Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

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Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Archivo Gatopardo

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Fotografía de
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Ilustración de
Traducción de

Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

20
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06
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16
2016
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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso

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Muchos académicos de la historia y de la economía pondrían, con gusto, a arder en las llamas del infierno su obra. Pero tres generaciones de lectores lo vienen colocando en los altares desde que publicó Las venas abiertas de América Latina en 1971. Este perfil es un recorrido por la biografía de uno de los grandes cronistas uruguayos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Eduardo Germán María Hughes Galeano recibió al nacer más nombres de los que necesitaba.

Era el 3 de septiembre de 1940. Un año antes Carlos Quijano, su padre periodístico, había fundado el semanario Marcha y Juan Carlos Onetti, su padre literario, había publicado El pozo, punto de origen de la novela moderna en América Latina. Dos intentos de mostrar el hueso de un país envuelto en el celofán del optimismo. El niño de los muchos nombres nació y crecerá en un Uruguay que se arrullaba a sí mismo con el eslogan de la “Suiza de América”. Como si fuese un injerto europeo en el continente americano. Una enorme oficina, pública y laica, donde sus empleados se casaban por iglesia con mujeres que podían votar, pero que puertas adentro casi no tenían voz. Una despreocupada factoría ganadera que vendía su carne enlatada a los campos de batalla del mundo entero y que pronto volvería a ganar la Copa del mundo de futbol. La prosperidad, como los triunfos, parecía que iba a durar para siempre. Marcha y El pozo serían dos cachetazos para despertar al anestesiado. Galeano se los agradecerá durante toda su vida.

A los 14 años, dejando atrás una infancia en la que no quería ser otra cosa que santo o futbolista, publicó su primer dibujo en la prensa socialista y acortó su nombre para firmarlo Giús. A los 19 quiso acortar su vida con un intento de suicidio. Emergió del coma hospitalario llamándose Eduardo Galeano. Esa crisis existencial, que nunca llegó a explicar por completo, le dio el combustible para dirigir toda su energía hacia la realidad del periodismo y el deseo de la literatura.

A los 20 ya era secretario de redacción del semanario Marcha, donde escribía la flor y nata de la intelectualidad de izquierda; a los 24 director del diario Época; a los 27 había entrevistado al Che Guevara; a los 31 había escrito Las venas abiertas de América Latina; a los 34 había cruzado a Buenos Aires y fundado Crisis, su proyecto más logrado en el oficio que mejor dominaba.

Pero todavía no era él mismo.

El Eduardo Galeano que sus lectores buscan y reconocen nació en un asado en una quinta de las afueras de Buenos Aires cuando su documento de identidad decía que tenía 36 años y ya había escrito el libro que más se asocia con su nombre.

En esa reunión de periodistas de la revista Crisis comprendió que tendría que partir al exilio. La represión de la dictadura argentina se estaba ensañando con esa voz independiente y cada día se conocía un nuevo nombre que se había sumado a la lista de presos o desaparecidos. En ese mismo asado conoció a Helena Villagra, que sería su mujer durante el resto de su vida. “Una mujer así debería estar prohibida”, dice que pensó al verla por primera vez. Dos hechos simultáneos y en apariencia contradictorios, el destierro y ese amor, que darían forma al estilo, el tono y las ideas que le caracterizarán en los siguientes cuarenta años.

Hasta entonces todo habían sido intentos de despojarse del equipaje que traía desde la cuna. Por parte de padre, un presente empobrecido de un linaje de propietarios de campos que le venía de un tatarabuelo galés. La genealogía materna se remontaba al primer presidente del Uruguay, su rechazado Fructuoso Rivera.

En su refugio catalán frente a la playa de Calella comenzó la lenta tarea de reconstruirse. Ahí escribe el que de verdad es su primer libro del exilio, Días y noches de amor y de guerra. Si ése fue el ensayo en borrador, el Galeano que ya es Galeano aparece en los tres tomos de Memoria del fuego. Esa trilogía que imaginó a partir de un poema de un griego nacido en Alejandría y cuyas páginas se tejieron desde hilos sueltos anotados en diminutas libretas compradas en Venecia, lo proyectará definitivamente como el más latinoamericano de los escritores.

Eduardo Galeano falleció el 13 de abril de 2015, a los 74 años, a causa de un cáncer de pulmón que padecía desde 2007.

Aquí nació Memoria del fuego. La frase no está anotada en un cartel a la entrada del café Brasilero, su preferido entre todos los cafés de Montevideo. Ni en una mesa de alguno de los bares de Buenos Aires donde se reunía con los otros navegantes de la revista Crisis. Tampoco en ninguna fonda de Cádiz, la ciudad española donde se sentía más a gusto. La frase la escribió Eduardo Galeano, de puño y letra, en la primera hoja de la Poesía completa de Constantino Cavafis y la fechó en 1979, el tercer año de su destierro.

Galeano mira con curiosidad el contestador telefónico que filtra las llamadas. La voz le dice lo que ha escuchado tantas veces: un lector quiere conocerlo. Dos días más tarde Borja Calzado está tocando el timbre de la calle Isaac Albéniz número 11. Lleva entre las manos una botella de buen vino. Es amistad a primera vista.

Se encuentran varias veces en ese apartamento del exilio que está entre Pineda de Mar y Calella de la Costa. Técnicamente ubicado en Pineda, Galeano siempre le dirá Calella, como la playa que queda frente a su edificio, apenas cruzando la calle. Entre las muchas cosas que tienen en común está el gusto por la poesía. Borja le habla de Cavafis. Galeano no lo conoce, así que en su encuentro siguiente Borja le muestra la edición de Hiperión con su poesía completa. A Galeano le gusta tanto que compra ese mismo libro en una de sus escapadas a la cercana Barcelona.

Comienza a leerlo en el tren. De pronto descubre un poema que le enciende una bengala dentro de la caja craneana. Se lo muestra a su mujer apenas deja las llaves sobre la mesa redonda que está en el centro del comedor de su apartamento.

—¿Sabés una cosa? Leé esto. Fijate que tengo ganas de hacer algo muy ambicioso —le dice a Helena. Pero también duda—. ¿Se podrá?

Aquel poema sobre una mentira oficial escuchada por un vendedor ambulante en un mercado de los arrabales del imperio romano le da la idea de mirar la historia de América Latina “por el ojo de la cerradura”.

El resultado fueron los tres tomos de Memoria del fuego, que los pocos críticos que han analizado en profundidad la obra de Galeano consideran su trabajo más logrado.

Eran tiempos sin internet ni teléfonos celulares, así que su única posibilidad de irle dando forma era subirse una y otra vez al tren de cercanías y hurgar en las bibliotecas de Barcelona.

Después iba cada vez más lejos. Viajaba hasta Madrid y se encerraba en los archivos del Museo de América. Cuando lo invitaban a una lectura o a un encuentro de escritores en cualquier parte de la geografía europea, se hacía tiempo para recorrer las bibliotecas. En la primavera de 1982 llegó a robarle al ministro de Cultura de Francia un ensayo sobre la vida cotidiana en las Antillas francesas del siglo XIX. Lo tomó para apoyar un papel y anotar un dato que le dieron durante la cena, y al llegar a su hotel se dio cuenta que con sus cosas había venido también el libro. El viaje seguía y ya no tenía ocasión de devolverlo, así que dibujó en su primera página un croquis del comedor de Jack Lang en el que reconstruía la escena del crimen.

—Éramos como garimpeiros —dice Helena, pensando en aquellos improvisados mineros de Brasil que apartan a mano, trabajosamente, la piedra y el barro para dar con alguna lasca de materiales preciosos.

Cuando le pedían más aclaraciones sobre su cambio de nombre decía que todo lo había dicho en los libros —lo que no era totalmente cierto— y enarcaba las cejas en su característico gesto mefistofélico.

Las cejas y la mirada, con su triple mezcla de intensidad, picardía y confianza en sí mismo, son lo que se mantiene intacto en las fotografías que le fueron tomando a lo largo de los años. Pero en cualquier serie histórica de sus imágenes se puede ver el viaje sin retorno desde la melena sesentista hasta la calva siglo XXI. Últimamente la guardaba debajo de una boina y ya no intentaba compensarla con el marco de aquella barba cuidadosamente recortada que supo lucir en la década de los ochenta. Aceptaba con falsa resignación su condición de “mutilado capilar” pero se bajaba del sillón giratorio de las barberías masticando bronca porque los peluqueros le cobraban la mitad de la tarifa. Se consolaba “comprobando que en todos estos años se me ha caído mucho pelo, pero ninguna idea, lo que es una alegría si se compara con tanto arrepentido que anda por ahí”.

Al menos la calvicie no podía ser usada como afilada metáfora en su contra por quienes lo rechazaban en el mundillo literario de Montevideo. Que no eran pocos. A mediados de los ochenta del siglo pasado, el fin de la dictadura permitió que su obra volviera a los estantes de las librerías y las bibliotecas. El éxito fue inmediato y sostenido. A la vez, rechazar a Galeano y a Mario Benedetti se convirtió para muchos en un signo de parricidio. A veces impostura, a veces una sincera declaración de principios estéticos.

Galeano no había negado a la generación anterior sino que se había apoyado en ella. Juntas, la generación del 45 —la de Quijano y Onetti— y la generación del 60 habían actuado cultural y políticamente para facilitar un giro de época que cuajaría décadas más tarde en el Uruguay de izquierda. Pero cuando el primer presidente de ese signo político, Tabaré Vázquez, reivindicó en 2004 a Galeano y a Benedetti como sus escritores preferidos, sonó a oídos de los nuevos autores uruguayos como un vals pasado de moda. Comenzó a darse la paradoja de que la crítica europea, la academia anglosajona progresista y los escritores del resto de Iberoamérica lo reconocían mucho más que la crítica, la academia y los escritores de su propio país.

Los lectores, ajenos a todo lo que no fuera su paladar, seguían comprando, regalando y robando sus libros. A Galeano le llenaba de orgullo que Las venas abiertas de América Latina (a pesar de su incomodidad con ese hijo demasiado famoso) se mantuviera como el libro más robado en las librerías de Buenos Aires, apunta su amigo Vicente Romero. De Montevideo no hay una estadística similar, pero sí cifras de ventas: cada año, sólo de ese título, vende 2,000 nuevos ejemplares; cifra astronómica para un país donde el rango de ventas de un lanzamiento exitoso promedia los 1,000.

—Yo era como dos —le dice Galeano a Diana Palaversich, una hispanista croata que hizo nido en una universidad australiana. Vino desde aquella antípoda y se instaló tres meses en Montevideo para estudiar, en su hábitat, a ese animal híbrido que se movía con libertad entre los géneros literarios y el periodismo.

Está hablando de Días y noches de amor y de guerra, libro que marca el nacimiento literario del Eduardo Galeano que sus lectores identifican y buscan. Ahí, el compromiso político se funde, por primera vez, con el mundo íntimo de aquel hombre que había encontrado, al mismo tiempo, el exilio y el amor.

—Te das cuenta de que han pasado treinta años de tu vida y de que no has visto que las guerras de adentro son iguales que las guerras de afuera —le dice Galeano a Palaversich.

Las 134 viñetas de Días y noches de amor y de guerra son, también, su primer ensayo con los fragmentos cortos.

—Tratamiento para adelgazar. Decir más con menos —explica sobre ese nuevo estilo en una entrevista de 1984 con el semanario Aquí.

Una prosa más o menos poética, más o menos ensayística y más o menos testimonial. Palaversich lo llama novela. Probablemente le quepa mejor la etiqueta de aproximación a la crónica, ya que el autor asegura que todo lo que ahí se dice ocurrió realmente, sólo que está filtrado por el qué y el cómo que sus recuerdos decidieron almacenar.

Habla de su infancia, del impacto de los años sesenta en su formación política, de los intensos años de plomo de 1973 a 1976 pautados por el golpe de Pinochet contra Salvador Allende —cuya amistad con el autor está especialmente destacada en el libro— y de las asonadas militares que llevaron a las dictaduras en Argentina y Uruguay.

—Una especie de conversación con mi propia memoria —dice en esa entrevista con Aquí.

Se trata del primer intento de lo que luego se volverá una faceta permanente en su obra: superar los divorcios entre el corazón y la razón. Uno de los nexos entre ambos mundos que aparecen en Días y noches de amor y de guerra es la agenda Porky, que trata como un personaje más. Ahí anota los números de los afectos y los números del compromiso.

La Porky era, en verdad, una agenda Morgan, primer regalo de Helena en el momento en que el escritor salió rumbo a Brasil, pocos días antes de que ella tomara el mismo camino del destierro vía la triple frontera de Argentina, Brasil y Paraguay.

La bautizó Porky en la casa de Chico Buarque en honor a los pequeños cerdos, bicho que adoptó como su ancestro totémico. Antiheroicos por naturaleza, eran los “nadies” del reino animal. Con el tiempo el “oink” será su saludo ritual, nombrará “Ediciones del Chanchito” la editorial que funda para publicar sus obras en Uruguay, y llenará su escritorio de pequeñas figuras de barro, plástico y lana que los muestran de todo tipo y color. Al dedicar un libro dibujará cerditos en múltiples posturas; algunos estarán cabeceando una pelota de futbol, la mayoría aparece mordiendo una flor cuyos pétalos pinta de rojo. También esa costumbre nace con el Galeano de Días y noches de amor y de guerra.

La biblioteca y el escritorio de Eduardo Galeano, en su casa de Malvín, están igual a como los dejó antes de morir.

Al volver del exilio, en 1985, ya se ha logrado despojar de la mayor parte de aquellos nombres de la cuna. El público lo sigue leyendo como Eduardo Galeano pero puertas adentro Helena le llama Dudú.

La casa que eligen para vivir es pequeña. Modesta para ser el hogar de quien más ejemplares ha vendido en la historia de la literatura uruguaya. Está enclavada en un barrio de capas medias de la costa de Montevideo, a seis esquinas de esa rambla del Río de la Plata por la que daba caminatas diarias de tres horas para pensar y pensarse. En su libro póstumo, El cazador de historias, este hombre cuya infancia y adolescencia había transcurrido en una calle con nombre imperial —Julio César— agradece que la calle donde vive con Helena sea un aislado intento del nomenclátor de recordar a un músico olvidado.

La cuadra tiene una larga hilera de casas de una planta, una pegada a la otra, todas con apenas 15 metros de frente y casi iguales a la suya. Casi. Porque la de Galeano destaca enseguida por un jardín salvaje. Un Amazonas bonsái en medio del asfalto.

Junto a la reja de entrada, el buzón. Ahí caen todavía, con un ruido metálico, algunas cartas escritas a máquina o a mano que nunca fueron sustituidas del todo por los mensajes electrónicos. Con su traductora al japonés, Midori Iijima, siempre dejaron que las dudas y borradores viajaran por el correo postal cultivando el viejo placer de la espera. Un buzón al que llegan los diarios y revistas, como Brecha, que ayudó a fundar a la salida de la dictadura en 1985, o Envío, que le traía las noticias de Nicaragua, uno de los centros geográficos de su alma. Papel y tinta que eran el ingrediente principal de sus desayunos con Helena.

El buzón es más importante que el garaje en la casa de un escritor que nunca manejó un coche y nunca tuvo celular. Cuando empezó a hacer el curso para tramitar la libreta de conducir en Barcelona, lo abandonó por la mitad. Sólo conservó un aprendizaje, tal vez apócrifo, que de vez en cuando compartía con la misma aparente seriedad con la que Onetti inventaba orígenes chinos para sus ocurrencias: si el conductor tiene sueño, debe comer un terrón de azúcar. Pero lo que sí sabía era el daño que los autos le hacen al planeta. A ese “creced y multiplicaos” de cuatro ruedas le dedicó encendidas diatribas en Patas arriba. La escuela del mundo al revés.

Con el tiempo llegó la computadora, con la que jamás alcanzó a entenderse del todo. Mantenía sus palabras lejos de las máquinas. Decía que era porque le gustaba sentirlas en la mano... como a Onetti. Precisaba el puño, la pulsión, la fuerza, la tachadura, el rojo sobre el texto en negro. Ver cómo lo que escribía iba mutando. Cómo se iba formando en medio de esa construcción casi surrealista en que se transformaban sus cuadernos. Cuando el caos parecía demasiado, pasaba algo en limpio, también a mano, lo recortaba y lo pegaba en esos mismos cuadernos encima de lo emborronado. La claridad duraba un instante. Volvía a corregir sobre ese recorte y la aparente confusión crecía en espesor.

Pero antes del caos estaba la estructura. Tampoco en esto creía en los divorcios. La fantasía no podía estar separada de lo racional.

—Tenía que tener primero el esqueleto y después, en el arbolito, iba rellenando —recuerda Helena, que también apela al mundo de la botánica para rescatar el trabajo de pulido de cada una las diez, once o doce lecturas que hacían de cada libro antes de darlo por terminado.

—Yo le decía que era como cuando un malvón tiene hojas amarillas, que hay que sacárselas porque así le das más fuerza. Le decía: hay que sacar todo lo amarillo que sobre.

Si alguien hubiera estado espiando desde el pequeño jardín, podría contar que alguna vez se los vio corriendo por la casa, Galeano abrazado a una página para que no le siguieran tachando las palabras que sobraban, y Helena detrás, con la tijera de podar.

—Ella es mi editor-in-chief, en el sentido británico del término —solía decir en las entrevistas.

—Nos divertíamos mucho. Después de esa pelea por despejar, llegar al hueso, quedaba eso, las viñetas, estilo... —Helena busca una palabra para definirlo, hace una pausa, y casi en un hilo de voz define el estilo de Galeano— estilo Eduardo.

Antes de todo eso. Antes de los enormes cuadernos en los que se desarrollaban sus historias con tachones, círculos y flechas que llevaban hacia el principio lo que había escrito al final, estaba el extremo opuesto: unas diminutas libretas del tamaño de media caja de fósforos en las que anotaba sus ideas con letra de miniaturista. La primera se la regaló Helena en Venecia. Era 1976 y habían ido a esa ciudad para casarse. La encontró al final de un puente, en la librería Il Papiro, y le gustó que pudiera caber en cualquiera de sus bolsillos. Lista para ser escrita —a una idea por página— con los marcadores Pilot, uno negro y uno rojo, que llevaba siempre al cinto en esos estuches de cuero tan parecidos a los que usan los electricistas para guardar pinzas y destornilladores. Después cada amigo que iba a Italia le traía varias libretitas de repuesto.

También de Venecia vino el elegante organizador, propio del secretaire de Charles Swann o algún otro personaje de Marcel Proust, donde Galeano guardaba —sin organizar— las pocas cartas que eligió conservar entre la mucha correspondencia que recibía. Ahí están las que le envió Osvaldo Soriano. En una le habla de la misiadura —suma de los vacíos del alma y del estómago— de la Argentina de los setenta. En otra, cuando Soriano ya ha leído algo de los bocetos de Memoria del fuego le dice, entre el deseo y el vaticinio: “Ojalá el libro sirva para moverle las tripas a mucha gente”. También le manda la foto de un gato tomando agua del pico de una canilla.

—Esto es el gordo, él es sus gatos —dice Helena sin usar el tiempo pasado.

Soriano franquea una postal polaca con una imagen de la Revolución rusa de 1917 y le escribe que por ahí seguirán andando a pesar del exilio, “perdidos pero seguros de los reencuentros”.

—Qué personajes que eran —dice Helena, como para sí, mientras vuelve a mirar esas cartas después de muchos años.

Otra de las tarjetas que aparecen es de Carlos Quijano, fundador de Marcha. Aquel semanario de la flor y nata de la intelectualidad de izquierda donde un Galeano de 20 años fue secretario de redacción. Ese periódico “con cierta inclinación al rojo” tanto en las ideas como en los números, que cada semana se dedicaba a “cuestionar certezas, arrancar máscaras, alborotar avisperos y ayudar a que mañana no fuera otro nombre de hoy”, como escribió en Bocas del tiempo.

Quijano enviaba su tarjeta desde su exilio en México: “Querido hijo pródigo....”

Apenas se dejan atrás el buzón, el jardín, y se cruza el umbral de la casa, la pared de un diminuto pasillo está abarrotada con las matrices de madera de los grabados de José Francisco Borges que ilustran las páginas de Las palabras andantes.

El pasillo se abre a la sala, que casi no se usa. Fue ahí donde Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti, las dos voces más importantes de la música popular uruguaya, cantaron a dúo. Esa noche, en estos sillones ahora vacíos, había desde poetas, como Idea Vilariño, hasta dirigentes políticos como Raúl “Bebe” Sendic, fundador del movimiento tupamaro y compañero de Galeano en las redacciones de la prensa de izquierda de su juventud. Era una reunión para recibir al comandante sandinista Tomás Borge, en abril de 1988. Todavía no se habían distanciado por las críticas de Galeano a los viejos héroes “que habían sido capaces de perder la vida en la guerra, y que ahora, en la paz, no han sido capaces de perder las cosas”.

Con Tomás Borge lo unían algunos ríos secretos más allá de la política. Ambos lloraban en el cine, eran de buen trago, y se podían quedar conversando por horas, de todo y de nada, un domingo, recostados cada uno en una mecedora. Iban juntos al mercado de Masaya donde las vivanderas los paraban cada medio metro para decirle, pedirle, ordenarle, “Tomás, Tomasito, Tomás, ni un paso atrás”. Fue en la casa de Borge donde se quedó Galeano la primera vez que llegó a Managua en un vuelo desde La Habana en 1980. Con él viajaban Helena y la poeta salvadoreña Claribel Alegría, que fue por unos días y desde ahí llamó a su esposo, Bud Flakoll, para avisarle que se tomara un avión porque ella se quedaba a vivir en ese país. Es que Nicaragua era un imán contagioso.

—Esa revolución fue una aventura bella en la que todo era posible. Estábamos enamorados de esa fuerza, esa alegría, esa conciencia política y esa cosa plural que en un principio hubo. Después... la condición humana es jodida —recuerda Helena.

La derrota de los sandinistas en las elecciones de febrero de 1990 los encontró en Río de Janeiro. Desde ahí Galeano recurría al peruano César Vallejo —que junto a Juan Rulfo era su escritor de cabecera— para dar cuenta del estado de su alma.

—Las elecciones de Nicaragua fueron un golpe muy duro. Un golpe como del odio de Dios, que decía el poeta. Cuando supe el resultado, yo fui, y todavía soy, un niño perdido en la intemperie —escribió para Brecha en un artículo que el 25 de marzo se reproduciría en El País de Madrid.

Lo peor, sin embargo, todavía estaba por llegar.

Antes de entregar el gobierno a Violeta Chamorro —que había ganado las elecciones encabezando una coalición de centroderecha— los sandinistas aprobaron un conjunto de leyes para legalizar la propiedad de las casas y empresas expropiadas “de hecho” después de la caída de Somoza. Muchos dirigentes aprovecharon esa medida para enriquecerse, usando familiares como testaferros. Fue el escándalo conocido como “La Piñata”.

A Galeano le pareció una traición imperdonable, y lo dijo.

Su vínculo con Tomás Borge y otros altos mandos sandinistas se resquebrajó para siempre. Amigos que habían quedado en Managua, como la familia de Claribel Alegría y Bud Flakoll, le escribían para convencerlo de regresar.

—También estamos nosotros —le decían, intentando que los afectos pudieran más que la desilusión. Pero nunca volvió.

—Eran las consecuencias de haber internalizado aquella frase de Carlos Fonseca —el fundador del Frente Sandinista— que le gustaba tanto: “Se critica de frente y se elogia por la espalda” —comenta Helena, que pensaba también en los avatares de la relación con Cuba, que para Galeano fue casi tan intensa como la que mantuvo con Nicaragua.

Si hay que ponerle un punto de comienzo a sus lazos con Cuba en términos de historia escrita, podría ser la entrevista que le hizo a Ernesto “Che” Guevara el 21 de agosto de 1964 para el diario Época, de Uruguay. Una versión ajustada se publicará tres años más tarde en el semanario Marcha, que es la misma que Galeano recogerá en su libro Entrevistas y artículos (1962/1987). El texto pudo haberse conocido en Cuba al mismo tiempo, cuando lo entregó para ser publicado en la revista Pensamiento crítico. Pero algo debía de tener que resultó molesto en aquel momento, ya que los editores de la isla lo mantuvieron encajonado durante cuatro décadas.

La luz verde para la publicación de la entrevista con el Che (aunque haya sido en un formato pregunta-respuesta diferente al estilo más suelto y narrado que está en el libro) llegó recién en 2012, como una señal de deshielo después de un alejamiento de once años.

La “década difícil” entre Galeano y Cuba también empezó en una fecha muy precisa. El viernes 17 de abril de 2003 Galeano publica en Brecha de Uruguay el artículo “Cuba duele”. El sábado 18 aparece en La Jornada de México y el domingo 19 en Página/12 de Argentina. Los tres medios en los que sus textos periodísticos se publicaban casi simultáneamente.

Menos de una semana antes el gobierno cubano había fusilado a tres personas que habían secuestrado una embarcación con una treintena de pasajeros en la que intentaban llegar a Estados Unidos.

—Son muy malas noticias, noticias tristes que mucho duelen, para quienes creemos que es admirable la valentía de ese país chiquito y tan capaz de grandeza; pero también creemos que la libertad y la justicia marchan juntas o no marchan —escribía Galeano, que también criticaba las condenas a prisión de los disidentes y la falta de elecciones libres, sin desconocer el bloqueo que sufría la isla desde octubre de 1960.

No era un portazo, era el sacudón de un amigo. Pero en el gobierno cubano no lo tomaron nada bien.

—Después de eso —recuerda Helena— fue a un encuentro en La Habana y no le hablaban. Hubo otro evento en Milán, y lo trataban como a un paria. En Uruguay alguna gente dejó de saludarlo. Que haya escrito ese artículo a mi me parece coraje civil.

Escritos posteriores también causaron irritación. Estaba, por ejemplo, su libro Espejos, de 2007, donde describe a Fidel Castro como un rey sin corona más acostumbrado a los ecos que a las voces, pero a la vez un Quijote y un valiente “que decidió, con su energía contagiosa, la pelea por convertir una colonia en patria”.

No era sencillo que una mirada con esos matices fuera entendida en los almidonados palacios del poder. Pasaron los años y Galeano seguía sin repetir sus antes frecuentes viajes a la isla. En enero de 2012, once años después de su artículo “Cuba duele”, aterrizó una vez más en La Habana. Lo había invitado Casa de las Américas. Aceptó ir, pero decidió pagar su propio pasaje. No quería ser una carga para sus anfitriones y a la vez quería ir con Helena y dos de sus nietos adolescentes, Catalina y Felipe.

Fue el viaje de la reconciliación con los cubanos. En su primer acto oficial recordó aquella frase de Carlos Fonseca de criticar de frente y elogiar por la espalda. Y aclaró: “Jamás oculté ninguna de mis discrepancias o mis dudas; pero tampoco oculté mi admiración por esta Revolución que es un ejemplo de dignidad nacional”.

Durante esa visita se iba a presentar, finalmente, la edición cubana de Espejos. La presentación se hizo, pero el libro todavía demoró algunos días en estar disponible.

—Las imprentas nunca cumplen —dijo Galeano, salomónico.

Eduardo Galeano entra en su casa. Ha vuelto de un viaje. Deja atrás el pasillo, no mira hacia la sala, que está a oscuras, y va directo hacia el comedor, con la enorme mesa para el disfrute con los amigos, la repisa con bebidas espirituosas de todo tipo y una biblioteca que nunca termina de estar en orden.

Agazapado en la mesa lo espera un sobre. Rasga el envoltorio con la naturalidad de quien está habituado a recibir correspondencia. Apenas lo abre intuye que no es cualquier mensaje. Espera un momento antes de decidirse a tomar entre sus manos, con suavidad, ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, segunda edición de Siglo XXI, roto con violencia en la mitad de la portada. Lo mira. Se da cuenta que el golpe partió la tapa y se metió hacia adentro quebrando también las páginas, casi por el justo centro de la línea media de lectura. Le da vuelta con temor. Comprueba que el tajo lo traspasó por completo. Fue de muerte, entonces, la herida. El libro no pudo detener la bala.

James Cantero, uno los de tantos futbolistas uruguayos que estaban desperdigados por los arrabales del planeta —demasiado buenos para permanecer en los clubes de Montevideo, pero no tan buenos como para dar el salto a Europa— recaló en los años noventa en El Salvador. Uno de los simpatizantes de su club había sido oficial del ejército salvadoreño en los años de la guerra sucia. Se conocieron por cuestiones del deporte y se estableció cierta corriente de simpatía. Un poco por necesidad de contárselo a alguien y otro poco por el puente —a la vez absurdo y natural— de la coincidencia entre la nacionalidad del futbolista y la del escritor, el militar apareció un día en la casa de James Cantero con ese libro roto metido en una bolsa. En 1984, durante la batalla de Chalatenango, el ejército había disparado por la espalda sobre un guerrillero. Al dar vuelta el cuerpo, el capitán que le está contando la historia al futbolista comprobó que el muerto no pasaba de los 20 años. Revisó su mochila y no encontró nada de importancia. Apenas un libro. Ese libro. Ese ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. La bala había atravesado todas y cada una de las páginas y había seguido camino hasta quebrar la carne y llevarse la vida de ese joven sin nombre.

El capitán comprendió que había algo que lo trascendía en ese episodio, así que se guardó el libro hasta que años después se lo entregó a su amigo futbolista. Siguió pasando el tiempo, la carrera llevó a James Cantero a las canchas de varios países, y en todas las mudanzas decidía, a veces a último momento, conservarlo. Hasta que juntó fuerzas para ubicar a Galeano. Tuvo que mover cielo y tierra, pero al final logró que llegase a la casa de Montevideo.

El escritor sabía que no podía volver a meterlo en el sobre. Buscó hasta que encontró una de esas viejas cajas transparentes para cintas de video. Es el tamaño justo. Parece un relicario. O un pequeño ataúd.

Todavía quema las manos que lo toman.

Casco que regalaron a Galeano los mineros bolivianos. Siempre estuvo comprometido con los derechos humanos.

Con el tiempo Galeano también fue recibiendo otros nombres. Amigos guaraníes le decían karai, “mago de la palabra”. Los saharauis, ese pueblo cuya lucha por una patria negada en el norte de África el escritor hizo propia, le llamaban “hermano perseguidor de nubes”, que era aceptarlo como uno de ellos. De este lado del océano, los indígenas de Chiapas lo habían bautizado “el recogedor de las palabras de abajo”.

Su postulado de que “el mundo se divide entre indignos e indignados” le hizo simpatizar de inmediato con el alzamiento zapatista que sacudió México en 1994. Visitó Chiapas en más de una oportunidad y trabó amistad con el subcomandante Marcos.

Uno de los voceros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que era maestro y había nacido como Solís López, se puso el nombre de Galeano en homenaje al escritor. Cuando Solís López murió asesinado, Marcos asumió el nombre de su compañero caído. Así que Marcos y Eduardo Galeano pasaron a llamarse de la misma manera.

Por más que amigos y periodistas se lo preguntaron en más de una oportunidad, juró que nunca vio a Marcos sin el pasamontañas puesto.

—Me decís eso porque estás compartimentado —le dijo en una de esas entrevistas su amigo Mauricio Rosencof, dramaturgo y dirigente tupamaro, que no le creía que no supiera cómo era el rostro de alguien que a fin de cuentas se terminó llamando como él.

No es extraño, entonces, que en el comedor haya un tapiz con una escena campesina formada con retazos de tela. Debajo está el equipo de música. Una ubicación adecuada. La música es un ingrediente más a la hora de la cena en una casa donde hace años que se saltea el almuerzo. Desayunos abundantes y cenas distendidas con buena música de fondo. Para eso están los discos de jazz, como los de Chet Baker, la música brasileña, y sobre todo su colección de flamenco.

Cada uno de esos surcos está asociado a una vivencia en Andalucía, cuna de varios de sus afectos españoles. Galeano —que ya era amigo del periodista andaluz Jesús Quinteros, “el Perro Verde”— conoció en un festival de poesía en Gran Canaria, en 1976, al poeta Julio Vélez, de Morón de la Frontera. Lo escuchó leer un poema que decía: “Sólo temo a la muerte cuando la pienso en vosotros”, y pensó: “Con éste, tenemos que ser amigos”.

Vélez lo llevó a Sevilla. Ahí le presentó a Paco Lira, dueño de La Carbonería, centro de la bohemia sevillana, y nació otra amistad igual de intensa y duradera.

—Una vez estábamos por ir a Andalucía —recuerda Helena— y le digo: “Du, me parece que este año es la Bienal de Flamenco”.

—No, no creo.

—Vamos a preguntarle a Jesús —dice ahora Helena, sentada junto a la mesa del comedor de su casa de Montevideo, reconstruyendo el diálogo de años atrás.

—Le escribimos —a Jesús Quintero, el “Perro Verde”— y nos contesta enseguida.

—Sí, claro que sí, coño, venid, os espero, que hay cosas buenas —cuenta Helena, imitándolo, antes de volver al presente.

—Imaginate, era como ir con el rey de Sevilla.

El centro geográfico de esos viajes era La Carbonería. Desde ahí partían en excursiones surrealistas guiados por Paco Lira (“que murió hace años, un amigo que nos quiso y que quisimos”), por Jesús Quintero y por el poeta Julio Vélez. Una de esas procesiones los llevó a la casa de la tía Juana del Pipa, cerca de Jerez de la Frontera.

—Íbamos seis, ocho personas, en Andalucía todo es multitud. Llegamos y ahí se va el yerno payo de la tía Juana a traer pescaíto para todos. Esa cosa generosa que tienen los andaluces. Enseguida aparece con un papel de estraza desbordante de pescaíto y lo pone ahí en el medio para que todos se sirvan con el vino. La tía Juana sentada a un costado, con una nieta en la falda. Y de repente empieza despacito, y se va irguiendo de la silla y ese taponcito gordito empezó a bailar con ese duende que tenía, y se hizo la magia. Fue tan fuerte que salimos y yo me ahogué de llorar. Eduardo me abrazaba en el coche y yo sólo lloraba y lloraba.

Si bien el comedor es el centro geográfico de la casa de Montevideo, no sería nada sin la cocina, amplia, angosta pero generosa en el tamaño que se necesita para moverse en la preparación de los platos que Galeano no sabía cocinar.

Sólo una vez estuvo en medio de las ollas. Encontró una receta de pollo al chilindrón mientras hojeaba una revista. Le gustó el nombre y se puso manos a la obra. Lo que dejó a sus espaldas hizo sonrojar a la palabra caos. Lo que sí hacía, de tanto en tanto, era lavar la loza. Obsesivo y meticuloso, demoraba eternidades con cada copa.

—Lo que pasa es que soy el Flaubert de la vajilla —respondió en una ocasión que Helena le reclamaba más eficiencia y menos floritura.

Al salir del Río de la Plata era un carnívoro contumaz para quien acompañar el churrasco con ensalada ya resultaba una audacia culinaria. En el exilio comenzó a abrirse a otros platos, siempre con la carne y las pastas como ejes alrededor de los cuales hacer girar el paladar.

Como contrapartida a su falta de dotes en la cocina, se dice que hacía maravillosos asados, por sabor y presentación, en los que convertía la parrilla en un despliegue de carnes, achuras y verduras. Lo que más le gustaba era hacer romper el fuego. Acercar el fósforo al diario estrujado para que esa pirámide chueca de astillas, piñas y alguna ramita se convirtiese en fogata en medio de una explosión de chispas y crujidos. En su casa era un rito que llamaba “la rompida del fuego”. Ya estuviera con amigos o en la intimidad familiar, siempre necesitaba que hubiera algún cómplice para compartir eso, que a pesar de la repetición, no dejaba de considerar un milagro.

Lo que nunca comía era lechón.

—¡¿Cómo me voy a comer a un primo?! —protestaba.

En Calella tenía una pequeña parrilla. Su apartamento, una de esas viviendas de veraneo para turistas más interesados en la playa que en la comodidad, y que a pesar de todo habían transformado en su hogar de todo el año, tenía una terraza que Galeano había decorado con recreaciones de obras de Miró pintadas por él mismo. Ahí, mientras asaba, escuchaba en un pequeño grabador rectangular para un único casete las voces de Lole y Manuel con aquella canción que decía: “Se me clavan tus ojos como un puñá”.

Después que tuvo un ataque cardiaco en 1984, “zarpazo de la muerte en el medio del pecho”, dejó de comer carne de vaca. El infarto ocurrió semanas antes de su regreso a Uruguay tras casi una década de ausencia obligada.

En la casa de Montevideo el parrillero está ubicado en el pequeño jardín del fondo. El tamaño no es obstáculo para una explosión vegetal donde destacan los cuatro árboles que cada noviembre se llenan de flores blancas. En Las palabras andantes cuenta el momento en que el primero de esos jazmines del Cabo dio su primera flor. Un antídoto contra la tristeza. “Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo”. Fue casi un error. “Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que algún día se acabará el invierno. Y yo también.” En el jardín, además, hay un plátano. Lo trajeron para tener algo que les recordase el trópico, así como plantaron ejemplares de Ala de Ángel para que Helena no se olvidara del Tucumán de su infancia. Es un jardín calculadamente agreste donde abundan las rupturas de formas y tonalidades. Desde la hoja brillante de la Aralia elegantísima, que parece el guante de satén de una Anna Karenina con los dedos bien abiertos, hasta los colores arrabaleros de la Santa Rita, patrona de los imposibles. Sobre la mesada para comer los asados hay una parra, y desperdigados entre el verde puede descubrirse un sireno de barro —réplica de una pieza del Museo del Barro de Asunción—, una rueda de carreta que ya perdió todos sus rayos, y placas de latón artesanal traídas de Haití. Con suerte también puede verse a Sánchez I y Sánchez II, tortugas nombradas en honor a Sánchez, quelonio de tierra que tenían en su casa de la costa catalana y que tuvieron que regalar a unos amigos antes de regresar. A Sánchez I, originaria de Santiago del Estero, la trajo la hija de Helena, Mariana, la Pulga de los libros de Galeano, desde Argentina en un bolsillo.

Los animales han estado siempre muy presentes en las casas de Galeano. Hubo un gato persa, negro azulado, al que bautizaron Martinho da Costa, por el músico brasileño Martinho da Vila. También un cuyo y el célebre pollito azul, Pérez, que aparece en Bocas del tiempo. Esa viñeta se volvió una de las preferidas de los incondicionales de Galeano. Cuando Pérez murió, la Pulga escribió un pequeño cartel en el que ponía: “Apena el mundo sin Pérez”. Lo que no dice el texto de Galeano es que un día Juan Gelman, que estuvo un mes viviendo con ellos en el apartamento de Calella, le pidió permiso a Mariana para robarle esa frase para uno de sus poemas. En 1979 aparece en el que probablemente sea el mejor libro de Gelman: Citas y comentarios. Fechados entre 1978 y 1979 en Roma, Madrid, París, Zürich, Ginebra y Calella de la Costa, los “Comentarios” conversan con los místicos españoles. Es un diálogo de vos a vos en el que se cuelan, entre Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, poetas del tango como José Contursi y Homero Manzi.

—¿No tiene otro nombre la Pulga? —le pregunta Gelman a Helena.

—Sí, Nuni, Nunina, Cotinina.

Y así aparece, en el “Comentario LXV (Cotinina)” la frase que alguna vez fue el epitafio de un pollo azul llamado Pérez. Las palabras mutaron de sentido y dejaron el mundo de la infancia para situarse entre los más hermosos versos por la ausencia de un amor: “pena de vos como vacío / como faltar de vos a vos / casi como faltándome / te faltarías / amor suave (…) apena el mundo sin vos / vos apenás al mundo / ida”.

Más allá de haber tenido gatos, cuyos y extraños pollos de extraño color, Galeano era, sobre todo, perrero.

En el avión de regreso del exilio trajo a Pepa Lumpen, en una caja en sus brazos porque no aceptó que viajara en la bodega, y antes había tenido otras dos perras, Cachirula y Croqueta, que murieron en España. Todas formaban parte de esas entrecruzadas razas callejeras que en Uruguay se resumen en una gráfica descripción: “Perro marca perro”. Después de Pepa Lumpen decidieron con Helena que ya no volverían a pasar por el dolor de la muerte de un animal querido.

Pero a los cuatro meses les regalaron un cachorro de setter irlandés.

—Morgan fue un gran amor para Eduardo. Le pusimos así por el pirata, porque robaba medias, robaba todo.

“El sol lo atrapa, Morgan huye. Vuela sobre la arena, ondula en el oleaje, y dan ganas de aplaudir esa ráfaga roja”, escribió Galeano en Bocas del tiempo.

Después del dolor por Morgan, de nuevo deciden cerrar el capítulo de las mascotas. Pasaron dos años y en 2013 Macarena Gelman —la nieta que la dictadura le robó al poeta, para cuyo reencuentro se tejieron tantas acciones desde esa misma casa de Galeano— los llama por teléfono.

—¿Quieren venir a ver unos perritos?

—“Bueno”, le dijimos. Eduardo estaba con dudas, yo también. Pero creo que lo pensó muy bien Macarena. Fue mucha compañía, mucho amor ida y vuelta para Eduardo en esos momentos. Y ahora para mí.

Si se lo había regalado Macarena, Maca, el perro se llamaría Maco, que en catalán se pronuncia Macu y quiere decir guapo, bonito. Rápidamente se volvió una presencia llena de vitalidad en la casa. Maco no robaba medias como Morgan, pero desconectaba los cables de internet. Así que Galeano ponía a la entrada de su escritorio carteles, dirigidos a un Maco supuestamente alfabetizado, que intentaban mantenerlo bajo control.

Eduardo Galeano siempre tuvo una relación especial con sus animales. Éste es Maco, su último perro.

Un año después de su muerte, ocurrida el 13 de abril de 2015, su escritorio está tal como lo dejó. El mismo caos de papeles, el mismo paquete abierto de pañuelos desechables, los mismos cerditos de barro desacomodados encima de la mesa de trabajo, los mismos naipes debajo del vidrio, el mismo abarrotamiento de libros en los estantes.

En la única pared sin biblioteca ni ventanal, varios cuadros forman un mosaico asimétrico. Un portarretratos lo muestra con Onetti, un vínculo nacido con el periodismo y continuado con la literatura, que pese a la diferencia de edades se mantuvo durante toda la vida. El de las palmas de las manos de un anciano campesino de Guatemala, sosteniendo la foto carnet de un desaparecido, es un recordatorio de su compromiso con los derechos humanos.

A la misma altura hay un dibujo hecho por el mismo Galeano. Es el rostro de su abuela Esther, primera dedicatoria en Memoria del fuego.

—Para él fue más que una abuela, fue una madre elegida —asegura Helena.

La abuela Esther protagoniza uno de los fragmentos de El libro de los abrazos. Ahí, en “Otro músculo secreto”, el escritor cuenta que cuando su abuela materna ya se sentía morir quiso despedirse y fue a visitarlo a España pese a las recomendaciones en contra de médicos y familiares. Estuvo medio mes. Volvió a Montevideo, visitó a todos aquellos que se habían opuesto a su viaje, para demostrar que había llegado sana y salva, y una semana después murió. Cuando llegó la noticia a Calella, Galeano acababa de aterrizar en México, donde había ido para un congreso. Helena llamó por teléfono a Eric Nepomuceno, su amigo y traductor al portugués en cuya casa mexicana se estaba quedando.

—¿Hay whisky en tu casa?

—Si, claro Helenina.

—¿Podés servir una copa y después le pedís a Dudú que se ponga al teléfono?

Abajo del dibujo de su abuela, mujer menuda de perfil bondadoso pero decidido, hay una foto en blanco y negro pegada en un bastidor. De todos los cuadros que aparecen en la pared del escritorio, es probable que sea el que mejor representa la unidad entre la vida y la obra de Galeano. Helena está tomada del brazo de un ya anciano Miguel Mármol. Los dos están sonriendo y de fondo hay un vidrio en el que se espeja la figura de Galeano que está dando una entrevista para una radio de La Habana. Los nacimientos y resurrecciones de Mármol, que aparecen quince veces en el tercer tomo de Memoria del fuego, son algo más que un hilo conductor o un recurso narrativo para dar unidad al tapiz literario. La deriva incombustible de este revolucionario salvadoreño, tantas veces dado por muerto y tantas veces renacido, recuerda los renacimientos propios de Galeano y a la vez evoca esos “nadies” que protagonizan sus libros y que no son pasivos espectadores de la historia. Con él hablaban de fundar el marxismo mágico “mitad razón, mitad pasión, y una tercera mitad de misterio”, como dice en El libro de los abrazos. Una fotografía de Mármol junto con Helena es parte de esa fundación utópica. Descubrir por azar el azar de haber quedado reflejado como una minúscula figura en el fondo de esa imagen en blanco y negro de Mármol y Helena, tal vez lo llevó a pensar que estaba colocando en la pared de su escritorio su mejor autorretrato. Aunque casi no se lo vea.

La foto contigua, de Obdulio Varela, también es más que lo que aparece a primera vista. No es un Obdulio triunfante levantando la Copa del mundo en Maracaná. Está sentado en un banco de madera junto a una mesa cubierta con un mantel de hule, en una vivienda humilde. Parece una cita a una imagen del Artigas desterrado en el Paraguay. La derrota, lo antiheroico. Pero sin una gota de quejosa conmiseración.

Aunque esa foto de Obdulio no es solamente el Obdulio futbolista, también es el Obdulio futbolista. Ese deporte fue una de las pasiones de un hombre que sabía guardarle fidelidad a lo que lo apasionaba. Recogió parte de su mitología más contestataria —por oponerse al poder o por apostar por la belleza antes que por el resultado— en El futbol a sol y sombra, uno de sus pocos libros que trascendió la frontera de su público de siempre. En los papeles que al morir dejó listos para que se publicaran, y que aparecieron con el título de El cazador de historias, hay una viñeta que reúne esas dos facetas, estética y rebeldía. Otra vez aquella obsesión de evitar los divorcios entre las diferentes pulsiones y rostros de lo real. Habla de Sócrates, aquel maravilloso mediocampista brasileño, alma de la Democracia Corinthiana, el club autogestionario que ganó dos veces el campeonato paulista.

Las amistades siempre se amalgamaban yendo a los estadios. Ya fuera en Nápoles con Gianni Miná o en el Camp Nou de Barcelona con Joan Manuel Serrat. Cuando el dramaturgo y dirigente tupamaro Mauricio Rosencof salió de la prisión, después de estar doce años encarcelado por la dictadura uruguaya, Galeano lo llevó a ver jugar al cuadro de ambos, Nacional, como festejo por la libertad recién recuperada: perdieron. Borja Calzado, el amigo que le hizo conocer la poesía de Cavafis, lo recuerda viendo por televisión, en Calella, el partido de España contra Honduras en el Mundial de 1982, “y Eduardo hinchando por Honduras, como correspondía”. Otro amigo, Vicente Romero, cuenta que sus temas preferidos en la charla de sobremesa no eran la política ni la literatura, sino los perros y el futbol. En una de sus entrevistas con Brecha, en marzo de 2012, cuando acababa de publicar Los hijos de los días, llevaba en su muñeca una pulsera de plástico con el escudo de Nacional. Por esos días tuvo una internación en el mismo sanatorio donde acababan de llevar a una estrella del clásico rival que había sufrido una fractura en pleno partido. Al asomarse y ver los pasillos llenos de camisetas de Peñarol comentó que pensó que se había muerto y había ido a parar al infierno. Es que su sentido del humor no cedía ni en los momentos más difíciles. En la que sería su última internación, en abril de 2015, una semana antes de morir, le dijo a los enfermeros que lo estaban bajando de la ambulancia que más que un oncólogo precisaba un almólogo.

Foto de su mujer Helena y del salvadoreño Miguel Mármol, personaje central de "Memoria del fuego". Al fondo, se ve el reflejo de Galeano.

Con el grabador apagado, en aquella entrevista en la redacción de Brecha en marzo de 2012, Galeano me contó que la primera señal del cáncer de pulmón apareció en 2003, en un viaje que hizo con Helena recorriendo, por la libre y anónimos, la ruta de Ulises en La Odisea de Homero. Llegó a Ítaca con fiebre y tosiendo a su enemigo.

Cavafis, aquel poeta griego que le inspiró salir a la cacería de las historias que dieron forma a los tres tomos de Memoria del fuego, tiene un poema sobre Ítaca. El viajero que hacia allí se dirige, tiene que pedir que el camino sea largo, y al llegar no debe desilusionarse si la ve pobre y vacía.

—Ítaca no te ha engañado —dice Cavafis. Es que esa isla anhelada no es el destino, sino que su don es el viaje que hacia ella nos lleva.

La noche antes de la primera operación, en 2007, Joan Manuel Serrat fue a visitarlo.

—Joanma, el médico le advirtió que hasta las 12 de la noche puede tomar, después no —le dijo Helena.

—Ah, no jodas —le contestó Serrat.

—Eran las dos de la mañana, Eduardo se tenía que internar a las siete, y ni Joan Manuel se iba ni Eduardo se acostaba —cuenta Helena.

Serrat también los acompañó en el parto del libro Espejos, que Galeano terminó de corregir mientras se hacía la quimioterapia.

—Tengo algo a medio camino ¿qué te parece? ¿Lo llevo? —le preguntó Galeano a Helena antes de salir de Montevideo para ese tratamiento en Barcelona.

—Traélo, nos va a hacer bien.

Pensaban que en un mes estarían de regreso y al final se tuvieron que quedar tres.

—Creo que eso nos salvó a los dos de hacer un tratamiento de quimio tremendo. Nos pasábamos discutiendo textos, leyendo. Entre sesión y sesión Joan Manuel, igual que tantos otros amigos, venía a buscarnos, nos llevaba, nos traía. Es que Eduardo, yo siempre dije, era de profesión amiguero. Terminaba cada sesión y Eduardo salía como diciendo “bueno, ya cumplí con esta vaina, ahora vamos a comer unas tapas y tomar un whisky”.

Entre quienes lo acompañan en esa mezcla de dolor por el tratamiento y fiesta por los reencuentros, estaba el pediatra que le contó la segunda página de Bocas del tiempo: “Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien”.

Ese reflejo lo había descubierto un médico austrohúngaro del siglo pasado, Ernst Moro. El mismo que redujo la mortalidad de los bebés a la mitad con sólo recetarles sopa de zanahoria cuando tenían diarrea. El mismo que renunció a su cátedra cuando los nazis subieron al poder.

—Es como si el bebé quisiera asirse a algo frente al peligro de caer. Probablemente sea un reflejo primitivo que recuerda etapas previas a la evolución del ser humano. Los simios pequeños se agarran al pelo de las madres mientras ellas deambulan, tratan de no desprenderse de ellas; evitarlo permanece en nuestra memoria desde el momento de nacer —me dice Oriol Vall mientras recuerda que esa historia se la contó a Galeano cenando en el barrio Gótico de Barcelona.

Años después, en ese mismo barrio, saliendo del Hotel Colón donde siempre se alojaba Galeano, iban caminando en una tregua de las sesiones de quimioterapia, también con intención cenar.

—Al pasar por delante de la casa del Arcediano, nos encontramos súbitamente envueltos por la melodía de una bellísima aria de Tosca. Era una cantante ambulante. Una joven del centro de Europa. Nos paramos a escuchar y la emoción nos llenó de repente. Despacio Eduardo se acercó a Helena. La abrazó. Se abrazaron fuertemente en una explosión silenciosa de lágrimas y ternura. Como si intentaran conjurar el destino entre aquella lluvia de notas salidas de una voz anónima —recuerda Oriol.

Galeano tuvo cuatro hijos. De su primer matrimonio con Silvia Brando nació Verónica, que tenía una muñeca de trapo —que bautizó Anónima— de la que no se desprendía ni siquiera cuando ya era una muchacha de carácter que encendía los cigarrillos a la Bogart. Con su segunda esposa, Gabriela Berro, tuvo a Florencia y a Claudio, ambos retratados en Días y noches de amor y de guerra, la una por su caminar de osezna, el otro por decir frases tales como “los astronautas no usamos chupete”. La cuarta fue la hija de Helena Villagra, Mariana, la Pulga de sus libros, que tenía cinco años cuando se adoptaron mutuamente.

Pero el vínculo más intenso fue el que tuvo con los nietos que vivían en el Río de la Plata. El mayor nació en 1995. Mientras era un bebé ambos guardaban las distancias. Cuando Manuel ya empezó a hablar y a caminar las barreras se rompieron y se abrió el camino para los otros, que bautizaron a Helena como Abeia y, por extensión, Galeano recibió su último nombre: Abeio.

Manuel creció y Galeano decidió que ya era hora que él y su hermano Felipe, que para espanto del abuelo preferían el básquetbol antes que el futbol, recibieran su rito de pasaje. Los llevó al Estadio Centenario con tan mala suerte que esa noche fue la noche de la debacle impensada. Ese 31 de marzo de 2004 la selección de Venezuela derrotó 3 a 0 a la de Uruguay, ayudando a dejarla afuera del mundial de Alemania 2006. Galeano atribuyó tal calamidad a la mufa de haberse sentado en la misma fila que el embajador de Estados Unidos, un diplomático con aura de jettatore. Criado como católico, Galeano cuenta que después de una infancia mística y fervorosa abandonó la religión al entrar en la adolescencia. Entonces se propuso cambiar el mundo como una forma alternativa de encontrar a Dios. En eso de buscar unir el ying con el yang, otra de las cosas que le entusiasmaban de la revolución de Nicaragua era cómo los sandinistas habían aprendido a volver compatibles el socialismo con el cristianismo. Ese mundo espiritual de Galeano no desdeñaba lo que otros llamarían superstición. Si en un periodo de mala racha podía hacer exorcizar su apartamento de Calella por una pitonisa andaluza, o tener en su casa de Montevideo una ristra de enormes cabezas de ajos, también podía convencerse de que la derrota con los venezolanos no era culpa de la mala estrategia del entrenador celeste sino de la desgracia que acarreaba un diplomático del imperio.

—¿Qué dice Abeio? —le preguntó a Helena, a la salida del estadio, un asombrado Felipe.

—Dice cosas feas —le respondió, sin traducirle aquellos improperios.

Pese al cruel desenlace de esa primera vez, Manuel y Felipe se transformaron en presencias imprescindibles en los “cerrado por futbol” de cada mundial, cuando Galeano no atendía puerta ni teléfono durante el mes del campeonato. Ritual que tenía sus respectivas pencas en las que se jugaba honor y dinero, en cifras a escala infantil, en planillas pegadas con imanes en la puerta de la heladera.

Si a Mariana la llamaba la Pulga, las hijas de Mariana también recibieron sus nombres sustitutos. Lila —autora intelectual del “Lilario” que aparece en El cazador de historias— era Chanchina Divina, en tanto que Catalina era Catalinácea Catapalapa, que a veces se abreviaba como Catalú.

A Lila, que vive en Buenos Aires, decidieron no traerla para el velatorio de Galeano, aunque sí vino una semana después.

El mismo día en que se esparcieron las cenizas de su abuelo en el Río de la Plata, la casa, ya de noche, estaba llena de amigos que acompañaban a Helena. Lila pidió papel, lápices, y se sentó en un extremo de la mesa del comedor. Escribió algunas de las frases que están en los azulejos andaluces del baño. Encima dibujó unas nubes y entre las nubes las cosas que su abuelo podía necesitar: el escritorio para trabajar y la tina para sus larguísimos baños. Sin decir palabra dejó la hoja encima de la mesa y se retiró a su cuarto.

Algunos días más tarde se decide a hablar del tema.

—Está bien, Abeio se murió, pero yo quiero que vuelva.

—Yo también —le responde Helena.

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