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Durante los últimos años, incrementó el número de cubanos que abandonaron su país como consecuencia de la crisis política y económica que sufre la isla. Muchas veces quienes emigran toman la difícil decisión de dejar a sus hijas e hijos al cuidado de abuelas y tías. En este fotoensayo, la argentina Natalia Favre documenta una arista poco explorada del exilio: la mirada de quienes se quedan.
Desde hace siete años, Natalia Favre, fotoperiodista y documentalista argentina, se mueve por América Latina a través de un puente entre Cuba y Argentina. Cada vez que ha regresado a la isla ha podido notar cómo más y más amigos y amigas se han ido. La crisis política y económica, exacerbada en épocas recientes por la pandemia y el embargo, ha empujado a innumerables ciudadanos al exilio, especialmente a los jóvenes. En los últimos años, cientos de miles han llegado a Estados Unidos, cruzando por la frontera con México o navegando los mares que los separan de las tierras del Misisipi y Florida. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, el número de migrantes cubanos creció de 39,000 en 2021 a 224,000 en 2022. Esta cifra es superior a la registrada durante las mayores olas migratorias de los años ochenta y noventa juntas.
Las travesías que llevan a cabo para llegar al destino anhelado son muy peligrosas, y muchos toman la difícil decisión de dejar atrás a sus hijas e hijos, en espera de reencontrarse con ellos en un futuro cercano, lo que muchas veces se transforma en años de espera. Mientras, trabajan para poder enviar dinero y regalos, y, de alguna manera, compensar la ausencia física. En 2017, psicólogos cubanos, dirigidos por la doctora y especialista Leidy León Veloz, demostraron que los niños y niñas que crecen con familiares cercanos, después de que sus madres y padres abandonaron el país, experimentan mayores niveles de ira, tristeza y pérdida de valores de identidad familiar. Los investigadores señalaron que el elevado número de casos “hace de esta problemática uno de los más frecuentes motivos de consulta […] psicológica en el área infantojuvenil en Cuba”.
Catherine y Cataleya Larrinaga Guerra —quienes aparecen en este trabajo— viven con sus abuelos. Su padre se fue de Cuba cuando Catherine tenía un mes de vida. Cuatro años después, su madre viajó a Panamá, desde donde comenzó su travesía hacia la Unión Americana. Hoy viven en Austin, Texas, donde esperan la resolución de su caso de reunificación familiar, que les permitirá llevarse a las niñas con ellos.
Eyko y Elizabeth Rodríguez Lara viven con sus dos abuelas en Los Pocitos, un barrio en los suburbios de La Habana, luego de que sus padres se marcharan a Rusia un año atrás. Tras cuatro intentos fallidos, durante la pandemia consiguieron trasladarse a Eslovenia, donde actualmente viven en un asilo para inmigrantes y esperan poder legalizar su estatus migratorio. Raisa, la abuela materna de los niños, le cuenta a Natalia que su hija está arrepentida de haberlos dejado y los extraña tanto que se le cae el pelo de la tristeza.
Alexander Gonzales León vive con su tía abuela y su bisabuela en Guanabacoa. Hace tres años, en esta casa de dos pisos vivían sus padres, su primo, sus abuelos, sus tíos abuelos y sus bisabuelos. Hoy, la mayoría de las habitaciones están vacías y la familia, diseminada por distintas ciudades de Estados Unidos. El éxodo de la población cubana ha alcanzado cifras récord recientemente. Mientras que la emigración no cese, estos casos continuarán creciendo. La misión detrás de este fotoensayo fue abordar una arista de la emigración de la que no se habla y ayudar al entendimiento profundo de esta problemática y sus consecuencias, que afectan no solo a quienes han emigrado, sino también a sus familias y, en este caso, a sus hijos e hijas.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Catherine se desliza con sus patines rosas en el estadio de beisbol mientras sus amigas la observan.
Durante los últimos años, incrementó el número de cubanos que abandonaron su país como consecuencia de la crisis política y económica que sufre la isla. Muchas veces quienes emigran toman la difícil decisión de dejar a sus hijas e hijos al cuidado de abuelas y tías. En este fotoensayo, la argentina Natalia Favre documenta una arista poco explorada del exilio: la mirada de quienes se quedan.
Desde hace siete años, Natalia Favre, fotoperiodista y documentalista argentina, se mueve por América Latina a través de un puente entre Cuba y Argentina. Cada vez que ha regresado a la isla ha podido notar cómo más y más amigos y amigas se han ido. La crisis política y económica, exacerbada en épocas recientes por la pandemia y el embargo, ha empujado a innumerables ciudadanos al exilio, especialmente a los jóvenes. En los últimos años, cientos de miles han llegado a Estados Unidos, cruzando por la frontera con México o navegando los mares que los separan de las tierras del Misisipi y Florida. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, el número de migrantes cubanos creció de 39,000 en 2021 a 224,000 en 2022. Esta cifra es superior a la registrada durante las mayores olas migratorias de los años ochenta y noventa juntas.
Las travesías que llevan a cabo para llegar al destino anhelado son muy peligrosas, y muchos toman la difícil decisión de dejar atrás a sus hijas e hijos, en espera de reencontrarse con ellos en un futuro cercano, lo que muchas veces se transforma en años de espera. Mientras, trabajan para poder enviar dinero y regalos, y, de alguna manera, compensar la ausencia física. En 2017, psicólogos cubanos, dirigidos por la doctora y especialista Leidy León Veloz, demostraron que los niños y niñas que crecen con familiares cercanos, después de que sus madres y padres abandonaron el país, experimentan mayores niveles de ira, tristeza y pérdida de valores de identidad familiar. Los investigadores señalaron que el elevado número de casos “hace de esta problemática uno de los más frecuentes motivos de consulta […] psicológica en el área infantojuvenil en Cuba”.
Catherine y Cataleya Larrinaga Guerra —quienes aparecen en este trabajo— viven con sus abuelos. Su padre se fue de Cuba cuando Catherine tenía un mes de vida. Cuatro años después, su madre viajó a Panamá, desde donde comenzó su travesía hacia la Unión Americana. Hoy viven en Austin, Texas, donde esperan la resolución de su caso de reunificación familiar, que les permitirá llevarse a las niñas con ellos.
Eyko y Elizabeth Rodríguez Lara viven con sus dos abuelas en Los Pocitos, un barrio en los suburbios de La Habana, luego de que sus padres se marcharan a Rusia un año atrás. Tras cuatro intentos fallidos, durante la pandemia consiguieron trasladarse a Eslovenia, donde actualmente viven en un asilo para inmigrantes y esperan poder legalizar su estatus migratorio. Raisa, la abuela materna de los niños, le cuenta a Natalia que su hija está arrepentida de haberlos dejado y los extraña tanto que se le cae el pelo de la tristeza.
Alexander Gonzales León vive con su tía abuela y su bisabuela en Guanabacoa. Hace tres años, en esta casa de dos pisos vivían sus padres, su primo, sus abuelos, sus tíos abuelos y sus bisabuelos. Hoy, la mayoría de las habitaciones están vacías y la familia, diseminada por distintas ciudades de Estados Unidos. El éxodo de la población cubana ha alcanzado cifras récord recientemente. Mientras que la emigración no cese, estos casos continuarán creciendo. La misión detrás de este fotoensayo fue abordar una arista de la emigración de la que no se habla y ayudar al entendimiento profundo de esta problemática y sus consecuencias, que afectan no solo a quienes han emigrado, sino también a sus familias y, en este caso, a sus hijos e hijas.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Durante los últimos años, incrementó el número de cubanos que abandonaron su país como consecuencia de la crisis política y económica que sufre la isla. Muchas veces quienes emigran toman la difícil decisión de dejar a sus hijas e hijos al cuidado de abuelas y tías. En este fotoensayo, la argentina Natalia Favre documenta una arista poco explorada del exilio: la mirada de quienes se quedan.
Desde hace siete años, Natalia Favre, fotoperiodista y documentalista argentina, se mueve por América Latina a través de un puente entre Cuba y Argentina. Cada vez que ha regresado a la isla ha podido notar cómo más y más amigos y amigas se han ido. La crisis política y económica, exacerbada en épocas recientes por la pandemia y el embargo, ha empujado a innumerables ciudadanos al exilio, especialmente a los jóvenes. En los últimos años, cientos de miles han llegado a Estados Unidos, cruzando por la frontera con México o navegando los mares que los separan de las tierras del Misisipi y Florida. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, el número de migrantes cubanos creció de 39,000 en 2021 a 224,000 en 2022. Esta cifra es superior a la registrada durante las mayores olas migratorias de los años ochenta y noventa juntas.
Las travesías que llevan a cabo para llegar al destino anhelado son muy peligrosas, y muchos toman la difícil decisión de dejar atrás a sus hijas e hijos, en espera de reencontrarse con ellos en un futuro cercano, lo que muchas veces se transforma en años de espera. Mientras, trabajan para poder enviar dinero y regalos, y, de alguna manera, compensar la ausencia física. En 2017, psicólogos cubanos, dirigidos por la doctora y especialista Leidy León Veloz, demostraron que los niños y niñas que crecen con familiares cercanos, después de que sus madres y padres abandonaron el país, experimentan mayores niveles de ira, tristeza y pérdida de valores de identidad familiar. Los investigadores señalaron que el elevado número de casos “hace de esta problemática uno de los más frecuentes motivos de consulta […] psicológica en el área infantojuvenil en Cuba”.
Catherine y Cataleya Larrinaga Guerra —quienes aparecen en este trabajo— viven con sus abuelos. Su padre se fue de Cuba cuando Catherine tenía un mes de vida. Cuatro años después, su madre viajó a Panamá, desde donde comenzó su travesía hacia la Unión Americana. Hoy viven en Austin, Texas, donde esperan la resolución de su caso de reunificación familiar, que les permitirá llevarse a las niñas con ellos.
Eyko y Elizabeth Rodríguez Lara viven con sus dos abuelas en Los Pocitos, un barrio en los suburbios de La Habana, luego de que sus padres se marcharan a Rusia un año atrás. Tras cuatro intentos fallidos, durante la pandemia consiguieron trasladarse a Eslovenia, donde actualmente viven en un asilo para inmigrantes y esperan poder legalizar su estatus migratorio. Raisa, la abuela materna de los niños, le cuenta a Natalia que su hija está arrepentida de haberlos dejado y los extraña tanto que se le cae el pelo de la tristeza.
Alexander Gonzales León vive con su tía abuela y su bisabuela en Guanabacoa. Hace tres años, en esta casa de dos pisos vivían sus padres, su primo, sus abuelos, sus tíos abuelos y sus bisabuelos. Hoy, la mayoría de las habitaciones están vacías y la familia, diseminada por distintas ciudades de Estados Unidos. El éxodo de la población cubana ha alcanzado cifras récord recientemente. Mientras que la emigración no cese, estos casos continuarán creciendo. La misión detrás de este fotoensayo fue abordar una arista de la emigración de la que no se habla y ayudar al entendimiento profundo de esta problemática y sus consecuencias, que afectan no solo a quienes han emigrado, sino también a sus familias y, en este caso, a sus hijos e hijas.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Catherine se desliza con sus patines rosas en el estadio de beisbol mientras sus amigas la observan.
Durante los últimos años, incrementó el número de cubanos que abandonaron su país como consecuencia de la crisis política y económica que sufre la isla. Muchas veces quienes emigran toman la difícil decisión de dejar a sus hijas e hijos al cuidado de abuelas y tías. En este fotoensayo, la argentina Natalia Favre documenta una arista poco explorada del exilio: la mirada de quienes se quedan.
Desde hace siete años, Natalia Favre, fotoperiodista y documentalista argentina, se mueve por América Latina a través de un puente entre Cuba y Argentina. Cada vez que ha regresado a la isla ha podido notar cómo más y más amigos y amigas se han ido. La crisis política y económica, exacerbada en épocas recientes por la pandemia y el embargo, ha empujado a innumerables ciudadanos al exilio, especialmente a los jóvenes. En los últimos años, cientos de miles han llegado a Estados Unidos, cruzando por la frontera con México o navegando los mares que los separan de las tierras del Misisipi y Florida. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, el número de migrantes cubanos creció de 39,000 en 2021 a 224,000 en 2022. Esta cifra es superior a la registrada durante las mayores olas migratorias de los años ochenta y noventa juntas.
Las travesías que llevan a cabo para llegar al destino anhelado son muy peligrosas, y muchos toman la difícil decisión de dejar atrás a sus hijas e hijos, en espera de reencontrarse con ellos en un futuro cercano, lo que muchas veces se transforma en años de espera. Mientras, trabajan para poder enviar dinero y regalos, y, de alguna manera, compensar la ausencia física. En 2017, psicólogos cubanos, dirigidos por la doctora y especialista Leidy León Veloz, demostraron que los niños y niñas que crecen con familiares cercanos, después de que sus madres y padres abandonaron el país, experimentan mayores niveles de ira, tristeza y pérdida de valores de identidad familiar. Los investigadores señalaron que el elevado número de casos “hace de esta problemática uno de los más frecuentes motivos de consulta […] psicológica en el área infantojuvenil en Cuba”.
Catherine y Cataleya Larrinaga Guerra —quienes aparecen en este trabajo— viven con sus abuelos. Su padre se fue de Cuba cuando Catherine tenía un mes de vida. Cuatro años después, su madre viajó a Panamá, desde donde comenzó su travesía hacia la Unión Americana. Hoy viven en Austin, Texas, donde esperan la resolución de su caso de reunificación familiar, que les permitirá llevarse a las niñas con ellos.
Eyko y Elizabeth Rodríguez Lara viven con sus dos abuelas en Los Pocitos, un barrio en los suburbios de La Habana, luego de que sus padres se marcharan a Rusia un año atrás. Tras cuatro intentos fallidos, durante la pandemia consiguieron trasladarse a Eslovenia, donde actualmente viven en un asilo para inmigrantes y esperan poder legalizar su estatus migratorio. Raisa, la abuela materna de los niños, le cuenta a Natalia que su hija está arrepentida de haberlos dejado y los extraña tanto que se le cae el pelo de la tristeza.
Alexander Gonzales León vive con su tía abuela y su bisabuela en Guanabacoa. Hace tres años, en esta casa de dos pisos vivían sus padres, su primo, sus abuelos, sus tíos abuelos y sus bisabuelos. Hoy, la mayoría de las habitaciones están vacías y la familia, diseminada por distintas ciudades de Estados Unidos. El éxodo de la población cubana ha alcanzado cifras récord recientemente. Mientras que la emigración no cese, estos casos continuarán creciendo. La misión detrás de este fotoensayo fue abordar una arista de la emigración de la que no se habla y ayudar al entendimiento profundo de esta problemática y sus consecuencias, que afectan no solo a quienes han emigrado, sino también a sus familias y, en este caso, a sus hijos e hijas.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
Durante los últimos años, incrementó el número de cubanos que abandonaron su país como consecuencia de la crisis política y económica que sufre la isla. Muchas veces quienes emigran toman la difícil decisión de dejar a sus hijas e hijos al cuidado de abuelas y tías. En este fotoensayo, la argentina Natalia Favre documenta una arista poco explorada del exilio: la mirada de quienes se quedan.
Desde hace siete años, Natalia Favre, fotoperiodista y documentalista argentina, se mueve por América Latina a través de un puente entre Cuba y Argentina. Cada vez que ha regresado a la isla ha podido notar cómo más y más amigos y amigas se han ido. La crisis política y económica, exacerbada en épocas recientes por la pandemia y el embargo, ha empujado a innumerables ciudadanos al exilio, especialmente a los jóvenes. En los últimos años, cientos de miles han llegado a Estados Unidos, cruzando por la frontera con México o navegando los mares que los separan de las tierras del Misisipi y Florida. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, el número de migrantes cubanos creció de 39,000 en 2021 a 224,000 en 2022. Esta cifra es superior a la registrada durante las mayores olas migratorias de los años ochenta y noventa juntas.
Las travesías que llevan a cabo para llegar al destino anhelado son muy peligrosas, y muchos toman la difícil decisión de dejar atrás a sus hijas e hijos, en espera de reencontrarse con ellos en un futuro cercano, lo que muchas veces se transforma en años de espera. Mientras, trabajan para poder enviar dinero y regalos, y, de alguna manera, compensar la ausencia física. En 2017, psicólogos cubanos, dirigidos por la doctora y especialista Leidy León Veloz, demostraron que los niños y niñas que crecen con familiares cercanos, después de que sus madres y padres abandonaron el país, experimentan mayores niveles de ira, tristeza y pérdida de valores de identidad familiar. Los investigadores señalaron que el elevado número de casos “hace de esta problemática uno de los más frecuentes motivos de consulta […] psicológica en el área infantojuvenil en Cuba”.
Catherine y Cataleya Larrinaga Guerra —quienes aparecen en este trabajo— viven con sus abuelos. Su padre se fue de Cuba cuando Catherine tenía un mes de vida. Cuatro años después, su madre viajó a Panamá, desde donde comenzó su travesía hacia la Unión Americana. Hoy viven en Austin, Texas, donde esperan la resolución de su caso de reunificación familiar, que les permitirá llevarse a las niñas con ellos.
Eyko y Elizabeth Rodríguez Lara viven con sus dos abuelas en Los Pocitos, un barrio en los suburbios de La Habana, luego de que sus padres se marcharan a Rusia un año atrás. Tras cuatro intentos fallidos, durante la pandemia consiguieron trasladarse a Eslovenia, donde actualmente viven en un asilo para inmigrantes y esperan poder legalizar su estatus migratorio. Raisa, la abuela materna de los niños, le cuenta a Natalia que su hija está arrepentida de haberlos dejado y los extraña tanto que se le cae el pelo de la tristeza.
Alexander Gonzales León vive con su tía abuela y su bisabuela en Guanabacoa. Hace tres años, en esta casa de dos pisos vivían sus padres, su primo, sus abuelos, sus tíos abuelos y sus bisabuelos. Hoy, la mayoría de las habitaciones están vacías y la familia, diseminada por distintas ciudades de Estados Unidos. El éxodo de la población cubana ha alcanzado cifras récord recientemente. Mientras que la emigración no cese, estos casos continuarán creciendo. La misión detrás de este fotoensayo fue abordar una arista de la emigración de la que no se habla y ayudar al entendimiento profundo de esta problemática y sus consecuencias, que afectan no solo a quienes han emigrado, sino también a sus familias y, en este caso, a sus hijos e hijas.
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Catherine se desliza con sus patines rosas en el estadio de beisbol mientras sus amigas la observan.
Durante los últimos años, incrementó el número de cubanos que abandonaron su país como consecuencia de la crisis política y económica que sufre la isla. Muchas veces quienes emigran toman la difícil decisión de dejar a sus hijas e hijos al cuidado de abuelas y tías. En este fotoensayo, la argentina Natalia Favre documenta una arista poco explorada del exilio: la mirada de quienes se quedan.
Desde hace siete años, Natalia Favre, fotoperiodista y documentalista argentina, se mueve por América Latina a través de un puente entre Cuba y Argentina. Cada vez que ha regresado a la isla ha podido notar cómo más y más amigos y amigas se han ido. La crisis política y económica, exacerbada en épocas recientes por la pandemia y el embargo, ha empujado a innumerables ciudadanos al exilio, especialmente a los jóvenes. En los últimos años, cientos de miles han llegado a Estados Unidos, cruzando por la frontera con México o navegando los mares que los separan de las tierras del Misisipi y Florida. Según la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense, el número de migrantes cubanos creció de 39,000 en 2021 a 224,000 en 2022. Esta cifra es superior a la registrada durante las mayores olas migratorias de los años ochenta y noventa juntas.
Las travesías que llevan a cabo para llegar al destino anhelado son muy peligrosas, y muchos toman la difícil decisión de dejar atrás a sus hijas e hijos, en espera de reencontrarse con ellos en un futuro cercano, lo que muchas veces se transforma en años de espera. Mientras, trabajan para poder enviar dinero y regalos, y, de alguna manera, compensar la ausencia física. En 2017, psicólogos cubanos, dirigidos por la doctora y especialista Leidy León Veloz, demostraron que los niños y niñas que crecen con familiares cercanos, después de que sus madres y padres abandonaron el país, experimentan mayores niveles de ira, tristeza y pérdida de valores de identidad familiar. Los investigadores señalaron que el elevado número de casos “hace de esta problemática uno de los más frecuentes motivos de consulta […] psicológica en el área infantojuvenil en Cuba”.
Catherine y Cataleya Larrinaga Guerra —quienes aparecen en este trabajo— viven con sus abuelos. Su padre se fue de Cuba cuando Catherine tenía un mes de vida. Cuatro años después, su madre viajó a Panamá, desde donde comenzó su travesía hacia la Unión Americana. Hoy viven en Austin, Texas, donde esperan la resolución de su caso de reunificación familiar, que les permitirá llevarse a las niñas con ellos.
Eyko y Elizabeth Rodríguez Lara viven con sus dos abuelas en Los Pocitos, un barrio en los suburbios de La Habana, luego de que sus padres se marcharan a Rusia un año atrás. Tras cuatro intentos fallidos, durante la pandemia consiguieron trasladarse a Eslovenia, donde actualmente viven en un asilo para inmigrantes y esperan poder legalizar su estatus migratorio. Raisa, la abuela materna de los niños, le cuenta a Natalia que su hija está arrepentida de haberlos dejado y los extraña tanto que se le cae el pelo de la tristeza.
Alexander Gonzales León vive con su tía abuela y su bisabuela en Guanabacoa. Hace tres años, en esta casa de dos pisos vivían sus padres, su primo, sus abuelos, sus tíos abuelos y sus bisabuelos. Hoy, la mayoría de las habitaciones están vacías y la familia, diseminada por distintas ciudades de Estados Unidos. El éxodo de la población cubana ha alcanzado cifras récord recientemente. Mientras que la emigración no cese, estos casos continuarán creciendo. La misión detrás de este fotoensayo fue abordar una arista de la emigración de la que no se habla y ayudar al entendimiento profundo de esta problemática y sus consecuencias, que afectan no solo a quienes han emigrado, sino también a sus familias y, en este caso, a sus hijos e hijas.
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