Odiadores: protagonistas del proceso electoral en Argentina
Se esperan meses de una disputa oscura.
En una escena de Star Wars, el más sabio de los maestros de la Galaxia le dice a su discípulo: “El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento”. La frase es una pincelada precisa de lo que el psicoanálisis y la biología han pensado acerca del odio en los últimos cien años. Desde el origen: el amor y el odio. Los dos sentimientos primarios y universales en puja.
Ambos presentes en hombres y mujeres desde el primer contacto: en el amor que el niño profesa a la madre cuando recibe lo que necesita para sobrevivir; en su ira transformada en llanto cuando le niegan lo que quiere. El amor y el odio se integran en cada una de las mentes y, en estado de armonía, el lado luminoso se impone al lado oscuro sin dificultad. La ira brota cuando una frustración se vuelve intolerable, cuando emerge el miedo frente al dolor.
Como toda emoción, la ira es fugaz; una ráfaga fuerte que pasa y se va. Salvo que el equilibrio se rompa y la ira no se apague, insista, sedimente y se vuelva sentimiento. Y los sentimientos, a diferencia de las emociones, ya se sabe, no son ráfagas que pasan. El odio perdura. Crea a su enemigo, lo hace responsable de las frustraciones, el miedo y el dolor. El odio se obsesiona con la venganza y la destrucción.
En pleno proceso electoral en Argentina se habla tanto de odio. Pronto se elegirá al presidente para un nuevo mandato. De aquí hasta octubre –o noviembre si la elección se define en segunda vuelta– se esperan meses de una disputa oscura. Una contienda que tiene a los partidos Cambiemos y Unidad Ciudadana como principales contrincantes; al actual presidente Mauricio Macri y a Cristina Fernández de Kirchner como protagonistas a uno y otro lado de la grieta, esa metáfora que desde hace años resume lo que parece ser una irreconciliable división de los argentinos. Por estos días se especula con que Eugenia Vidal, la actual gobernadora de la Provincia de Buenos Aires y la que mejor imagen tiene dentro del partido oficialista podría reemplazar a Mauricio Macri en el intento por conseguir un segundo periodo de gobierno para Cambiemos. El rumor tomo fuerza luego de que la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner sorprendiera al país entero anunciando una fórmula encabezada por Alberto Fernández, y ella como vicepresidenta. La estrategia fue leída como una señal de moderación con respecto a las políticas más heterodoxas de su gestión anterior y estilo confrontativo. Y también a cierta aceptación tácita a las críticas a su gobierno, que Alberto Fernández, al dejar su cargo de Jefe de Gabinete de Ministros en 2008, manifestó públicamente con toda vehemencia. A Fernández se le reconoce su eficacia en las relaciones con los sectores más antagónicos al kirchnerismo; mesura y apertura al diálogo es el mensaje que subyace en una fórmula que se propone captar los votos de los indecisos, que alcanzarían a una tercera parte del electorado.
Aún es una incógnita si la moderación que busca reflejar la propuesta Fernández-Fernández transformará la campaña aportándole un contenido fructífero para la toma de decisiones de los votantes. O si se repetirá la disputa estéril regida por el odio que prevaleció en 2015. De esto último, hubo muestras perturbadoramente ilustrativas en los últimos días. Elisa Carrió, la icónica referente del oficialismo celebró en público la muerte de un opositor; otros hablaron de la posible creación de un “ministerio de la venganza” si es que regresa al poder el kirchnerismo: lo inquietante fue escuchar las declaraciones de exfuncionarios respondiendo sobre el tema como si cupiera en algún lugar de sus mentes que semejante disparate pudiese hacerse realidad. Son signos del odio que reverbera entre la élite política, en un universo tan distante al de la gente común.
Más cerca de los ciudadanos, por desgracia, otros reflejos del odio y sus derivados se revelan con consecuencias bien concretas. También en estos últimos días, una muestra trágica de la violencia indescifrable: en San Miguel del Monte, en un pueblo chico donde casi todos se conocen, en la madrugada del lunes 20 de mayo, un grupo de policías persiguió, baleó y provocó la muerte de cuatro chicos; una joven sigue en estado de gravedad. Después sobrevino una pueblada exigiendo explicaciones y justicia. Una docena de policías fueron separados de la fuerza pública en medio de una niebla que no reconoce motivos ni explicación. La madre de una de las chicas muertas, de profesión psicopedagoga, relató por radio cómo era su vida, la de su hija, la de sus amigos; contó que después de cenar su hija solía quedarse charlando con alguna amiga en la puerta de calle, que esa noche seguramente pasó el auto con sus amigos y su hija se subió sin pedirle permiso; dijo que si esa persecución inexplicable no hubiese ocurrido, su hija estaría castigada por haber cometido una travesura, por haber salido sin avisarle, por haberse dejado tentar -a los trece años- por la aventura de subirse a un auto y dar una vuelta por el pueblo a esa hora peligrosa en que sólo se mueven los adultos y sus sombras.
“El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento”. Así deambulamos los argentinos, millones de nosotros en una mezcla de emociones peligrosas: miedosos, iracundos, frustrados, sufrientes, esquivando discursos y balas, profundamente desamparados frente a un Estado incapaz.
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