Una bomba llamada Lava Jato estalló en Brasil en marzo de 2014, y casi de inmediato la onda expansiva alcanzó a decenas de políticos del gigante sudamericano. El proceso penal emprendido por el juez Sergio Moro, en la provincia de Curitiba, desnudó un gigantesco esquema de lavado de dinero y corrupción en torno a la petrolera brasileña Petrobras, que involucraba a decenas de diputados y ministros. Muy pronto, las revelaciones explosivas se extendieron a gran parte de América Latina y llegaron hasta África. El detonador para este estruendo internacional fue la captura, en junio de 2015, de Marcelo Odebrecht, presidente de la constructora que lleva su apellido, quien había fincado su expansión en el continente en una compleja red de sobornos y financiamiento de campañas políticas. En México la sacudida no inmutaba a las autoridades. Odebrecht ya tenía en marcha obras asignadas por dedazo en 2014 en dos refinerías y en un gasoducto con valor superior a los 1 500 millones de dólares, y, a pesar del escándalo global, Petróleos Mexicanos, bajo el mando de Emilio Lozoya, se disponía a darle más dinero. En noviembre de 2015 la empresa brasileña recibió otros 2 400 millones de pesos, equivalentes a 142 millones de dólares al tipo de cambio de esos días. El estrépito de corrupción, que hacía tambalear a gobiernos de una decena de países, no alteraba al gobierno mexicano, que, además de asignar más contratos sin licitación a Odebrecht, ese mismo mes desoyó un exhorto de colaboración de las autoridades de justicia de Brasil para investigar juntos el caso Lava Jato. Los personajes involucrados —hombres muy poderosos— propiciaron un carpetazo anticipado.
En julio de 2015, el juez Sergio Moro envió al Ministerio Nacional de Justicia, con sede en Brasilia, una petición urgente de asistencia jurídica que debía ser turnada a la brevedad a las autoridades de México para avanzar en el proceso penal que se seguía contra José Dirceu, un personaje enorme en la política latinoamericana, que en aquel momento era uno de los principales acusados en la red de corrupción del caso Lava Jato. La solicitud de Moro no era un asunto menor. Requería de la Procuraduría General de la República (PGR) que llamara a declarar como testigos a los empresarios mexicanos Carlos Slim Helú y Ricardo Salinas Pliego, dos de los mayores magnates de América Latina, con intereses económicos en decenas de países, quienes habían mantenido tratos de negocios con Dirceu a través de una empresa que —según la investigación ministerial— había sido utilizada como la fachada para el cobro de sobornos. En su juventud, Dirceu vivió en México, a donde huyó de la dictadura militar en Brasil, que lo había encarcelado en el convulso 1968 por encabezar una revuelta estudiantil; en septiembre de 1969, tras 11 meses de encierro, grupos guerrilleros negociaron su libertad a cambio del entonces embajador de Estados Unidos, Charles Burke Elbrick, que había sido secuestrado. Ya libre, viajó a México, luego a Cuba, donde se transformó el rostro y asumió una falsa identidad. Su perfil de luchador social empezó a dar un giro cuando incursionó en la política. En enero de 2003, al asumir Lula la presidencia de Brasil, se integró como su jefe de gabinete. Era la mano derecha del carismático mandatario. Sin embargo, el poderoso ministro no logró concluir el periodo de gobierno, porque se vio involucrado en un escándalo de sobornos conocido como Mensalão, que consistía en el desvío de fondos públicos para comprar el voto de legisladores. Por aquel caso fue condenado en 2012 a casi ocho años de cárcel, aunque sólo estuvo preso 11 meses. Así que el proceso penal en su contra, derivado de la investigación Lava Jato, no era su primera gran acusación por corrupción y representaba, además, ir a la cárcel por tercera ocasión en su vida. La primera solicitud de colaboración, enviada en julio de 2015, fue desoída por las autoridades de México. En noviembre del mismo año Sergio Moro volvió a girar otro exhorto al Ministerio de Justicia en Brasilia para pedirle que interviniera ante su par mexicano. Faltaban nueve días para que acabara el año cuando Isalino Antonio Giacomet Júnior, coordinador del Departamento de Cooperación Jurídica Internacional, le escribió al juez con una mala noticia: la pgr había decidido no citar como testigos a Slim y a Salinas Pliego, hasta tener información amplia y detallada de su vínculo con Dirceu y los crímenes por los que se investigaba al exministro de Lula. Pasaron los meses y las peticiones de colaboración seguían llegando de Brasil y las negativas iban casi de inmediato de retorno. Los argumentos de la pgr siempre eran los mismos: no contaba con información suficiente para llamar a declarar a los empresarios de Grupo Carso y de Grupo Azteca.
El 6 de mayo de 2016, cuando Moro se preparaba para dictar sentencia, el director de Procedimientos Internacionales de la PGR, José Manuel Merino Madrid, envió una carta con sello de URGENTE a su homólogo brasileño, Antonio Giacomet, en la que condicionaba la comparecencia de Slim y de Salinas Pliego a una serie de requisitos: ampliar la narrativa de hechos en los que se detallara cómo se relacionaban o vinculaban con el acusado, la fecha en que sucedieron los posibles delitos en que incurrió Dirceu y de los que pudieron haber tenido conocimiento los testigos mexicanos y los elementos de prueba. “También deberán señalar la pertinencia, conducencia, relevancia y utilidad de dichas testimoniales, debiendo orientar su interrogatorio en ese sentido y con las mismas formalidades y limitaciones de una prueba testimonial o en su defecto los documentos que acrediten su participación”. Cuando la carta llegó a Brasil, ya era demasiado tarde. Sergio Moro sentenció el 18 de mayo de 2016 a Dirceu a 23 años de cárcel, sin contar con los elementos que pudieran haber aportado los testigos mexicanos. El 26 de julio —más de un mes después de la condena— el coordinador de Cooperación Internacional de Brasil le escribió al juez para reportarle la negativa de la pgr para colaborar. “Informamos que el pedido de cooperación jurídica internacional no fue cumplido por las autoridades mexicanas, conforme se desprende de documentación adjunta”, escribió Giacomet, y recriminó: “A pesar de todos los esfuerzos de este departamento en sentido contrario, nuestra contraparte mexicana alega ausencia de pertinencia, relevancia y utilidad de las medidas rogadas”. Pese a que el proceso ya se había cerrado, se otorgó un nuevo plazo de 90 días al gobierno de México para obtener su colaboración. Cumplida esa prórroga, el expediente fue archivado. La cooperación en esta pesquisa —con uno de los personajes clave de la operación Lava Jato— jamás se concretó. Y de paso se canceló la posibilidad de conocer los detalles de la conexión mexicana en el mayor caso de corrupción trasnacional. La imagen elegante, siempre pulcra, del juez Sergio Moro contrasta con el caos de su área de trabajo. Un expediente por aquí, encima unos oficios urgentes, debajo unas pruebas documentales, en una esquina una caja de mensajería aún sin abrir, por allá carpetas con fojas de evidencias y declaraciones de personajes del gran caso Lava Jato y más allá apuntes que esbozan una futura sentencia. El magistrado que sacudió a una docena de países en América Latina y África vive inmerso en montañas de papeles. Su escritorio es un revoltijo de documentos de procesos judiciales en curso y de textos especializados en crímenes trasnacionales y lavado de dinero, su especialidad. En un librero abundan títulos —ésos sí perfectamente ordenados— que delatan su pasión: la persecución de grandes criminales. El infiltrado, Los últimos mafiosos, La memoria de Pablo Escobar, Los caballeros de las drogas y ensayos sobre Eliot Ness y Al Capone son algunos de los ejemplares colocados a la vista de los visitantes. Su oficina está en el segundo piso del edificio de juzgados federales de la ciudad de Curitiba, capital de la provincia de Paraná, al sur de Brasil. Para entrar hay que cruzar entre hileras de escritorios de secretarias y asistentes. La sencillez y austeridad de las instalaciones difiere de la percepción que a la distancia se tiene de un hombre tan poderoso, que ha puesto a temblar a expresidentes. De una puerta se asoma un hombre serio, con el ceño fruncido, que da la apariencia de extrema severidad. Aunque ese gesto en realidad oculta a un hombre gentil en su trato. Es el juez Moro, quien sin más preámbulos nos invita a pasar a su despacho. Es la tarde del jueves 27 de julio de 2017 y en forma excepcional ha aceptado recibirnos a tres periodistas —dos brasileños y un mexicano— que participamos en la red Investiga Lava Jato, un proyecto de periodismo colaborativo liderado por la organización Convoca de Perú. A la distancia, más colegas de otros países de Latinoamérica esperan atentos escuchar vía Skype las palabras del juez, pero la conexión falla. Paciente, Moro toma una jarra y muy acomedido les sirve agua a los invitados. Los minutos pasan y el enlace no se concreta. Flavio Ferreira, de Folha de São Paulo, hace malabares con un micrófono, la computadora y la grabadora, y el juez decide ayudarlo. Rompe el gesto adusto, sonríe y bromea sobre el incidente. Al fin, después de 20 minutos de incertidumbre, podemos dialogar.
Dos semanas antes del encarcelamiento de Lula, el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, se vio obligado a renunciar al evidenciarse los vínculos de negocios que había tenido con la misma constructora brasileña. Fotografía de Guillermo Gutierrez / Bloomberg via Getty Images.
—Mientras en otros países hay un cisma político por las revelaciones de Lava Jato, en México no hay acciones visibles. ¿Cuál es su opinión sobre un país en el que la corrupción está tan arraigada, pero no se ha hecho nada? —Es muy difícil hacer cualquier evaluación sobre lo que ocurre en los demás países. La globalización tiene un precio: trae algunas ventajas y desventajas económicas, pero también acaba llevando al fenómeno de la transnacionalización en la actividad criminal. De hecho se constató que empresas brasileñas eventualmente pagaron ventajas indebidas para autoridades públicas de otros países. Lo que hemos hecho aquí en Brasil es compartir esas pruebas. Si el crimen es trasnacional, el enfrentamiento de la criminalidad también tiene que ser transnacional y tiene que involucrar mecanismos de cooperación. Las autoridades brasileñas, por regla general, han estado dispuestas a compartir esas pruebas a los demás países, quienes deben tratar de extraer de ellas lo mejor, instaurando sus propias investigaciones y responsabilizando a los eventuales culpables. Tengo la expectativa de que también las autoridades de México puedan desarrollar buenos casos criminales, utilizando esas pruebas compartidas o realizando sus propias investigaciones . —México está en proceso de establecer un sistema nacional anticorrupción, y Brasil es un buen ejemplo a seguir de combate a la impunidad. Con base en su experiencia, ¿qué recomendaría para garantizar el éxito a este sistema? —El enfrentamiento de la corrupción, inequívocamente, depende de agentes de la ley que puedan actuar de manera independiente y eficaz. Lo que es importante en un sistema nacional anticorrupción es garantizar la independencia de estos agentes, sean policías, fiscales o jueces, y condiciones efectivas para que ellos puedan realizar su trabajo, como presupuesto y número de personal suficiente. Varios países intentaron replicar la experiencia exitosa de Hong Kong, que creó una agencia nacional de combate a la corrupción. Pero a menudo sólo se replicaron en el nombre. Por lo tanto, en México debe tener un compromiso efectivo. Esto tiene que involucrar a todos los sectores que puedan dar una respuesta a la corrupción. En la parte de la ejecución de la ley significa Policía, Ministerio Público y Poder Judicial. Claro que el juez no tiene el compromiso de condenar a nadie; él va a apreciar las pruebas y va a absolver o condenar. Pero debe haber cortes independientes que puedan dictar juicios condenatorios basados en pruebas suficientes de la práctica de corrupción, y no omitirse. Brasil y México son países muy parecidos en varios aspectos. También tenemos problemas graves con violencia urbana, con tráfico de drogas e igualmente con corrupción. Me siento muy feliz de ver que esta reciente experiencia brasileña en el enfrentamiento a la corrupción sea vista positivamente por otros países que guardan tanta semejanza con nosotros. Deseo que estas iniciativas tengan éxito. México, así como Brasil, tiene una sociedad civil organizada bastante vigorosa y me parece, viendo a la distancia, también con gran anhelo para que haya una disminución de la corrupción.
Odebrecht ya tenía en marcha obras asignadas en 2014 en dos refinerías y en un gasoducto con valor superior a los 1 500 millones de dólares. A pesar del escándalo, Emilio Lozoya (en la foto, al lado de Peña Nieto) se disponía a darle más dinero. Fotografía de Alejandro Cegarra / Bloomberg via Getty Images.
—La condición para entregar las pruebas de Odebrecht a México y otros países es que los fiscales no las usen para procesar a los ejecutivos de la empresa, en función del acuerdo de delación premiada firmado en Brasil. ¿Cuánto pueden afectar estas condiciones la búsqueda de la verdad y la justicia? —Tuvimos un caso muy interesante en el pasado, con una serie de petroleros brasileños, involucrados en operaciones de lavado de dinero, que mantenían cuentas secretas en una institución financiera en Estados Unidos. El caso involucró investigaciones tanto aquí como en Estados Unidos. Y en nuestro caso acabó siendo escuchada como testigo la gerente de ese banco. Era una persona que también tenía responsabilidad criminal, porque había dado abrigo a esas cuentas y facilitado operaciones de lavado de dinero. No obstante, ella había hecho un acuerdo de colaboración con las autoridades norteamericanas y acordó testificar aquí bajo la condición de no ser procesada en Brasil por esos mismos hechos. Esto se ha respetado. Por lo tanto, es importante que haya una observancia en la cooperación internacional de las condiciones que se plantean. En el caso de la operación Lava Jato, la comprensión que se tiene es que esos crímenes fueron revelados en el marco de una colaboración con las autoridades brasileñas. Interesan a otros países, pero si los colaboradores son procesados sin ningún límite en esos países, eso pone en riesgo los propios acuerdos aquí en Brasil, de ahí la necesidad de tener cierta protección. Normalmente Brasil ha compartido las pruebas con ese condicionamiento. —Pero la sensación que se tiene en la sociedad es de impunidad para los empresarios y los ejecutivos que pagaron la corrupción. —Hay que dejar bien claro lo siguiente: el pago de soborno es algo terrible, reprobable y tiene que ser castigado. Pero, por otro lado, hay que alabar la actitud de esas empresas cuando resuelven colaborar. Eso es digno de elogios y de beneficios, si la ley así lo contempla. Porque hay una expectativa de que esos acuerdos signifiquen no sólo la revelación de crímenes, sino un cambio de postura de las empresas. Lo que no me parece razonable es que, cuando ellas pagaban soborno y lo hacían en secreto, eran tratadas de manera muy favorable por las autoridades y de repente, cuando resuelven revelar sus crímenes y alterar sus prácticas, pasen a ser tratadas de manera rigurosa. No es así el camino. Lo que las empresas brasileñas hicieron fue terrible, reprobable, pero ciertamente no fueron las únicas que pagaron sobornos por el mundo. Hay una gran posibilidad de que así lo hayan hecho en el marco de un ambiente corrupto, al que contribuyeron, pero del que no son la única causa. Estas investigaciones también son una oportunidad para identificar otras empresas extranjeras y nacionales de esos países que también pagaron ventajas indebidas y se involucraron en esas prácticas. Lo que se constató en las investigaciones en Brasil es que la corrupción era la regla del juego y eso implicaba no una o dos empresas, sino varias. Y también las compañías extranjeras pagaron a los agentes brasileños de Petrobras. Es importante apurar las responsabilidades, pero considero que no es correcto condenar a las empresas brasileñas como si fueran las únicas responsables o las únicas en el mundo que pagan sobornos. Ciertamente, si se busca, se van a encontrar hechos involucrando otras empresas y eventualmente del mismo país donde Odebrecht pagó sobornos.
Marcelo Odebrecht, CEO de la constructora brasileña en sus oficinas de São Paulo, en 2014. En 2017 se reveló que Odebrecht había transferido más de 3 millones de dólares a la campaña de Peña Nieto. Fotografía de Paulo Fridman / Corbis via Getty Images.
“Te lo firmo y te lo cumplo”, expresó Enrique Peña Nieto el domingo 20 de mayo de 2012 cuando estampó su rúbrica en un documento gigante en el que se comprometió a construir la nueva refinería Bicentenario en Tula. La promesa 81 del entonces candidato a la presidencia de la República fue atestiguada por al menos 10 000 priistas reunidos aquella calurosa tarde en la Plaza de Toros de Pachuca. El notario número 6 de Hidalgo, Martín Islas Fuentes, elaboró un acta del compromiso. Odebrecht tenía la intención de beneficiarse con la obra de la nueva refinería y así se lo había hecho saber el entonces director de la constructora brasileña, Luis Alberto de Meneses Weyll, a uno de los integrantes de la campaña presidencial. Por eso resulta relevante que en los siguientes 10 días de que Peña Nieto hizo público su compromiso, el departamento de sobornos transfirió casi un millón de dólares a una cuenta en el banco suizo Gonet et Cie, la cual ha sido ligada por los delatores de Odebrecht con quien en aquellos días se desempeñaba como coordinador de Vinculación Internacional de la campaña de Peña. Como se ha mostrado a lo largo del libro, ésta es una historia de casualidades, a la que se suma ahora la coincidencia de fechas entre el anuncio de la refinería y las millonarias transferencias a Suiza. Un primer depósito a la cuenta de Latin America Asia Capital Holding se realizó el 23 de mayo de 2012 —a los tres días del anuncio en Pachuca— y una semana después se efectuó otro por 490 000 dólares. Al tipo de cambio de entonces, el pago equivalía a 13.5 millones de pesos. Cuando Peña asumió el poder, dejó de lado su promesa y, pese a que ya se habían invertido 9 000 millones de pesos en obras preliminares y estudios de factibilidad para la nueva planta productora de combustibles, decidió sustituirla por la reconfiguración o modernización de la refinería ya existente en Tula, en la cual asignó por dedazo contratos a Odebrecht por 4 323 millones de pesos. El proyecto de la refinería Bicentenario se había iniciado desde el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa. El anuncio lo realizó el 18 de marzo de 2008 y de inmediato 10 gobernadores levantaron la mano, con la esperanza de quedarse con la inversión. Al final hubo sólo dos competidores: los estados de Guanajuato, gobernado en esos días por el panista Juan Manuel Oliva, e Hidalgo, con el priista Miguel Ángel Osorio Chong. Ambos adquirieron 700 hectáreas de tierras que se comprometieron a entregar a Pemex para edificar la planta procesadora de combustibles. Finalmente, el 14 de abril de 2009, el entonces director de la petrolera estatal, Jesús Reyes Heroles, anunció que el estado de Hidalgo había ganado la inversión y que la refinería se construiría en la comunidad de Atitalaquia, cercana a Tula.
Fotografía de Susana Gonzalez / Bloomberg via Getty Images
Para adquirir los terrenos agrícolas donde se instalaría la planta, el gobierno de Osorio Chong recibió, en julio de 2009, la autorización del Congreso de Hidalgo para contratar un crédito por 1 500 millones de pesos, con un plazo para pagar de 12 años. La funcionaria encargada de gestionar los pagos a ejidatarios y administrar el financiamiento fue Nuvia Mayorga Delgado, secretaria de Finanzas. Pasaron los años y la obra nunca inició. Apenas se levantó una barda alrededor de los terrenos. Osorio Chong dejó la gubernatura el 31 de marzo de 2011 y a los pocos meses se sumó a la preparación de la campaña presidencial del PRI, en compañía de su fiel escudera, Nuvia Mayorga. En agosto de 2011, el entonces presidente nacional del PRI, Humberto Moreira, lo nombró secretario de Operación Política, una posición que fue clave para reconquistar el gobierno federal. A los dos meses, Nuvia fue designada en otra posición de primer nivel: la presidencia de la Comisión de Presupuesto y Fiscalización del Consejo Nacional del PRI, con injerencia en la gestión de ingresos y gasto de la elección de 2012. El cuadro de hidalguenses con cargos de influencia en la campaña presidencial lo completaban otros dos exgobernadores: Manuel Ángel Núñez Soto, quien en octubre de 2011 asumió la presidencia de la Comisión de Financiamiento del PRI, y Jesús Murillo Karam, asesor y abogado de cabecera del candidato Peña Nieto. El grupo Hidalgo le reportaba al coordinador general de campaña, Luis Videgaray. Cuando en agosto de 2017 se reveló que Odebrecht había transferido 3 140 000 dólares en días de la campaña presidencial de 2012, la PGR inició una investigación para determinar si ese dinero había sido utilizado para financiamiento electoral. Y uno de los personajes bajo la lupa era Nuvia Mayorga, por su responsabilidad en el manejo del presupuesto del PRI. La Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (FEPADE) solicitó a la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) un informe de las cuentas de Nuvia y los movimientos ocurridos en 2012, para integrarlos a la carpeta de investigación FED/FEPADE/UNAI-CDMX/1139/2017. La petición de los reportes bancarios se hizo en septiembre y al mes siguiente, cuando apenas estaba en proceso de entregarse la información, el fiscal Santiago Nieto fue removido de su cargo. La pesquisa se frenó. Nuvia negó haber administrado cuentas relacionadas con el partido o con la campaña electoral de 2012 y alegó que sus atribuciones como presidenta de la Comisión de Presupuesto se limitaron a dictaminar y supervisar los recursos financieros del partido. Osorio Chong también se deslindó, aunque su posible involucramiento en el caso Odebrecht venía por otra vía. Las constructoras de su casero habían sido beneficiadas con los contratos asignados mediante presuntos sobornos en la refinería de Hidalgo y uno de sus allegados, José Alberto Rodríguez Calderón, había sido el subprocurador que había frenado en 2015 el inicio de la indagatoria conjunta México-Brasil del caso Lava Jato. Los millones de dólares que el departamento de sobornos de Odebrecht transfirió en los días de la campaña electoral de 2012 fueron a dar a una cuenta en el banco Gonet et Cie, en Ginebra, Suiza, y al menos uno de los depósitos se hizo con la intermediación del Credit Suisse de Zúrich. Una vez que Peña Nieto fue elegido presidente, los sobornos ligados con México se hicieron al Neue Bank ag, en Vaduz, la capital del principado de Liechtenstein. Así que para conocer la identidad del personaje que sacó el dinero de la cuenta CH4604835090374534007 se requiere la colaboración de las autoridades de Suiza y del principado vecino. Convenientemente, el gobierno de Peña Nieto nombró en abril de 2017 a un priista de rancio abolengo como embajador de México en ambas naciones europeas. Cuando el escándalo Odebrecht apenas empezaba a subir de nivel en nuestro país, Fernando Castro Trenti fue separado como embajador en Argentina para ser enviado a la embajada mexicana en Berna, Suiza. Los pedidos de colaboración con las autoridades de aquella región europea deberán pasar por Castro Trenti, quien en julio de 2012 formó parte del bloque de connotados priistas que salieron a denostar públicamente al candidato opositor Andrés Manuel López Obrador, a quien acusaron de haber creado una red de financiamiento ilegal a través de la cual circularon 1 200 millones de pesos. Militante del pri desde 1971, ha dedicado los últimos 30 años a atender encomiendas de su partido o de gobiernos priistas, ya sea al frente de delegaciones federales, como diputado y senador, presidente del PRI en Baja California, su estado de origen, coordinador regional en el norte o como miembro de la dirigencia nacional (en la CNOP y como secretario adjunto del cen). En manos de tan ilustre priista está la gestión de colaboración con Suiza y Liechtenstein para saber si el dinero de Odebrecht fue a dar a manos de otro priista, o de plano a la campaña electoral en la que él mismo colaboró como defensor. El escándalo de corrupción Lava Jato, y su derivación del caso Odebrecht, ha manchado a políticos del más alto nivel en América Latina. Los sobornos, camuflados de donativos, fluyeron durante las campañas electorales como una estrategia para garantizar a la vuelta de los meses el pago de favores con contratos de obra pública. Así, Odebrecht recurrió al financiamiento electoral de los presidentes Juan Carlos Varela, en Panamá; Juan Manuel Santos, en Colombia; Nicolás Maduro, en Venezuela, y Mauricio Funes, en El Salvador. Los directivos y operadores de la constructora han confesado que también financiaron las campañas de decenas de políticos en Brasil, incluida la de la expresidenta Dilma Rousseff, quien fue destituida en agosto de 2016. El flujo del dinero oscuro ha sido investigado en la mayoría de las naciones involucradas, y en algunos casos ha llevado a la destitución o encarcelamiento de poderosos políticos, incluso mandatarios. Quizá el caso más polémico ha sido el de Luiz Inácio Lula da Silva, quien fue apresado el 7 de abril de 2018 por la acusación que hizo el exdirectivo de la constructora oas, Léo Pinheiro —integrante del cartel Lava Jato—, de haberle entregado un departamento en São Paulo a cambio de un trato favorable a la empresa cuando fue presidente de Brasil. Además, tiene abiertos al menos otros tres procesos de presunta corrupción ligados con Odebrecht. Dos semanas antes del encarcelamiento de Lula, el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, se vio obligado a renunciar al evidenciarse los vínculos de negocios que había tenido con la misma constructora brasileña. Sus antecesores, Ollanta Humala y Alejandro Toledo, fueron sometidos a proceso penal (el primero fue encarcelado), acusados de haber recibido sobornos para financiar sus campañas electorales; por la misma causa fue señalado el también exmandatario Alan García. Mientras que el vicepresidente de Ecuador, Jorge Glas, fue sentenciado en diciembre de 2017 a seis años de prisión, acusado de haber recibido 13.5 millones de dólares para adjudicar contratos a Odebrecht. En contraste, en México la mezcla de intereses políticos y de negocios ha frenado las investigaciones. Una indagatoria a fondo hubiera escalado —como ocurrió en otros países— al más alto nivel, incluido el presidente de la República. Pero ante los primeros indicios de involucramiento se decidió dar carpetazo. La impunidad, una vez más, se impuso.