‘Oppenheimer’: una explosión atómica dice más que mil escenas
Ya está en salas de cine la más reciente película de Christopher Nolan, Oppenheimer, sobre el genio que vivió atormentado por haber iniciado la era atómica. Aunque las tres horas que dura la cinta no construyen mucho más que un cliché sobre la inteligencia sometida, una sola escena expresa mucho más que el conglomerado de estereotipos.
Me alegra haberme equivocado: Oppenheimer (2023) no es la justificación de la bomba atómica que muchos temimos, a pesar de un miedo asentado en pilares firmes. Después de haber representado a Batman como un amable anarcocapitalista que venció a un movimiento insurgente parecido a Occupy Wall Street, y a la evacuación de las tropas británicas de Dunkerque como un triunfo —Dunkirk (2017) se estrenó un año después del voto para que Reino Unido saliera de Europa mediante la Brexit—, Christopher Nolan parecía ser el representante cinematográfico del laissez faire, el cineasta que hizo de la obsesión por la libre empresa una filmografía. Oppenheimer, la historia del hombre que produjo las primeras bombas atómicas de la historia, no contradice del todo esta noción, pero se apega a la biografía tanto que expresa los crímenes estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki como el mensaje que de hecho Washington mandó a la Unión Soviética: el mundo hablará inglés.
Ya Christopher Nolan parecía cambiar el rumbo desde su película anterior, Tenet (2020), en la que saqueó el imaginario de Borges para mostrar piezas de un mundo inexplicable que empezaban a aparecer en el nuestro —como las de Tlön— pero, claro, concentrándose en los balazos y la física cuántica. Por un lado, el cineasta regresaba al escritor que, dice, ha influido más en él, pero sobre todo renunciaba finalmente al enmarañado carácter humano mediante los personajes más parcos de su filmografía; por ejemplo, el inexpresivo protagonista de Tenet se llama así, El Protagonista, porque no es más que un rol. Nolan al fin se asumió como el androide que es y, de algún modo, aceptó que los cuerpos a cuadro nunca habían sido más que representaciones de conceptos, abstracciones parecidas a los números, que ahora se quitaban la máscara de hombres y, a veces, de mujeres. Esto es producto de una consciencia racionalista según la cual todas las cosas son explicables por el método científico. Por eso sus tramas suelen ser cursos introductorios en los que el profesor Nolan nos explica los hoyos negros y los laberintos de la inconsciencia: su fin, además de entretenernos, es educar.
La historia de J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) admite los razonamientos de la izquierda no porque Christopher Nolan haya cambiado de bando sino porque su respeto al personaje y a la verdad científica —o, en este caso, histórica— lo obliga. Después de los bombardeos atómicos en Japón, Oppenheimer sintió un arrepentimiento permanente que lo llevó a ser el principal detractor de las armas de destrucción masiva que él había ayudado a crear. Sin embargo en la película, que narra su ascenso como estudiante y termina en su caída en 1954, cuando fue perseguido por el gobierno estadounidense, constantemente se nos recuerda que Oppenheimer se rehusó a ser miembro del partido comunista aunque lo orbitaran otros afiliados. Si Nolan usó Tenet para desnudarse como racionalista acérrimo, Oppenheimer lo muestra de vuelta a las andadas, disfrazando conceptos con la piel de sus actores, que en este acaso pretenden ahondar en la idea del genio.
Oppenheimer no es interpretado como otra cosa que un cerebro deslumbrante atrapado en un cuerpo deseoso: en otras palabras es un estereotipo que hemos visto antes ,y narrado más o menos de la misma manera. Oppenheimer, la película y el protagonista, representan al intelectual trágico que sufre por no ser pura razón, pura inteligencia, y por encontrar en su cuerpo un límite. Ese también es el John Nash de Ron Howard en A beautiful mind (2001), el Stephen Hawking de The theory of everything (2014) y el Alan Turing de The imitation game (2014), entre muchos otros. Oppenheimer sufre porque no puede detener su lascivia o independizarse de la tragedia, tal como Turing no puede frenar su homosexualidad, Nash su delirio o Hawking la esclerosis. A unos les va peor que a otros pero lo que define su carácter y la narrativa de cada película es la singularidad. Oppenheimer incluso puede ver las partículas del universo al igual que Nash veía las ecuaciones resolverse solas, y con ello Nolan demuestra que el androide está operando en automático: recopilando información de películas similares para repetirla, aunque asuma lo contrario.
Para muchos espectadores Nolan es un maestro de la narración cinematográfica por su despedazamiento del orden cronológico, espacial o a veces ambos, pero a otros nos parece que su innovación consiste en repetir lo mismo que hizo el pionero estadounidense D.W. Griffith hace ya más de cien años en Intolerance (1916). En Oppenheimer su estilo desemboca en una narración por bloques temáticos que combinan, sobre todo, la construcción de la bomba y los años formativos en la academia, con una sección filmada en blanco y negro sobre la audiencia en su contra por involucrarse con la izquierda estadounidense. Sin embargo, si ordenáramos estas secuencias de forma tradicional nos darían como resultado, insisto, A beautiful mind. Más que un laberinto, la película es un currículum cuidadosamente desordenado.
A pesar de todo, Nolan sí juega contra las expectativas del público en un par de momentos de riesgo para un autor que nunca había mostrado la sexualidad de sus personajes —el androide comienza a entender el hambre de otros cuerpos— y de quien se esperaba una explosión atómica suficiente para tirar las paredes de la sala de cine. El primero de estos instantes es un fracaso que, por querer construir un símbolo, acaba cayendo en cierto ridículo: en medio de una audiencia a puertas cerradas reaparece el nombre de Jean Tatlock (Florence Pugh), la amante más querida de Oppenheimer; su esposa, Kitty (Emily Blunt), la imagina montando a su marido desnudo en la habitación. En la otra escena de sexo importa más que el contacto físico la lectura del Bhagavad-gītā. El propósito no solo es vincular la razón y el sexo sino explicar de dónde sacó Oppenheimer su famosa cita sobre haberse convertido en la muerte. En varias ocasiones Nolan avienta referencias como cuando los superhéroes anuncian por primera vez su nombre: en otra escena, acampando con su hermano en Nuevo México, el protagonista hace una pausa antes de nombrar el área donde se asentaría el Proyecto Manhattan. En Wikipedia está el nombre; no hay necesidad de repetir su truco.
Volviendo a las expectativas, Nolan sí juega con una exitosamente: él sabía que su público esperaba ver varias pruebas atómicas y a Hiroshima incendiada; que ansiaba el espectáculo de la destrucción y el simulacro entretenido de lo que mató a otros, pero en vez de ello Nolan nos asalta una sola vez con silencio. La bomba, famosamente reproducida con explosivos reales para evitar la falsedad de la animación digital, no hace ningún ruido mientras se alza el fuego como un aliento divino y destructor. El dragón que la humanidad lleva dentro despierta incontenible para quemarla toda, pero no lo oímos rugir sino hasta que el sonido rebasa la imagen y remata la maldad deslumbrante. En ese momento Christopher Nolan nos pone en el lugar de los genios, que miran su creación con asombro pero también con temor. Si casi toda la película recicla estereotipos para decir algo que ya sabemos, esta imagen justifica todo ese marco innecesario al expresar, por sí sola y por medio del afecto, que nuestra imaginación es peligrosa: que si pensar es el ejercicio previo a la extinción, quizá no valga la pena hacerlo.
Cuesta trabajo asumir que Nolan, con los antecedentes que dejó en Dunkirk y la trilogía de Batman, además de su renuencia a verle a Oppenheimer lo comunista, se haya volcado a criticar el imperialismo. Más bien sus inclinaciones libertarias lo hacen ver en su protagonista el peligro de que los genios traigan correa. Pero si creemos, como Roland Barthes, que el autor es un cadáver, no importa qué piense Christopher Nolan. Oppenheimer nos permite entender el arrepentimiento y la ambigüedad de su protagonista mediante una sola secuencia en la que nadie dice nada pero el fuego revela demasiado. Así como la creación rebasó la curiosidad y el control del verdadero Oppenheimer, las imágenes de Nolan se prestan a un secuestro digno que nos permite hacer caso al propio cine.
Alonso Díaz de la Vega. Crítico cinematográfico para Gatopardo. En 2015 fue el primer crítico mexicano convocado por Berlinale Talents, la cumbre de jóvenes talentos del Festival Internacional de Cine de Berlín. Ha escrito sobre cine en La Tempestad, Revista Ambulante, Tierra Adentro, Frente, Butaca Ancha y Cuadrivio. En televisión participó en el programa Mi cine, tu cine, de Canal Once. A lo largo de su carrera ha participado como miembro del jurado en el Festival Internacional de Cine de Róterdam, FICUNAM, Festival del Nuevo Cine Mexicano de Durango, Shorts México y Doqumenta.
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