Fragmento de Ceremonia: una pirámide de iluminados

Fragmento de Ceremonia: una pirámide de iluminados

“Todas las élites guardan secretos”, dice el anuncio publicitario de Ceremonia (Planeta, 2022). Aquí las élites buscan jugar dentro de una ceremonia social, religiosa y económica, en la que el poder es algo imposible de trastocar. Esta historia, la de la familia Ibarra, que hizo su fortuna de la explotación minera de carbón, podría suceder en cualquier sociedad latinoamericana. Daniela, miembro de esta saga familiar, quien tiene la vida aparentemente solucionada, decide meterse en una organización sectaria, la cual va reclutando “iluminados” que puedan conformar una nueva generación de líderes. Pero ¿por qué lo hace Daniela? Este es un pasaje que incluye una secta, gurús, mucho dinero, paraísos fiscales y corrupción.

Tiempo de lectura: 15 minutos

El proceso de transformación no fue traumático, al contrario, fue casi imperceptible, totalmente orgánico (un término que utilizaban mucho sus nuevos compañeros). Daniela no dejaba de asombrarse ante la ligereza que la invadía ahora. Parecía increíble, mirando atrás, que solo hubieran pasado seis meses desde el primer encuentro desagradable en las oficinas de Altiörem. Tras los consejos de su esposo y de su padre, decidió darle una segunda oportunidad a esa opción que se abría frente a ella. Por una vez aceptó ser dócil: si quería que su vida avanzara, tendría que cooperar más con los demás. No cerrarse ante ese tipo de oportunidades, al final tenía poco que perder. Viéndolo bien, podía ser un espacio interesante para relacionarse con gente e incluso tener nuevas ideas de negocios.

Releyó los manuales que recibió. Su portada, de papel esmaltado, estaba ilustrada con símbolos que no reconoció, podrían ser letras del alfabeto griego o signos matemáticos. Lo revisó con una mirada menos severa. Empezó a leer un capítulo al azar y se enganchó. No era, como esperaba, un manual de autoayuda barata. Sin darse cuenta, tomó notas e hizo anotaciones al margen. El ensayo hacía referencias que encontró intrigantes: biología, antropología, psicología e historia del arte. Daniela no era una experta en estos temas, desde luego, pero apreciaba las lecturas cultas. Se maravilló ante el recorrido histórico del texto. Contaba cómo la humanidad se había forjado unas cadenas imaginarias que no le permitían alcanzar la supremacía. Altiörem buscaba romper esas barreras y llevar a sus miembros a una estancia superior.

La solución que proponía era una tecnología para alcanzar la productividad máxima y la felicidad última. Esta meta se podía lograr después de tomar una serie de cursos que ofrecían diferentes herramientas. Daniela se lamentó de su actitud déspota, de su misma prevención de siempre. Estaba agotada de su rebeldía que no la conducía a ningún lugar. Quizás era esto lo que había estado buscando durante tanto tiempo: entregarse, sin prejuicios, a una nueva experiencia de vida. Le dedicó unos días más a pensar en los elementos que le ofrecía esta nueva ventana. Nunca había sido de decisiones acaloradas, pero algo le decía que esta vez no se estaba equivocando.

Cuando se sintió lista, buscó de nuevo a Alarraki. Primero no supo cómo acercarse a él, se sentía tonta y le apenaba haber sido grosera. Acudió de nuevo a Facebook, sin mucha esperanza. Pero para su sorpresa, recibió una respuesta inmediata. Alarraki la invitó a regresar a las oficinas la semana siguiente.

A los pocos días, de camino a la sede de la organización, estaba alterada, ansiosa de ver de nuevo a Alarraki. Mientras manejaba su carro, la volvieron a asaltar los miedos que la perseguían desde hacía tanto tiempo. No aguantaría equivocarse otra vez, así que se armó de una actitud diferente. A su llegada a las instalaciones, observó con un juicio menos severo; el lugar le pareció menos lúgubre y hasta sintió que encajaría allí sin tanto esfuerzo. Alarraki la aguardaba esta vez en su despacho privado. Ese gesto la hizo sentir bienvenida, era una invitada especial. Daniela se excusó sobre su actitud en el encuentro anterior: estaba en un mal día.

Por una fracción de segundo volvió a dudar sobre su presencia ahí. ¿Qué estaba haciendo frente a este tipo? Parecía casi absurdo pasar así de velozmente de no querer nada con ellos a entregarse con la mente abierta. Pero había algo allí que le proporcionaba una cierta sensación de refugio. Todo lo que le habían dicho desde su llegada se le antojaba una estupidez. Pero se preguntaba también si no era por su naturaleza defensiva. Estaba ahí, concluyó, para intentar sanar heridas que no había podido curar en otros lugares. Altiörem le permitía conectar con una parte herida de su ser. Estaba cansada de los rechazos de sus negocios, de la relación tensa con sus padres.

—Qué bueno que lo mencionas —le dijo tajante después del saludo protocolario, ya sentado sobre su cómodo sillón de cuero—. Sí percibí una incomodidad de tu parte. Pero siempre he creído que perteneces a este lugar.

El buen gusto de la oficina sorprendió a Daniela, incluso para sus altos estándares estéticos. El mobiliario era de Vitra, negro o de tonos oscuros. Lo único diferente era el tapete, rojo chillón, y una mesa de centro de un grueso mármol blanco. El escenario, estudiado hasta el más mínimo detalle, parecía sacado del hotel Overlook de la película El resplandor, de Stanley Kubrick (otra de las grandes favoritas de Daniela). La decoración iba muy de acuerdo con la presencia de Alarraki: esta vez llevaba un traje azul oscuro y una camisa blanca de cuello rígido. Tenía una barba de algunos días, ya con bastantes canas, que Daniela encontró atractiva. Alarraki le recordaba al diseñador Tom Ford, su ídolo del diseño. Hablaba lento, con la mirada fija sobre su interlocutora. Su actitud era entre paternal y amenazante. Daniela no podía evitar sentirse intimidada.

—Estamos buscando reclutar personas como tú, profesionales brillantes que quieren darles un giro a su vida y a su carrera —continuó—. En esta organización hay muchas opciones para personas con tu potencial. ¿En qué te sentirías más cómoda trabajando?

—No sé… la verdad es que no tengo intereses especiales —respondió Daniela en blanco, la pregunta la tomó completamente por sorpresa y, de verdad, no tenía idea qué podía hacer.

—Es la respuesta que estaba esperando. Ya verás cómo acá vas a encontrar intereses nuevos, nuestra misión es que las personas como tú encuentren un centro. ¿Cómo te sentirías traduciendo?

Otra vez, Daniela no supo qué responder. Hablaba inglés bien —incluso conservaba un poco el acento irlandés de sus años en el internado—, pero jamás se le pasó por la cabeza traducir algo. Antes de que se pudiera negar, Alarraki se dirigió a la biblioteca en la que tenía varios manuales como los que le había dado antes. Tocaba los lomos de los libros con su dedo índice como siguiendo el ritmo de una canción. Daniela lo observaba con atención; por un momento le pareció que había algo maníaco en el comportamiento de este exótico personaje. “¡Ajá!”, exclamó de repente Alarraki y tomó uno de los volúmenes.

—Esto te va a enloqueceeeeeer —le dijo, con una mirada un poco desorbitada, mientras le enseñaba otro manual similar—. Es la última colección de ensayos de Perfecto e Iluminada. Esta vez se habla sobre las pulsiones más oscuras del ser humano. Nadie lo ha traducido al español, es una oportunidad magnífica para ti.

La reunión terminó de manera abrupta. La citó la semana siguiente, cuando ella debía regresar con una cantidad suficiente de páginas traducidas a partir de las que se evaluarían sus capacidades. A Daniela le pareció ridícula la tarea: no entendía qué tenía que ver la traducción con su supuesta vinculación con la organización. Pero no se podía permitir un error más, no quería volver a sentir el peso del fracaso que la perseguía. Una vez que se sentó cómodamente en el escritorio de su estudio, con un chai latte de Starbucks al lado, la traducción le costó más de lo pensado. Una cosa era hablar inglés fluido y otra comprender la jerga científica y los términos específicos que aparecían en el texto. Pasó los siguientes días encerrada, atrapada en una obligación a la que no le veía ningún objetivo. Pero descubrió que esa siempre era su actitud, cuando algo le costaba mucho trabajo se bloqueaba, pensaba que era una tontería. Esta vez iba a revertir su personalidad negativa y, a diferencia de otras ocasiones, no se dio por vencida. Al principio, tuvo la sensación de que era un texto pretencioso. Aplicó toda la concentración de la que era capaz; se convenció de que era un reto que ella misma debía superar.

Muchas horas de trabajo después, parecía haber encontrado una solución al acertijo, o al menos tenía un fragmento que le gustó:

El conocimiento prohibido

Algunos le temen al conocimiento y abogan por la destrucción de todas las tecnologías. Temen que la falta de una ética frente a los avances de la ciencia lleve a nuestra especie a la destrucción. Es cierto: nuestra ética —es decir, nuestra ciencia interna— no se ha desarrollado a la misma velocidad que nuestros avances tecnológicos. Mientras que esta discrepancia exista, afrontamos el riesgo de una aniquilación. ¿Significa eso que debemos suprimir el conocimiento? ¿Puede la investigación, al final de cuentas, hacernos daño? Se ha dicho muchas veces que un bisturí en las manos de un asesino es un arma mortal, mientras que en las manos de un cirujano es un instrumento que salva vidas. Teniendo en cuenta esa perspectiva: ¿habría que destruir el bisturí? Tenemos la certeza de que no debe haber un conocimiento prohibido. Pero sí debemos formularnos constantemente la misma pregunta sobre la ética de esa herramienta: ¿qué uso le debemos dar al bisturí? En otros términos: ¿cuál es la manera de aplicar nuestra sabiduría? Cuanto más nos alejamos de nuestras relaciones interpersonales hay un mayor riesgo de que perdamos el norte de nuestra identidad y nos aislemos de nuestra parte humana. Eso nos llevará a hacer un mal uso de las herramientas que están a nuestra disposición. Podemos llegar al punto de sentir apatía o incluso odio. En ese estado mental, el conocimiento se transforma en una poderosa arma de destrucción masiva. Si nos apartamos de nuestros orígenes y nuestra naturaleza estamos condenados a condenar a los otros. Nuestra existencia se transforma así en una flor sin una raíz. Creemos que se puede llegar a la solución de este dilema a través de la educación y la conciencia plena. Podemos escoger ser negativos frente a fuerzas que parecen insuperables y oscuras. O podemos escoger el camino de la claridad. Es decir, enfrentar las situaciones adversas llenando nuestro espíritu de lo que nos hace humanos, llevando nuestra ética al mismo nivel que nuestra capacidad de desarrollo tecnológico. Nuestros ojos, y los de las generaciones por venir, deben estar abiertos. Deben permanecer atentos al flash final de nuestra iluminación.

Cuando se cumplió el plazo, se sintió segura de regresar a presentar el resultado. Alarraki, como ya era costumbre, la recibió con grandilocuencia. Hojeó, sin mucho detenimiento, el fólder con hojas impresas que le entregó Daniela. Después levantó la mirada y exclamó, con la teatralidad de siempre:

—Qué afortunados somos de haberte localizado, necesitamos tener cabezas como la tuya.

—Apenas es la traducción de unos párrafos, no es nada de otro planeta… —le contestó con cierto escepticismo.

—Eso lo sé, pero también es la prueba de lo bien que entiendes nuestro lenguaje y los objetivos que nos hemos propuesto en esta organización. Créeme que no me equivoco cuando te digo que serás una pieza fundamental de esta maquinaria.

Alarraki invitó a Daniela a hacer parte del selecto programa de entrenamiento para líderes que ofrecía Altiörem. La experiencia estaba compuesta por clases magistrales, basadas en las enseñanzas de Perfecto e Iluminada, cuyo fin era reprogramar el pensamiento y potenciar las capacidades de quienes las tomaban. Era una formación diferente y transformadora, le aseguró Alarraki: les cambiaba la vida a los que la seguían.

***

Entrar a hacer parte del programa implicaba una muestra de fidelidad completa y tenía un costo elevado: esas dos premisas lo hacían tan exclusivo. En los últimos años, el entrenamiento de Altiörem había ganado muchísimo prestigio entre profesionales de diferentes niveles. Tener una certificación de Altiörem daba una notabilidad apreciada entre lo que ellos mismos llamaban la clase dirigente del país. El costo por ingresar a la primera fase, en la que los pupilos eran la base más baja de la pirámide organizacional, costaba quince mil dólares y cada curso, entre mil y mil quinientos dólares. Más tarde Daniela conocería cuáles eran los otros pasos de la pirámide y los diferentes costos que implicaba subir de nivel.

—Entenderás que nos tenemos que asegurar de que los participantes estén convencidos de quedarse. ¿Nos podemos permitir desertores? No, no es un riesgo que podamos correr —continuó Alarraki—. Por eso te tenemos que pedir una contribución extra, además del costo de la matrícula. Entendemos que esto parece fuera de lo común, pero no nos gusta ser convencionales. Ya verás cómo se va a retribuir cuando sea pertinente.

Le pidió firmar una carta en la que se comprometía a entregar su colección de arte contemporáneo en caso de no completar la primera fase del entrenamiento. A Daniela le pareció un escándalo. Otra vez tuvo dudas sobre lo que estaba a punto de hacer. El precio de la matrícula era absurdo, pedirle que entregara su colección de arte era un diezmo grosero de las peores iglesias de garaje. Alarraki muy seguramente investigó sobre las piezas que tenía la familia Ibarra, que era una selección notable.

Pero le dio vergüenza arrepentirse. Ya había avanzado bastante y le daba curiosidad. El dinero lo podía tomar del fondo que tenía a su nombre: le alcanzaba de sobra. Si alguien de la familia preguntaba, algo poco probable, le diría que era para una inversión en Altiörem. La colección de arte tampoco le preocupaba mucho, cuando decoró su casa compró algunas piezas valiosas de artistas cotizados. Muchas de ellas ni siquiera le gustaban en realidad. Las adquirió por seguir el consejo de su padre, que le recomendó invertir en arte, y de su hermana menor, que le presentó algunos artistas locales. No costaban tanto. Así que firmó el contrato sin pensarlo demasiado, segura de que se trataba de un trámite sin valor legal real.

Una vez que empezó a asistir a los cursos, notó que casi todas las actividades diarias ocurrían bajo la supervisión directa de Alarraki. Daniela escuchó fragmentos de información que le ayudaron a reconstruir la historia de la vinculación de su mentor con Altiörem. Alarraki conoció a Mathew Breinner —antes de que se convirtiera en Perfecto— durante una estadía en Harvard donde tomaba cursos de Administración de Empresas. Congeniaron desde el primer momento. Para entonces, Breinner tenía fama de ser una mente particularmente brillante. De hecho, una asociación especializada certificaba que su coeficiente intelectual era uno de los más altos del planeta. Los rumores decían que hablaba tres idiomas a los cinco años, que era músico autodidacta y que aprendió a tocar piano y violín solo. Jugaba ajedrez a un nivel alto, casi profesional, y podía resolver algunos problemas matemáticos de bastante complejidad. Además de sus destrezas intelectuales, fue campeón de karate —de donde tomó muchos elementos para el sistema de ascensos en Altiörem— y de atletismo. Desde un comienzo, su presencia descrestó a Alarraki, que lo siguió enseguida como a un maestro.

Breinner llevaba el pelo corto, casi rapado, y unos anteojos redondos que recordaban a los de John Lennon. Vestía kimonos japoneses de seda y estampados coloridos. Casi siempre estaba descalzo y solo usaba zapatos si era fundamental. Tenía una dieta estricta: tres veces al día comía pescado blanco, alcaparras, tomates y arroz integral.

Hablaba de reunir a un grupo de iluminados con quienes pudiera formar una nueva clase de líderes. Se presentaba como un intelectual, pero que se centraba en el coaching: en la reestructuración de la manera de pensar de quienes tomaban decisiones sociales importantes. No había ni magia ni esoterismo en su método: partía de bases científicas. Entre sus primeros seguidores se encontraban personas de diversas disciplinas, desde empresarios hasta actores, eso sí, compartían una obsesión por el éxito, el bienestar y la riqueza.

En las instalaciones de Altiörem todo transcurría tranquilamente. A Daniela le pareció entonces —y esta primera percepción nunca cambió demasiado— que no ocurría nada fuera de lo común. El ambiente era lo más parecido a una escuela de negocios o a una oficina cualquiera. Su rutina fue girando en torno a ese lugar: poco a poco se fue involucrando en los aspectos más diversos de la organización. Seleccionó algunos de los cursos que le parecieron más atractivos, organizó su horario a conciencia: tenía clases en la tarde tres veces a la semana. Una de las primeras sorpresas que se llevó fue ver lo centrados que eran sus compañeros. Sus objetivos eran precisos, para lograrlos sabían que debían involucrarse con los círculos de poder, con quienes movían las finanzas de las grandes corporaciones, con quienes tomaban las decisiones y podían convencer a otros. En últimas, no distaba demasiado de una competencia laboral. En los pasillos se escuchaba cómo se organizaban proyectos o circulaban ideas. También se cerraban negocios. Entre los expertos que dictaban los cursos se encontraban profesionales que venían de diferentes ciudades con años de experiencia en Altiörem. Eso sí, tenían un rasgo que los hacía reconocibles, utilizaban un mismo vocabulario y unos gestos automáticos, parecían robots programados para actuar o reaccionar de la misma manera.

Daniela se sabía inmadura, poco preparada para los negocios. No sabía por qué, pero comenzó a sentir una necesidad importante de ser alguien exitoso. Lo traía, muy seguramente, en su sangre. Toda su vida había escuchado a sus padres exaltar la importancia de ser “ganador” en los negocios. O tal vez no le gustaba sentir que era menos que otros. Si bien en los primeros contactos con la organización había sido escéptica sobre las otras personas que estaban en la escuela, con el tiempo se fue encontrando con un grupo de compañeros admirable. Entre las personas que tomaban cursos estaban algunos conocidos de situaciones sociales, pero sobre todo eran mujeres y hombres que querían aumentar su poder sobre los demás. Eran abogados, ingenieros, administradores, jóvenes profesionales que siempre tenían un punto de vista original sobre lo que se discutía en las sesiones. Daniela tomaba atenta nota, pues jamás había escuchado hablar tanto de finanzas, comercio internacional o crecimiento personal.

Regresaba a su casa llena de ideas, su cabeza no descansaba. Se preparaba una ensalada y comía sentada frente a la pantalla del computador donde investigaba sobre los temas que quería manejar. Se iba a la cama bastante tarde y a las pocas horas estaba levantada para ir a trotar. Dejó de lado los compromisos sociales de los fines de semana: pasaba a limpio sus apuntes o se preparaba para las sesiones de la semana. Los días en los que no iba a la sede se quedaba en casa traduciendo textos nuevos que le encargaba Alarraki. Se vio, otra vez, como la alumna destacada que fue en el colegio, lo que extrañaba. En los primeros dos meses ya se comentaba en la organización de su buena disposición y cada vez se involucraba más en las actividades. Al cabo de tres meses se dedicaba casi de tiempo completo a su nueva labor. Apenas podía ver a su familia y dejó de buscar a sus amigos. La vida social también se redujo radicalmente, pues le quitaba concentración para sus cursos. Las redes sociales pasaron al olvido. Daniela revisaba de vez en cuando sus perfiles; cuando lo hacía, aprovechaba para hacer publicaciones relacionadas con su nueva ocupación. Su buen rendimiento y compromiso cada vez generaban más comentarios, se rumoraba que Daniela tenía un futuro brillante y que pronto dejaría de ser pupila.

La transformación permeó su vida privada. Volvió a visitar a sus padres en momentos libres, de sorpresa, algunas tardes cuando salía temprano de la organización. Les contaba al detalle sus progresos y ellos la escuchaban complacidos: parecía que su hija estaba, por fin, encarrilada. Con Juan José también pasaba horas comentando sus nuevas ocupaciones. A pesar de que se veían poco, y ya muy rara vez tenían sexo, esta nueva complicidad reavivó el cariño entre los dos. A Daniela ya casi nada le parecía grave: no podía creer lo miserable que se sentía unos meses atrás. Todas sus preocupaciones le parecían insensatas y fútiles, vistas ahora bajo el prisma de su nueva realidad.

Su siguiente tarea importante no tardó en llegar, en efecto. Había demostrado ser de confianza, así que Alarraki y el comité ejecutivo —que nadie había visto nunca, por cierto— decidieron invitarla a hacer parte de uno de los proyectos cruciales para el futuro de la organización. Se trataba de la Iniciativa Para la Educación Radical, IPER, que venía creciendo en los últimos años. Como le explicaron brevemente, era un sistema concebido para educar a los hijos de los miembros de Altiörem desde temprana edad. Era una manera diferente de ver la educación y de formar a los líderes que tomarían las riendas en unas décadas. Estar involucrada en este espacio era un absoluto privilegio, pero, le advirtieron, conllevaba una enorme entrega. Era un paso más en su ascendente inicio en la pirámide.

La idea principal del pénsum de estudios de IPER era alejarse de la educación tradicional —que los fundadores consideraban mediocre— para centrarse en una manera de ver el mundo desde perspectivas distintas. Así, los niños empezaban sus estudios desde pequeños con instructores de todas las nacionalidades que les enseñaban diferentes maneras de conocimiento. Los maestros que contrataba la organización conocían la cultura de su país y les transmitían a los alumnos los elementos más importantes de estos. A veces, incluso, eran locales que se mudaban al país solo para dar clases en el colegio. La idea era que los estudiantes tuvieran una formación que los hiciera ciudadanos del planeta. Rentaron un edificio completo, no muy lejano de la sede principal, que dividieron por niveles. Cada una de las salas se especializaba en una cultura: francesa, alemana, árabe, japonesa. En ellas había un maestro encargado de ser el tutor; cuando los niños ingresaban debían sentirse como locales de los países de los que se hablaba. Para eso, se establecía un montaje gráfico que recordaba los lugares emblemáticos de las ciudades.

El trabajo asignado a Daniela tenía que ver con el rediseño y organización de las aulas donde los niños recibirían las clases. Como siempre, la encomienda vino acompañada de un gran discurso de Alarraki:

—Tu labor en este caso será fundamental, sé que no nos vas a defraudar —le dijo.

Ya para entonces Daniela se tomaba en serio los comentarios de su mentor. Ella, que tantas veces atrás se había enfrentado a las figuras de autoridad, en este caso obedecía sin dudarlo. Es más: una de sus mayores preocupaciones era defraudarlo. Por eso se entregó con devoción a esta nueva prueba. Sabía que la estaban evaluando a cada paso y un error podía significar perder lo que había alcanzado. Prácticamente no salió de los salones de clase. Se decidió a iniciar una total remodelación. Era un proyecto perfecto para ella: en él podía mezclar sus aspiraciones como diseñadora con su aprendizaje en Altiörem. Era el momento de reivindicarse y olvidar todas sus frustraciones del pasado. Sentía, además, que esta nueva faceta de educadora le encantaba, era una vocación que nunca había contemplado.

Pasó así un sinfín de horas: sumergida hasta el agotamiento en esta obsesión, que le daba sentido al resto de su vida. Ignoraba el cansancio. Se repetía los mantras que aprendió en los talleres: quería ser fuerte para aguantar un ritmo de trabajo intenso. Trabajó con otros dos diseñadores que tenía a su cargo; Daniela se mostró como una jefe exigente pero amable. Quería demostrar que era una líder natural. Con su equipo rediseñó los salones con cuidado en los detalles. Los resultados deslumbraron a los miembros, mucho más de lo esperado. La calidad de las aulas era notable, la nueva disposición recibió los mejores comentarios entre padres y profesores. Los niños se veían felices. Llegaban en grupos de diez, divididos por edades; los niños y niñas tenían entre tres y once años. Estaban mezclados en grupos, pues la filosofía IPER señalaba que debían cohabitar en diferentes etapas de desarrollo. El único elemento común a los salones era una foto de Perfecto e Iluminada que colgaba en el muro principal.

Alarraki elogió públicamente a Daniela, ya apoderado del papel de mentor oficial. Hizo notar su entrega y profesionalismo. La puso como un ejemplo. Luego la citó en su oficina, en privado. Aplaudió, otra vez, su actitud. Le dijo que en un periodo corto había cumplido todas las expectativas y por eso merecía subir de nivel. Le explicó el sistema de ascensos —del que Daniela ya había oído hablar—, se trataba de una pirámide de siete niveles, cada uno con un color diferente. En la parte más baja estaban los amarillos (principiantes), naranjas (protectores), rojos (entrenadores) y verdes (entrenadores senior). La parte superior estaba reservada para los azules (consejeros), violetas (consejeros senior) y oro, al que solo podían acceder Perfecto e Iluminada por su nivel de conocimiento. Alarraki era verde y por eso estaba encargado de toda la operación en el país.

Daniela acababa de aprobar la primera fase del camino, su pasantía había terminado. La organización había observado con detenimiento sus objetivos y logros. Luego de una deliberación sobre su caso, a pesar de que su ingreso era muy reciente, veían en ella un potencial fuera de lo común. Decidieron que podía empezar la preparación para ser una naranja. Ese nuevo estatus le otorgaba una serie de privilegios. En primer lugar, tendría mayor acceso a información: sabría con detalle las noticias intensas de la organización. También podría proponer candidatos para iniciar los cursos; mientras más gente entrara gracias a ella más puntos recibiría. También empezaría a recibir ganancias y el costo de los cursos era menor. Obviamente tendría mayores responsabilidades.

—Mereces una felicitación, Daniela, en estos años que llevo en la organización no había visto otro caso de éxito tan espectacular como el tuyo —le dijo con emoción—. Me alegro de no haberme equivocado, vienen grandes cosas para ti. Esta es una nueva familia.

Se acercó y la abrazó. Era la primera vez que tenían contacto físico. Ella también estaba contenta. Esa última frase, sobre todo, la conmocionó: “Así que eso se siente estar de verdad en familia”, pensó mientras se entregaba a una total sensación de protección.

 

Este es un fragmento de Ceremonia,
de Felipe Restrepo Pombo,
Planeta, Bogotá, 2022.

Cortesía de Grupo Planeta México
planetadelibros.com.mx

 

Esta historia se publicó en la edición dedicada a «Región de extremos«.


Felipe Restrepo Pombo. Bogotá, 1987. Periodista y escritor colombiano. Su trabajo narrativo ha sido traducido al inglés, al francés y al italiano. Autor de Francis Bacon. Retrato de una pesadilla, Nunca es fácil ser una celebridad y Formas de evasión. Editó dos antologías en la colección Crónica, con lo mejor del periodismo narrativo latinoamericano, y The sorrows of Mexico, título ganador del English PEN Award. Ha sido coordinador del Premio Anagrama de Crónica en España y jurado del Premio Internacional Neustadt de Literatura en Estados Unidos. Fue editor de Esquire, Arcadia y Gatopardo. Ha colaborado para Words Without Borders, The Washington Post y World Literature Today.

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