La literatura y el fútbol comparten pocas cosas, pero hay una que sin duda los hermana: la dificultad para acertar las predicciones sobre los escritores y los jugadores que marcarán el futuro. Uno se fija en las antologías de poesía de voces prometedoras, o en los artículos que acaban de descubrir al nuevo Nabokov, la nueva Rodoreda, el nuevo Bolaño, y a menudo resulta que diez años más tarde la realidad ha desmentido tanto entusiasmo. Lo mismo ocurre con los analistas y los ojeadores del fútbol: cada semana descubren a un nuevo Cruyff, un nuevo Maradona, y, de hecho, seguro que ahora mismo hay padres del fútbol base del Barça que creen que su hijo será el nuevo Xavi, el nuevo Puyol, el nuevo Iniesta. (Dicho sea de paso, de momento no he oído a nadie que ya haya avistado seriamente al “nuevo Messi”, quizá porque su dimensión es tan arrolladora que sería absurdo sugerir que alguien puede jugar como él, y en todo caso siempre podríamos recordar aquella frase de Picasso: “Bienvenidos mis imitadores, pues de ellos serán mis defectos”.)
Ya sabemos, también, que la mayoría de los críticos literarios y analistas futbolísticos han cultivado su ojo clínico desde la observación teórica, y es raro que hayan sobresalido físicamente en el arte que estudian con tanta devoción —y las pachangas de solteros contra casados o los versos de circunstancia para la jubilación de un amigo no cuentan—. De vez en cuando, sin embargo, aparece algún cerebro privilegiado que, desde la experiencia personal, se atreve a hacer una predicción y acierta. Pienso, por ejemplo, en el gran Helenio Herrera, el Mago, mito contradictorio, psicólogo de vestuario y visionario del fútbol moderno. En 1979, cuando Maradona tenía diecinueve años y empezaba a despuntar en Argentinos Juniors pero aún no había ganado nada, H. H. concedió una entrevista a la revista deportiva El Gráfico y le preguntaron cómo sería el futbolista del futuro. “El futbolista del siglo XXI”, respondió, “será precisamente como Maradona. Bajito pero muy atlético, con esa magia que también tienen las computadoras y Maradona”. Él no lo podía saber, pero en realidad estaba definiendo a Messi.
Cinco años más tarde, en 1984, poco antes de morir, el escritor Italo Calvino redactó una serie de conferencias que tenía que impartir en la Universidad de Harvard, y que se publicaron con el título de Lecciones americanas y el subtítulo de “Seis propuestas para el próximo milenio”. Calvino perfilaba cinco conceptos que según él iban a definir el arte y la literatura del siglo XXI y valía la pena tener en cuenta: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad. Sin saberlo, también estaba hablando de Leo Messi.
Calvino defiende y reclama a los artistas una serie de cualidades que Messi, precisamente, sabe explotar con esa mezcla de intuición y conciencia, de talento y experiencia, que solo tienen los mejores futbolistas. Messi ya era ligero de pequeño, incluso demasiado, y el tratamiento hormonal de crecimiento le dio el punto justo de gravedad que necesitaba. Esta levedad física, además, se ha vuelto también mental —o espiritual, si se quiere— a medida que pasaban los años y llegaban los éxitos. Calvino se fija ante todo en el héroe Perseo, “que vuela con sus sandalias aladas”*, y a partir de su actitud recuerda a una serie de autores que hacen visible esta impresión de agilidad, desde Lucrecio, que quiere “evitar que el peso de la materia nos aplaste”, hasta Shakespeare cuando hace decir a Próspero que somos “de la misma sustancia de que están hechos los sueños”.
Todos ellos se reflejan, creo, en la facilidad de Messi para escabullirse entre defensas como si sus pies no tocaran el suelo, pero si tuviera que elegir el momento en que representa mejor esta levedad, tendría que ser el gol que marcó en la final de Champions de Roma, contra el Manchester United, el 27 de mayo de 2009. Xavi lleva el balón en la línea de medios, hacia la derecha, busca la jugada y ve a Messi que se perfila entre dos defensas, en el balcón del área. Esta posición de escorzo le indica que está esperando un centro, y Xavi, que es muy listo, lo entiende. Centra un balón fuerte y colocado. Messi corre y de repente salta, se levanta por detrás del defensa Ferdinand (que mide 1,89 m), se eleva, y pasa tanto tiempo en el aire como sea necesario para rematar de cabeza y superar con una parábola al portero Van der Sar (que mide 1,97 m). Su cuerpo se echa hacia atrás para llegar mejor al balón, y si no fuera porque da un cabezazo milimetrado y lo manda por encima del portero y es gol, y el gol es lo más terrenal del mundo, uno diría que Messi va a subir como un globo de helio, ligero, ingrávido, hasta el cielo.
Rapidez
En manos de Italo Calvino, la rapidez es sobre todo “la relación entre la velocidad física y la velocidad mental”. La velocidad, sin embargo, también pide el arte de la pausa, saber detenerse de vez en cuando para resaltar la rapidez eficiente, y, citando un cuento de Boccaccio en el Decamerón, remarcar que “en la propiedad estilística se trata de rapidez de adaptación, agilidad de la expresión y del pensamiento”. A veces la rapidez de Messi es solo un espejismo. No es el jugador más veloz, ni el que corre más durante el partido, pero sí que es de los mejores a la hora de ajustar la agilidad entre lo que quiere hacer y lo que consigue hacer. Además, sí que es de los más rápidos con el balón en los pies, también a la hora de quitárselo de encima, de no sortearlo, de darle recorrido en el espacio. La cabeza piensa tan rápido que a menudo parece un acto reflejo, una acción instintiva e inevitable, por eso hace tan pocas excursiones a la frivolidad. A la hora de regatear, por ejemplo, si le basta con una bicicleta no va a hacer dos (guiño crítico a los ataques de barroquismo de Cristiano Ronaldo).
Ejemplos de esta rapidez aplicada al juego hay muchos, pero me quedo con el gol que nos legó el 30 de mayo de 2015, en la final de la Copa del Rey contra el Athletic, y que es uno de los mejores de su carrera. El carácter depredador cuando huele la posibilidad de marcar, el juego de piernas para dejar atrás a tres rivales en un segundo, las pausas para elegir el camino hacia la portería y la velocidad con que chuta cuando ve el agujero: todo se confabula para conseguir un gol prodigioso.
Por la trascendencia y la belleza, es un gol que muchos aficionados conservan en el ranking de los diez mejores. El diario Sport hizo un análisis científico de toda la jugada y detalló que dura 11,4 segundos y Messi recorre 55 metros. A la hora de patear la pelota lo hace con una precisión extrema y pasa por el único lugar posible: si la hubiera enviado 1,5 milímetros más a la derecha o la izquierda, la habría parado el portero o habría ido al palo.
Ilustración: Daniel Berman
Exactitud
La rapidez, pues, aún es más efectiva si va acompañada de la exactitud. En este caso, sin embargo, Calvino subraya que es una apuesta artística a favor de “las imágenes nítidas, incisivas, memorables” y “el lenguaje más preciso posible”, y en contra de una “epidemia pestilencial” que favorece la expresión aproximada, casual, desconsiderada. La precisión con que Messi suele jugar también es un combate —y debería ser un ejemplo— contra el ruido de fondo que empobrece el fútbol: las faltas, la pérdida de tiempo, los penaltis simulados, las abominaciones defensivas, el egoísmo del delantero chupón. Messi no se deja caer nunca en el área, no se deja tentar por ejercicios teatrales, no busca artificios que disfracen su juego. Por eso tampoco tolera bien a los entrenadores que se prestan a la especulación del resultado ni a los árbitros arbitrarios, esos que no tienen un criterio claro o que favorecen el pastiche futbolístico.
Calvino cita un texto de Paul Valéry en el que define el impulso creativo de Edgar Allan Poe, pero bien podría ser una descripción del fútbol de Messi: “El demonio de la lucidez, el genio del análisis y el inventor de las combinaciones más nuevas y seductoras de la lógica con la imaginación”.
Visibilidad
En su pronóstico sobre el perfil del jugador del siglo XXI, Helenio Herrera decía que tendría la magia de los ordenadores, y eso me hace pensar en todas las veces que alguien ha dicho que el fútbol de Messi es como de videojuego (una evolución de los dibujos animados que representaba Romario). Es probable que H. H., desde la idea que se tenía de la informática en 1979, se refiera al misterio de procesar la información con una complejidad inhumana, mágica, y los aficionados de los videojuegos ven en Messi una forma de jugar, un ritmo y un despliegue de recursos que solo parece factible en la realidad virtual y no sobre el césped real de un campo de fútbol. A esta capacidad para imaginar lo que es imposible, porque hasta ahora no existía, Italo Calvino la llama visibilidad. Vivimos unos tiempos en que las imágenes se nos imponen y nos abruman desde el exceso. En la época de Kubala, los futbolistas no veían casi nunca los goles que hacían ellos mismos, y mucho menos los de los rivales. Como máximo los recordaban mentalmente y los refrescaban a partir de las crónicas y las fotos de los diarios. Y los espectadores, igual: si uno no estaba en el campo, la locución de radio y, al día siguiente, el reporte de la prensa escrita y gráfica eran las principales fuentes, por no decir las únicas, a la hora de imaginar las jugadas.
Ahora ocurre todo lo contrario. Seguimos los partidos en directo y, al instante, si son importantes, vemos las jugadas repetidas desde todos los ángulos, a cámara lenta, comentadas por un especialista. Al día siguiente las recuperamos por internet, las comparamos con otros momentos del pasado, las analizamos. Y los futbolistas, igual: cuando es creativo, su juego a menudo ya no opera desde la imaginación pura, sino desde la repetición de lo que han visto antes. Lo vemos incluso en los niños pequeños en la calle o en el patio de la escuela: intentan hacer ese quiebro de Ronaldinho, celebran los goles con un baile de Dani Alves, copian el peinado de Neymar. Por no hablar de los entrenadores, que con las estrategias y tácticas intentan prever lo que por esencia es imprevisible…
Ilustración: Daniel Berman
En este contexto, Calvino explica que la imaginación visual debe ir acompañada de un orden que le dé sentido —el estilo, en el caso de los narradores—, es decir, de “una red donde razonamientos y expresión verbal imponen también su lógica”. Traducido al fútbol, significa que la capacidad de inventar, de buscar soluciones, debe estar controlada por el sentido práctico: nadie en su sano juicio se pone a regatear con fantasía en el área defensiva, por ejemplo, ni arriesga una chilena difícil (pero que sería más espectacular) si el remate de cabeza es más franco.
Un buen ejemplo de esta intencionalidad son las faltas directas. A lo largo de su carrera profesional, con el Barça y con la selección argentina, Messi ha hecho 37 goles de falta directa (febrero de 2018). La mayoría entraron por la izquierda del portero, buscando la cruceta, y solo en dos ocasiones probó una pillería, siempre con éxito: chutar a ras de suelo y hacer pasar el balón por debajo de la barrera. La primera tuvo lugar durante un Argentina contra Uruguay de clasificación para el Mundial, y de pronto pareció que era la mejor opción. La segunda fue durante la primera visita del Girona al Camp Nou como equipo de primera división, el 24 de febrero de 2018. Messi chutó una falta con la misma estrategia, fue gol y, de repente, todos los barcelonistas recordamos que en sus días gloriosos Ronaldinho también había firmado un gol como ese. Messi, pues, es un futbolista que reinventa a los clásicos. Además, a partir de ahora, ante una falta directa, los porteros rivales sabrán que también existe esa posibilidad, y la duda se instalará entre los jugadores de la barrera: ¿qué hago, salto o no salto?
Multiplicidad
Incluso cuando no juega, cuando no está en el campo, Messi juega con el Barça. Su ausencia no es, lógicamente, tan determinante como su presencia, pero es natural que tenga una influencia en el partido. Si es uno de esos días raros en que el entrenador le ha dejado en el banquillo, los rivales le miran de reojo y temen el momento en que salga, y esa amenaza condiciona de alguna manera su fútbol: quizá los acelera demasiado para intentar resolver el partido antes de que él salte al campo, o puede que sea al revés y los ralentice, les frene las ganas de atacar para que no despierte la bestia. Cuando Messi no está sobre el terreno de juego, sus compañeros de equipo también juegan de diferente forma. Son once, pero en su interior saben que es como jugar con diez, porque el 10 es insustituible. Entonces su ausencia los anima, los activa. Cuando tienen el balón en los pies, lo buscan con la mirada y no lo encuentran, combinan esperando que aparezca por arte de magia —porque siempre está ahí—, y entonces no les queda otra solución que tratar de llenar su vacío.
Esta proyección en ausencia es también una de las muchas combinaciones que dan multiplicidad a Messi. Italo Calvino elige a otro argentino, Jorge Luis Borges, como “el modelo de la red de posibles [que] puede, pues, concentrarse en las pocas páginas de un cuento”. Y quien dice un cuento, dice una jugada colectiva basada en la posesión del balón. En otro momento de su texto, Calvino escribe: “Los libros modernos que más amamos nacen de la confluencia y el choque de una multiplicidad de métodos interpretativos, modos de pensar, estilos de expresión.” Messi ofrece un perfil de futbolista que, en cada jugada, estalla en mil matices y a la vez concentra en el presente la esencia del fútbol, todo lo que debe hacerse bien. Pregunten a los aficionados de qué juega Messi y tendrán un montón de respuestas. El que acierte más será quien diga: “¡De todo!”. Desde sus inicios con Rijkaard como extremo derecho, pasando por la apuesta de Guardiola de falso nueve, el argentino ha ido ensayando varias posiciones, del medio campo hacia arriba. Pero es que además, cuando es necesario, baja a defender, recupera balones, es el primer delantero que presiona. Messi se reparte por el campo, hace goles y da asistencias, ordena el juego y se ofrece como pasador. Un día lejano aprendió que no era necesario hacer todas las jugadas de principio a fin, sino que cada paso, cada desmarque de un compañero ofrecía una alternativa. Y es en esta multiplicidad donde está la esperanza de futuro, porque constantemente sabe encontrar el lugar donde ser útil. Pasarán los años, se acercará la hora de su retirada y, a medida que se aleje del área porque ya no es tan determinante, seguro que siempre encontrará la manera de hacerse visible.
* Todas las citas de Italo Calvino provienen de Seis propuestas para el próximo milenio (Siruela, 1989), traducción de Aurora Bernárdez.