Viajar por Chihuahua significa entender la relación humano-desierto; aprender de quienes habitan estas tierras: personas, plantas, ríos y montañas por igual. 841 kilómetros de recorrido cruzando pueblos alfareros, zonas arqueológicas y exhaciendas de la Revolución para llegar al desierto más desierto de todos: las dunas de Samalayuca.
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Hay que decirlo, Chihuahua no es un destino sencillo. Es el estado más grande del país, pues cubre el 12.6 % de la superficie total. Sus 247 460 km2 (casi los mismos que los del Reino Unido) cuentan con una red de 14 744 km de carretera que comunica a los 3 556 574 habitantes; a cada uno de los 14 que hay por kilómetro cuadrado (según la densidad de población) y que en algunas zonas tienen que soportar temperaturas que alcanzan los 50º C —mismas que en invierno alcanzan temperaturas bajo cero—. Es decir, Chihuahua es (muy) grande, es (muy) caliente, y todo está (muy) lejos.
Un lugar tan remoto fue difícil de conquistar para los españoles; años después fue escenario de batallas revolucionarias de Pancho Villa y Francisco I. Madero; recientemente, vivió una de las épocas más violentas en la historia del país; y fueron el Chepe, la comunidad tarahumara y las Barrancas del Cobre los encargados de ponerlo de nuevo en el mapa turístico; pero ¿qué hay más allá de eso?
Este viaje transcurre entre el 26 y el 30 de julio, y es importante mencionarlo porque estuvimos (yo y el fotógrafo Nicola) en esa pequeña ventana después de las sequías y antes de las heladas en las que los paisajes cruzan todas las tonalidades entre el amarillo del desierto y el verde oscuro de los valles.
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Sol, cielo, nubes, plantas, arena y la recta carretera que conecta Ciudad Juárez con Nuevo Casas Grandes (NCG, nuestro destino y campamento base para el viaje). Al frente, un espejismo se transforma en más carretera conforme uno se acerca; a la derecha, a 30 kilómetros, corre paralela a la autopista la frontera más transitada del mundo; a la izquierda, más de un millón de kilómetros cuadrados de México. Ciudad Juárez está más al norte que Austin.
Dorado, azul casi lapislázuli, blanco, verde militar, ocre oxidado y una tira negra flanqueada por postes de madera (por no decir troncos y ramas secas) que marcan el principio —o final— de terrenos de planicies tales que podrían ser el futuro del sector agropecuario mexicano, de no ser por las condiciones climáticas que las podrían volver el futuro de la energía fotovoltaica (como muestran los incipientes campos de celdas solares). Si algo sobra aquí es sol.
Calor, espacio, sombra, aridez; un interminable copiar y pegar en movimiento. Hay algo hipnotizante en la repetición. Pasan las horas y aún no es posible definir si es el esperar a que aparezca algo diferente o la nada que da pie a un pensamiento nuevo, lo que hace que uno no se pueda despegar de la ventana. No hay nadie a nuestro alrededor, uno pensaría que nadie más ha pasado por aquí, pero las latas de cerveza a un lado de la carretera recuerdan lo contrario.
Al paisaje se suman montañas a lo lejos, sinónimo de vegetación, lluvia y refugio: la frontera entre el desierto y la sierra. Empiezan a surgir sembradíos y poblaciones al lado de la carretera. Estamos por llegar. Descansaremos y al día siguiente saldremos, de nuevo, al desierto.
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“El desierto para mí lo es todo. Yo creo que la gente que crece aquí se cría más fuerte por las necesidades, la caminata, el calor… yo pienso que la gente se desarrolla más fuerte”. Juan Quezada, originario de Mata Ortiz, habla mientras ve la rendija de la puerta entreabierta que deja pasar un poco de luz y aire sofocante a la sala de su casa (que también es galería). Él es responsable de que el pueblo de Mata Ortiz, a 35 minutos de NCG, que anteriormente existía alrededor del ferrocarril ahora lo haga en torno a la alfarería. Todo gracias a una cueva.
Cuando Juan tenía 13 o 14 años —no recuerda— no tenía educación, dinero, ni zapatos; lo que tenía eran dos burros y leña que venderle a los ferrocarrileros. Fue entonces cuando encontró la cueva. Una de tantas en la sierra, una que estaba tapada por un muro de adobe. La curiosidad de Juan fue casi tan filosa como el pico con el que abrió una pequeña ventana por la que entró. “Volteé y para el lado del norte había un nicho con una olla preciosa, luego volteé al sur y había una blanca y otra amarilla. Piezas modeladas como si las hubieran hecho en torno”. Pertenecían a la región cultural de los mogollones (lo que es ahora Chihuahua, Sonora, Nuevo México y Texas), más específicamente de la ciudad de Paquimé, ubicada a 30 kilómetros de Mata Ortiz. Hoy, con 79 años, uniformado con pantalón y camisa de mezclilla, botas negras, cinturón y sombrero blancos, cejas pobladas y negras, patillas canosas, manos llenas de callos y un tatuaje deformado en el antebrazo izquierdo, Juan sonríe con una dentadura perfecta al hablar de ese día.
No sabía diferenciar el barro de la tierra, no sabía cocerlo, pulirlo, pintarlo y mucho menos darle forma. Después de años de pruebas para igualar la técnica, Juan logró la mezcla perfecta y más que hacer una copia exacta, adoptó el estilo de Paquimé y lo evolucionó con su propio giro. Un día le dio tres de sus piezas a tres comerciantes de Casas Grandes (la ciudad más cercana) con la esperanza de que ellos las pudieran vender en Estados Unidos. “Regresó el primero con la oferta de comprar todas las que hiciera en cinco dólares cada una. ¡Parecía que se me habían alzado los pies de la tierra de lo contento!, cinco dólares era lo que me pagaban por una jornada en el campo cuando me fui de mojado; aquí eran 15 en un día”. Adiós a los burros, adiós a la crisis; la carrera de un artista que ahora vende piezas a 20 000 dólares comenzaría.
Una de sus ollas llegó a manos del antropólogo estadounidense Spencer MacCallum, quien después hizo un viaje sin rumbo a México para encontrar a su creador. “Me pagaba un cheque en dólares por mes, pero no por hacer piezas, sino para experimentar: en la raya, el grosor, en el peso de las ollas, la pintura… él quería calidad, no cantidad”. De Mata Ortiz a Casas Grandes, a Estados Unidos, a Japón, Alemania, Holanda y muchos más; el nombre de Juan —y el de Mata Ortiz— estaría a partir de entonces en museos y galerías de todo el mundo. “Cuando vi que había éxito comencé a enseñar a mis hermanos, a mis primos, a mis amigos; ellos a otros y otros a otros. No voy a decir que yo enseñé al pueblo; no, sería mentira”. Juan es un hombre modesto y prueba de ello es su casa ordinaria con todo lo que le hacía falta en su infancia y, a modo de un lujo permitido, una televisión muy grande y muy plana. Así fue como el pueblo se llenó de pequeñas galerías que uno puede visitar, la mayoría (como la de Juan) en casa del artista.
Y es que la gente del norte recibe al viajero en su casa, como la familia Acosta, los actuales dueños de la exhacienda de San Diego a 15 minutos de Mata Ortiz y 30 de NCG. Una de las 26 haciendas del general Luis Terrazas en Chihuahua, que después de la Revolución fueron repartidas a ejidatarios. Ésta en particular quedó en manos de Manuel Gutiérrez Sáenz, bisabuelo de Denise Acosta, quien maquillada para la fiesta de cumpleaños de su sobrina se toma media hora para enseñarnos su hogar (misma que fue habitada por Pancho Villa y Francisco I. Madero en ocasiones diferentes) antes de que empiece el festejo. “Nos gusta mostrar la hacienda, pero las tres razones por las que no abrimos a alguien son cuando llega gente grosera, cuando no hay un hombre presente y cuando no hay nadie”. Es posible contratar un tour con una operadora turística para que ellos contacten a la familia y se agende una visita.
Escenario perfecto para una película de Fernando de Fuentes, la casa principal, el granero y las caballerizas han sido descarapeladas por la lluvia y el viento, revelando así, poco a poco, los ladrillos de adobe, las vigas de madera y los arcos de cantera de hasta ocho metros de altura. Si esto fuera el sureste del país, probablemente las 21 habitaciones originales de la hacienda serían suites de un hotel boutique; los muros con hoyos de balas revolucionarias estarían intercalados con otros minimalistas de hierro y cristal; las caballerizas serían un spa de la calidad de los de Sedona, Arizona; y los arcos serían descritos como “rústicos y llenos de historia”. Pero no, esto es el norte. El turismo a gran escala no ha llegado como lo hizo a Mérida, lo cual permite que estos lugares se mantengan prístinos.
Pero el turismo, poco a poco, ahí viene. Como se ha vuelto tradición, el norte ha tenido que pelear: contra las condiciones climáticas, los españoles, la Revolución, la falta de infraestructura, los estereotipos y, actualmente, su mayor rival: el narcotráfico. Uno de los soldados al frente de esta nueva revolución es Mayté Luján, curadora del Museo de las Culturas del Norte y una de las principales impulsoras de la alfarería de Mata Ortiz: “Lo que hace falta es creer en nosotros, en lo que tenemos”, dice en su hotel Las Guacamayas en NCG, uno de los pocos hoteles boutique de la zona.
Las 14 habitaciones adoptan la arquitectura de Paquimé, la ciudad prehispánica más importante de la región que se ubica a 500 metros de la puerta del hotel. Los muros anchos de 60 centímetros de adobe tienen dos propósitos: mantener el calor fuera en verano y dentro en invierno. Su galería es quizá la mejor curada de los artistas de Mata Ortiz y es posible visitarla aunque uno no se esté hospedando ahí.
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Así el recorrido hasta ahora:
Cd. Juárez – NCG (280 km); NCG – Mata Ortiz (30 km) – exhacienda de San Diego (11 km) – NCG (25 km).
Así el recorrido por delante:
Paquimé – Cueva de la Olla (75 km x 2: 150 km); NCG – dunas de Samalayuca (300 km); dunas – Cd. Juárez (45 km). 841 kilómetros de
carretera en total.
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Existen dos Méxicos: aquel en el que la lluvia es segura, y éste, en el que lo seguro es el sol. Esa diferencia ha marcado la manera en la que vive la gente, y prueba de ello son las zonas arqueológicas. Las culturas de Aridoamérica han sido dejadas al olvido, mientras que las grandes pirámides del mundo mesoamericano han sido inmortalizadas en postales (nada más hace falta visitar el Museo de Antropología en la Ciudad de México, en donde las salas más llenas son las del centro y sur del país, en cambio, las vacías son las del norte). Paquimé llevaba el estandarte en ese entonces como la ciudad más grande y lo lleva ahora como Patrimonio de la Humanidad de la unesco desde 1998 para atraer más turismo, mismo que ayuda a combatir la violencia.
Hay que olvidar todo lo que uno creía saber sobre las zonas arqueológicas mexicanas: aquí no hay pirámides, no hay piedras. Hay tierra, mucha tierra. Utilizándola como base, mezclada con agua y algunas ramas, los paquimenses construyeron más de 1700 cuartos, plazas, centros ceremoniales y más. De esto quedan los muros —un plano arquitectónico que muestra el trazo que solía tener la ciudad— unos más altos que otros, que forman un laberinto que antes tenía vestíbulos, rampas y corredores que conectaban las edificaciones, algunas de las cuales tenían más de tres pisos.
Estar aquí es, de nuevo, como estar en un set de filmación, pero ahora uno completamente diferente; en cualquier momento podría llegar una nave espacial a este mundo de ciudades abandonadas en busca de señales de vida. A distancia no se logra diferenciar muy bien qué es ciudad y qué sigue siendo el campo, los muros se mimetizan en color y estructura con el fondo. Las montañas, ahora verdes, en época de sequía podrían ser los muros de una ciudad de gigantes; nada irrumpe, todo es armónico sin intentarlo. El único contraste es el que se hace con las sombras geométricas sobre los muros que avanzan conforme lo hace el día.
Los primeros arqueólogos llegaron a pensar que se trataba de una civilización de enanos por sus puertas de aproximadamente un metro de altura en forma de “T”, el Museo de las Culturas del Norte (a la entrada del sitio arqueológico) dice que más bien ese diseño obligaba a los forasteros a agacharse y mostrar primero la cabeza o la espalda. Una táctica de defensa desde la arquitectura, porque enemigos tenían, y también aliados; la presencia de dos juegos de pelota, como en la mayoría de las civilizaciones antiguas del sur, es prueba de que hubo contacto entre ambos Méxicos, quizá más de lo que hay ahora.
Así como hay dos Méxicos, hay dos Chihuahuas: la de Paquimé llena de grandes planicies desérticas y la Chihuahua de la sierra ondulante. Ahí está la Cueva de la Olla, una zona arqueológica que muestra cómo la gente solía ocupar las cuevas a una hora y media.
El camino del desierto a la sierra es uno de transformación. Llueve. Cuesta trabajo creer que estamos en el desierto, aquí las planicies ya no están secas como las de las afueras de Ciudad Juárez, están verdes y rodeadas de montañas. Las montañas salen del suelo como si estuvieran forradas por una alfombra verde; no son abruptas, son de curvas suaves, casi sensuales. Se saben bellas porque ese color no va a durar y se jactan de él mientras dura. La carretera comienza a subir. La vegetación cambia: empiezan a brotar una que otra conífera entre agaves y arbustos llenos de espinas. A medio camino nos detenemos en un mirador; otra vez, la idea de ver estas mismas praderas secas en otra temporada es inimaginable. Hoy se revela ante nosotros un enorme valle verde que en invierno estaría rodeado de montañas nevadas. A lo lejos se ve Mata Ortiz, la carretera y nada más: parece una pintura de José María Velasco. Sigue una lluvia tenue. La luz se filtra por las nubes iluminando sólo algunas partes del suelo, y la bruma que empieza a transformarse en pequeñas nubes que cruzan el valle disolviéndose, casi acariciando el suelo. Sigilosamente se aproximan a la montaña: el encuentro esperado del desierto. Los quiotes de los sotoles parecen estirarse e inclinarse lo más que pueden para ser los primeros en tocar el agua, como el cuello de una tortuga que quiere alcanzar algo; mientras, las nubes siguen despreocupadas con su andar flemático. En el desierto las cosas son lentas, muy lentas. Hay mucha tensión, una corriente de aire en la dirección contraria y el encuentro se acabaría, es una lucha por sobrevivir como la de los árboles que pelean por el primer rayo de sol en la selva; aquí lo hacen por el rocío. Ligero pero contundente, se siente el golpe de humedad; los quiotes se relajan, las espinas empiezan a gotear, los insectos salen de sus guaridas, se escucha a los pájaros cantar. De pronto, la ladera de la montaña cobra vida.
Sol, cielo, nubes, árboles, pasto, puentes, ríos, halcones y curvas. Del otro lado de la montaña, a 800 metros de altura, todo es diferente: es la Sierra Madre Occidental. Vamos al valle de las Cuevas, una zona que tuvo un apogeo entre los años 600 y 1450 d. C. y tiene aproximadamente 30 cuevas con vestigios arqueológicos, las principales siendo la Cueva de la Olla y la de la Golondrina. La primera se ganó su nombre gracias a una construcción (se cree que era un granero) de más de dos metros de altura con el mismo principio de Paquimé: tierra, agua y ramas. Atrás de la Olla, un conjunto de cuartos incrustados aún más profundo en la cueva en un intento de huir del calor. Una forma de vivir que, dentro del imaginario colectivo del mesoamericano, no existe.
La diferencia de temperatura es inmediata, la luz del sol apenas se filtra en algunas cuevas llegando a la oscuridad aplastante. Vuelan murciélagos, hay ruidos provenientes de no sé dónde y el miedo a encontrarse una víbora de cascabel es constante, pero las vistas desde las cuevas hagan que valga la pena la expedición. La mejor es desde el camino a la cueva de la Golondrina, pero hay que tomar una desviación oculta a la derecha antes de entrar a la cueva que lleva a un conjunto de cuevas menos visitadas —secreto compartido con “Ramón y Tere”, que al parecer estuvieron ahí en 2014 y dejaron su marca en los muros que llevan ahí miles de años—. Barrancas ondulantes delatan el paso de los años, el agua y el aire. Algunas de más de 15 metros de altura, estas formaciones rocosas hacen un laberinto que fue aprovechado por los antiguos mogollones para establecer ahí sus viviendas.
Trocas, música, cervezas y carne asada; hoy en día, la gente viene a este lugar a acampar a un lado del río y a disfrutar de las cuevas.
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Cruzamos el desierto de Chihuahua para ver cómo vivía la gente antes de la llegada de los españoles, cómo lo hace ahora y cómo lo hizo en la Revolución para entender la relación del humano con el desierto. Una peregrinación a las dunas, el desierto en su mayor esplendor: crudo y sin intenciones. Es un paisaje tan ajeno a la realidad de muchos que es difícil de digerir, procesar y decodificar. Tiene su propio idioma. Uno no puede caminar como lo hace en cualquier otro lugar, por ejemplo, antes de adentrarse hay que aprender de quienes habitan estas tierras: personas, plantas, ríos y montañas por igual. A 300 kilómetros de distancia de NCG está el objetivo último de este viaje: las dunas de Samalayuca.
Una desviación a un lado del retén militar a la mitad de la carretera marca la entrada. Hay que conocer la arena a la hora de manejar, la angosta pero larga “calle” es el primer filtro que pone el desierto para ver quién puede y quién no, los autos que se quedan varados —por lo general con placas de otros estados— son prueba de ello. Hay que ir preparados: agua, sombrero, ganas de aguantar temperaturas mayores a los 40º C y un buen auto, una buena troca. Aquí conviene contratar un servicio turístico que libere al viajero de toda preocupación.
No sólo no hay agua, no hay humedad. La arena, a diferencia de lo que pasa en la playa, no se pega al cuerpo ni a la ropa. El cobro de 100 pesos a la entrada no garantiza mayor infraestructura: una tienda (cerrada) con una especie de estacionamiento techado que la gente usa para esconderse del sol; a la mitad de las dunas hay una grada de concreto semiabandonada que sirve para ver carreras en el desierto, aún más aislada —y sin explicación aparente— una vitrina sobre una plancha de concreto con un altar a la Virgen. Pero, dicen, esto está por cambiar; la apuesta para este destino es poder rentar cuatrimotos y tablas de sandboarding, tener atención médica en todo momento, una tienda con todo lo necesario y rutas especializadas para quienes se quieran aventurar a cruzar las dunas que ahora sólo lo hacen expertos.
Tratamos de caminar, pero después de subir la primera duna nos damos cuenta de que recorrer los cientos que tenemos por delante a pie será imposible. Un grupo de expertos nos ve a lo lejos —probablemente riendo— y deciden apiadarse de nosotros. José Ramírez, del equipo 4 Wheelers, nos invita a subir a su camioneta. Nos adentramos en las dunas para estar alejados del ruido de los motores y ver las dunas sin marcas de nada. Él y su familia llevan años visitándolas, dice estar contento de recibir cada vez a más turistas; al igual que otros grupos, como Team Changuitos y Team Changuitas que vienen aquí por los deportes extremos y la belleza del lugar.
Una vez aislados, José le pide a su hijo que nos lleve, uno por uno, aún más lejos en una cuatrimoto. El pequeño todoterreno arranca y el viento se siente caliente, no refrescante. Nos dirigimos a una duna que más bien parece una muralla de arena moldeada por el viento, pienso “no lo vamos a lograr” y, como si el joven Ramírez me hubiera leído el pensamiento y quisiera demostrar lo contrario, aceleró y agarró la duna en curva sin poder conquistarla. “¿Ya ves?, no pudimos”, le decía yo telepáticamente, pero me doy cuenta de que sólo había hecho ese movimiento para ganar velocidad a la bajada. Con la fuerza de la hipérbole nos dirigimos de nuevo al muro de arena desafiante frente a nosotros. Cruzando la duna de derecha a izquierda —nunca de frente— estamos tan inclinados que es nuestro peso lo único que mantiene las cuatro llantas pegadas a la arena, y en el momento que vi nuestra inminente rodada por la pendiente, llegamos a la cima. Frente a nosotros un desierto que pocos creen que es México: 17 000 hectáreas de los médanos de Samalayuca. Me deposita y se va sin mayor palabra perdiéndose por las dunas para ir por Nicola.
Sol, cielo, dunas, yo y nada más.
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De regreso en Ciudad Juárez, desayunando en la mañana de nuestra partida, un noticiero local pronostica una probabilidad de lluvia del 20 %, un buen augurio para empezar otro día más en la guerra contra los enemigos del norte, porque aquí, en el desierto, casi nunca llueve.
*Este reportaje fue publicado originalmente en el número 189 de Revista Travesias
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