En realidad, la Central es una ciudad disfrazada de mercado. Su volumen anual de transacciones de compraventa roza los nueve mil millones de dólares, una cifra que equivale a la mitad del presupuesto para 2020 de un país como Costa Rica y que en México sólo la bolsa de valores logra superar. Sin embargo, a pesar de lo que sugiere esa danza de millones, su carácter de mercado tradicional no está en venta y vibra en los alaridos de los vendedores, la velocidad ultrasónica de los diableros y la plática inesperada y permanente, que brota cuando menos se la espera. Al menos eso noté apenas entré al sector I-J, una mañana de septiembre de 2020, donde de inmediato me abordó un diablero de 58 años, Luis, el primero que me ofreció sus servicios para acarrear mi posible compra. “¿Qué quería?: ¿semillas?, ¿fruta?, ¿papas?” Mientras yo me decidía, platicamos del tema del momento: el coronavirus.
En esas 327 hectáreas, la actividad no se detiene nunca; su ritmo incesante y poderoso demuestra su condición de pulso cardíaco de la ciudad.
“Pues, mire, de la gente que yo conozco aquí, murieron siete, todos barrenderos —me dijo y, por el tono de voz, sentí que aprovechaba la charla para descansar un rato—. Pero debe haber más muertos, seguro, y eso que hay bastante protección… ¿sabe?, yo creo que la enfermedad depende de cada cuerpo, de cada organismo. ¡Si hasta a mí creo que me dio la cosa esa! Y es que, ¿cómo puede hacer uno para no contagiarse, con toda la gente que anda por aquí?”
—¿Cómo?, ¿usted se enfermó de coronavirus?, ¿y qué le pasó?
—¡A muchos nos dio! Yo estuve dos o tres días en cama, con gripe, nada más. Fuertecita, sí, pero se me fue con puro té de hierbabuena. Reposo. Ah, y unas copitas de guaje cirial.
—¿Guaje cirial?
“La Central es una ciudad disfrazada de mercado. Su volumen anual de transacciones de compraventa roza los nueve mil millones de dólares, una cifra que equivale a la mitad del presupuesto para 2020 de un país como Costa Rica y que en México sólo la bolsa de valores logra superar”.
—Sí, sí… ¿no lo conoce? Es un tónico para los pulmones. A la noche, yo lo tomaba con una copita de jerez. Si lo quiere, por aquí le digo dónde lo puede conseguir.
Pero lo que buscaba no era guaje cirial, sino un héroe, un titán contemporáneo que hubiera mantenido con vida el mundo mientras todos los demás seguíamos en pijama los pormenores de la catástrofe, autoexiliados en nuestro planeta hogareño. “Héroe, ¿yo? Noooo. Yo trabajo aquí de ocho a cinco porque no hay de otra, hay que sacar para la papa. ¡Qué héroe ni qué nada! Yo trabajo. Mire, ¿quiere conseguir fruta más ‘baras’? Los de aquí son revendedores, si quiere más barata tenemos que ir por ahí atrás”, me dijo y lo seguí, a su gran velocidad, sin ninguna intención de contradecirlo. Tenía todo para ser el titán que buscaba, pero con un héroe no se discute. Entonces, le pregunté:
—Y entonces, para usted, ¿quién sería un héroe aquí?
Al escucharme, se paró en seco. A nuestro alrededor pasaron más diableros, dos gigantes cargando unos sacos de semillas sobre los hombros y un grupo de la Guardia Nacional. Luis me miró, pensó y, casi a su pesar, sonrió.
—¿Puede ser una mujer?
—Claro. ¿Por qué sería ella una heroína?
—Porque nunca la he visto dejar de sonreír.
La Central es una ciudad disfrazada de mercado. Su volumen anual de transacciones de compraventa roza los nueve mil millones de dólares.
La heroína de Luis se llama Nancy Domínguez y al recibirme en la cremería Letritas esbozó, cómo no, una sonrisa enorme y divertida. Ella le vende a sus clientes desde salchichas y jamones hasta aceites y lácteos, desde las seis y media de la mañana y hasta las cinco de la tarde, de lunes a domingo, y a pesar de la cuarentena. Es bajita, robusta y lo de quedarse quieta no es lo suyo. Con sólo verla un instante queda claro que, quizás por alguna extraña habilidad psíquica —tan típica de las heroínas— consigue estar al tanto de demasiadas cosas a la vez. Definitivamente, su particularidad es su sonrisa, aunque también es cierto que en todo el país hay millones de mujeres como ella, detrás de algún mostrador en algún mercado, invisibles a la vista de los tantísimos clientes que pasan por su vida sin prestar atención. Es una de las muchas que vemos sin ver, muy probablemente. Una de las muchas heroínas que sería justo comenzar a ver.
—¿De qué trabajo? ¡De todo! Aquí, como me ve ahora, sanitizo a la gente, pero también soy cajera, asistente… ¡lo que se necesite! —dijo, mientras su sonrisa se transformaba en una inocente burla de sí misma. De sus 43 años, los últimos 15 los ha pasado con diversos trabajos en la Central, siempre como soldado multitarea en el campo de batalla.
“Héroe, ¿yo? Noooo. Yo trabajo aquí de ocho a cinco porque no hay de otra, hay que sacar para la papa. ¡Qué héroe ni qué nada! Yo trabajo. Mire, ¿quiere conseguir fruta más ‘baras’? Los de aquí son revendedores, si quiere más barata tenemos que ir por ahí atrás”
—Y es verdad que estos meses fueron terribles —contó, seria—. Algunas bodegas cerraron, como las dos de ahí enfrente, la abarrotera de aquí al lado o la de vinos de la esquina. ¡En este pasillo cerraron no menos de cinco y le hablo sólo de un pasillo! Yo he visto corredores vacíos, algo que aquí no había pasado nunca, ¡nunca! En la cremería, varios compañeros se comenzaron a enfermar, algunos con síntomas como temperatura, cansancio y tos, y muchos no volvieron por miedo. Ya no he vuelto a saber de ninguno, no supe qué les pasó. ¿Y qué hubiera pasado si nos íbamos todos? De esta cremería dependen tiendas, familias, ¡mucha gente! Fíjese que ahora mismo nos quedamos 15 de los 30 que somos, por eso nos toca hacer varios trabajos a la vez. ¿Qué nos queda? Lo bueno es que no se ha parado de trabajar.
—La Central de Abasto es un lugar de “alto contagio”. ¿No le da miedo venir aquí todos los días?
—Sí, pues sí. Y más por mis tres hijos. La mayor, de 25 años, también trabaja aquí, en el pasillo F. Y entre las dos nos damos apoyo, porque el miedo no se va. Pero, ¿qué se puede hacer? Todo da miedo: el virus, el cierre de las bodegas… lo que yo siempre digo es que el miedo no se va a ir. Y que por eso mismo hay que enfrentarlo.
Día tras día, unos 90 mil trabajadores se entregan a la resignada indiferencia con la que arriesgan su vida por los pasillos ruidosos de la Central.
Pensar como Nancy no es lo mismo que actuar como ella. Cuesta negar que al miedo hay que enfrentarlo, pero ¿cuántos vuelven un día sí y otro también, justo allí donde el virus ataca y mata?
—Le voy a decir algo —comentó, entre susurros—. Hace un mes y medio empecé con una tos muy rara y malestares que no había sentido. Mareos, un poco de fiebre. Así que me mandaron a la clínica del Seguro para hacerme la prueba. Yo no sabía si lo tenía, pero no me dio miedo. Y en la prueba di negativo, gracias a Dios. ¿Lo tuve? El test me dijo que no. Ahora siento que ya pasé por eso. Y si no tuve miedo en ese momento, no voy a tener miedo ahora.
Hay quienes considerarían heroica esta actitud. Y que ella esté aquí sin dejar de sonreír, más aún. Le pregunto:
—¿Se siente una heroína?
—No, para nada. ¿Pero cómo no voy a sentirme bien, si tengo para el sustento? Mi hijo más chico va a la Prepa 2 y al de en medio lo mando a una universidad privada, incorporada al Instituto Politécnico Nacional. Dependen de mí, no me puedo enfermar. Heroína no soy, para nada; lo que soy es madre, ¡eso sí!
En la entrada de la cremería, en la fila de clientes debe haber uno por pedido pero, mientras platicábamos, a Nancy se le juntaron dos en el mostrador para las entregas. Apenas los vio fue a separarlos, les puso gel en las manos y me pidió un minuto para ver las otras filas y darse una vuelta por las cajas, donde el ritmo era frenético y la podían necesitar. Yo aproveché para buscar a Luis en el pasillo, pero ya no lo encontré. Y cuando volví a la cremería, nadie sabía dónde estaba Nancy. Uno y otra, como todos en la Central, no paraban de trabajar.
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