“Lo único mejor que cantar, es cantar aún más”, solía decir.
Un fantasma deambulaba por los Estados Unidos, se detenía a ver a los agricultores en quiebra, luego seguía su recorrido y observaba una mancha de adultos desempleados, pasaba por bancos cerrados y fábricas vacías, escuchaba murmullos afuera de Wall Street, ahí la gente rememoraba panoramas maravillosos que pudieron ser pero no fueron. Crisis. El presidente de esa nación, lo intentó acorralar con un programa que llamó el Nuevo Trato, el capital humano sería su base.
Mientras intentaban capturarlo, se paseaba por Harlem, al norte de Nueva York. Se sentaba en las escalerillas de edificios de ladrillos grafiteados y cuando se aburría intentaba colgarse de los tendederos que se comunicaban de ventana a ventana, se quitaba los tenis y los ataba en los cables. No es que ahí la gente no le temiera, más bien, lo recibían con trompetas y clarinetes. Lo invitaban a bailar, lo toreaban con el vuelo de las faldas agitándose, le enseñaban a derraparse en las fiestas.
Entraba a las panaderías, descansaba en las loncherías, observaba tras los vitrales de las lavanderías el ir y venir de sombreros y boinas, de faldas a la pantorrilla, de zapatos de tacón bajo. En Harlem no era algo que destacara o llamara la atención, la gente no se fijaba en su rostro descarnado, ni lo escuchaban cuando se presentaba bajo el nombre de la “Crisis de los Años Treinta”. Sólo lo evadían en los clubes nocturnos.
Tanta luz le alteraba la pupila, pero aún así lograba prestar atención a la gente que solía frecuentar el número 253 de la 125th Street. “Apollo Center”, decía un letrero en luz neón. “Miércoles: Noche de Amateurs”, anunciaba otro cartel enmarcado por focos. Adentro, una joven de 17 años tomó el micrófono recurriendo a las más sentidas de sus referencias musicales, las canciones preferidas de su madre fallecida.
“Si su voz puede traer la esperanza de la primavera, esa es Judy, mi Judy”, su garganta entonaba y el público lo agradecía. Vino la segunda canción: “El objeto de mi cariño puede cambiar mi cutis de blanco a rosa, cada vez me toma la mano y dice que es mío”.
Los aplausos que siguieron tras esas interpretaciones, significaban la aprobación de un público que también era jurado en un show de talentos. Hacía dos años que había escapado de una escuela reformadora, su familia se había desintegrado con la muerte de su mamá y no tenía dinero, pero Ella Fitzgerald, comenzaba a descubrir la música. ¿Qué más necesitaba?
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Aquella voz jovial alimentó el presagio de un nuevo horizonte en la música estadounidense, por un momento el futuro lejano retaba al tiempo y se condensaba en la sala del Apollo Center, con Ella Fitzgerald sosteniendo un micrófono, invadiéndolo todo con un canto prolongado en su expresión más pueril.
No hubo que esperar mucho, el saxofonista Benny Carter la ubicó y consiguió que entrara a la orquesta del percusionista Chick Webb. Tres años después grabaron una versión de “A-Tisket A-Tasket” y vendieron un millón de copias. A Ella Fitzgerald la escuchaban en barrios enteros, pero esa melodía alegre terminó de presentarla ante sus desconocidos.
Ya escribían de ella los críticos: “Aquí tenemos a la número uno, la joven joya que canta en el Harlem Savoy Ballroom con la estupenda orquesta de Chick Webb y su gran aptitud natural para el canto. Una de la mejores. No hay razón para pensar que no llegue a ser la mejor dentro de un tiempo”.
La muerte con su paso firme la rosó de cerca. Terminó con la rutina de Chick Webb, el amigo de las vértebras dañadas que mejor tocaba las percusiones. Se lo llevó. La banda pasó a llamarse “Ella Fitzgerald and her Famous Band”, hasta que en 1942 comenzó su carrera como solista.
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El Mocambo era la referencia del mundo artístico en Los Ángeles. Eran los años 50, cuando la incomprensión racial en su grado límite se reflejaba en los letreros de establecimientos que prohibían la entrada a mascotas y personas de piel negra. El Mocambo, no faltaba a la norma. Ella Fitzgerald podía atraer con su canto a criaturas maravillosas de regiones inhóspitas, no fuera a ser que al calentar la garganta, su boca se tornara en una caja de Pandora que vertiera sobre aquel sitio un mal augurio.
Marilyn Monroe, el corazón blando del ideario norteamericano, le pidió al dueño que permitiera a Ella Fitzgerald presentarse frente a ese público educado en el lujo y la exclusividad. Félix Young aceptó, el favor sería devuelto con la presencia de Monroe en la mesa más cercana al escenario en cada ocasión que ella cantara.
“Nunca tuve que volver a tocar en un club de jazz pequeño, Marilyn era una mujer inusual, un poco más adelantada a su tiempo y no lo sabía”, recordó un día la cantante.
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La melodía de Ella Fitzgerald proyectaba la idea de un ser tímido, pero audaz. Su musicalidad la conectó con Norman Granz. Se conocieron en una gira de Jazz at the Philarmonic, a la que la invitó. Fue el amigo que la procuró, la cuidó ante la discriminación racial, nunca permitió que entrara por una puerta trasera y buscaba lugares contiguos en los aviones para que su codo blanco se rozara con el suyo negro. Era el representante que encontraba en el jazz “un arma social frente a la segregación».
Hay una foto en la que Fitzgerald aparece cabizbaja, encogida de hombros, con los dedos entrecruzados sobre la tela brillosa de su vestido. A su lado estaba su asistente, ella, absorta. Fue tomada en la estación de policía de Houston en 1955.
«No tengo nada que decir. ¿Qué se puede decir? Sólo estaba comiendo un trozo de pastel y una taza de café ”, dijo a los periodistas.
Ella Fitzgerald y Norman Granz, conversaban en el camerino del Music Hall de Houston. El resto de la banda Dizzie Gillespie, Illinois Jaquet y Georgiana Henry jugaba a los dados, cuando un grupo de policías entró arbitrariamente para arrestarlos, después los regresaron y salieron al escenario. El público desconoció lo ocurrido, la agresión fue breve, pero la afrenta lastimosa.
Ella Fitzgerald no se limitaba ni a lo claro ni a lo oscuro, antes de que unos u otros la prefirieran, se ahogaba en su propia luminosidad. “Lo único mejor que cantar, es cantar aún más”, solía decir.
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Ella Fitzgerald logró que en su garganta cupiera el eco de los trombones, su voz era tan camaleónica que lo mismo adquiría las ondas de un clarinete soplado en la punta de una montaña, que el llanto de la última armónica tocada. Era una voz capaz de arrullar a cien niños en un barrio turbulento o provocar a los pies más rígidos de un bar.
“Nunca supe lo buenas que son nuestras canciones hasta que escuché a Ella Fitzgerald cantarlas”, diría Ira Gershwin, el compositor que escribió junto con su hermano George las letras que seductoramente grabó en 1959.
Tras dos semanas gloriosas en Nueva York durante 1974, Frank Sinatra dijo de su voz: “es cristalina, milagrosa, proyectada de una manera natural”.
“Era sencilla, no necesitaba nada, llevaba su propio vestido sobre su brazo. Llegaba tranquila a diferencia de otros artistas. Era reservada, al terminar su presentación se preguntaba si al público le habría gustado. Era notable, verdaderamente notable”, decía de ella Gino Francesconi, director de los archivos del Carnegie Hall.
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Obtuvo un lugar en la historia de la música, ganó 14 Grammys, grabó más de 200 álbumes, erigieron estatuas en su honor, asoció su nombre a un género musical que existía antes de que ella naciera. Lejos había quedado el fantasma de la incertidumbre que vio a la joven Ella Fitzgerald en el Apollo Center. Para aquel público naciente se convirtió en la Primera Dama de la Canción, en la Reina del Jazz, en Lady Ella.
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