de la que, por fin, hoy se habla. Hemos entendido que el desmontaje de la crueldad comienza por romper el pacto de silencio (y el respeto al miedo). O como dice Audre Lorde: no es que hayamos dejado de tener miedo, sino que aprendimos a controlarlo.
Una de las historias de las Metamorfosis narra la violación de una princesa joven, Filomena. Para prevenir una denuncia, el violador simplemente le corta la lengua... Ovidio puede haber silenciado a sus mujeres a través de transformaciones o mutilaciones, pero también sugirió que la comunicación trascendía la voz humana y que las mujeres no podían ser silenciadas tan fácilmente. Filomena perdió su lengua, pero aun así encontró la forma de denunciar a su violador al tejer su nombre en un tapiz.
–Mary Beard
Hay otros abusos insospechados que recorren todo el espectro de la institución literaria, dentro y fuera del taller, en editoriales, encuentros de escritores, conversaciones de cantina, colegios nacionales. En el poder que decide quién publica y quién no, quién ostenta, entonces, una voz pública. En el 2015, el proyecto #RopaSucia de Maricela Guerrero, Paula Abramo y Xitlálitl Rodríguez, fue pensado como un hashtag (y luego como una instalación) que recogía experiencias de misoginia, exclusión y otro tipo de prácticas que silencian o invisibilizan el trabajo hecho por mujeres en el mundo de la cultura. La metáfora del tejido no es casual: #RopaSucia es el tapiz de Filomena. Si alguien pensaba que la hegemonía masculina no se encontraba en los medios ilustrados, medios donde las mujeres han abierto espacios de interlocución y presencia, se equivocaba. En muy poco tiempo, más de quince mil mensajes hacían eco de la convocatoria. «Como no eres puta ni amable ni guapa, no te va quedar otra que escribir bien, si quieres hacer carrera literaria». «El ensayo está tan bien hecho que parece que lo hizo un hombre». «Entendemos que tienes un hijo, por eso a lo mejor esta beca no es para ti». «Yo no discuto con mujeres». Agrego una frase ejemplar de mi propio anecdotario. Sucedió en Argentina, otro país con una ola creciente de feminicidios, donde también se cuecen habas (o misoginias literarias). Mientras mi ex pareja y yo tomábamos un café con el editor de la Bestia Equilátera, el señor dijo: «Así que tú eres Sylvia Plath, la que cuida a los niños, y él Ted Hughes, el que escribe». El momento de autoanálisis también me deja a la intemperie y, por eso, no quisiera dejar de testimoniar aquí mis propios mandatos incorporados. Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. Más que sentido del humor, cultivé el sarcasmo y la mordacidad para no morir en las cenas caníbales, uno de los rituales de socialización típicos del gremio. Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor. «Eres implacable», decían. Así, severa y exigente, fui alguna vez con mis becarios del Fonca, un lugar de torturas y demostraciones de poder que necesitamos confrontar si es que no deseamos reproducir ese sistema de comunicación dominante que nos sigue situando a las mujeres en lugares de vulnerabilidad. Lo hice demasiado tiempo hasta que, como señala Mary Beard en su ensayo La voz pública de las mujeres, me cansé de impostar la voz y herir a otros para defenderme. Aquello se me volvió políticamente insostenible.
Mujer artista no es más que una disoluta.–Gustave Flaubert
No es lo mismo escribir de nosotras que con nosotras.–Lohana Berkins
En marzo del 2017, un grupo de mujeres organizadas alrededor de un círculo de lecturas feministas me invitó a dar un taller de creación literaria en Oaxaca. Les propuse abrir no un taller, sino un espacio común entre mujeres donde exploraríamos prácticas colaborativas y experimentales en la escritura. Las tres sesiones fueron desbordantes y entusiastas. Nunca antes, por mis propios prejuicios, había dado un laboratorio con «perspectiva de género». El giro fue revelador: una nueva potencia germinaba ahí para interrogarme con toda su fuerza. ¿Qué aprendí en ese primer momento? Que se trataba sobre todo de un territorio político y que su política central consistía en enfrentar las pedagogías de la crueldad a través de vínculos afectivos, comunitarios, verbales, corporales y usando todos los medios a nuestro alcance. Cuando regresé a la Ciudad de México, decidí proseguir la experiencia y convocamos a la Disoluta, un laboratorio de otras escrituras que era también, por supuesto, un espacio entre mujeres. ¿Por qué decidieron estar aquí?, pregunto siempre al comenzar las sesiones. Las respuestas son abrumadoras: por el hartazgo frente al menosprecio padecido en otros talleres, un sentimiento de incomprensión y constreñimiento, testimonios más graves sobre violencia y acoso, la búsqueda de espacios seguros de interlocución y estudio colaborativo, la exploración de prácticas no autorizadas, inapropiadas, de escritura. Pero quizá la preocupación que escucho con más insistencia es el deseo común de enfrentar las diversas expresiones de violencia que hoy se inscriben en el cuerpo de las mujeres. Además de un lugar de creación colectiva, la Disoluta se convirtió en un espacio terapéutico (¡horror de horrores!), donde nunca de los nuncas se conjuga el verbo tallerear. Preferimos reescribir, recontextualizar, reconstruir, reorganizar, habitar, ocupar, cuidar, copiar, resituar, nombrar. Una parte del laboratorio ya ha mutado en colectiva y se autogestiona de forma horizontal. A él han asistido guionistas, biólogas, pedagogas, promotoras de lectura, traductoras, editoras, cineastas, feministas, transfeministas, bisexuales, ex artistas, ex escritoras, lingüistas y estudiantes de muchos otros campos que encontraron finalmente un lugar legítimo donde escribir, sin la intención de ser reclutadas por la literatura. Si algo me anima a hablar de este espacio aquí es el hecho de haber encontrado en él una incontenible fuerza de invención contraria a las gramáticas denigrantes del taller literario. Quebrar esa gramática comienza, para mí, para nosotras, en desautorizarme, es decir, en convertirme sólo en un catalizador a través de la cual se socializan muchos saberes y conversaciones. Desautorizarse es un trabajo arduo y cotidiano e implica renunciar a cierto ímpetu, ciertas ansias de notoriedad. Significa que nuestra voz sea una voz a lado de otras. No la voz cantante. No la voz que embiste. Nuestros vínculos son, por eso, muy distintos a los de la mafia: nadie tiene que demostrar nada. Ni elocuencia ni superioridad ni miedo. Para escribir no deseamos curtirnos. Tampoco somos autoindulgentes. Nos escuchamos unas a otras con atención porque cada palabra nos parece necesaria. Cuchicheamos, hacemos ruido, nos reímos a carcajadas. Y escribimos juntas. Porque uno de los mitos literarios que se han instaurado desde el patriarcado, es decir, desde el capital, es el mito de la propiedad y su primogénito intelectual: el autor. Cuando hablamos de otras formas de escritura queremos decir también: otras formas de hacer mundo. Escrituras de la presencia, escrituras de la situación, escrituras donde lo personal es político porque nos implica a todas. La Disoluta no es, por fortuna, única y mucho menos imperecedera. Es un grupo entre los grupos (¡una grupa entre incontables grupas!), lo cual significa que se inscribe en una corriente que la acompaña y excede: todos esos espacios, colectivas, foros, editoriales y movimientos encabezados por mujeres y otras disidencias que se implican, llenas de rabia y de ternura, para desafiar las violencias instituidas y las fábricas de muerte. Con lo cual llego al final de este revoltijo sólo para decir algo más. Un fantasma recorre la escritura del siglo XXI: el fantasma de la cuarta ola feminista.*Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) es escritora y agente cultural independiente. Su práctica individual y colectiva se ha centrado en la exploración de estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política, procesos colaborativos, cruces entre disciplinas y prácticas experimentales en la escritura. Su libro más reciente es Escritos para desocupados, publicado por Surplus Ediciones bajo una licencia copyleft que alienta su reproducción y descarga libre en línea. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y de la colectiva Disolutas. Desde 1998 imparte, dentro y fuera del país, laboratorios de escrituras extendidas a través de pedagogías que provienen tanto del arte como de otras prácticas desescolarizadas. Actualmente trabaja en el proyecto Permanente Obra Negra, un dispositivo textual fundado en la copia, la reescritura, el montaje de citas y la socialización de esas herramientas.
Tsunami es una antología de textos hechos por grandes escritoras latinoamericanas de diferentes generaciones en los que se reflexiona sobre la representación –o falta de ella de ella– de las mujeres en el mundo y en la literatura; las definiciones y etiquetas que son impuestas, que se trazan en violencia histórica y cultural, pero también en las resistencias. En las páginas de este libro se pueden encontrar las letras de Vivian Abenshushan, Yásnaya Elena A. Gil, Verónica Gerber Bicecci, Margo Glantz, Jimena González, Gabriela Jauregui, Brenda Lozano, Daniela Rea, Cristina Rivera Garza, Yolanda Segura, Diana J. Torres y Sara Uribe.Este es un extracto de Tsunami, que fue publicado en el 2018 por la editorial Sexto Piso.Disolutas (a ante cabe con contra) Las pedagogías de la crueldad
En la obra La letra con sangre entra o Escena de escuela, el pintor Francisco de Goya describe el sistema educativo de su época: el maestro aparece sentado a la izquierda con un perro a sus pies, mientras azota a un alumno inclinado, con las nalgas al aire, para recibir el castigo.
Es probable que el tutor o tallerista (o alguno de los jóvenes escritores sentados a su alrededor) respingue ante un texto atravesado por múltiples epígrafes fuera de lugar. Son demasiados, dice el primero; son reiterativos, argumenta el segundo. Rehúyen la originalidad, agregan a coro los terceros (en realidad, estos jóvenes son tímidos, pero se han envalentonado frente a la víctima sacrificial). La joven escritora (la jovencita, la apodan todos) no ha podido seguir leyendo en voz alta su texto. Es el primero que lleva a la sesión (o ritual de desollamiento) y será probablemente el último. Ella intenta continuar, pero la han intimidado, el entusiasmo decae. ¿Qué hago aquí?, se preguntará cuando llegue, con dificultad, a la última línea y reciba el veredicto. Esto no es un ensayo, dice el primero. Esto no es literatura, argumenta el segundo. Te falta rigor, hilación, ¡voz propia!, cantan los terceros... La escritura ha pasado por el tribunal. Ella es la acusada. ¿Cuál es su crimen? No escribir bien. No corregir lo suficiente. No respetar las convenciones. Sobre todo: no soportar virilmente la crítica. ¿Cómo alcanzará, si no es así, la calidad literaria? ¿Cómo dejará a un lado esos balbuceos, ese revoltijo, si no se somete al escrutinio de las voces autorizadas? (Someter, dice Cristina Rivera Garza, es uno de los verbos que deberían dejar de conjugarse, en todas sus acepciones, cuando se trata de leer textos propios y ajenos en un taller.) Uno de los jóvenes escritores se atreve a decir lo que el tutor ya espera que diga (es la frase de su titulación pronunciada en sociedad): dedícate a otra cosa. La jovencita intenta no llorar. Acaso lo logre o lo posponga. Acaso vuelva la próxima semana convertida en otra. Quizá incorpore los comentarios, quizá haga suya la crueldad y, en el futuro, cuando ella misma se convierta en tallerista o tutora (a fuerza de engrosar su propia piel en cenas caníbales, juegos de ingenio, premios literarios y otras formas de competencia), se alce como nueva autoridad frente a otras jovencitas y las oprima. Pero también es probable que decida no hacerlo.
Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
–Cristina Rivera Garza
Me pregunto si existe una estructura profunda detrás del episodio de la jovencita. ¿Qué significa ese uso extendido de la saña en un espacio de aprendizaje? ¿A qué obedece? ¿Qué estrategia tiene? Adelanto una hipótesis: el taller literario, una institución con más de cincuenta años de existencia en México y practicada en todo el orbe, opera menos como un espacio de diálogo o transmisión de saberes, que como la escuela que produce (y reproduce) el sistema literario como orden patriarcal. No se trata aquí de hacer una crítica de esa forma legítima de trabajo, gracias a la cual, los escritores pueden generar algún ingreso garantizado en medio de la precariedad general del gremio, sino de desnudar sus estructuras, muchas veces perversas, a través de las cuales se normaliza el alfabeto de la humillación indispensable para bregar en la selva del mercado editorial, además de estabilizar las jerarquías no sólo de ciertos autores, sino de los géneros literarios y sus convenciones monolíticas. En tanto forma de poder (aunque se trate de un micro poder), el taller literario enseña a escribir, ni más ni menos, y desde ahí vigila y gestiona el buen funcionamiento de la fábrica literaria. ¿Quieres ser escritor? ¡Demuéstramelo! Su pedagogía no es sólo técnica, sino política, porque establece fronteras sensibles, indicando qué subjetividades valen y qué otras no. Se constituye como criba, como aduana, como rito de paso, al que no sobreviven las prácticas amenazantes, desestabilizadoras o, si se quiere, experimentales. De ese modo, los expertos de la sensibilidad humana (los tutores) se arrogan toda competencia, en tanto figuras de autoridad, sobre lo que sus discípulos tienen de más íntimo: su deseo y su lenguaje. No hay forma más sutil y penetrante para implantar un control que moldeando al ser sensible que se expresa, ahí, a través de las palabras. Cuando los talleristas de narrativa insisten en la eficacia y la solvencia de la trama, todo un orden económico e ideológico se introduce en el lenguaje como señal de legibilidad, es decir, de éxito. Lo oscuro, lo deforme, lo marginal, serán interpretados, entonces, como formas del fracaso. Mientras aprenden a leer lo que hacen en el proceso de escribir, los participantes del taller reciben en realidad otro tipo de entrenamiento: la obligación de potencia. Un buen cuento vence por knock out, ¿no es cierto? Un golpe certero. Un tiro al blanco. El léxico marcial, del que habla Rivera Garza en Los muertos indóciles, cuando reflexiona sobre la necesidad de transformar las pedagogías de los talleres de creación, así lo indica: corregir, disciplinarse, cercenar. Cada vez que el tallerista (también conocido como Mi General) conjuga esos verbos con sus llamados al orden, transmite un oficio cuya preceptiva se parece más al de la milicia que al de la escritura. Y la guerra, como sabemos, es un orden político, social y territorial dominado por el mandato masculino.
Si el acto violento es entendido como mensaje, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo.
–Rita Segato
Si eres mujer y te interesa escribir, este dato te incumbe. Hay algo muy especial (una agenda oculta) que el taller de creación cuida con un celo extraordinario: la perpetuación del régimen de género vigente, donde las voces de las mujeres y otras disidencias sexuales se inician con un silenciamiento. El taller literario es sexista. Transmite indeleblemente el mensaje de que las mujeres son bienvenidas (estamos en el siglo XXI), pero no serán escuchadas. De hecho, las escritoras en ciernes que asisten a estos espacios se convierten, con una frecuencia inaceptable, en las voces agredidas de manera ejemplar, como si a través del escarnio o descalificación de sus escrituras, muchas veces «deshilvanadas» o «demasiado personales», se transmitiera un mensaje. ¿A quién está dirigido? ¿Qué dice esa agresión? Desde su ensayo Las estructuras elementales de la violencia (2003) hasta La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez (2013), la antropóloga y feminista argentina Rita Segato se ha dedicado a pensar y ubicar políticamente la violencia contra las mujeres latinoamericanas. Uno de sus conceptos centrales es el de las pedagogías de la crueldad: una serie de rituales de paso o pruebas de masculinidad destinadas a reafirmar la posición social dominante de los hombres. Estos exámenes de potencia, dice Segato, se desarrollan bajo la mirada de otros varones, porque la masculinidad es un estatus que debe ser validado por quienes ya tienen esa posición. Es la pedagogía que se practica en los burdeles o el ejército, en la mafia o el narcotráfico, escuelas de la desensibilización, donde se aprende a engrosar la piel, o peor aún, a gozar con el sufrimiento del otro. Se trata también de una economía simbólica que permite ver lo humano (el ser sensible) convertido en cosa. Cosa para el consumo carnal, para la compraventa de órganos, para la guerra. Sin esa didáctica de desacoplamiento frente al mundo, la corporación neoliberal sería impensable. Lo que sucede hoy a las mujeres, los migrantes, los niños, los ríos y los territorios, no puede desvincularse de este momento de despojo generalizado que es la culminación del proyecto histórico del capital. Digo corporación también en el sentido que ha pensado Segato: como alianza masculina fuertemente jerarquizada que se consolida a través de una víctima sacrificial: ese ser humano convertido en cosa, esa mujer convertida en objeto de la violencia. La corporación masculina (fundada en la lealtad suprema a sí misma) es lo opuesto a la comunidad (fundada en el vínculo). Su código intocable, como en la omertá de la mafia, es el pacto de silencio. Quien denuncia o quien se conmueve es objeto de sospecha. También lo es quien desacata el mandato masculino: ya sean los homosexuales o las mujeres cuando se presentan gozosas, sin necesidad de tutor o patrón. Como los varones deben demostrar que merecen pertenecer a esa corporación, la exhibición de sus capacidades de vileza es constante. Se trata entonces de una violencia expresiva, dice Segato: una violencia que moraliza (o castiga) a las mujeres, produciendo reglas implícitas, a través de las cuales circulan consignas de poder (no legales, no evidentes, pero sí efectivas). La mujer como cuerpo donde se inscribe una misiva, un tapiz para lanzar un mensaje de poder. Es el sometimiento de la sociedad entera a los espectáculos de crueldad.
Cómo ser un gran escritorTienes que cogerte a muchas mujeres,bellas mujeres,y escribir unos pocos poemas de amor decentes y no te preocupes por la edady los nuevos talentos.Sólo toma más cerveza, más y más cerveza. Anda al hipódromo por lo menos una veza la semanay ganasi es posible.
–Charles Bukowski
¿Si trasladáramos las pedagogías de la crueldad del ejército al sistema literario, qué encontramos? Que ser un buen escritor es «cogerse a muchas mujeres». El mandato de masculinidad cristalizado en forma de poema. Autorreferencial, agregaría Segato, narcisista, incapaz de amar a otro. «Si tienes capacidad de amar / ámate a ti mismo primero». Así, el escritor, aunque sensible, también cultiva su fiereza: «Agarra una buena máquina de escribir y dale duro a esa cosa, dale duro. / Haz de eso una pelea de peso pesado. / Haz como el toro en la primera embestida». Este tipo de lenguaje se ha naturalizado en el sistema patriarcal de la literatura al grado que pasa a comportarse casi con automatismo. El mensaje es transparente: el sistema de dominación masculina permanece intacto. ¿Y si alguien se atreve a señalarlo? ¡Feminazi! O incluso, ¡que le corten la lengua! Pero volviendo a nuestro tema (me deshilacho): el taller literario también tiene sus historias de amor, quiero decir, sus historias de acoso, besos sin consentimientos y abuso sexual. Un ejemplo visible: más de veinte mujeres han denunciado recientemente al director de teatro y maestro de la Escuela de Escritores Sogem, Felipe Oliva Alvarado, por violación, hostigamiento y violencia psicológica, bajo la consigna pedagógica de que todo eso formaba «parte del ejercicio teatral». Este caso constituye una violencia institucionalizada de la que, por fin, hoy se habla. Hemos entendido que el desmontaje de la crueldad comienza por romper el pacto de silencio (y el respeto al miedo). O como dice Audre Lorde: no es que hayamos dejado de tener miedo, sino que aprendimos a controlarlo.
Una de las historias de las Metamorfosis narra la violación de una princesa joven, Filomena. Para prevenir una denuncia, el violador simplemente le corta la lengua... Ovidio puede haber silenciado a sus mujeres a través de transformaciones o mutilaciones, pero también sugirió que la comunicación trascendía la voz humana y que las mujeres no podían ser silenciadas tan fácilmente. Filomena perdió su lengua, pero aun así encontró la forma de denunciar a su violador al tejer su nombre en un tapiz.
–Mary Beard
Hay otros abusos insospechados que recorren todo el espectro de la institución literaria, dentro y fuera del taller, en editoriales, encuentros de escritores, conversaciones de cantina, colegios nacionales. En el poder que decide quién publica y quién no, quién ostenta, entonces, una voz pública. En el 2015, el proyecto #RopaSucia de Maricela Guerrero, Paula Abramo y Xitlálitl Rodríguez, fue pensado como un hashtag (y luego como una instalación) que recogía experiencias de misoginia, exclusión y otro tipo de prácticas que silencian o invisibilizan el trabajo hecho por mujeres en el mundo de la cultura. La metáfora del tejido no es casual: #RopaSucia es el tapiz de Filomena. Si alguien pensaba que la hegemonía masculina no se encontraba en los medios ilustrados, medios donde las mujeres han abierto espacios de interlocución y presencia, se equivocaba. En muy poco tiempo, más de quince mil mensajes hacían eco de la convocatoria. «Como no eres puta ni amable ni guapa, no te va quedar otra que escribir bien, si quieres hacer carrera literaria». «El ensayo está tan bien hecho que parece que lo hizo un hombre». «Entendemos que tienes un hijo, por eso a lo mejor esta beca no es para ti». «Yo no discuto con mujeres». Agrego una frase ejemplar de mi propio anecdotario. Sucedió en Argentina, otro país con una ola creciente de feminicidios, donde también se cuecen habas (o misoginias literarias). Mientras mi ex pareja y yo tomábamos un café con el editor de la Bestia Equilátera, el señor dijo: «Así que tú eres Sylvia Plath, la que cuida a los niños, y él Ted Hughes, el que escribe». El momento de autoanálisis también me deja a la intemperie y, por eso, no quisiera dejar de testimoniar aquí mis propios mandatos incorporados. Durante muchos años, para sobrevivir en el medio masculinizado de la literatura, adopté modales rudos. Una voz argumentativa y a veces rabiosa, una voz andrógina, dentro y fuera de la página. Más que sentido del humor, cultivé el sarcasmo y la mordacidad para no morir en las cenas caníbales, uno de los rituales de socialización típicos del gremio. Me gané de ese modo el respeto de los hombres que discutían conmigo, a veces con un poco de temor. «Eres implacable», decían. Así, severa y exigente, fui alguna vez con mis becarios del Fonca, un lugar de torturas y demostraciones de poder que necesitamos confrontar si es que no deseamos reproducir ese sistema de comunicación dominante que nos sigue situando a las mujeres en lugares de vulnerabilidad. Lo hice demasiado tiempo hasta que, como señala Mary Beard en su ensayo La voz pública de las mujeres, me cansé de impostar la voz y herir a otros para defenderme. Aquello se me volvió políticamente insostenible.
Mujer artista no es más que una disoluta.–Gustave Flaubert
No es lo mismo escribir de nosotras que con nosotras.–Lohana Berkins
En marzo del 2017, un grupo de mujeres organizadas alrededor de un círculo de lecturas feministas me invitó a dar un taller de creación literaria en Oaxaca. Les propuse abrir no un taller, sino un espacio común entre mujeres donde exploraríamos prácticas colaborativas y experimentales en la escritura. Las tres sesiones fueron desbordantes y entusiastas. Nunca antes, por mis propios prejuicios, había dado un laboratorio con «perspectiva de género». El giro fue revelador: una nueva potencia germinaba ahí para interrogarme con toda su fuerza. ¿Qué aprendí en ese primer momento? Que se trataba sobre todo de un territorio político y que su política central consistía en enfrentar las pedagogías de la crueldad a través de vínculos afectivos, comunitarios, verbales, corporales y usando todos los medios a nuestro alcance. Cuando regresé a la Ciudad de México, decidí proseguir la experiencia y convocamos a la Disoluta, un laboratorio de otras escrituras que era también, por supuesto, un espacio entre mujeres. ¿Por qué decidieron estar aquí?, pregunto siempre al comenzar las sesiones. Las respuestas son abrumadoras: por el hartazgo frente al menosprecio padecido en otros talleres, un sentimiento de incomprensión y constreñimiento, testimonios más graves sobre violencia y acoso, la búsqueda de espacios seguros de interlocución y estudio colaborativo, la exploración de prácticas no autorizadas, inapropiadas, de escritura. Pero quizá la preocupación que escucho con más insistencia es el deseo común de enfrentar las diversas expresiones de violencia que hoy se inscriben en el cuerpo de las mujeres. Además de un lugar de creación colectiva, la Disoluta se convirtió en un espacio terapéutico (¡horror de horrores!), donde nunca de los nuncas se conjuga el verbo tallerear. Preferimos reescribir, recontextualizar, reconstruir, reorganizar, habitar, ocupar, cuidar, copiar, resituar, nombrar. Una parte del laboratorio ya ha mutado en colectiva y se autogestiona de forma horizontal. A él han asistido guionistas, biólogas, pedagogas, promotoras de lectura, traductoras, editoras, cineastas, feministas, transfeministas, bisexuales, ex artistas, ex escritoras, lingüistas y estudiantes de muchos otros campos que encontraron finalmente un lugar legítimo donde escribir, sin la intención de ser reclutadas por la literatura. Si algo me anima a hablar de este espacio aquí es el hecho de haber encontrado en él una incontenible fuerza de invención contraria a las gramáticas denigrantes del taller literario. Quebrar esa gramática comienza, para mí, para nosotras, en desautorizarme, es decir, en convertirme sólo en un catalizador a través de la cual se socializan muchos saberes y conversaciones. Desautorizarse es un trabajo arduo y cotidiano e implica renunciar a cierto ímpetu, ciertas ansias de notoriedad. Significa que nuestra voz sea una voz a lado de otras. No la voz cantante. No la voz que embiste. Nuestros vínculos son, por eso, muy distintos a los de la mafia: nadie tiene que demostrar nada. Ni elocuencia ni superioridad ni miedo. Para escribir no deseamos curtirnos. Tampoco somos autoindulgentes. Nos escuchamos unas a otras con atención porque cada palabra nos parece necesaria. Cuchicheamos, hacemos ruido, nos reímos a carcajadas. Y escribimos juntas. Porque uno de los mitos literarios que se han instaurado desde el patriarcado, es decir, desde el capital, es el mito de la propiedad y su primogénito intelectual: el autor. Cuando hablamos de otras formas de escritura queremos decir también: otras formas de hacer mundo. Escrituras de la presencia, escrituras de la situación, escrituras donde lo personal es político porque nos implica a todas. La Disoluta no es, por fortuna, única y mucho menos imperecedera. Es un grupo entre los grupos (¡una grupa entre incontables grupas!), lo cual significa que se inscribe en una corriente que la acompaña y excede: todos esos espacios, colectivas, foros, editoriales y movimientos encabezados por mujeres y otras disidencias que se implican, llenas de rabia y de ternura, para desafiar las violencias instituidas y las fábricas de muerte. Con lo cual llego al final de este revoltijo sólo para decir algo más. Un fantasma recorre la escritura del siglo XXI: el fantasma de la cuarta ola feminista.*Vivian Abenshushan (Ciudad de México, 1972) es escritora y agente cultural independiente. Su práctica individual y colectiva se ha centrado en la exploración de estrategias estéticas que confronten los procesos del capitalismo contemporáneo y sus estructuras de producción cultural, así como las relaciones entre arte y acción política, procesos colaborativos, cruces entre disciplinas y prácticas experimentales en la escritura. Su libro más reciente es Escritos para desocupados, publicado por Surplus Ediciones bajo una licencia copyleft que alienta su reproducción y descarga libre en línea. Es cofundadora de la cooperativa Tumbona Ediciones y de la colectiva Disolutas. Desde 1998 imparte, dentro y fuera del país, laboratorios de escrituras extendidas a través de pedagogías que provienen tanto del arte como de otras prácticas desescolarizadas. Actualmente trabaja en el proyecto Permanente Obra Negra, un dispositivo textual fundado en la copia, la reescritura, el montaje de citas y la socialización de esas herramientas.
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