Minorías radicales y autoritarismo de izquierda
Las elecciones en Venezuela ponen sobre la mesa el debate de qué es izquierda y derecha. Un gobierno con discursos, prácticas y programas arcaicos y ortodoxos no puede ser progresista. Este es un ensayo sobre las izquierdas radicales en América Latina.
El historiador argentino Pablo Stefanoni publicó un volumen titulado ¿La rebeldía se volvió de derecha? (Siglo Veintiuno Editores, 2021), que recorre los principales proyectos y liderazgos del ultraconservadurismo a nivel global y, específicamente, latinoamericano. Además de mapear esa extrema derecha, desde el título y el subtítulo de su libro —Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)— el autor interpela a la izquierda por no tomar en serio a sus rivales ultras y por permitir que el estilo de la rebelión y la incorrección política sea apropiado por el nuevo conservadurismo.
Valdría la pena llevar la provocación de Stefanoni más allá y preguntarnos si podría escribirse un libro como el suyo para las izquierdas radicales en América Latina y el Caribe. Es un reto difícil, ya que lo primero por descartar sería lo que con más frecuencia se asocia con un radicalismo de izquierda: el grupo de gobiernos de la Alianza Bolivariana, pues no es realmente lo radical en la política latinoamericana. En la tradición de la izquierda regional, las opciones del bolivarianismo (en países como Cuba, Venezuela, Nicaragua o Bolivia) se mueven, en cambio, dentro de alternativas ortodoxas o arcaizantes, como la planificación centralizada por el Estado, el extractivismo, la estabilidad macroeconómica, el marxismo-leninismo o el autoritarismo populista.
Ahora bien, si por radicalismo se entiende la apuesta por un progresismo que lleva al límite las demandas de igualdad, justicia y libertad, estarían más cerca las experiencias de gobierno de Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. Todo el repertorio de derechos de tercera y cuarta generación (que se refieren al ambientalismo, el feminismo, el antirracismo, las familias no heteronormativas, las comunidades indígenas y el multiculturalismo) está mucho más presente en esos gobiernos que en los bolivarianos, aunque el constitucionalismo de la primera década del siglo XXI fue, sin dudas, precursor de la nueva ola progresista.
Subsiste, entonces, la falsa asociación de los gobiernos bolivarianos con el radicalismo, y esta proviene de equívocos heredados del triunfalismo liberal de fines del siglo XX. Por ejemplo, el supuesto peso del Estado en la economía o la vehemencia retórica frente a Estados Unidos no encuentran sustento en lo que ha ocurrido: en Venezuela y Nicaragua se ha producido, en los últimos años, una importante reprivatización de la economía; Bolivia es uno de los países latinoamericanos que conducen sus finanzas más ortodoxamente, y Cuba ya no confronta la hegemonía de Estados Unidos, sino que busca la normalización diplomática con su vecino.
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En países como México y Argentina, donde gobiernan izquierdas que no dejan de ser moderadas en la práctica —con un capitalismo altamente privatizado, buenos vínculos con Estados Unidos, tratos con el Fondo Monetario Internacional y autonomía del sector financiero—, se esgrime con frecuencia el fantasma de la radicalización en la esfera pública. Por lo general, cuando eso sucede, desde la derecha o la izquierda, se busca sugerir que los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Alberto Fernández estarían a punto de sumarse a la corriente bolivariana que, por los motivos que ya mencioné, no es radical.
Radical, por la vía anticapitalista, sería el trotskismo argentino del Partido Socialista de los Trabajadores y el Frente de Izquierda y de Trabajadores-Unidad, pero no forman parte del bloque hegemónico kirchnerista. En México, un radicalismo similar, aunque más anclado en la vertiente autonomista o indigenista, podría ser el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la coalición que en las pasadas elecciones presidenciales respaldó la candidatura de María de Jesús Patricio Martínez (Marichuy), que tampoco se alinea con Morena y López Obrador. Algunos partidos comunistas con una proyección relativa en la región, como el chileno o el venezolano, también giran en torno a plataformas radicales. Eso explica que el chileno, que forma parte de la alianza oficial Apruebo Dignidad, tome distancia del perfil interamericano y favorable al libre comercio traspacífico del gobierno de Boric. Lo mismo, pero en un sentido geopolítico inverso, ayudaría a explicar el creciente posicionamiento de los comunistas venezolanos contra el gobierno de Nicolás Maduro, al que acusan de neoliberal.
Frente a esas minorías radicales, que tienen relaciones altamente conflictivas con las hegemonías de izquierda que predominan en la región, se perfila un conservadurismo popular que ha mostrado fuerza en la improvisada candidatura de Rodolfo Hernández en Colombia, en el voto mayoritario contra la avanzada Constitución chilena, en la consolidación del bolsonarismo como principal fuerza de derecha en Brasil y en los altos índices de aprobación de Nayib Bukele en El Salvador. Algunos gobiernos de izquierda, como el mexicano, también tienen una importante base de respaldo en ese conservadurismo popular.
Aun así, como hace quince años, buena parte de la población latinoamericana está siendo gobernada por la izquierda real, mas no radical. Ahora que Luiz Inácio Lula da Silva ganó la presidencia de Brasil, como pronosticaron todos los sondeos, esa porción se volverá mayoría. Como hace quince años, este nuevo giro a la izquierda, que no sería posible sin la generalización de la forma democrática de Gobierno y la diversidad interna del progresismo latinoamericano, intentará ser simplificado y capturado por la pugna geopolítica del hemisferio.
Al mismo tiempo, es superficial reducir la heterogeneidad del campo de las izquierdas latinoamericanas a dos polos: uno democrático y otro autoritario. Esa división resulta ficticia si se toma en cuenta que solo tres regímenes de la región —el cubano, el venezolano y el nicaragüense— son plenamente antidemocráticos. Por su dimensión estatal, el autoritarismo no logra conformar un polo en América Latina y el Caribe, aunque hay tendencias autoritarias en muchos sistemas constitucionalmente democráticos, encabezados hoy por izquierdas o derechas.
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La novedad de la izquierda que accede al poder en América Latina está en sus programas y no necesariamente en sus liderazgos. Hay líderes y organizaciones —como López Obrador, el PRD y el PRI que integraron Morena; Cristina Fernández de Kirchner, Alberto Fernández y el peronismo, y Lula y el Partido de los Trabajadores (PT)— que provienen del último tramo de la Guerra Fría y de los movimientos sociales contra el neoliberalismo en los noventa. El kirchnerismo y el PT, así como López Obrador en la Ciudad de México, ya gobernaron durante el ciclo progresista anterior y sus discursos y estilos datan de una época fuertemente marcada por el castrismo y el chavismo.
Otros gobernantes —como Luis Arce, Gustavo Petro, Gabriel Boric y sus respectivas coaliciones— también siguen inercias de la Guerra Fría, pero proyectan una mentalidad más a tono con las demandas de sociedades complejas como las del siglo XXI. En todos los programas de gobierno, incluido el de Lula, los grandes temas de la izquierda global de nuestro tiempo (feminismo, ecologismo, comunitarismo, antirracismo, trasnacionalismo) están presentes. Solo que, en no pocos casos, esas líneas son obstruidas por los modelos patriarcal y extractivista de las élites del poder.
Los tres regímenes antidemocráticos tampoco son idénticos —Venezuela y Nicaragua provienen de democracias constitucionales, Cuba no—, pero poseen una poderosa gravitación geopolítica por medio de la Alianza Bolivariana, que fomenta relaciones con potencias rivales de Estados Unidos, como Rusia, China, Irán y Corea del Norte. Esos regímenes están unidos también en una serie de prácticas (como la represión, la ilegitimidad de la oposición, la concentración del poder, la reelección indefinida, la hegemonía unipersonal o unipartidista, la criminalización de la protesta, la persecución de medios independientes y el acoso a la autonomía de la sociedad civil) que no se manifiestan de manera orgánica en las otras izquierdas.
La limitada cohesión del autoritarismo latinoamericano también se refleja en su arcaísmo frente al repertorio contemporáneo de los derechos ciudadanos y comunitarios. La Constitución cubana de 2019 no proscribió el feminicidio ni aseguró el matrimonio igualitario ni las garantías de la emigración. Algo de ese déficit corrige el nuevo Código de las Familias, mientras que el Código Penal mantiene la pena de muerte y tipifica la restricción de libertades civiles al grado de actos “subversivos”, algo que no se veía en la región desde las dictaduras de “seguridad nacional” de los años sesenta y setenta.
Para constatar la diversidad de las izquierdas gobernantes en América Latina y el Caribe nada más habría que cotejar el texto del proyecto de Constitución de Chile o el programa del Pacto Histórico en Colombia con el recrudecimiento de la represión en Cuba o Nicaragua. Cientos de cubanos han sido condenados a largas penas de cárcel por manifestarse pacíficamente en las calles de la isla, y buena parte de la oposición y del liderazgo de la sociedad civil nicaragüense permanece recluida para asegurar la reelección perpetua de Daniel Ortega. La diplomacia cubana y bolivariana se empeña en borrar esas diferencias y, para ello, cuenta con el apoyo no deliberado de las nuevas derechas anticomunistas y antipopulistas de la región. Durante las últimas contiendas presidenciales en Chile, Colombia y Brasil se ha verificado esa sintomática confluencia por la cual los partidarios de Cuba, Venezuela y Nicaragua, por una parte, y los enemigos jurados de esos regímenes, por otra, muestran su acuerdo en que todas las izquierdas latinoamericanas y caribeñas son comunistas, castristas y chavistas.
El autoritarismo de izquierda en América Latina es viejo en sus discursos y en sus prácticas. Sin embargo, sigue ejerciendo una importante influencia sobre las bases de toda la izquierda continental, no tanto por la fuerza del “mito de la Revolución”, sino por su eficaz instrumentación geopolítica de un nacionalismo que busca contrarrestar la hegemonía hemisférica de Estados Unidos. La manipulación de esas bases es un socorrido mecanismo de incidencia y presión sobre los gobiernos de la izquierda democrática de América Latina, que se suma al peso geopolítico que, gracias a sus alianzas internacionales, detenta el autoritarismo.
Esta ensayo se publicó en la edición impresa “Región de extremos”.
RAFAEL ROJAS. Profesor e investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de Mexico. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Su último libro es La epopeya del sentido: ensayos sobre el concepto de Revolución en Mexico (1910-1940) (El Colegio de México, 2022). En esta edición escribió sobre las izquierdas radicales en América Latina.
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