La manifestación feminista del 8M es masiva y, por lo tanto, contiene muchas experiencias distintas. Esta es una crónica sobre lo que ocurrió frente al muro que se levantó para proteger el Palacio Nacional y la Catedral metropolitana.
Para mantenerse en la sección de la marcha feminista que se planta frente al Palacio Nacional, hay que asimilar una escena que se repite incansablemente. Las mujeres, en grupo o solas, se acercan al muro de vallas metálicas que se levanta frente al edificio para grafitear sus denuncias, sus consignas y los nombres de las víctimas de feminicidio, para gritar con furia contra el muro o dejarle flores, para recordarle los hechos de violencia contra las mujeres, insultarlo, desafiar a quienes lo levantaron (“¡nos tienen miedo!”), recargar la espalda y los brazos contra él y patearlo entre todas. El estruendo de las patadas contra el metal viene de varias direcciones y la escena entera es idéntica frente a la Catedral metropolitana. La mayoría de las mujeres observa todo desde la plancha del Zócalo. Unas cuantas disparan el aerosol de sus latas, lo encienden y crean llamaradas impresionantes que se extinguen a los pocos segundos. A veces logran prender las cartulinas que usaron antes para manifestarse, esas que sostuvieron en alto mientras caminaban por Reforma, avenida Juárez y Cinco de Mayo se convierten aquí en pequeñas hogueras que se apagan pronto. Algunas dedican toda su energía a tratar de derrotar la muralla; se acercan con martillos, con piezas y tubos de metal queriendo vencer las uniones, soldadas una noche antes para reforzar un muro que es demasiado fuerte, muy pesado y que permanece en su sitio.
El muro se mantiene casi intacto, pero nunca pasivo: muchas de sus vallas tienen aberturas que aprovechan las y los policías —sí, hay policías hombres en el 8M— para rociar a las mujeres con nubes de polvo extintor, según los altos mandos del gobierno capitalino, la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana y su titular. El muro escupe chorros y chorros, uno tras otro. Continuamente. Arbitrariamente. Ante la prensa y lejos de aquí, las autoridades recitan las instrucciones sobre el uso adecuado de los extintores, reiteran que sólo se emplean para “apagar incendios”. En realidad, las y los policías los activan por todo y nada: contra las que se acercan a gritar, contra las jóvenes que se asoman por las aberturas para mirar o filmar a través de ellas, contra la que pudo trepar una de las vallas y las que consiguieron un largo poste metálico para tirar contra el muro. En este 8M su uso fue indiscriminado: chorrearon tanto que esta parte del Zócalo parece cubierta de neblina.
Para permanecer aquí, decía, hace falta conocer una de las pocas reacciones defensivas que las feministas tienen a su alcance... o aprenderla tan rápido como sea posible. Ante cada nube que sale del muro, desde que comienza a inflarse y llenar el aire, hay que darse la vuelta, hay que darle la espalda y cerrar los ojos de inmediato, cubrirlos con las manos o el paliacate morado y contener la respiración para inhalar la menor cantidad posible. Otra nube se aproxima y los grupos de amigas se reúnen de prisa, forman círculos para resguardarse con sus cuerpos unidos, se hincan para que la nube vuele encima de ellas, sin afectarlas. No se puede cargar contra el muro constantemente, ni siquiera es posible mirar hacia él todo el tiempo. A cada rato hay que interrumpir lo que una esté haciendo para protegerse.
—¡Ya pasó!, ¡ya pasó! —grita una y las demás empiezan a abrir los ojos y a levantar la mirada con cautela. Lo primero que ven es que no todas los han abierto. Por el dolor que sienten, las facciones se les juntan en el centro del rostro. Parece que desearían poder cerrarse la cara por completo.
—¡¿A alguien le cayó en los ojos?!
—¡A mí!
—¡Ay, no mames!
—¡Pepto!, ¡te estoy echando Pepto! —explica un hombre con chaleco y casco rojos, es un miembro de Marabunta, la brigada humanitaria que ha asistido a todas las manifestaciones feministas de los últimos años en la Ciudad de México.
En este momento las ambulancias no están estacionadas en el perímetro estricto del Zócalo. Veo una a lo lejos, con sus luces rojas encendidas, en la esquina de 20 de Noviembre. Son las mujeres y los hombres de Marabunta los primeros en brindar auxilio.
—No te vayas a quitar el Pepto —continúa el hombre mientras termina de rociar subsalicilato de bismuto, un medicamento ideado para curar los malestares del estómago, pero que en los 8M sirve para otro propósito.
—Es nuestra solución favorita: sirve como una capa protectora —dice el hombre de Marabunta—. No te vayas a tallar los ojos.
La chica asiente y termina con la cara empapada. Al poco tiempo deja de tensar los músculos y aparecen en su rostro los primeros gestos de tranquilidad y alivio. Al final del día, decenas de mujeres caminarán de vuelta a casa, con costras rosas de Pepto Bismol en la frente, en los párpados, en las mejillas.
Esta escena acaba y de inmediato reinicia: unas cuantas mujeres vuelven al muro. Le avientan lo que pueden: vuelan cerillos prendidos que se apagan en el aire, las botellas de agua se elevan con una trayectoria arqueada y logran caer detrás de las vallas, otras truenan cuetes. Del otro lado, la Policía también arroja cosas.
Aterriza enfrente de mí una lata de metal. Es chica, pero está repleta de un humo concentrado que sale de algún orificio a máxima velocidad. Esa nube no se parece en nada a la de los extintores —ni siquiera proviene de un extintor—. Quienes están cerca se tragan su humo. Algunas se paralizan y otras se acercan para tomarlas del brazo y alejarlas corriendo de ahí, les arrojan agua a la cara y Marabunta vuelve con sus sprays de Pepto. Las que pueden gritan que arde, arde mucho. Otras se inclinan para sobreponerse: sus ojos lagrimean y los cierran con fuerza. Nos rodean toses y estornudos.
—Tenemos una granada de gas —explica Miguel Barrera, de Marabunta, y muestra una latita metálica chaparra y redonda—. Le lijaron el número, la clasificación. Esto no lo encuentran los civiles en las tiendas, provino de una armería.
En un extremo de Palacio Nacional se atraviesa, corriendo frente a todas, una mujer joven que no deja de acercarse a las vallas.
—¿Qué haces? —le pregunto a gritos, sorprendida.
—Estoy acuerpando porque hay mucha violencia. Sólo saben responder así. ¡Si responden con violencia, violencia van a tener! —y de nuevo sale corriendo en dirección al muro. Usa las dos manos y toda su fuerza para tapar con su pancarta las aberturas por donde la Policía lanza sus chorros y nubes. A pesar de que no lleva un martillo ni un tubo ni una piedra, no se ve temerosa, sino decidida. En su pancarta, dañada y cubierta de polvo de extintor, aún se puede leer: Mujer, ármate para la revolución.
Entre la fiesta y la tensión
Una puede detenerse en cualquier punto de Cinco de Mayo, entre las cuatro y las cinco de la tarde de este 8M, y constatar que las mujeres llenan la avenida, no sólo a lo ancho, sino de un extremo a otro: desde Lázaro Cárdenas hasta la calle Monte de Piedad, donde se asoma a lo lejos una torre de la Catedral. Pararse ahí y que sigan pasando los minutos y que sigan pasando las mujeres. A la media hora, una podría creer que su marcha acabará pronto, pero no es así: los contingentes no menguan. Usan cuerdas para delimitarlos y dentro de cada uno avanzan decenas de mujeres vestidas de morado, lila, púrpura, y de todas las edades, aunque esta vez sobresalen las jóvenes: son muchísimas. Una lleva la mitad de la cara cubierta con un paliacate morado y me dice que es su primera marcha:
—Me siento segura aquí. Uso el paliacate porque quiero que sepan que estoy con ellas.
—¿Qué piensas de las granaderas que ya están entrando?
—Creo que hay más policías aquí que cuando una mujer necesita ayuda —responde con aplomo la mujer de catorce años. Vino con su tía, que se para a su lado con orgullo.
Terminamos la entrevista porque detrás de ellas avanza con rapidez una columna numerosa de mujeres policías y, en un abrir y cerrar de ojos, tapizan ambos extremos de la avenida. Hombro a hombro, se paran de espaldas a los comercios, mientras las manifestantes las reciben gritando: “¡La que no brinque es poli! ¡La que no brinque es poli”. Al menos desde la esquina de Filomeno Mata y hasta la Catedral, se extienden en una hilera compacta; en algunas secciones forman, con sus cuerpos, hasta tres filas de escudos y relucientes cascos negros. La oficial Castellanos responde “como setecientas” cuando le pregunto cuántas son y por qué crean un muro protector de las tiendas.
—Por la seguridad de los usuarios.
—¿De qué usuarios?
—De todos, de todas las personas que vienen a manifestarse.
La marcha sigue reaccionando a su presencia: “¡Las polis no me cuidan, me cuidan mis amigas!”, pero un grupo de mujeres empieza a repartirles flores blancas y moradas, que las policías aceptan: las llevan en el chaleco.
—¿Por qué les regalas flores?
—Porque, de alguna manera, ellas nos están cuidando. Para integrarlas. Porque no las debemos de lastimar —explica Nadia, de veinticuatro años.
—¿Por qué le recibió las flores? —les pregunto a varias policías.
—¡Ni modo que no se las reciba! —contesta una y su tono hace pensar que las tomó a regañadientes.
—Son compañeras, somos mujeres y hay que cuidarnos —dice otra, más contenta.
—¿Qué crees? Hay una gran diferencia. Se siente bien bonito así, que no haya tanta violencia como en las últimas veces —responde una más.
Pese a las flores, al poco tiempo, una joven sale corriendo de las policías, asustada, y se pierde entre la multitud. Enseguida los contingentes se alejan instintivamente. Sobre la calle se forma un gran hueco entre las manifestantes y las oficiales hasta que una mujer con un acordeón se les para enfrente y toca con enjundia una melodía animada que consigue tranquilizar a todas.
—Nos llamamos Corroncha Son. Nos acercamos para calmar un poco y proteger a las compañeras.
—¿Les ha funcionado?, ¿lo han hecho antes?
—Sí —contesta la mujer del acordeón que sigue tocando y ya se reintegró a la marcha. A su lado, una compañera suya toca una jarana.
La manifestación va oscilando entre la tensión con las policías y su carácter festivo. Las que caminan por la calle celebran a las que se asoman por las ventanas de los edificios, ondeando desde lo alto un pañuelo violeta o sosteniendo un gran moño morado. Festejan a cualquier mujer que se le una.
—¡Que la suelten! ¡Que la suelten! ¡Que la suelten!
Enfrente de la cortina cerrada de la tienda Valenti, se agolpa un montón de policías. Entre los uniformes y los cascos, alcanzo a ver el rostro afligido de una mujer muy joven. La detienen entre varias, forcejean y ella grita su nombre para que las demás sepamos quién es, por si la arrestan, por si se la llevan. Se llama Leonor. Finalmente, deciden soltarla y vuelve a la multitud.
—¿Tienen a alguien allá atrás? —pregunta una voz.
—¡Suél-ta-laaaaaa! —pide otra.
—¡No!, ¡salió!
—¡Ya no hay nadie! —le dice una policía a otra.
—No, pues no, realmente no supimos qué pasó —informa Blanca Alvarado, de su cuello cuelga un distintivo de Protección Civil—. Nosotros estamos para apoyar a las chicas e igual el elemento femenil que tenemos está para cuidarlas, no para agredirlas. En este momento todos somos un equipo, venimos en una sola línea, que es: somos mujeres. Yo soy paramédico, voluntario y ahorita estoy ayudando a las grandes mujeres, como las que somos.
Comienza el operativo
La multitud seguirá caminando hasta llegar al Zócalo. A las cinco y media de la tarde, otra larguísima columna de policías parece encaminarse hacia el mismo lugar, pero al llegar a la calle Monte de Piedad, en vez de dar vuelta a la derecha y acompañar a la manifestación, gira en sentido contrario, hacia la izquierda. Cerca de cincuenta policías esperan a un costado de la Catedral. En la fila, que avanza pausadamente, hay policías que cargan extintores de 4.5 kilogramos.
—¿Para qué los extintores? —le pregunto a la oficial G. Suárez P.
—No son para nada —contesta, negando con la cabeza.
—¿Para qué los traen?
—Para cualquier incendio —recuerda, finalmente, el mensaje principal de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que, tres días antes, publicó un comunicado para informar que llevaría “alrededor de cuatrocientos extintores” e insistir —lo menciona dos veces— en que solamente se utilizarán para “sofocar conatos incendios”. Insiste, también, su titular: “Sí usamos el extinguidor para atender ciertos conatos de incendio e incluso incendios”.
Esa larguísima fila de policías atraviesa la pequeña plaza lateral de la Catedral metropolitana, donde no hay ni una manifestante feminista. Allá, a lo lejos, se oyen los gritos de la manifestación que sumó a 75 mil mujeres, pero aquí predomina el silencio —oigo, incluso, el trinar de un pajarito—. En República de Guatemala, el policía Rivera las saluda sonriendo y chocando su puño con los de aquellas que van llegando.
—Con todo —una le devuelve el saludo.
—Con todo —responde Rivera. El escudo que tiene bordado en el brazo derecho de la camisa indica que pertenece a la Del Valle.
Los tres mil policías que están hoy en el Centro Histórico provienen de diferentes colonias y alcaldías —Nápoles, Nativitas, Tlalpan—. Algunos son parte de sectores muy distantes, como el de Huipulco-Hospitales, al suroeste de la Ciudad de México.
Si la fila avanza lentamente es porque las y los policías van pasando uno a uno por la estrecha entrada a la parte trasera de las vallas.
El muro metálico comienza aquí y en ningún punto volverá a abrirse: recorre este lado de la Catedral, continúa frente a ella, cierra el espacio entre este edificio y el de Palacio Nacional, y también recorre por completo esa fachada. Aunque hay vallas que funcionan como puertas —escucho, desde fuera, el ruido metálico que hace alguien al cerrarlas—, el muro jamás se interrumpe. Cuando me asomo por las rendijas, por los pocos huecos que quedan o por las aberturas que la Policía controla, las y los veo otra vez: han regresado a la formación, colocan sus escudos frente a sus cuerpos y sobre sus cabezas, creando un techo improvisado pero resistente.
No sé si las flores aún adornan sus chalecos pero, desde atrás de las vallas, activarán los extintores indiscriminadamente: contra cualquier manifestante que se acerque al muro.
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Para mantenerse en la sección de la marcha feminista que se planta frente al Palacio Nacional, hay que asimilar una escena que se repite incansablemente. Las mujeres, en grupo o solas, se acercan al muro de vallas metálicas que se levanta frente al edificio para grafitear sus denuncias, sus consignas y los nombres de las víctimas de feminicidio, para gritar con furia contra el muro o dejarle flores, para recordarle los hechos de violencia contra las mujeres, insultarlo, desafiar a quienes lo levantaron (“¡nos tienen miedo!”), recargar la espalda y los brazos contra él y patearlo entre todas. El estruendo de las patadas contra el metal viene de varias direcciones y la escena entera es idéntica frente a la Catedral metropolitana. La mayoría de las mujeres observa todo desde la plancha del Zócalo. Unas cuantas disparan el aerosol de sus latas, lo encienden y crean llamaradas impresionantes que se extinguen a los pocos segundos. A veces logran prender las cartulinas que usaron antes para manifestarse, esas que sostuvieron en alto mientras caminaban por Reforma, avenida Juárez y Cinco de Mayo se convierten aquí en pequeñas hogueras que se apagan pronto. Algunas dedican toda su energía a tratar de derrotar la muralla; se acercan con martillos, con piezas y tubos de metal queriendo vencer las uniones, soldadas una noche antes para reforzar un muro que es demasiado fuerte, muy pesado y que permanece en su sitio.
El muro se mantiene casi intacto, pero nunca pasivo: muchas de sus vallas tienen aberturas que aprovechan las y los policías —sí, hay policías hombres en el 8M— para rociar a las mujeres con nubes de polvo extintor, según los altos mandos del gobierno capitalino, la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana y su titular. El muro escupe chorros y chorros, uno tras otro. Continuamente. Arbitrariamente. Ante la prensa y lejos de aquí, las autoridades recitan las instrucciones sobre el uso adecuado de los extintores, reiteran que sólo se emplean para “apagar incendios”. En realidad, las y los policías los activan por todo y nada: contra las que se acercan a gritar, contra las jóvenes que se asoman por las aberturas para mirar o filmar a través de ellas, contra la que pudo trepar una de las vallas y las que consiguieron un largo poste metálico para tirar contra el muro. En este 8M su uso fue indiscriminado: chorrearon tanto que esta parte del Zócalo parece cubierta de neblina.
Para permanecer aquí, decía, hace falta conocer una de las pocas reacciones defensivas que las feministas tienen a su alcance... o aprenderla tan rápido como sea posible. Ante cada nube que sale del muro, desde que comienza a inflarse y llenar el aire, hay que darse la vuelta, hay que darle la espalda y cerrar los ojos de inmediato, cubrirlos con las manos o el paliacate morado y contener la respiración para inhalar la menor cantidad posible. Otra nube se aproxima y los grupos de amigas se reúnen de prisa, forman círculos para resguardarse con sus cuerpos unidos, se hincan para que la nube vuele encima de ellas, sin afectarlas. No se puede cargar contra el muro constantemente, ni siquiera es posible mirar hacia él todo el tiempo. A cada rato hay que interrumpir lo que una esté haciendo para protegerse.
—¡Ya pasó!, ¡ya pasó! —grita una y las demás empiezan a abrir los ojos y a levantar la mirada con cautela. Lo primero que ven es que no todas los han abierto. Por el dolor que sienten, las facciones se les juntan en el centro del rostro. Parece que desearían poder cerrarse la cara por completo.
—¡¿A alguien le cayó en los ojos?!
—¡A mí!
—¡Ay, no mames!
—¡Pepto!, ¡te estoy echando Pepto! —explica un hombre con chaleco y casco rojos, es un miembro de Marabunta, la brigada humanitaria que ha asistido a todas las manifestaciones feministas de los últimos años en la Ciudad de México.
En este momento las ambulancias no están estacionadas en el perímetro estricto del Zócalo. Veo una a lo lejos, con sus luces rojas encendidas, en la esquina de 20 de Noviembre. Son las mujeres y los hombres de Marabunta los primeros en brindar auxilio.
—No te vayas a quitar el Pepto —continúa el hombre mientras termina de rociar subsalicilato de bismuto, un medicamento ideado para curar los malestares del estómago, pero que en los 8M sirve para otro propósito.
—Es nuestra solución favorita: sirve como una capa protectora —dice el hombre de Marabunta—. No te vayas a tallar los ojos.
La chica asiente y termina con la cara empapada. Al poco tiempo deja de tensar los músculos y aparecen en su rostro los primeros gestos de tranquilidad y alivio. Al final del día, decenas de mujeres caminarán de vuelta a casa, con costras rosas de Pepto Bismol en la frente, en los párpados, en las mejillas.
Esta escena acaba y de inmediato reinicia: unas cuantas mujeres vuelven al muro. Le avientan lo que pueden: vuelan cerillos prendidos que se apagan en el aire, las botellas de agua se elevan con una trayectoria arqueada y logran caer detrás de las vallas, otras truenan cuetes. Del otro lado, la Policía también arroja cosas.
Aterriza enfrente de mí una lata de metal. Es chica, pero está repleta de un humo concentrado que sale de algún orificio a máxima velocidad. Esa nube no se parece en nada a la de los extintores —ni siquiera proviene de un extintor—. Quienes están cerca se tragan su humo. Algunas se paralizan y otras se acercan para tomarlas del brazo y alejarlas corriendo de ahí, les arrojan agua a la cara y Marabunta vuelve con sus sprays de Pepto. Las que pueden gritan que arde, arde mucho. Otras se inclinan para sobreponerse: sus ojos lagrimean y los cierran con fuerza. Nos rodean toses y estornudos.
—Tenemos una granada de gas —explica Miguel Barrera, de Marabunta, y muestra una latita metálica chaparra y redonda—. Le lijaron el número, la clasificación. Esto no lo encuentran los civiles en las tiendas, provino de una armería.
En un extremo de Palacio Nacional se atraviesa, corriendo frente a todas, una mujer joven que no deja de acercarse a las vallas.
—¿Qué haces? —le pregunto a gritos, sorprendida.
—Estoy acuerpando porque hay mucha violencia. Sólo saben responder así. ¡Si responden con violencia, violencia van a tener! —y de nuevo sale corriendo en dirección al muro. Usa las dos manos y toda su fuerza para tapar con su pancarta las aberturas por donde la Policía lanza sus chorros y nubes. A pesar de que no lleva un martillo ni un tubo ni una piedra, no se ve temerosa, sino decidida. En su pancarta, dañada y cubierta de polvo de extintor, aún se puede leer: Mujer, ármate para la revolución.
Entre la fiesta y la tensión
Una puede detenerse en cualquier punto de Cinco de Mayo, entre las cuatro y las cinco de la tarde de este 8M, y constatar que las mujeres llenan la avenida, no sólo a lo ancho, sino de un extremo a otro: desde Lázaro Cárdenas hasta la calle Monte de Piedad, donde se asoma a lo lejos una torre de la Catedral. Pararse ahí y que sigan pasando los minutos y que sigan pasando las mujeres. A la media hora, una podría creer que su marcha acabará pronto, pero no es así: los contingentes no menguan. Usan cuerdas para delimitarlos y dentro de cada uno avanzan decenas de mujeres vestidas de morado, lila, púrpura, y de todas las edades, aunque esta vez sobresalen las jóvenes: son muchísimas. Una lleva la mitad de la cara cubierta con un paliacate morado y me dice que es su primera marcha:
—Me siento segura aquí. Uso el paliacate porque quiero que sepan que estoy con ellas.
—¿Qué piensas de las granaderas que ya están entrando?
—Creo que hay más policías aquí que cuando una mujer necesita ayuda —responde con aplomo la mujer de catorce años. Vino con su tía, que se para a su lado con orgullo.
Terminamos la entrevista porque detrás de ellas avanza con rapidez una columna numerosa de mujeres policías y, en un abrir y cerrar de ojos, tapizan ambos extremos de la avenida. Hombro a hombro, se paran de espaldas a los comercios, mientras las manifestantes las reciben gritando: “¡La que no brinque es poli! ¡La que no brinque es poli”. Al menos desde la esquina de Filomeno Mata y hasta la Catedral, se extienden en una hilera compacta; en algunas secciones forman, con sus cuerpos, hasta tres filas de escudos y relucientes cascos negros. La oficial Castellanos responde “como setecientas” cuando le pregunto cuántas son y por qué crean un muro protector de las tiendas.
—Por la seguridad de los usuarios.
—¿De qué usuarios?
—De todos, de todas las personas que vienen a manifestarse.
La marcha sigue reaccionando a su presencia: “¡Las polis no me cuidan, me cuidan mis amigas!”, pero un grupo de mujeres empieza a repartirles flores blancas y moradas, que las policías aceptan: las llevan en el chaleco.
—¿Por qué les regalas flores?
—Porque, de alguna manera, ellas nos están cuidando. Para integrarlas. Porque no las debemos de lastimar —explica Nadia, de veinticuatro años.
—¿Por qué le recibió las flores? —les pregunto a varias policías.
—¡Ni modo que no se las reciba! —contesta una y su tono hace pensar que las tomó a regañadientes.
—Son compañeras, somos mujeres y hay que cuidarnos —dice otra, más contenta.
—¿Qué crees? Hay una gran diferencia. Se siente bien bonito así, que no haya tanta violencia como en las últimas veces —responde una más.
Pese a las flores, al poco tiempo, una joven sale corriendo de las policías, asustada, y se pierde entre la multitud. Enseguida los contingentes se alejan instintivamente. Sobre la calle se forma un gran hueco entre las manifestantes y las oficiales hasta que una mujer con un acordeón se les para enfrente y toca con enjundia una melodía animada que consigue tranquilizar a todas.
—Nos llamamos Corroncha Son. Nos acercamos para calmar un poco y proteger a las compañeras.
—¿Les ha funcionado?, ¿lo han hecho antes?
—Sí —contesta la mujer del acordeón que sigue tocando y ya se reintegró a la marcha. A su lado, una compañera suya toca una jarana.
La manifestación va oscilando entre la tensión con las policías y su carácter festivo. Las que caminan por la calle celebran a las que se asoman por las ventanas de los edificios, ondeando desde lo alto un pañuelo violeta o sosteniendo un gran moño morado. Festejan a cualquier mujer que se le una.
—¡Que la suelten! ¡Que la suelten! ¡Que la suelten!
Enfrente de la cortina cerrada de la tienda Valenti, se agolpa un montón de policías. Entre los uniformes y los cascos, alcanzo a ver el rostro afligido de una mujer muy joven. La detienen entre varias, forcejean y ella grita su nombre para que las demás sepamos quién es, por si la arrestan, por si se la llevan. Se llama Leonor. Finalmente, deciden soltarla y vuelve a la multitud.
—¿Tienen a alguien allá atrás? —pregunta una voz.
—¡Suél-ta-laaaaaa! —pide otra.
—¡No!, ¡salió!
—¡Ya no hay nadie! —le dice una policía a otra.
—No, pues no, realmente no supimos qué pasó —informa Blanca Alvarado, de su cuello cuelga un distintivo de Protección Civil—. Nosotros estamos para apoyar a las chicas e igual el elemento femenil que tenemos está para cuidarlas, no para agredirlas. En este momento todos somos un equipo, venimos en una sola línea, que es: somos mujeres. Yo soy paramédico, voluntario y ahorita estoy ayudando a las grandes mujeres, como las que somos.
Comienza el operativo
La multitud seguirá caminando hasta llegar al Zócalo. A las cinco y media de la tarde, otra larguísima columna de policías parece encaminarse hacia el mismo lugar, pero al llegar a la calle Monte de Piedad, en vez de dar vuelta a la derecha y acompañar a la manifestación, gira en sentido contrario, hacia la izquierda. Cerca de cincuenta policías esperan a un costado de la Catedral. En la fila, que avanza pausadamente, hay policías que cargan extintores de 4.5 kilogramos.
—¿Para qué los extintores? —le pregunto a la oficial G. Suárez P.
—No son para nada —contesta, negando con la cabeza.
—¿Para qué los traen?
—Para cualquier incendio —recuerda, finalmente, el mensaje principal de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que, tres días antes, publicó un comunicado para informar que llevaría “alrededor de cuatrocientos extintores” e insistir —lo menciona dos veces— en que solamente se utilizarán para “sofocar conatos incendios”. Insiste, también, su titular: “Sí usamos el extinguidor para atender ciertos conatos de incendio e incluso incendios”.
Esa larguísima fila de policías atraviesa la pequeña plaza lateral de la Catedral metropolitana, donde no hay ni una manifestante feminista. Allá, a lo lejos, se oyen los gritos de la manifestación que sumó a 75 mil mujeres, pero aquí predomina el silencio —oigo, incluso, el trinar de un pajarito—. En República de Guatemala, el policía Rivera las saluda sonriendo y chocando su puño con los de aquellas que van llegando.
—Con todo —una le devuelve el saludo.
—Con todo —responde Rivera. El escudo que tiene bordado en el brazo derecho de la camisa indica que pertenece a la Del Valle.
Los tres mil policías que están hoy en el Centro Histórico provienen de diferentes colonias y alcaldías —Nápoles, Nativitas, Tlalpan—. Algunos son parte de sectores muy distantes, como el de Huipulco-Hospitales, al suroeste de la Ciudad de México.
Si la fila avanza lentamente es porque las y los policías van pasando uno a uno por la estrecha entrada a la parte trasera de las vallas.
El muro metálico comienza aquí y en ningún punto volverá a abrirse: recorre este lado de la Catedral, continúa frente a ella, cierra el espacio entre este edificio y el de Palacio Nacional, y también recorre por completo esa fachada. Aunque hay vallas que funcionan como puertas —escucho, desde fuera, el ruido metálico que hace alguien al cerrarlas—, el muro jamás se interrumpe. Cuando me asomo por las rendijas, por los pocos huecos que quedan o por las aberturas que la Policía controla, las y los veo otra vez: han regresado a la formación, colocan sus escudos frente a sus cuerpos y sobre sus cabezas, creando un techo improvisado pero resistente.
No sé si las flores aún adornan sus chalecos pero, desde atrás de las vallas, activarán los extintores indiscriminadamente: contra cualquier manifestante que se acerque al muro.
La manifestación feminista del 8M es masiva y, por lo tanto, contiene muchas experiencias distintas. Esta es una crónica sobre lo que ocurrió frente al muro que se levantó para proteger el Palacio Nacional y la Catedral metropolitana.
Para mantenerse en la sección de la marcha feminista que se planta frente al Palacio Nacional, hay que asimilar una escena que se repite incansablemente. Las mujeres, en grupo o solas, se acercan al muro de vallas metálicas que se levanta frente al edificio para grafitear sus denuncias, sus consignas y los nombres de las víctimas de feminicidio, para gritar con furia contra el muro o dejarle flores, para recordarle los hechos de violencia contra las mujeres, insultarlo, desafiar a quienes lo levantaron (“¡nos tienen miedo!”), recargar la espalda y los brazos contra él y patearlo entre todas. El estruendo de las patadas contra el metal viene de varias direcciones y la escena entera es idéntica frente a la Catedral metropolitana. La mayoría de las mujeres observa todo desde la plancha del Zócalo. Unas cuantas disparan el aerosol de sus latas, lo encienden y crean llamaradas impresionantes que se extinguen a los pocos segundos. A veces logran prender las cartulinas que usaron antes para manifestarse, esas que sostuvieron en alto mientras caminaban por Reforma, avenida Juárez y Cinco de Mayo se convierten aquí en pequeñas hogueras que se apagan pronto. Algunas dedican toda su energía a tratar de derrotar la muralla; se acercan con martillos, con piezas y tubos de metal queriendo vencer las uniones, soldadas una noche antes para reforzar un muro que es demasiado fuerte, muy pesado y que permanece en su sitio.
El muro se mantiene casi intacto, pero nunca pasivo: muchas de sus vallas tienen aberturas que aprovechan las y los policías —sí, hay policías hombres en el 8M— para rociar a las mujeres con nubes de polvo extintor, según los altos mandos del gobierno capitalino, la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana y su titular. El muro escupe chorros y chorros, uno tras otro. Continuamente. Arbitrariamente. Ante la prensa y lejos de aquí, las autoridades recitan las instrucciones sobre el uso adecuado de los extintores, reiteran que sólo se emplean para “apagar incendios”. En realidad, las y los policías los activan por todo y nada: contra las que se acercan a gritar, contra las jóvenes que se asoman por las aberturas para mirar o filmar a través de ellas, contra la que pudo trepar una de las vallas y las que consiguieron un largo poste metálico para tirar contra el muro. En este 8M su uso fue indiscriminado: chorrearon tanto que esta parte del Zócalo parece cubierta de neblina.
Para permanecer aquí, decía, hace falta conocer una de las pocas reacciones defensivas que las feministas tienen a su alcance... o aprenderla tan rápido como sea posible. Ante cada nube que sale del muro, desde que comienza a inflarse y llenar el aire, hay que darse la vuelta, hay que darle la espalda y cerrar los ojos de inmediato, cubrirlos con las manos o el paliacate morado y contener la respiración para inhalar la menor cantidad posible. Otra nube se aproxima y los grupos de amigas se reúnen de prisa, forman círculos para resguardarse con sus cuerpos unidos, se hincan para que la nube vuele encima de ellas, sin afectarlas. No se puede cargar contra el muro constantemente, ni siquiera es posible mirar hacia él todo el tiempo. A cada rato hay que interrumpir lo que una esté haciendo para protegerse.
—¡Ya pasó!, ¡ya pasó! —grita una y las demás empiezan a abrir los ojos y a levantar la mirada con cautela. Lo primero que ven es que no todas los han abierto. Por el dolor que sienten, las facciones se les juntan en el centro del rostro. Parece que desearían poder cerrarse la cara por completo.
—¡¿A alguien le cayó en los ojos?!
—¡A mí!
—¡Ay, no mames!
—¡Pepto!, ¡te estoy echando Pepto! —explica un hombre con chaleco y casco rojos, es un miembro de Marabunta, la brigada humanitaria que ha asistido a todas las manifestaciones feministas de los últimos años en la Ciudad de México.
En este momento las ambulancias no están estacionadas en el perímetro estricto del Zócalo. Veo una a lo lejos, con sus luces rojas encendidas, en la esquina de 20 de Noviembre. Son las mujeres y los hombres de Marabunta los primeros en brindar auxilio.
—No te vayas a quitar el Pepto —continúa el hombre mientras termina de rociar subsalicilato de bismuto, un medicamento ideado para curar los malestares del estómago, pero que en los 8M sirve para otro propósito.
—Es nuestra solución favorita: sirve como una capa protectora —dice el hombre de Marabunta—. No te vayas a tallar los ojos.
La chica asiente y termina con la cara empapada. Al poco tiempo deja de tensar los músculos y aparecen en su rostro los primeros gestos de tranquilidad y alivio. Al final del día, decenas de mujeres caminarán de vuelta a casa, con costras rosas de Pepto Bismol en la frente, en los párpados, en las mejillas.
Esta escena acaba y de inmediato reinicia: unas cuantas mujeres vuelven al muro. Le avientan lo que pueden: vuelan cerillos prendidos que se apagan en el aire, las botellas de agua se elevan con una trayectoria arqueada y logran caer detrás de las vallas, otras truenan cuetes. Del otro lado, la Policía también arroja cosas.
Aterriza enfrente de mí una lata de metal. Es chica, pero está repleta de un humo concentrado que sale de algún orificio a máxima velocidad. Esa nube no se parece en nada a la de los extintores —ni siquiera proviene de un extintor—. Quienes están cerca se tragan su humo. Algunas se paralizan y otras se acercan para tomarlas del brazo y alejarlas corriendo de ahí, les arrojan agua a la cara y Marabunta vuelve con sus sprays de Pepto. Las que pueden gritan que arde, arde mucho. Otras se inclinan para sobreponerse: sus ojos lagrimean y los cierran con fuerza. Nos rodean toses y estornudos.
—Tenemos una granada de gas —explica Miguel Barrera, de Marabunta, y muestra una latita metálica chaparra y redonda—. Le lijaron el número, la clasificación. Esto no lo encuentran los civiles en las tiendas, provino de una armería.
En un extremo de Palacio Nacional se atraviesa, corriendo frente a todas, una mujer joven que no deja de acercarse a las vallas.
—¿Qué haces? —le pregunto a gritos, sorprendida.
—Estoy acuerpando porque hay mucha violencia. Sólo saben responder así. ¡Si responden con violencia, violencia van a tener! —y de nuevo sale corriendo en dirección al muro. Usa las dos manos y toda su fuerza para tapar con su pancarta las aberturas por donde la Policía lanza sus chorros y nubes. A pesar de que no lleva un martillo ni un tubo ni una piedra, no se ve temerosa, sino decidida. En su pancarta, dañada y cubierta de polvo de extintor, aún se puede leer: Mujer, ármate para la revolución.
Entre la fiesta y la tensión
Una puede detenerse en cualquier punto de Cinco de Mayo, entre las cuatro y las cinco de la tarde de este 8M, y constatar que las mujeres llenan la avenida, no sólo a lo ancho, sino de un extremo a otro: desde Lázaro Cárdenas hasta la calle Monte de Piedad, donde se asoma a lo lejos una torre de la Catedral. Pararse ahí y que sigan pasando los minutos y que sigan pasando las mujeres. A la media hora, una podría creer que su marcha acabará pronto, pero no es así: los contingentes no menguan. Usan cuerdas para delimitarlos y dentro de cada uno avanzan decenas de mujeres vestidas de morado, lila, púrpura, y de todas las edades, aunque esta vez sobresalen las jóvenes: son muchísimas. Una lleva la mitad de la cara cubierta con un paliacate morado y me dice que es su primera marcha:
—Me siento segura aquí. Uso el paliacate porque quiero que sepan que estoy con ellas.
—¿Qué piensas de las granaderas que ya están entrando?
—Creo que hay más policías aquí que cuando una mujer necesita ayuda —responde con aplomo la mujer de catorce años. Vino con su tía, que se para a su lado con orgullo.
Terminamos la entrevista porque detrás de ellas avanza con rapidez una columna numerosa de mujeres policías y, en un abrir y cerrar de ojos, tapizan ambos extremos de la avenida. Hombro a hombro, se paran de espaldas a los comercios, mientras las manifestantes las reciben gritando: “¡La que no brinque es poli! ¡La que no brinque es poli”. Al menos desde la esquina de Filomeno Mata y hasta la Catedral, se extienden en una hilera compacta; en algunas secciones forman, con sus cuerpos, hasta tres filas de escudos y relucientes cascos negros. La oficial Castellanos responde “como setecientas” cuando le pregunto cuántas son y por qué crean un muro protector de las tiendas.
—Por la seguridad de los usuarios.
—¿De qué usuarios?
—De todos, de todas las personas que vienen a manifestarse.
La marcha sigue reaccionando a su presencia: “¡Las polis no me cuidan, me cuidan mis amigas!”, pero un grupo de mujeres empieza a repartirles flores blancas y moradas, que las policías aceptan: las llevan en el chaleco.
—¿Por qué les regalas flores?
—Porque, de alguna manera, ellas nos están cuidando. Para integrarlas. Porque no las debemos de lastimar —explica Nadia, de veinticuatro años.
—¿Por qué le recibió las flores? —les pregunto a varias policías.
—¡Ni modo que no se las reciba! —contesta una y su tono hace pensar que las tomó a regañadientes.
—Son compañeras, somos mujeres y hay que cuidarnos —dice otra, más contenta.
—¿Qué crees? Hay una gran diferencia. Se siente bien bonito así, que no haya tanta violencia como en las últimas veces —responde una más.
Pese a las flores, al poco tiempo, una joven sale corriendo de las policías, asustada, y se pierde entre la multitud. Enseguida los contingentes se alejan instintivamente. Sobre la calle se forma un gran hueco entre las manifestantes y las oficiales hasta que una mujer con un acordeón se les para enfrente y toca con enjundia una melodía animada que consigue tranquilizar a todas.
—Nos llamamos Corroncha Son. Nos acercamos para calmar un poco y proteger a las compañeras.
—¿Les ha funcionado?, ¿lo han hecho antes?
—Sí —contesta la mujer del acordeón que sigue tocando y ya se reintegró a la marcha. A su lado, una compañera suya toca una jarana.
La manifestación va oscilando entre la tensión con las policías y su carácter festivo. Las que caminan por la calle celebran a las que se asoman por las ventanas de los edificios, ondeando desde lo alto un pañuelo violeta o sosteniendo un gran moño morado. Festejan a cualquier mujer que se le una.
—¡Que la suelten! ¡Que la suelten! ¡Que la suelten!
Enfrente de la cortina cerrada de la tienda Valenti, se agolpa un montón de policías. Entre los uniformes y los cascos, alcanzo a ver el rostro afligido de una mujer muy joven. La detienen entre varias, forcejean y ella grita su nombre para que las demás sepamos quién es, por si la arrestan, por si se la llevan. Se llama Leonor. Finalmente, deciden soltarla y vuelve a la multitud.
—¿Tienen a alguien allá atrás? —pregunta una voz.
—¡Suél-ta-laaaaaa! —pide otra.
—¡No!, ¡salió!
—¡Ya no hay nadie! —le dice una policía a otra.
—No, pues no, realmente no supimos qué pasó —informa Blanca Alvarado, de su cuello cuelga un distintivo de Protección Civil—. Nosotros estamos para apoyar a las chicas e igual el elemento femenil que tenemos está para cuidarlas, no para agredirlas. En este momento todos somos un equipo, venimos en una sola línea, que es: somos mujeres. Yo soy paramédico, voluntario y ahorita estoy ayudando a las grandes mujeres, como las que somos.
Comienza el operativo
La multitud seguirá caminando hasta llegar al Zócalo. A las cinco y media de la tarde, otra larguísima columna de policías parece encaminarse hacia el mismo lugar, pero al llegar a la calle Monte de Piedad, en vez de dar vuelta a la derecha y acompañar a la manifestación, gira en sentido contrario, hacia la izquierda. Cerca de cincuenta policías esperan a un costado de la Catedral. En la fila, que avanza pausadamente, hay policías que cargan extintores de 4.5 kilogramos.
—¿Para qué los extintores? —le pregunto a la oficial G. Suárez P.
—No son para nada —contesta, negando con la cabeza.
—¿Para qué los traen?
—Para cualquier incendio —recuerda, finalmente, el mensaje principal de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que, tres días antes, publicó un comunicado para informar que llevaría “alrededor de cuatrocientos extintores” e insistir —lo menciona dos veces— en que solamente se utilizarán para “sofocar conatos incendios”. Insiste, también, su titular: “Sí usamos el extinguidor para atender ciertos conatos de incendio e incluso incendios”.
Esa larguísima fila de policías atraviesa la pequeña plaza lateral de la Catedral metropolitana, donde no hay ni una manifestante feminista. Allá, a lo lejos, se oyen los gritos de la manifestación que sumó a 75 mil mujeres, pero aquí predomina el silencio —oigo, incluso, el trinar de un pajarito—. En República de Guatemala, el policía Rivera las saluda sonriendo y chocando su puño con los de aquellas que van llegando.
—Con todo —una le devuelve el saludo.
—Con todo —responde Rivera. El escudo que tiene bordado en el brazo derecho de la camisa indica que pertenece a la Del Valle.
Los tres mil policías que están hoy en el Centro Histórico provienen de diferentes colonias y alcaldías —Nápoles, Nativitas, Tlalpan—. Algunos son parte de sectores muy distantes, como el de Huipulco-Hospitales, al suroeste de la Ciudad de México.
Si la fila avanza lentamente es porque las y los policías van pasando uno a uno por la estrecha entrada a la parte trasera de las vallas.
El muro metálico comienza aquí y en ningún punto volverá a abrirse: recorre este lado de la Catedral, continúa frente a ella, cierra el espacio entre este edificio y el de Palacio Nacional, y también recorre por completo esa fachada. Aunque hay vallas que funcionan como puertas —escucho, desde fuera, el ruido metálico que hace alguien al cerrarlas—, el muro jamás se interrumpe. Cuando me asomo por las rendijas, por los pocos huecos que quedan o por las aberturas que la Policía controla, las y los veo otra vez: han regresado a la formación, colocan sus escudos frente a sus cuerpos y sobre sus cabezas, creando un techo improvisado pero resistente.
No sé si las flores aún adornan sus chalecos pero, desde atrás de las vallas, activarán los extintores indiscriminadamente: contra cualquier manifestante que se acerque al muro.
La manifestación feminista del 8M es masiva y, por lo tanto, contiene muchas experiencias distintas. Esta es una crónica sobre lo que ocurrió frente al muro que se levantó para proteger el Palacio Nacional y la Catedral metropolitana.
Para mantenerse en la sección de la marcha feminista que se planta frente al Palacio Nacional, hay que asimilar una escena que se repite incansablemente. Las mujeres, en grupo o solas, se acercan al muro de vallas metálicas que se levanta frente al edificio para grafitear sus denuncias, sus consignas y los nombres de las víctimas de feminicidio, para gritar con furia contra el muro o dejarle flores, para recordarle los hechos de violencia contra las mujeres, insultarlo, desafiar a quienes lo levantaron (“¡nos tienen miedo!”), recargar la espalda y los brazos contra él y patearlo entre todas. El estruendo de las patadas contra el metal viene de varias direcciones y la escena entera es idéntica frente a la Catedral metropolitana. La mayoría de las mujeres observa todo desde la plancha del Zócalo. Unas cuantas disparan el aerosol de sus latas, lo encienden y crean llamaradas impresionantes que se extinguen a los pocos segundos. A veces logran prender las cartulinas que usaron antes para manifestarse, esas que sostuvieron en alto mientras caminaban por Reforma, avenida Juárez y Cinco de Mayo se convierten aquí en pequeñas hogueras que se apagan pronto. Algunas dedican toda su energía a tratar de derrotar la muralla; se acercan con martillos, con piezas y tubos de metal queriendo vencer las uniones, soldadas una noche antes para reforzar un muro que es demasiado fuerte, muy pesado y que permanece en su sitio.
El muro se mantiene casi intacto, pero nunca pasivo: muchas de sus vallas tienen aberturas que aprovechan las y los policías —sí, hay policías hombres en el 8M— para rociar a las mujeres con nubes de polvo extintor, según los altos mandos del gobierno capitalino, la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana y su titular. El muro escupe chorros y chorros, uno tras otro. Continuamente. Arbitrariamente. Ante la prensa y lejos de aquí, las autoridades recitan las instrucciones sobre el uso adecuado de los extintores, reiteran que sólo se emplean para “apagar incendios”. En realidad, las y los policías los activan por todo y nada: contra las que se acercan a gritar, contra las jóvenes que se asoman por las aberturas para mirar o filmar a través de ellas, contra la que pudo trepar una de las vallas y las que consiguieron un largo poste metálico para tirar contra el muro. En este 8M su uso fue indiscriminado: chorrearon tanto que esta parte del Zócalo parece cubierta de neblina.
Para permanecer aquí, decía, hace falta conocer una de las pocas reacciones defensivas que las feministas tienen a su alcance... o aprenderla tan rápido como sea posible. Ante cada nube que sale del muro, desde que comienza a inflarse y llenar el aire, hay que darse la vuelta, hay que darle la espalda y cerrar los ojos de inmediato, cubrirlos con las manos o el paliacate morado y contener la respiración para inhalar la menor cantidad posible. Otra nube se aproxima y los grupos de amigas se reúnen de prisa, forman círculos para resguardarse con sus cuerpos unidos, se hincan para que la nube vuele encima de ellas, sin afectarlas. No se puede cargar contra el muro constantemente, ni siquiera es posible mirar hacia él todo el tiempo. A cada rato hay que interrumpir lo que una esté haciendo para protegerse.
—¡Ya pasó!, ¡ya pasó! —grita una y las demás empiezan a abrir los ojos y a levantar la mirada con cautela. Lo primero que ven es que no todas los han abierto. Por el dolor que sienten, las facciones se les juntan en el centro del rostro. Parece que desearían poder cerrarse la cara por completo.
—¡¿A alguien le cayó en los ojos?!
—¡A mí!
—¡Ay, no mames!
—¡Pepto!, ¡te estoy echando Pepto! —explica un hombre con chaleco y casco rojos, es un miembro de Marabunta, la brigada humanitaria que ha asistido a todas las manifestaciones feministas de los últimos años en la Ciudad de México.
En este momento las ambulancias no están estacionadas en el perímetro estricto del Zócalo. Veo una a lo lejos, con sus luces rojas encendidas, en la esquina de 20 de Noviembre. Son las mujeres y los hombres de Marabunta los primeros en brindar auxilio.
—No te vayas a quitar el Pepto —continúa el hombre mientras termina de rociar subsalicilato de bismuto, un medicamento ideado para curar los malestares del estómago, pero que en los 8M sirve para otro propósito.
—Es nuestra solución favorita: sirve como una capa protectora —dice el hombre de Marabunta—. No te vayas a tallar los ojos.
La chica asiente y termina con la cara empapada. Al poco tiempo deja de tensar los músculos y aparecen en su rostro los primeros gestos de tranquilidad y alivio. Al final del día, decenas de mujeres caminarán de vuelta a casa, con costras rosas de Pepto Bismol en la frente, en los párpados, en las mejillas.
Esta escena acaba y de inmediato reinicia: unas cuantas mujeres vuelven al muro. Le avientan lo que pueden: vuelan cerillos prendidos que se apagan en el aire, las botellas de agua se elevan con una trayectoria arqueada y logran caer detrás de las vallas, otras truenan cuetes. Del otro lado, la Policía también arroja cosas.
Aterriza enfrente de mí una lata de metal. Es chica, pero está repleta de un humo concentrado que sale de algún orificio a máxima velocidad. Esa nube no se parece en nada a la de los extintores —ni siquiera proviene de un extintor—. Quienes están cerca se tragan su humo. Algunas se paralizan y otras se acercan para tomarlas del brazo y alejarlas corriendo de ahí, les arrojan agua a la cara y Marabunta vuelve con sus sprays de Pepto. Las que pueden gritan que arde, arde mucho. Otras se inclinan para sobreponerse: sus ojos lagrimean y los cierran con fuerza. Nos rodean toses y estornudos.
—Tenemos una granada de gas —explica Miguel Barrera, de Marabunta, y muestra una latita metálica chaparra y redonda—. Le lijaron el número, la clasificación. Esto no lo encuentran los civiles en las tiendas, provino de una armería.
En un extremo de Palacio Nacional se atraviesa, corriendo frente a todas, una mujer joven que no deja de acercarse a las vallas.
—¿Qué haces? —le pregunto a gritos, sorprendida.
—Estoy acuerpando porque hay mucha violencia. Sólo saben responder así. ¡Si responden con violencia, violencia van a tener! —y de nuevo sale corriendo en dirección al muro. Usa las dos manos y toda su fuerza para tapar con su pancarta las aberturas por donde la Policía lanza sus chorros y nubes. A pesar de que no lleva un martillo ni un tubo ni una piedra, no se ve temerosa, sino decidida. En su pancarta, dañada y cubierta de polvo de extintor, aún se puede leer: Mujer, ármate para la revolución.
Entre la fiesta y la tensión
Una puede detenerse en cualquier punto de Cinco de Mayo, entre las cuatro y las cinco de la tarde de este 8M, y constatar que las mujeres llenan la avenida, no sólo a lo ancho, sino de un extremo a otro: desde Lázaro Cárdenas hasta la calle Monte de Piedad, donde se asoma a lo lejos una torre de la Catedral. Pararse ahí y que sigan pasando los minutos y que sigan pasando las mujeres. A la media hora, una podría creer que su marcha acabará pronto, pero no es así: los contingentes no menguan. Usan cuerdas para delimitarlos y dentro de cada uno avanzan decenas de mujeres vestidas de morado, lila, púrpura, y de todas las edades, aunque esta vez sobresalen las jóvenes: son muchísimas. Una lleva la mitad de la cara cubierta con un paliacate morado y me dice que es su primera marcha:
—Me siento segura aquí. Uso el paliacate porque quiero que sepan que estoy con ellas.
—¿Qué piensas de las granaderas que ya están entrando?
—Creo que hay más policías aquí que cuando una mujer necesita ayuda —responde con aplomo la mujer de catorce años. Vino con su tía, que se para a su lado con orgullo.
Terminamos la entrevista porque detrás de ellas avanza con rapidez una columna numerosa de mujeres policías y, en un abrir y cerrar de ojos, tapizan ambos extremos de la avenida. Hombro a hombro, se paran de espaldas a los comercios, mientras las manifestantes las reciben gritando: “¡La que no brinque es poli! ¡La que no brinque es poli”. Al menos desde la esquina de Filomeno Mata y hasta la Catedral, se extienden en una hilera compacta; en algunas secciones forman, con sus cuerpos, hasta tres filas de escudos y relucientes cascos negros. La oficial Castellanos responde “como setecientas” cuando le pregunto cuántas son y por qué crean un muro protector de las tiendas.
—Por la seguridad de los usuarios.
—¿De qué usuarios?
—De todos, de todas las personas que vienen a manifestarse.
La marcha sigue reaccionando a su presencia: “¡Las polis no me cuidan, me cuidan mis amigas!”, pero un grupo de mujeres empieza a repartirles flores blancas y moradas, que las policías aceptan: las llevan en el chaleco.
—¿Por qué les regalas flores?
—Porque, de alguna manera, ellas nos están cuidando. Para integrarlas. Porque no las debemos de lastimar —explica Nadia, de veinticuatro años.
—¿Por qué le recibió las flores? —les pregunto a varias policías.
—¡Ni modo que no se las reciba! —contesta una y su tono hace pensar que las tomó a regañadientes.
—Son compañeras, somos mujeres y hay que cuidarnos —dice otra, más contenta.
—¿Qué crees? Hay una gran diferencia. Se siente bien bonito así, que no haya tanta violencia como en las últimas veces —responde una más.
Pese a las flores, al poco tiempo, una joven sale corriendo de las policías, asustada, y se pierde entre la multitud. Enseguida los contingentes se alejan instintivamente. Sobre la calle se forma un gran hueco entre las manifestantes y las oficiales hasta que una mujer con un acordeón se les para enfrente y toca con enjundia una melodía animada que consigue tranquilizar a todas.
—Nos llamamos Corroncha Son. Nos acercamos para calmar un poco y proteger a las compañeras.
—¿Les ha funcionado?, ¿lo han hecho antes?
—Sí —contesta la mujer del acordeón que sigue tocando y ya se reintegró a la marcha. A su lado, una compañera suya toca una jarana.
La manifestación va oscilando entre la tensión con las policías y su carácter festivo. Las que caminan por la calle celebran a las que se asoman por las ventanas de los edificios, ondeando desde lo alto un pañuelo violeta o sosteniendo un gran moño morado. Festejan a cualquier mujer que se le una.
—¡Que la suelten! ¡Que la suelten! ¡Que la suelten!
Enfrente de la cortina cerrada de la tienda Valenti, se agolpa un montón de policías. Entre los uniformes y los cascos, alcanzo a ver el rostro afligido de una mujer muy joven. La detienen entre varias, forcejean y ella grita su nombre para que las demás sepamos quién es, por si la arrestan, por si se la llevan. Se llama Leonor. Finalmente, deciden soltarla y vuelve a la multitud.
—¿Tienen a alguien allá atrás? —pregunta una voz.
—¡Suél-ta-laaaaaa! —pide otra.
—¡No!, ¡salió!
—¡Ya no hay nadie! —le dice una policía a otra.
—No, pues no, realmente no supimos qué pasó —informa Blanca Alvarado, de su cuello cuelga un distintivo de Protección Civil—. Nosotros estamos para apoyar a las chicas e igual el elemento femenil que tenemos está para cuidarlas, no para agredirlas. En este momento todos somos un equipo, venimos en una sola línea, que es: somos mujeres. Yo soy paramédico, voluntario y ahorita estoy ayudando a las grandes mujeres, como las que somos.
Comienza el operativo
La multitud seguirá caminando hasta llegar al Zócalo. A las cinco y media de la tarde, otra larguísima columna de policías parece encaminarse hacia el mismo lugar, pero al llegar a la calle Monte de Piedad, en vez de dar vuelta a la derecha y acompañar a la manifestación, gira en sentido contrario, hacia la izquierda. Cerca de cincuenta policías esperan a un costado de la Catedral. En la fila, que avanza pausadamente, hay policías que cargan extintores de 4.5 kilogramos.
—¿Para qué los extintores? —le pregunto a la oficial G. Suárez P.
—No son para nada —contesta, negando con la cabeza.
—¿Para qué los traen?
—Para cualquier incendio —recuerda, finalmente, el mensaje principal de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que, tres días antes, publicó un comunicado para informar que llevaría “alrededor de cuatrocientos extintores” e insistir —lo menciona dos veces— en que solamente se utilizarán para “sofocar conatos incendios”. Insiste, también, su titular: “Sí usamos el extinguidor para atender ciertos conatos de incendio e incluso incendios”.
Esa larguísima fila de policías atraviesa la pequeña plaza lateral de la Catedral metropolitana, donde no hay ni una manifestante feminista. Allá, a lo lejos, se oyen los gritos de la manifestación que sumó a 75 mil mujeres, pero aquí predomina el silencio —oigo, incluso, el trinar de un pajarito—. En República de Guatemala, el policía Rivera las saluda sonriendo y chocando su puño con los de aquellas que van llegando.
—Con todo —una le devuelve el saludo.
—Con todo —responde Rivera. El escudo que tiene bordado en el brazo derecho de la camisa indica que pertenece a la Del Valle.
Los tres mil policías que están hoy en el Centro Histórico provienen de diferentes colonias y alcaldías —Nápoles, Nativitas, Tlalpan—. Algunos son parte de sectores muy distantes, como el de Huipulco-Hospitales, al suroeste de la Ciudad de México.
Si la fila avanza lentamente es porque las y los policías van pasando uno a uno por la estrecha entrada a la parte trasera de las vallas.
El muro metálico comienza aquí y en ningún punto volverá a abrirse: recorre este lado de la Catedral, continúa frente a ella, cierra el espacio entre este edificio y el de Palacio Nacional, y también recorre por completo esa fachada. Aunque hay vallas que funcionan como puertas —escucho, desde fuera, el ruido metálico que hace alguien al cerrarlas—, el muro jamás se interrumpe. Cuando me asomo por las rendijas, por los pocos huecos que quedan o por las aberturas que la Policía controla, las y los veo otra vez: han regresado a la formación, colocan sus escudos frente a sus cuerpos y sobre sus cabezas, creando un techo improvisado pero resistente.
No sé si las flores aún adornan sus chalecos pero, desde atrás de las vallas, activarán los extintores indiscriminadamente: contra cualquier manifestante que se acerque al muro.
La manifestación feminista del 8M es masiva y, por lo tanto, contiene muchas experiencias distintas. Esta es una crónica sobre lo que ocurrió frente al muro que se levantó para proteger el Palacio Nacional y la Catedral metropolitana.
Para mantenerse en la sección de la marcha feminista que se planta frente al Palacio Nacional, hay que asimilar una escena que se repite incansablemente. Las mujeres, en grupo o solas, se acercan al muro de vallas metálicas que se levanta frente al edificio para grafitear sus denuncias, sus consignas y los nombres de las víctimas de feminicidio, para gritar con furia contra el muro o dejarle flores, para recordarle los hechos de violencia contra las mujeres, insultarlo, desafiar a quienes lo levantaron (“¡nos tienen miedo!”), recargar la espalda y los brazos contra él y patearlo entre todas. El estruendo de las patadas contra el metal viene de varias direcciones y la escena entera es idéntica frente a la Catedral metropolitana. La mayoría de las mujeres observa todo desde la plancha del Zócalo. Unas cuantas disparan el aerosol de sus latas, lo encienden y crean llamaradas impresionantes que se extinguen a los pocos segundos. A veces logran prender las cartulinas que usaron antes para manifestarse, esas que sostuvieron en alto mientras caminaban por Reforma, avenida Juárez y Cinco de Mayo se convierten aquí en pequeñas hogueras que se apagan pronto. Algunas dedican toda su energía a tratar de derrotar la muralla; se acercan con martillos, con piezas y tubos de metal queriendo vencer las uniones, soldadas una noche antes para reforzar un muro que es demasiado fuerte, muy pesado y que permanece en su sitio.
El muro se mantiene casi intacto, pero nunca pasivo: muchas de sus vallas tienen aberturas que aprovechan las y los policías —sí, hay policías hombres en el 8M— para rociar a las mujeres con nubes de polvo extintor, según los altos mandos del gobierno capitalino, la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana y su titular. El muro escupe chorros y chorros, uno tras otro. Continuamente. Arbitrariamente. Ante la prensa y lejos de aquí, las autoridades recitan las instrucciones sobre el uso adecuado de los extintores, reiteran que sólo se emplean para “apagar incendios”. En realidad, las y los policías los activan por todo y nada: contra las que se acercan a gritar, contra las jóvenes que se asoman por las aberturas para mirar o filmar a través de ellas, contra la que pudo trepar una de las vallas y las que consiguieron un largo poste metálico para tirar contra el muro. En este 8M su uso fue indiscriminado: chorrearon tanto que esta parte del Zócalo parece cubierta de neblina.
Para permanecer aquí, decía, hace falta conocer una de las pocas reacciones defensivas que las feministas tienen a su alcance... o aprenderla tan rápido como sea posible. Ante cada nube que sale del muro, desde que comienza a inflarse y llenar el aire, hay que darse la vuelta, hay que darle la espalda y cerrar los ojos de inmediato, cubrirlos con las manos o el paliacate morado y contener la respiración para inhalar la menor cantidad posible. Otra nube se aproxima y los grupos de amigas se reúnen de prisa, forman círculos para resguardarse con sus cuerpos unidos, se hincan para que la nube vuele encima de ellas, sin afectarlas. No se puede cargar contra el muro constantemente, ni siquiera es posible mirar hacia él todo el tiempo. A cada rato hay que interrumpir lo que una esté haciendo para protegerse.
—¡Ya pasó!, ¡ya pasó! —grita una y las demás empiezan a abrir los ojos y a levantar la mirada con cautela. Lo primero que ven es que no todas los han abierto. Por el dolor que sienten, las facciones se les juntan en el centro del rostro. Parece que desearían poder cerrarse la cara por completo.
—¡¿A alguien le cayó en los ojos?!
—¡A mí!
—¡Ay, no mames!
—¡Pepto!, ¡te estoy echando Pepto! —explica un hombre con chaleco y casco rojos, es un miembro de Marabunta, la brigada humanitaria que ha asistido a todas las manifestaciones feministas de los últimos años en la Ciudad de México.
En este momento las ambulancias no están estacionadas en el perímetro estricto del Zócalo. Veo una a lo lejos, con sus luces rojas encendidas, en la esquina de 20 de Noviembre. Son las mujeres y los hombres de Marabunta los primeros en brindar auxilio.
—No te vayas a quitar el Pepto —continúa el hombre mientras termina de rociar subsalicilato de bismuto, un medicamento ideado para curar los malestares del estómago, pero que en los 8M sirve para otro propósito.
—Es nuestra solución favorita: sirve como una capa protectora —dice el hombre de Marabunta—. No te vayas a tallar los ojos.
La chica asiente y termina con la cara empapada. Al poco tiempo deja de tensar los músculos y aparecen en su rostro los primeros gestos de tranquilidad y alivio. Al final del día, decenas de mujeres caminarán de vuelta a casa, con costras rosas de Pepto Bismol en la frente, en los párpados, en las mejillas.
Esta escena acaba y de inmediato reinicia: unas cuantas mujeres vuelven al muro. Le avientan lo que pueden: vuelan cerillos prendidos que se apagan en el aire, las botellas de agua se elevan con una trayectoria arqueada y logran caer detrás de las vallas, otras truenan cuetes. Del otro lado, la Policía también arroja cosas.
Aterriza enfrente de mí una lata de metal. Es chica, pero está repleta de un humo concentrado que sale de algún orificio a máxima velocidad. Esa nube no se parece en nada a la de los extintores —ni siquiera proviene de un extintor—. Quienes están cerca se tragan su humo. Algunas se paralizan y otras se acercan para tomarlas del brazo y alejarlas corriendo de ahí, les arrojan agua a la cara y Marabunta vuelve con sus sprays de Pepto. Las que pueden gritan que arde, arde mucho. Otras se inclinan para sobreponerse: sus ojos lagrimean y los cierran con fuerza. Nos rodean toses y estornudos.
—Tenemos una granada de gas —explica Miguel Barrera, de Marabunta, y muestra una latita metálica chaparra y redonda—. Le lijaron el número, la clasificación. Esto no lo encuentran los civiles en las tiendas, provino de una armería.
En un extremo de Palacio Nacional se atraviesa, corriendo frente a todas, una mujer joven que no deja de acercarse a las vallas.
—¿Qué haces? —le pregunto a gritos, sorprendida.
—Estoy acuerpando porque hay mucha violencia. Sólo saben responder así. ¡Si responden con violencia, violencia van a tener! —y de nuevo sale corriendo en dirección al muro. Usa las dos manos y toda su fuerza para tapar con su pancarta las aberturas por donde la Policía lanza sus chorros y nubes. A pesar de que no lleva un martillo ni un tubo ni una piedra, no se ve temerosa, sino decidida. En su pancarta, dañada y cubierta de polvo de extintor, aún se puede leer: Mujer, ármate para la revolución.
Entre la fiesta y la tensión
Una puede detenerse en cualquier punto de Cinco de Mayo, entre las cuatro y las cinco de la tarde de este 8M, y constatar que las mujeres llenan la avenida, no sólo a lo ancho, sino de un extremo a otro: desde Lázaro Cárdenas hasta la calle Monte de Piedad, donde se asoma a lo lejos una torre de la Catedral. Pararse ahí y que sigan pasando los minutos y que sigan pasando las mujeres. A la media hora, una podría creer que su marcha acabará pronto, pero no es así: los contingentes no menguan. Usan cuerdas para delimitarlos y dentro de cada uno avanzan decenas de mujeres vestidas de morado, lila, púrpura, y de todas las edades, aunque esta vez sobresalen las jóvenes: son muchísimas. Una lleva la mitad de la cara cubierta con un paliacate morado y me dice que es su primera marcha:
—Me siento segura aquí. Uso el paliacate porque quiero que sepan que estoy con ellas.
—¿Qué piensas de las granaderas que ya están entrando?
—Creo que hay más policías aquí que cuando una mujer necesita ayuda —responde con aplomo la mujer de catorce años. Vino con su tía, que se para a su lado con orgullo.
Terminamos la entrevista porque detrás de ellas avanza con rapidez una columna numerosa de mujeres policías y, en un abrir y cerrar de ojos, tapizan ambos extremos de la avenida. Hombro a hombro, se paran de espaldas a los comercios, mientras las manifestantes las reciben gritando: “¡La que no brinque es poli! ¡La que no brinque es poli”. Al menos desde la esquina de Filomeno Mata y hasta la Catedral, se extienden en una hilera compacta; en algunas secciones forman, con sus cuerpos, hasta tres filas de escudos y relucientes cascos negros. La oficial Castellanos responde “como setecientas” cuando le pregunto cuántas son y por qué crean un muro protector de las tiendas.
—Por la seguridad de los usuarios.
—¿De qué usuarios?
—De todos, de todas las personas que vienen a manifestarse.
La marcha sigue reaccionando a su presencia: “¡Las polis no me cuidan, me cuidan mis amigas!”, pero un grupo de mujeres empieza a repartirles flores blancas y moradas, que las policías aceptan: las llevan en el chaleco.
—¿Por qué les regalas flores?
—Porque, de alguna manera, ellas nos están cuidando. Para integrarlas. Porque no las debemos de lastimar —explica Nadia, de veinticuatro años.
—¿Por qué le recibió las flores? —les pregunto a varias policías.
—¡Ni modo que no se las reciba! —contesta una y su tono hace pensar que las tomó a regañadientes.
—Son compañeras, somos mujeres y hay que cuidarnos —dice otra, más contenta.
—¿Qué crees? Hay una gran diferencia. Se siente bien bonito así, que no haya tanta violencia como en las últimas veces —responde una más.
Pese a las flores, al poco tiempo, una joven sale corriendo de las policías, asustada, y se pierde entre la multitud. Enseguida los contingentes se alejan instintivamente. Sobre la calle se forma un gran hueco entre las manifestantes y las oficiales hasta que una mujer con un acordeón se les para enfrente y toca con enjundia una melodía animada que consigue tranquilizar a todas.
—Nos llamamos Corroncha Son. Nos acercamos para calmar un poco y proteger a las compañeras.
—¿Les ha funcionado?, ¿lo han hecho antes?
—Sí —contesta la mujer del acordeón que sigue tocando y ya se reintegró a la marcha. A su lado, una compañera suya toca una jarana.
La manifestación va oscilando entre la tensión con las policías y su carácter festivo. Las que caminan por la calle celebran a las que se asoman por las ventanas de los edificios, ondeando desde lo alto un pañuelo violeta o sosteniendo un gran moño morado. Festejan a cualquier mujer que se le una.
—¡Que la suelten! ¡Que la suelten! ¡Que la suelten!
Enfrente de la cortina cerrada de la tienda Valenti, se agolpa un montón de policías. Entre los uniformes y los cascos, alcanzo a ver el rostro afligido de una mujer muy joven. La detienen entre varias, forcejean y ella grita su nombre para que las demás sepamos quién es, por si la arrestan, por si se la llevan. Se llama Leonor. Finalmente, deciden soltarla y vuelve a la multitud.
—¿Tienen a alguien allá atrás? —pregunta una voz.
—¡Suél-ta-laaaaaa! —pide otra.
—¡No!, ¡salió!
—¡Ya no hay nadie! —le dice una policía a otra.
—No, pues no, realmente no supimos qué pasó —informa Blanca Alvarado, de su cuello cuelga un distintivo de Protección Civil—. Nosotros estamos para apoyar a las chicas e igual el elemento femenil que tenemos está para cuidarlas, no para agredirlas. En este momento todos somos un equipo, venimos en una sola línea, que es: somos mujeres. Yo soy paramédico, voluntario y ahorita estoy ayudando a las grandes mujeres, como las que somos.
Comienza el operativo
La multitud seguirá caminando hasta llegar al Zócalo. A las cinco y media de la tarde, otra larguísima columna de policías parece encaminarse hacia el mismo lugar, pero al llegar a la calle Monte de Piedad, en vez de dar vuelta a la derecha y acompañar a la manifestación, gira en sentido contrario, hacia la izquierda. Cerca de cincuenta policías esperan a un costado de la Catedral. En la fila, que avanza pausadamente, hay policías que cargan extintores de 4.5 kilogramos.
—¿Para qué los extintores? —le pregunto a la oficial G. Suárez P.
—No son para nada —contesta, negando con la cabeza.
—¿Para qué los traen?
—Para cualquier incendio —recuerda, finalmente, el mensaje principal de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que, tres días antes, publicó un comunicado para informar que llevaría “alrededor de cuatrocientos extintores” e insistir —lo menciona dos veces— en que solamente se utilizarán para “sofocar conatos incendios”. Insiste, también, su titular: “Sí usamos el extinguidor para atender ciertos conatos de incendio e incluso incendios”.
Esa larguísima fila de policías atraviesa la pequeña plaza lateral de la Catedral metropolitana, donde no hay ni una manifestante feminista. Allá, a lo lejos, se oyen los gritos de la manifestación que sumó a 75 mil mujeres, pero aquí predomina el silencio —oigo, incluso, el trinar de un pajarito—. En República de Guatemala, el policía Rivera las saluda sonriendo y chocando su puño con los de aquellas que van llegando.
—Con todo —una le devuelve el saludo.
—Con todo —responde Rivera. El escudo que tiene bordado en el brazo derecho de la camisa indica que pertenece a la Del Valle.
Los tres mil policías que están hoy en el Centro Histórico provienen de diferentes colonias y alcaldías —Nápoles, Nativitas, Tlalpan—. Algunos son parte de sectores muy distantes, como el de Huipulco-Hospitales, al suroeste de la Ciudad de México.
Si la fila avanza lentamente es porque las y los policías van pasando uno a uno por la estrecha entrada a la parte trasera de las vallas.
El muro metálico comienza aquí y en ningún punto volverá a abrirse: recorre este lado de la Catedral, continúa frente a ella, cierra el espacio entre este edificio y el de Palacio Nacional, y también recorre por completo esa fachada. Aunque hay vallas que funcionan como puertas —escucho, desde fuera, el ruido metálico que hace alguien al cerrarlas—, el muro jamás se interrumpe. Cuando me asomo por las rendijas, por los pocos huecos que quedan o por las aberturas que la Policía controla, las y los veo otra vez: han regresado a la formación, colocan sus escudos frente a sus cuerpos y sobre sus cabezas, creando un techo improvisado pero resistente.
No sé si las flores aún adornan sus chalecos pero, desde atrás de las vallas, activarán los extintores indiscriminadamente: contra cualquier manifestante que se acerque al muro.
La manifestación feminista del 8M es masiva y, por lo tanto, contiene muchas experiencias distintas. Esta es una crónica sobre lo que ocurrió frente al muro que se levantó para proteger el Palacio Nacional y la Catedral metropolitana.
Para mantenerse en la sección de la marcha feminista que se planta frente al Palacio Nacional, hay que asimilar una escena que se repite incansablemente. Las mujeres, en grupo o solas, se acercan al muro de vallas metálicas que se levanta frente al edificio para grafitear sus denuncias, sus consignas y los nombres de las víctimas de feminicidio, para gritar con furia contra el muro o dejarle flores, para recordarle los hechos de violencia contra las mujeres, insultarlo, desafiar a quienes lo levantaron (“¡nos tienen miedo!”), recargar la espalda y los brazos contra él y patearlo entre todas. El estruendo de las patadas contra el metal viene de varias direcciones y la escena entera es idéntica frente a la Catedral metropolitana. La mayoría de las mujeres observa todo desde la plancha del Zócalo. Unas cuantas disparan el aerosol de sus latas, lo encienden y crean llamaradas impresionantes que se extinguen a los pocos segundos. A veces logran prender las cartulinas que usaron antes para manifestarse, esas que sostuvieron en alto mientras caminaban por Reforma, avenida Juárez y Cinco de Mayo se convierten aquí en pequeñas hogueras que se apagan pronto. Algunas dedican toda su energía a tratar de derrotar la muralla; se acercan con martillos, con piezas y tubos de metal queriendo vencer las uniones, soldadas una noche antes para reforzar un muro que es demasiado fuerte, muy pesado y que permanece en su sitio.
El muro se mantiene casi intacto, pero nunca pasivo: muchas de sus vallas tienen aberturas que aprovechan las y los policías —sí, hay policías hombres en el 8M— para rociar a las mujeres con nubes de polvo extintor, según los altos mandos del gobierno capitalino, la propia Secretaría de Seguridad Ciudadana y su titular. El muro escupe chorros y chorros, uno tras otro. Continuamente. Arbitrariamente. Ante la prensa y lejos de aquí, las autoridades recitan las instrucciones sobre el uso adecuado de los extintores, reiteran que sólo se emplean para “apagar incendios”. En realidad, las y los policías los activan por todo y nada: contra las que se acercan a gritar, contra las jóvenes que se asoman por las aberturas para mirar o filmar a través de ellas, contra la que pudo trepar una de las vallas y las que consiguieron un largo poste metálico para tirar contra el muro. En este 8M su uso fue indiscriminado: chorrearon tanto que esta parte del Zócalo parece cubierta de neblina.
Para permanecer aquí, decía, hace falta conocer una de las pocas reacciones defensivas que las feministas tienen a su alcance... o aprenderla tan rápido como sea posible. Ante cada nube que sale del muro, desde que comienza a inflarse y llenar el aire, hay que darse la vuelta, hay que darle la espalda y cerrar los ojos de inmediato, cubrirlos con las manos o el paliacate morado y contener la respiración para inhalar la menor cantidad posible. Otra nube se aproxima y los grupos de amigas se reúnen de prisa, forman círculos para resguardarse con sus cuerpos unidos, se hincan para que la nube vuele encima de ellas, sin afectarlas. No se puede cargar contra el muro constantemente, ni siquiera es posible mirar hacia él todo el tiempo. A cada rato hay que interrumpir lo que una esté haciendo para protegerse.
—¡Ya pasó!, ¡ya pasó! —grita una y las demás empiezan a abrir los ojos y a levantar la mirada con cautela. Lo primero que ven es que no todas los han abierto. Por el dolor que sienten, las facciones se les juntan en el centro del rostro. Parece que desearían poder cerrarse la cara por completo.
—¡¿A alguien le cayó en los ojos?!
—¡A mí!
—¡Ay, no mames!
—¡Pepto!, ¡te estoy echando Pepto! —explica un hombre con chaleco y casco rojos, es un miembro de Marabunta, la brigada humanitaria que ha asistido a todas las manifestaciones feministas de los últimos años en la Ciudad de México.
En este momento las ambulancias no están estacionadas en el perímetro estricto del Zócalo. Veo una a lo lejos, con sus luces rojas encendidas, en la esquina de 20 de Noviembre. Son las mujeres y los hombres de Marabunta los primeros en brindar auxilio.
—No te vayas a quitar el Pepto —continúa el hombre mientras termina de rociar subsalicilato de bismuto, un medicamento ideado para curar los malestares del estómago, pero que en los 8M sirve para otro propósito.
—Es nuestra solución favorita: sirve como una capa protectora —dice el hombre de Marabunta—. No te vayas a tallar los ojos.
La chica asiente y termina con la cara empapada. Al poco tiempo deja de tensar los músculos y aparecen en su rostro los primeros gestos de tranquilidad y alivio. Al final del día, decenas de mujeres caminarán de vuelta a casa, con costras rosas de Pepto Bismol en la frente, en los párpados, en las mejillas.
Esta escena acaba y de inmediato reinicia: unas cuantas mujeres vuelven al muro. Le avientan lo que pueden: vuelan cerillos prendidos que se apagan en el aire, las botellas de agua se elevan con una trayectoria arqueada y logran caer detrás de las vallas, otras truenan cuetes. Del otro lado, la Policía también arroja cosas.
Aterriza enfrente de mí una lata de metal. Es chica, pero está repleta de un humo concentrado que sale de algún orificio a máxima velocidad. Esa nube no se parece en nada a la de los extintores —ni siquiera proviene de un extintor—. Quienes están cerca se tragan su humo. Algunas se paralizan y otras se acercan para tomarlas del brazo y alejarlas corriendo de ahí, les arrojan agua a la cara y Marabunta vuelve con sus sprays de Pepto. Las que pueden gritan que arde, arde mucho. Otras se inclinan para sobreponerse: sus ojos lagrimean y los cierran con fuerza. Nos rodean toses y estornudos.
—Tenemos una granada de gas —explica Miguel Barrera, de Marabunta, y muestra una latita metálica chaparra y redonda—. Le lijaron el número, la clasificación. Esto no lo encuentran los civiles en las tiendas, provino de una armería.
En un extremo de Palacio Nacional se atraviesa, corriendo frente a todas, una mujer joven que no deja de acercarse a las vallas.
—¿Qué haces? —le pregunto a gritos, sorprendida.
—Estoy acuerpando porque hay mucha violencia. Sólo saben responder así. ¡Si responden con violencia, violencia van a tener! —y de nuevo sale corriendo en dirección al muro. Usa las dos manos y toda su fuerza para tapar con su pancarta las aberturas por donde la Policía lanza sus chorros y nubes. A pesar de que no lleva un martillo ni un tubo ni una piedra, no se ve temerosa, sino decidida. En su pancarta, dañada y cubierta de polvo de extintor, aún se puede leer: Mujer, ármate para la revolución.
Entre la fiesta y la tensión
Una puede detenerse en cualquier punto de Cinco de Mayo, entre las cuatro y las cinco de la tarde de este 8M, y constatar que las mujeres llenan la avenida, no sólo a lo ancho, sino de un extremo a otro: desde Lázaro Cárdenas hasta la calle Monte de Piedad, donde se asoma a lo lejos una torre de la Catedral. Pararse ahí y que sigan pasando los minutos y que sigan pasando las mujeres. A la media hora, una podría creer que su marcha acabará pronto, pero no es así: los contingentes no menguan. Usan cuerdas para delimitarlos y dentro de cada uno avanzan decenas de mujeres vestidas de morado, lila, púrpura, y de todas las edades, aunque esta vez sobresalen las jóvenes: son muchísimas. Una lleva la mitad de la cara cubierta con un paliacate morado y me dice que es su primera marcha:
—Me siento segura aquí. Uso el paliacate porque quiero que sepan que estoy con ellas.
—¿Qué piensas de las granaderas que ya están entrando?
—Creo que hay más policías aquí que cuando una mujer necesita ayuda —responde con aplomo la mujer de catorce años. Vino con su tía, que se para a su lado con orgullo.
Terminamos la entrevista porque detrás de ellas avanza con rapidez una columna numerosa de mujeres policías y, en un abrir y cerrar de ojos, tapizan ambos extremos de la avenida. Hombro a hombro, se paran de espaldas a los comercios, mientras las manifestantes las reciben gritando: “¡La que no brinque es poli! ¡La que no brinque es poli”. Al menos desde la esquina de Filomeno Mata y hasta la Catedral, se extienden en una hilera compacta; en algunas secciones forman, con sus cuerpos, hasta tres filas de escudos y relucientes cascos negros. La oficial Castellanos responde “como setecientas” cuando le pregunto cuántas son y por qué crean un muro protector de las tiendas.
—Por la seguridad de los usuarios.
—¿De qué usuarios?
—De todos, de todas las personas que vienen a manifestarse.
La marcha sigue reaccionando a su presencia: “¡Las polis no me cuidan, me cuidan mis amigas!”, pero un grupo de mujeres empieza a repartirles flores blancas y moradas, que las policías aceptan: las llevan en el chaleco.
—¿Por qué les regalas flores?
—Porque, de alguna manera, ellas nos están cuidando. Para integrarlas. Porque no las debemos de lastimar —explica Nadia, de veinticuatro años.
—¿Por qué le recibió las flores? —les pregunto a varias policías.
—¡Ni modo que no se las reciba! —contesta una y su tono hace pensar que las tomó a regañadientes.
—Son compañeras, somos mujeres y hay que cuidarnos —dice otra, más contenta.
—¿Qué crees? Hay una gran diferencia. Se siente bien bonito así, que no haya tanta violencia como en las últimas veces —responde una más.
Pese a las flores, al poco tiempo, una joven sale corriendo de las policías, asustada, y se pierde entre la multitud. Enseguida los contingentes se alejan instintivamente. Sobre la calle se forma un gran hueco entre las manifestantes y las oficiales hasta que una mujer con un acordeón se les para enfrente y toca con enjundia una melodía animada que consigue tranquilizar a todas.
—Nos llamamos Corroncha Son. Nos acercamos para calmar un poco y proteger a las compañeras.
—¿Les ha funcionado?, ¿lo han hecho antes?
—Sí —contesta la mujer del acordeón que sigue tocando y ya se reintegró a la marcha. A su lado, una compañera suya toca una jarana.
La manifestación va oscilando entre la tensión con las policías y su carácter festivo. Las que caminan por la calle celebran a las que se asoman por las ventanas de los edificios, ondeando desde lo alto un pañuelo violeta o sosteniendo un gran moño morado. Festejan a cualquier mujer que se le una.
—¡Que la suelten! ¡Que la suelten! ¡Que la suelten!
Enfrente de la cortina cerrada de la tienda Valenti, se agolpa un montón de policías. Entre los uniformes y los cascos, alcanzo a ver el rostro afligido de una mujer muy joven. La detienen entre varias, forcejean y ella grita su nombre para que las demás sepamos quién es, por si la arrestan, por si se la llevan. Se llama Leonor. Finalmente, deciden soltarla y vuelve a la multitud.
—¿Tienen a alguien allá atrás? —pregunta una voz.
—¡Suél-ta-laaaaaa! —pide otra.
—¡No!, ¡salió!
—¡Ya no hay nadie! —le dice una policía a otra.
—No, pues no, realmente no supimos qué pasó —informa Blanca Alvarado, de su cuello cuelga un distintivo de Protección Civil—. Nosotros estamos para apoyar a las chicas e igual el elemento femenil que tenemos está para cuidarlas, no para agredirlas. En este momento todos somos un equipo, venimos en una sola línea, que es: somos mujeres. Yo soy paramédico, voluntario y ahorita estoy ayudando a las grandes mujeres, como las que somos.
Comienza el operativo
La multitud seguirá caminando hasta llegar al Zócalo. A las cinco y media de la tarde, otra larguísima columna de policías parece encaminarse hacia el mismo lugar, pero al llegar a la calle Monte de Piedad, en vez de dar vuelta a la derecha y acompañar a la manifestación, gira en sentido contrario, hacia la izquierda. Cerca de cincuenta policías esperan a un costado de la Catedral. En la fila, que avanza pausadamente, hay policías que cargan extintores de 4.5 kilogramos.
—¿Para qué los extintores? —le pregunto a la oficial G. Suárez P.
—No son para nada —contesta, negando con la cabeza.
—¿Para qué los traen?
—Para cualquier incendio —recuerda, finalmente, el mensaje principal de la Secretaría de Seguridad Ciudadana que, tres días antes, publicó un comunicado para informar que llevaría “alrededor de cuatrocientos extintores” e insistir —lo menciona dos veces— en que solamente se utilizarán para “sofocar conatos incendios”. Insiste, también, su titular: “Sí usamos el extinguidor para atender ciertos conatos de incendio e incluso incendios”.
Esa larguísima fila de policías atraviesa la pequeña plaza lateral de la Catedral metropolitana, donde no hay ni una manifestante feminista. Allá, a lo lejos, se oyen los gritos de la manifestación que sumó a 75 mil mujeres, pero aquí predomina el silencio —oigo, incluso, el trinar de un pajarito—. En República de Guatemala, el policía Rivera las saluda sonriendo y chocando su puño con los de aquellas que van llegando.
—Con todo —una le devuelve el saludo.
—Con todo —responde Rivera. El escudo que tiene bordado en el brazo derecho de la camisa indica que pertenece a la Del Valle.
Los tres mil policías que están hoy en el Centro Histórico provienen de diferentes colonias y alcaldías —Nápoles, Nativitas, Tlalpan—. Algunos son parte de sectores muy distantes, como el de Huipulco-Hospitales, al suroeste de la Ciudad de México.
Si la fila avanza lentamente es porque las y los policías van pasando uno a uno por la estrecha entrada a la parte trasera de las vallas.
El muro metálico comienza aquí y en ningún punto volverá a abrirse: recorre este lado de la Catedral, continúa frente a ella, cierra el espacio entre este edificio y el de Palacio Nacional, y también recorre por completo esa fachada. Aunque hay vallas que funcionan como puertas —escucho, desde fuera, el ruido metálico que hace alguien al cerrarlas—, el muro jamás se interrumpe. Cuando me asomo por las rendijas, por los pocos huecos que quedan o por las aberturas que la Policía controla, las y los veo otra vez: han regresado a la formación, colocan sus escudos frente a sus cuerpos y sobre sus cabezas, creando un techo improvisado pero resistente.
No sé si las flores aún adornan sus chalecos pero, desde atrás de las vallas, activarán los extintores indiscriminadamente: contra cualquier manifestante que se acerque al muro.
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