Frontera mexicana: elegir entre migrar o volverse narco

Ruego que nunca te conviertas en hombre

En las rancherías del noreste zacatecano, la música, la bebida, los cigarros y los destinos de los pobladores están controlados por el cártel de Sinaloa. No existen muchas opciones, más que migrar o volverse un hombre del narco.

Tiempo de lectura: 15 minutos

Caminé junto a Sonia una tarde de diciembre, la temperatura debió rondar los 7 grados Celsius. El aire helado nos volaba el cabello y lo estrellaba con fuerza sobre nuestros rostros. La marcha de Sonia se volvió pausada y, como si midiera cada paso, con la cabeza gacha avanzó hacia una banqueta cercana. Se detuvo. Antes de sentarse, con una mano sacudió el polvo acumulado sobre el concreto. La seguí e imité. Estábamos de frente al sol. Entonces saqué mi teléfono para atrapar los segundos previos al anochecer: un naranja mezclado con morado se comió el azul pañoso del cielo; entonces, la luz tibia que intentaba sobrevivir, desapareció.

Sonia me invitó a su casa. Nos levantamos sin prisa y recorrimos con desgano las calles agrietadas y con baches de Espíritus*, un poblado que resiste cual biznaga al desierto de Zacatecas. Ella metió la mano por una hendidura de la ventana para abrir. Avanzamos por un largo pasillo oscuro que nos condujo a la cocina. 

—Siéntate —obedecí sin preocuparme por el orden de los asientos.

—Ahí no. En otra silla, ése es mi lugar.

Las paredes de la cocina —un espacio de apenas 10 metros cuadrados— estaban pintadas de verde limón. En medio había una mesa pequeña con cuatro sillas; a mi derecha, un trinchero colmado de platos, vasos, cacerolas y tópers en total desorden, y a un costado estaba un mueble con fruta que despedía olor a guayaba y mandarina. Sonia buscaba desesperada un recipiente para hervir agua con canela. “¿Dónde chingaos lo puse?”. El cuarto estaba repleto de adornos con motivos florales, un almanaque grande con la imagen de una cabaña de madera rodeada de árboles gigantescos, la imagen del Sagrado Corazón de Jesús: un hombre blanco y barbado que muestra su corazón envuelto en llamas. 

En el techo se acumulaban grandes manchas de humedad. Un tubo de PVC, que en cualquier otra casa estaría dentro de las paredes, fue montado a la vista y servía como un largo desagüe para la azotea. Ella lo adornó con plantas y ramajes de plástico. La voz de Sonia es potente, aunque al final de cada sílaba se vuelve aguda. Muerde un poco la lengua, que le provoca un seseo discreto. Incluso cuando sonríe, su rostro no pierde rigidez y se le asoman las primeras líneas de expresión. Aún no llega a la edad media, los 40. Es madre de Alberto, un muchacho de 20 años. 

Sonia y su madre volvieron a Espíritus en 1993 después de una redada de migrantes. El patrón reportó a los trabajadores ilegales con la policía migratoria porque no quería pagar los sueldos. 

—Mala suerte —chasqueó—. En el otro lado todo era grande y limpio. Me acuerdo de una niña pelirroja, con una plaga de pecas en la cara y ojos verdes. Ya se me olvidó su nombre, pero fuimos amigas.    

Sonia y yo nos conocemos desde chiquillas. Hablamos la primera vez que nos vimos pese a su spanglish. Nuestra amistad contribuyó a que olvidará el inglés y aprendiera español. Cortaba las palabras y cambiaba el uso de verbos. “Prueba bien”, decía cuando la comida le gustaba; entonces, la corregía y le mostraba cómo reemplazar la oración: “Está rico, sabe rico o está bien bueno”. Se le dificultaba pronunciar la “r” y cambiaba el sonido de la “a” por el de la “e”. Si se enojaba, comenzaba a gritar en inglés. Tenía el cabello claro y lacio. Sus ojos grandes y azules la diferenciaban del resto de los niños, quienes teníamos ojos oscuros. Era muy delgada. 

Cuando se sentó frente a mí, el humo de la canela hirviendo nubló su rostro, apenas pude distinguir sus mejillas rosadas y nariz aguileña. Las manos rodearon la taza para apaciguar el frío. Sopló, hundió la cabeza entre el vapor y dio el primer sorbo. Acomodó los codos sobre la mesa y me contó una anécdota que conozco de memoria pero que le gusta repetir: en el cuarto grado de primaria el profesor le encargó un mapa de México, con el fin de enseñarle el nombre de los estados y las capitales.

—Era como uno de esos mapas en las películas de tesoros perdidos —dijo entre risas—.  La dependiente de la papelería hizo rollo el papel y lo sujetó con una cinta —guardó un breve silencio. Su mirada se perdió más allá de la ventana que daba al patio. Luego, me contó entre titubeos algo que siempre omitió—. Una vez que llegué a la casa, desaté y estiré el papel. Sin perderlo de vista, baje con cuidado el dedo índice hasta llegar a la única línea que no tenía salida al mar. Con el dedo crucé la frontera entre México y Estados Unidos. Rápidamente estaba en California, Arizona, Texas.

¿Cómo saberlo?, la memoria es imprecisa, coincidimos ambas. Ante la dificultad por aprender los nombres y capitales, el profesor le dio unos coscorrones a Sonia; sin embargo, aquel día no lloró por el regaño, sino por el asesinato de Selena Quintanilla.

—¿Has pensado qué hubiese pasado si estuvieras en Estados Unidos? —le pregunto a Sonia.

—Sí, a veces. Cuando nos va mal, cuando hay balaceras, cuerpos colgados en los puentes y cosas de esas.

—¿Te gustaría irte de aquí? 

—¡N’hombre! ¿A dónde? Aunque no lo creas, aquí hay de todo. Lo malo es la jodidez.

Los Espíritus, fotografía Adriana Galván.

***

Desde que las deportaron, Tania, la madre de Sonia, ahorró con el objetivo de volver a Estados Unidos. El camino sería largo. Desde el noroeste debían llegar a Ciudad Juárez, Chihuahua, para cruzar por El Paso, Texas. El 11 de septiembre de 2001 trajo consigo el atentado y derrumbe de las Torres Gemelas, en Nueva York; en consecuencia, políticas migratorias cada vez más severas. En el año 2000 el número de mexicanos en Estados Unidos ascendió a 9.3 millones, 4.9 millones más que en la década anterior, según recoge Selene Gaspar Olvera en su artículo “Migración México-Estados Unidos en cifras (1990-2011)”. Sin embargo, disminuyó en los meses posteriores y Estados Unidos militarizó la franja fronteriza, lo que abonó a las 7 705 muertes de migrantes entre 1998 y 2018, de acuerdo con estadísticas de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos.

En aquel momento, al despedirnos entre lágrimas, me aferré a la espalda flaca de Sonia y ella a mí. Prometimos enviarnos cartas y Tania aseguró que me llamarían por teléfono cada semana. Un mes más tarde volvieron desnutridas y maltratadas. 

—Me acuerdo clarito que en Juárez nos quedamos en una casa a medio hacer. Mi mamá se la pasaba enojada porque la migra no nos dejaba pasar. Luego, un hombre que seguramente era el coyote, le dijo que por Nuevo Laredo sí estaban cruzando, pero esa frontera fue más culera. Para pasar hay que caminar mucho, llevábamos pantalón de mezclilla, pero se nos empezaron a romper de entre las piernas y nos rozamos. El coyote nos decía que nos tiráramos al suelo y de costalazo nos dejábamos caer. Entonces, encima de la gente se miraban las luces de las patrullas. El día que volvimos de la frontera tuve conciencia de que en este pueblo pasaría el resto de mi vida. Eso me gustó. Desde ahí, comencé a querer cosas: novio, casa, amigas, bailes. 

Me miró seria y se limpió la comisura de los labios. Se le dibujó lentamente un gesto cómico que explotó en carcajada. 

—¿Te acuerdas de Leo? 

—¿El que fue mi novio? 

—Ese mismo —respondió poniéndose las manos sobre la boca como chiquilla. 

—Puso una rosticería. La otra vez pasé y me quedé pensando que si te hubieras casado con él, serías la mujer del pollero. 

Con Leo asistí a los primeros bailes, el primer encuentro con el erotismo. Las bodas y quinceaños eran los únicos festejos donde un hombre podía restregarnos su cuerpo. La música norteña se baila pegadita, es parte del ritual. Sonia y yo crecimos escuchando cualquier variedad de las músicas del norte: banda, norteña, corridos, texana, huapangos tamaulipecos, polkas, norteña sax. Gozamos bailarlas. Leo me tomaba por la cintura, me abrazaba fuerte y acomodaba la rodilla entre mis piernas. Si de reojo miraba a Sonia, me percataba de que Rubén, su novio en ese entonces, no solo la bailaba. Sin detener los pasos, también la besaba. 

Nuestras madres nos inscribieron en el Centro de Bachillerato Tecnológico Agropecuario No. 20, donde Sonia cursó tres semestres truncados por el embarazo con Rubén, quien cruzó la frontera más dura, la de Nogales en Sonora, para huir de la paternidad

***

Un par de noches después, tocaba un grupo local de norteño sax. Nos arreglamos en la casa de Sonia. Como fan de la serie Game of Thrones, se tiñó el cabello del mismo tono que Daenerys Targaryen (Emilia Clarke). El tinte le provocó daño en la cabellera, sobre todo en las puntas. De cualquier forma, por las extensiones y el alisado diario, logró esconderlo. A pesar de ello, no deja de ser atractiva. Mientras me maquillaba, noté que se colocó pestañas postizas y se aplicó tres capas de maquillaje. 

La hora y media que estuve sentada en la sesión me dejó hastiada, pero me distrajo la música que provenía desde el área del zaguán y hacía vibrar las ventanas de la casa con “Bipolar”, de Peso Pluma, Junior H y Jasiel Nuñez: “Me prendí un gallo y empecé a volar/  Y se me olvidó por qué estaba mal./ Y ahí voy, subo y bajo”. 

—Bájale cabrón —gritó Sonia. 

Alberto salió de su cuarto para saludarme. Desde que comenzó la pandemia no lo veía. Quedaba poco del niño regordete que yo recordaba, me sorprendió lo alto y fornido que se había puesto. Extendió su mano con precaución y yo apreté la suya con fuerza; él respondió estrujándola y nos reímos. A sus 20 años, el hijo de Sonia estudiaba la carrera de Ingeniería en Sistemas Computacionales, la eligió porque era bueno con las matemáticas. Luego la abandonó durante la pandemia porque no pudo seguir las clases en línea. 

La ropa de Alberto olía a sangre y sebo, a consecuencia de sus labores en el área de carnicería de una tienda Soriana. Con cuidado le seguí la cara y noté que sonríe en todo momento. Le hizo un par de bromas a Sonia cuando ella intentó regañarlo. 

Alberto le pidió 100 pesos prestados a su madre, los que ella le negó. Yo, por otro lado, saqué la cartera. Solo tenía tres billetes de 200, le di uno de ellos. Tras agradecerme, salió de la casa. Sonia me miró con ternura. Quizá le dio lástima mi ingenuidad, pero no dijo nada. Acabamos de maquillarnos y sus amigas nos recogieron. Vestían con faldas cortas, llevaban cabello lacio y pestañas gigantes. Me sentí fuerte mientras intentaba imitarlas.

En el bar pedimos una cubeta de cervezas. Reconocí algunos de los covers que interpretaba el grupo, sobre todo de Conjunto Primavera, Los Rieleros del Norte y Conjunto Río Grande. Cantamos a todo pulmón, pedimos canciones y más cervezas. Me sentí contenta en medio del movimiento y las carcajadas, pese al caos y la desolación que cobijaba al pueblo. El lugar estaba abarrotado. Los varones zangoloteaban a las mujeres. Medían su masculinidad en virtud de la fuerza con la que sujetaban a la compañera de baile. La destreza con los pies los convertía en machos, algo que en la vida cotidiana era imposible. 

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La música del narco se ha caracterizado por corridos que dan cuenta de los líderes criminales y sus épicas. Fotografía de Teun Voeten/REUTERS.

A mitad de la velada tres hombres vestidos con pantalón vaquero irrumpieron con un halo de superioridad. En sus cinturas, entre los cinturones piteados, se asomaban las cachas de sus armas. Miraron a los demás con soberbia, se sacaron las tejanas y las pusieron sobre la mesa que los esperaba ya servida con botellas de whisky. Miré con discreción. Los anillos, las cadenas, las espuelas en las botas, todo de un oro que les daba un brillo más intenso que las luces del lugar. Se movían despacio y precisos. Bebían con elegancia y colocaban los vasos sobre la mesa seguros de quienes eran.   

Un grupo de cinco jóvenes, la mayoría vestidos de negro y perchera, custodiaron la mesa. Había uno encapuchado que se mantenía de pie con aplomo, sus ojos enormes y oscuros vigilaban todo en su entorno. Una y otra vez sacaba la lengua para mojarse los labios. La capucha no permitía adivinar su edad, pero los hombros reducidos y la espalda pequeña me llevaron a intuir que era un chamaco que no rebasaba los 20 años.  

Los hombres me susurró Sonia y me dio un codazo cuando notó que veía al joven de pasamontañas. 

Aquí se les llama los hombres a quienes pertenecen al crimen organizado. ¿Qué son el resto de los varones del pueblo?, ¿qué les pasa a los chicos como Alberto que no son los hombres? Casi niños, primera línea defensiva en una guerra que heredaron pero que no les pertenece. Las estadísticas del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas arrojan que entre 2006 y 2024 se registraron 101 091 personas desaparecidas en México. Entre diciembre de 2018 y marzo de 2024, fueron asesinadas en el país 178 463 personas, según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

Una vez que los hombres se sentaron, el baile siguió. Sonó “La boda del Huitlacoche”, la oportunidad perfecta para regresar al ambiente festivo. 

***

Al día siguiente, Sonia le pidió a Alberto que me pagara los 200 pesos. Le dije que no era necesario. De inmediato metió el billete en la bolsa del pantalón. Nos sentamos en el patio de la casa a beber un par de botes de cerveza. Recordamos que durante sus años en la primaria participaba en competencias de matemáticas. Lo apodé el Mateatleta. Ahora está convertido en un galán y lo presumió confesando que no tenía novia, pero que ronda a un puñado de muchachas. Como suele ocurrir a su edad, su mamá no lo entiende. También se arrepiente de haber dejado la escuela. 

Alberto me pidió contarle de cuando Sonia y yo fuimos jóvenes. Le hablé de los bailes, de las cervezas y los cigarros que consumíamos a escondidas. También que, en la clase de música, Sonia aprendió a tocar el tololoche. 

—¿Te gustan los corridos? —preguntó.

—Sí, he estado escuchando muchos corridos tumbados. Deberías pedirle a tu mamá que se aviente unos.

—Sí, le voy a decir.

—Tú sabes tocar la guitarra, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué no te echas unos corridos tumbados?

—Esos están bien perros —negó con la cabeza.

Luego de acabarnos el primer six de cerveza, fuimos por más a la tienda y por unos cigarros. Él pidió unos Time rojos. Desde que comenzó la pandemia no fumo, pero no quería romper la complicidad y se me antojó un cigarro. No había ni Malboro ni Camel, por lo que decidimos compartir la cajetilla. Cuando volvimos, el sol menguaba y la temperatura descendía. Al aspirar el humo del cigarro me sentí mareada, como si la borrachera se potenciara. El frío arreció. Terminamos con la conversación. 

—¡Movilízate, Adriana! —ordenó sonriendo. 

En este contexto, el verbo movilizar implica que alguien se mueva estratégica y rápidamente. Los halcones lo usan para advertir sobre alguna irregularidad o sospecha, es una palabra de uso común que se adoptó en el pueblo, lo mismo con la sh, de los sicarios y jefes que llegan de Sinaloa. 

“Cuando en bolitas en las esquinas, por las noches me juntaba con los cholos,/ y que en los carros me miraban muy de prisa, sería la noche o el día,/ quería andar como esos locos”, Alberto paró “El Roto” de Grupo Firme que escuchábamos en su celular y entramos a la casa.

***

Después de 2001 los migrantes pasaban meses en la línea sin poder cruzar y con caras largas bajaban de los autobuses provenientes de varios pasos fronterizos. Los coyotes cobraban insólitas cantidades de dinero. Esto obligó a los mojados a quedarse permanentemente o por más tiempo en Estados Unidos. 

En esa época, Jorge viajó a Nuevo Laredo con la intención de cruzar a Texas, pero se perdió en la frontera. Dos años pasaron sin que se levantara la denuncia, pues su madre guardaba la esperanza de que estuviera vivo y rezaba porque un día volviera al poblado de Espíritus. Rogaba que la palabra frontera desapareciera del léxico familiar. 

Cuando menos se esperaba, Jorge volvió en una camioneta negra con vidrios polarizados y perchera. Vestía de vaquero, cadenas de oro y reloj de marca, opulento. El Telo, como le decían en el pueblo desde niño, regresó para tomar el territorio y administrarlo en nombre de Los Zetas. Dirigió la plaza, la hizo crecer. Se convirtió en un personaje respetado y querido, un hombre

A poco más de tres años de su regreso, su ascenso en la escala del poder se detuvo en un enfrentamiento mortal con el Ejército. Alguien escribió un corrido que se tocaba en las cantinas locales. Más allá de la gente del municipio poco se supo de El Telo y su épica. Luego, el corrido tuvo que olvidarse, enterrarlo, porque en territorio de El Mayo, no se le canta a ningún zeta. 

Al Telo lo enterraron en la comunidad que lo vio nacer. Dos o tres tamboras hacían sonar las canciones favoritas del muchacho.

—Nomás vieras cuánta gente, todo el rancho le lloró —me contó Sonia. 

—¿Entonces tú fuiste al entierro?

—¿Quién no? Todos estábamos ahí. Cuando la tambora comenzó a tocar “Las 100 ovejas”, se oía el llanto abierto de la gente.

Las muchachas del rancho se organizaron para hacer playeras con la cara del Telo. Sonia aún conserva una que muestra su rostro sin barba, labios gruesos y mirada seria. Su cuerpo descansa en paz en la comunidad de Espíritus. Ahora, la gente busca olvidarlo. Se pasa por alto que la violencia fuerza al olvido, que existen corridos que se extinguieron y épicas que no sobrevivieron. En el municipio, desde el 2006, ha sucedido más alternancia entre grupos del crimen organizado que de partidos políticos.

Migrantes varados mientras viajaban en tren hacia la frontera con Estados Unidos se suben a un vagón de ferrocarril, en la comunidad de Miguel Hidalgo de Ojuelos, en las afueras de Fresnillo, en el estado de Zacatecas. México 29 de septiembre de 2023. Fotografía de Edgar Chavez/REUTERS.

***

Alberto regresó a mi casa al día siguiente. Lo vi por la ventana. Tenía la mirada gacha y escarbaba con su tenis derecho la tierra, luego pateaba algunas piedras. Como un niño, buscaba un lugar donde ponerse a sí mismo, un contraste ante su espalda grande, piernas y brazos fornidos y su 1.80 metros de estatura.

Le dije que quería escribir algo sobre él. Se sonrojó un poco, me miró de reojo, se acarició la barba, acomodó la cachucha. 

No se te olvide poner que estoy bien pinche guapo —soltamos una carcajada. 

Cuando se sienta, se deja caer en la silla y después de un rato se echa pa’ lante con firmeza. Su cara es alargada pero se esconde detrás de una barba medianamente larga, muy negra y arreglada por el barbero. Es de tez blanca con pestañas largas y curvadas hacia arriba, cejas pobladas y degrafiladas, ojos pequeños y tristes. Su voz es rasposa y escandalosa. Viste con pantalón de mezclilla y playera negra, tenis Nike. Tiene el cabello crespo, en los costados su corte lleva diseños en líneas.  

Ingenua, reproduzco en mi celular una lista recomendada por Spotify: Los corridos más placosos que suenan en la calle. En mi entusiasmo torpe no me di cuenta de que sonó un tema contrario al cártel de Sinaloa. Alberto tomó el teléfono y ansioso buscó en la pantalla el botón para detener la música. 

—¿Quieres que nos tableen? —preguntó con miedo—. Ese corrido habla del cártel del Golfo y nosotros solo escuchamos corridos de Sinaloa. 

La playlist que curó Spotify no tiene jurisdicción aquí; está organizada para amenizar fiestas en la Roma, la Condesa o la Del Valle, donde nadie corre riesgo por tener preferencias entre las hazañas del narcotraficante de Sinaloa, Jalisco o el Golfo. 

Pero los corridos de Sinaloa son los perrones y esos sí se pueden escuchar aquí me dijo y recuperó el ánimo. Sacó su celular, ingresó una búsqueda, esperamos a que terminara un anuncio en YouTube, enseguida cantaron Fuerza Regida y Natanael Cano: “Melena larga como la porto yo./ Póngase bien vergas que cargo el cuernón./ Traiciones no aguantan, pa’ buenos los santos”.

Los hombres controlan casi todo. Ellos deciden qué escuchar. Ellos traen los cigarros, de los más baratos y culeros, y los comerciantes venden sin chistar. Lo mismo con la cerveza, tienen sus expendios y distribuyen en toda la región, la venden más barata, eso sí. Nosotros escuchamos las canciones que eligen, bebemos, bailamos y fumamos sin preguntar. 

—Hazle, aquí nomás entran: Bimbo, Lala y los chingaos cobradores de Coppel —se lamentó y enseguida se despidió porque acudiría al baile en una de las rancherías cercanas. 

Busqué en Google cigarros Time. Están en la lista de tabacos económicos que son piratas y provocan daños severos a la salud. 

***

No vi a Alberto o Sonia en Navidad pero les compré regalos. A ella una gargantilla con un dije de la letra “A”, por Alberto. Para él compré una cachucha de los Dodgers, no sé por qué se me ocurrió ese equipo. Aproveché para despedirme de Sonia, pues yo debía regresar a la Ciudad de México. Alberto estaba en el trabajo. 

Sonia me ofreció un café. Entramos a la cocina, había una pila de trastes sucios y sobre la estufa una olla de presión de la que salía el olor de fríjoles. A diferencia de nuestros encuentros previos, lucía agotada, casi sin fuerzas. Las ojeras se comían el blanco de su rostro. La chispa desapareció. 

“Ese que trae muchas ganas/ de darme pa’ abajo que me dé la cara./ Yo, como quiera, lo atiendo no traigo manada”, después del corrido “El toro encartado” que sonó en la radio La Bonita del Norte, un anuncio invitaba a prevenir el consumo de fentanilo. Ambas permanecíamos en silencio. Sonia fijó la mirada en la ventana. Un tartamudeo, palabras sin poder escapar.

—Alberto consume cocaína —musitó.

—¿Desde cuándo? 

—No sé, desde la pandemia. 

—¿Qué quieres hacer?

—Nada, encerrarlo un año en un centro de rehabilitación. Rezar porque se cure. Es caro pero con el dinero, Dios dirá.

En Espíritus, un municipio con una población menor a 60 000 habitantes, el negocio de los centros de rehabilitación por consumo de drogas es bastante rentable.  

Me apresuré para terminar el café. Antes de partir, la abracé y le pedí que me despidiera del muchacho. Nos miramos. Algo esperaba de mí, quizá respuestas o palabras de aliento. No las tuve.   

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Poblado de Espíritus, fotografía de Adriana Galván.

Más tarde recibí un mensaje de Alberto que se ofreció a llevarme a la central, y de inmediato acepté. Al día siguiente estaba puntual en la puerta de la casa de mi madre. Eran las 7 de la mañana y el frío calaba duro al avanzar en su motocicleta rumbo a la central. Mientras esperábamos mi autobús, me contó que quiere regresar a la escuela y que uno de sus amigos acababa de entrar a la maña, una tentación latente en Espíritus. Lo alenté a retomar sus estudios en el Tecnológico y noté su pena ante tanta vulnerabilidad. Movió la cabeza y con suavidad se tocó el rostro. Nos tomamos una selfi. Durante la espera escuchamos “El Azul” de Junior H y Peso Pluma: Bajo perfil el chavalón y se le extraña./ Aunque se fue, nunca se le olvida./ Bélicos ya somos, bélicos morimos”. 

—No me quiero ir de este pueblo, no quiero conocer otros mundos pero sí me gustaría tener más oportunidades —por fin se sinceró—. Yo le echo muchas ganas a la vida, aquí andamos al millón. Ir al Tec no garantiza nada pero pienso que me dará tiempo para saber qué hacer. Y es que uno sabe, no me hago lurias, se van unos hombres y llegan otros.

Antes de abordar, lo abracé fuerte. Le saqué la cachucha y la volteé. 

—Límpiese la nariz, no sea pendejo —le dije en voz baja. Sus ojos se dirigieron a mis zapatos, a los del hombre que estaba cerca de nosotros; luego, levantó la cara pero no la mirada.

—Dios mediante. 

Todavía era un niño. Abordé el autobús. Me asomé por la ventana y ya había montado la moto. No se quedó para ver cómo partía ni para agitar la mano y decirme adiós. Simplemente agarró carretera. Rogué, aunque no creo en Dios, para que no se convierta en hombre, ni ahora ni nunca. 

*El nombre del poblado se modificó por seguridad de los entrevistados.

 


ADRIANA GALVÁN.  Maestra en Estudios Socioculturales por la Universidad Autónoma de Baja California, y candidata a doctora por la UAM-Xochimilco en el doctorado en Humanidades, en la línea de investigación Estudios culturales y crítica poscolonial. Fue beneficiaria del FONCA en 2021. Ha incursionado en el periodismo y escrito en revistas de divulgación, literarias y académicas. Actualmente es profesora; sus intereses versan acerca de los estudios literarios y la escritura creativa.


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