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La apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país. Como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para el cimiento cultural de un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación deriva en un fenómeno fundacional.
Uno de los signos más claros del lugar que ocupan las lenguas indígenas en este país son los pocos espacios que existen para su enseñanza. Preparar un curso para enseñar una lengua indígena presenta muchos retos, no solo los que plantea la gramática, sino también los que se derivan del combate implementado durante muchísimas décadas contra su uso y que ha tenido como consecuencia que el estudio de éstas y el desarrollo de metodologías, materiales y recursos didácticos de diferente índole (para su enseñanza como segunda lengua) no se puedan comparar en lo absoluto con los que existen para las lenguas hegemónicas. En una ciudad como Oaxaca, enclavada en territorio zapoteca y rodeada de muchas comunidades que hablan o hablaban el zapoteco del Valle, lo más natural sería tener una gran variedad de espacios que ofertaran su enseñanza para quienes no la hablen, sean personas consideradas zapotecas o no. Cuando se abren espacios para aprender lenguas indígenas, recibo cada vez más una pregunta que con el tiempo se ha vuelto insistente: ¿aprender una lengua indígena, si no pertenezco al pueblo que la habla, es apropiación cultural? Esta misma pregunta se extiende a otros escenarios. He leído cuestionamientos interesantes que ponen en debate si el hecho de vestir huipil sin ser parte de la comunidad que la elabora es apropiación cultural, si tomar baños de temazcal implica apropiarse de una cultura que no es la nuestra y otras preguntas relacionadas. Responderlas no es tarea sencilla. Quisiera plantear algunas ideas que creo deben considerarse para intentar construir respuestas en discusiones colectivas. La frecuencia de estas preguntas ya plantea una preocupación que difícilmente se hubiera dado hace algunos ayeres. Este tema lleva ya un tiempo discutiéndose en el vecino país del norte, donde situaciones como el uso de vestimenta ritual propia de los pueblos indígenas en fiestas de disfraces ha desatado controversias y debates que nos permiten vislumbrar el funcionamiento de diversos sistemas de opresión. En principio, quisiera argumentar a favor del intercambio, el contacto y la apropiación de elementos culturales; una de las cosas que me parecen más importantes y difíciles de impedir es el flujo de elementos culturales entre pueblos, culturas y naciones del mundo que hacen casi imposible que, a estas alturas, haya culturas “puras” que no hayan tomado elementos de otras, resignificándolos e incorporándolos a sus sistemas culturales. Es más, en la actualidad es complicado pensar en culturas como entidades cerradas con fronteras absolutas que nos permitan discernir dónde comienza un sistema cultural y dónde termina otro. Creo firmemente que los instrumentos de viento de la tradición occidental, como el trombón, la trompeta o el clarinete, han sido adoptados para realizar música tradicional que siento y leo como algo profundamente mixe, y que pertenece a mi cultura. Los pueblos zapotecos de la Sierra Norte, que cuentan también con extraordinarias bandas filarmónicas, sentirán algo parecido. Los elementos de distintas tradiciones culturales fluyen y se adoptan imprimiéndoles interpretaciones, usos y significados que enriquecen más la diversidad cultural del mundo. Sin embargo, no todo resulta tan sencillo. La interacción entre culturas no se da en medio de un contexto de igualdad y armonía, como ciertos discursos que celebran la diversidad pretenden hacérnoslo creer, obviando que las sociedades que producen culturas han sido categorizadas y jerarquizadas. Las culturas del mundo se hallan dentro de una red de estructuras que las ordenan y las jerarquizan; los elementos de la humanidad están entretejidos en estructuras del colonialismo, racismo y capitalismo. Por esta razón, quisiera hacer una diferencia importante entre la apropiación cultural y la apropiación cultural indebida, como se le ha llamado más específicamente. Ésta última, se da cuando el privilegiado se apropia de ciertos elementos culturales de otras poblaciones para su beneficio o disfrute pero manteniendo intacta una relación opresiva. Es más, esta apropiación “actualiza” la opresión, una manera de aprovecharse y seguir con prácticas extractivistas de elementos que se consideran valiosos, mientras que el resto desprecia y violenta. Por ejemplo, mientras los territorios de los pueblos indígenas en Estados Unidos siguen siendo invadidos, al mismo tiempo toman elementos de su cultura de manera aislada para utilizarlos en desfiles de Victoria’s Secret. Mientras la categoría opresora considere que un elemento cultural de la categoría oprimida es despreciable, discriminará a sus integrantes por ello; pero cuando lo considere un recurso explotable, lo apropiará. Definido así, el hecho de que artesanos mixes hayan confeccionado tenis con la estructura y la apariencia de unos tenis Converse, pero con bordados de la tradición mixe, no puede considerarse como apropiación cultural indebida, aunque algunas personas me hayan insistido lo contrario. Así como no hay racismo inverso, tampoco se puede hablar de apropiación cultural indebida inversa. Ésta última también implica explotar un elemento cultural de una sociedad oprimida sin experimentar esa opresión que se sufre. En Estados Unidos el fenómeno de la apropiación cultural indebida tiene sus características propias relacionadas con sus clasificaciones raciales y de etnicidad. Queda claro que la población categorizada como blanca puede ejercer un racismo cotidiano que se actualiza como apropiación cultural indebida cuando toman los tocados de plumas de los pueblos indígenas para espectáculos, o elementos de la tradición musical afrodescendiente descontextualizándolos y obteniendo provecho económico o reconocimiento, mientras el racismo continúa de manera estructural. Sin embargo, en México el fenómeno toma otras características: está la operación del mestizaje. Quiero hacer énfasis en el mestizaje como una operación y una narrativa desde el poder más que un hecho genético. A estas alturas, sabemos que todas las personas del mundo somos producto de una mezcla genética; estamos mezcladas todas las personas en el mundo genéticamente hablando. El racismo, sin embargo, clasifica los cuerpos abstrayendo fenotipos que jerarquiza, privilegia a algunos y oprime a otros de manera sistemática. Si consideramos que en 1820 aproximadamente el 70% de la población mexicana hablaba una lengua indígena como lengua materna y que ahora somos solo cerca del 6%, podemos ver que la gran mayoría que se enuncia mestiza es población que fue desindigenizada durante los últimos doscientos años; población a la que el racismo estructural del Estado necesitaba narrar como mestiza, antes que indígena, para lo cual le arrebató lengua, elementos culturales y pertenencia para adscribirlo a una identidad más blanqueada, llamada mestiza, una identidad mexicana construida con elementos mezclados de distintos lugares, pueblos y tradiciones. El objetivo del Estado mexicano ha sido amestizar a toda la población indígena, o lo que es lo mismo, desindigenizar. En este contexto, si la población mestiza a la que se le arrebató pertenencia, adscripción, lengua y cultura toma un elemento cultural de algún pueblo indígena, ¿se puede hablar de apropiación cultural indebida? ¿No sería más bien un cuestionamiento a ese proceso de amestizamiento? La población mestiza podría entonces retomar elementos culturales que le fueron arrebatados no como apropiación sino como un cuestionamiento al proceso estatal. Una vez más las respuestas no son tan sencillas. La población mestiza no comparte las mismas opresiones que la población indígena; no quiero decir con esto que no sufran los efectos del racismo, pero el funcionamiento de las opresiones es distinto a las que sufre una categoría política como indígena. En muchos casos, la categoría mestiza se va sosteniendo de una aspiración hacia el blanqueamiento, que implica un desprecio por los pueblos indígenas a los que puede volver en muchas ocasiones sólo para buscar elementos culturales específicos para su disfrute, sin que cese ese desprecio. Con demasiada frecuencia, la población mestiza olvida que es población desindigenizada y actualiza la opresión sobre la población indígena. El fenómeno es claro cuando una población (que es leída como blanca y muy privilegiada) realiza operaciones de apropiación cultural indebida, pero se vuelve complejo cuando se trata de población mestiza. Mientras que el uso de un huipil en ciertas personas se puede leer como amor a las raíces de México, ese mismo huipil en una mujer indígena triqui (o en el cuerpo de una mujer que se lee racializado como inferior) tiene una lectura distinta, indica su pertenencia a una categoría discriminada. En todo caso, la apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país, como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión estructural fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para servir de cimiento cultural a un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación se deriva de un fenómeno fundacional. A diferencia de la conformación de otros países, el Estado mexicano diseñó un discurso identitario que, desde el inicio, se basa en la apropiación cultural indebida. Al mismo tiempo que ejercía una opresión sistemática sobre los pueblos nahuas, se apropiaba de elementos propios de su tradición y de su lengua; el escudo nacional está, por ejemplo, basado en un elemento mexica y la folclorización le permite apropiarse también de elementos culturales de los pueblos indígenas a los que en adelante calificará como “elementos de la cultura mexicana”. No son elementos de la cultura mexicana, son de pueblos concretos que resisten a la minería, a los megaproyectos y a los proyectos extractivistas implementados o concesionado por el Estado mexicano —que es y ha sido el mayor apropiador cultural indebido de la cultura de los pueblos indígenas de este país—. Estas prácticas llegaron incluso a niveles absurdos como en 1930 cuando, en aras de reforzar el nacionalismo, Pascual Ortiz Rubio intentó sustituir a Santa Clos por un Quetzalcóatl. Como lo narran las crónicas de la época, se hizo un anuncio oficial por el que se prescindía de una tradición extranjera por un personaje que, ya apropiado indebidamente, se caracterizaba como profundamente mexicano: la serpiente emplumada. El gobierno organizó un evento en un gran estadio en el que una persona que representó a Quetzalcóatl entregó dulces y regalos a miles de niños convocados en el lugar. México no fue creado mediante un pacto con los pueblos y naciones que lo iban a conformar, sino por una minoría que trató de desaparecerlos bajo una nueva categoría llamada mestizo. Al mismo tiempo que los oprimía, tomó elementos de sus culturas. Una vez que se apropió de los elementos culturales de los pueblos indígenas, los puso en una gran canasta llamada “cultura mexicana” de la que entonces la población puede tomar elementos descontextualizados y nombrarlos un homenaje a sus raíces. Entonces, ¿aprender una lengua indígena es apropiación cultural indebida? ¿lo es portar un huipil si no pertenecemos al pueblo que lo elabora? Lo es cuando esa acción perpetúa los mecanismos de la apropiación cultural indebida con los que el propio Estado mexicano cimentó su proyecto de mestizaje, o cuando su acercamiento genera extractivismo cultural dejando intacta las relaciones de opresión. Si, por el contrario, ese acercamiento parte de un cuestionamiento profundo de los privilegios y si se pone en crisis las prácticas del mestizaje construidas sobre el racismo y la colonización, las implicaciones podrían ser otras. Cada vez que nos acercamos a los elementos culturales de los pueblos indígenas podríamos comenzar a cuestionar los sistemas de opresión que hacen posible la existencia de la apropiación cultural, que en México se ocultan bajo el discurso del mestizaje y de un supuesto homenaje que termina en folclorización.
La apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país. Como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para el cimiento cultural de un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación deriva en un fenómeno fundacional.
Uno de los signos más claros del lugar que ocupan las lenguas indígenas en este país son los pocos espacios que existen para su enseñanza. Preparar un curso para enseñar una lengua indígena presenta muchos retos, no solo los que plantea la gramática, sino también los que se derivan del combate implementado durante muchísimas décadas contra su uso y que ha tenido como consecuencia que el estudio de éstas y el desarrollo de metodologías, materiales y recursos didácticos de diferente índole (para su enseñanza como segunda lengua) no se puedan comparar en lo absoluto con los que existen para las lenguas hegemónicas. En una ciudad como Oaxaca, enclavada en territorio zapoteca y rodeada de muchas comunidades que hablan o hablaban el zapoteco del Valle, lo más natural sería tener una gran variedad de espacios que ofertaran su enseñanza para quienes no la hablen, sean personas consideradas zapotecas o no. Cuando se abren espacios para aprender lenguas indígenas, recibo cada vez más una pregunta que con el tiempo se ha vuelto insistente: ¿aprender una lengua indígena, si no pertenezco al pueblo que la habla, es apropiación cultural? Esta misma pregunta se extiende a otros escenarios. He leído cuestionamientos interesantes que ponen en debate si el hecho de vestir huipil sin ser parte de la comunidad que la elabora es apropiación cultural, si tomar baños de temazcal implica apropiarse de una cultura que no es la nuestra y otras preguntas relacionadas. Responderlas no es tarea sencilla. Quisiera plantear algunas ideas que creo deben considerarse para intentar construir respuestas en discusiones colectivas. La frecuencia de estas preguntas ya plantea una preocupación que difícilmente se hubiera dado hace algunos ayeres. Este tema lleva ya un tiempo discutiéndose en el vecino país del norte, donde situaciones como el uso de vestimenta ritual propia de los pueblos indígenas en fiestas de disfraces ha desatado controversias y debates que nos permiten vislumbrar el funcionamiento de diversos sistemas de opresión. En principio, quisiera argumentar a favor del intercambio, el contacto y la apropiación de elementos culturales; una de las cosas que me parecen más importantes y difíciles de impedir es el flujo de elementos culturales entre pueblos, culturas y naciones del mundo que hacen casi imposible que, a estas alturas, haya culturas “puras” que no hayan tomado elementos de otras, resignificándolos e incorporándolos a sus sistemas culturales. Es más, en la actualidad es complicado pensar en culturas como entidades cerradas con fronteras absolutas que nos permitan discernir dónde comienza un sistema cultural y dónde termina otro. Creo firmemente que los instrumentos de viento de la tradición occidental, como el trombón, la trompeta o el clarinete, han sido adoptados para realizar música tradicional que siento y leo como algo profundamente mixe, y que pertenece a mi cultura. Los pueblos zapotecos de la Sierra Norte, que cuentan también con extraordinarias bandas filarmónicas, sentirán algo parecido. Los elementos de distintas tradiciones culturales fluyen y se adoptan imprimiéndoles interpretaciones, usos y significados que enriquecen más la diversidad cultural del mundo. Sin embargo, no todo resulta tan sencillo. La interacción entre culturas no se da en medio de un contexto de igualdad y armonía, como ciertos discursos que celebran la diversidad pretenden hacérnoslo creer, obviando que las sociedades que producen culturas han sido categorizadas y jerarquizadas. Las culturas del mundo se hallan dentro de una red de estructuras que las ordenan y las jerarquizan; los elementos de la humanidad están entretejidos en estructuras del colonialismo, racismo y capitalismo. Por esta razón, quisiera hacer una diferencia importante entre la apropiación cultural y la apropiación cultural indebida, como se le ha llamado más específicamente. Ésta última, se da cuando el privilegiado se apropia de ciertos elementos culturales de otras poblaciones para su beneficio o disfrute pero manteniendo intacta una relación opresiva. Es más, esta apropiación “actualiza” la opresión, una manera de aprovecharse y seguir con prácticas extractivistas de elementos que se consideran valiosos, mientras que el resto desprecia y violenta. Por ejemplo, mientras los territorios de los pueblos indígenas en Estados Unidos siguen siendo invadidos, al mismo tiempo toman elementos de su cultura de manera aislada para utilizarlos en desfiles de Victoria’s Secret. Mientras la categoría opresora considere que un elemento cultural de la categoría oprimida es despreciable, discriminará a sus integrantes por ello; pero cuando lo considere un recurso explotable, lo apropiará. Definido así, el hecho de que artesanos mixes hayan confeccionado tenis con la estructura y la apariencia de unos tenis Converse, pero con bordados de la tradición mixe, no puede considerarse como apropiación cultural indebida, aunque algunas personas me hayan insistido lo contrario. Así como no hay racismo inverso, tampoco se puede hablar de apropiación cultural indebida inversa. Ésta última también implica explotar un elemento cultural de una sociedad oprimida sin experimentar esa opresión que se sufre. En Estados Unidos el fenómeno de la apropiación cultural indebida tiene sus características propias relacionadas con sus clasificaciones raciales y de etnicidad. Queda claro que la población categorizada como blanca puede ejercer un racismo cotidiano que se actualiza como apropiación cultural indebida cuando toman los tocados de plumas de los pueblos indígenas para espectáculos, o elementos de la tradición musical afrodescendiente descontextualizándolos y obteniendo provecho económico o reconocimiento, mientras el racismo continúa de manera estructural. Sin embargo, en México el fenómeno toma otras características: está la operación del mestizaje. Quiero hacer énfasis en el mestizaje como una operación y una narrativa desde el poder más que un hecho genético. A estas alturas, sabemos que todas las personas del mundo somos producto de una mezcla genética; estamos mezcladas todas las personas en el mundo genéticamente hablando. El racismo, sin embargo, clasifica los cuerpos abstrayendo fenotipos que jerarquiza, privilegia a algunos y oprime a otros de manera sistemática. Si consideramos que en 1820 aproximadamente el 70% de la población mexicana hablaba una lengua indígena como lengua materna y que ahora somos solo cerca del 6%, podemos ver que la gran mayoría que se enuncia mestiza es población que fue desindigenizada durante los últimos doscientos años; población a la que el racismo estructural del Estado necesitaba narrar como mestiza, antes que indígena, para lo cual le arrebató lengua, elementos culturales y pertenencia para adscribirlo a una identidad más blanqueada, llamada mestiza, una identidad mexicana construida con elementos mezclados de distintos lugares, pueblos y tradiciones. El objetivo del Estado mexicano ha sido amestizar a toda la población indígena, o lo que es lo mismo, desindigenizar. En este contexto, si la población mestiza a la que se le arrebató pertenencia, adscripción, lengua y cultura toma un elemento cultural de algún pueblo indígena, ¿se puede hablar de apropiación cultural indebida? ¿No sería más bien un cuestionamiento a ese proceso de amestizamiento? La población mestiza podría entonces retomar elementos culturales que le fueron arrebatados no como apropiación sino como un cuestionamiento al proceso estatal. Una vez más las respuestas no son tan sencillas. La población mestiza no comparte las mismas opresiones que la población indígena; no quiero decir con esto que no sufran los efectos del racismo, pero el funcionamiento de las opresiones es distinto a las que sufre una categoría política como indígena. En muchos casos, la categoría mestiza se va sosteniendo de una aspiración hacia el blanqueamiento, que implica un desprecio por los pueblos indígenas a los que puede volver en muchas ocasiones sólo para buscar elementos culturales específicos para su disfrute, sin que cese ese desprecio. Con demasiada frecuencia, la población mestiza olvida que es población desindigenizada y actualiza la opresión sobre la población indígena. El fenómeno es claro cuando una población (que es leída como blanca y muy privilegiada) realiza operaciones de apropiación cultural indebida, pero se vuelve complejo cuando se trata de población mestiza. Mientras que el uso de un huipil en ciertas personas se puede leer como amor a las raíces de México, ese mismo huipil en una mujer indígena triqui (o en el cuerpo de una mujer que se lee racializado como inferior) tiene una lectura distinta, indica su pertenencia a una categoría discriminada. En todo caso, la apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país, como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión estructural fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para servir de cimiento cultural a un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación se deriva de un fenómeno fundacional. A diferencia de la conformación de otros países, el Estado mexicano diseñó un discurso identitario que, desde el inicio, se basa en la apropiación cultural indebida. Al mismo tiempo que ejercía una opresión sistemática sobre los pueblos nahuas, se apropiaba de elementos propios de su tradición y de su lengua; el escudo nacional está, por ejemplo, basado en un elemento mexica y la folclorización le permite apropiarse también de elementos culturales de los pueblos indígenas a los que en adelante calificará como “elementos de la cultura mexicana”. No son elementos de la cultura mexicana, son de pueblos concretos que resisten a la minería, a los megaproyectos y a los proyectos extractivistas implementados o concesionado por el Estado mexicano —que es y ha sido el mayor apropiador cultural indebido de la cultura de los pueblos indígenas de este país—. Estas prácticas llegaron incluso a niveles absurdos como en 1930 cuando, en aras de reforzar el nacionalismo, Pascual Ortiz Rubio intentó sustituir a Santa Clos por un Quetzalcóatl. Como lo narran las crónicas de la época, se hizo un anuncio oficial por el que se prescindía de una tradición extranjera por un personaje que, ya apropiado indebidamente, se caracterizaba como profundamente mexicano: la serpiente emplumada. El gobierno organizó un evento en un gran estadio en el que una persona que representó a Quetzalcóatl entregó dulces y regalos a miles de niños convocados en el lugar. México no fue creado mediante un pacto con los pueblos y naciones que lo iban a conformar, sino por una minoría que trató de desaparecerlos bajo una nueva categoría llamada mestizo. Al mismo tiempo que los oprimía, tomó elementos de sus culturas. Una vez que se apropió de los elementos culturales de los pueblos indígenas, los puso en una gran canasta llamada “cultura mexicana” de la que entonces la población puede tomar elementos descontextualizados y nombrarlos un homenaje a sus raíces. Entonces, ¿aprender una lengua indígena es apropiación cultural indebida? ¿lo es portar un huipil si no pertenecemos al pueblo que lo elabora? Lo es cuando esa acción perpetúa los mecanismos de la apropiación cultural indebida con los que el propio Estado mexicano cimentó su proyecto de mestizaje, o cuando su acercamiento genera extractivismo cultural dejando intacta las relaciones de opresión. Si, por el contrario, ese acercamiento parte de un cuestionamiento profundo de los privilegios y si se pone en crisis las prácticas del mestizaje construidas sobre el racismo y la colonización, las implicaciones podrían ser otras. Cada vez que nos acercamos a los elementos culturales de los pueblos indígenas podríamos comenzar a cuestionar los sistemas de opresión que hacen posible la existencia de la apropiación cultural, que en México se ocultan bajo el discurso del mestizaje y de un supuesto homenaje que termina en folclorización.
La apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país. Como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para el cimiento cultural de un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación deriva en un fenómeno fundacional.
Uno de los signos más claros del lugar que ocupan las lenguas indígenas en este país son los pocos espacios que existen para su enseñanza. Preparar un curso para enseñar una lengua indígena presenta muchos retos, no solo los que plantea la gramática, sino también los que se derivan del combate implementado durante muchísimas décadas contra su uso y que ha tenido como consecuencia que el estudio de éstas y el desarrollo de metodologías, materiales y recursos didácticos de diferente índole (para su enseñanza como segunda lengua) no se puedan comparar en lo absoluto con los que existen para las lenguas hegemónicas. En una ciudad como Oaxaca, enclavada en territorio zapoteca y rodeada de muchas comunidades que hablan o hablaban el zapoteco del Valle, lo más natural sería tener una gran variedad de espacios que ofertaran su enseñanza para quienes no la hablen, sean personas consideradas zapotecas o no. Cuando se abren espacios para aprender lenguas indígenas, recibo cada vez más una pregunta que con el tiempo se ha vuelto insistente: ¿aprender una lengua indígena, si no pertenezco al pueblo que la habla, es apropiación cultural? Esta misma pregunta se extiende a otros escenarios. He leído cuestionamientos interesantes que ponen en debate si el hecho de vestir huipil sin ser parte de la comunidad que la elabora es apropiación cultural, si tomar baños de temazcal implica apropiarse de una cultura que no es la nuestra y otras preguntas relacionadas. Responderlas no es tarea sencilla. Quisiera plantear algunas ideas que creo deben considerarse para intentar construir respuestas en discusiones colectivas. La frecuencia de estas preguntas ya plantea una preocupación que difícilmente se hubiera dado hace algunos ayeres. Este tema lleva ya un tiempo discutiéndose en el vecino país del norte, donde situaciones como el uso de vestimenta ritual propia de los pueblos indígenas en fiestas de disfraces ha desatado controversias y debates que nos permiten vislumbrar el funcionamiento de diversos sistemas de opresión. En principio, quisiera argumentar a favor del intercambio, el contacto y la apropiación de elementos culturales; una de las cosas que me parecen más importantes y difíciles de impedir es el flujo de elementos culturales entre pueblos, culturas y naciones del mundo que hacen casi imposible que, a estas alturas, haya culturas “puras” que no hayan tomado elementos de otras, resignificándolos e incorporándolos a sus sistemas culturales. Es más, en la actualidad es complicado pensar en culturas como entidades cerradas con fronteras absolutas que nos permitan discernir dónde comienza un sistema cultural y dónde termina otro. Creo firmemente que los instrumentos de viento de la tradición occidental, como el trombón, la trompeta o el clarinete, han sido adoptados para realizar música tradicional que siento y leo como algo profundamente mixe, y que pertenece a mi cultura. Los pueblos zapotecos de la Sierra Norte, que cuentan también con extraordinarias bandas filarmónicas, sentirán algo parecido. Los elementos de distintas tradiciones culturales fluyen y se adoptan imprimiéndoles interpretaciones, usos y significados que enriquecen más la diversidad cultural del mundo. Sin embargo, no todo resulta tan sencillo. La interacción entre culturas no se da en medio de un contexto de igualdad y armonía, como ciertos discursos que celebran la diversidad pretenden hacérnoslo creer, obviando que las sociedades que producen culturas han sido categorizadas y jerarquizadas. Las culturas del mundo se hallan dentro de una red de estructuras que las ordenan y las jerarquizan; los elementos de la humanidad están entretejidos en estructuras del colonialismo, racismo y capitalismo. Por esta razón, quisiera hacer una diferencia importante entre la apropiación cultural y la apropiación cultural indebida, como se le ha llamado más específicamente. Ésta última, se da cuando el privilegiado se apropia de ciertos elementos culturales de otras poblaciones para su beneficio o disfrute pero manteniendo intacta una relación opresiva. Es más, esta apropiación “actualiza” la opresión, una manera de aprovecharse y seguir con prácticas extractivistas de elementos que se consideran valiosos, mientras que el resto desprecia y violenta. Por ejemplo, mientras los territorios de los pueblos indígenas en Estados Unidos siguen siendo invadidos, al mismo tiempo toman elementos de su cultura de manera aislada para utilizarlos en desfiles de Victoria’s Secret. Mientras la categoría opresora considere que un elemento cultural de la categoría oprimida es despreciable, discriminará a sus integrantes por ello; pero cuando lo considere un recurso explotable, lo apropiará. Definido así, el hecho de que artesanos mixes hayan confeccionado tenis con la estructura y la apariencia de unos tenis Converse, pero con bordados de la tradición mixe, no puede considerarse como apropiación cultural indebida, aunque algunas personas me hayan insistido lo contrario. Así como no hay racismo inverso, tampoco se puede hablar de apropiación cultural indebida inversa. Ésta última también implica explotar un elemento cultural de una sociedad oprimida sin experimentar esa opresión que se sufre. En Estados Unidos el fenómeno de la apropiación cultural indebida tiene sus características propias relacionadas con sus clasificaciones raciales y de etnicidad. Queda claro que la población categorizada como blanca puede ejercer un racismo cotidiano que se actualiza como apropiación cultural indebida cuando toman los tocados de plumas de los pueblos indígenas para espectáculos, o elementos de la tradición musical afrodescendiente descontextualizándolos y obteniendo provecho económico o reconocimiento, mientras el racismo continúa de manera estructural. Sin embargo, en México el fenómeno toma otras características: está la operación del mestizaje. Quiero hacer énfasis en el mestizaje como una operación y una narrativa desde el poder más que un hecho genético. A estas alturas, sabemos que todas las personas del mundo somos producto de una mezcla genética; estamos mezcladas todas las personas en el mundo genéticamente hablando. El racismo, sin embargo, clasifica los cuerpos abstrayendo fenotipos que jerarquiza, privilegia a algunos y oprime a otros de manera sistemática. Si consideramos que en 1820 aproximadamente el 70% de la población mexicana hablaba una lengua indígena como lengua materna y que ahora somos solo cerca del 6%, podemos ver que la gran mayoría que se enuncia mestiza es población que fue desindigenizada durante los últimos doscientos años; población a la que el racismo estructural del Estado necesitaba narrar como mestiza, antes que indígena, para lo cual le arrebató lengua, elementos culturales y pertenencia para adscribirlo a una identidad más blanqueada, llamada mestiza, una identidad mexicana construida con elementos mezclados de distintos lugares, pueblos y tradiciones. El objetivo del Estado mexicano ha sido amestizar a toda la población indígena, o lo que es lo mismo, desindigenizar. En este contexto, si la población mestiza a la que se le arrebató pertenencia, adscripción, lengua y cultura toma un elemento cultural de algún pueblo indígena, ¿se puede hablar de apropiación cultural indebida? ¿No sería más bien un cuestionamiento a ese proceso de amestizamiento? La población mestiza podría entonces retomar elementos culturales que le fueron arrebatados no como apropiación sino como un cuestionamiento al proceso estatal. Una vez más las respuestas no son tan sencillas. La población mestiza no comparte las mismas opresiones que la población indígena; no quiero decir con esto que no sufran los efectos del racismo, pero el funcionamiento de las opresiones es distinto a las que sufre una categoría política como indígena. En muchos casos, la categoría mestiza se va sosteniendo de una aspiración hacia el blanqueamiento, que implica un desprecio por los pueblos indígenas a los que puede volver en muchas ocasiones sólo para buscar elementos culturales específicos para su disfrute, sin que cese ese desprecio. Con demasiada frecuencia, la población mestiza olvida que es población desindigenizada y actualiza la opresión sobre la población indígena. El fenómeno es claro cuando una población (que es leída como blanca y muy privilegiada) realiza operaciones de apropiación cultural indebida, pero se vuelve complejo cuando se trata de población mestiza. Mientras que el uso de un huipil en ciertas personas se puede leer como amor a las raíces de México, ese mismo huipil en una mujer indígena triqui (o en el cuerpo de una mujer que se lee racializado como inferior) tiene una lectura distinta, indica su pertenencia a una categoría discriminada. En todo caso, la apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país, como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión estructural fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para servir de cimiento cultural a un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación se deriva de un fenómeno fundacional. A diferencia de la conformación de otros países, el Estado mexicano diseñó un discurso identitario que, desde el inicio, se basa en la apropiación cultural indebida. Al mismo tiempo que ejercía una opresión sistemática sobre los pueblos nahuas, se apropiaba de elementos propios de su tradición y de su lengua; el escudo nacional está, por ejemplo, basado en un elemento mexica y la folclorización le permite apropiarse también de elementos culturales de los pueblos indígenas a los que en adelante calificará como “elementos de la cultura mexicana”. No son elementos de la cultura mexicana, son de pueblos concretos que resisten a la minería, a los megaproyectos y a los proyectos extractivistas implementados o concesionado por el Estado mexicano —que es y ha sido el mayor apropiador cultural indebido de la cultura de los pueblos indígenas de este país—. Estas prácticas llegaron incluso a niveles absurdos como en 1930 cuando, en aras de reforzar el nacionalismo, Pascual Ortiz Rubio intentó sustituir a Santa Clos por un Quetzalcóatl. Como lo narran las crónicas de la época, se hizo un anuncio oficial por el que se prescindía de una tradición extranjera por un personaje que, ya apropiado indebidamente, se caracterizaba como profundamente mexicano: la serpiente emplumada. El gobierno organizó un evento en un gran estadio en el que una persona que representó a Quetzalcóatl entregó dulces y regalos a miles de niños convocados en el lugar. México no fue creado mediante un pacto con los pueblos y naciones que lo iban a conformar, sino por una minoría que trató de desaparecerlos bajo una nueva categoría llamada mestizo. Al mismo tiempo que los oprimía, tomó elementos de sus culturas. Una vez que se apropió de los elementos culturales de los pueblos indígenas, los puso en una gran canasta llamada “cultura mexicana” de la que entonces la población puede tomar elementos descontextualizados y nombrarlos un homenaje a sus raíces. Entonces, ¿aprender una lengua indígena es apropiación cultural indebida? ¿lo es portar un huipil si no pertenecemos al pueblo que lo elabora? Lo es cuando esa acción perpetúa los mecanismos de la apropiación cultural indebida con los que el propio Estado mexicano cimentó su proyecto de mestizaje, o cuando su acercamiento genera extractivismo cultural dejando intacta las relaciones de opresión. Si, por el contrario, ese acercamiento parte de un cuestionamiento profundo de los privilegios y si se pone en crisis las prácticas del mestizaje construidas sobre el racismo y la colonización, las implicaciones podrían ser otras. Cada vez que nos acercamos a los elementos culturales de los pueblos indígenas podríamos comenzar a cuestionar los sistemas de opresión que hacen posible la existencia de la apropiación cultural, que en México se ocultan bajo el discurso del mestizaje y de un supuesto homenaje que termina en folclorización.
La apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país. Como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para el cimiento cultural de un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación deriva en un fenómeno fundacional.
Uno de los signos más claros del lugar que ocupan las lenguas indígenas en este país son los pocos espacios que existen para su enseñanza. Preparar un curso para enseñar una lengua indígena presenta muchos retos, no solo los que plantea la gramática, sino también los que se derivan del combate implementado durante muchísimas décadas contra su uso y que ha tenido como consecuencia que el estudio de éstas y el desarrollo de metodologías, materiales y recursos didácticos de diferente índole (para su enseñanza como segunda lengua) no se puedan comparar en lo absoluto con los que existen para las lenguas hegemónicas. En una ciudad como Oaxaca, enclavada en territorio zapoteca y rodeada de muchas comunidades que hablan o hablaban el zapoteco del Valle, lo más natural sería tener una gran variedad de espacios que ofertaran su enseñanza para quienes no la hablen, sean personas consideradas zapotecas o no. Cuando se abren espacios para aprender lenguas indígenas, recibo cada vez más una pregunta que con el tiempo se ha vuelto insistente: ¿aprender una lengua indígena, si no pertenezco al pueblo que la habla, es apropiación cultural? Esta misma pregunta se extiende a otros escenarios. He leído cuestionamientos interesantes que ponen en debate si el hecho de vestir huipil sin ser parte de la comunidad que la elabora es apropiación cultural, si tomar baños de temazcal implica apropiarse de una cultura que no es la nuestra y otras preguntas relacionadas. Responderlas no es tarea sencilla. Quisiera plantear algunas ideas que creo deben considerarse para intentar construir respuestas en discusiones colectivas. La frecuencia de estas preguntas ya plantea una preocupación que difícilmente se hubiera dado hace algunos ayeres. Este tema lleva ya un tiempo discutiéndose en el vecino país del norte, donde situaciones como el uso de vestimenta ritual propia de los pueblos indígenas en fiestas de disfraces ha desatado controversias y debates que nos permiten vislumbrar el funcionamiento de diversos sistemas de opresión. En principio, quisiera argumentar a favor del intercambio, el contacto y la apropiación de elementos culturales; una de las cosas que me parecen más importantes y difíciles de impedir es el flujo de elementos culturales entre pueblos, culturas y naciones del mundo que hacen casi imposible que, a estas alturas, haya culturas “puras” que no hayan tomado elementos de otras, resignificándolos e incorporándolos a sus sistemas culturales. Es más, en la actualidad es complicado pensar en culturas como entidades cerradas con fronteras absolutas que nos permitan discernir dónde comienza un sistema cultural y dónde termina otro. Creo firmemente que los instrumentos de viento de la tradición occidental, como el trombón, la trompeta o el clarinete, han sido adoptados para realizar música tradicional que siento y leo como algo profundamente mixe, y que pertenece a mi cultura. Los pueblos zapotecos de la Sierra Norte, que cuentan también con extraordinarias bandas filarmónicas, sentirán algo parecido. Los elementos de distintas tradiciones culturales fluyen y se adoptan imprimiéndoles interpretaciones, usos y significados que enriquecen más la diversidad cultural del mundo. Sin embargo, no todo resulta tan sencillo. La interacción entre culturas no se da en medio de un contexto de igualdad y armonía, como ciertos discursos que celebran la diversidad pretenden hacérnoslo creer, obviando que las sociedades que producen culturas han sido categorizadas y jerarquizadas. Las culturas del mundo se hallan dentro de una red de estructuras que las ordenan y las jerarquizan; los elementos de la humanidad están entretejidos en estructuras del colonialismo, racismo y capitalismo. Por esta razón, quisiera hacer una diferencia importante entre la apropiación cultural y la apropiación cultural indebida, como se le ha llamado más específicamente. Ésta última, se da cuando el privilegiado se apropia de ciertos elementos culturales de otras poblaciones para su beneficio o disfrute pero manteniendo intacta una relación opresiva. Es más, esta apropiación “actualiza” la opresión, una manera de aprovecharse y seguir con prácticas extractivistas de elementos que se consideran valiosos, mientras que el resto desprecia y violenta. Por ejemplo, mientras los territorios de los pueblos indígenas en Estados Unidos siguen siendo invadidos, al mismo tiempo toman elementos de su cultura de manera aislada para utilizarlos en desfiles de Victoria’s Secret. Mientras la categoría opresora considere que un elemento cultural de la categoría oprimida es despreciable, discriminará a sus integrantes por ello; pero cuando lo considere un recurso explotable, lo apropiará. Definido así, el hecho de que artesanos mixes hayan confeccionado tenis con la estructura y la apariencia de unos tenis Converse, pero con bordados de la tradición mixe, no puede considerarse como apropiación cultural indebida, aunque algunas personas me hayan insistido lo contrario. Así como no hay racismo inverso, tampoco se puede hablar de apropiación cultural indebida inversa. Ésta última también implica explotar un elemento cultural de una sociedad oprimida sin experimentar esa opresión que se sufre. En Estados Unidos el fenómeno de la apropiación cultural indebida tiene sus características propias relacionadas con sus clasificaciones raciales y de etnicidad. Queda claro que la población categorizada como blanca puede ejercer un racismo cotidiano que se actualiza como apropiación cultural indebida cuando toman los tocados de plumas de los pueblos indígenas para espectáculos, o elementos de la tradición musical afrodescendiente descontextualizándolos y obteniendo provecho económico o reconocimiento, mientras el racismo continúa de manera estructural. Sin embargo, en México el fenómeno toma otras características: está la operación del mestizaje. Quiero hacer énfasis en el mestizaje como una operación y una narrativa desde el poder más que un hecho genético. A estas alturas, sabemos que todas las personas del mundo somos producto de una mezcla genética; estamos mezcladas todas las personas en el mundo genéticamente hablando. El racismo, sin embargo, clasifica los cuerpos abstrayendo fenotipos que jerarquiza, privilegia a algunos y oprime a otros de manera sistemática. Si consideramos que en 1820 aproximadamente el 70% de la población mexicana hablaba una lengua indígena como lengua materna y que ahora somos solo cerca del 6%, podemos ver que la gran mayoría que se enuncia mestiza es población que fue desindigenizada durante los últimos doscientos años; población a la que el racismo estructural del Estado necesitaba narrar como mestiza, antes que indígena, para lo cual le arrebató lengua, elementos culturales y pertenencia para adscribirlo a una identidad más blanqueada, llamada mestiza, una identidad mexicana construida con elementos mezclados de distintos lugares, pueblos y tradiciones. El objetivo del Estado mexicano ha sido amestizar a toda la población indígena, o lo que es lo mismo, desindigenizar. En este contexto, si la población mestiza a la que se le arrebató pertenencia, adscripción, lengua y cultura toma un elemento cultural de algún pueblo indígena, ¿se puede hablar de apropiación cultural indebida? ¿No sería más bien un cuestionamiento a ese proceso de amestizamiento? La población mestiza podría entonces retomar elementos culturales que le fueron arrebatados no como apropiación sino como un cuestionamiento al proceso estatal. Una vez más las respuestas no son tan sencillas. La población mestiza no comparte las mismas opresiones que la población indígena; no quiero decir con esto que no sufran los efectos del racismo, pero el funcionamiento de las opresiones es distinto a las que sufre una categoría política como indígena. En muchos casos, la categoría mestiza se va sosteniendo de una aspiración hacia el blanqueamiento, que implica un desprecio por los pueblos indígenas a los que puede volver en muchas ocasiones sólo para buscar elementos culturales específicos para su disfrute, sin que cese ese desprecio. Con demasiada frecuencia, la población mestiza olvida que es población desindigenizada y actualiza la opresión sobre la población indígena. El fenómeno es claro cuando una población (que es leída como blanca y muy privilegiada) realiza operaciones de apropiación cultural indebida, pero se vuelve complejo cuando se trata de población mestiza. Mientras que el uso de un huipil en ciertas personas se puede leer como amor a las raíces de México, ese mismo huipil en una mujer indígena triqui (o en el cuerpo de una mujer que se lee racializado como inferior) tiene una lectura distinta, indica su pertenencia a una categoría discriminada. En todo caso, la apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país, como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión estructural fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para servir de cimiento cultural a un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación se deriva de un fenómeno fundacional. A diferencia de la conformación de otros países, el Estado mexicano diseñó un discurso identitario que, desde el inicio, se basa en la apropiación cultural indebida. Al mismo tiempo que ejercía una opresión sistemática sobre los pueblos nahuas, se apropiaba de elementos propios de su tradición y de su lengua; el escudo nacional está, por ejemplo, basado en un elemento mexica y la folclorización le permite apropiarse también de elementos culturales de los pueblos indígenas a los que en adelante calificará como “elementos de la cultura mexicana”. No son elementos de la cultura mexicana, son de pueblos concretos que resisten a la minería, a los megaproyectos y a los proyectos extractivistas implementados o concesionado por el Estado mexicano —que es y ha sido el mayor apropiador cultural indebido de la cultura de los pueblos indígenas de este país—. Estas prácticas llegaron incluso a niveles absurdos como en 1930 cuando, en aras de reforzar el nacionalismo, Pascual Ortiz Rubio intentó sustituir a Santa Clos por un Quetzalcóatl. Como lo narran las crónicas de la época, se hizo un anuncio oficial por el que se prescindía de una tradición extranjera por un personaje que, ya apropiado indebidamente, se caracterizaba como profundamente mexicano: la serpiente emplumada. El gobierno organizó un evento en un gran estadio en el que una persona que representó a Quetzalcóatl entregó dulces y regalos a miles de niños convocados en el lugar. México no fue creado mediante un pacto con los pueblos y naciones que lo iban a conformar, sino por una minoría que trató de desaparecerlos bajo una nueva categoría llamada mestizo. Al mismo tiempo que los oprimía, tomó elementos de sus culturas. Una vez que se apropió de los elementos culturales de los pueblos indígenas, los puso en una gran canasta llamada “cultura mexicana” de la que entonces la población puede tomar elementos descontextualizados y nombrarlos un homenaje a sus raíces. Entonces, ¿aprender una lengua indígena es apropiación cultural indebida? ¿lo es portar un huipil si no pertenecemos al pueblo que lo elabora? Lo es cuando esa acción perpetúa los mecanismos de la apropiación cultural indebida con los que el propio Estado mexicano cimentó su proyecto de mestizaje, o cuando su acercamiento genera extractivismo cultural dejando intacta las relaciones de opresión. Si, por el contrario, ese acercamiento parte de un cuestionamiento profundo de los privilegios y si se pone en crisis las prácticas del mestizaje construidas sobre el racismo y la colonización, las implicaciones podrían ser otras. Cada vez que nos acercamos a los elementos culturales de los pueblos indígenas podríamos comenzar a cuestionar los sistemas de opresión que hacen posible la existencia de la apropiación cultural, que en México se ocultan bajo el discurso del mestizaje y de un supuesto homenaje que termina en folclorización.
La apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país. Como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para el cimiento cultural de un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación deriva en un fenómeno fundacional.
Uno de los signos más claros del lugar que ocupan las lenguas indígenas en este país son los pocos espacios que existen para su enseñanza. Preparar un curso para enseñar una lengua indígena presenta muchos retos, no solo los que plantea la gramática, sino también los que se derivan del combate implementado durante muchísimas décadas contra su uso y que ha tenido como consecuencia que el estudio de éstas y el desarrollo de metodologías, materiales y recursos didácticos de diferente índole (para su enseñanza como segunda lengua) no se puedan comparar en lo absoluto con los que existen para las lenguas hegemónicas. En una ciudad como Oaxaca, enclavada en territorio zapoteca y rodeada de muchas comunidades que hablan o hablaban el zapoteco del Valle, lo más natural sería tener una gran variedad de espacios que ofertaran su enseñanza para quienes no la hablen, sean personas consideradas zapotecas o no. Cuando se abren espacios para aprender lenguas indígenas, recibo cada vez más una pregunta que con el tiempo se ha vuelto insistente: ¿aprender una lengua indígena, si no pertenezco al pueblo que la habla, es apropiación cultural? Esta misma pregunta se extiende a otros escenarios. He leído cuestionamientos interesantes que ponen en debate si el hecho de vestir huipil sin ser parte de la comunidad que la elabora es apropiación cultural, si tomar baños de temazcal implica apropiarse de una cultura que no es la nuestra y otras preguntas relacionadas. Responderlas no es tarea sencilla. Quisiera plantear algunas ideas que creo deben considerarse para intentar construir respuestas en discusiones colectivas. La frecuencia de estas preguntas ya plantea una preocupación que difícilmente se hubiera dado hace algunos ayeres. Este tema lleva ya un tiempo discutiéndose en el vecino país del norte, donde situaciones como el uso de vestimenta ritual propia de los pueblos indígenas en fiestas de disfraces ha desatado controversias y debates que nos permiten vislumbrar el funcionamiento de diversos sistemas de opresión. En principio, quisiera argumentar a favor del intercambio, el contacto y la apropiación de elementos culturales; una de las cosas que me parecen más importantes y difíciles de impedir es el flujo de elementos culturales entre pueblos, culturas y naciones del mundo que hacen casi imposible que, a estas alturas, haya culturas “puras” que no hayan tomado elementos de otras, resignificándolos e incorporándolos a sus sistemas culturales. Es más, en la actualidad es complicado pensar en culturas como entidades cerradas con fronteras absolutas que nos permitan discernir dónde comienza un sistema cultural y dónde termina otro. Creo firmemente que los instrumentos de viento de la tradición occidental, como el trombón, la trompeta o el clarinete, han sido adoptados para realizar música tradicional que siento y leo como algo profundamente mixe, y que pertenece a mi cultura. Los pueblos zapotecos de la Sierra Norte, que cuentan también con extraordinarias bandas filarmónicas, sentirán algo parecido. Los elementos de distintas tradiciones culturales fluyen y se adoptan imprimiéndoles interpretaciones, usos y significados que enriquecen más la diversidad cultural del mundo. Sin embargo, no todo resulta tan sencillo. La interacción entre culturas no se da en medio de un contexto de igualdad y armonía, como ciertos discursos que celebran la diversidad pretenden hacérnoslo creer, obviando que las sociedades que producen culturas han sido categorizadas y jerarquizadas. Las culturas del mundo se hallan dentro de una red de estructuras que las ordenan y las jerarquizan; los elementos de la humanidad están entretejidos en estructuras del colonialismo, racismo y capitalismo. Por esta razón, quisiera hacer una diferencia importante entre la apropiación cultural y la apropiación cultural indebida, como se le ha llamado más específicamente. Ésta última, se da cuando el privilegiado se apropia de ciertos elementos culturales de otras poblaciones para su beneficio o disfrute pero manteniendo intacta una relación opresiva. Es más, esta apropiación “actualiza” la opresión, una manera de aprovecharse y seguir con prácticas extractivistas de elementos que se consideran valiosos, mientras que el resto desprecia y violenta. Por ejemplo, mientras los territorios de los pueblos indígenas en Estados Unidos siguen siendo invadidos, al mismo tiempo toman elementos de su cultura de manera aislada para utilizarlos en desfiles de Victoria’s Secret. Mientras la categoría opresora considere que un elemento cultural de la categoría oprimida es despreciable, discriminará a sus integrantes por ello; pero cuando lo considere un recurso explotable, lo apropiará. Definido así, el hecho de que artesanos mixes hayan confeccionado tenis con la estructura y la apariencia de unos tenis Converse, pero con bordados de la tradición mixe, no puede considerarse como apropiación cultural indebida, aunque algunas personas me hayan insistido lo contrario. Así como no hay racismo inverso, tampoco se puede hablar de apropiación cultural indebida inversa. Ésta última también implica explotar un elemento cultural de una sociedad oprimida sin experimentar esa opresión que se sufre. En Estados Unidos el fenómeno de la apropiación cultural indebida tiene sus características propias relacionadas con sus clasificaciones raciales y de etnicidad. Queda claro que la población categorizada como blanca puede ejercer un racismo cotidiano que se actualiza como apropiación cultural indebida cuando toman los tocados de plumas de los pueblos indígenas para espectáculos, o elementos de la tradición musical afrodescendiente descontextualizándolos y obteniendo provecho económico o reconocimiento, mientras el racismo continúa de manera estructural. Sin embargo, en México el fenómeno toma otras características: está la operación del mestizaje. Quiero hacer énfasis en el mestizaje como una operación y una narrativa desde el poder más que un hecho genético. A estas alturas, sabemos que todas las personas del mundo somos producto de una mezcla genética; estamos mezcladas todas las personas en el mundo genéticamente hablando. El racismo, sin embargo, clasifica los cuerpos abstrayendo fenotipos que jerarquiza, privilegia a algunos y oprime a otros de manera sistemática. Si consideramos que en 1820 aproximadamente el 70% de la población mexicana hablaba una lengua indígena como lengua materna y que ahora somos solo cerca del 6%, podemos ver que la gran mayoría que se enuncia mestiza es población que fue desindigenizada durante los últimos doscientos años; población a la que el racismo estructural del Estado necesitaba narrar como mestiza, antes que indígena, para lo cual le arrebató lengua, elementos culturales y pertenencia para adscribirlo a una identidad más blanqueada, llamada mestiza, una identidad mexicana construida con elementos mezclados de distintos lugares, pueblos y tradiciones. El objetivo del Estado mexicano ha sido amestizar a toda la población indígena, o lo que es lo mismo, desindigenizar. En este contexto, si la población mestiza a la que se le arrebató pertenencia, adscripción, lengua y cultura toma un elemento cultural de algún pueblo indígena, ¿se puede hablar de apropiación cultural indebida? ¿No sería más bien un cuestionamiento a ese proceso de amestizamiento? La población mestiza podría entonces retomar elementos culturales que le fueron arrebatados no como apropiación sino como un cuestionamiento al proceso estatal. Una vez más las respuestas no son tan sencillas. La población mestiza no comparte las mismas opresiones que la población indígena; no quiero decir con esto que no sufran los efectos del racismo, pero el funcionamiento de las opresiones es distinto a las que sufre una categoría política como indígena. En muchos casos, la categoría mestiza se va sosteniendo de una aspiración hacia el blanqueamiento, que implica un desprecio por los pueblos indígenas a los que puede volver en muchas ocasiones sólo para buscar elementos culturales específicos para su disfrute, sin que cese ese desprecio. Con demasiada frecuencia, la población mestiza olvida que es población desindigenizada y actualiza la opresión sobre la población indígena. El fenómeno es claro cuando una población (que es leída como blanca y muy privilegiada) realiza operaciones de apropiación cultural indebida, pero se vuelve complejo cuando se trata de población mestiza. Mientras que el uso de un huipil en ciertas personas se puede leer como amor a las raíces de México, ese mismo huipil en una mujer indígena triqui (o en el cuerpo de una mujer que se lee racializado como inferior) tiene una lectura distinta, indica su pertenencia a una categoría discriminada. En todo caso, la apropiación cultural indebida en México se narra casi siempre como un homenaje a las raíces de este país, como si los pueblos indígenas que han sufrido opresión estructural fueran una reserva de elementos que pueden apropiarse para servir de cimiento cultural a un Estado que ha hecho todo por desaparecerlos. Esta situación se deriva de un fenómeno fundacional. A diferencia de la conformación de otros países, el Estado mexicano diseñó un discurso identitario que, desde el inicio, se basa en la apropiación cultural indebida. Al mismo tiempo que ejercía una opresión sistemática sobre los pueblos nahuas, se apropiaba de elementos propios de su tradición y de su lengua; el escudo nacional está, por ejemplo, basado en un elemento mexica y la folclorización le permite apropiarse también de elementos culturales de los pueblos indígenas a los que en adelante calificará como “elementos de la cultura mexicana”. No son elementos de la cultura mexicana, son de pueblos concretos que resisten a la minería, a los megaproyectos y a los proyectos extractivistas implementados o concesionado por el Estado mexicano —que es y ha sido el mayor apropiador cultural indebido de la cultura de los pueblos indígenas de este país—. Estas prácticas llegaron incluso a niveles absurdos como en 1930 cuando, en aras de reforzar el nacionalismo, Pascual Ortiz Rubio intentó sustituir a Santa Clos por un Quetzalcóatl. Como lo narran las crónicas de la época, se hizo un anuncio oficial por el que se prescindía de una tradición extranjera por un personaje que, ya apropiado indebidamente, se caracterizaba como profundamente mexicano: la serpiente emplumada. El gobierno organizó un evento en un gran estadio en el que una persona que representó a Quetzalcóatl entregó dulces y regalos a miles de niños convocados en el lugar. México no fue creado mediante un pacto con los pueblos y naciones que lo iban a conformar, sino por una minoría que trató de desaparecerlos bajo una nueva categoría llamada mestizo. Al mismo tiempo que los oprimía, tomó elementos de sus culturas. Una vez que se apropió de los elementos culturales de los pueblos indígenas, los puso en una gran canasta llamada “cultura mexicana” de la que entonces la población puede tomar elementos descontextualizados y nombrarlos un homenaje a sus raíces. Entonces, ¿aprender una lengua indígena es apropiación cultural indebida? ¿lo es portar un huipil si no pertenecemos al pueblo que lo elabora? Lo es cuando esa acción perpetúa los mecanismos de la apropiación cultural indebida con los que el propio Estado mexicano cimentó su proyecto de mestizaje, o cuando su acercamiento genera extractivismo cultural dejando intacta las relaciones de opresión. Si, por el contrario, ese acercamiento parte de un cuestionamiento profundo de los privilegios y si se pone en crisis las prácticas del mestizaje construidas sobre el racismo y la colonización, las implicaciones podrían ser otras. Cada vez que nos acercamos a los elementos culturales de los pueblos indígenas podríamos comenzar a cuestionar los sistemas de opresión que hacen posible la existencia de la apropiación cultural, que en México se ocultan bajo el discurso del mestizaje y de un supuesto homenaje que termina en folclorización.
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