Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Archivo Gatopardo

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

03
.
02
.
24
2024
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

Autofagia y el ritual para devorar la ausencia

03
.
02
.
24
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Qué tan vulnerable puede ser un cuerpo que evoca con nostalgia su relación sentimental con una pareja que desapareció? La escritora Alaíde Ventura Medina explora, a través de su protagonista, el aturdimiento, la debilidad, la anorexia y los anhelos extraviados. Esta historia íntima e implacable conforma el libro Autofagia, con el apoyo de la editorial Penguin Random House presentamos un fragmento.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La llegada de Ana a su vida inauguró la temporada de atracones. Ella nunca había tenido la despensa bien surtida, eso le parecía una cosa como de la televisión. Ahora, cada vez que buscaba algo en el refri, recordaba el de la tiendita de su pueblo, sus cristales sudorosos, lagrimeados, y a los camiones de la Pepsi y de la Corona que resurtían pedido los martes.

Antes de la electricidad, las bebidas se tomaban tibias. Su abuela se burlaba de los viejos que celebraban la pesca vaciando caguama tras caguama.

Ha de saber a miados.

Pensaba en eso cuando Ana tomaba seltzers, insípidas, picosas, como abrir la boca en la regadera.

Las compraban en el súper en paquetes de seis. Ana nunca miraba el recibo, simplemente sacaba la tarjeta y firmaba, ni siquiera pausaba la conversación.

A veces, ya formadas en la caja, justo antes de pagar, Ana de último minuto decidía ir al baño.

No me tardo.

Ella la esperaba con la panza hecha nudo, temiendo que no volviera, calculando en silencio el costo de las seltzers. Doscientos. Tal vez trescientos pesos.

Buscaba a Ana entre los pasillos, parándose de puntitas.

¿Con qué ojos?

La descubría pesándose en la báscula de exhibición.

Varias veces fingió no darse cuenta, pero en cuanto pudo juntó las propinas de varios días y se la compró.

Ana sonrió, amplia, inmensa, mostrando las encías que normalmente ocultaba, y anotó su peso en la pared junto a las otras cifras. Registraba hasta la más ínfima transformación de su cuerpo, obsesiva, adicta a las mediciones.

Ella tenía una obsesión mucho más simple: Ana. La necesitaba. Amaba su euforia, que se parecía al azúcar y que también mutaba en otras emociones al descender. Vergüenza. Agradecimiento. Miedo. Insuficiencia.

Qué no daría por ver aquellas encías de nuevo.

{{ linea }}

¿Cuántas cosas no hizo con tal de verla feliz? Recuerda el día que preparó un chilpachole bajo en calorías. Cebollas, quince. Tomates, veinte. Chipotles, prácticamente cero. Y unos pocos camarones cocteleros, muy pocos y demasiado caros. Papas. La abuela le había enseñado a sustituir los mariscos con papas.

No estaba en condiciones de hacerle muchos regalos a Ana, por eso la entusiasmaba la idea de traer algo a la mesa. ¿Qué otra cosa podía ofrecer? Tan solo un par de guisados y las historias de una vieja menudera.

En su cabeza, se iba delineando un sofisticado sistema de trueque. Ganaba puntos haciendo méritos en secreto: destapar la coladera del baño o lavar las sábanas. Basaba los cálculos en las cifras disparatadas que su abuela le susurraba en ecos.

Si te quiere, que te mantenga.

La abuela, parada en puntas para alcanzar a ver el fondo de la olla.

Ese caldito te quedó de rechupete.

Ana devoraba los camarones y luego inclinaba el plato con las manos para beber el caldo a grandes tragos. Ella ganaba puntos cada vez que Ana repetía porciones. La deuda imaginaria que la torturaba comenzaba a reducirse.

Ana se acercaba a la estufa para comer directo de la olla.

Qué rico está esto.

La abuela se hacía a un lado.

Cóbraselo caro.

Puntos, mil puntos. Ella sentía una satisfacción cálida, como acariciar a un animal dormido.

Ana se quemaba la lengua por no apagarle a la lumbre, hablaba con la boca llena, se ensuciaba la ropa, iba vaciando la olla cucharada a cucharada.

A ella le gustaba verla así, maniaca.

Al final, con los trastes apilados en el fregadero, la casa se impregnaba de una cierta atmósfera de devastación, como un cementerio de bueyes, campos ahogados, roza y quema, un coloso industrial venido a menos; ahí donde había habido mucho, ya no quedaba nada.

Lo que seguía era que Ana se encerraba en el baño.

Mientras tanto, ella lavaba los platos. Tallaba la estufa con el mayor escándalo posible para silenciar las arcadas.

Ana salía con los ojos rojos y mascando chicle. Hervía. Todo su cuerpo hervía. Murmuraba con voz muy ronca.

¿Tu abuela te enseñó a cocinar?

Acostadas, descansaban sus estómagos extenuados.

Su abuela también tenía la garganta herida.

Áijuela, se quemó la güera.

No sabía qué responder. La abuela no le había enseñado, ella había aprendido mirándola.

Conejo en pibil, arroz con ajo entero, papas blancas y moradas, plátano macho aporreado, frijoles refritos en manteca, polvo de hoja de aguacate, acuyos enteros, extendidos, achichinados.

¿Manteca de qué?

¿Cómo que de qué?

¿Qué son las chilpayas? ¿Qué tanto pican?

Se le están olvidando los sabores.

A Ana le gustaba su comida. Ojalá vuelva, aunque sea solo por eso.

¿Qué tarugadas dices, chamaca?

Piensa en conejos acomodados en trenecito.

Piensa en huevos duros con limón.

El mundo está puesto del revés.

También te puede interesar: "Entre los rotos de Alaíde Ventura: Premio Mauricio Achar de Novela 2019".

Alaíde Ventura Medina hace una exploración implacable de la violencia en el seno familiar y los conflictos psicológicos derivados de la anorexia en el libro Autofagia.

{{ linea }}

Ana se vaciaba pronto, mientras que ella continuaba llena durante horas. Desbordada. No podía orinar, no podía vomitar, le costaba trabajo respirar, su propia corporalidad era inaguantable.

Una toalla revolcada por las olas, pesada de agua y arena.

Los retortijones competían con las voces.

De golosos y tragones.

No se atrevía a soltar el aire que se intoxicaba adentro de ella.

Habría querido tomar una siesta, pero debía mantenerse alerta. Ana no paraba de hablar, decía quién sabe cuántas cosas, enlistaba sabores, alimentos del pasado y del futuro. Ella no atendía. Solamente tenía ganas de dormir, de derretirse, de volverse una sola con el mundo, un armazón de huesos secos.

La energía apenas le alcanzaba para escuchar, no para entender. Pero a Ana nada la irritaba tanto como sentir que no se le estaba poniendo atención. Era como negar la existencia del sol. Se lanzaba en su contra y la provocaba, picándola en las intercostales.

Déjate, bien que te gusta.

Ella metía el ombligo y echaba gas. Su propia digestión la traicionaba. Bebito pedorro. Se tragaba sus eructos.

Le hubieras pedido un digestivo.

¿A quién?

A tu abuela.

No, mejor un hechizo para bajar de peso.

Ella se sentía monstruosa, descomunal, un toro bípedo de lidia. Imaginaba que el colchón se hundía hasta tocar el suelo.

Mira esas lonjas, de aquí salen dos taquitos.

Y, cuando por fin se cansaba, Ana le daba la espalda.

A ella se le llenaban los ojos de agua.

Voltea.

Ana no cedía.

Ella abría los labios para enseñar los dientes, derrotada y dócil.

Mira, mira, me estoy riendo.

Ana se giraba para verla por última vez antes de apagar la luz.

Pareces un chango.

Ya estaba subida en el monociclo.

{{ linea }}

La báscula del baño la vigila con su ojo centinela. Ella lleva la mirada a otro lado, a los números de la pared que ahora le parecen mensajes de una prisión.

Piensa en una trampa para conejos.

Dibuja cinco palitos, los días que lleva sin comer. ¿Seis? Ha perdido la cuenta.

La sangre de las conejas, del color del vino y muy viscosa, goteaba desde la balanza y olía a lo que habita al fondo del fregadero. Por más que la abuela se tallara las uñas con la escobeta, el agua seguía saliendo roja.

Imagina que desciende a toda velocidad. El viento golpeándole el rostro es una sensación agradable.

Abre los ojos. Descubre que no se ha movido.

Aprieta su abdomen distendido, lleno de gas y agua, no quiere verlo, lo conoce, lo ha visto mil veces con los ojos de la cara y con los ojos que hay en el interior de su cabeza, esos que nunca duermen.

No estás panzona por el agua, sino porque no sabes respirar.

Muerde su pelo.

Las voces insisten.

Déjate, pareces lombricienta.

Esto es atender a las voces: confiar en ellas más que en sus propios sentidos.

Con frecuencia sus recuerdos avanzan como si alguien más los estuviera contando, sobre todo aquellos en los que aparece Ana.

¿Quién era ella a su lado?

¿En verdad llegó a ser esa persona que cantaba en la regadera, que se cortaba las uñas al ras, que se rasuraba el vello y usaba hilo dental?

Te despiojé, changuita.

El contacto de sus pies con el vidrio de la báscula la hace tiritar.

Ana fue tomando posesión de su cuerpo. Cuando ella se dio cuenta, lo había invadido por completo.

Si se concentra lo suficiente, todavía puede sentirla a su lado. Están acostadas en el piso, rodeadas de cáscaras de naranja, un ser de ocho extremidades. Ana la recorre con dedos fríos, ensuciándola por fuera y por dentro.

{{ linea }}

Recuerda una melodía distorsionada y metálica que tunde a todo volumen. Ella es chica y está en uno de los bares del puerto. Una voz rasposa emerge de las bocinas. En las esquinas del techo, varias pantallas muestran ombligos y nalgas bronceadas y deslumbrantes.

De reversa, mami.

Ella era insignificante. Nadie notaba el hervidero que traía adentro. Nadie la veía restregarse contra el asiento. En el baño, sus calzones olían a peces muertos, seres de agua dulce.

Pero el agua nunca es dulce, se percibe así en comparación con la del mar.

La voz de Ana la regresa a otro tiempo.

¿Tienes ganas?

Las canciones de los bares hablaban de besos, nalgadas, mordidas y apretar la carne hasta exprimir sus jugos.

Ana le convidaba de sus sabores.

¿Se te antoja?

Usando el mismo tono de cuando le regalaba postres.

Te va a gustar, yo sé lo que te digo.

Ella se acercaba despacito. Oliendo. Investigando con la punta de la lengua, como cuando se prueba un alimento por primera vez.

Al poco rato ya estaba sumergida en la pulpa.

Ana alargaba los brazos. Uno para tocarse a sí misma. El otro, para tocarla a ella.

Estás empapada.

A su abuela todo aquello le habría parecido obsceno.

Ella sentía como si el mar se incendiara.

Ana tomaba su cabeza con las dos manos, apretándola.

A punto de ebullición, ella sentía cómo le faltaba el oxígeno. Boqueaba, fatigada y rendida, y al mismo tiempo dispuesta a seguir nadando para siempre.

Toma aire, que va la segunda vuelta.

Chamaca, ¿no te da pena?

¿En serio nunca habías comido?

En el libro Autofagia, Alaíde Ventura Medina, aborda la espera de una mujer por el retorno de su pareja mientras se enfrenta al hambre y las voces de su pasado.

{{ linea }}

Comer sin comer realmente, como chupar limón, como masticar hielo, como masticar cualquier cosa. No. No es nada de eso. Es algo completamente distinto. No importa. Esos son sabores que ya no existen, que pertenecen al mundo del recuerdo. O tal vez nunca existieron. Tal vez el hambre sea el único alimento.

{{ linea }}

Los desvelos comenzaron a complicarle el trabajo. Confundía las mesas, devolvía mal los cambios. Chantal la ayudaba a cubrir sus errores.

Atenta, la mesa tres se encamotó. No han pagado. Cht. Abusada. Van a querer factura.

Las muchachas nocturnas le decían que se veía cambiada, como con más chispa.

Chiquita, pero picosa, ¿a que sí?

Ella sonreía en secreto.

Quién la viera.

En secreto, pero todas se daban cuenta.

Ese pelazo no te lo deja ningún champú.

Le había regalado su cuerpo a Ana para que hiciera lo que quisiera. Lo primero que Ana hizo fue mejorarla. Olores. Texturas. Sabores.

Ponte esta crema tonificante para que huelas rico.

Ella se quedaba oliendo a Ana.

No exactamente, porque por más que Ana se embadurnara para ocultar su verdadera esencia, el aroma más embriagante era el que escondía entre las piernas, medio lácteo, medio submarino.

Si Ana no vuelve, ¿qué hará con esta versión más perfumada de sí misma?

Sentía la panza y las nalgas calientes todo el tiempo, incluso en la calle, y estaba segura de que se le notaba.

Chantal hacía como que quería decirle algo y a la mera hora se arrepentía.

Oye…

Ella abría los ojos para hacerle saber que también tenía abiertos los oídos.

No, nada.

Le servía flan, pero ya no insistía en compartir una rebanada.

Mejor cada quien la suya.

Sentadas frente a frente, ella ganaba tiempo rumiando bocados minúsculos.

¿Qué tanto haces?

A Chantal, también, el azúcar le soltaba la lengua.

Come, estás muy descolorida.

Ella bloqueaba el sonido de la frase, como si un tren estuviera pasando en ese instante, un ejército de vacas repicando un millón de cencerros.

Chantal le preguntaba si tenía algún trastorno alimentario, había leído en revistas que las niñas de ahora se atiborraban de pastillas para adelgazar.

¿Tú le haces a eso?

No, yo no.

¿Entonces por qué tan flaca?

Ella congelaba su cara para no demostrar emociones. No quería que se le notara que, adentro, estaba exultante, plena, orgullosa de un trabajo bien realizado.

Flaca.

Tan flaca.

Chantal improvisaba una sonrisa.

Ya, dime, ¿te tienen a dieta?

Ella percibía la rigidez de su propio gesto. Comenzaba a petrificarse. Una estatua. Una estatua flaquísima. Un esqueleto al que chuparle los cartílagos.

No te creas.

¿Qué?

Te estoy vacilando, no seas fresa. Tan solo es que me da sentimiento.

{{ linea }}

No acostumbraba pesarse. Habían pasado muchos años desde la época en la que acompañaba a su abuela a consulta. Largas, larguísimas horas en la clínica, esperando a que la única doctora del pueblo despachara las urgencias del día: heridos de machete, parturientas, niños descalabrados, accidentes de la autopista y todo lo relacionado con las nuevas violencias.

La sala de espera, con su ventilador de techo y una televisión empotrada, le recordaba a los bares del puerto.

La abuela ladeaba la cabeza como un ave suavizando sus plumas.

Un coyotito.

Tardaban tanto en pasar al consultorio, que para ese momento ella jadeaba, harta y acalorada, con la boca casi blanca. La doctora le preguntaba si también estaba enferma.

Esta niña no está saludable, decía, apuntándola con una lámpara.

La abuela rechazaba los diagnósticos.

Está engentada.

Es arisca.

Anda en sus días.

La doctora insistía en tomarle la presión y examinarla. Le alzaba el labio superior como se mide el colmillo de un animal. Recetaba suplementos de hierro y aceite de pescado.

Cuarenta kilos es muy poco.

La abuela la observaba de arriba abajo, tanteando los huesos que se le marcaban en la ropa y que la hacían parecer un jengibre.

¿Muy poco para qué?

La abuela todavía no tenía los dedos al revés.

Ana tocaba esas mismas protuberancias, supuestos defectos, y las volvía valiosas. Recorría sus pechos con las palmas extendidas como palpando el relieve de la tierra.

Cuarenta kilos, qué hermoso.

Había tardado años, pero con Ana por primera vez se sentía entre las suyas, en esa cofradía exclusiva de adictas a la levedad.

Inhala.

Bajo la regadera, era otra vez y para siempre verano. Volvía la fascinación con los huracanes y con la inminente destrucción del mundo. Un bombardeo: las palmeras del Pajaral tirando cocos que emprendían la huida hacia el mar. Ana y ella chapoteando sin tocar el fondo del estanque, dos chiquitas a las que no les ha bajado la regla, castillos de arena para cangrejos. Que se desborden los ríos, que se inunden todos los baños. Aquí hay dos que saben cómo flotar.

Exhala.

Cuéntame de los dedos de tambor.

Los llamaban de tambor, pero más parecían cucharas puestas de cabeza. Eran así, cóncavas como pétalos de capote.

A los capotes, su abuela los llamaba geranios.

Tal vez fuera la casera quien los llamara geranios y su abuela, capotes.

Se le está olvidando la abuela, de tanto pensarla.

{{ linea }}

Al principio creía que nunca llegaría a olvidar a su abuela, pero esto fue antes de Ana, antes de fijar su atención en el mundo verdadero. En el que a ella le parecía verdadero. El recuerdo de su abuela se fue diluyendo conforme las historias en voz alta ocuparon el lugar de las imágenes silenciosas. Al final todo se volvió un batidillo de hechos mezclados con invenciones, lo único que actualmente puede tomar como realidad.

Ahora recuerda que, a veces, la voz de la casera le provocaba un espasmo.

Lo ajeno, si resuena familiar, da miedo.

Su abuela se materializaba en una desconocida que le ofrecía alimento.

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.