América Latina está en un estadio intermedio en espera de la anhelada o temida nueva normalidad. Éstos son los apuntes de un diario personal, un recuento del año del coronavirus, de las noticias y las discusiones que inundaron nuestras pantallas. Apuntes de una intrascendencia diaria de la que fuimos testigos.
A Marcela Villegas y Manuela Alarcón,
practicantes del amor concreto
I
En la última semana de febrero de 2020, los manifestantes que habían empezado a marchar contra el gobierno colombiano (en noviembre pasado) seguían en las calles. Era un grupo heterogéneo que incluía estudiantes, miembros de sindicatos, artistas, profesores y figuras públicas, y que reclamaba la protección de los líderes sociales (que estaban siendo asesinados en todo el país) y el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Los ciudadanos de la derecha de Medellín, siempre proclives a la autoironía involuntaria, convocaron a una manifestación pública contra las manifestaciones públicas. El dibujante de historietas Álvaro Vélez "Truchafrita" escribió: “Han hecho una marcha para marchar en contra de las marchas... van a terminar abriendo un portal interdimensional estos pendejos”. El tono del momento era aún festivo y así seguiría durante varias semanas.
Entonces no sabía nada de Wuhan y sólo me había enterado de lo elemental: que era un importante centro industrial y comercial de China, la ciudad más grande del centro del país, donde vivían 11 millones de personas; también, que era el origen del brote del nuevo virus y que sus ciudadanos estaban en cuarentena desde hacía cuatro semanas. Además, que el gobierno había construido allí un hospital en 10 días para tratar a los enfermos más graves.
El 26 de febrero de 2020 escribí: “No dejo de pensar en el estudiante colombiano Julián Vélez. Como se sabe, prefirió quedarse en Wuhan antes que aceptar el ‘rescate’ del gobierno colombiano. ‘Puede haber más riesgo llegando a un país donde el sistema de salud no está capacitado para atendernos’, les explicó a los periodistas. Ahí está, en su cuarto de Wuhan, esperando que deje de llover mientras sus compatriotas salieron corriendo a encontrarse con la tormenta. Ni nuestros mejores filósofos llegaron a tanto: bastó con que la plaga tocara las puertas de su pueblo para que Montaigne tirara al piso el libro de Epicteto que tenía en las manos y huyera despavorido en su carroza. No exagero al decir que quisiera a Julián Vélez como mi guía espiritual, mi mejor amigo, mi presidente, mi heredero eventual”.
En 1948, Frank Loesser compuso "On a Slow Boat to China", una canción en la que el enamorado le dice a su amante:
I’d love to get you
on a slow boat to China,
all to myself alone,
get you and keep you
in my arms ever more,
leave all your lovers
weeping on a faraway shore [1].
Setenta años después, China todavía es ese lugar remotísimo y exótico a donde uno llega sobre todo con la imaginación. Ed Yong escribió en The Atlantic el 25 de marzo: “Los ciudadanos que veían a China como un lugar lejano y distinto, donde los murciélagos se comen y el autoritarismo es aceptable, no pudieron creer que ellos mismos serían los siguientes contagiados o que no estarían listos para enfrentar lo que podría ocurrir”.
II
El 5 de marzo, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo donde analizaba la posibilidad de contener el brote de Covid-19 implementando medidas de distanciamiento social, higiene personal y, en último término, cuarentenas. El artículo terminaba con una conclusión inquietante hasta para el más gélido de los lectores: “Aunque nuestras medidas de salud pública sean incapaces de contener por completo la dispersión de la Covid-19 —dadas las características del virus—, serán efectivas para retardar el comienzo de la transmisión comunitaria, reduciendo el pico de la incidencia y su impacto en los servicios de salud, y haciendo decrecer, en consecuencia, la tasa de ataque”.
Pese a las advertencias científicas y a la experiencia de lo que había ocurrido en China, el primer ministro británico, Boris Johnson, dio esta desconcertante declaración en una entrevista: “Una de las teorías sobre cómo lidiar con el coronavirus es que, quizás, podríamos ponerle la cara y recibirlo de frente. Y dejar que la enfermedad circule entre la población sin tener que tomar demasiadas medidas draconianas”.
Al día siguiente, las noticias desde Italia eran escalofriantes: en la región de Lombardía el sistema de salud estaba empezando a colapsar. El médico Daniele Macchini describió en las redes sociales la situación italiana. Era el 6 de marzo:
“Intentaré contarles a las personas lejanas a nuestra realidad lo que estamos viviendo en Bérgamo durante estos días de la pandemia. Entiendo la necesidad de no crear pánico entre la población, pero me estremezco cuando el mensaje sobre la peligrosidad de lo que está ocurriendo no le llega a la gente. Durante la semana pasada vi con asombro cómo el hospital se reorganizaba: las salas se fueron vaciando de pacientes, se interrumpieron cirugías electivas y se liberaron las salas de cuidados intensivos para tener disponible el mayor número posible de camas. Ahora la situación es dramática, por decir lo menos. […]. La necesidad de camas es urgente y los departamentos que estaban vacíos se están llenando a un ritmo impresionante. Los tableros con los nombres de los pacientes […] tienen el mismo maldito diagnóstico: 'neumonía intersticial bilateral'. ¡Explíquenme qué virus de la gripe causa un drama como éste! […]. Y mientras hay personas que alardean de no tener miedo e ignoran las indicaciones sanitarias —personas que protestan porque su rutina está ‘temporalmente’ en crisis—, este desastre epidemiológico continúa. Ya no existen los cirujanos, los urólogos o los ortopedistas: ahora sólo somos médicos que, de repente, hacen parte de un mismo equipo para enfrentar un tsunami que nos sobrepasa".
Dos días después se decretó la cuarentena en gran parte del norte italiano y el 10 de marzo se extendió a todo el país.
III
Simultáneamente, en Colombia la enfermedad aún era una noticia lejana que autorizaba el humorismo. “El coronavirus es una gripa con un community manager, el hijueputa”, decía un meme que circulaba por esos días.
De hecho, la reputada filósofa Luciana Cadahia publicó ese mismo 10 de marzo esta broma arcádica en las redes sociales: “Si asumimos la hipótesis de que los virus provienen del espacio, no es descabellado pensar que el coronavirus tiene algo de justicia poética. Una especie de virus extraterrestre que viene a proteger a la humanidad de sí misma. Una venganza cósmica contra la maldad en nuestro mundo. Claro, eso nos haría asumir que el cosmos expresa algún tipo de moralidad y, por tanto, que dios existe. Pero, por un momento, hagamos como si sí. ¿Qué descubrimos sobre este virus? Descubrimos que los jóvenes son casi inmunes, que los adultos se recuperan sin muchas dificultades y que el mayor peligro está en los hombres blancos mayores. También descubrimos que tiene más fuerza en los países del norte y poca repercusión en las culturas calientes del trópico. También descubrimos que ataca a los que tienen mayor poder adquisitivo y la oportunidad de viajar a Europa y Estados Unidos. Es decir, ataca a los mayores responsables de convertir este mundo en un gran mierdero sin futuro. De pronto el coronavirus es la ‘manito de dios’ que necesitamos para que Bernie [Sanders] gane las elecciones, el cuidado se convierta en política mundial, la praxis feminista tenga que hacer la verdadera prueba de la experiencia y nos libremos, de una vez por todas, del pinche malparido hombre blanco de la faz de la tierra”.
Al día siguiente, el mismo día en que la OMS declaró como pandemia la Covid-19, Cadahia explicó que su anterior post era un mal chiste, aunque se refirió a “la estructura paranoica” con la que se había “construido” la pandemia[2].
IV
El 13 de marzo me sentía muy inquieto por las noticias internacionales y por la desinformación que percibía en los medios de comunicación colombianos y en las redes sociales. Quise saber qué pensaban algunos de mis contactos en esas redes sobre lo que estaba ocurriendo y formulé estas preguntas: “Usted ¿qué está haciendo en relación con el coronavirus? ¿Cree que el gobierno debería hacer algo más?”.
Varios contactos escribieron que se estaban lavando las manos con más frecuencia y que evitaban asistir a eventos sociales. Algunos profesores de colegios y universidades se quejaron porque la vida educativa seguía con normalidad. Una mujer se refirió a la presunta recomendación que unos médicos le habían dado a su novio: “Hace días él conversó en una junta médica con varios especialistas y todos coincidieron en que lo mejor para combatir el virus es tomar vitamina C”.
Otra explicó en extenso su cosmovisión: “Creo que existe un montón de causas de muerte en el mundo. Creo que la humanidad ya ha tenido estos ciclos de epidemias previamente y aquí seguimos los que tenemos que seguir. Creo que donde pones tu atención pones tu creación. Creo que magnos intereses están dándole protagonismo a esto y jugando con el miedo a la amenaza de moda. Creo que juegan con el miedo a la muerte. Creo que esto es lo que se está visibilizando y hay muchas otras causas de muerte con mayores índices y porcentajes”.
Esa misma persona añadía: “¿A qué le temes realmente?; ¿a contagiarte de una gripa (que, sí, es incómodo y nadie la quiere, pero con defensas altas ni se te acerca)?, ¿a que te aíslen (y obligatoriamente no tengas otro remedio que encontrarte contigo mismo en la intimidad y en el ‘no hacer’)?, ¿a morir (que, si me pasara hoy, me iría tranquila […])? Mantente presente, ya sabes que aquí y ahora es lo vivo. Llénate de Amor: aliméntate bien, rodéate de quienes amas, de pensamientos alentadores, de palabras bonitas, de la música que más disfrutas, de tus libros, películas y actividades favoritas, ¡de lo que exalta a tu alma de bienestar! Encuéntrate contigo mismo, date mimos, permítete ser tú mismo con todas sus consecuencias, con o sin gente, cuando miren y cuando no; experimenta y agradece cada situación, cómete el mundo, cómete cada segundo de vida, cada respiración.... Toma tus decisiones y no dejes que otros las tomen por ti....”.
La escritora colombiana Marcela Villegas, quien se encuentra en un tratamiento contra el cáncer (y quien, por lo mismo, forma parte de la población vulnerable frente a esta enfermedad inédita), le respondió: “De miles de personas como yo, con rostro y con historia, están conformados los listados de víctimas fatales de Covid-19. Y esa cantidad de muertos, que a ti parece no impresionarte, es sólo una parte del problema. Te deseo, por ejemplo, que en las próximas semanas —no tú, ya dijiste que no te importa morir— alguno de los tuyos (tu padre o tu madre o un maestro querido) no se contagie de Covid-19 ni tenga un accidente automovilístico o un ataque al corazón y no sea atendido por los servicios médicos, porque su capacidad esté completamente desbordada por lo que tú llamas ‘una gripa incómoda’. También te deseo que, si llegas a enfermarte de dicha gripa incómoda, las secuelas que deje en tus pulmones no sean muy limitantes para tu vida y la puedas seguir viviendo plenamente como proclamas. Yo (y, por fortuna, las personas que me quieren y me cuidan) seguiré teniendo miedo. Ese sentimiento tan limitante y tan estúpido y tan manipulable por los poderosos cuando se dirige, por ejemplo, a un inmigrante pobre, puede salvar mi vida en este caso, que se trata de un organismo microscópico y cambiante. Espero lograrlo. Me gusta vivir tanto como a ti y gozar de mis libros y la naturaleza, y sentir el amor de mis amigos y mi familia, un amor profundo y real que se traduce en acciones concretas de cuidado, no en llamados vacíos a adherir a una abstracción universal y a manifestaciones de ‘afecto’ superficiales”.
En las redes sociales colombianas se fue perfilando el grupo de “los escépticos” del virus. Un profesor de la Universidad de los Andes escribió: “La misión del pánico antiviral es acabar de disociarnos, separarnos, aislarnos y, de paso, inmunizarnos frente a las estrategias del biopoder. Una estrategia de insensibilización colectiva frente a los problemas políticos, ambientales y sociales a costa de una irritabilidad desmesurada frente al prójimo, y todo dirigido desde arriba como una orquesta”[3]. Y un antropólogo y cineasta bogotano escribió: “Detrás de la paranoia que ha generado esta pandemia de baja letalidad, cuya gravedad ha sido maximizada por los grandes medios de comunicación, están los intereses de las grandes farmacéuticas por hacer el negocio del siglo apenas anuncien que existe una vacuna. Igual, de algo nos tendremos que morir, pero por favor que no sea del miedo generado por la desinformación”.
No obstante, otras figuras públicas, como la escritora Carolina Sanín, estaban viviendo la situación con menos certidumbre, aunque no con menos intensidad: “Desde mi casa. Sin salir. Aterrada y atribulada y emocionada. Y bloqueando sin clemencia a estultos y a hijueputas en Twitter: mi propia batalla final”.
V
Al comenzar la cuarentena en España, el 14 de marzo, en Colombia se registraban 34 personas enfermas de Covid-19. Los medios informaron que en el departamento de Huila algunos ciudadanos habían apedreado la casa de dos mujeres infectadas por el virus y yo decidí intensificar mi acostumbrado aislamiento. Antes de ir al supermercado a comprar lo esencial, fui a visitar a mis papás para despedirme.
—¿No estás exagerando? —me preguntó mi papá, sonriendo, cuando esquivé su abrazo. Va a cumplir 70 años y es hipertenso.
—Yo no pensé que ese virus fuera a llegar acá —dijo mi mamá. Hace tres años una cirugía por un cáncer de tiroides la dejó respirando con dificultad.
(Voy a cumplir 40 años y no he podido renunciar a la convicción pueril de que mis papás son inmortales).
VI
Rubio Zapata, mi amigo y mentor, es un tipo críptico, septuagenario mueco, lector voraz de todo lo que pasa por su escritorio en la portería donde trabaja, fumador empedernido, persona en altísimo riesgo por el coronavirus. No he dejado de pensar en él durante todos estos días.
Hace cinco años, cuando yo era un profesor de literatura que vivía atrapado en un “círculo virtuoso” donde sólo tenía el tiempo suficiente para preparar las clases y el dinero necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado, Rubio —vigilante del edificio donde yo vivía entonces— me aconsejó, mientras nos fumábamos un cigarrillo, que emprendiera un negocio sencillo: arrendar en ese edificio un apartamento extra para luego subarrendárselo a los turistas por días o meses. Inicialmente, aquel trabajo me permitió poner en perspectiva mi oficio como profesor: podía enseñar por elección y no por obligación. Además, me ofrecía un poco más de tiempo para leer y escribir. Con el paso de los meses, sin embargo, el turismo comenzó a formar parte de mi vida en una forma más orgánica y dejó de ser sólo un apéndice económico. Entonces Manuela y yo decidimos alquilar un cuarto en nuestro apartamento, que se convirtió en una feria semanal de variedades humanas.
Conocimos a Josh German, un abogado de Maine que estaba escribiendo un libro infantil sobre un pulpo que quería competir en una carrera de ciclismo. A Eugenio Arriaga, un académico mexicano que estaba haciendo su tesis doctoral sobre la relación entre movilidad urbana y equidad social. A Vladimir Pcholkin, un irascible fotógrafo ruso de ballet que vivía en Washington y odiaba la antigua Unión Soviética. A Sebastián Barrera, un bogotano recién llegado de Nueva York que quería hacer una vida en Medellín. A Catherine Shepherd, una mujer curiosa que no esperó a que le termináramos de mostrar cómo funcionaba la lavadora cuando ya nos estaba preguntando —traicionando los preceptos de la presunta cortesía inglesa— cómo había sido crecer en Medellín durante los ochenta. Y a otras cien personas o más con quienes pasamos días o semanas, con quienes hablamos mucho o poco, y que llenaron de variedad y extrañeza la casa. Nuestra vida social y económica giraba, pues, alrededor de esas personas.
Durante la segunda semana de marzo, la pareja de alemanes que pensaba quedarse todo el mes en el apartamento en alquiler empacó imprevistamente sus maletas y regresó a Hannover. Todos los turistas que vendrían a Medellín en los meses siguientes y que hospedaríamos en el apartamento y en nuestra casa cancelaron sus reservas.
El panorama económico es oscuro y la soledad agranda las pesadillas: Manuela está en una finca a dos horas de Medellín, donde vive su mamá.
VII
A mediados de marzo, el primer ministro británico se niega a decretar la cuarentena nacional. “Vivimos en una democracia liberal”, le oigo decir a Boris Johnson en una rueda de prensa, en la que insta a los ciudadanos a tomar precauciones por voluntad propia. Desde Edimburgo, mi amigo David Sierra me escribe: “Con todo este alboroto, en este momento le creeré a la ciencia como un católico le cree a Jesús o al mismísimo Dios. Para mí es muy difícil pensar microbiológicamente, así que le haré caso a la OMS, me internaré como monje tibetano y les rezaré a los medios de comunicación para que esto tenga un desenlace feliz”. Los ciudadanos, en distintas partes del mundo, han comenzado a actuar por su cuenta y a pedirles a sus gobiernos que hagan algo.
En Colombia, el 17 de marzo los principales gremios médicos y académicos le enviaron una carta al presidente Iván Duque pidiéndole que actuara. Entre otras cosas, le adviertían: “Colombia cuenta con 12 000 camas entre unidades de cuidados intensivos (UCI) y unidades de cuidados intermedios de adultos, de las cuales 5300 son UCI, con una ocupación cercana al 80%, y sólo el 10-15% de las camas UCI operan como aisladas (no más de 750) y el 2% con cuartos con presión negativa. Este panorama pone a consideración de hospitales, aseguradoras, sociedades gremiales de la salud, talento humano en salud y especialidades quirúrgicas que se deben suspender todos los casos de cirugías electivas en quirófanos o procedimientos que requieran sedación y anestesia fuera de los quirófanos”.
Sin que el gobierno haya hecho nada, entre la población corre el rumor de que pronto habrá una cuarentena. Aún no se ha confirmado el primer muerto por Covid-19 en el país y en el barrio Campo Valdés, en Medellín, tuvieron que cerrar un supermercado por la violencia que se presentó cuando la gente, atemorizada, fue a abastecerse en forma desorganizada y sin ninguna orientación gubernamental.
VIII
Todas las noches he estado dando vueltas en la cama, imaginando el virus y la enfermedad. Unas veces he visto una suerte de presencia o fantasma, un ente invisible que se mueve por todas partes. Otras, lo he imaginado entrando en la laringe de alguien antes de infectarlo. En ocasiones, sólo he visualizado unos pulmones que se van deteriorando hasta verse como las imágenes que aparecen en las cajetillas de cigarrillos y después he escuchado el sonido interminable de una tos seca. También he visto una bolita azul, fruta minúscula de higuerilla tinturada que se acerca con precisión a una célula-nave espacial. Un día, al percatarme de estas fantasías, vi el escenario doméstico y estereotipado en el que estaban transcurriendo: por todo el apartamento había latas de cerveza, cuscas de cigarrillo, platos sucios, vasos, ropa en el piso y una olla con arroz —de y para varios días— adentro de la nevera. “Temo por tu salud mental, Santi”, me dijo una amiga, “apaga esa pantalla y léete un libro de papel”. Hice algo mucho mejor: me fui a la casa de mi suegra en el campo.
IX
Mi suegra Adriana es una persona más práctica que teórica. Se dirá que todos, implícitamente, tenemos una teoría, pero lo que quiero decir es que desde que la conozco Adriana evita andar exponiendo su forma de concebir la naturaleza, la sociedad o la vida. Vive en una vereda en El Carmen de Viboral, a dos horas de Medellín, y durante varios años la he visto zambullirse en prácticas y empresas insustanciales o incomprensibles a los ojos de muchos (yo incluido): cocinar en horno de leña, criar pollos y gallinas, construir terrazas de cultivo, producir artesanalmente productos a base de plantas (cremas humectantes, champús, pomadas muy efectivas para aliviar el dolor), construir varios sistemas de compostaje, diseñar un sistema para almacenar las aguas de lluvia, distribuir verduras de cultivos agroecológicos…. “Cuando veo un carbonero florecido, me dan ganas de llorar”, me dijo un día.
De entre todas las personas que conozco, Adriana es la única con la capacidad para sobrevivir en esta época desconcertante. Un poema de Jaime Jaramillo comienza así:
Suelen decirme —a manera de crítica— que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo —a manera de crítica— que viven en Tierra?
Tal parece que la ingenuidad ingénita de mi suegra podría ser una increíble mutación adaptativa. Vivir en la Luna le ha permitido estar serena en la Tierra.
El 20 de marzo se decretó la cuarentena en Antioquia y el martes 24 comenzó en todo el país. El primer mes de la cuarentena, con todos sus días como nubes, lo pasé entre montañas en la vereda Rivera junto a Manuela, Adriana, Rincón, Flora y los pollos sin nombre.
X
La primera vez que fui a El Carmen de Viboral a mercar, siete días después del inicio del confinamiento, no se veía a casi nadie en la calle. El ingreso a los supermercados estaba supeditado al número de la cédula; las personas, en silencio y sin apuros, esperaban sus respectivos turnos para hacer las compras. Al cruzarme con los lugareños, intercambiamos saludos calurosos, aunque distantes. Semanas antes, había supuesto que nuestra indisciplina social haría imposible el confinamiento obligatorio en el país, pero estaba equivocado. No está mal presuponer en los demás las virtudes que uno suele conferirse a sí mismo con total autoindulgencia.
Más que los ensayos de filósofos contemporáneos que descreían de la existencia de una pandemia, que calculaban el alcance de la crisis o soñaban con el final del sistema sociopolítico y económico mundial, me llamaban la atención las historias sobre las relaciones íntimas o los informes personales sobre lo que estaba ocurriendo en la intrascendencia diaria. Noviazgos que se terminaban, renuncias laborales, despidos, súbitos cambios de costumbres, pormenores de este suspenso intermitente.
Leila Guerriero escribió sobre su vida doméstica y sobre el pan que estaba haciendo en la casa (“Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día y los panes que amasé y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar, y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas”). Orlando Echeverri Benedetti habló de lo poético y lo prosaico (“Siempre que describen los virus como ‘un saco de material genético’ pienso en un testículo microscópico flotando en el espacio. Para matar el tiempo, mi esposa cose conejos y gallinas de tela que luego rellena con fibra de percal y flores secas de lavanda”). Andrea Aldana habló de su vecindario y prometió sorpresas (“Acabo de descubrir la pasión de un vecino. Está parado en el techo del edificio de enfrente y con unos binóculos espía el mundo a su alrededor. Ojalá sea su primera salida. Si no, ya descubrió que no me baño ni me quito el pijama hace cuatro días. Ahora que sé que hay audiencia, espero no resultar aburrida al voyeur. Prometo más piel y más acción”). “Terminamos porque la cuarentena nos obligó a estar juntos”, me explicó una amiga. Otro amigo me dijo: “Es rarísimo esto… no tengo ganas ni de hacerme la paja”.
XI
—Estoy muy preocupado por las gaviotas —me escribió David desde Edimburgo el mismo día en que Boris Johnson daba positivo para coronavirus—. Estos animales se están enloqueciendo sin nosotros en las calles.
En la vereda pasé horas observando a Flora y a Rincón, los gatos, ajenos a cualquiera de nuestras indicaciones y normas sanitarias; ovillos tersos y caprichosos posados sobre el sofá o la huerta. Ellos, a su vez, pasaban horas observando a los pollos que escarbaban el piso del corral y que movían sus cabezas como un juguete cuya batería está a punto de expirar. Afuera de la casa, al lado de un alto guadual, vi un gallinazo circunspecto que nos visitó varios días hasta comerse un armadillo muerto del que sólo quedó el caparazón vacío. Los azulejos se bañaban en el cuenco de una piedra. Dos mirlas cruzaban veloces frente a la cocina. La ardilla se reclinaba en las ramas del aguacate y mordisqueaba a medias los frutos. Yo tenía un calcetín en la mano para matar a las innumerables moscas. En la noche se oía la zarigüeya caminando por el tejado. Los pollos de Adriana crecían y ella pasaba gran parte del día alimentándolos con coco rallado, yuca cocida, cáscaras picadas de plátano maduro, maíz y fríjoles. A los pollos les gustan mucho los frijoles.
Henry Beston escribió hace casi cien años: “Necesitamos forjar un concepto distinto de los animales, uno más sabio y quizás más místico. […]. Los subestimamos por su imperfección, por su sino trágico al tener una forma inferior a la nuestra. Y nos equivocamos, nos equivocamos totalmente. Los animales no deberían ser medidos con relación al hombre. En un mundo más viejo y completo que el nuestro, ellos son seres acabados, dotados de sentidos que hemos perdido o que nunca tuvimos, y se guían por voces que nunca escucharemos”.
Beston pensaba en los animales como una cosa distinta a los humanos o pensaba en los humanos como una cosa distinta a los animales. Pero, ¿no nos guiamos todos los animales por voces remotas? En cualquier caso, el ruido ocasionado por el hombre es horripilante. Crujen las hojas bajo mis pies y todos corren o vuelan a esconderse.
XII
En “¿Por qué el coronavirus es tan confuso?”, publicado el 29 de abril en The Atlantic, Ed Yong concluye: “En la memoria de las personas, ninguna crisis había causado una turbulencia tan amplia y tan veloz como ésta. El deseo de encontrar un antagonista —llámese Partido Comunista Chino o Donald Trump— pasa por alto los múltiples aspectos de la vida del siglo XXI que han hecho posible esta pandemia: la expansión incesante de la humanidad hacia las áreas silvestres; el incremento desmedido del tránsito aéreo; la desfinanciación crónica de los sistemas de salud pública; una economía de último minuto que opera con frágiles cadenas de suministro; sistemas de salud que supeditan la atención médica al empleo; redes sociales que difunden rápidamente desinformación; devaluación de la experticia; marginalización de los ancianos; y siglos de racismo estructural que han empobrecido la salud de las minorías y los grupos indígenas”.
Es cierto que esta pandemia era inevitable dadas las circunstancias de producción y consumo actuales, pero no es cierto que éstas sean un accidente o un destino inevitable en la historia de nuestra especie. El fatalismo oculta con astucia a los beneficiarios del sistema.
XIII
Belarmina vive muy cerca de Adriana, en la vereda Rivera, y se dedica a la agricultura. Una mañana estuvo en la casa trabajando unas horas y me refirió sus impresiones sobre la pandemia. Yo la escuchaba desde el limonero con el tapabocas puesto. “En todo caso, a mí lo que más tristeza me da de todo esto es pensar en esa pobre gente de la ciudad, encerradita todo el tiempo en la casa... ¡qué pecao! Uno acá está bien, porque, dígame, Santiago, ¿qué más necesita uno, aparte de comida y ropa?”. Bernardo Soares decía que la fraternidad encierra sutilezas.
“Estoy bien acá. Me siento acompañada por Rincón, Flora, los pollos y los árboles”, nos tranquilizó Adriana al despedirse de nosotros: a pesar de esas semanas más o menos apacibles, regresé con Manuela a Medellín porque sentía que estaba traicionando de algún modo a mis amigos urbanitas, quienes llevaban semanas encerrados en sus apartamentos. (Tengo la culpa cristiana enquistada en mi alma de queso). O tal vez quería ver, desde la ventana, qué estaba pasando en la ciudad. “Igual, yo vivo en cuarentena y distanciado socialmente”, me escribió un amigo escritor desde Corea del Sur y añadió: “only drinkers can survive”. Y una amiga sentenció: “Estás en lo tuyo, ¿no?”.
Y no. Nadie en la ciudad está en lo suyo. Ya no existen las costumbres simples, mis costumbres simples: ni las mañanas en el gimnasio de la cooperativa junto a los pensionados ni las tardes de los martes y jueves, jugando fútbol con Tronquiño y con Alonso y con Churri, ni la cerveza de los miércoles en la Cervecería Libre, compartiendo la barra junto a un extraño que se va siempre antes de las siete y no deja de mirar su teléfono móvil, ni leer un libro en el Museo de Arte Moderno ni saludar a Camilo en la tienda del parque ni pasar por el barrio Fátima en la bicicleta y soñar con que viviré algún día entre sus calles estrechas y sus vecinos amables, ni almorzar los viernes con mi mamá. Ni siquiera putear a las vecinas del primer piso por el volumen con que escuchan —escuchaban— su música. Pero, mientras nada pasa ahora en mi vida personal, por la calle que está bajo mi ventana pasan quienes nunca pasaban: vendedores de papayas, aguacates, helados y mazamorra; compradores de electrodomésticos rotos; venezolanos pidiéndoles comida a los dueños de los balcones vacíos; mariachis tocando serenatas para nadie.
Han sido días idénticos de barrer el apartamento y leer los reportes de contagio. Entretanto, la proverbial generosidad de los medellinenses no se ha marchitado con la pandemia. Veo desde esta ventana a un muchacho con el tapabocas en el cuello fumándose un cigarrillo de marihuana. Se le acerca un reciclador con su tapabocas puesto. Intercambian palabras. El muchacho le hace un gesto de “espere”, le da dos fumadas más al bareto y se lo pasa al reciclador, quien se baja el tapabocas hasta el cuello, agradece y se va caminando alegremente mientras se fuma lo que queda.
XIV
Pasaron semanas, meses, y todavía estamos en un estadio intermedio entre la cuarentena y la temida o anhelada “nueva normalidad”. Han ocurrido algunas marchas sociales y cada vez se oye menos el canto de los pájaros y el estridor de los grillos, aunque el aire sigue más o menos limpio y todavía se ven las montañas del norte desde la cocina. También hay más carteles de “Se arrienda” o “Se vende” en las ventanas de los apartamentos y de los locales comerciales. Los hostales del barrio cerraron. Los restaurantes están vacíos. La hermana de un amigo murió de cáncer y no pudimos estar con él. Los pocos extranjeros que permanecen en la ciudad están esperando que abran los aeropuertos para irse. El número de personas contagiadas en América Latina va en aumento. El coronavirus se está extendiendo por África. Las noticias sobre la pandemia en las páginas web de los diarios ingleses y españoles cada vez ocupan menos espacio. Están teniendo que trasladar a los pacientes más graves de departamento de Chocó hasta los hospitales en Antioquia (así ocurría también antes de la pandemia). El banco va a comenzar a cobrarnos de nuevo la hipoteca. El gobierno decretó un día sin impuesto sobre las ventas y las personas se apretujaron en los almacenes de cadena.
Manuela y yo transformamos el cuarto que alquilábamos en un taller de cerámica donde ella se sienta enfrente del torno y yo me siento a verla trabajar. No creemos factible que los turistas vuelvan. Al menos no pronto. El torno gira y las manos de Manuela intentan darle forma al barro. A veces crece como un cohete obeso y otras se tambalea como un borracho. Y luego cae.
En 1955, Pedro Salinas escribió:
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?
Las estadísticas de muertos por coronavirus propician una indistinción tranquilizadora: para ellas no existen los individuos, sino las víctimas de la especie. Intentando poner en evidencia este mecanismo mental y político, The New York Times publicó una portada con los nombres de las personas muertas por coronavirus en Estados Unidos. En ese momento la cifra se estaba aproximando a 100 mil. Hoy, 22 de junio, Colombia tiene 71 183 casos y 2 310 muertos.
Una vez más estoy al lado de la ventana que da a la calle y veo el búcaro viejo que me da sombra en la tarde. El tiempo es una cosa borrosa hacia atrás y hacia adelante. Un pájaro carpintero ha estado martillando sin descanso. Lo he visto dedicarle horas a su tarea: sacando madera del árbol viejo, moviendo la cabeza mientras las partículas de polvo flotan unos segundos en el aire antes de caer sobre la calle inútil, trabajando cuando ya casi no hay luz. Desde hace tres días veo que ese pájaro carpintero de cabeza roja y pecho blanco, ahora de pie junto al nido, triunfal y homérico, canta a los gritos. ¿Busca una pareja, inútilmente, ese pájaro artesano y cantor? Me alegro y entristezco por ese pájaro solitario y salaz. Y también por nosotros.
[1] “Quisiera llevarte / En un barco a China / Toda(o) para mí solo(a). / Llevarte y retenerte por siempre / En mis brazos / Dejar a tus amantes / Sollozando en una costa lejana”.
[2] La peor suerte de un chiste es que tenga que explicarse. Para nosotros, sus lectores habituales, es apenas obvio que Cadahia estaba bromeando y que se estaba apropiando de una narrativa de la muerte ajena a ella como académica interesada en las mayorías populares y en sus problemáticas (quienes, evidentemente, serían las más perjudicadas por esta nueva enfermedad). Incluso un lector atento y ajeno a la obra de la profesora podría concluir con facilidad que aquella fantasía no era más que un chascarrillo, al constatar las premisas dudosas que postulaba (“los jóvenes son casi inmunes a la enfermedad”), las definitivamente erróneas (“tiene poca repercusión en los países del trópico”, “el mayor peligro está en los hombres blancos mayores”) o al darse de narices con su evidente contradicción interna (la erradicación del Pinche Malparido Hombre Blanco también aniquilaría a Bernie Sanders). Si acaso, se la podría haber juzgado de inoportuna, pero ¿qué sería de la vida si no existieran las alegres personas intempestivas?
[3] En las semanas siguientes, más bien ocurrió lo contrario: las cuarentenas (y la imposibilidad práctica de hacerlas de manera rigurosa y efectiva) pusieron en evidencia los problemas sociales, políticos y ambientales de todos los países y del sistema económico mundial. Santiago Alba Rico, en Eldiario.es, escribió el 17 de marzo (“¿Esto nos está pasando realmente?”): “[…] el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado [¿sic? …] razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor —aunque poco verosímil— que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser”.
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América Latina está en un estadio intermedio en espera de la anhelada o temida nueva normalidad. Éstos son los apuntes de un diario personal, un recuento del año del coronavirus, de las noticias y las discusiones que inundaron nuestras pantallas. Apuntes de una intrascendencia diaria de la que fuimos testigos.
A Marcela Villegas y Manuela Alarcón,
practicantes del amor concreto
I
En la última semana de febrero de 2020, los manifestantes que habían empezado a marchar contra el gobierno colombiano (en noviembre pasado) seguían en las calles. Era un grupo heterogéneo que incluía estudiantes, miembros de sindicatos, artistas, profesores y figuras públicas, y que reclamaba la protección de los líderes sociales (que estaban siendo asesinados en todo el país) y el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Los ciudadanos de la derecha de Medellín, siempre proclives a la autoironía involuntaria, convocaron a una manifestación pública contra las manifestaciones públicas. El dibujante de historietas Álvaro Vélez "Truchafrita" escribió: “Han hecho una marcha para marchar en contra de las marchas... van a terminar abriendo un portal interdimensional estos pendejos”. El tono del momento era aún festivo y así seguiría durante varias semanas.
Entonces no sabía nada de Wuhan y sólo me había enterado de lo elemental: que era un importante centro industrial y comercial de China, la ciudad más grande del centro del país, donde vivían 11 millones de personas; también, que era el origen del brote del nuevo virus y que sus ciudadanos estaban en cuarentena desde hacía cuatro semanas. Además, que el gobierno había construido allí un hospital en 10 días para tratar a los enfermos más graves.
El 26 de febrero de 2020 escribí: “No dejo de pensar en el estudiante colombiano Julián Vélez. Como se sabe, prefirió quedarse en Wuhan antes que aceptar el ‘rescate’ del gobierno colombiano. ‘Puede haber más riesgo llegando a un país donde el sistema de salud no está capacitado para atendernos’, les explicó a los periodistas. Ahí está, en su cuarto de Wuhan, esperando que deje de llover mientras sus compatriotas salieron corriendo a encontrarse con la tormenta. Ni nuestros mejores filósofos llegaron a tanto: bastó con que la plaga tocara las puertas de su pueblo para que Montaigne tirara al piso el libro de Epicteto que tenía en las manos y huyera despavorido en su carroza. No exagero al decir que quisiera a Julián Vélez como mi guía espiritual, mi mejor amigo, mi presidente, mi heredero eventual”.
En 1948, Frank Loesser compuso "On a Slow Boat to China", una canción en la que el enamorado le dice a su amante:
I’d love to get you
on a slow boat to China,
all to myself alone,
get you and keep you
in my arms ever more,
leave all your lovers
weeping on a faraway shore [1].
Setenta años después, China todavía es ese lugar remotísimo y exótico a donde uno llega sobre todo con la imaginación. Ed Yong escribió en The Atlantic el 25 de marzo: “Los ciudadanos que veían a China como un lugar lejano y distinto, donde los murciélagos se comen y el autoritarismo es aceptable, no pudieron creer que ellos mismos serían los siguientes contagiados o que no estarían listos para enfrentar lo que podría ocurrir”.
II
El 5 de marzo, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo donde analizaba la posibilidad de contener el brote de Covid-19 implementando medidas de distanciamiento social, higiene personal y, en último término, cuarentenas. El artículo terminaba con una conclusión inquietante hasta para el más gélido de los lectores: “Aunque nuestras medidas de salud pública sean incapaces de contener por completo la dispersión de la Covid-19 —dadas las características del virus—, serán efectivas para retardar el comienzo de la transmisión comunitaria, reduciendo el pico de la incidencia y su impacto en los servicios de salud, y haciendo decrecer, en consecuencia, la tasa de ataque”.
Pese a las advertencias científicas y a la experiencia de lo que había ocurrido en China, el primer ministro británico, Boris Johnson, dio esta desconcertante declaración en una entrevista: “Una de las teorías sobre cómo lidiar con el coronavirus es que, quizás, podríamos ponerle la cara y recibirlo de frente. Y dejar que la enfermedad circule entre la población sin tener que tomar demasiadas medidas draconianas”.
Al día siguiente, las noticias desde Italia eran escalofriantes: en la región de Lombardía el sistema de salud estaba empezando a colapsar. El médico Daniele Macchini describió en las redes sociales la situación italiana. Era el 6 de marzo:
“Intentaré contarles a las personas lejanas a nuestra realidad lo que estamos viviendo en Bérgamo durante estos días de la pandemia. Entiendo la necesidad de no crear pánico entre la población, pero me estremezco cuando el mensaje sobre la peligrosidad de lo que está ocurriendo no le llega a la gente. Durante la semana pasada vi con asombro cómo el hospital se reorganizaba: las salas se fueron vaciando de pacientes, se interrumpieron cirugías electivas y se liberaron las salas de cuidados intensivos para tener disponible el mayor número posible de camas. Ahora la situación es dramática, por decir lo menos. […]. La necesidad de camas es urgente y los departamentos que estaban vacíos se están llenando a un ritmo impresionante. Los tableros con los nombres de los pacientes […] tienen el mismo maldito diagnóstico: 'neumonía intersticial bilateral'. ¡Explíquenme qué virus de la gripe causa un drama como éste! […]. Y mientras hay personas que alardean de no tener miedo e ignoran las indicaciones sanitarias —personas que protestan porque su rutina está ‘temporalmente’ en crisis—, este desastre epidemiológico continúa. Ya no existen los cirujanos, los urólogos o los ortopedistas: ahora sólo somos médicos que, de repente, hacen parte de un mismo equipo para enfrentar un tsunami que nos sobrepasa".
Dos días después se decretó la cuarentena en gran parte del norte italiano y el 10 de marzo se extendió a todo el país.
III
Simultáneamente, en Colombia la enfermedad aún era una noticia lejana que autorizaba el humorismo. “El coronavirus es una gripa con un community manager, el hijueputa”, decía un meme que circulaba por esos días.
De hecho, la reputada filósofa Luciana Cadahia publicó ese mismo 10 de marzo esta broma arcádica en las redes sociales: “Si asumimos la hipótesis de que los virus provienen del espacio, no es descabellado pensar que el coronavirus tiene algo de justicia poética. Una especie de virus extraterrestre que viene a proteger a la humanidad de sí misma. Una venganza cósmica contra la maldad en nuestro mundo. Claro, eso nos haría asumir que el cosmos expresa algún tipo de moralidad y, por tanto, que dios existe. Pero, por un momento, hagamos como si sí. ¿Qué descubrimos sobre este virus? Descubrimos que los jóvenes son casi inmunes, que los adultos se recuperan sin muchas dificultades y que el mayor peligro está en los hombres blancos mayores. También descubrimos que tiene más fuerza en los países del norte y poca repercusión en las culturas calientes del trópico. También descubrimos que ataca a los que tienen mayor poder adquisitivo y la oportunidad de viajar a Europa y Estados Unidos. Es decir, ataca a los mayores responsables de convertir este mundo en un gran mierdero sin futuro. De pronto el coronavirus es la ‘manito de dios’ que necesitamos para que Bernie [Sanders] gane las elecciones, el cuidado se convierta en política mundial, la praxis feminista tenga que hacer la verdadera prueba de la experiencia y nos libremos, de una vez por todas, del pinche malparido hombre blanco de la faz de la tierra”.
Al día siguiente, el mismo día en que la OMS declaró como pandemia la Covid-19, Cadahia explicó que su anterior post era un mal chiste, aunque se refirió a “la estructura paranoica” con la que se había “construido” la pandemia[2].
IV
El 13 de marzo me sentía muy inquieto por las noticias internacionales y por la desinformación que percibía en los medios de comunicación colombianos y en las redes sociales. Quise saber qué pensaban algunos de mis contactos en esas redes sobre lo que estaba ocurriendo y formulé estas preguntas: “Usted ¿qué está haciendo en relación con el coronavirus? ¿Cree que el gobierno debería hacer algo más?”.
Varios contactos escribieron que se estaban lavando las manos con más frecuencia y que evitaban asistir a eventos sociales. Algunos profesores de colegios y universidades se quejaron porque la vida educativa seguía con normalidad. Una mujer se refirió a la presunta recomendación que unos médicos le habían dado a su novio: “Hace días él conversó en una junta médica con varios especialistas y todos coincidieron en que lo mejor para combatir el virus es tomar vitamina C”.
Otra explicó en extenso su cosmovisión: “Creo que existe un montón de causas de muerte en el mundo. Creo que la humanidad ya ha tenido estos ciclos de epidemias previamente y aquí seguimos los que tenemos que seguir. Creo que donde pones tu atención pones tu creación. Creo que magnos intereses están dándole protagonismo a esto y jugando con el miedo a la amenaza de moda. Creo que juegan con el miedo a la muerte. Creo que esto es lo que se está visibilizando y hay muchas otras causas de muerte con mayores índices y porcentajes”.
Esa misma persona añadía: “¿A qué le temes realmente?; ¿a contagiarte de una gripa (que, sí, es incómodo y nadie la quiere, pero con defensas altas ni se te acerca)?, ¿a que te aíslen (y obligatoriamente no tengas otro remedio que encontrarte contigo mismo en la intimidad y en el ‘no hacer’)?, ¿a morir (que, si me pasara hoy, me iría tranquila […])? Mantente presente, ya sabes que aquí y ahora es lo vivo. Llénate de Amor: aliméntate bien, rodéate de quienes amas, de pensamientos alentadores, de palabras bonitas, de la música que más disfrutas, de tus libros, películas y actividades favoritas, ¡de lo que exalta a tu alma de bienestar! Encuéntrate contigo mismo, date mimos, permítete ser tú mismo con todas sus consecuencias, con o sin gente, cuando miren y cuando no; experimenta y agradece cada situación, cómete el mundo, cómete cada segundo de vida, cada respiración.... Toma tus decisiones y no dejes que otros las tomen por ti....”.
La escritora colombiana Marcela Villegas, quien se encuentra en un tratamiento contra el cáncer (y quien, por lo mismo, forma parte de la población vulnerable frente a esta enfermedad inédita), le respondió: “De miles de personas como yo, con rostro y con historia, están conformados los listados de víctimas fatales de Covid-19. Y esa cantidad de muertos, que a ti parece no impresionarte, es sólo una parte del problema. Te deseo, por ejemplo, que en las próximas semanas —no tú, ya dijiste que no te importa morir— alguno de los tuyos (tu padre o tu madre o un maestro querido) no se contagie de Covid-19 ni tenga un accidente automovilístico o un ataque al corazón y no sea atendido por los servicios médicos, porque su capacidad esté completamente desbordada por lo que tú llamas ‘una gripa incómoda’. También te deseo que, si llegas a enfermarte de dicha gripa incómoda, las secuelas que deje en tus pulmones no sean muy limitantes para tu vida y la puedas seguir viviendo plenamente como proclamas. Yo (y, por fortuna, las personas que me quieren y me cuidan) seguiré teniendo miedo. Ese sentimiento tan limitante y tan estúpido y tan manipulable por los poderosos cuando se dirige, por ejemplo, a un inmigrante pobre, puede salvar mi vida en este caso, que se trata de un organismo microscópico y cambiante. Espero lograrlo. Me gusta vivir tanto como a ti y gozar de mis libros y la naturaleza, y sentir el amor de mis amigos y mi familia, un amor profundo y real que se traduce en acciones concretas de cuidado, no en llamados vacíos a adherir a una abstracción universal y a manifestaciones de ‘afecto’ superficiales”.
En las redes sociales colombianas se fue perfilando el grupo de “los escépticos” del virus. Un profesor de la Universidad de los Andes escribió: “La misión del pánico antiviral es acabar de disociarnos, separarnos, aislarnos y, de paso, inmunizarnos frente a las estrategias del biopoder. Una estrategia de insensibilización colectiva frente a los problemas políticos, ambientales y sociales a costa de una irritabilidad desmesurada frente al prójimo, y todo dirigido desde arriba como una orquesta”[3]. Y un antropólogo y cineasta bogotano escribió: “Detrás de la paranoia que ha generado esta pandemia de baja letalidad, cuya gravedad ha sido maximizada por los grandes medios de comunicación, están los intereses de las grandes farmacéuticas por hacer el negocio del siglo apenas anuncien que existe una vacuna. Igual, de algo nos tendremos que morir, pero por favor que no sea del miedo generado por la desinformación”.
No obstante, otras figuras públicas, como la escritora Carolina Sanín, estaban viviendo la situación con menos certidumbre, aunque no con menos intensidad: “Desde mi casa. Sin salir. Aterrada y atribulada y emocionada. Y bloqueando sin clemencia a estultos y a hijueputas en Twitter: mi propia batalla final”.
V
Al comenzar la cuarentena en España, el 14 de marzo, en Colombia se registraban 34 personas enfermas de Covid-19. Los medios informaron que en el departamento de Huila algunos ciudadanos habían apedreado la casa de dos mujeres infectadas por el virus y yo decidí intensificar mi acostumbrado aislamiento. Antes de ir al supermercado a comprar lo esencial, fui a visitar a mis papás para despedirme.
—¿No estás exagerando? —me preguntó mi papá, sonriendo, cuando esquivé su abrazo. Va a cumplir 70 años y es hipertenso.
—Yo no pensé que ese virus fuera a llegar acá —dijo mi mamá. Hace tres años una cirugía por un cáncer de tiroides la dejó respirando con dificultad.
(Voy a cumplir 40 años y no he podido renunciar a la convicción pueril de que mis papás son inmortales).
VI
Rubio Zapata, mi amigo y mentor, es un tipo críptico, septuagenario mueco, lector voraz de todo lo que pasa por su escritorio en la portería donde trabaja, fumador empedernido, persona en altísimo riesgo por el coronavirus. No he dejado de pensar en él durante todos estos días.
Hace cinco años, cuando yo era un profesor de literatura que vivía atrapado en un “círculo virtuoso” donde sólo tenía el tiempo suficiente para preparar las clases y el dinero necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado, Rubio —vigilante del edificio donde yo vivía entonces— me aconsejó, mientras nos fumábamos un cigarrillo, que emprendiera un negocio sencillo: arrendar en ese edificio un apartamento extra para luego subarrendárselo a los turistas por días o meses. Inicialmente, aquel trabajo me permitió poner en perspectiva mi oficio como profesor: podía enseñar por elección y no por obligación. Además, me ofrecía un poco más de tiempo para leer y escribir. Con el paso de los meses, sin embargo, el turismo comenzó a formar parte de mi vida en una forma más orgánica y dejó de ser sólo un apéndice económico. Entonces Manuela y yo decidimos alquilar un cuarto en nuestro apartamento, que se convirtió en una feria semanal de variedades humanas.
Conocimos a Josh German, un abogado de Maine que estaba escribiendo un libro infantil sobre un pulpo que quería competir en una carrera de ciclismo. A Eugenio Arriaga, un académico mexicano que estaba haciendo su tesis doctoral sobre la relación entre movilidad urbana y equidad social. A Vladimir Pcholkin, un irascible fotógrafo ruso de ballet que vivía en Washington y odiaba la antigua Unión Soviética. A Sebastián Barrera, un bogotano recién llegado de Nueva York que quería hacer una vida en Medellín. A Catherine Shepherd, una mujer curiosa que no esperó a que le termináramos de mostrar cómo funcionaba la lavadora cuando ya nos estaba preguntando —traicionando los preceptos de la presunta cortesía inglesa— cómo había sido crecer en Medellín durante los ochenta. Y a otras cien personas o más con quienes pasamos días o semanas, con quienes hablamos mucho o poco, y que llenaron de variedad y extrañeza la casa. Nuestra vida social y económica giraba, pues, alrededor de esas personas.
Durante la segunda semana de marzo, la pareja de alemanes que pensaba quedarse todo el mes en el apartamento en alquiler empacó imprevistamente sus maletas y regresó a Hannover. Todos los turistas que vendrían a Medellín en los meses siguientes y que hospedaríamos en el apartamento y en nuestra casa cancelaron sus reservas.
El panorama económico es oscuro y la soledad agranda las pesadillas: Manuela está en una finca a dos horas de Medellín, donde vive su mamá.
VII
A mediados de marzo, el primer ministro británico se niega a decretar la cuarentena nacional. “Vivimos en una democracia liberal”, le oigo decir a Boris Johnson en una rueda de prensa, en la que insta a los ciudadanos a tomar precauciones por voluntad propia. Desde Edimburgo, mi amigo David Sierra me escribe: “Con todo este alboroto, en este momento le creeré a la ciencia como un católico le cree a Jesús o al mismísimo Dios. Para mí es muy difícil pensar microbiológicamente, así que le haré caso a la OMS, me internaré como monje tibetano y les rezaré a los medios de comunicación para que esto tenga un desenlace feliz”. Los ciudadanos, en distintas partes del mundo, han comenzado a actuar por su cuenta y a pedirles a sus gobiernos que hagan algo.
En Colombia, el 17 de marzo los principales gremios médicos y académicos le enviaron una carta al presidente Iván Duque pidiéndole que actuara. Entre otras cosas, le adviertían: “Colombia cuenta con 12 000 camas entre unidades de cuidados intensivos (UCI) y unidades de cuidados intermedios de adultos, de las cuales 5300 son UCI, con una ocupación cercana al 80%, y sólo el 10-15% de las camas UCI operan como aisladas (no más de 750) y el 2% con cuartos con presión negativa. Este panorama pone a consideración de hospitales, aseguradoras, sociedades gremiales de la salud, talento humano en salud y especialidades quirúrgicas que se deben suspender todos los casos de cirugías electivas en quirófanos o procedimientos que requieran sedación y anestesia fuera de los quirófanos”.
Sin que el gobierno haya hecho nada, entre la población corre el rumor de que pronto habrá una cuarentena. Aún no se ha confirmado el primer muerto por Covid-19 en el país y en el barrio Campo Valdés, en Medellín, tuvieron que cerrar un supermercado por la violencia que se presentó cuando la gente, atemorizada, fue a abastecerse en forma desorganizada y sin ninguna orientación gubernamental.
VIII
Todas las noches he estado dando vueltas en la cama, imaginando el virus y la enfermedad. Unas veces he visto una suerte de presencia o fantasma, un ente invisible que se mueve por todas partes. Otras, lo he imaginado entrando en la laringe de alguien antes de infectarlo. En ocasiones, sólo he visualizado unos pulmones que se van deteriorando hasta verse como las imágenes que aparecen en las cajetillas de cigarrillos y después he escuchado el sonido interminable de una tos seca. También he visto una bolita azul, fruta minúscula de higuerilla tinturada que se acerca con precisión a una célula-nave espacial. Un día, al percatarme de estas fantasías, vi el escenario doméstico y estereotipado en el que estaban transcurriendo: por todo el apartamento había latas de cerveza, cuscas de cigarrillo, platos sucios, vasos, ropa en el piso y una olla con arroz —de y para varios días— adentro de la nevera. “Temo por tu salud mental, Santi”, me dijo una amiga, “apaga esa pantalla y léete un libro de papel”. Hice algo mucho mejor: me fui a la casa de mi suegra en el campo.
IX
Mi suegra Adriana es una persona más práctica que teórica. Se dirá que todos, implícitamente, tenemos una teoría, pero lo que quiero decir es que desde que la conozco Adriana evita andar exponiendo su forma de concebir la naturaleza, la sociedad o la vida. Vive en una vereda en El Carmen de Viboral, a dos horas de Medellín, y durante varios años la he visto zambullirse en prácticas y empresas insustanciales o incomprensibles a los ojos de muchos (yo incluido): cocinar en horno de leña, criar pollos y gallinas, construir terrazas de cultivo, producir artesanalmente productos a base de plantas (cremas humectantes, champús, pomadas muy efectivas para aliviar el dolor), construir varios sistemas de compostaje, diseñar un sistema para almacenar las aguas de lluvia, distribuir verduras de cultivos agroecológicos…. “Cuando veo un carbonero florecido, me dan ganas de llorar”, me dijo un día.
De entre todas las personas que conozco, Adriana es la única con la capacidad para sobrevivir en esta época desconcertante. Un poema de Jaime Jaramillo comienza así:
Suelen decirme —a manera de crítica— que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo —a manera de crítica— que viven en Tierra?
Tal parece que la ingenuidad ingénita de mi suegra podría ser una increíble mutación adaptativa. Vivir en la Luna le ha permitido estar serena en la Tierra.
El 20 de marzo se decretó la cuarentena en Antioquia y el martes 24 comenzó en todo el país. El primer mes de la cuarentena, con todos sus días como nubes, lo pasé entre montañas en la vereda Rivera junto a Manuela, Adriana, Rincón, Flora y los pollos sin nombre.
X
La primera vez que fui a El Carmen de Viboral a mercar, siete días después del inicio del confinamiento, no se veía a casi nadie en la calle. El ingreso a los supermercados estaba supeditado al número de la cédula; las personas, en silencio y sin apuros, esperaban sus respectivos turnos para hacer las compras. Al cruzarme con los lugareños, intercambiamos saludos calurosos, aunque distantes. Semanas antes, había supuesto que nuestra indisciplina social haría imposible el confinamiento obligatorio en el país, pero estaba equivocado. No está mal presuponer en los demás las virtudes que uno suele conferirse a sí mismo con total autoindulgencia.
Más que los ensayos de filósofos contemporáneos que descreían de la existencia de una pandemia, que calculaban el alcance de la crisis o soñaban con el final del sistema sociopolítico y económico mundial, me llamaban la atención las historias sobre las relaciones íntimas o los informes personales sobre lo que estaba ocurriendo en la intrascendencia diaria. Noviazgos que se terminaban, renuncias laborales, despidos, súbitos cambios de costumbres, pormenores de este suspenso intermitente.
Leila Guerriero escribió sobre su vida doméstica y sobre el pan que estaba haciendo en la casa (“Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día y los panes que amasé y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar, y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas”). Orlando Echeverri Benedetti habló de lo poético y lo prosaico (“Siempre que describen los virus como ‘un saco de material genético’ pienso en un testículo microscópico flotando en el espacio. Para matar el tiempo, mi esposa cose conejos y gallinas de tela que luego rellena con fibra de percal y flores secas de lavanda”). Andrea Aldana habló de su vecindario y prometió sorpresas (“Acabo de descubrir la pasión de un vecino. Está parado en el techo del edificio de enfrente y con unos binóculos espía el mundo a su alrededor. Ojalá sea su primera salida. Si no, ya descubrió que no me baño ni me quito el pijama hace cuatro días. Ahora que sé que hay audiencia, espero no resultar aburrida al voyeur. Prometo más piel y más acción”). “Terminamos porque la cuarentena nos obligó a estar juntos”, me explicó una amiga. Otro amigo me dijo: “Es rarísimo esto… no tengo ganas ni de hacerme la paja”.
XI
—Estoy muy preocupado por las gaviotas —me escribió David desde Edimburgo el mismo día en que Boris Johnson daba positivo para coronavirus—. Estos animales se están enloqueciendo sin nosotros en las calles.
En la vereda pasé horas observando a Flora y a Rincón, los gatos, ajenos a cualquiera de nuestras indicaciones y normas sanitarias; ovillos tersos y caprichosos posados sobre el sofá o la huerta. Ellos, a su vez, pasaban horas observando a los pollos que escarbaban el piso del corral y que movían sus cabezas como un juguete cuya batería está a punto de expirar. Afuera de la casa, al lado de un alto guadual, vi un gallinazo circunspecto que nos visitó varios días hasta comerse un armadillo muerto del que sólo quedó el caparazón vacío. Los azulejos se bañaban en el cuenco de una piedra. Dos mirlas cruzaban veloces frente a la cocina. La ardilla se reclinaba en las ramas del aguacate y mordisqueaba a medias los frutos. Yo tenía un calcetín en la mano para matar a las innumerables moscas. En la noche se oía la zarigüeya caminando por el tejado. Los pollos de Adriana crecían y ella pasaba gran parte del día alimentándolos con coco rallado, yuca cocida, cáscaras picadas de plátano maduro, maíz y fríjoles. A los pollos les gustan mucho los frijoles.
Henry Beston escribió hace casi cien años: “Necesitamos forjar un concepto distinto de los animales, uno más sabio y quizás más místico. […]. Los subestimamos por su imperfección, por su sino trágico al tener una forma inferior a la nuestra. Y nos equivocamos, nos equivocamos totalmente. Los animales no deberían ser medidos con relación al hombre. En un mundo más viejo y completo que el nuestro, ellos son seres acabados, dotados de sentidos que hemos perdido o que nunca tuvimos, y se guían por voces que nunca escucharemos”.
Beston pensaba en los animales como una cosa distinta a los humanos o pensaba en los humanos como una cosa distinta a los animales. Pero, ¿no nos guiamos todos los animales por voces remotas? En cualquier caso, el ruido ocasionado por el hombre es horripilante. Crujen las hojas bajo mis pies y todos corren o vuelan a esconderse.
XII
En “¿Por qué el coronavirus es tan confuso?”, publicado el 29 de abril en The Atlantic, Ed Yong concluye: “En la memoria de las personas, ninguna crisis había causado una turbulencia tan amplia y tan veloz como ésta. El deseo de encontrar un antagonista —llámese Partido Comunista Chino o Donald Trump— pasa por alto los múltiples aspectos de la vida del siglo XXI que han hecho posible esta pandemia: la expansión incesante de la humanidad hacia las áreas silvestres; el incremento desmedido del tránsito aéreo; la desfinanciación crónica de los sistemas de salud pública; una economía de último minuto que opera con frágiles cadenas de suministro; sistemas de salud que supeditan la atención médica al empleo; redes sociales que difunden rápidamente desinformación; devaluación de la experticia; marginalización de los ancianos; y siglos de racismo estructural que han empobrecido la salud de las minorías y los grupos indígenas”.
Es cierto que esta pandemia era inevitable dadas las circunstancias de producción y consumo actuales, pero no es cierto que éstas sean un accidente o un destino inevitable en la historia de nuestra especie. El fatalismo oculta con astucia a los beneficiarios del sistema.
XIII
Belarmina vive muy cerca de Adriana, en la vereda Rivera, y se dedica a la agricultura. Una mañana estuvo en la casa trabajando unas horas y me refirió sus impresiones sobre la pandemia. Yo la escuchaba desde el limonero con el tapabocas puesto. “En todo caso, a mí lo que más tristeza me da de todo esto es pensar en esa pobre gente de la ciudad, encerradita todo el tiempo en la casa... ¡qué pecao! Uno acá está bien, porque, dígame, Santiago, ¿qué más necesita uno, aparte de comida y ropa?”. Bernardo Soares decía que la fraternidad encierra sutilezas.
“Estoy bien acá. Me siento acompañada por Rincón, Flora, los pollos y los árboles”, nos tranquilizó Adriana al despedirse de nosotros: a pesar de esas semanas más o menos apacibles, regresé con Manuela a Medellín porque sentía que estaba traicionando de algún modo a mis amigos urbanitas, quienes llevaban semanas encerrados en sus apartamentos. (Tengo la culpa cristiana enquistada en mi alma de queso). O tal vez quería ver, desde la ventana, qué estaba pasando en la ciudad. “Igual, yo vivo en cuarentena y distanciado socialmente”, me escribió un amigo escritor desde Corea del Sur y añadió: “only drinkers can survive”. Y una amiga sentenció: “Estás en lo tuyo, ¿no?”.
Y no. Nadie en la ciudad está en lo suyo. Ya no existen las costumbres simples, mis costumbres simples: ni las mañanas en el gimnasio de la cooperativa junto a los pensionados ni las tardes de los martes y jueves, jugando fútbol con Tronquiño y con Alonso y con Churri, ni la cerveza de los miércoles en la Cervecería Libre, compartiendo la barra junto a un extraño que se va siempre antes de las siete y no deja de mirar su teléfono móvil, ni leer un libro en el Museo de Arte Moderno ni saludar a Camilo en la tienda del parque ni pasar por el barrio Fátima en la bicicleta y soñar con que viviré algún día entre sus calles estrechas y sus vecinos amables, ni almorzar los viernes con mi mamá. Ni siquiera putear a las vecinas del primer piso por el volumen con que escuchan —escuchaban— su música. Pero, mientras nada pasa ahora en mi vida personal, por la calle que está bajo mi ventana pasan quienes nunca pasaban: vendedores de papayas, aguacates, helados y mazamorra; compradores de electrodomésticos rotos; venezolanos pidiéndoles comida a los dueños de los balcones vacíos; mariachis tocando serenatas para nadie.
Han sido días idénticos de barrer el apartamento y leer los reportes de contagio. Entretanto, la proverbial generosidad de los medellinenses no se ha marchitado con la pandemia. Veo desde esta ventana a un muchacho con el tapabocas en el cuello fumándose un cigarrillo de marihuana. Se le acerca un reciclador con su tapabocas puesto. Intercambian palabras. El muchacho le hace un gesto de “espere”, le da dos fumadas más al bareto y se lo pasa al reciclador, quien se baja el tapabocas hasta el cuello, agradece y se va caminando alegremente mientras se fuma lo que queda.
XIV
Pasaron semanas, meses, y todavía estamos en un estadio intermedio entre la cuarentena y la temida o anhelada “nueva normalidad”. Han ocurrido algunas marchas sociales y cada vez se oye menos el canto de los pájaros y el estridor de los grillos, aunque el aire sigue más o menos limpio y todavía se ven las montañas del norte desde la cocina. También hay más carteles de “Se arrienda” o “Se vende” en las ventanas de los apartamentos y de los locales comerciales. Los hostales del barrio cerraron. Los restaurantes están vacíos. La hermana de un amigo murió de cáncer y no pudimos estar con él. Los pocos extranjeros que permanecen en la ciudad están esperando que abran los aeropuertos para irse. El número de personas contagiadas en América Latina va en aumento. El coronavirus se está extendiendo por África. Las noticias sobre la pandemia en las páginas web de los diarios ingleses y españoles cada vez ocupan menos espacio. Están teniendo que trasladar a los pacientes más graves de departamento de Chocó hasta los hospitales en Antioquia (así ocurría también antes de la pandemia). El banco va a comenzar a cobrarnos de nuevo la hipoteca. El gobierno decretó un día sin impuesto sobre las ventas y las personas se apretujaron en los almacenes de cadena.
Manuela y yo transformamos el cuarto que alquilábamos en un taller de cerámica donde ella se sienta enfrente del torno y yo me siento a verla trabajar. No creemos factible que los turistas vuelvan. Al menos no pronto. El torno gira y las manos de Manuela intentan darle forma al barro. A veces crece como un cohete obeso y otras se tambalea como un borracho. Y luego cae.
En 1955, Pedro Salinas escribió:
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?
Las estadísticas de muertos por coronavirus propician una indistinción tranquilizadora: para ellas no existen los individuos, sino las víctimas de la especie. Intentando poner en evidencia este mecanismo mental y político, The New York Times publicó una portada con los nombres de las personas muertas por coronavirus en Estados Unidos. En ese momento la cifra se estaba aproximando a 100 mil. Hoy, 22 de junio, Colombia tiene 71 183 casos y 2 310 muertos.
Una vez más estoy al lado de la ventana que da a la calle y veo el búcaro viejo que me da sombra en la tarde. El tiempo es una cosa borrosa hacia atrás y hacia adelante. Un pájaro carpintero ha estado martillando sin descanso. Lo he visto dedicarle horas a su tarea: sacando madera del árbol viejo, moviendo la cabeza mientras las partículas de polvo flotan unos segundos en el aire antes de caer sobre la calle inútil, trabajando cuando ya casi no hay luz. Desde hace tres días veo que ese pájaro carpintero de cabeza roja y pecho blanco, ahora de pie junto al nido, triunfal y homérico, canta a los gritos. ¿Busca una pareja, inútilmente, ese pájaro artesano y cantor? Me alegro y entristezco por ese pájaro solitario y salaz. Y también por nosotros.
[1] “Quisiera llevarte / En un barco a China / Toda(o) para mí solo(a). / Llevarte y retenerte por siempre / En mis brazos / Dejar a tus amantes / Sollozando en una costa lejana”.
[2] La peor suerte de un chiste es que tenga que explicarse. Para nosotros, sus lectores habituales, es apenas obvio que Cadahia estaba bromeando y que se estaba apropiando de una narrativa de la muerte ajena a ella como académica interesada en las mayorías populares y en sus problemáticas (quienes, evidentemente, serían las más perjudicadas por esta nueva enfermedad). Incluso un lector atento y ajeno a la obra de la profesora podría concluir con facilidad que aquella fantasía no era más que un chascarrillo, al constatar las premisas dudosas que postulaba (“los jóvenes son casi inmunes a la enfermedad”), las definitivamente erróneas (“tiene poca repercusión en los países del trópico”, “el mayor peligro está en los hombres blancos mayores”) o al darse de narices con su evidente contradicción interna (la erradicación del Pinche Malparido Hombre Blanco también aniquilaría a Bernie Sanders). Si acaso, se la podría haber juzgado de inoportuna, pero ¿qué sería de la vida si no existieran las alegres personas intempestivas?
[3] En las semanas siguientes, más bien ocurrió lo contrario: las cuarentenas (y la imposibilidad práctica de hacerlas de manera rigurosa y efectiva) pusieron en evidencia los problemas sociales, políticos y ambientales de todos los países y del sistema económico mundial. Santiago Alba Rico, en Eldiario.es, escribió el 17 de marzo (“¿Esto nos está pasando realmente?”): “[…] el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado [¿sic? …] razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor —aunque poco verosímil— que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser”.
América Latina está en un estadio intermedio en espera de la anhelada o temida nueva normalidad. Éstos son los apuntes de un diario personal, un recuento del año del coronavirus, de las noticias y las discusiones que inundaron nuestras pantallas. Apuntes de una intrascendencia diaria de la que fuimos testigos.
A Marcela Villegas y Manuela Alarcón,
practicantes del amor concreto
I
En la última semana de febrero de 2020, los manifestantes que habían empezado a marchar contra el gobierno colombiano (en noviembre pasado) seguían en las calles. Era un grupo heterogéneo que incluía estudiantes, miembros de sindicatos, artistas, profesores y figuras públicas, y que reclamaba la protección de los líderes sociales (que estaban siendo asesinados en todo el país) y el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Los ciudadanos de la derecha de Medellín, siempre proclives a la autoironía involuntaria, convocaron a una manifestación pública contra las manifestaciones públicas. El dibujante de historietas Álvaro Vélez "Truchafrita" escribió: “Han hecho una marcha para marchar en contra de las marchas... van a terminar abriendo un portal interdimensional estos pendejos”. El tono del momento era aún festivo y así seguiría durante varias semanas.
Entonces no sabía nada de Wuhan y sólo me había enterado de lo elemental: que era un importante centro industrial y comercial de China, la ciudad más grande del centro del país, donde vivían 11 millones de personas; también, que era el origen del brote del nuevo virus y que sus ciudadanos estaban en cuarentena desde hacía cuatro semanas. Además, que el gobierno había construido allí un hospital en 10 días para tratar a los enfermos más graves.
El 26 de febrero de 2020 escribí: “No dejo de pensar en el estudiante colombiano Julián Vélez. Como se sabe, prefirió quedarse en Wuhan antes que aceptar el ‘rescate’ del gobierno colombiano. ‘Puede haber más riesgo llegando a un país donde el sistema de salud no está capacitado para atendernos’, les explicó a los periodistas. Ahí está, en su cuarto de Wuhan, esperando que deje de llover mientras sus compatriotas salieron corriendo a encontrarse con la tormenta. Ni nuestros mejores filósofos llegaron a tanto: bastó con que la plaga tocara las puertas de su pueblo para que Montaigne tirara al piso el libro de Epicteto que tenía en las manos y huyera despavorido en su carroza. No exagero al decir que quisiera a Julián Vélez como mi guía espiritual, mi mejor amigo, mi presidente, mi heredero eventual”.
En 1948, Frank Loesser compuso "On a Slow Boat to China", una canción en la que el enamorado le dice a su amante:
I’d love to get you
on a slow boat to China,
all to myself alone,
get you and keep you
in my arms ever more,
leave all your lovers
weeping on a faraway shore [1].
Setenta años después, China todavía es ese lugar remotísimo y exótico a donde uno llega sobre todo con la imaginación. Ed Yong escribió en The Atlantic el 25 de marzo: “Los ciudadanos que veían a China como un lugar lejano y distinto, donde los murciélagos se comen y el autoritarismo es aceptable, no pudieron creer que ellos mismos serían los siguientes contagiados o que no estarían listos para enfrentar lo que podría ocurrir”.
II
El 5 de marzo, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo donde analizaba la posibilidad de contener el brote de Covid-19 implementando medidas de distanciamiento social, higiene personal y, en último término, cuarentenas. El artículo terminaba con una conclusión inquietante hasta para el más gélido de los lectores: “Aunque nuestras medidas de salud pública sean incapaces de contener por completo la dispersión de la Covid-19 —dadas las características del virus—, serán efectivas para retardar el comienzo de la transmisión comunitaria, reduciendo el pico de la incidencia y su impacto en los servicios de salud, y haciendo decrecer, en consecuencia, la tasa de ataque”.
Pese a las advertencias científicas y a la experiencia de lo que había ocurrido en China, el primer ministro británico, Boris Johnson, dio esta desconcertante declaración en una entrevista: “Una de las teorías sobre cómo lidiar con el coronavirus es que, quizás, podríamos ponerle la cara y recibirlo de frente. Y dejar que la enfermedad circule entre la población sin tener que tomar demasiadas medidas draconianas”.
Al día siguiente, las noticias desde Italia eran escalofriantes: en la región de Lombardía el sistema de salud estaba empezando a colapsar. El médico Daniele Macchini describió en las redes sociales la situación italiana. Era el 6 de marzo:
“Intentaré contarles a las personas lejanas a nuestra realidad lo que estamos viviendo en Bérgamo durante estos días de la pandemia. Entiendo la necesidad de no crear pánico entre la población, pero me estremezco cuando el mensaje sobre la peligrosidad de lo que está ocurriendo no le llega a la gente. Durante la semana pasada vi con asombro cómo el hospital se reorganizaba: las salas se fueron vaciando de pacientes, se interrumpieron cirugías electivas y se liberaron las salas de cuidados intensivos para tener disponible el mayor número posible de camas. Ahora la situación es dramática, por decir lo menos. […]. La necesidad de camas es urgente y los departamentos que estaban vacíos se están llenando a un ritmo impresionante. Los tableros con los nombres de los pacientes […] tienen el mismo maldito diagnóstico: 'neumonía intersticial bilateral'. ¡Explíquenme qué virus de la gripe causa un drama como éste! […]. Y mientras hay personas que alardean de no tener miedo e ignoran las indicaciones sanitarias —personas que protestan porque su rutina está ‘temporalmente’ en crisis—, este desastre epidemiológico continúa. Ya no existen los cirujanos, los urólogos o los ortopedistas: ahora sólo somos médicos que, de repente, hacen parte de un mismo equipo para enfrentar un tsunami que nos sobrepasa".
Dos días después se decretó la cuarentena en gran parte del norte italiano y el 10 de marzo se extendió a todo el país.
III
Simultáneamente, en Colombia la enfermedad aún era una noticia lejana que autorizaba el humorismo. “El coronavirus es una gripa con un community manager, el hijueputa”, decía un meme que circulaba por esos días.
De hecho, la reputada filósofa Luciana Cadahia publicó ese mismo 10 de marzo esta broma arcádica en las redes sociales: “Si asumimos la hipótesis de que los virus provienen del espacio, no es descabellado pensar que el coronavirus tiene algo de justicia poética. Una especie de virus extraterrestre que viene a proteger a la humanidad de sí misma. Una venganza cósmica contra la maldad en nuestro mundo. Claro, eso nos haría asumir que el cosmos expresa algún tipo de moralidad y, por tanto, que dios existe. Pero, por un momento, hagamos como si sí. ¿Qué descubrimos sobre este virus? Descubrimos que los jóvenes son casi inmunes, que los adultos se recuperan sin muchas dificultades y que el mayor peligro está en los hombres blancos mayores. También descubrimos que tiene más fuerza en los países del norte y poca repercusión en las culturas calientes del trópico. También descubrimos que ataca a los que tienen mayor poder adquisitivo y la oportunidad de viajar a Europa y Estados Unidos. Es decir, ataca a los mayores responsables de convertir este mundo en un gran mierdero sin futuro. De pronto el coronavirus es la ‘manito de dios’ que necesitamos para que Bernie [Sanders] gane las elecciones, el cuidado se convierta en política mundial, la praxis feminista tenga que hacer la verdadera prueba de la experiencia y nos libremos, de una vez por todas, del pinche malparido hombre blanco de la faz de la tierra”.
Al día siguiente, el mismo día en que la OMS declaró como pandemia la Covid-19, Cadahia explicó que su anterior post era un mal chiste, aunque se refirió a “la estructura paranoica” con la que se había “construido” la pandemia[2].
IV
El 13 de marzo me sentía muy inquieto por las noticias internacionales y por la desinformación que percibía en los medios de comunicación colombianos y en las redes sociales. Quise saber qué pensaban algunos de mis contactos en esas redes sobre lo que estaba ocurriendo y formulé estas preguntas: “Usted ¿qué está haciendo en relación con el coronavirus? ¿Cree que el gobierno debería hacer algo más?”.
Varios contactos escribieron que se estaban lavando las manos con más frecuencia y que evitaban asistir a eventos sociales. Algunos profesores de colegios y universidades se quejaron porque la vida educativa seguía con normalidad. Una mujer se refirió a la presunta recomendación que unos médicos le habían dado a su novio: “Hace días él conversó en una junta médica con varios especialistas y todos coincidieron en que lo mejor para combatir el virus es tomar vitamina C”.
Otra explicó en extenso su cosmovisión: “Creo que existe un montón de causas de muerte en el mundo. Creo que la humanidad ya ha tenido estos ciclos de epidemias previamente y aquí seguimos los que tenemos que seguir. Creo que donde pones tu atención pones tu creación. Creo que magnos intereses están dándole protagonismo a esto y jugando con el miedo a la amenaza de moda. Creo que juegan con el miedo a la muerte. Creo que esto es lo que se está visibilizando y hay muchas otras causas de muerte con mayores índices y porcentajes”.
Esa misma persona añadía: “¿A qué le temes realmente?; ¿a contagiarte de una gripa (que, sí, es incómodo y nadie la quiere, pero con defensas altas ni se te acerca)?, ¿a que te aíslen (y obligatoriamente no tengas otro remedio que encontrarte contigo mismo en la intimidad y en el ‘no hacer’)?, ¿a morir (que, si me pasara hoy, me iría tranquila […])? Mantente presente, ya sabes que aquí y ahora es lo vivo. Llénate de Amor: aliméntate bien, rodéate de quienes amas, de pensamientos alentadores, de palabras bonitas, de la música que más disfrutas, de tus libros, películas y actividades favoritas, ¡de lo que exalta a tu alma de bienestar! Encuéntrate contigo mismo, date mimos, permítete ser tú mismo con todas sus consecuencias, con o sin gente, cuando miren y cuando no; experimenta y agradece cada situación, cómete el mundo, cómete cada segundo de vida, cada respiración.... Toma tus decisiones y no dejes que otros las tomen por ti....”.
La escritora colombiana Marcela Villegas, quien se encuentra en un tratamiento contra el cáncer (y quien, por lo mismo, forma parte de la población vulnerable frente a esta enfermedad inédita), le respondió: “De miles de personas como yo, con rostro y con historia, están conformados los listados de víctimas fatales de Covid-19. Y esa cantidad de muertos, que a ti parece no impresionarte, es sólo una parte del problema. Te deseo, por ejemplo, que en las próximas semanas —no tú, ya dijiste que no te importa morir— alguno de los tuyos (tu padre o tu madre o un maestro querido) no se contagie de Covid-19 ni tenga un accidente automovilístico o un ataque al corazón y no sea atendido por los servicios médicos, porque su capacidad esté completamente desbordada por lo que tú llamas ‘una gripa incómoda’. También te deseo que, si llegas a enfermarte de dicha gripa incómoda, las secuelas que deje en tus pulmones no sean muy limitantes para tu vida y la puedas seguir viviendo plenamente como proclamas. Yo (y, por fortuna, las personas que me quieren y me cuidan) seguiré teniendo miedo. Ese sentimiento tan limitante y tan estúpido y tan manipulable por los poderosos cuando se dirige, por ejemplo, a un inmigrante pobre, puede salvar mi vida en este caso, que se trata de un organismo microscópico y cambiante. Espero lograrlo. Me gusta vivir tanto como a ti y gozar de mis libros y la naturaleza, y sentir el amor de mis amigos y mi familia, un amor profundo y real que se traduce en acciones concretas de cuidado, no en llamados vacíos a adherir a una abstracción universal y a manifestaciones de ‘afecto’ superficiales”.
En las redes sociales colombianas se fue perfilando el grupo de “los escépticos” del virus. Un profesor de la Universidad de los Andes escribió: “La misión del pánico antiviral es acabar de disociarnos, separarnos, aislarnos y, de paso, inmunizarnos frente a las estrategias del biopoder. Una estrategia de insensibilización colectiva frente a los problemas políticos, ambientales y sociales a costa de una irritabilidad desmesurada frente al prójimo, y todo dirigido desde arriba como una orquesta”[3]. Y un antropólogo y cineasta bogotano escribió: “Detrás de la paranoia que ha generado esta pandemia de baja letalidad, cuya gravedad ha sido maximizada por los grandes medios de comunicación, están los intereses de las grandes farmacéuticas por hacer el negocio del siglo apenas anuncien que existe una vacuna. Igual, de algo nos tendremos que morir, pero por favor que no sea del miedo generado por la desinformación”.
No obstante, otras figuras públicas, como la escritora Carolina Sanín, estaban viviendo la situación con menos certidumbre, aunque no con menos intensidad: “Desde mi casa. Sin salir. Aterrada y atribulada y emocionada. Y bloqueando sin clemencia a estultos y a hijueputas en Twitter: mi propia batalla final”.
V
Al comenzar la cuarentena en España, el 14 de marzo, en Colombia se registraban 34 personas enfermas de Covid-19. Los medios informaron que en el departamento de Huila algunos ciudadanos habían apedreado la casa de dos mujeres infectadas por el virus y yo decidí intensificar mi acostumbrado aislamiento. Antes de ir al supermercado a comprar lo esencial, fui a visitar a mis papás para despedirme.
—¿No estás exagerando? —me preguntó mi papá, sonriendo, cuando esquivé su abrazo. Va a cumplir 70 años y es hipertenso.
—Yo no pensé que ese virus fuera a llegar acá —dijo mi mamá. Hace tres años una cirugía por un cáncer de tiroides la dejó respirando con dificultad.
(Voy a cumplir 40 años y no he podido renunciar a la convicción pueril de que mis papás son inmortales).
VI
Rubio Zapata, mi amigo y mentor, es un tipo críptico, septuagenario mueco, lector voraz de todo lo que pasa por su escritorio en la portería donde trabaja, fumador empedernido, persona en altísimo riesgo por el coronavirus. No he dejado de pensar en él durante todos estos días.
Hace cinco años, cuando yo era un profesor de literatura que vivía atrapado en un “círculo virtuoso” donde sólo tenía el tiempo suficiente para preparar las clases y el dinero necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado, Rubio —vigilante del edificio donde yo vivía entonces— me aconsejó, mientras nos fumábamos un cigarrillo, que emprendiera un negocio sencillo: arrendar en ese edificio un apartamento extra para luego subarrendárselo a los turistas por días o meses. Inicialmente, aquel trabajo me permitió poner en perspectiva mi oficio como profesor: podía enseñar por elección y no por obligación. Además, me ofrecía un poco más de tiempo para leer y escribir. Con el paso de los meses, sin embargo, el turismo comenzó a formar parte de mi vida en una forma más orgánica y dejó de ser sólo un apéndice económico. Entonces Manuela y yo decidimos alquilar un cuarto en nuestro apartamento, que se convirtió en una feria semanal de variedades humanas.
Conocimos a Josh German, un abogado de Maine que estaba escribiendo un libro infantil sobre un pulpo que quería competir en una carrera de ciclismo. A Eugenio Arriaga, un académico mexicano que estaba haciendo su tesis doctoral sobre la relación entre movilidad urbana y equidad social. A Vladimir Pcholkin, un irascible fotógrafo ruso de ballet que vivía en Washington y odiaba la antigua Unión Soviética. A Sebastián Barrera, un bogotano recién llegado de Nueva York que quería hacer una vida en Medellín. A Catherine Shepherd, una mujer curiosa que no esperó a que le termináramos de mostrar cómo funcionaba la lavadora cuando ya nos estaba preguntando —traicionando los preceptos de la presunta cortesía inglesa— cómo había sido crecer en Medellín durante los ochenta. Y a otras cien personas o más con quienes pasamos días o semanas, con quienes hablamos mucho o poco, y que llenaron de variedad y extrañeza la casa. Nuestra vida social y económica giraba, pues, alrededor de esas personas.
Durante la segunda semana de marzo, la pareja de alemanes que pensaba quedarse todo el mes en el apartamento en alquiler empacó imprevistamente sus maletas y regresó a Hannover. Todos los turistas que vendrían a Medellín en los meses siguientes y que hospedaríamos en el apartamento y en nuestra casa cancelaron sus reservas.
El panorama económico es oscuro y la soledad agranda las pesadillas: Manuela está en una finca a dos horas de Medellín, donde vive su mamá.
VII
A mediados de marzo, el primer ministro británico se niega a decretar la cuarentena nacional. “Vivimos en una democracia liberal”, le oigo decir a Boris Johnson en una rueda de prensa, en la que insta a los ciudadanos a tomar precauciones por voluntad propia. Desde Edimburgo, mi amigo David Sierra me escribe: “Con todo este alboroto, en este momento le creeré a la ciencia como un católico le cree a Jesús o al mismísimo Dios. Para mí es muy difícil pensar microbiológicamente, así que le haré caso a la OMS, me internaré como monje tibetano y les rezaré a los medios de comunicación para que esto tenga un desenlace feliz”. Los ciudadanos, en distintas partes del mundo, han comenzado a actuar por su cuenta y a pedirles a sus gobiernos que hagan algo.
En Colombia, el 17 de marzo los principales gremios médicos y académicos le enviaron una carta al presidente Iván Duque pidiéndole que actuara. Entre otras cosas, le adviertían: “Colombia cuenta con 12 000 camas entre unidades de cuidados intensivos (UCI) y unidades de cuidados intermedios de adultos, de las cuales 5300 son UCI, con una ocupación cercana al 80%, y sólo el 10-15% de las camas UCI operan como aisladas (no más de 750) y el 2% con cuartos con presión negativa. Este panorama pone a consideración de hospitales, aseguradoras, sociedades gremiales de la salud, talento humano en salud y especialidades quirúrgicas que se deben suspender todos los casos de cirugías electivas en quirófanos o procedimientos que requieran sedación y anestesia fuera de los quirófanos”.
Sin que el gobierno haya hecho nada, entre la población corre el rumor de que pronto habrá una cuarentena. Aún no se ha confirmado el primer muerto por Covid-19 en el país y en el barrio Campo Valdés, en Medellín, tuvieron que cerrar un supermercado por la violencia que se presentó cuando la gente, atemorizada, fue a abastecerse en forma desorganizada y sin ninguna orientación gubernamental.
VIII
Todas las noches he estado dando vueltas en la cama, imaginando el virus y la enfermedad. Unas veces he visto una suerte de presencia o fantasma, un ente invisible que se mueve por todas partes. Otras, lo he imaginado entrando en la laringe de alguien antes de infectarlo. En ocasiones, sólo he visualizado unos pulmones que se van deteriorando hasta verse como las imágenes que aparecen en las cajetillas de cigarrillos y después he escuchado el sonido interminable de una tos seca. También he visto una bolita azul, fruta minúscula de higuerilla tinturada que se acerca con precisión a una célula-nave espacial. Un día, al percatarme de estas fantasías, vi el escenario doméstico y estereotipado en el que estaban transcurriendo: por todo el apartamento había latas de cerveza, cuscas de cigarrillo, platos sucios, vasos, ropa en el piso y una olla con arroz —de y para varios días— adentro de la nevera. “Temo por tu salud mental, Santi”, me dijo una amiga, “apaga esa pantalla y léete un libro de papel”. Hice algo mucho mejor: me fui a la casa de mi suegra en el campo.
IX
Mi suegra Adriana es una persona más práctica que teórica. Se dirá que todos, implícitamente, tenemos una teoría, pero lo que quiero decir es que desde que la conozco Adriana evita andar exponiendo su forma de concebir la naturaleza, la sociedad o la vida. Vive en una vereda en El Carmen de Viboral, a dos horas de Medellín, y durante varios años la he visto zambullirse en prácticas y empresas insustanciales o incomprensibles a los ojos de muchos (yo incluido): cocinar en horno de leña, criar pollos y gallinas, construir terrazas de cultivo, producir artesanalmente productos a base de plantas (cremas humectantes, champús, pomadas muy efectivas para aliviar el dolor), construir varios sistemas de compostaje, diseñar un sistema para almacenar las aguas de lluvia, distribuir verduras de cultivos agroecológicos…. “Cuando veo un carbonero florecido, me dan ganas de llorar”, me dijo un día.
De entre todas las personas que conozco, Adriana es la única con la capacidad para sobrevivir en esta época desconcertante. Un poema de Jaime Jaramillo comienza así:
Suelen decirme —a manera de crítica— que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo —a manera de crítica— que viven en Tierra?
Tal parece que la ingenuidad ingénita de mi suegra podría ser una increíble mutación adaptativa. Vivir en la Luna le ha permitido estar serena en la Tierra.
El 20 de marzo se decretó la cuarentena en Antioquia y el martes 24 comenzó en todo el país. El primer mes de la cuarentena, con todos sus días como nubes, lo pasé entre montañas en la vereda Rivera junto a Manuela, Adriana, Rincón, Flora y los pollos sin nombre.
X
La primera vez que fui a El Carmen de Viboral a mercar, siete días después del inicio del confinamiento, no se veía a casi nadie en la calle. El ingreso a los supermercados estaba supeditado al número de la cédula; las personas, en silencio y sin apuros, esperaban sus respectivos turnos para hacer las compras. Al cruzarme con los lugareños, intercambiamos saludos calurosos, aunque distantes. Semanas antes, había supuesto que nuestra indisciplina social haría imposible el confinamiento obligatorio en el país, pero estaba equivocado. No está mal presuponer en los demás las virtudes que uno suele conferirse a sí mismo con total autoindulgencia.
Más que los ensayos de filósofos contemporáneos que descreían de la existencia de una pandemia, que calculaban el alcance de la crisis o soñaban con el final del sistema sociopolítico y económico mundial, me llamaban la atención las historias sobre las relaciones íntimas o los informes personales sobre lo que estaba ocurriendo en la intrascendencia diaria. Noviazgos que se terminaban, renuncias laborales, despidos, súbitos cambios de costumbres, pormenores de este suspenso intermitente.
Leila Guerriero escribió sobre su vida doméstica y sobre el pan que estaba haciendo en la casa (“Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día y los panes que amasé y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar, y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas”). Orlando Echeverri Benedetti habló de lo poético y lo prosaico (“Siempre que describen los virus como ‘un saco de material genético’ pienso en un testículo microscópico flotando en el espacio. Para matar el tiempo, mi esposa cose conejos y gallinas de tela que luego rellena con fibra de percal y flores secas de lavanda”). Andrea Aldana habló de su vecindario y prometió sorpresas (“Acabo de descubrir la pasión de un vecino. Está parado en el techo del edificio de enfrente y con unos binóculos espía el mundo a su alrededor. Ojalá sea su primera salida. Si no, ya descubrió que no me baño ni me quito el pijama hace cuatro días. Ahora que sé que hay audiencia, espero no resultar aburrida al voyeur. Prometo más piel y más acción”). “Terminamos porque la cuarentena nos obligó a estar juntos”, me explicó una amiga. Otro amigo me dijo: “Es rarísimo esto… no tengo ganas ni de hacerme la paja”.
XI
—Estoy muy preocupado por las gaviotas —me escribió David desde Edimburgo el mismo día en que Boris Johnson daba positivo para coronavirus—. Estos animales se están enloqueciendo sin nosotros en las calles.
En la vereda pasé horas observando a Flora y a Rincón, los gatos, ajenos a cualquiera de nuestras indicaciones y normas sanitarias; ovillos tersos y caprichosos posados sobre el sofá o la huerta. Ellos, a su vez, pasaban horas observando a los pollos que escarbaban el piso del corral y que movían sus cabezas como un juguete cuya batería está a punto de expirar. Afuera de la casa, al lado de un alto guadual, vi un gallinazo circunspecto que nos visitó varios días hasta comerse un armadillo muerto del que sólo quedó el caparazón vacío. Los azulejos se bañaban en el cuenco de una piedra. Dos mirlas cruzaban veloces frente a la cocina. La ardilla se reclinaba en las ramas del aguacate y mordisqueaba a medias los frutos. Yo tenía un calcetín en la mano para matar a las innumerables moscas. En la noche se oía la zarigüeya caminando por el tejado. Los pollos de Adriana crecían y ella pasaba gran parte del día alimentándolos con coco rallado, yuca cocida, cáscaras picadas de plátano maduro, maíz y fríjoles. A los pollos les gustan mucho los frijoles.
Henry Beston escribió hace casi cien años: “Necesitamos forjar un concepto distinto de los animales, uno más sabio y quizás más místico. […]. Los subestimamos por su imperfección, por su sino trágico al tener una forma inferior a la nuestra. Y nos equivocamos, nos equivocamos totalmente. Los animales no deberían ser medidos con relación al hombre. En un mundo más viejo y completo que el nuestro, ellos son seres acabados, dotados de sentidos que hemos perdido o que nunca tuvimos, y se guían por voces que nunca escucharemos”.
Beston pensaba en los animales como una cosa distinta a los humanos o pensaba en los humanos como una cosa distinta a los animales. Pero, ¿no nos guiamos todos los animales por voces remotas? En cualquier caso, el ruido ocasionado por el hombre es horripilante. Crujen las hojas bajo mis pies y todos corren o vuelan a esconderse.
XII
En “¿Por qué el coronavirus es tan confuso?”, publicado el 29 de abril en The Atlantic, Ed Yong concluye: “En la memoria de las personas, ninguna crisis había causado una turbulencia tan amplia y tan veloz como ésta. El deseo de encontrar un antagonista —llámese Partido Comunista Chino o Donald Trump— pasa por alto los múltiples aspectos de la vida del siglo XXI que han hecho posible esta pandemia: la expansión incesante de la humanidad hacia las áreas silvestres; el incremento desmedido del tránsito aéreo; la desfinanciación crónica de los sistemas de salud pública; una economía de último minuto que opera con frágiles cadenas de suministro; sistemas de salud que supeditan la atención médica al empleo; redes sociales que difunden rápidamente desinformación; devaluación de la experticia; marginalización de los ancianos; y siglos de racismo estructural que han empobrecido la salud de las minorías y los grupos indígenas”.
Es cierto que esta pandemia era inevitable dadas las circunstancias de producción y consumo actuales, pero no es cierto que éstas sean un accidente o un destino inevitable en la historia de nuestra especie. El fatalismo oculta con astucia a los beneficiarios del sistema.
XIII
Belarmina vive muy cerca de Adriana, en la vereda Rivera, y se dedica a la agricultura. Una mañana estuvo en la casa trabajando unas horas y me refirió sus impresiones sobre la pandemia. Yo la escuchaba desde el limonero con el tapabocas puesto. “En todo caso, a mí lo que más tristeza me da de todo esto es pensar en esa pobre gente de la ciudad, encerradita todo el tiempo en la casa... ¡qué pecao! Uno acá está bien, porque, dígame, Santiago, ¿qué más necesita uno, aparte de comida y ropa?”. Bernardo Soares decía que la fraternidad encierra sutilezas.
“Estoy bien acá. Me siento acompañada por Rincón, Flora, los pollos y los árboles”, nos tranquilizó Adriana al despedirse de nosotros: a pesar de esas semanas más o menos apacibles, regresé con Manuela a Medellín porque sentía que estaba traicionando de algún modo a mis amigos urbanitas, quienes llevaban semanas encerrados en sus apartamentos. (Tengo la culpa cristiana enquistada en mi alma de queso). O tal vez quería ver, desde la ventana, qué estaba pasando en la ciudad. “Igual, yo vivo en cuarentena y distanciado socialmente”, me escribió un amigo escritor desde Corea del Sur y añadió: “only drinkers can survive”. Y una amiga sentenció: “Estás en lo tuyo, ¿no?”.
Y no. Nadie en la ciudad está en lo suyo. Ya no existen las costumbres simples, mis costumbres simples: ni las mañanas en el gimnasio de la cooperativa junto a los pensionados ni las tardes de los martes y jueves, jugando fútbol con Tronquiño y con Alonso y con Churri, ni la cerveza de los miércoles en la Cervecería Libre, compartiendo la barra junto a un extraño que se va siempre antes de las siete y no deja de mirar su teléfono móvil, ni leer un libro en el Museo de Arte Moderno ni saludar a Camilo en la tienda del parque ni pasar por el barrio Fátima en la bicicleta y soñar con que viviré algún día entre sus calles estrechas y sus vecinos amables, ni almorzar los viernes con mi mamá. Ni siquiera putear a las vecinas del primer piso por el volumen con que escuchan —escuchaban— su música. Pero, mientras nada pasa ahora en mi vida personal, por la calle que está bajo mi ventana pasan quienes nunca pasaban: vendedores de papayas, aguacates, helados y mazamorra; compradores de electrodomésticos rotos; venezolanos pidiéndoles comida a los dueños de los balcones vacíos; mariachis tocando serenatas para nadie.
Han sido días idénticos de barrer el apartamento y leer los reportes de contagio. Entretanto, la proverbial generosidad de los medellinenses no se ha marchitado con la pandemia. Veo desde esta ventana a un muchacho con el tapabocas en el cuello fumándose un cigarrillo de marihuana. Se le acerca un reciclador con su tapabocas puesto. Intercambian palabras. El muchacho le hace un gesto de “espere”, le da dos fumadas más al bareto y se lo pasa al reciclador, quien se baja el tapabocas hasta el cuello, agradece y se va caminando alegremente mientras se fuma lo que queda.
XIV
Pasaron semanas, meses, y todavía estamos en un estadio intermedio entre la cuarentena y la temida o anhelada “nueva normalidad”. Han ocurrido algunas marchas sociales y cada vez se oye menos el canto de los pájaros y el estridor de los grillos, aunque el aire sigue más o menos limpio y todavía se ven las montañas del norte desde la cocina. También hay más carteles de “Se arrienda” o “Se vende” en las ventanas de los apartamentos y de los locales comerciales. Los hostales del barrio cerraron. Los restaurantes están vacíos. La hermana de un amigo murió de cáncer y no pudimos estar con él. Los pocos extranjeros que permanecen en la ciudad están esperando que abran los aeropuertos para irse. El número de personas contagiadas en América Latina va en aumento. El coronavirus se está extendiendo por África. Las noticias sobre la pandemia en las páginas web de los diarios ingleses y españoles cada vez ocupan menos espacio. Están teniendo que trasladar a los pacientes más graves de departamento de Chocó hasta los hospitales en Antioquia (así ocurría también antes de la pandemia). El banco va a comenzar a cobrarnos de nuevo la hipoteca. El gobierno decretó un día sin impuesto sobre las ventas y las personas se apretujaron en los almacenes de cadena.
Manuela y yo transformamos el cuarto que alquilábamos en un taller de cerámica donde ella se sienta enfrente del torno y yo me siento a verla trabajar. No creemos factible que los turistas vuelvan. Al menos no pronto. El torno gira y las manos de Manuela intentan darle forma al barro. A veces crece como un cohete obeso y otras se tambalea como un borracho. Y luego cae.
En 1955, Pedro Salinas escribió:
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?
Las estadísticas de muertos por coronavirus propician una indistinción tranquilizadora: para ellas no existen los individuos, sino las víctimas de la especie. Intentando poner en evidencia este mecanismo mental y político, The New York Times publicó una portada con los nombres de las personas muertas por coronavirus en Estados Unidos. En ese momento la cifra se estaba aproximando a 100 mil. Hoy, 22 de junio, Colombia tiene 71 183 casos y 2 310 muertos.
Una vez más estoy al lado de la ventana que da a la calle y veo el búcaro viejo que me da sombra en la tarde. El tiempo es una cosa borrosa hacia atrás y hacia adelante. Un pájaro carpintero ha estado martillando sin descanso. Lo he visto dedicarle horas a su tarea: sacando madera del árbol viejo, moviendo la cabeza mientras las partículas de polvo flotan unos segundos en el aire antes de caer sobre la calle inútil, trabajando cuando ya casi no hay luz. Desde hace tres días veo que ese pájaro carpintero de cabeza roja y pecho blanco, ahora de pie junto al nido, triunfal y homérico, canta a los gritos. ¿Busca una pareja, inútilmente, ese pájaro artesano y cantor? Me alegro y entristezco por ese pájaro solitario y salaz. Y también por nosotros.
[1] “Quisiera llevarte / En un barco a China / Toda(o) para mí solo(a). / Llevarte y retenerte por siempre / En mis brazos / Dejar a tus amantes / Sollozando en una costa lejana”.
[2] La peor suerte de un chiste es que tenga que explicarse. Para nosotros, sus lectores habituales, es apenas obvio que Cadahia estaba bromeando y que se estaba apropiando de una narrativa de la muerte ajena a ella como académica interesada en las mayorías populares y en sus problemáticas (quienes, evidentemente, serían las más perjudicadas por esta nueva enfermedad). Incluso un lector atento y ajeno a la obra de la profesora podría concluir con facilidad que aquella fantasía no era más que un chascarrillo, al constatar las premisas dudosas que postulaba (“los jóvenes son casi inmunes a la enfermedad”), las definitivamente erróneas (“tiene poca repercusión en los países del trópico”, “el mayor peligro está en los hombres blancos mayores”) o al darse de narices con su evidente contradicción interna (la erradicación del Pinche Malparido Hombre Blanco también aniquilaría a Bernie Sanders). Si acaso, se la podría haber juzgado de inoportuna, pero ¿qué sería de la vida si no existieran las alegres personas intempestivas?
[3] En las semanas siguientes, más bien ocurrió lo contrario: las cuarentenas (y la imposibilidad práctica de hacerlas de manera rigurosa y efectiva) pusieron en evidencia los problemas sociales, políticos y ambientales de todos los países y del sistema económico mundial. Santiago Alba Rico, en Eldiario.es, escribió el 17 de marzo (“¿Esto nos está pasando realmente?”): “[…] el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado [¿sic? …] razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor —aunque poco verosímil— que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser”.
América Latina está en un estadio intermedio en espera de la anhelada o temida nueva normalidad. Éstos son los apuntes de un diario personal, un recuento del año del coronavirus, de las noticias y las discusiones que inundaron nuestras pantallas. Apuntes de una intrascendencia diaria de la que fuimos testigos.
A Marcela Villegas y Manuela Alarcón,
practicantes del amor concreto
I
En la última semana de febrero de 2020, los manifestantes que habían empezado a marchar contra el gobierno colombiano (en noviembre pasado) seguían en las calles. Era un grupo heterogéneo que incluía estudiantes, miembros de sindicatos, artistas, profesores y figuras públicas, y que reclamaba la protección de los líderes sociales (que estaban siendo asesinados en todo el país) y el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Los ciudadanos de la derecha de Medellín, siempre proclives a la autoironía involuntaria, convocaron a una manifestación pública contra las manifestaciones públicas. El dibujante de historietas Álvaro Vélez "Truchafrita" escribió: “Han hecho una marcha para marchar en contra de las marchas... van a terminar abriendo un portal interdimensional estos pendejos”. El tono del momento era aún festivo y así seguiría durante varias semanas.
Entonces no sabía nada de Wuhan y sólo me había enterado de lo elemental: que era un importante centro industrial y comercial de China, la ciudad más grande del centro del país, donde vivían 11 millones de personas; también, que era el origen del brote del nuevo virus y que sus ciudadanos estaban en cuarentena desde hacía cuatro semanas. Además, que el gobierno había construido allí un hospital en 10 días para tratar a los enfermos más graves.
El 26 de febrero de 2020 escribí: “No dejo de pensar en el estudiante colombiano Julián Vélez. Como se sabe, prefirió quedarse en Wuhan antes que aceptar el ‘rescate’ del gobierno colombiano. ‘Puede haber más riesgo llegando a un país donde el sistema de salud no está capacitado para atendernos’, les explicó a los periodistas. Ahí está, en su cuarto de Wuhan, esperando que deje de llover mientras sus compatriotas salieron corriendo a encontrarse con la tormenta. Ni nuestros mejores filósofos llegaron a tanto: bastó con que la plaga tocara las puertas de su pueblo para que Montaigne tirara al piso el libro de Epicteto que tenía en las manos y huyera despavorido en su carroza. No exagero al decir que quisiera a Julián Vélez como mi guía espiritual, mi mejor amigo, mi presidente, mi heredero eventual”.
En 1948, Frank Loesser compuso "On a Slow Boat to China", una canción en la que el enamorado le dice a su amante:
I’d love to get you
on a slow boat to China,
all to myself alone,
get you and keep you
in my arms ever more,
leave all your lovers
weeping on a faraway shore [1].
Setenta años después, China todavía es ese lugar remotísimo y exótico a donde uno llega sobre todo con la imaginación. Ed Yong escribió en The Atlantic el 25 de marzo: “Los ciudadanos que veían a China como un lugar lejano y distinto, donde los murciélagos se comen y el autoritarismo es aceptable, no pudieron creer que ellos mismos serían los siguientes contagiados o que no estarían listos para enfrentar lo que podría ocurrir”.
II
El 5 de marzo, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo donde analizaba la posibilidad de contener el brote de Covid-19 implementando medidas de distanciamiento social, higiene personal y, en último término, cuarentenas. El artículo terminaba con una conclusión inquietante hasta para el más gélido de los lectores: “Aunque nuestras medidas de salud pública sean incapaces de contener por completo la dispersión de la Covid-19 —dadas las características del virus—, serán efectivas para retardar el comienzo de la transmisión comunitaria, reduciendo el pico de la incidencia y su impacto en los servicios de salud, y haciendo decrecer, en consecuencia, la tasa de ataque”.
Pese a las advertencias científicas y a la experiencia de lo que había ocurrido en China, el primer ministro británico, Boris Johnson, dio esta desconcertante declaración en una entrevista: “Una de las teorías sobre cómo lidiar con el coronavirus es que, quizás, podríamos ponerle la cara y recibirlo de frente. Y dejar que la enfermedad circule entre la población sin tener que tomar demasiadas medidas draconianas”.
Al día siguiente, las noticias desde Italia eran escalofriantes: en la región de Lombardía el sistema de salud estaba empezando a colapsar. El médico Daniele Macchini describió en las redes sociales la situación italiana. Era el 6 de marzo:
“Intentaré contarles a las personas lejanas a nuestra realidad lo que estamos viviendo en Bérgamo durante estos días de la pandemia. Entiendo la necesidad de no crear pánico entre la población, pero me estremezco cuando el mensaje sobre la peligrosidad de lo que está ocurriendo no le llega a la gente. Durante la semana pasada vi con asombro cómo el hospital se reorganizaba: las salas se fueron vaciando de pacientes, se interrumpieron cirugías electivas y se liberaron las salas de cuidados intensivos para tener disponible el mayor número posible de camas. Ahora la situación es dramática, por decir lo menos. […]. La necesidad de camas es urgente y los departamentos que estaban vacíos se están llenando a un ritmo impresionante. Los tableros con los nombres de los pacientes […] tienen el mismo maldito diagnóstico: 'neumonía intersticial bilateral'. ¡Explíquenme qué virus de la gripe causa un drama como éste! […]. Y mientras hay personas que alardean de no tener miedo e ignoran las indicaciones sanitarias —personas que protestan porque su rutina está ‘temporalmente’ en crisis—, este desastre epidemiológico continúa. Ya no existen los cirujanos, los urólogos o los ortopedistas: ahora sólo somos médicos que, de repente, hacen parte de un mismo equipo para enfrentar un tsunami que nos sobrepasa".
Dos días después se decretó la cuarentena en gran parte del norte italiano y el 10 de marzo se extendió a todo el país.
III
Simultáneamente, en Colombia la enfermedad aún era una noticia lejana que autorizaba el humorismo. “El coronavirus es una gripa con un community manager, el hijueputa”, decía un meme que circulaba por esos días.
De hecho, la reputada filósofa Luciana Cadahia publicó ese mismo 10 de marzo esta broma arcádica en las redes sociales: “Si asumimos la hipótesis de que los virus provienen del espacio, no es descabellado pensar que el coronavirus tiene algo de justicia poética. Una especie de virus extraterrestre que viene a proteger a la humanidad de sí misma. Una venganza cósmica contra la maldad en nuestro mundo. Claro, eso nos haría asumir que el cosmos expresa algún tipo de moralidad y, por tanto, que dios existe. Pero, por un momento, hagamos como si sí. ¿Qué descubrimos sobre este virus? Descubrimos que los jóvenes son casi inmunes, que los adultos se recuperan sin muchas dificultades y que el mayor peligro está en los hombres blancos mayores. También descubrimos que tiene más fuerza en los países del norte y poca repercusión en las culturas calientes del trópico. También descubrimos que ataca a los que tienen mayor poder adquisitivo y la oportunidad de viajar a Europa y Estados Unidos. Es decir, ataca a los mayores responsables de convertir este mundo en un gran mierdero sin futuro. De pronto el coronavirus es la ‘manito de dios’ que necesitamos para que Bernie [Sanders] gane las elecciones, el cuidado se convierta en política mundial, la praxis feminista tenga que hacer la verdadera prueba de la experiencia y nos libremos, de una vez por todas, del pinche malparido hombre blanco de la faz de la tierra”.
Al día siguiente, el mismo día en que la OMS declaró como pandemia la Covid-19, Cadahia explicó que su anterior post era un mal chiste, aunque se refirió a “la estructura paranoica” con la que se había “construido” la pandemia[2].
IV
El 13 de marzo me sentía muy inquieto por las noticias internacionales y por la desinformación que percibía en los medios de comunicación colombianos y en las redes sociales. Quise saber qué pensaban algunos de mis contactos en esas redes sobre lo que estaba ocurriendo y formulé estas preguntas: “Usted ¿qué está haciendo en relación con el coronavirus? ¿Cree que el gobierno debería hacer algo más?”.
Varios contactos escribieron que se estaban lavando las manos con más frecuencia y que evitaban asistir a eventos sociales. Algunos profesores de colegios y universidades se quejaron porque la vida educativa seguía con normalidad. Una mujer se refirió a la presunta recomendación que unos médicos le habían dado a su novio: “Hace días él conversó en una junta médica con varios especialistas y todos coincidieron en que lo mejor para combatir el virus es tomar vitamina C”.
Otra explicó en extenso su cosmovisión: “Creo que existe un montón de causas de muerte en el mundo. Creo que la humanidad ya ha tenido estos ciclos de epidemias previamente y aquí seguimos los que tenemos que seguir. Creo que donde pones tu atención pones tu creación. Creo que magnos intereses están dándole protagonismo a esto y jugando con el miedo a la amenaza de moda. Creo que juegan con el miedo a la muerte. Creo que esto es lo que se está visibilizando y hay muchas otras causas de muerte con mayores índices y porcentajes”.
Esa misma persona añadía: “¿A qué le temes realmente?; ¿a contagiarte de una gripa (que, sí, es incómodo y nadie la quiere, pero con defensas altas ni se te acerca)?, ¿a que te aíslen (y obligatoriamente no tengas otro remedio que encontrarte contigo mismo en la intimidad y en el ‘no hacer’)?, ¿a morir (que, si me pasara hoy, me iría tranquila […])? Mantente presente, ya sabes que aquí y ahora es lo vivo. Llénate de Amor: aliméntate bien, rodéate de quienes amas, de pensamientos alentadores, de palabras bonitas, de la música que más disfrutas, de tus libros, películas y actividades favoritas, ¡de lo que exalta a tu alma de bienestar! Encuéntrate contigo mismo, date mimos, permítete ser tú mismo con todas sus consecuencias, con o sin gente, cuando miren y cuando no; experimenta y agradece cada situación, cómete el mundo, cómete cada segundo de vida, cada respiración.... Toma tus decisiones y no dejes que otros las tomen por ti....”.
La escritora colombiana Marcela Villegas, quien se encuentra en un tratamiento contra el cáncer (y quien, por lo mismo, forma parte de la población vulnerable frente a esta enfermedad inédita), le respondió: “De miles de personas como yo, con rostro y con historia, están conformados los listados de víctimas fatales de Covid-19. Y esa cantidad de muertos, que a ti parece no impresionarte, es sólo una parte del problema. Te deseo, por ejemplo, que en las próximas semanas —no tú, ya dijiste que no te importa morir— alguno de los tuyos (tu padre o tu madre o un maestro querido) no se contagie de Covid-19 ni tenga un accidente automovilístico o un ataque al corazón y no sea atendido por los servicios médicos, porque su capacidad esté completamente desbordada por lo que tú llamas ‘una gripa incómoda’. También te deseo que, si llegas a enfermarte de dicha gripa incómoda, las secuelas que deje en tus pulmones no sean muy limitantes para tu vida y la puedas seguir viviendo plenamente como proclamas. Yo (y, por fortuna, las personas que me quieren y me cuidan) seguiré teniendo miedo. Ese sentimiento tan limitante y tan estúpido y tan manipulable por los poderosos cuando se dirige, por ejemplo, a un inmigrante pobre, puede salvar mi vida en este caso, que se trata de un organismo microscópico y cambiante. Espero lograrlo. Me gusta vivir tanto como a ti y gozar de mis libros y la naturaleza, y sentir el amor de mis amigos y mi familia, un amor profundo y real que se traduce en acciones concretas de cuidado, no en llamados vacíos a adherir a una abstracción universal y a manifestaciones de ‘afecto’ superficiales”.
En las redes sociales colombianas se fue perfilando el grupo de “los escépticos” del virus. Un profesor de la Universidad de los Andes escribió: “La misión del pánico antiviral es acabar de disociarnos, separarnos, aislarnos y, de paso, inmunizarnos frente a las estrategias del biopoder. Una estrategia de insensibilización colectiva frente a los problemas políticos, ambientales y sociales a costa de una irritabilidad desmesurada frente al prójimo, y todo dirigido desde arriba como una orquesta”[3]. Y un antropólogo y cineasta bogotano escribió: “Detrás de la paranoia que ha generado esta pandemia de baja letalidad, cuya gravedad ha sido maximizada por los grandes medios de comunicación, están los intereses de las grandes farmacéuticas por hacer el negocio del siglo apenas anuncien que existe una vacuna. Igual, de algo nos tendremos que morir, pero por favor que no sea del miedo generado por la desinformación”.
No obstante, otras figuras públicas, como la escritora Carolina Sanín, estaban viviendo la situación con menos certidumbre, aunque no con menos intensidad: “Desde mi casa. Sin salir. Aterrada y atribulada y emocionada. Y bloqueando sin clemencia a estultos y a hijueputas en Twitter: mi propia batalla final”.
V
Al comenzar la cuarentena en España, el 14 de marzo, en Colombia se registraban 34 personas enfermas de Covid-19. Los medios informaron que en el departamento de Huila algunos ciudadanos habían apedreado la casa de dos mujeres infectadas por el virus y yo decidí intensificar mi acostumbrado aislamiento. Antes de ir al supermercado a comprar lo esencial, fui a visitar a mis papás para despedirme.
—¿No estás exagerando? —me preguntó mi papá, sonriendo, cuando esquivé su abrazo. Va a cumplir 70 años y es hipertenso.
—Yo no pensé que ese virus fuera a llegar acá —dijo mi mamá. Hace tres años una cirugía por un cáncer de tiroides la dejó respirando con dificultad.
(Voy a cumplir 40 años y no he podido renunciar a la convicción pueril de que mis papás son inmortales).
VI
Rubio Zapata, mi amigo y mentor, es un tipo críptico, septuagenario mueco, lector voraz de todo lo que pasa por su escritorio en la portería donde trabaja, fumador empedernido, persona en altísimo riesgo por el coronavirus. No he dejado de pensar en él durante todos estos días.
Hace cinco años, cuando yo era un profesor de literatura que vivía atrapado en un “círculo virtuoso” donde sólo tenía el tiempo suficiente para preparar las clases y el dinero necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado, Rubio —vigilante del edificio donde yo vivía entonces— me aconsejó, mientras nos fumábamos un cigarrillo, que emprendiera un negocio sencillo: arrendar en ese edificio un apartamento extra para luego subarrendárselo a los turistas por días o meses. Inicialmente, aquel trabajo me permitió poner en perspectiva mi oficio como profesor: podía enseñar por elección y no por obligación. Además, me ofrecía un poco más de tiempo para leer y escribir. Con el paso de los meses, sin embargo, el turismo comenzó a formar parte de mi vida en una forma más orgánica y dejó de ser sólo un apéndice económico. Entonces Manuela y yo decidimos alquilar un cuarto en nuestro apartamento, que se convirtió en una feria semanal de variedades humanas.
Conocimos a Josh German, un abogado de Maine que estaba escribiendo un libro infantil sobre un pulpo que quería competir en una carrera de ciclismo. A Eugenio Arriaga, un académico mexicano que estaba haciendo su tesis doctoral sobre la relación entre movilidad urbana y equidad social. A Vladimir Pcholkin, un irascible fotógrafo ruso de ballet que vivía en Washington y odiaba la antigua Unión Soviética. A Sebastián Barrera, un bogotano recién llegado de Nueva York que quería hacer una vida en Medellín. A Catherine Shepherd, una mujer curiosa que no esperó a que le termináramos de mostrar cómo funcionaba la lavadora cuando ya nos estaba preguntando —traicionando los preceptos de la presunta cortesía inglesa— cómo había sido crecer en Medellín durante los ochenta. Y a otras cien personas o más con quienes pasamos días o semanas, con quienes hablamos mucho o poco, y que llenaron de variedad y extrañeza la casa. Nuestra vida social y económica giraba, pues, alrededor de esas personas.
Durante la segunda semana de marzo, la pareja de alemanes que pensaba quedarse todo el mes en el apartamento en alquiler empacó imprevistamente sus maletas y regresó a Hannover. Todos los turistas que vendrían a Medellín en los meses siguientes y que hospedaríamos en el apartamento y en nuestra casa cancelaron sus reservas.
El panorama económico es oscuro y la soledad agranda las pesadillas: Manuela está en una finca a dos horas de Medellín, donde vive su mamá.
VII
A mediados de marzo, el primer ministro británico se niega a decretar la cuarentena nacional. “Vivimos en una democracia liberal”, le oigo decir a Boris Johnson en una rueda de prensa, en la que insta a los ciudadanos a tomar precauciones por voluntad propia. Desde Edimburgo, mi amigo David Sierra me escribe: “Con todo este alboroto, en este momento le creeré a la ciencia como un católico le cree a Jesús o al mismísimo Dios. Para mí es muy difícil pensar microbiológicamente, así que le haré caso a la OMS, me internaré como monje tibetano y les rezaré a los medios de comunicación para que esto tenga un desenlace feliz”. Los ciudadanos, en distintas partes del mundo, han comenzado a actuar por su cuenta y a pedirles a sus gobiernos que hagan algo.
En Colombia, el 17 de marzo los principales gremios médicos y académicos le enviaron una carta al presidente Iván Duque pidiéndole que actuara. Entre otras cosas, le adviertían: “Colombia cuenta con 12 000 camas entre unidades de cuidados intensivos (UCI) y unidades de cuidados intermedios de adultos, de las cuales 5300 son UCI, con una ocupación cercana al 80%, y sólo el 10-15% de las camas UCI operan como aisladas (no más de 750) y el 2% con cuartos con presión negativa. Este panorama pone a consideración de hospitales, aseguradoras, sociedades gremiales de la salud, talento humano en salud y especialidades quirúrgicas que se deben suspender todos los casos de cirugías electivas en quirófanos o procedimientos que requieran sedación y anestesia fuera de los quirófanos”.
Sin que el gobierno haya hecho nada, entre la población corre el rumor de que pronto habrá una cuarentena. Aún no se ha confirmado el primer muerto por Covid-19 en el país y en el barrio Campo Valdés, en Medellín, tuvieron que cerrar un supermercado por la violencia que se presentó cuando la gente, atemorizada, fue a abastecerse en forma desorganizada y sin ninguna orientación gubernamental.
VIII
Todas las noches he estado dando vueltas en la cama, imaginando el virus y la enfermedad. Unas veces he visto una suerte de presencia o fantasma, un ente invisible que se mueve por todas partes. Otras, lo he imaginado entrando en la laringe de alguien antes de infectarlo. En ocasiones, sólo he visualizado unos pulmones que se van deteriorando hasta verse como las imágenes que aparecen en las cajetillas de cigarrillos y después he escuchado el sonido interminable de una tos seca. También he visto una bolita azul, fruta minúscula de higuerilla tinturada que se acerca con precisión a una célula-nave espacial. Un día, al percatarme de estas fantasías, vi el escenario doméstico y estereotipado en el que estaban transcurriendo: por todo el apartamento había latas de cerveza, cuscas de cigarrillo, platos sucios, vasos, ropa en el piso y una olla con arroz —de y para varios días— adentro de la nevera. “Temo por tu salud mental, Santi”, me dijo una amiga, “apaga esa pantalla y léete un libro de papel”. Hice algo mucho mejor: me fui a la casa de mi suegra en el campo.
IX
Mi suegra Adriana es una persona más práctica que teórica. Se dirá que todos, implícitamente, tenemos una teoría, pero lo que quiero decir es que desde que la conozco Adriana evita andar exponiendo su forma de concebir la naturaleza, la sociedad o la vida. Vive en una vereda en El Carmen de Viboral, a dos horas de Medellín, y durante varios años la he visto zambullirse en prácticas y empresas insustanciales o incomprensibles a los ojos de muchos (yo incluido): cocinar en horno de leña, criar pollos y gallinas, construir terrazas de cultivo, producir artesanalmente productos a base de plantas (cremas humectantes, champús, pomadas muy efectivas para aliviar el dolor), construir varios sistemas de compostaje, diseñar un sistema para almacenar las aguas de lluvia, distribuir verduras de cultivos agroecológicos…. “Cuando veo un carbonero florecido, me dan ganas de llorar”, me dijo un día.
De entre todas las personas que conozco, Adriana es la única con la capacidad para sobrevivir en esta época desconcertante. Un poema de Jaime Jaramillo comienza así:
Suelen decirme —a manera de crítica— que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo —a manera de crítica— que viven en Tierra?
Tal parece que la ingenuidad ingénita de mi suegra podría ser una increíble mutación adaptativa. Vivir en la Luna le ha permitido estar serena en la Tierra.
El 20 de marzo se decretó la cuarentena en Antioquia y el martes 24 comenzó en todo el país. El primer mes de la cuarentena, con todos sus días como nubes, lo pasé entre montañas en la vereda Rivera junto a Manuela, Adriana, Rincón, Flora y los pollos sin nombre.
X
La primera vez que fui a El Carmen de Viboral a mercar, siete días después del inicio del confinamiento, no se veía a casi nadie en la calle. El ingreso a los supermercados estaba supeditado al número de la cédula; las personas, en silencio y sin apuros, esperaban sus respectivos turnos para hacer las compras. Al cruzarme con los lugareños, intercambiamos saludos calurosos, aunque distantes. Semanas antes, había supuesto que nuestra indisciplina social haría imposible el confinamiento obligatorio en el país, pero estaba equivocado. No está mal presuponer en los demás las virtudes que uno suele conferirse a sí mismo con total autoindulgencia.
Más que los ensayos de filósofos contemporáneos que descreían de la existencia de una pandemia, que calculaban el alcance de la crisis o soñaban con el final del sistema sociopolítico y económico mundial, me llamaban la atención las historias sobre las relaciones íntimas o los informes personales sobre lo que estaba ocurriendo en la intrascendencia diaria. Noviazgos que se terminaban, renuncias laborales, despidos, súbitos cambios de costumbres, pormenores de este suspenso intermitente.
Leila Guerriero escribió sobre su vida doméstica y sobre el pan que estaba haciendo en la casa (“Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día y los panes que amasé y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar, y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas”). Orlando Echeverri Benedetti habló de lo poético y lo prosaico (“Siempre que describen los virus como ‘un saco de material genético’ pienso en un testículo microscópico flotando en el espacio. Para matar el tiempo, mi esposa cose conejos y gallinas de tela que luego rellena con fibra de percal y flores secas de lavanda”). Andrea Aldana habló de su vecindario y prometió sorpresas (“Acabo de descubrir la pasión de un vecino. Está parado en el techo del edificio de enfrente y con unos binóculos espía el mundo a su alrededor. Ojalá sea su primera salida. Si no, ya descubrió que no me baño ni me quito el pijama hace cuatro días. Ahora que sé que hay audiencia, espero no resultar aburrida al voyeur. Prometo más piel y más acción”). “Terminamos porque la cuarentena nos obligó a estar juntos”, me explicó una amiga. Otro amigo me dijo: “Es rarísimo esto… no tengo ganas ni de hacerme la paja”.
XI
—Estoy muy preocupado por las gaviotas —me escribió David desde Edimburgo el mismo día en que Boris Johnson daba positivo para coronavirus—. Estos animales se están enloqueciendo sin nosotros en las calles.
En la vereda pasé horas observando a Flora y a Rincón, los gatos, ajenos a cualquiera de nuestras indicaciones y normas sanitarias; ovillos tersos y caprichosos posados sobre el sofá o la huerta. Ellos, a su vez, pasaban horas observando a los pollos que escarbaban el piso del corral y que movían sus cabezas como un juguete cuya batería está a punto de expirar. Afuera de la casa, al lado de un alto guadual, vi un gallinazo circunspecto que nos visitó varios días hasta comerse un armadillo muerto del que sólo quedó el caparazón vacío. Los azulejos se bañaban en el cuenco de una piedra. Dos mirlas cruzaban veloces frente a la cocina. La ardilla se reclinaba en las ramas del aguacate y mordisqueaba a medias los frutos. Yo tenía un calcetín en la mano para matar a las innumerables moscas. En la noche se oía la zarigüeya caminando por el tejado. Los pollos de Adriana crecían y ella pasaba gran parte del día alimentándolos con coco rallado, yuca cocida, cáscaras picadas de plátano maduro, maíz y fríjoles. A los pollos les gustan mucho los frijoles.
Henry Beston escribió hace casi cien años: “Necesitamos forjar un concepto distinto de los animales, uno más sabio y quizás más místico. […]. Los subestimamos por su imperfección, por su sino trágico al tener una forma inferior a la nuestra. Y nos equivocamos, nos equivocamos totalmente. Los animales no deberían ser medidos con relación al hombre. En un mundo más viejo y completo que el nuestro, ellos son seres acabados, dotados de sentidos que hemos perdido o que nunca tuvimos, y se guían por voces que nunca escucharemos”.
Beston pensaba en los animales como una cosa distinta a los humanos o pensaba en los humanos como una cosa distinta a los animales. Pero, ¿no nos guiamos todos los animales por voces remotas? En cualquier caso, el ruido ocasionado por el hombre es horripilante. Crujen las hojas bajo mis pies y todos corren o vuelan a esconderse.
XII
En “¿Por qué el coronavirus es tan confuso?”, publicado el 29 de abril en The Atlantic, Ed Yong concluye: “En la memoria de las personas, ninguna crisis había causado una turbulencia tan amplia y tan veloz como ésta. El deseo de encontrar un antagonista —llámese Partido Comunista Chino o Donald Trump— pasa por alto los múltiples aspectos de la vida del siglo XXI que han hecho posible esta pandemia: la expansión incesante de la humanidad hacia las áreas silvestres; el incremento desmedido del tránsito aéreo; la desfinanciación crónica de los sistemas de salud pública; una economía de último minuto que opera con frágiles cadenas de suministro; sistemas de salud que supeditan la atención médica al empleo; redes sociales que difunden rápidamente desinformación; devaluación de la experticia; marginalización de los ancianos; y siglos de racismo estructural que han empobrecido la salud de las minorías y los grupos indígenas”.
Es cierto que esta pandemia era inevitable dadas las circunstancias de producción y consumo actuales, pero no es cierto que éstas sean un accidente o un destino inevitable en la historia de nuestra especie. El fatalismo oculta con astucia a los beneficiarios del sistema.
XIII
Belarmina vive muy cerca de Adriana, en la vereda Rivera, y se dedica a la agricultura. Una mañana estuvo en la casa trabajando unas horas y me refirió sus impresiones sobre la pandemia. Yo la escuchaba desde el limonero con el tapabocas puesto. “En todo caso, a mí lo que más tristeza me da de todo esto es pensar en esa pobre gente de la ciudad, encerradita todo el tiempo en la casa... ¡qué pecao! Uno acá está bien, porque, dígame, Santiago, ¿qué más necesita uno, aparte de comida y ropa?”. Bernardo Soares decía que la fraternidad encierra sutilezas.
“Estoy bien acá. Me siento acompañada por Rincón, Flora, los pollos y los árboles”, nos tranquilizó Adriana al despedirse de nosotros: a pesar de esas semanas más o menos apacibles, regresé con Manuela a Medellín porque sentía que estaba traicionando de algún modo a mis amigos urbanitas, quienes llevaban semanas encerrados en sus apartamentos. (Tengo la culpa cristiana enquistada en mi alma de queso). O tal vez quería ver, desde la ventana, qué estaba pasando en la ciudad. “Igual, yo vivo en cuarentena y distanciado socialmente”, me escribió un amigo escritor desde Corea del Sur y añadió: “only drinkers can survive”. Y una amiga sentenció: “Estás en lo tuyo, ¿no?”.
Y no. Nadie en la ciudad está en lo suyo. Ya no existen las costumbres simples, mis costumbres simples: ni las mañanas en el gimnasio de la cooperativa junto a los pensionados ni las tardes de los martes y jueves, jugando fútbol con Tronquiño y con Alonso y con Churri, ni la cerveza de los miércoles en la Cervecería Libre, compartiendo la barra junto a un extraño que se va siempre antes de las siete y no deja de mirar su teléfono móvil, ni leer un libro en el Museo de Arte Moderno ni saludar a Camilo en la tienda del parque ni pasar por el barrio Fátima en la bicicleta y soñar con que viviré algún día entre sus calles estrechas y sus vecinos amables, ni almorzar los viernes con mi mamá. Ni siquiera putear a las vecinas del primer piso por el volumen con que escuchan —escuchaban— su música. Pero, mientras nada pasa ahora en mi vida personal, por la calle que está bajo mi ventana pasan quienes nunca pasaban: vendedores de papayas, aguacates, helados y mazamorra; compradores de electrodomésticos rotos; venezolanos pidiéndoles comida a los dueños de los balcones vacíos; mariachis tocando serenatas para nadie.
Han sido días idénticos de barrer el apartamento y leer los reportes de contagio. Entretanto, la proverbial generosidad de los medellinenses no se ha marchitado con la pandemia. Veo desde esta ventana a un muchacho con el tapabocas en el cuello fumándose un cigarrillo de marihuana. Se le acerca un reciclador con su tapabocas puesto. Intercambian palabras. El muchacho le hace un gesto de “espere”, le da dos fumadas más al bareto y se lo pasa al reciclador, quien se baja el tapabocas hasta el cuello, agradece y se va caminando alegremente mientras se fuma lo que queda.
XIV
Pasaron semanas, meses, y todavía estamos en un estadio intermedio entre la cuarentena y la temida o anhelada “nueva normalidad”. Han ocurrido algunas marchas sociales y cada vez se oye menos el canto de los pájaros y el estridor de los grillos, aunque el aire sigue más o menos limpio y todavía se ven las montañas del norte desde la cocina. También hay más carteles de “Se arrienda” o “Se vende” en las ventanas de los apartamentos y de los locales comerciales. Los hostales del barrio cerraron. Los restaurantes están vacíos. La hermana de un amigo murió de cáncer y no pudimos estar con él. Los pocos extranjeros que permanecen en la ciudad están esperando que abran los aeropuertos para irse. El número de personas contagiadas en América Latina va en aumento. El coronavirus se está extendiendo por África. Las noticias sobre la pandemia en las páginas web de los diarios ingleses y españoles cada vez ocupan menos espacio. Están teniendo que trasladar a los pacientes más graves de departamento de Chocó hasta los hospitales en Antioquia (así ocurría también antes de la pandemia). El banco va a comenzar a cobrarnos de nuevo la hipoteca. El gobierno decretó un día sin impuesto sobre las ventas y las personas se apretujaron en los almacenes de cadena.
Manuela y yo transformamos el cuarto que alquilábamos en un taller de cerámica donde ella se sienta enfrente del torno y yo me siento a verla trabajar. No creemos factible que los turistas vuelvan. Al menos no pronto. El torno gira y las manos de Manuela intentan darle forma al barro. A veces crece como un cohete obeso y otras se tambalea como un borracho. Y luego cae.
En 1955, Pedro Salinas escribió:
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?
Las estadísticas de muertos por coronavirus propician una indistinción tranquilizadora: para ellas no existen los individuos, sino las víctimas de la especie. Intentando poner en evidencia este mecanismo mental y político, The New York Times publicó una portada con los nombres de las personas muertas por coronavirus en Estados Unidos. En ese momento la cifra se estaba aproximando a 100 mil. Hoy, 22 de junio, Colombia tiene 71 183 casos y 2 310 muertos.
Una vez más estoy al lado de la ventana que da a la calle y veo el búcaro viejo que me da sombra en la tarde. El tiempo es una cosa borrosa hacia atrás y hacia adelante. Un pájaro carpintero ha estado martillando sin descanso. Lo he visto dedicarle horas a su tarea: sacando madera del árbol viejo, moviendo la cabeza mientras las partículas de polvo flotan unos segundos en el aire antes de caer sobre la calle inútil, trabajando cuando ya casi no hay luz. Desde hace tres días veo que ese pájaro carpintero de cabeza roja y pecho blanco, ahora de pie junto al nido, triunfal y homérico, canta a los gritos. ¿Busca una pareja, inútilmente, ese pájaro artesano y cantor? Me alegro y entristezco por ese pájaro solitario y salaz. Y también por nosotros.
[1] “Quisiera llevarte / En un barco a China / Toda(o) para mí solo(a). / Llevarte y retenerte por siempre / En mis brazos / Dejar a tus amantes / Sollozando en una costa lejana”.
[2] La peor suerte de un chiste es que tenga que explicarse. Para nosotros, sus lectores habituales, es apenas obvio que Cadahia estaba bromeando y que se estaba apropiando de una narrativa de la muerte ajena a ella como académica interesada en las mayorías populares y en sus problemáticas (quienes, evidentemente, serían las más perjudicadas por esta nueva enfermedad). Incluso un lector atento y ajeno a la obra de la profesora podría concluir con facilidad que aquella fantasía no era más que un chascarrillo, al constatar las premisas dudosas que postulaba (“los jóvenes son casi inmunes a la enfermedad”), las definitivamente erróneas (“tiene poca repercusión en los países del trópico”, “el mayor peligro está en los hombres blancos mayores”) o al darse de narices con su evidente contradicción interna (la erradicación del Pinche Malparido Hombre Blanco también aniquilaría a Bernie Sanders). Si acaso, se la podría haber juzgado de inoportuna, pero ¿qué sería de la vida si no existieran las alegres personas intempestivas?
[3] En las semanas siguientes, más bien ocurrió lo contrario: las cuarentenas (y la imposibilidad práctica de hacerlas de manera rigurosa y efectiva) pusieron en evidencia los problemas sociales, políticos y ambientales de todos los países y del sistema económico mundial. Santiago Alba Rico, en Eldiario.es, escribió el 17 de marzo (“¿Esto nos está pasando realmente?”): “[…] el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado [¿sic? …] razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor —aunque poco verosímil— que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser”.
América Latina está en un estadio intermedio en espera de la anhelada o temida nueva normalidad. Éstos son los apuntes de un diario personal, un recuento del año del coronavirus, de las noticias y las discusiones que inundaron nuestras pantallas. Apuntes de una intrascendencia diaria de la que fuimos testigos.
A Marcela Villegas y Manuela Alarcón,
practicantes del amor concreto
I
En la última semana de febrero de 2020, los manifestantes que habían empezado a marchar contra el gobierno colombiano (en noviembre pasado) seguían en las calles. Era un grupo heterogéneo que incluía estudiantes, miembros de sindicatos, artistas, profesores y figuras públicas, y que reclamaba la protección de los líderes sociales (que estaban siendo asesinados en todo el país) y el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Los ciudadanos de la derecha de Medellín, siempre proclives a la autoironía involuntaria, convocaron a una manifestación pública contra las manifestaciones públicas. El dibujante de historietas Álvaro Vélez "Truchafrita" escribió: “Han hecho una marcha para marchar en contra de las marchas... van a terminar abriendo un portal interdimensional estos pendejos”. El tono del momento era aún festivo y así seguiría durante varias semanas.
Entonces no sabía nada de Wuhan y sólo me había enterado de lo elemental: que era un importante centro industrial y comercial de China, la ciudad más grande del centro del país, donde vivían 11 millones de personas; también, que era el origen del brote del nuevo virus y que sus ciudadanos estaban en cuarentena desde hacía cuatro semanas. Además, que el gobierno había construido allí un hospital en 10 días para tratar a los enfermos más graves.
El 26 de febrero de 2020 escribí: “No dejo de pensar en el estudiante colombiano Julián Vélez. Como se sabe, prefirió quedarse en Wuhan antes que aceptar el ‘rescate’ del gobierno colombiano. ‘Puede haber más riesgo llegando a un país donde el sistema de salud no está capacitado para atendernos’, les explicó a los periodistas. Ahí está, en su cuarto de Wuhan, esperando que deje de llover mientras sus compatriotas salieron corriendo a encontrarse con la tormenta. Ni nuestros mejores filósofos llegaron a tanto: bastó con que la plaga tocara las puertas de su pueblo para que Montaigne tirara al piso el libro de Epicteto que tenía en las manos y huyera despavorido en su carroza. No exagero al decir que quisiera a Julián Vélez como mi guía espiritual, mi mejor amigo, mi presidente, mi heredero eventual”.
En 1948, Frank Loesser compuso "On a Slow Boat to China", una canción en la que el enamorado le dice a su amante:
I’d love to get you
on a slow boat to China,
all to myself alone,
get you and keep you
in my arms ever more,
leave all your lovers
weeping on a faraway shore [1].
Setenta años después, China todavía es ese lugar remotísimo y exótico a donde uno llega sobre todo con la imaginación. Ed Yong escribió en The Atlantic el 25 de marzo: “Los ciudadanos que veían a China como un lugar lejano y distinto, donde los murciélagos se comen y el autoritarismo es aceptable, no pudieron creer que ellos mismos serían los siguientes contagiados o que no estarían listos para enfrentar lo que podría ocurrir”.
II
El 5 de marzo, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo donde analizaba la posibilidad de contener el brote de Covid-19 implementando medidas de distanciamiento social, higiene personal y, en último término, cuarentenas. El artículo terminaba con una conclusión inquietante hasta para el más gélido de los lectores: “Aunque nuestras medidas de salud pública sean incapaces de contener por completo la dispersión de la Covid-19 —dadas las características del virus—, serán efectivas para retardar el comienzo de la transmisión comunitaria, reduciendo el pico de la incidencia y su impacto en los servicios de salud, y haciendo decrecer, en consecuencia, la tasa de ataque”.
Pese a las advertencias científicas y a la experiencia de lo que había ocurrido en China, el primer ministro británico, Boris Johnson, dio esta desconcertante declaración en una entrevista: “Una de las teorías sobre cómo lidiar con el coronavirus es que, quizás, podríamos ponerle la cara y recibirlo de frente. Y dejar que la enfermedad circule entre la población sin tener que tomar demasiadas medidas draconianas”.
Al día siguiente, las noticias desde Italia eran escalofriantes: en la región de Lombardía el sistema de salud estaba empezando a colapsar. El médico Daniele Macchini describió en las redes sociales la situación italiana. Era el 6 de marzo:
“Intentaré contarles a las personas lejanas a nuestra realidad lo que estamos viviendo en Bérgamo durante estos días de la pandemia. Entiendo la necesidad de no crear pánico entre la población, pero me estremezco cuando el mensaje sobre la peligrosidad de lo que está ocurriendo no le llega a la gente. Durante la semana pasada vi con asombro cómo el hospital se reorganizaba: las salas se fueron vaciando de pacientes, se interrumpieron cirugías electivas y se liberaron las salas de cuidados intensivos para tener disponible el mayor número posible de camas. Ahora la situación es dramática, por decir lo menos. […]. La necesidad de camas es urgente y los departamentos que estaban vacíos se están llenando a un ritmo impresionante. Los tableros con los nombres de los pacientes […] tienen el mismo maldito diagnóstico: 'neumonía intersticial bilateral'. ¡Explíquenme qué virus de la gripe causa un drama como éste! […]. Y mientras hay personas que alardean de no tener miedo e ignoran las indicaciones sanitarias —personas que protestan porque su rutina está ‘temporalmente’ en crisis—, este desastre epidemiológico continúa. Ya no existen los cirujanos, los urólogos o los ortopedistas: ahora sólo somos médicos que, de repente, hacen parte de un mismo equipo para enfrentar un tsunami que nos sobrepasa".
Dos días después se decretó la cuarentena en gran parte del norte italiano y el 10 de marzo se extendió a todo el país.
III
Simultáneamente, en Colombia la enfermedad aún era una noticia lejana que autorizaba el humorismo. “El coronavirus es una gripa con un community manager, el hijueputa”, decía un meme que circulaba por esos días.
De hecho, la reputada filósofa Luciana Cadahia publicó ese mismo 10 de marzo esta broma arcádica en las redes sociales: “Si asumimos la hipótesis de que los virus provienen del espacio, no es descabellado pensar que el coronavirus tiene algo de justicia poética. Una especie de virus extraterrestre que viene a proteger a la humanidad de sí misma. Una venganza cósmica contra la maldad en nuestro mundo. Claro, eso nos haría asumir que el cosmos expresa algún tipo de moralidad y, por tanto, que dios existe. Pero, por un momento, hagamos como si sí. ¿Qué descubrimos sobre este virus? Descubrimos que los jóvenes son casi inmunes, que los adultos se recuperan sin muchas dificultades y que el mayor peligro está en los hombres blancos mayores. También descubrimos que tiene más fuerza en los países del norte y poca repercusión en las culturas calientes del trópico. También descubrimos que ataca a los que tienen mayor poder adquisitivo y la oportunidad de viajar a Europa y Estados Unidos. Es decir, ataca a los mayores responsables de convertir este mundo en un gran mierdero sin futuro. De pronto el coronavirus es la ‘manito de dios’ que necesitamos para que Bernie [Sanders] gane las elecciones, el cuidado se convierta en política mundial, la praxis feminista tenga que hacer la verdadera prueba de la experiencia y nos libremos, de una vez por todas, del pinche malparido hombre blanco de la faz de la tierra”.
Al día siguiente, el mismo día en que la OMS declaró como pandemia la Covid-19, Cadahia explicó que su anterior post era un mal chiste, aunque se refirió a “la estructura paranoica” con la que se había “construido” la pandemia[2].
IV
El 13 de marzo me sentía muy inquieto por las noticias internacionales y por la desinformación que percibía en los medios de comunicación colombianos y en las redes sociales. Quise saber qué pensaban algunos de mis contactos en esas redes sobre lo que estaba ocurriendo y formulé estas preguntas: “Usted ¿qué está haciendo en relación con el coronavirus? ¿Cree que el gobierno debería hacer algo más?”.
Varios contactos escribieron que se estaban lavando las manos con más frecuencia y que evitaban asistir a eventos sociales. Algunos profesores de colegios y universidades se quejaron porque la vida educativa seguía con normalidad. Una mujer se refirió a la presunta recomendación que unos médicos le habían dado a su novio: “Hace días él conversó en una junta médica con varios especialistas y todos coincidieron en que lo mejor para combatir el virus es tomar vitamina C”.
Otra explicó en extenso su cosmovisión: “Creo que existe un montón de causas de muerte en el mundo. Creo que la humanidad ya ha tenido estos ciclos de epidemias previamente y aquí seguimos los que tenemos que seguir. Creo que donde pones tu atención pones tu creación. Creo que magnos intereses están dándole protagonismo a esto y jugando con el miedo a la amenaza de moda. Creo que juegan con el miedo a la muerte. Creo que esto es lo que se está visibilizando y hay muchas otras causas de muerte con mayores índices y porcentajes”.
Esa misma persona añadía: “¿A qué le temes realmente?; ¿a contagiarte de una gripa (que, sí, es incómodo y nadie la quiere, pero con defensas altas ni se te acerca)?, ¿a que te aíslen (y obligatoriamente no tengas otro remedio que encontrarte contigo mismo en la intimidad y en el ‘no hacer’)?, ¿a morir (que, si me pasara hoy, me iría tranquila […])? Mantente presente, ya sabes que aquí y ahora es lo vivo. Llénate de Amor: aliméntate bien, rodéate de quienes amas, de pensamientos alentadores, de palabras bonitas, de la música que más disfrutas, de tus libros, películas y actividades favoritas, ¡de lo que exalta a tu alma de bienestar! Encuéntrate contigo mismo, date mimos, permítete ser tú mismo con todas sus consecuencias, con o sin gente, cuando miren y cuando no; experimenta y agradece cada situación, cómete el mundo, cómete cada segundo de vida, cada respiración.... Toma tus decisiones y no dejes que otros las tomen por ti....”.
La escritora colombiana Marcela Villegas, quien se encuentra en un tratamiento contra el cáncer (y quien, por lo mismo, forma parte de la población vulnerable frente a esta enfermedad inédita), le respondió: “De miles de personas como yo, con rostro y con historia, están conformados los listados de víctimas fatales de Covid-19. Y esa cantidad de muertos, que a ti parece no impresionarte, es sólo una parte del problema. Te deseo, por ejemplo, que en las próximas semanas —no tú, ya dijiste que no te importa morir— alguno de los tuyos (tu padre o tu madre o un maestro querido) no se contagie de Covid-19 ni tenga un accidente automovilístico o un ataque al corazón y no sea atendido por los servicios médicos, porque su capacidad esté completamente desbordada por lo que tú llamas ‘una gripa incómoda’. También te deseo que, si llegas a enfermarte de dicha gripa incómoda, las secuelas que deje en tus pulmones no sean muy limitantes para tu vida y la puedas seguir viviendo plenamente como proclamas. Yo (y, por fortuna, las personas que me quieren y me cuidan) seguiré teniendo miedo. Ese sentimiento tan limitante y tan estúpido y tan manipulable por los poderosos cuando se dirige, por ejemplo, a un inmigrante pobre, puede salvar mi vida en este caso, que se trata de un organismo microscópico y cambiante. Espero lograrlo. Me gusta vivir tanto como a ti y gozar de mis libros y la naturaleza, y sentir el amor de mis amigos y mi familia, un amor profundo y real que se traduce en acciones concretas de cuidado, no en llamados vacíos a adherir a una abstracción universal y a manifestaciones de ‘afecto’ superficiales”.
En las redes sociales colombianas se fue perfilando el grupo de “los escépticos” del virus. Un profesor de la Universidad de los Andes escribió: “La misión del pánico antiviral es acabar de disociarnos, separarnos, aislarnos y, de paso, inmunizarnos frente a las estrategias del biopoder. Una estrategia de insensibilización colectiva frente a los problemas políticos, ambientales y sociales a costa de una irritabilidad desmesurada frente al prójimo, y todo dirigido desde arriba como una orquesta”[3]. Y un antropólogo y cineasta bogotano escribió: “Detrás de la paranoia que ha generado esta pandemia de baja letalidad, cuya gravedad ha sido maximizada por los grandes medios de comunicación, están los intereses de las grandes farmacéuticas por hacer el negocio del siglo apenas anuncien que existe una vacuna. Igual, de algo nos tendremos que morir, pero por favor que no sea del miedo generado por la desinformación”.
No obstante, otras figuras públicas, como la escritora Carolina Sanín, estaban viviendo la situación con menos certidumbre, aunque no con menos intensidad: “Desde mi casa. Sin salir. Aterrada y atribulada y emocionada. Y bloqueando sin clemencia a estultos y a hijueputas en Twitter: mi propia batalla final”.
V
Al comenzar la cuarentena en España, el 14 de marzo, en Colombia se registraban 34 personas enfermas de Covid-19. Los medios informaron que en el departamento de Huila algunos ciudadanos habían apedreado la casa de dos mujeres infectadas por el virus y yo decidí intensificar mi acostumbrado aislamiento. Antes de ir al supermercado a comprar lo esencial, fui a visitar a mis papás para despedirme.
—¿No estás exagerando? —me preguntó mi papá, sonriendo, cuando esquivé su abrazo. Va a cumplir 70 años y es hipertenso.
—Yo no pensé que ese virus fuera a llegar acá —dijo mi mamá. Hace tres años una cirugía por un cáncer de tiroides la dejó respirando con dificultad.
(Voy a cumplir 40 años y no he podido renunciar a la convicción pueril de que mis papás son inmortales).
VI
Rubio Zapata, mi amigo y mentor, es un tipo críptico, septuagenario mueco, lector voraz de todo lo que pasa por su escritorio en la portería donde trabaja, fumador empedernido, persona en altísimo riesgo por el coronavirus. No he dejado de pensar en él durante todos estos días.
Hace cinco años, cuando yo era un profesor de literatura que vivía atrapado en un “círculo virtuoso” donde sólo tenía el tiempo suficiente para preparar las clases y el dinero necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado, Rubio —vigilante del edificio donde yo vivía entonces— me aconsejó, mientras nos fumábamos un cigarrillo, que emprendiera un negocio sencillo: arrendar en ese edificio un apartamento extra para luego subarrendárselo a los turistas por días o meses. Inicialmente, aquel trabajo me permitió poner en perspectiva mi oficio como profesor: podía enseñar por elección y no por obligación. Además, me ofrecía un poco más de tiempo para leer y escribir. Con el paso de los meses, sin embargo, el turismo comenzó a formar parte de mi vida en una forma más orgánica y dejó de ser sólo un apéndice económico. Entonces Manuela y yo decidimos alquilar un cuarto en nuestro apartamento, que se convirtió en una feria semanal de variedades humanas.
Conocimos a Josh German, un abogado de Maine que estaba escribiendo un libro infantil sobre un pulpo que quería competir en una carrera de ciclismo. A Eugenio Arriaga, un académico mexicano que estaba haciendo su tesis doctoral sobre la relación entre movilidad urbana y equidad social. A Vladimir Pcholkin, un irascible fotógrafo ruso de ballet que vivía en Washington y odiaba la antigua Unión Soviética. A Sebastián Barrera, un bogotano recién llegado de Nueva York que quería hacer una vida en Medellín. A Catherine Shepherd, una mujer curiosa que no esperó a que le termináramos de mostrar cómo funcionaba la lavadora cuando ya nos estaba preguntando —traicionando los preceptos de la presunta cortesía inglesa— cómo había sido crecer en Medellín durante los ochenta. Y a otras cien personas o más con quienes pasamos días o semanas, con quienes hablamos mucho o poco, y que llenaron de variedad y extrañeza la casa. Nuestra vida social y económica giraba, pues, alrededor de esas personas.
Durante la segunda semana de marzo, la pareja de alemanes que pensaba quedarse todo el mes en el apartamento en alquiler empacó imprevistamente sus maletas y regresó a Hannover. Todos los turistas que vendrían a Medellín en los meses siguientes y que hospedaríamos en el apartamento y en nuestra casa cancelaron sus reservas.
El panorama económico es oscuro y la soledad agranda las pesadillas: Manuela está en una finca a dos horas de Medellín, donde vive su mamá.
VII
A mediados de marzo, el primer ministro británico se niega a decretar la cuarentena nacional. “Vivimos en una democracia liberal”, le oigo decir a Boris Johnson en una rueda de prensa, en la que insta a los ciudadanos a tomar precauciones por voluntad propia. Desde Edimburgo, mi amigo David Sierra me escribe: “Con todo este alboroto, en este momento le creeré a la ciencia como un católico le cree a Jesús o al mismísimo Dios. Para mí es muy difícil pensar microbiológicamente, así que le haré caso a la OMS, me internaré como monje tibetano y les rezaré a los medios de comunicación para que esto tenga un desenlace feliz”. Los ciudadanos, en distintas partes del mundo, han comenzado a actuar por su cuenta y a pedirles a sus gobiernos que hagan algo.
En Colombia, el 17 de marzo los principales gremios médicos y académicos le enviaron una carta al presidente Iván Duque pidiéndole que actuara. Entre otras cosas, le adviertían: “Colombia cuenta con 12 000 camas entre unidades de cuidados intensivos (UCI) y unidades de cuidados intermedios de adultos, de las cuales 5300 son UCI, con una ocupación cercana al 80%, y sólo el 10-15% de las camas UCI operan como aisladas (no más de 750) y el 2% con cuartos con presión negativa. Este panorama pone a consideración de hospitales, aseguradoras, sociedades gremiales de la salud, talento humano en salud y especialidades quirúrgicas que se deben suspender todos los casos de cirugías electivas en quirófanos o procedimientos que requieran sedación y anestesia fuera de los quirófanos”.
Sin que el gobierno haya hecho nada, entre la población corre el rumor de que pronto habrá una cuarentena. Aún no se ha confirmado el primer muerto por Covid-19 en el país y en el barrio Campo Valdés, en Medellín, tuvieron que cerrar un supermercado por la violencia que se presentó cuando la gente, atemorizada, fue a abastecerse en forma desorganizada y sin ninguna orientación gubernamental.
VIII
Todas las noches he estado dando vueltas en la cama, imaginando el virus y la enfermedad. Unas veces he visto una suerte de presencia o fantasma, un ente invisible que se mueve por todas partes. Otras, lo he imaginado entrando en la laringe de alguien antes de infectarlo. En ocasiones, sólo he visualizado unos pulmones que se van deteriorando hasta verse como las imágenes que aparecen en las cajetillas de cigarrillos y después he escuchado el sonido interminable de una tos seca. También he visto una bolita azul, fruta minúscula de higuerilla tinturada que se acerca con precisión a una célula-nave espacial. Un día, al percatarme de estas fantasías, vi el escenario doméstico y estereotipado en el que estaban transcurriendo: por todo el apartamento había latas de cerveza, cuscas de cigarrillo, platos sucios, vasos, ropa en el piso y una olla con arroz —de y para varios días— adentro de la nevera. “Temo por tu salud mental, Santi”, me dijo una amiga, “apaga esa pantalla y léete un libro de papel”. Hice algo mucho mejor: me fui a la casa de mi suegra en el campo.
IX
Mi suegra Adriana es una persona más práctica que teórica. Se dirá que todos, implícitamente, tenemos una teoría, pero lo que quiero decir es que desde que la conozco Adriana evita andar exponiendo su forma de concebir la naturaleza, la sociedad o la vida. Vive en una vereda en El Carmen de Viboral, a dos horas de Medellín, y durante varios años la he visto zambullirse en prácticas y empresas insustanciales o incomprensibles a los ojos de muchos (yo incluido): cocinar en horno de leña, criar pollos y gallinas, construir terrazas de cultivo, producir artesanalmente productos a base de plantas (cremas humectantes, champús, pomadas muy efectivas para aliviar el dolor), construir varios sistemas de compostaje, diseñar un sistema para almacenar las aguas de lluvia, distribuir verduras de cultivos agroecológicos…. “Cuando veo un carbonero florecido, me dan ganas de llorar”, me dijo un día.
De entre todas las personas que conozco, Adriana es la única con la capacidad para sobrevivir en esta época desconcertante. Un poema de Jaime Jaramillo comienza así:
Suelen decirme —a manera de crítica— que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo —a manera de crítica— que viven en Tierra?
Tal parece que la ingenuidad ingénita de mi suegra podría ser una increíble mutación adaptativa. Vivir en la Luna le ha permitido estar serena en la Tierra.
El 20 de marzo se decretó la cuarentena en Antioquia y el martes 24 comenzó en todo el país. El primer mes de la cuarentena, con todos sus días como nubes, lo pasé entre montañas en la vereda Rivera junto a Manuela, Adriana, Rincón, Flora y los pollos sin nombre.
X
La primera vez que fui a El Carmen de Viboral a mercar, siete días después del inicio del confinamiento, no se veía a casi nadie en la calle. El ingreso a los supermercados estaba supeditado al número de la cédula; las personas, en silencio y sin apuros, esperaban sus respectivos turnos para hacer las compras. Al cruzarme con los lugareños, intercambiamos saludos calurosos, aunque distantes. Semanas antes, había supuesto que nuestra indisciplina social haría imposible el confinamiento obligatorio en el país, pero estaba equivocado. No está mal presuponer en los demás las virtudes que uno suele conferirse a sí mismo con total autoindulgencia.
Más que los ensayos de filósofos contemporáneos que descreían de la existencia de una pandemia, que calculaban el alcance de la crisis o soñaban con el final del sistema sociopolítico y económico mundial, me llamaban la atención las historias sobre las relaciones íntimas o los informes personales sobre lo que estaba ocurriendo en la intrascendencia diaria. Noviazgos que se terminaban, renuncias laborales, despidos, súbitos cambios de costumbres, pormenores de este suspenso intermitente.
Leila Guerriero escribió sobre su vida doméstica y sobre el pan que estaba haciendo en la casa (“Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día y los panes que amasé y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar, y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas”). Orlando Echeverri Benedetti habló de lo poético y lo prosaico (“Siempre que describen los virus como ‘un saco de material genético’ pienso en un testículo microscópico flotando en el espacio. Para matar el tiempo, mi esposa cose conejos y gallinas de tela que luego rellena con fibra de percal y flores secas de lavanda”). Andrea Aldana habló de su vecindario y prometió sorpresas (“Acabo de descubrir la pasión de un vecino. Está parado en el techo del edificio de enfrente y con unos binóculos espía el mundo a su alrededor. Ojalá sea su primera salida. Si no, ya descubrió que no me baño ni me quito el pijama hace cuatro días. Ahora que sé que hay audiencia, espero no resultar aburrida al voyeur. Prometo más piel y más acción”). “Terminamos porque la cuarentena nos obligó a estar juntos”, me explicó una amiga. Otro amigo me dijo: “Es rarísimo esto… no tengo ganas ni de hacerme la paja”.
XI
—Estoy muy preocupado por las gaviotas —me escribió David desde Edimburgo el mismo día en que Boris Johnson daba positivo para coronavirus—. Estos animales se están enloqueciendo sin nosotros en las calles.
En la vereda pasé horas observando a Flora y a Rincón, los gatos, ajenos a cualquiera de nuestras indicaciones y normas sanitarias; ovillos tersos y caprichosos posados sobre el sofá o la huerta. Ellos, a su vez, pasaban horas observando a los pollos que escarbaban el piso del corral y que movían sus cabezas como un juguete cuya batería está a punto de expirar. Afuera de la casa, al lado de un alto guadual, vi un gallinazo circunspecto que nos visitó varios días hasta comerse un armadillo muerto del que sólo quedó el caparazón vacío. Los azulejos se bañaban en el cuenco de una piedra. Dos mirlas cruzaban veloces frente a la cocina. La ardilla se reclinaba en las ramas del aguacate y mordisqueaba a medias los frutos. Yo tenía un calcetín en la mano para matar a las innumerables moscas. En la noche se oía la zarigüeya caminando por el tejado. Los pollos de Adriana crecían y ella pasaba gran parte del día alimentándolos con coco rallado, yuca cocida, cáscaras picadas de plátano maduro, maíz y fríjoles. A los pollos les gustan mucho los frijoles.
Henry Beston escribió hace casi cien años: “Necesitamos forjar un concepto distinto de los animales, uno más sabio y quizás más místico. […]. Los subestimamos por su imperfección, por su sino trágico al tener una forma inferior a la nuestra. Y nos equivocamos, nos equivocamos totalmente. Los animales no deberían ser medidos con relación al hombre. En un mundo más viejo y completo que el nuestro, ellos son seres acabados, dotados de sentidos que hemos perdido o que nunca tuvimos, y se guían por voces que nunca escucharemos”.
Beston pensaba en los animales como una cosa distinta a los humanos o pensaba en los humanos como una cosa distinta a los animales. Pero, ¿no nos guiamos todos los animales por voces remotas? En cualquier caso, el ruido ocasionado por el hombre es horripilante. Crujen las hojas bajo mis pies y todos corren o vuelan a esconderse.
XII
En “¿Por qué el coronavirus es tan confuso?”, publicado el 29 de abril en The Atlantic, Ed Yong concluye: “En la memoria de las personas, ninguna crisis había causado una turbulencia tan amplia y tan veloz como ésta. El deseo de encontrar un antagonista —llámese Partido Comunista Chino o Donald Trump— pasa por alto los múltiples aspectos de la vida del siglo XXI que han hecho posible esta pandemia: la expansión incesante de la humanidad hacia las áreas silvestres; el incremento desmedido del tránsito aéreo; la desfinanciación crónica de los sistemas de salud pública; una economía de último minuto que opera con frágiles cadenas de suministro; sistemas de salud que supeditan la atención médica al empleo; redes sociales que difunden rápidamente desinformación; devaluación de la experticia; marginalización de los ancianos; y siglos de racismo estructural que han empobrecido la salud de las minorías y los grupos indígenas”.
Es cierto que esta pandemia era inevitable dadas las circunstancias de producción y consumo actuales, pero no es cierto que éstas sean un accidente o un destino inevitable en la historia de nuestra especie. El fatalismo oculta con astucia a los beneficiarios del sistema.
XIII
Belarmina vive muy cerca de Adriana, en la vereda Rivera, y se dedica a la agricultura. Una mañana estuvo en la casa trabajando unas horas y me refirió sus impresiones sobre la pandemia. Yo la escuchaba desde el limonero con el tapabocas puesto. “En todo caso, a mí lo que más tristeza me da de todo esto es pensar en esa pobre gente de la ciudad, encerradita todo el tiempo en la casa... ¡qué pecao! Uno acá está bien, porque, dígame, Santiago, ¿qué más necesita uno, aparte de comida y ropa?”. Bernardo Soares decía que la fraternidad encierra sutilezas.
“Estoy bien acá. Me siento acompañada por Rincón, Flora, los pollos y los árboles”, nos tranquilizó Adriana al despedirse de nosotros: a pesar de esas semanas más o menos apacibles, regresé con Manuela a Medellín porque sentía que estaba traicionando de algún modo a mis amigos urbanitas, quienes llevaban semanas encerrados en sus apartamentos. (Tengo la culpa cristiana enquistada en mi alma de queso). O tal vez quería ver, desde la ventana, qué estaba pasando en la ciudad. “Igual, yo vivo en cuarentena y distanciado socialmente”, me escribió un amigo escritor desde Corea del Sur y añadió: “only drinkers can survive”. Y una amiga sentenció: “Estás en lo tuyo, ¿no?”.
Y no. Nadie en la ciudad está en lo suyo. Ya no existen las costumbres simples, mis costumbres simples: ni las mañanas en el gimnasio de la cooperativa junto a los pensionados ni las tardes de los martes y jueves, jugando fútbol con Tronquiño y con Alonso y con Churri, ni la cerveza de los miércoles en la Cervecería Libre, compartiendo la barra junto a un extraño que se va siempre antes de las siete y no deja de mirar su teléfono móvil, ni leer un libro en el Museo de Arte Moderno ni saludar a Camilo en la tienda del parque ni pasar por el barrio Fátima en la bicicleta y soñar con que viviré algún día entre sus calles estrechas y sus vecinos amables, ni almorzar los viernes con mi mamá. Ni siquiera putear a las vecinas del primer piso por el volumen con que escuchan —escuchaban— su música. Pero, mientras nada pasa ahora en mi vida personal, por la calle que está bajo mi ventana pasan quienes nunca pasaban: vendedores de papayas, aguacates, helados y mazamorra; compradores de electrodomésticos rotos; venezolanos pidiéndoles comida a los dueños de los balcones vacíos; mariachis tocando serenatas para nadie.
Han sido días idénticos de barrer el apartamento y leer los reportes de contagio. Entretanto, la proverbial generosidad de los medellinenses no se ha marchitado con la pandemia. Veo desde esta ventana a un muchacho con el tapabocas en el cuello fumándose un cigarrillo de marihuana. Se le acerca un reciclador con su tapabocas puesto. Intercambian palabras. El muchacho le hace un gesto de “espere”, le da dos fumadas más al bareto y se lo pasa al reciclador, quien se baja el tapabocas hasta el cuello, agradece y se va caminando alegremente mientras se fuma lo que queda.
XIV
Pasaron semanas, meses, y todavía estamos en un estadio intermedio entre la cuarentena y la temida o anhelada “nueva normalidad”. Han ocurrido algunas marchas sociales y cada vez se oye menos el canto de los pájaros y el estridor de los grillos, aunque el aire sigue más o menos limpio y todavía se ven las montañas del norte desde la cocina. También hay más carteles de “Se arrienda” o “Se vende” en las ventanas de los apartamentos y de los locales comerciales. Los hostales del barrio cerraron. Los restaurantes están vacíos. La hermana de un amigo murió de cáncer y no pudimos estar con él. Los pocos extranjeros que permanecen en la ciudad están esperando que abran los aeropuertos para irse. El número de personas contagiadas en América Latina va en aumento. El coronavirus se está extendiendo por África. Las noticias sobre la pandemia en las páginas web de los diarios ingleses y españoles cada vez ocupan menos espacio. Están teniendo que trasladar a los pacientes más graves de departamento de Chocó hasta los hospitales en Antioquia (así ocurría también antes de la pandemia). El banco va a comenzar a cobrarnos de nuevo la hipoteca. El gobierno decretó un día sin impuesto sobre las ventas y las personas se apretujaron en los almacenes de cadena.
Manuela y yo transformamos el cuarto que alquilábamos en un taller de cerámica donde ella se sienta enfrente del torno y yo me siento a verla trabajar. No creemos factible que los turistas vuelvan. Al menos no pronto. El torno gira y las manos de Manuela intentan darle forma al barro. A veces crece como un cohete obeso y otras se tambalea como un borracho. Y luego cae.
En 1955, Pedro Salinas escribió:
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?
Las estadísticas de muertos por coronavirus propician una indistinción tranquilizadora: para ellas no existen los individuos, sino las víctimas de la especie. Intentando poner en evidencia este mecanismo mental y político, The New York Times publicó una portada con los nombres de las personas muertas por coronavirus en Estados Unidos. En ese momento la cifra se estaba aproximando a 100 mil. Hoy, 22 de junio, Colombia tiene 71 183 casos y 2 310 muertos.
Una vez más estoy al lado de la ventana que da a la calle y veo el búcaro viejo que me da sombra en la tarde. El tiempo es una cosa borrosa hacia atrás y hacia adelante. Un pájaro carpintero ha estado martillando sin descanso. Lo he visto dedicarle horas a su tarea: sacando madera del árbol viejo, moviendo la cabeza mientras las partículas de polvo flotan unos segundos en el aire antes de caer sobre la calle inútil, trabajando cuando ya casi no hay luz. Desde hace tres días veo que ese pájaro carpintero de cabeza roja y pecho blanco, ahora de pie junto al nido, triunfal y homérico, canta a los gritos. ¿Busca una pareja, inútilmente, ese pájaro artesano y cantor? Me alegro y entristezco por ese pájaro solitario y salaz. Y también por nosotros.
[1] “Quisiera llevarte / En un barco a China / Toda(o) para mí solo(a). / Llevarte y retenerte por siempre / En mis brazos / Dejar a tus amantes / Sollozando en una costa lejana”.
[2] La peor suerte de un chiste es que tenga que explicarse. Para nosotros, sus lectores habituales, es apenas obvio que Cadahia estaba bromeando y que se estaba apropiando de una narrativa de la muerte ajena a ella como académica interesada en las mayorías populares y en sus problemáticas (quienes, evidentemente, serían las más perjudicadas por esta nueva enfermedad). Incluso un lector atento y ajeno a la obra de la profesora podría concluir con facilidad que aquella fantasía no era más que un chascarrillo, al constatar las premisas dudosas que postulaba (“los jóvenes son casi inmunes a la enfermedad”), las definitivamente erróneas (“tiene poca repercusión en los países del trópico”, “el mayor peligro está en los hombres blancos mayores”) o al darse de narices con su evidente contradicción interna (la erradicación del Pinche Malparido Hombre Blanco también aniquilaría a Bernie Sanders). Si acaso, se la podría haber juzgado de inoportuna, pero ¿qué sería de la vida si no existieran las alegres personas intempestivas?
[3] En las semanas siguientes, más bien ocurrió lo contrario: las cuarentenas (y la imposibilidad práctica de hacerlas de manera rigurosa y efectiva) pusieron en evidencia los problemas sociales, políticos y ambientales de todos los países y del sistema económico mundial. Santiago Alba Rico, en Eldiario.es, escribió el 17 de marzo (“¿Esto nos está pasando realmente?”): “[…] el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado [¿sic? …] razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor —aunque poco verosímil— que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser”.
América Latina está en un estadio intermedio en espera de la anhelada o temida nueva normalidad. Éstos son los apuntes de un diario personal, un recuento del año del coronavirus, de las noticias y las discusiones que inundaron nuestras pantallas. Apuntes de una intrascendencia diaria de la que fuimos testigos.
A Marcela Villegas y Manuela Alarcón,
practicantes del amor concreto
I
En la última semana de febrero de 2020, los manifestantes que habían empezado a marchar contra el gobierno colombiano (en noviembre pasado) seguían en las calles. Era un grupo heterogéneo que incluía estudiantes, miembros de sindicatos, artistas, profesores y figuras públicas, y que reclamaba la protección de los líderes sociales (que estaban siendo asesinados en todo el país) y el cumplimiento de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC. Los ciudadanos de la derecha de Medellín, siempre proclives a la autoironía involuntaria, convocaron a una manifestación pública contra las manifestaciones públicas. El dibujante de historietas Álvaro Vélez "Truchafrita" escribió: “Han hecho una marcha para marchar en contra de las marchas... van a terminar abriendo un portal interdimensional estos pendejos”. El tono del momento era aún festivo y así seguiría durante varias semanas.
Entonces no sabía nada de Wuhan y sólo me había enterado de lo elemental: que era un importante centro industrial y comercial de China, la ciudad más grande del centro del país, donde vivían 11 millones de personas; también, que era el origen del brote del nuevo virus y que sus ciudadanos estaban en cuarentena desde hacía cuatro semanas. Además, que el gobierno había construido allí un hospital en 10 días para tratar a los enfermos más graves.
El 26 de febrero de 2020 escribí: “No dejo de pensar en el estudiante colombiano Julián Vélez. Como se sabe, prefirió quedarse en Wuhan antes que aceptar el ‘rescate’ del gobierno colombiano. ‘Puede haber más riesgo llegando a un país donde el sistema de salud no está capacitado para atendernos’, les explicó a los periodistas. Ahí está, en su cuarto de Wuhan, esperando que deje de llover mientras sus compatriotas salieron corriendo a encontrarse con la tormenta. Ni nuestros mejores filósofos llegaron a tanto: bastó con que la plaga tocara las puertas de su pueblo para que Montaigne tirara al piso el libro de Epicteto que tenía en las manos y huyera despavorido en su carroza. No exagero al decir que quisiera a Julián Vélez como mi guía espiritual, mi mejor amigo, mi presidente, mi heredero eventual”.
En 1948, Frank Loesser compuso "On a Slow Boat to China", una canción en la que el enamorado le dice a su amante:
I’d love to get you
on a slow boat to China,
all to myself alone,
get you and keep you
in my arms ever more,
leave all your lovers
weeping on a faraway shore [1].
Setenta años después, China todavía es ese lugar remotísimo y exótico a donde uno llega sobre todo con la imaginación. Ed Yong escribió en The Atlantic el 25 de marzo: “Los ciudadanos que veían a China como un lugar lejano y distinto, donde los murciélagos se comen y el autoritarismo es aceptable, no pudieron creer que ellos mismos serían los siguientes contagiados o que no estarían listos para enfrentar lo que podría ocurrir”.
II
El 5 de marzo, la prestigiosa revista médica The Lancet publicó un artículo donde analizaba la posibilidad de contener el brote de Covid-19 implementando medidas de distanciamiento social, higiene personal y, en último término, cuarentenas. El artículo terminaba con una conclusión inquietante hasta para el más gélido de los lectores: “Aunque nuestras medidas de salud pública sean incapaces de contener por completo la dispersión de la Covid-19 —dadas las características del virus—, serán efectivas para retardar el comienzo de la transmisión comunitaria, reduciendo el pico de la incidencia y su impacto en los servicios de salud, y haciendo decrecer, en consecuencia, la tasa de ataque”.
Pese a las advertencias científicas y a la experiencia de lo que había ocurrido en China, el primer ministro británico, Boris Johnson, dio esta desconcertante declaración en una entrevista: “Una de las teorías sobre cómo lidiar con el coronavirus es que, quizás, podríamos ponerle la cara y recibirlo de frente. Y dejar que la enfermedad circule entre la población sin tener que tomar demasiadas medidas draconianas”.
Al día siguiente, las noticias desde Italia eran escalofriantes: en la región de Lombardía el sistema de salud estaba empezando a colapsar. El médico Daniele Macchini describió en las redes sociales la situación italiana. Era el 6 de marzo:
“Intentaré contarles a las personas lejanas a nuestra realidad lo que estamos viviendo en Bérgamo durante estos días de la pandemia. Entiendo la necesidad de no crear pánico entre la población, pero me estremezco cuando el mensaje sobre la peligrosidad de lo que está ocurriendo no le llega a la gente. Durante la semana pasada vi con asombro cómo el hospital se reorganizaba: las salas se fueron vaciando de pacientes, se interrumpieron cirugías electivas y se liberaron las salas de cuidados intensivos para tener disponible el mayor número posible de camas. Ahora la situación es dramática, por decir lo menos. […]. La necesidad de camas es urgente y los departamentos que estaban vacíos se están llenando a un ritmo impresionante. Los tableros con los nombres de los pacientes […] tienen el mismo maldito diagnóstico: 'neumonía intersticial bilateral'. ¡Explíquenme qué virus de la gripe causa un drama como éste! […]. Y mientras hay personas que alardean de no tener miedo e ignoran las indicaciones sanitarias —personas que protestan porque su rutina está ‘temporalmente’ en crisis—, este desastre epidemiológico continúa. Ya no existen los cirujanos, los urólogos o los ortopedistas: ahora sólo somos médicos que, de repente, hacen parte de un mismo equipo para enfrentar un tsunami que nos sobrepasa".
Dos días después se decretó la cuarentena en gran parte del norte italiano y el 10 de marzo se extendió a todo el país.
III
Simultáneamente, en Colombia la enfermedad aún era una noticia lejana que autorizaba el humorismo. “El coronavirus es una gripa con un community manager, el hijueputa”, decía un meme que circulaba por esos días.
De hecho, la reputada filósofa Luciana Cadahia publicó ese mismo 10 de marzo esta broma arcádica en las redes sociales: “Si asumimos la hipótesis de que los virus provienen del espacio, no es descabellado pensar que el coronavirus tiene algo de justicia poética. Una especie de virus extraterrestre que viene a proteger a la humanidad de sí misma. Una venganza cósmica contra la maldad en nuestro mundo. Claro, eso nos haría asumir que el cosmos expresa algún tipo de moralidad y, por tanto, que dios existe. Pero, por un momento, hagamos como si sí. ¿Qué descubrimos sobre este virus? Descubrimos que los jóvenes son casi inmunes, que los adultos se recuperan sin muchas dificultades y que el mayor peligro está en los hombres blancos mayores. También descubrimos que tiene más fuerza en los países del norte y poca repercusión en las culturas calientes del trópico. También descubrimos que ataca a los que tienen mayor poder adquisitivo y la oportunidad de viajar a Europa y Estados Unidos. Es decir, ataca a los mayores responsables de convertir este mundo en un gran mierdero sin futuro. De pronto el coronavirus es la ‘manito de dios’ que necesitamos para que Bernie [Sanders] gane las elecciones, el cuidado se convierta en política mundial, la praxis feminista tenga que hacer la verdadera prueba de la experiencia y nos libremos, de una vez por todas, del pinche malparido hombre blanco de la faz de la tierra”.
Al día siguiente, el mismo día en que la OMS declaró como pandemia la Covid-19, Cadahia explicó que su anterior post era un mal chiste, aunque se refirió a “la estructura paranoica” con la que se había “construido” la pandemia[2].
IV
El 13 de marzo me sentía muy inquieto por las noticias internacionales y por la desinformación que percibía en los medios de comunicación colombianos y en las redes sociales. Quise saber qué pensaban algunos de mis contactos en esas redes sobre lo que estaba ocurriendo y formulé estas preguntas: “Usted ¿qué está haciendo en relación con el coronavirus? ¿Cree que el gobierno debería hacer algo más?”.
Varios contactos escribieron que se estaban lavando las manos con más frecuencia y que evitaban asistir a eventos sociales. Algunos profesores de colegios y universidades se quejaron porque la vida educativa seguía con normalidad. Una mujer se refirió a la presunta recomendación que unos médicos le habían dado a su novio: “Hace días él conversó en una junta médica con varios especialistas y todos coincidieron en que lo mejor para combatir el virus es tomar vitamina C”.
Otra explicó en extenso su cosmovisión: “Creo que existe un montón de causas de muerte en el mundo. Creo que la humanidad ya ha tenido estos ciclos de epidemias previamente y aquí seguimos los que tenemos que seguir. Creo que donde pones tu atención pones tu creación. Creo que magnos intereses están dándole protagonismo a esto y jugando con el miedo a la amenaza de moda. Creo que juegan con el miedo a la muerte. Creo que esto es lo que se está visibilizando y hay muchas otras causas de muerte con mayores índices y porcentajes”.
Esa misma persona añadía: “¿A qué le temes realmente?; ¿a contagiarte de una gripa (que, sí, es incómodo y nadie la quiere, pero con defensas altas ni se te acerca)?, ¿a que te aíslen (y obligatoriamente no tengas otro remedio que encontrarte contigo mismo en la intimidad y en el ‘no hacer’)?, ¿a morir (que, si me pasara hoy, me iría tranquila […])? Mantente presente, ya sabes que aquí y ahora es lo vivo. Llénate de Amor: aliméntate bien, rodéate de quienes amas, de pensamientos alentadores, de palabras bonitas, de la música que más disfrutas, de tus libros, películas y actividades favoritas, ¡de lo que exalta a tu alma de bienestar! Encuéntrate contigo mismo, date mimos, permítete ser tú mismo con todas sus consecuencias, con o sin gente, cuando miren y cuando no; experimenta y agradece cada situación, cómete el mundo, cómete cada segundo de vida, cada respiración.... Toma tus decisiones y no dejes que otros las tomen por ti....”.
La escritora colombiana Marcela Villegas, quien se encuentra en un tratamiento contra el cáncer (y quien, por lo mismo, forma parte de la población vulnerable frente a esta enfermedad inédita), le respondió: “De miles de personas como yo, con rostro y con historia, están conformados los listados de víctimas fatales de Covid-19. Y esa cantidad de muertos, que a ti parece no impresionarte, es sólo una parte del problema. Te deseo, por ejemplo, que en las próximas semanas —no tú, ya dijiste que no te importa morir— alguno de los tuyos (tu padre o tu madre o un maestro querido) no se contagie de Covid-19 ni tenga un accidente automovilístico o un ataque al corazón y no sea atendido por los servicios médicos, porque su capacidad esté completamente desbordada por lo que tú llamas ‘una gripa incómoda’. También te deseo que, si llegas a enfermarte de dicha gripa incómoda, las secuelas que deje en tus pulmones no sean muy limitantes para tu vida y la puedas seguir viviendo plenamente como proclamas. Yo (y, por fortuna, las personas que me quieren y me cuidan) seguiré teniendo miedo. Ese sentimiento tan limitante y tan estúpido y tan manipulable por los poderosos cuando se dirige, por ejemplo, a un inmigrante pobre, puede salvar mi vida en este caso, que se trata de un organismo microscópico y cambiante. Espero lograrlo. Me gusta vivir tanto como a ti y gozar de mis libros y la naturaleza, y sentir el amor de mis amigos y mi familia, un amor profundo y real que se traduce en acciones concretas de cuidado, no en llamados vacíos a adherir a una abstracción universal y a manifestaciones de ‘afecto’ superficiales”.
En las redes sociales colombianas se fue perfilando el grupo de “los escépticos” del virus. Un profesor de la Universidad de los Andes escribió: “La misión del pánico antiviral es acabar de disociarnos, separarnos, aislarnos y, de paso, inmunizarnos frente a las estrategias del biopoder. Una estrategia de insensibilización colectiva frente a los problemas políticos, ambientales y sociales a costa de una irritabilidad desmesurada frente al prójimo, y todo dirigido desde arriba como una orquesta”[3]. Y un antropólogo y cineasta bogotano escribió: “Detrás de la paranoia que ha generado esta pandemia de baja letalidad, cuya gravedad ha sido maximizada por los grandes medios de comunicación, están los intereses de las grandes farmacéuticas por hacer el negocio del siglo apenas anuncien que existe una vacuna. Igual, de algo nos tendremos que morir, pero por favor que no sea del miedo generado por la desinformación”.
No obstante, otras figuras públicas, como la escritora Carolina Sanín, estaban viviendo la situación con menos certidumbre, aunque no con menos intensidad: “Desde mi casa. Sin salir. Aterrada y atribulada y emocionada. Y bloqueando sin clemencia a estultos y a hijueputas en Twitter: mi propia batalla final”.
V
Al comenzar la cuarentena en España, el 14 de marzo, en Colombia se registraban 34 personas enfermas de Covid-19. Los medios informaron que en el departamento de Huila algunos ciudadanos habían apedreado la casa de dos mujeres infectadas por el virus y yo decidí intensificar mi acostumbrado aislamiento. Antes de ir al supermercado a comprar lo esencial, fui a visitar a mis papás para despedirme.
—¿No estás exagerando? —me preguntó mi papá, sonriendo, cuando esquivé su abrazo. Va a cumplir 70 años y es hipertenso.
—Yo no pensé que ese virus fuera a llegar acá —dijo mi mamá. Hace tres años una cirugía por un cáncer de tiroides la dejó respirando con dificultad.
(Voy a cumplir 40 años y no he podido renunciar a la convicción pueril de que mis papás son inmortales).
VI
Rubio Zapata, mi amigo y mentor, es un tipo críptico, septuagenario mueco, lector voraz de todo lo que pasa por su escritorio en la portería donde trabaja, fumador empedernido, persona en altísimo riesgo por el coronavirus. No he dejado de pensar en él durante todos estos días.
Hace cinco años, cuando yo era un profesor de literatura que vivía atrapado en un “círculo virtuoso” donde sólo tenía el tiempo suficiente para preparar las clases y el dinero necesario para pagar el arriendo, los servicios y el mercado, Rubio —vigilante del edificio donde yo vivía entonces— me aconsejó, mientras nos fumábamos un cigarrillo, que emprendiera un negocio sencillo: arrendar en ese edificio un apartamento extra para luego subarrendárselo a los turistas por días o meses. Inicialmente, aquel trabajo me permitió poner en perspectiva mi oficio como profesor: podía enseñar por elección y no por obligación. Además, me ofrecía un poco más de tiempo para leer y escribir. Con el paso de los meses, sin embargo, el turismo comenzó a formar parte de mi vida en una forma más orgánica y dejó de ser sólo un apéndice económico. Entonces Manuela y yo decidimos alquilar un cuarto en nuestro apartamento, que se convirtió en una feria semanal de variedades humanas.
Conocimos a Josh German, un abogado de Maine que estaba escribiendo un libro infantil sobre un pulpo que quería competir en una carrera de ciclismo. A Eugenio Arriaga, un académico mexicano que estaba haciendo su tesis doctoral sobre la relación entre movilidad urbana y equidad social. A Vladimir Pcholkin, un irascible fotógrafo ruso de ballet que vivía en Washington y odiaba la antigua Unión Soviética. A Sebastián Barrera, un bogotano recién llegado de Nueva York que quería hacer una vida en Medellín. A Catherine Shepherd, una mujer curiosa que no esperó a que le termináramos de mostrar cómo funcionaba la lavadora cuando ya nos estaba preguntando —traicionando los preceptos de la presunta cortesía inglesa— cómo había sido crecer en Medellín durante los ochenta. Y a otras cien personas o más con quienes pasamos días o semanas, con quienes hablamos mucho o poco, y que llenaron de variedad y extrañeza la casa. Nuestra vida social y económica giraba, pues, alrededor de esas personas.
Durante la segunda semana de marzo, la pareja de alemanes que pensaba quedarse todo el mes en el apartamento en alquiler empacó imprevistamente sus maletas y regresó a Hannover. Todos los turistas que vendrían a Medellín en los meses siguientes y que hospedaríamos en el apartamento y en nuestra casa cancelaron sus reservas.
El panorama económico es oscuro y la soledad agranda las pesadillas: Manuela está en una finca a dos horas de Medellín, donde vive su mamá.
VII
A mediados de marzo, el primer ministro británico se niega a decretar la cuarentena nacional. “Vivimos en una democracia liberal”, le oigo decir a Boris Johnson en una rueda de prensa, en la que insta a los ciudadanos a tomar precauciones por voluntad propia. Desde Edimburgo, mi amigo David Sierra me escribe: “Con todo este alboroto, en este momento le creeré a la ciencia como un católico le cree a Jesús o al mismísimo Dios. Para mí es muy difícil pensar microbiológicamente, así que le haré caso a la OMS, me internaré como monje tibetano y les rezaré a los medios de comunicación para que esto tenga un desenlace feliz”. Los ciudadanos, en distintas partes del mundo, han comenzado a actuar por su cuenta y a pedirles a sus gobiernos que hagan algo.
En Colombia, el 17 de marzo los principales gremios médicos y académicos le enviaron una carta al presidente Iván Duque pidiéndole que actuara. Entre otras cosas, le adviertían: “Colombia cuenta con 12 000 camas entre unidades de cuidados intensivos (UCI) y unidades de cuidados intermedios de adultos, de las cuales 5300 son UCI, con una ocupación cercana al 80%, y sólo el 10-15% de las camas UCI operan como aisladas (no más de 750) y el 2% con cuartos con presión negativa. Este panorama pone a consideración de hospitales, aseguradoras, sociedades gremiales de la salud, talento humano en salud y especialidades quirúrgicas que se deben suspender todos los casos de cirugías electivas en quirófanos o procedimientos que requieran sedación y anestesia fuera de los quirófanos”.
Sin que el gobierno haya hecho nada, entre la población corre el rumor de que pronto habrá una cuarentena. Aún no se ha confirmado el primer muerto por Covid-19 en el país y en el barrio Campo Valdés, en Medellín, tuvieron que cerrar un supermercado por la violencia que se presentó cuando la gente, atemorizada, fue a abastecerse en forma desorganizada y sin ninguna orientación gubernamental.
VIII
Todas las noches he estado dando vueltas en la cama, imaginando el virus y la enfermedad. Unas veces he visto una suerte de presencia o fantasma, un ente invisible que se mueve por todas partes. Otras, lo he imaginado entrando en la laringe de alguien antes de infectarlo. En ocasiones, sólo he visualizado unos pulmones que se van deteriorando hasta verse como las imágenes que aparecen en las cajetillas de cigarrillos y después he escuchado el sonido interminable de una tos seca. También he visto una bolita azul, fruta minúscula de higuerilla tinturada que se acerca con precisión a una célula-nave espacial. Un día, al percatarme de estas fantasías, vi el escenario doméstico y estereotipado en el que estaban transcurriendo: por todo el apartamento había latas de cerveza, cuscas de cigarrillo, platos sucios, vasos, ropa en el piso y una olla con arroz —de y para varios días— adentro de la nevera. “Temo por tu salud mental, Santi”, me dijo una amiga, “apaga esa pantalla y léete un libro de papel”. Hice algo mucho mejor: me fui a la casa de mi suegra en el campo.
IX
Mi suegra Adriana es una persona más práctica que teórica. Se dirá que todos, implícitamente, tenemos una teoría, pero lo que quiero decir es que desde que la conozco Adriana evita andar exponiendo su forma de concebir la naturaleza, la sociedad o la vida. Vive en una vereda en El Carmen de Viboral, a dos horas de Medellín, y durante varios años la he visto zambullirse en prácticas y empresas insustanciales o incomprensibles a los ojos de muchos (yo incluido): cocinar en horno de leña, criar pollos y gallinas, construir terrazas de cultivo, producir artesanalmente productos a base de plantas (cremas humectantes, champús, pomadas muy efectivas para aliviar el dolor), construir varios sistemas de compostaje, diseñar un sistema para almacenar las aguas de lluvia, distribuir verduras de cultivos agroecológicos…. “Cuando veo un carbonero florecido, me dan ganas de llorar”, me dijo un día.
De entre todas las personas que conozco, Adriana es la única con la capacidad para sobrevivir en esta época desconcertante. Un poema de Jaime Jaramillo comienza así:
Suelen decirme —a manera de crítica— que vivo en la Luna.
¿Les he dicho yo —a manera de crítica— que viven en Tierra?
Tal parece que la ingenuidad ingénita de mi suegra podría ser una increíble mutación adaptativa. Vivir en la Luna le ha permitido estar serena en la Tierra.
El 20 de marzo se decretó la cuarentena en Antioquia y el martes 24 comenzó en todo el país. El primer mes de la cuarentena, con todos sus días como nubes, lo pasé entre montañas en la vereda Rivera junto a Manuela, Adriana, Rincón, Flora y los pollos sin nombre.
X
La primera vez que fui a El Carmen de Viboral a mercar, siete días después del inicio del confinamiento, no se veía a casi nadie en la calle. El ingreso a los supermercados estaba supeditado al número de la cédula; las personas, en silencio y sin apuros, esperaban sus respectivos turnos para hacer las compras. Al cruzarme con los lugareños, intercambiamos saludos calurosos, aunque distantes. Semanas antes, había supuesto que nuestra indisciplina social haría imposible el confinamiento obligatorio en el país, pero estaba equivocado. No está mal presuponer en los demás las virtudes que uno suele conferirse a sí mismo con total autoindulgencia.
Más que los ensayos de filósofos contemporáneos que descreían de la existencia de una pandemia, que calculaban el alcance de la crisis o soñaban con el final del sistema sociopolítico y económico mundial, me llamaban la atención las historias sobre las relaciones íntimas o los informes personales sobre lo que estaba ocurriendo en la intrascendencia diaria. Noviazgos que se terminaban, renuncias laborales, despidos, súbitos cambios de costumbres, pormenores de este suspenso intermitente.
Leila Guerriero escribió sobre su vida doméstica y sobre el pan que estaba haciendo en la casa (“Recordaré los desayunos que siguieron preparándose día tras día y los panes que amasé y los fideos, y cuánto costaba escribir y pensar, y cómo, en los días malos, vos decías cosas buenas”). Orlando Echeverri Benedetti habló de lo poético y lo prosaico (“Siempre que describen los virus como ‘un saco de material genético’ pienso en un testículo microscópico flotando en el espacio. Para matar el tiempo, mi esposa cose conejos y gallinas de tela que luego rellena con fibra de percal y flores secas de lavanda”). Andrea Aldana habló de su vecindario y prometió sorpresas (“Acabo de descubrir la pasión de un vecino. Está parado en el techo del edificio de enfrente y con unos binóculos espía el mundo a su alrededor. Ojalá sea su primera salida. Si no, ya descubrió que no me baño ni me quito el pijama hace cuatro días. Ahora que sé que hay audiencia, espero no resultar aburrida al voyeur. Prometo más piel y más acción”). “Terminamos porque la cuarentena nos obligó a estar juntos”, me explicó una amiga. Otro amigo me dijo: “Es rarísimo esto… no tengo ganas ni de hacerme la paja”.
XI
—Estoy muy preocupado por las gaviotas —me escribió David desde Edimburgo el mismo día en que Boris Johnson daba positivo para coronavirus—. Estos animales se están enloqueciendo sin nosotros en las calles.
En la vereda pasé horas observando a Flora y a Rincón, los gatos, ajenos a cualquiera de nuestras indicaciones y normas sanitarias; ovillos tersos y caprichosos posados sobre el sofá o la huerta. Ellos, a su vez, pasaban horas observando a los pollos que escarbaban el piso del corral y que movían sus cabezas como un juguete cuya batería está a punto de expirar. Afuera de la casa, al lado de un alto guadual, vi un gallinazo circunspecto que nos visitó varios días hasta comerse un armadillo muerto del que sólo quedó el caparazón vacío. Los azulejos se bañaban en el cuenco de una piedra. Dos mirlas cruzaban veloces frente a la cocina. La ardilla se reclinaba en las ramas del aguacate y mordisqueaba a medias los frutos. Yo tenía un calcetín en la mano para matar a las innumerables moscas. En la noche se oía la zarigüeya caminando por el tejado. Los pollos de Adriana crecían y ella pasaba gran parte del día alimentándolos con coco rallado, yuca cocida, cáscaras picadas de plátano maduro, maíz y fríjoles. A los pollos les gustan mucho los frijoles.
Henry Beston escribió hace casi cien años: “Necesitamos forjar un concepto distinto de los animales, uno más sabio y quizás más místico. […]. Los subestimamos por su imperfección, por su sino trágico al tener una forma inferior a la nuestra. Y nos equivocamos, nos equivocamos totalmente. Los animales no deberían ser medidos con relación al hombre. En un mundo más viejo y completo que el nuestro, ellos son seres acabados, dotados de sentidos que hemos perdido o que nunca tuvimos, y se guían por voces que nunca escucharemos”.
Beston pensaba en los animales como una cosa distinta a los humanos o pensaba en los humanos como una cosa distinta a los animales. Pero, ¿no nos guiamos todos los animales por voces remotas? En cualquier caso, el ruido ocasionado por el hombre es horripilante. Crujen las hojas bajo mis pies y todos corren o vuelan a esconderse.
XII
En “¿Por qué el coronavirus es tan confuso?”, publicado el 29 de abril en The Atlantic, Ed Yong concluye: “En la memoria de las personas, ninguna crisis había causado una turbulencia tan amplia y tan veloz como ésta. El deseo de encontrar un antagonista —llámese Partido Comunista Chino o Donald Trump— pasa por alto los múltiples aspectos de la vida del siglo XXI que han hecho posible esta pandemia: la expansión incesante de la humanidad hacia las áreas silvestres; el incremento desmedido del tránsito aéreo; la desfinanciación crónica de los sistemas de salud pública; una economía de último minuto que opera con frágiles cadenas de suministro; sistemas de salud que supeditan la atención médica al empleo; redes sociales que difunden rápidamente desinformación; devaluación de la experticia; marginalización de los ancianos; y siglos de racismo estructural que han empobrecido la salud de las minorías y los grupos indígenas”.
Es cierto que esta pandemia era inevitable dadas las circunstancias de producción y consumo actuales, pero no es cierto que éstas sean un accidente o un destino inevitable en la historia de nuestra especie. El fatalismo oculta con astucia a los beneficiarios del sistema.
XIII
Belarmina vive muy cerca de Adriana, en la vereda Rivera, y se dedica a la agricultura. Una mañana estuvo en la casa trabajando unas horas y me refirió sus impresiones sobre la pandemia. Yo la escuchaba desde el limonero con el tapabocas puesto. “En todo caso, a mí lo que más tristeza me da de todo esto es pensar en esa pobre gente de la ciudad, encerradita todo el tiempo en la casa... ¡qué pecao! Uno acá está bien, porque, dígame, Santiago, ¿qué más necesita uno, aparte de comida y ropa?”. Bernardo Soares decía que la fraternidad encierra sutilezas.
“Estoy bien acá. Me siento acompañada por Rincón, Flora, los pollos y los árboles”, nos tranquilizó Adriana al despedirse de nosotros: a pesar de esas semanas más o menos apacibles, regresé con Manuela a Medellín porque sentía que estaba traicionando de algún modo a mis amigos urbanitas, quienes llevaban semanas encerrados en sus apartamentos. (Tengo la culpa cristiana enquistada en mi alma de queso). O tal vez quería ver, desde la ventana, qué estaba pasando en la ciudad. “Igual, yo vivo en cuarentena y distanciado socialmente”, me escribió un amigo escritor desde Corea del Sur y añadió: “only drinkers can survive”. Y una amiga sentenció: “Estás en lo tuyo, ¿no?”.
Y no. Nadie en la ciudad está en lo suyo. Ya no existen las costumbres simples, mis costumbres simples: ni las mañanas en el gimnasio de la cooperativa junto a los pensionados ni las tardes de los martes y jueves, jugando fútbol con Tronquiño y con Alonso y con Churri, ni la cerveza de los miércoles en la Cervecería Libre, compartiendo la barra junto a un extraño que se va siempre antes de las siete y no deja de mirar su teléfono móvil, ni leer un libro en el Museo de Arte Moderno ni saludar a Camilo en la tienda del parque ni pasar por el barrio Fátima en la bicicleta y soñar con que viviré algún día entre sus calles estrechas y sus vecinos amables, ni almorzar los viernes con mi mamá. Ni siquiera putear a las vecinas del primer piso por el volumen con que escuchan —escuchaban— su música. Pero, mientras nada pasa ahora en mi vida personal, por la calle que está bajo mi ventana pasan quienes nunca pasaban: vendedores de papayas, aguacates, helados y mazamorra; compradores de electrodomésticos rotos; venezolanos pidiéndoles comida a los dueños de los balcones vacíos; mariachis tocando serenatas para nadie.
Han sido días idénticos de barrer el apartamento y leer los reportes de contagio. Entretanto, la proverbial generosidad de los medellinenses no se ha marchitado con la pandemia. Veo desde esta ventana a un muchacho con el tapabocas en el cuello fumándose un cigarrillo de marihuana. Se le acerca un reciclador con su tapabocas puesto. Intercambian palabras. El muchacho le hace un gesto de “espere”, le da dos fumadas más al bareto y se lo pasa al reciclador, quien se baja el tapabocas hasta el cuello, agradece y se va caminando alegremente mientras se fuma lo que queda.
XIV
Pasaron semanas, meses, y todavía estamos en un estadio intermedio entre la cuarentena y la temida o anhelada “nueva normalidad”. Han ocurrido algunas marchas sociales y cada vez se oye menos el canto de los pájaros y el estridor de los grillos, aunque el aire sigue más o menos limpio y todavía se ven las montañas del norte desde la cocina. También hay más carteles de “Se arrienda” o “Se vende” en las ventanas de los apartamentos y de los locales comerciales. Los hostales del barrio cerraron. Los restaurantes están vacíos. La hermana de un amigo murió de cáncer y no pudimos estar con él. Los pocos extranjeros que permanecen en la ciudad están esperando que abran los aeropuertos para irse. El número de personas contagiadas en América Latina va en aumento. El coronavirus se está extendiendo por África. Las noticias sobre la pandemia en las páginas web de los diarios ingleses y españoles cada vez ocupan menos espacio. Están teniendo que trasladar a los pacientes más graves de departamento de Chocó hasta los hospitales en Antioquia (así ocurría también antes de la pandemia). El banco va a comenzar a cobrarnos de nuevo la hipoteca. El gobierno decretó un día sin impuesto sobre las ventas y las personas se apretujaron en los almacenes de cadena.
Manuela y yo transformamos el cuarto que alquilábamos en un taller de cerámica donde ella se sienta enfrente del torno y yo me siento a verla trabajar. No creemos factible que los turistas vuelvan. Al menos no pronto. El torno gira y las manos de Manuela intentan darle forma al barro. A veces crece como un cohete obeso y otras se tambalea como un borracho. Y luego cae.
En 1955, Pedro Salinas escribió:
¿O quizá no hay un pájaro?
¿Y son ellos,
fatal plural inmenso, como el mar,
bandada innúmera, oleaje de alas,
donde la vista busca y quiere el alma
distinguir la verdad del solo pájaro,
de su esencia sin fin, del uno hermoso?
Las estadísticas de muertos por coronavirus propician una indistinción tranquilizadora: para ellas no existen los individuos, sino las víctimas de la especie. Intentando poner en evidencia este mecanismo mental y político, The New York Times publicó una portada con los nombres de las personas muertas por coronavirus en Estados Unidos. En ese momento la cifra se estaba aproximando a 100 mil. Hoy, 22 de junio, Colombia tiene 71 183 casos y 2 310 muertos.
Una vez más estoy al lado de la ventana que da a la calle y veo el búcaro viejo que me da sombra en la tarde. El tiempo es una cosa borrosa hacia atrás y hacia adelante. Un pájaro carpintero ha estado martillando sin descanso. Lo he visto dedicarle horas a su tarea: sacando madera del árbol viejo, moviendo la cabeza mientras las partículas de polvo flotan unos segundos en el aire antes de caer sobre la calle inútil, trabajando cuando ya casi no hay luz. Desde hace tres días veo que ese pájaro carpintero de cabeza roja y pecho blanco, ahora de pie junto al nido, triunfal y homérico, canta a los gritos. ¿Busca una pareja, inútilmente, ese pájaro artesano y cantor? Me alegro y entristezco por ese pájaro solitario y salaz. Y también por nosotros.
[1] “Quisiera llevarte / En un barco a China / Toda(o) para mí solo(a). / Llevarte y retenerte por siempre / En mis brazos / Dejar a tus amantes / Sollozando en una costa lejana”.
[2] La peor suerte de un chiste es que tenga que explicarse. Para nosotros, sus lectores habituales, es apenas obvio que Cadahia estaba bromeando y que se estaba apropiando de una narrativa de la muerte ajena a ella como académica interesada en las mayorías populares y en sus problemáticas (quienes, evidentemente, serían las más perjudicadas por esta nueva enfermedad). Incluso un lector atento y ajeno a la obra de la profesora podría concluir con facilidad que aquella fantasía no era más que un chascarrillo, al constatar las premisas dudosas que postulaba (“los jóvenes son casi inmunes a la enfermedad”), las definitivamente erróneas (“tiene poca repercusión en los países del trópico”, “el mayor peligro está en los hombres blancos mayores”) o al darse de narices con su evidente contradicción interna (la erradicación del Pinche Malparido Hombre Blanco también aniquilaría a Bernie Sanders). Si acaso, se la podría haber juzgado de inoportuna, pero ¿qué sería de la vida si no existieran las alegres personas intempestivas?
[3] En las semanas siguientes, más bien ocurrió lo contrario: las cuarentenas (y la imposibilidad práctica de hacerlas de manera rigurosa y efectiva) pusieron en evidencia los problemas sociales, políticos y ambientales de todos los países y del sistema económico mundial. Santiago Alba Rico, en Eldiario.es, escribió el 17 de marzo (“¿Esto nos está pasando realmente?”): “[…] el mundo se ha parado: un ocio trágico reemplaza a una producción suicida, el cuidado imperativo se impone al sentimentalismo nihilista, la propia crisis económica en ciernes, de una envergadura sin precedentes, concede al mundo la posibilidad de intervenir en nuestros debates sobre recursos, distribución y protección ambiental. La realidad tiene momentáneamente la palabra. Habría sido mejor, es cierto, que los árboles nos interpelaran pacíficamente y que el dolor de los otros nos hubiese okupado [¿sic? …] razonablemente los cuerpos. Habría sido mejor —aunque poco verosímil— que el mundo se declarara independiente ante nuestros ojos por la vía de la razón y la sensibilidad. No podía ser”.
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