Quien controla la energía controla el insumo más esencial de toda la actividad económica y, con ello, crece el sustento de su poder político. La reforma eléctrica que ha propuesto el presidente López Obrador debe analizarse a partir del arreglo institucional que abandona y del que quiere implementar. El fondo de la cuestión no está en el monto del recibo de luz que nos llega cada bimestre, sino en cuáles son los caminos por los que anda nuestra democracia. Hay que ser claros: la supresión de controles institucionales y el poder que se pretende otorgar a la CFE corroen la vida democrática de México.
Las instituciones –es decir, las leyes, reglas y códigos de conducta– nos ayudan a identificar a la autoridad y delinear sus límites, establecen quién puede participar en una actividad, en este caso: quién puede generar electricidad en el territorio nacional, en qué condiciones, con qué derechos y obligaciones, qué instancias dirimen conflictos. De ahí que la importancia de la reforma eléctrica de López Obrador se encuentre, en gran medida, en su contenido institucional y no sólo en sus implicaciones económicas más inmediatas o directas.
Su contenido no se limita a la materia eléctrica, busca un cambio en el diseño institucional del sector energético completo, incluyendo modificaciones sustantivas en la exploración y extracción de hidrocarburos. Digo que es lo más importante porque no se trata nada más de un pésimo intento por hacer más efectivo el control del gobierno sobre el funcionamiento del sector eléctrico, sino de modificar el balance de poder político para favorecer la discrecionalidad y el control del ejecutivo federal.
Durante este año, el ambiente institucional formal de México ha sido trastocado de varias maneras: la reforma eléctrica es otro elemento –uno más grave– de esta erosión. Para empezar, el hecho de haberla presentado supone, ni más ni menos, una aceptación tácita de que la reforma a la ley de la industria eléctrica, aprobada en marzo pasado, era inconstitucional; el presidente lo dijo con claridad: “¿Qué va a pasar si declaran inconstitucional la ley? Va la reforma a la Constitución”. Los amparos y suspensiones que se otorgaron posteriormente, además de las acciones de inconstitucionalidad que salieron del Senado y la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), junto con la declaración de un juez de distrito, hicieron tan evidentes los problemas de esa reforma, que López Obrador y su equipo de gobierno no quisieron esperar a que la Suprema Corte se pronunciara.
Pero esa no ha sido la única reforma polémica en lo que va de 2021. Hay que esperar para saber qué pasará con la reforma de la ley de hidrocarburos promulgada en mayo, en su contra también hay una acción de inconstitucionalidad. Por ahora, se puede decir que su contenido es vago, impreciso en varios puntos que definen sanciones, discrecional en lo que compete a las autoridades y, además, desincentiva las inversiones en el segmento de los petrolíferos (me refiero a las gasolinas y otros combustibles).
La nueva reforma eléctrica que se envió al Congreso la semana pasada tiene otro alcance. En primer lugar, establece que le corresponde “exclusivamente a la [n]ación el área estratégica de la electricidad” –debería decir industria eléctrica, en mi opinión– “consistente en generar, conducir, transformar, distribuir y abastecer energía eléctrica”. Así quedaría una parte del artículo 27 constitucional. En la misma dirección, el artículo 28 incluye la generación eléctrica como una función exclusiva del Estado.
No se trata simplemente de darle, otra vez, un control mayor al Estado, esta reforma suprime el concepto de empresas productivas del Estado y constituye a Pemex y a la CFE como organismos de él. El cambio no es menor porque habilita a ambos para dejar de ser únicamente participantes y constituirse como autoridades. Este objetivo de la reforma eléctrica es muy claro en un párrafo que modificaría el artículo 28: la CFE “es responsable de la electricidad y el Sistema Eléctrico Nacional, así como de su planeación y control; será autónoma en el ejercicio de sus funciones y en su administración, y estará a cargo de la Transición Energética en materia de electricidad, así como en las actividades necesarias para ésta”. Por si fuera poco, la CFE determinará las tarifas de redes de transmisión, distribución y usuarios finales, que ahora están en manos de la Comisión Reguladora de Energía (CRE) y la Secretaría de Hacienda.
Decía antes que el cambio institucional será todavía más profundo porque va más allá del sector eléctrico. El artículo tercero transitorio suprime a la CRE, encargada de regular a los actores que participan en el mercado eléctrico, de petrolíferos, gas natural y gas LP; es decir, otorga y cancela permisos, establece lineamientos técnicos y publicita información relevante. También elimina a la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH), cuyo papel es regular a quienes participan en la exploración y extracción de hidrocarburos, empezando por Pemex, y a las demás empresas que operan campos petroleros o que hacen actividades de exploración superficial; la CNH aprueba los planes de exploración y desarrollo de Pemex, firma y administra los contratos del Estado mexicano con empresas privadas para las operaciones petroleras, antes llevó a cabo las licitaciones de las rondas petroleras y administra toda la información geológica y geofísica que le pertenece a la nación.
Desaparecer ambas comisiones es una medida desproporcionada porque afecta las piezas que sostienen el entramado de instituciones. Al quitarlas, México vuelve al contexto institucional que existió entre 1960 y 1992, es decir: el gobierno federal admite que participen actores privados por pura necesidad y el control estatal sube al máximo posible dentro del rango que permite el texto de la Constitución.*
¿Por qué se desaconseja regresar a ese pasado? Porque los problemas del sector eléctrico en los años sesenta y setenta, cuando el férreo nacionalismo del gobierno de Luis Echeverría finalmente se impuso, son muy distintos a los de hoy –aunque, curiosamente, Manuel Bartlett estuvo presente en ambos momentos–. Hace medio siglo la intervención tan fuerte del Estado se justificó en dos pilares: por un lado, los problemas de interconexión en el país, es decir, la falta de líneas de transmisión y de distribución, así como las plantas de generación instaladas sin suficiente planeación, hacían necesarias grandes inversiones y su consecuente control; por el otro, los costos de instalar capacidad de generación eléctrica eran muy altos debido a las restricciones tecnológicas. Esto sucedió en México y en todo el mundo: la gran mayoría de los gobiernos tenía un control estricto de sus sistemas eléctricos.
En ese pasado, los participantes y el regulador eran uno y el mismo: el Estado mexicano. A partir de 1992 ocurrieron modificaciones que tuvieron fundamentos técnicos y, por supuesto, ideológicos. En lo que toca a los participantes de los mercados energéticos, el nacionalismo y el deterioro financiero y operativo que padecieron las empresas paraestatales (la CFE y Pemex) desde los años ochenta dieron paso a una intervención privada incremental y a la adopción de esquemas de gobernanza corporativa que en buena medida simularon un ambiente de mercado pero, a la vez, mantuvieron la influencia y la presencia fuerte del gobierno federal.
En cuanto a los reguladores, la creación de la CRE en 1992 (y su expansión en 1995) y de la CNH en 2008, el fortalecimiento de ambas con la reforma de 2013, además de todos los años de operación de ambos organismos, han construido un camino inacabado. Ninguno de los reguladores ha tenido atribuciones suficientes para mantener a raya los excesos de la CFE, Pemex y el gobierno federal. No gozan de la autonomía del INE o la Cofece. Con todo, sí han traído avances en capacidad técnica, de gestión de información, transparencia y regulación. Entre otras cosas, la CRE pudo implementar regulaciones en materia de petrolíferos y el otorgamiento ordenado de permisos de importación y distribución de combustibles, así como de estaciones de servicio en todo el país. La CNH logró implementar el nuevo mercado de la exploración superficial, de hecho, el golfo de México fue el más explorado por medios indirectos –sin pozos– en todo el mundo entre 2015 y 2017.
En los últimos cincuenta años, las instituciones del sector energético han respondido a las exigencias de su tiempo, de forma limitada e imperfecta. Lo han hecho a pesar de que operan en ambientes corruptos y con una clase política incompetente, incapaz de llegar a acuerdos duraderos –varios se han turnado en el poder y han despilfarrado los recursos, con una perspectiva cortoplacista–. Pero la ceguera ideológica del presidente y la revancha política tan usual en regímenes populistas no permiten separar el trigo de la paja, sino que incendian el campo entero. Donde podrían darse cambios que requieren más inversiones que reformas, se desmantelan organizaciones completas, que han acumulado experiencia técnica y de gestión, prestigio internacional, servidores públicos con visión histórica y de futuro, especialistas en ingeniería, derecho, economía, ecología, comercio, entre otras; y se opta por abultar todo en una compañía eléctrica que sólo echará en falta el nombre de Secretaría Eléctrica.
La nueva reforma eléctrica, entonces, no responde a las exigencias actuales en materia energética. Por si fuera poco, se ciega ante los procesos de desarrollo institucional: suprime los controles que el poder requiere en una democracia. Quizá es lo de menos que la propuesta contenga ideas tan viejas; es más, debatir y replantear el rol del Estado en el sector energético puede ser muy saludable, hay que admitir que las soluciones nunca serán definitivas, menos cuando viene una crisis climática tan severa y una revolución tecnológica difícil de prever por completo. El problema es que esas ideas no bastan para girar las manecillas del reloj y devolvernos al pasado; el mundo ha cambiado tanto que regresar a los setenta, simplemente, es imposible.
*En 1960 se nacionalizó la industria eléctrica en la Constitución, pero esto no pudo llevarse a los hechos sino quince años más tarde. El monopolio estricto, es decir, la generación y venta exclusiva del Estado, sólo fue efectivo durante diecisiete años, desde 1975 hasta 1992.