Probablemente, de todas las vanguardias, la rusa sea la que más se merece el nombre. Fue un movimiento precoz que abrió la veda para la pintura no objetiva, para las mujeres y para la creación artística de intrínseca crítica política. Este pensamiento mooriano fue lo que atrajo a Sergio Raúl Arroyo, curador de la exhibición "Vanguardia Rusia: el vértigo del futuro", que estará en el Museo del Palacio de Bellas Artes hasta el 7 de febrero de 2016, a interesarse por esta vanguardia en concreto. Estudiando el arte bajo los regímenes totalitarios, abandonó los demás para centrarse en uno: el creado bajo los dobles filos del sueño soviético.
Arroyo, etnólogo de profesión y quien fue fundador y director del CCU Tlatelolco durante 6 años, empieza definiendo así este proceso para Gatopardo: “Cuando empecé a investigar sobre arte y totalitarismo, tomé la decisión estrictamente personal de enfocarme en el arte ruso porque me resultaba crucial para entender los fundamentos del arte del siglo XX. En especial, la brecha temporal entre la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, cuando se originó el movimiento”. Fue precisamente en ese momento, cuando los sueños revolucionarios se gestaron debido a los diferentes reversos que sufrió Rusia en la Primera Guerra Mundial bajo el poder zarista.
El entorno político del momento es en la vanguardia rusa el punto de partida para entender la formación de su arte. El hecho de que se acercase el arte a las esferas cotidianas no fue casual, dado que estuvo provocado por la subida al poder de los Soviets, uniones de trabajadores socialistas que clamaban la descentralización del poder y la división de bienes. Después de la revolución de febrero de 1917, Rusia experimentó la entrada de un nuevo régimen amistoso que se consolidó el 1922 con la formación de la Unión Soviética (URSS).
Lo multidisciplinar de la exhibición coincide con lo que en su día fue la vanguardia. En la voluntad de romper la división de las clases sociales, se difuminaron las líneas entre las disciplinas artísticas. La Vjutemás, escuela de enseñanza creada por Lenin en 1920 y donde Rodchenko, Popova, Lissitzky confirieron en un mismo lugar, fue la cuna de esta interconexión. La utopía estaba lista y los artistas rusos fantaseaban con la creación de edificios al más puro estilo futurista que albergaran organizaciones de trabajadores y escuelas de creación. Maquetas que proyectaban el futuro de un país mecanizado pero para el servicio del pueblo. Maquetas, que en muchas ocasiones no llegaron a llevarse a cabo, pero que han sobrevivido para enseñarnos como un día, se quiso crear una sociedad nueva para un régimen político cargado de ilusión e igualdad.
La exhibición que ahora alberga el Museo del Palacio de Bellas Artes quiere mostrar precisamente estas premisas. El arte inobjetivo de Malévich, quien a través de su Cuadrado negro del año 1930 intenta llegar a las premisas básicas de la pintura. A lo más esencial, llevándola así a lo supremo. El arte de masas de los carteles de Rodchenko y Stenberg, con una elevada apreciación de la estética, poniendo el diseño al servicio de todos y no encerrándolo en las altas esferas donde se pensaba que sería mejor valorado. El arte utópico de Vesnin, con sus edificios constructivistas que hicieron que se viese múltiples veces a este movimiento como “la bauhaus rusa”. O los dibujos eróticos de Eisenstein, cineasta que muestra que, a pesar de estos sueños de apertura, la libertad sexual no estaba del todo aceptada y que el anticlericalismo es, al final, una posición política y no de elección religiosa.
Sergio Raúl nos lo explica así: “Esta exposición tiene que ver sobre todo con la presencia del arte en la esfera de lo cotidiano y de la propia discusión del arte en la modernidad. Sobre el papel del arte que se inserta en la vida y convierte una revolución política como fue la rusa en una revolución de orden espiritual. Ya solo por llamarse vanguardia va acompañado de un carácter propositivo. En su día, se llegó a concebir a la vanguardia rusa como la única oportunidad de cambiar el mundo; no lo iba a hacer la física, la filosofía o la economía, sino que iba a ser el arte el encargado de hacerlo”.
Pero no todo fue un momento glorioso, porque de haber sido así no se podría llamar totalitarismo al régimen soviético, y a mediados de los años 1930, las acciones políticas empezaron a romper cada vez más la línea divisoria que existe entre la libertad de creación y el sometimiento al poder político.
“Fue un arte que empezó con los Soviets pero que después fue completamente apagado y ahogado por el poder de la política”, afirma Sergio Raúl Arroyo. “Lo que la vanguardia planteó desde el principio no fue un arte para el pueblo sino un pueblo para el arte. Un pueblo que fuese capaz de comprender el arte y convertirse en un elemento constructivo del mismo. Hacia los años ‘30, sin embargo, todo cambió. Se comenzó a demandar un arte que tuviese que ver con el proselitismo político y con un servicio público determinado por el propio gobierno y eso acabó en un choque, en una gran tragedia”.
La vuelta al funcionalismo y las ganas de usar el arte como forma de divulgación propagandística, apagaron los fuegos levantados por la vanguardia. Obras como las que Malévich realizó alrededor de los años ’30, se convirtieron en el gusto predominante del nuevo gobierno en un intento de retomar el control de un movimiento artístico creado bajo premisas revolucionarias. Y aunque el pintor procuró mantener su ideología pictórica firmando cuadros como Cabeza de mujer moderna, de 1928, con un cuadrado blanco como reminiscencia suprematista, la vuelta al orden estaba servida. Al fin y al cabo, ningún régimen totalitarista quiere tener bajo sus pies a un pueblo que un día se propuso cambiar las cosas y lo consiguió.
"Vanguardia rusa. El vértigo del futuro"
Del 22 de octubre al 7 de febrero de 2016
Museo del Palacio de Bellas Artes
Av. Juárez s/n, colonia Centro, Ciudad de México