Ante la decadencia del cine de superhéroes, el cine se orienta a historias en apariencia sencillas y, en el caso de Andrew Haigh, apuesta por narrar una conmovedora trama de amor y fantasmas. Lo cotidiano observado desde un lenguaje cinematográfico que deja de lado la grandilocuencia y arroja la pregunta: ¿hemos entrado a una nueva era del melodrama?
Se están empezando a repetir dos reacciones inmediatas a cierto tipo de cine contemporáneo. Me gustaría llamar a este fenómeno el síndrome de Aftersun. Cuando se estrenó aquel largometraje, el primero de Charlotte Wells, la cinefilia más dura la odió pero el público general la recibió con inmenso aprecio. Para unos la película representó una forma de terapia; para los otros también. Ambos lados se concentraron en la representación, en el tema del padre idealizado, y de ahí surgió una pelea irreconciliable basada en la fobia o la necesidad del cine como sanación.
También hubo una tercera vía: la de quienes se desconcertaron con un debut interesante pero que deseaba quedar bien con todo mundo a partir de emociones intensas, referencias cultas y un estilo ambiguamente minimalista, es decir, un poco tieso, parco, aunque dominado siempre por la velocidad y la conmoción. Confieso que empecé aquí pero más tarde coqueteé con el bando radical. La cinefilia más fanática, que seguido me tienta, ha esperado el fin de nuestro medio desde que apareció el sonido en 1926. Nos aferramos a la pureza de una forma que podría no representar nada, sino ser simplemente lo que empezaron los hermanos Lumière, a finales del siglo XIX: una trampa para capturar el espacio y el tiempo, dos bestias elusivas y tremendamente poéticas. En busca de aquello se nos olvida que el mundo no se rige a partir de la pureza sino por un constante proceso de contagio. Todo se disgrega y se integra, se mezcla, para dar paso a nuevas maravillas. El cine, como parte de ello, también es hoy dramaturgia, danza, pintura y hasta arma revolucionaria. Solo faltaría recordar de vez en cuando que puede ser pura imagen en movimiento, sin nada que decir ni que lograr.
Cuando algunos vieron All of Us Strangers (2023), otra película protagonizada por Paul Mescal, como Aftersun (2022), se repitió el fenómeno original: un grupo la odia, otro la ama. De nuevo el tema, la identificación, suponen el eje contencioso, igual que con Everything, Everywhere, All at Once (2022), Past Lives (2023) o Barbie (2023). Tal parece que un lado del público está ansioso de ser representado en pantalla —no sobra decir que estas películas son dirigidas y escritas por un hombre de ascendencia asiática, la primera; mujeres, las otras dos y, en el caso de All of Us Strangers, un hombre gay—, y el otro, de evitar que ese deseo se convierta en la norma por la cual se miden las películas, siempre más vastas que su trama. Es el viejo pleito entre la identificación y la forma que quizá solo se pueda resolver con mesura y formalismo genuino: ninguna de estas películas son excepcionales pero son expresiones políticas de la identidad hechas con cierto éxito —aunque no el que sostienen sus admiradores más grandes— mediante la forma fílmica.
Tan es así, que el sentimentalismo de All of Us Strangers está presente en otra importante adaptación de la novela Strangers, de Taichi Yamada, pero empecemos con la versión más reciente: en Londres, Adam (Andrew Scott), un guionista de televisión y cine, vive en lo que parece una depresión inextricable. En sus primeras escenas no viste más que unas sandalias de plástico, un suéter, un short; el pelo le brilla por falta de aseo y no tiene contacto con nadie. Una noche suena la alarma de incendio y sale para descubrir que en el edificio donde vive hay solamente dos luces encendidas: la de su departamento y otro más, cuyo habitante desconoce. Una noche se le aparece este personaje a Adam en su puerta; se llama Harry (Paul Mescal) y, como él, es gay. Harry lleva una botella de whiskey para compartir pero Adam lo rechaza. En medio de todo esto, el protagonista se encuentra un día con un hombre, su padre, quien lo lleva a la casa de su niñez, donde lo recibe su madre, emocionada, pero hay algo extraño: los dos aparentan menor edad que Adam; de hecho es la misma que tenían al morir, cuando él era un niño de doce años.
El gran cineasta japonés Nobuhiko Obayashi hizo una película similar, llamada The Discarnates (1988), pero sus personajes eran heterosexuales y el final lucía su adoración por las convenciones del cine de horror. Lo interesante de la interpretación del director y guionista inglés Andrew Haigh es que convierte la historia de una nostalgia por unos padres que murieron demasiado pronto en la de unos que comenzaban a rechazar a su hijo discretamente cuando él intuía su identidad pero no se atrevía a declararla. La soledad de Adam, a diferencia de la que representa Obayashi, es producto de un malestar social que se entromete en la vida de una familia y eso le da una intensidad diferente; sin embargo, ambas son historias sentimentales de fantasmas que usan herramientas cinematográficas distintas pero no opuestas. Son melodramas y, como tales, buscan conmover al público. La aparición cada vez más repetida de este tipo de películas en la escena independiente actual demuestra, en todo caso, que, ante el inminente colapso del cine de superhéroes, las distribuidoras y productoras menores están apostando al más querido de los géneros clásicos para integrarse al cine de consumo masivo. Ya lo hizo Hollywood antes, lo cual prueba que la tendencia a manipular emociones no es reciente, sino un recurso tan antiguo como la humanidad.
Quizá pueda intuirse una trampa en otro aspecto de All of Us Strangers: el elenco. Andrew Scott es famoso por su rol como el sacerdote atractivo de Fleabag (2016-2019) —una serie también potenciada por la identificación con su desastrosa protagonista—, y Paul Mescal, por sus apariciones en la serie Normal People (2020), basada en la novela de Sally Rooney, sobre otra mujer agobiada por sus relaciones románticas. La fama de ambos demuestra un deseo popular de un nuevo tipo de hombre: uno que no pegue ni castigue ni encierre ni humille; uno que proteja y se responsabilice. Por supuesto que debe haber un deseo de capitalizar con ello, pero Andrew Haigh ya trabajó antes con actores icónicos como Tom Courtenay y Charlotte Rampling en su melodrama de una pareja mayor en crisis, 45 Years (2015), y con Chloë Sevigny y Steve Buscemi en la tragedia de adolescencia Lean On Pete (2017). En estas películas Haigh dejó claro ser un director de actores que, en esta ocasión, aprovecha a su elenco —suplementado por Jamie Bell y Claire Foy— para conmover, sí, pero sobre todo para cosechar sus notables destrezas y hasta sus identidades.
Scott es gay pero Mescal no; sin importar esto, una parte fundamental de la trama se concentra en el romance entre sus personajes. Adam no busca relaciones amorosas por la falta de aceptación en su familia, que se va disolviendo al interactuar con los fantasmas de sus padres. Su primer encuentro sexual con Harry tiene que ser, por ello, torpe, y los actores parecen aprovechar la diferencia en sus orientaciones para crear un instante de descubrimiento erótico. El ritmo actoral parte de una vacilación que poco a poco cede al deseo. Haigh no se arriesga particularmente al mostrar la escena y, aunque filma a los personajes desnudos a lo largo de la película, nunca vemos el centro de sus cuerpos. Durante su primer beso, la cámara va y viene lentamente entre las manos de los personajes y sus rostros adheridos. Quizá sería burdo esperar algo más explícito de un largometraje pensado para un público amplio pero sería importante encontrarlo, dados sus temas y su mecanismo principal: el empleo de una narrativa originalmente heterosexual para explorar las penas específicas de un personaje gay.
Sin embargo sí hay imágenes complejas en All of Us Strangers que muestran la habilidad de Haigh no solo para escribir melodramas y dirigir a los elencos, sino también para comunicar sus intenciones visualmente. En una escena Adam y Harry suben al elevador de su edificio y las paredes metálicas producen una puesta en abismo: solos pero juntos, Adam y Harry producen una multitud de reflejos. Amarse alivia sus soledades y además los hace más grandes, más vastos: una sociedad entera de dos hombres. A diferencia de Charlotte Wells en Aftersun, Haigh no se asume como heredero de ninguna gran tradición y prefiere ceñirse a las herramientas de su propio estilo, que involucran sobre todo fundidos en los que suaviza las transiciones de un plano a otro; también sirven para crear composiciones emotivas, como una al principio de Adam, quien aparece de forma espectral sobre un amanecer.
Si hay una gran falta en All of Us Strangers es ceñirse a la intensidad y los giros de la novela original, que a veces contrastan con la sutileza de Haigh. En la película de Obayashi se balanceaba el convencionalismo emotivo con el que parece filmada la mayor parte de la película cuando explota el estilo en el desenlace, tal como uno lo espera del director de House (1977). La fidelidad de Haigh a Yamada, sobre todo en las últimas escenas, llega a provocar cierto exceso, pero, ¿qué es el melodrama sino una intensidad que abraza al público? Como otros ejemplos recientes de su género, All of Us Strangers no empuja las formas del cine hacia el futuro pero busca algo quizá tan importante como eso: acompañar a sus espectadores frente a los asedios de la realidad.