Siete días en el Reino Unido
Recuerdos sobre el periodista Sergio González Rodríguez y la semana en la que presentamos “La Ira de México” en el Reino Unido.
Esa noche, Sergio, nos contaste la tortura que sufriste tras tu investigación sobre los feminicidios en Ciudad Juárez con la que construirías tu libro Huesos en el desierto. Recuerdo tu relato porque me pediste que tradujera tu conversación al inglés. Estábamos en casa de Christopher y Koukla MacLehose, en el barrio de Islington, en Londres.
Aquella vez te secuestraron, te metieron a un cuarto, te tundieron, te amarraron a una silla. El jefe de los verdugos te hundía un picahielo en las rodillas. Entre sangre y gritos de dolor, nos dijiste, te aferraste a una idea:
Tengo que sobrevivir porque el mundo no es sólo esta gente que tortura y mata, tengo que sobrevivir porque el mundo también es la gente buena que está afuera de este cuarto y por la que vale la pena seguir viviendo.
(No pongo comillas porque te cito de memoria. Quizá no sean tus palabras textuales pero sé que no traiciono su sentido).
Era la noche del martes 30 de agosto de 2016 y Diego Enrique Osorno, tú y yo éramos los invitados en la mesa de los MacLehose. Nos contaste esa escena para decirle a Christopher y a Koukla que, cuando te torturaban, pensabas que por gente como ellos había que sobrevivir a los momentos más terribles. Era tu manera –la manera más generosa– de dar las gracias por su hospitalidad después de una casi una semana de vivir en su casa.
Christopher te animó a escribir tus memorias y todos estuvimos de acuerdo.
Nos alojábamos con los MacLehose pues viajamos al Reino Unido para el lanzamiento de The Sorrows of Mexico, una colección de crónicas y ensayos en donde alternamos con Lydia Cacho, Anabel Hernández, Marcela Turati y Juan Villoro. El libro surgió gracias a tu oratoria. En el Festival del Libro de Edimburgo, en 2015, el editor Christopher MacLehose te escuchó hablar de México: de sus mujeres y hombres asesinados, desaparecidos y torturados, y se conmovió tanto que se le metió a la cabeza hacer un libro sobre nuestro país. Lo conversó con Juan Villoro y el artista Gabriel Orozco. Animó a Felipe Restrepo Pombo para que lo coordinara y a Elena Poniatowska a que escribiera el prólogo. Debía estar listo para presentarse en ese mismo festival en 2016.
Aterrizamos en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, la tarde del miércoles 24 de agosto de 2016. Tú estabas contrariado: se perdieron tus audífonos en el avión. A pesar de tu leve sordera eras un hombre musical. Casi no hablabas de tus libros, pero sí presumías tu paso por Enigma, en donde habías tocado el bajo eléctrico. Decías que estaba entre las mejores bandas de rock en español en el índice de la revista Rolling Stone. Contabas esa historia para rendirle tributo a la memoria de tu hermano Pablo, el líder del grupo. En Enigma él se llamaba Pablo Cáncer y tú Sergio Acuario. Querías aprovechar una de las tardes en Londres para comprarte un bajo nuevo. Al final ya no lo hiciste.
¿Recuerdas el calor? Nos tocaron unos excepcionales días soleados. Descendimos del tren en Edimburgo la tarde del martes 26 de agosto y Diego Enrique y yo queríamos caminar al hotel. Siempre queríamos caminar y tú querías tomar taxi. Teníamos 30 años menos que tú y no éramos conscientes de tu leve cojera y tu cansancio. “En taxi es mejor para ahorrar tiempo”, decías, y parabas un cab.
Cuando te oí dirigirte al público en la capital de Escocia comprendí la fuerza de tus palabras. Hablaste un par de minutos en inglés, te disculpaste y seguiste en español con la traducción simultánea de Juana Adcock. Hablaste del dolor sin tremendismo. No contabas historias: reflexionabas sobre ellas. De los autores de La ira de México eras el que tenía una formación teórica más robusta. Predicabas el Estado de Derecho y la legalidad. Por tu voz hablaba un liberal indignado, que conocía con el mismo rigor la tragedia individual de las víctimas y también las ideas más actuales para abordarlas. Era la tarde del sábado 27 de agosto y una vez más conmoviste al auditorio. Diego Osorno relajó el ambiente a la hora de autografiar los libros: en lugar de firma, dibujaba un rectángulo con cinco círculos alrededor, una cita de Roberto Bolaño, que al final de Los detectives salvajes hace ese dibujo y dice “cinco mexicanos en un funeral”.
En el tren de regreso a Londres, Diego te entrevistó sobre tu amistad con Roberto Bolaño, que te puso como personaje de su novela 2666. Qué privilegio haber sido testigo de esa conversación.
* * *
Han pasado seis meses, has muerto este lunes, y recuerdo ese viaje como un sueño: Londres soleado, la compañía de Diego Enrique y la tuya; la hospitalidad de Christopher y Koukla MacLehose; la generosidad de Gala Sicart-Olavide, Bill Swainson y el resto de colaboradores de MacLehose Press. De noche Christopher nos agasajaba con el whisky Laphroaig; de día cruzábamos los puentes sobre el río Támesis, visitábamos librerías y caminábamos por los parques.
La noche del 31 de agosto, después de la presentación del libro en la librería Waterstones de Picadilly, fuimos a cenar con los editores y el periodista Ed Vulliamy. Ahí leíste en voz alta el poema “El burro”, de Roberto Bolaño. Ahora resuenan especialmente estos versos: “Y a veces sueño que Mario llega / con su moto negra en medio de la pesadilla / y partimos rumbo al norte, / rumbo a los pueblos fantasma donde moran / las lagartijas y las moscas…”
Hace unas semanas nos encontramos en un café. “Esos dos que están en esa mesa”, dijiste, “son orejas de Gobernación. Míralos bien: no platican, no toman café. Sólo ponen un celular en la mesa para grabar lo que decimos”.
Lo dijiste en voz alta para que te oyeran. En dos minutos se pusieron de pie y se fueron sin hablar.
Te pedí que me sugirieras lecturas para un libro que estaba escribiendo sobre barrios marginales. Generoso, llegaste con Medios sin fin de Giorgio Agamben. Un par de semanas después me escribiste con más sugerencias de libros y con ideas puntuales para mi trabajo. Quedamos de vernos apenas saliera, yo, de una gripa, pero dejé pasar los días y no te escribí, porque nunca pensé que un lunes ya no amanecieras en el mundo de los vivos. Te veías entero: sí, un poco rengo y un poco sordo, pero entero y con esa voluntad de estar vivo que te había sacado de ese cuarto de tortura hace veinte años. Y dejé pasar las semanas dominado por ese indolente que llevo dentro, confiado en que nos encontraríamos acaso la próxima semana, o después de Semana Santa, y dejé pasar el tiempo.
Carajo.
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