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El día a día de un periodista en Sinaloa

El día a día de un periodista en Sinaloa

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Una patrulla del Ejército mexicano participa en una operación de búsqueda de personas desaparecidas en la sierra limítrofe de los estados de Nayarit y Sinaloa.
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Tiempo de Lectura: 00 min

En Sinaloa la calma nunca llega, pero los periodistas locales no han dejado de reportear un solo día la exacerbada violencia que vive el estado desde hace decenios.

El funeral de Roberto Medina no hubiera tenido lugar si Mirna Nereida, su madre y fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, no lo hubiera buscado durante años. A Roberto se lo llevaron de día, en plena calle de un pueblo llamado El Fuerte, en el norte de Sinaloa. Un levantón, como se les llama. A partir de ahí pasó a ser un desaparecido. Su hija de 4 años escuchó tantas veces decir que su papá estaba desaparecido, que llegó a pensar que “desaparecido” era un lugar y le preguntaba a su abuela: “¿Cuándo va a venir mi papá de Desaparecido?”.

En el cementerio de Mochicahui cae la noche y la oscuridad reina en todo el espacio. No se alcanza a observar casi nada, solo se distinguen algunos rostros por las luces de las veladoras y las de varios celulares, que alumbran como si fueran pequeñas luciérnagas en medio de un silencio absoluto.

Las Rastreadoras de El Fuerte, un grupo de madres que buscan a sus hijos desaparecidos en esa zona, rezan en silencio. Durante el entierro, la viuda de Roberto Medina llora un llanto muy callado y profundo, como un suspiro hacia adentro. Un familiar la abraza o, más bien, la sostiene para que no caiga. De pronto, el silencio y lo que parecía ser el final de un día desgarrador se rompe. El hermano de Roberto, un joven que no llega a los 19 años, se abalanza gritando sobre el ataúd. Se pasó todo el día ayudando para que el funeral de Roberto fuera lo más parecido a un funeral tradicional. Sirvió tostadas de ceviche y agua, mucha agua, pues el funeral ocurría bajo 40 grados Celsius a la sombra, en el norte de Sinaloa, casi frontera con Sonora. Estuvo pendiente de que los asistentes tuvieran un asiento, de que las señoras mayores estuvieran cómodas y de que su madre no llorara más de la cuenta. Ahora son las 7 de la noche, y este mismo joven, que durante todo el día permaneció entero y hacendoso, no puede más y rompe en llanto.

La viuda de Roberto Medina durante el entierro en el panteón de Mochicahui, Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

El ambiente se transforma inmediatamente. Los tíos y otros familiares gritan exasperados para que lo aparten de ahí. Lo que les preocupa no es el sufrimiento del joven, sino el contenido de sus palabras. El dolor y la rabia lo hacen gritar cosas que, en un estado como Sinaloa, y en un país como México, pueden ser muy peligrosas. Si alguien escucha algo que suene a amenaza o que simplemente no le parezca, podría haber consecuencias.

La escena, triste y desgarradora, se torna violenta. Un funeral no debería ser así. Un hermano debería poder llorar y gritar su dolor. Pero no aquí, no en Sinaloa. En el panteón podría haber gente escuchando. Podría haber gente mirando. De hecho, la hay. Los familiares logran tranquilizarlo y le piden silencio. Él parece entrar en razón y sigue llorando sin gritar. Se aparta del ataúd y vuelve a su dolor personal.

Hasta hace unas horas, Roberto Medina era un desaparecido más. Su nombre formaba parte de los 100 000 desaparecidos que México acumula en los últimos 14 años. Roberto seguiría en esas listas si no fuera porque el grupo de rastreadoras que fundó su madre lo encontró en un paraje desértico de Sinaloa; enviaron un fragmento de sus restos al departamento forense de la Fiscalía de Sinaloa, que 14 días después le confirmó a Mirna que se trataba de Roberto. Ella asegura que estaba esperando la confirmación científica, pero que desde el día que encontraron el cuerpo, supo que era él.

También te puede interesar leer el artículo: "Ayotzinapa: cómo AMLO interfirió en el proceso por la justicia".

Niños juegan en la zona de Tres Ríos, frente al río Humaya en Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

De un momento a otro Noel, un reportero con mucha experiencia en la zona y que trabaja para el periódico local Debate, nos alerta de que es momento de irnos o, mejor dicho, nos ordena que nos vayamos.

Busco a César, mi compañero fotógrafo, la luz de los faros de una camioneta me ayudan a distinguirlo; tenemos que aprovechar que Noel nos puede sacar de ahí y regresar a Los Mochis. Noel conduce su camioneta a toda velocidad, la zona no es segura y hay que salir de ahí lo más pronto posible.

A lo lejos, veo la escena. En el centro, Mirna Nerida levanta la foto de su hijo, como si sepultarlo fuera un logro. Ella había empezado sola, buscando cuerpos, y esa búsqueda la llevó frente al presidente, Enrique Peña Nieto. Le habló de la realidad del país que gobernaba, y luego se levantó y siguió buscando. Al principio, lo buscaba vivo. Después, donde fuera: barrancos, ríos, terrenos baldíos, hectáreas interminables de tierra. No estaba sola. Otras madres empezaron a unirse, buscando también.

A todas ellas, el periodista Javier Valdez las bautizó como Las Rastreadoras de El Fuerte.

Mirna Nereida sostiene la foto de su hijo durante su funeral. Mirna es una madre que durante tres años buscó a su hijo Roberto, hasta que lo encontró en una pequeña tumba en una montaña en el estado de Sinaloa. Mirna formó el grupo conocido como Las Rastreadoras del Fuerte, ya que ese era el pueblo donde su hijo desapareció y fue visto por última vez. Finalmente, Mirna logró recuperar el cuerpo de Roberto y realizar un funeral religioso, como lo dictan las costumbres del lugar y sus creencias. Fotografía de Héctor Guerrero.

Treinta años antes…

El bombero despega el pie de un hombre del pedal del acelerador. La carne calcinada se vuelve chiclosa y tiene que utilizar una espátula para raspar lo que queda de la extremidad embarrada en los pedales de la camioneta de redilas a la que le pusieron una pequeña bomba para matar al conductor.

Griselda Triana recuerda aquella noche como si hubiera sido ayer, cuando presenció ese cuadro al asomarse por la ventana de la camioneta color blanco. Lo describe con detalles. Griselda tenía 20 años, cenaba con su novio en un pequeño lugar de Culiacán. Tenían la costumbre de perseguir a las ambulancias o a las patrullas cuando las veían pasar. Trabajaba como reportera en una estación de noticias en la radio y él en el Canal 3 de la televisión local. Era rutina seguir a los servicios de emergencia, pues los llevaban a donde estaba la noticia y así ya tenían algo para informar en sus respectivos medios. Andaban, literalmente, tras la nota.

Así fue como llegaron una vez a un enfrentamiento en la colonia Chapultepec. Griselda vio a la gente tirada en las banquetas y hasta ese momento se percató de que el enfrentamiento no había terminado. Se tiró junto a un auto mientras los balazos se seguían escuchando.

La joven pareja de reporteros pasaba los días y las noches de esta forma, haciendo periodismo en una de las ciudades más peligrosas del país.

Hoy, muchos años después, Griselda lo recuerda con nostalgia y normalidad.

Nunca hubo otra opción. Es la vida diaria en un lugar como este. […] Hoy que vivo en un pueblo muy lejos de ahí y me despiertan los cuetes, lo primero que viene a mi mente es cuando me despertaban las ráfagas de metralletas, cuando los escucho me quedo en mi cama quieta, esperando escuchar las sirenas que anteceden a los balazos, pero nunca llegan. Entonces recuerdo que no son balazos, y que ya no estoy en Culiacán.

Sonríe un poco y continúa hablando con una voz muy baja, pausada, como si estuviera contando un secreto que le avergüenza: “Aprendes a diferenciar entre armas cortas, armas largas, disparos al aire… No tienes opción. ¿Qué puedes hacer? Tus hijos conviven con los hijos de ellos. Llega un momento en que te acostumbras, no hay más”.

Cuando dice “ellos”, se refiere a los narcos. Ahora que tiene algunos años viviendo fuera de Sinaloa, reflexiona con una pregunta: “¿Cómo se puede vivir tanto tiempo así?”.

Un hombre sostiene el ataúd durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

Finalmente, Griselda se cansó del diarismo y le ofrecieron entrar a la oficina de comunicación de la Universidad del Estado de Sinaloa. Le pareció una buena oferta y la aceptó sin dudarlo. Llegó a coordinar esa oficina con más de 12 personas a su cargo y tomó la conducción de un noticiero de lunes a viernes. Su novio, siempre inquieto y creativo, dejó la televisión y se fue a trabajar a un diario local, donde comenzó a crecer laboralmente al lado de entrañables colegas que luego se convirtieron en amigos. Se casaron y continuaron su vida juntos.

El 15 de mayo de 2017 su esposo murió asesinado en una calle del centro de Culiacán, su nombre era —es— Javier Valdez Cárdenas.

Reporteros S.A. de C.V.

Ismael Bojórquez comienza la conversación citando a Milan Kundera y las casualidades, pues fue por una casualidad que llegó al periodismo. Cuando era joven trabajó cinco años en el Sindicato Nacional de Mineros, en las minas del norte de Sinaloa. Escribía los boletines y las convocatorias del sindicato y de ahí le nació un cierto gusto por escribir y por la grilla. Después se fue a estudiar sociología al puerto de Mazatlán. Le desanimó que solo hubiera seis alumnos anotados, no le vio gran futuro a esa profesión. Se enteró de que a Comunicación se habían inscrito cientos, recordó su gusto por escribir de asuntos políticos y se apuntó de inmediato.

Hoy Ismael rebasa los 70 años y para cualquiera al que le guste el periodismo, sentarse a hablar con él es como tomar un máster de esos que dan en la profesión. Comenzó su carrera en la televisión y, al poco tiempo, le ofrecieron entrar al diario Noroeste como reportero de a pie. Para 1996 lo hicieron jefe de información en la oficina de Culiacán. Ahí contrató a Javier Valdez Cárdenas, un reportero dinámico que había conocido en la televisión.

Pasaron los años y un pequeño grupo de reporteros de esa redacción sintió que el periódico ya no llenaba como antes sus expectativas. Les habían puesto a un sacerdote como director y eso los tenía desconcertados. A Ismael, una vieja idea le rondaba por la cabeza: hacer un semanario. Él pertenece a esa generación de periodistas mexicanos que crecieron admirando el periodismo del semanario Proceso, que dirigió el mítico Julio Scherer. Ismael llegó incluso a colaborar con ellos en algún tiempo desde Sinaloa. Comenzó a cavilar la idea con algunos compañeros y en cantinas y tertulias, la idea fue tomando forma.

Para finales de 2001 se había formado una sociedad llamada Reporteros S.A. de C.V., y el 3 de febrero de 2002 el primer número de Ríodoce salió a la venta en las calles de Sinaloa.

Habíamos ideado un plan de negocios con acciones que no nos funcionó para nada. Yo ganaba en Noroeste 20 000 pesos mensuales y me fui a fundar Ríodoce ganando 3 000, y Javier ganaba 2 000 mil. Yo ganaba 3 000 porque Javier me dijo: “Ponte 1 000 más, compadre, porque tú eres el director”.

Don Ismael, como se le conoce en el medio, habla de todo esto con mucha entereza. Lo recuerda con la seguridad de que hicieron lo correcto y agradece a sus hermanos que lo ayudaron en el inicio porque con 3 000 pesos al mes era imposible sacar adelante un proyecto así.

Este proyecto creció y se convirtió en una referencia del periodismo, no solo en Sinaloa, sino en todo México. Es de los medios que se mantienen en pie contando la violencia de la zona.

En febrero de 2017 Javier entrevistó a Dámaso López Núñez para las páginas de Ríodoce. Dámaso López fue uno de los grandes capos de Sinaloa, una vez que Joaquín Guzmán Loera fue capturado por tercera vez. “El Licenciado”, como lo apodaban en la zona, comenzó una guerra con los hijos de Guzmán. La entrevista de Javier no le cayó muy bien al ego de Los Chapitos.

Eran sobre las 2 de la madrugada y se estaba terminando de imprimir el periódico que saldría al día siguiente con la entrevista en portada. Me llamó un joven de la oficina y yo respondí medio dormido:

—Don Ismael, aquí hay gente armada en la redacción. Quieren hablar con usted porque quieren comprar todo el periódico.

—A ver, pásamelos.

—Buenas, jefe.

—¿Qué pasó chavalo?

—Señor, nos mandaron a comprarle todo el periódico. No hay problema. Se lo vamos a pagar todo.

—No, fíjese que eso no se puede. Nosotros tenemos compromiso ya con tiendas y puestos de periódicos que les tenemos que cumplir.

—¡Oh!, ¿así es, entonces?

—Sí. Con la pena, chavalón.

—Pues, no pasa nada, fíjese.

El trabajador de la redacción vuelve a llamar por teléfono a Ismael y le informa que ya habían cargado parte de la edición.

Los hombres armados esperaron afuera del taller de imprenta a que salieran las camionetas de reparto. Las siguieron. Cuando los repartidores bajaban a dejar los ejemplares del semanario, ellos también bajaban, los compraban uno a uno y se los llevaban. Lo hicieron en Mazatlán y en Culiacán. En Los Mochis, no. No tenía mucho sentido. La entrevista estaría en la web en unas horas. Lo que querían evitar era que circulara el impreso y, sobre todo, dejar claro quién mandaba por ahí.

Había 10 repartidores y solo uno tuvo miedo de salir a repartir ese día. Los demás salieron en moto o en sus camionetas, todos con su escolta siniestra detrás. Al final, los hombres de Los Chapitos compraron el 70% de la edición de aquel día.

Hacer periodismo en los estados de México es navegar en un mar encrespado. Los periodistas tienen que luchar día a día contra la precariedad laboral, los malos salarios y con el hecho de que las ciudades son pequeñas y se convive con el crimen o con los gobiernos aliados al crimen. Todos los días. Ismael cuenta:

Hay líneas muy delgadas que tienes que saber respetar. A veces con el tiempo cruzas esas líneas y no te das cuenta. Cuando menos lo esperas ya las pasaste. Eso nos pasó con esa entrevista. Habíamos dicho que nunca íbamos a entrevistar a un capo porque se podría interpretar que estábamos de un lado o del otro, y el del otro lado iba a pensar que éramos enemigos. Y fíjate, cruzamos la línea sin darnos cuenta.

Ismael suelta los nombres de los capos más famosos, los más buscados por las autoridades de diferentes países, los más sanguinarios y temidos; pero al contarlo lo hace con naturalidad, los nombra por sus apodos y los reconoce con familiaridad. Cualquier editor se quebraría la cabeza con la información que llega a la redacción de Ríodoce. Pero no Ismael. Queda claro que convive con esa realidad todos los días.

Podría interesarte la crónica: "Ruego que nunca te conviertas en hombre".

Altar a Jesús Malverde en la capilla de Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

15 de mayo de 2017

Han pasado siete años desde que mataron a Javier Valdez Cárdenas a plena luz del día en una calle de Culiacán. Mismo tiempo que Ismael no ha dejado de recapitular obsesivamente ese 15 de mayo fatídico.

Cada lunes se reunían para ver los pendientes de la semana. Terminaron la reunión e Ismael tenía que ir al banco, a 800 metros de la oficina. A las 12 del día salió del banco, dio la vuelta y vio un accidente.

En un principio pensé que era un viejito. Vi al hombre tirado y me acerqué en el auto. Bajé la ventanilla y le vi los zapatos, y ahí supe que era Javier. Le pregunté a un muchacho que estaba ahí: “¿Qué pasó con ese señor?”. Pero yo ya sabía que era Javier. “¿Lo atropellaron?”. El joven me respondió: “No. Lo mataron”. Entonces estacioné el auto y me bajé a verlo. Tomé el teléfono y llamé a Andrés, nuestro jefe de información. Le dije: “Vente para acá, mataron a Javier”. En eso me sonó el teléfono de nuevo y era Griselda. Cuando le respondí, solo le dije: “Vente para acá”. Y ella me decía: “Ismael, dime que no es cierto”, y yo le grité: “Vente para acá”. Al colgar rompí el teléfono, entonces ya quedé incomunicado.

Los días que le siguieron fueron muy jodidos. Esa tarde, horrible, y al otro día, el sepelio. Entras en otra dimensión porque, a partir de ese momento, nos teníamos que mover distinto. Es decir, nosotros ya estábamos acostumbrados a sortear muchas cosas como los salarios, la falta de recursos; pero nunca nos habían matado a un compañero. Fueron semanas muy difíciles, que se hicieron meses y luego años.

Buscar la procuración de justicia es un infierno en este país. Nos jodía mucho que no sabíamos quién había sido. Pensábamos en varios, pero no teníamos la certeza. Hasta que se medió aclaró es que comenzamos a ver un poco la luz.

Ismael hace una pausa en la conversación, con los ojos un poco vidriosos y por primera vez su voz pierde el ímpetu tan característico del acento golpeado, distendido y sin preocupación del noroeste de México. En un tono más reflexivo, dice: “Mira, a Javier lo mataron por mi culpa”.

Lo ha pensado mucho, por eso puede soltar así la frase. Le pido que me cuente por qué lo dice, por qué se siente responsable de un crimen que él no cometió.

Yo tengo la última decisión de lo que se publica en el diario. Debí haber revisado mejor la nota y frenar la publicación. […] No debíamos haber entrevistado a Dámaso. Los hijos del Chapo habían enviado una carta a Ciro Gómez Leyva. Ciro leyó la carta al aire y Dámaso quiso dar su versión, entonces nos buscaron. Pero te voy a decir por qué acepté. Javier era un hombre muy sensible, se enojaba o se ponía triste y podía hasta llorar el bato. Era muy sensible. Días antes yo le había parado una nota de un hermano del Chapo porque no tenía fuentes. Se agüitó machín. Y 15 días después me llega con esto. Y yo ahí flaqueé, ya no quise decirle nada, pero yo sabía que no teníamos que meternos en esa guerra. Ya lo habíamos hablado antes. Con los jóvenes había que tener otro cuidado, no son los narcos viejos. Tienen otros códigos.

[Silencio]

Mira, a Javier lo mató el hijo, tal vez Dámaso el papá no lo habría matado. Estaba todo muy caliente en el ambiente. Pensamos mandar a Javier fuera de la ciudad, pero le dio muchas largas. Cuando detienen a Dámaso, nosotros pensamos que las cosas se iban a calmar. Pensamos que se acababa la guerra y fue ahí cuando salimos con esa pinche nota. Javier dice que el hijo de Dámaso no tiene la talla, que es un gatillero de pacotilla. Cosas así escribió.

[Silencio]

Lo de Javier fue un crimen de ira.

[Silencio]

El muchacho estaba acorralado, habían detenido a su papá, él estaba solo.

[Silencio largo]

Yo debí haber quitado todo eso, y tal vez a Javier no lo hubieran matado.

Javier murió hace años y su muerte fue un suceso que cimbró al periodismo mexicano. Sus compañeros y compañeras en el semanario Ríodoce se han tenido que reponer y seguir adelante en su día a día narrando la violencia de Sinaloa.

En las últimas semanas de septiembre de 2024, tras la detención de Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los legendarios capos del Cártel de Sinaloa, el estado vive bajo una ola de violencia imparable. Los grupos antagónicos se disputan el control total de la zona para imponer al que será el nuevo amo y señor de las drogas en la entidad.

Pienso en Gladys Serrano, una fotoperiodista que conocí en Sinaloa. Sus imágenes crudas en medio de ese permanente fuego cruzado me llamaron la atención. Quiero saber si es posible sobreponerse de una dinámica así, después de años trabajando en esos contextos.

No se puede huir de la violencia

Gladys tenía como regla no contarle mucho a su madre sobre su trabajo y las cosas que le tocaba ver. Pero ese día le costó más que otros días. Hacía unos meses le habían dado una oportunidad como fotógrafa en el diario Debate de Culiacán. Le tocaba un poco de todo. Días en que le asignaban hacer la guardia policiaca, pero a las 6 de la tarde tenía que estar puntual en el estadio de beisbol, lo que hubiera visto en esa jornada debía quedar atrás, pues ahora era momento de retratar el juego.

Una de sus primeras asignaturas fue tomar fotos a dos cuerpos abandonados en un campo de maíz. A sus padres no les gustaba mucho ese trabajo y le aconsejaban dejarlo, al menos así fue en un inicio. Por eso Gladys no le contaba todo a su madre. Aquel día fue diferente, la tristeza le ganó, llegó a casa llorando. Le había tocado acudir a una secundaria porque un niño había matado a golpes a otro. Cuando llegó a la escuela tuvo que ir a la farmacia de la colonia y ahí vio el cadáver; a los maestros, tras la golpiza, solo se les ocurrió llevar el cuerpo a una pequeña farmacia de barrio, era un niño de secundaria. Gladys tuvo que esperar a que llegarán por el cadáver y fotografiar la historia. El hecho consternó a la ciudad y al día siguiente continuaba siendo noticia y la enviaron al funeral.

La familia del niño muerto estaba indignada y permitió que la prensa ingresara a la casa donde lo velaban. Gladys no quiso acercarse más, no quería volver a ver el cuerpo. En un momento se salió de la casa y escuchó a los compañeros de escuela del niño que se burlaban y hablaban de él. Daban a entender que el niño era malo, que tal vez se merecía lo que pasó. Mientras más tiempo pasaba Gladys en el sitio, la historia se ponía más triste.

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Es un día contaminado en la Ciudad de México, se ha roto un récord de calor: la ciudad alcanzó más de 30 grados. Gladys Serrano ahora trabaja como fotógrafa de un periódico internacional en la capital mexicana. Sus coberturas son distintas, ha trabajado en países como Colombia y El Salvador. Atrás quedó aquel diario local de su ciudad y la vida como fotógrafa de nota roja; sin embargo, al hablar con ella queda la sensación de que los hechos violentos de aquellos años no han desaparecido del todo. Recuerda el día a día en esa redacción. Ahora, a la distancia, reflexiona sobre cosas terribles de las que nunca se percató y que por el nivel de violencia que se vive a diario, incluso se normalizan.

Gladys llega a la cita puntual. Ha pedido un té porque no toma café, le pega mal. Al preguntarle cómo es el día a día de una fotoperiodista en Culiacán, cuenta lo que bien podría ser el capítulo de una serie de narcos en Netflix, pero son anécdotas de sus años en un periódico local.

Hacia el 2008 o 2009 la violencia era desmedida en la ciudad. Los policías federales comenzaron a trabajar vestidos de civiles. Entraban a las casas o comercios a realizar cateos sin ninguna orden, simplemente llegaban buscando armas o droga y se metían. Fueron días muy complicados para trabajar en Sinaloa. Gladys cuenta que una tarde se quisieron meter a un taller mecánico a media cuadra del periódico:

Llegaron muy agresivos, los del taller se asustaron y llamaron al periódico. Yo estaba ahí, pero no me tocó ir. Salió Leo Espinoza, “don Leo” le decíamos, un veterano fotógrafo que se fue con dos reporteros. Llegaron al sitio y comenzaron a reportear. Todo era muy tenso, los federales ya no tenían el control de la situación y se molestaron de que les tomara fotos. De inmediato detuvieron a los dos reporteros y los subieron a una camioneta. Don Leo corrió y no lo lograron subir. Lo persiguieron hasta el periódico. Eran como las 7 de la tarde y estaba oscureciendo. Don Leo había fotografiado toda la situación, incluso su persecución. Alcanzó a refugiarse en el diario y los federales desde afuera le apuntaban con armas, mientras él seguía tomando fotos.

Gladys habla de don Leo con cariño y admiración. Leonardo Espinoza, fotógrafo ya retirado, acumuló años de experiencia y registró muchos sucesos traumáticos ocurridos en Sinaloa.

“Ese día nos llamaron de la caseta de vigilancia y nos avisaron: hay gente armada queriéndose meter a la redacción. Imagínate, ahí comenzamos a llorar muchas personas. Yo pensé, ‘nos van a subir a matar’. Había que pasar dos puertas, pero eran de cristal. Yo estaba en mi computadora cuando nos avisaron”. Gladys rememora ese día y aún lo cuenta con cierto temor. Es un recuerdo que la marcó.

Era muy común que llamaran a la oficina amenazando. En esa época, casi hablaban a diario y decían: “Vamos a matar periodistas”. Yo pensé que ese día iba a pasar eso. Ya había pasado lo de las granadas. Entonces, me asusté mucho. Finalmente, los federales se tranquilizaron y se identificaron. Al día siguiente el gobernador y el procurador del estado visitaron la redacción y pidieron disculpas. Pero ese día fue muy reflexivo para mí. Realmente me planteé si quería ser fotoperiodista toda mi vida.

Pasaron los años y continuó con su trabajo. Hoy piensa sobre aquellos días: “¿Te digo algo? A mí ese susto ya nunca se me bajó. Por años, sentí mucha ansiedad. Un día fui a una colonia y hombres armados me siguieron hasta el periódico. Ahí supe que me quería ir. Pensé: ʻAquí me van a matarʼ. No porque sea yo en particular, porque así es. Culiacán nunca va a dejar de ser violento”.

Le pregunto qué secuelas puede dejar ejercer el oficio en este estado, ¿cómo sobreviven los periodistas a esa realidad?

Cuando yo me fui, duré mucho tiempo enojada con la ciudad. Tardé como un año en volver. Todo lo veía sospechoso, todo lo veía mal. Tardé mucho en que se me quitara esa sensación. Años después comprendí que era lo que llaman estrés postraumático. En mis últimos dos años en el periódico, yo consumía muchas drogas, drogas duras. No solo yo, mis compañeros pasaban por lo mismo. Y uno pensaba que era normal, pero no. Era por la violencia. Cuando te alejas lo comprendes. Yo intentaba justificarlo porque estás en una fiesta o en una reunión, pero de pronto era todos los días. Tomas mucho alcohol o te drogas mucho. La mayoría de los jóvenes periodistas que están en la violencia están así.

Vista del panteón municipal durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

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Los periodistas en México no buscaron ser corresponsales de guerra; no se enlistaron o alzaron la mano para ir a cubrir un conflicto, simplemente el horror llegó a su ciudad. Yo me había propuesto no cubrir este tipo de historias, no era lo que yo quería como periodista. Un día a las 6 de la mañana un compañero me despertó por teléfono gritando que habían arrojado más de 20 cuerpos en una glorieta de mi ciudad [Guadalajara]. Salí corriendo, incrédulo. En el camino pensaba que el dato tenía que ser incorrecto, que el pánico y la paranoia estaban circulando. Era trágico por la zona y la hora, pero pensé que estaba exagerando, que serían tres, a lo mucho cuatro cadáveres. Al final se contaron 24.

Los periodistas que cubren esa fuente están atrapados en ese conflicto sin sentido. A partir de que la infame “guerra contra el narco” llegó a sus ciudades, han sido asesinados, desaparecidos, silenciados. La estadística que cuenta más de 100 periodistas desaparecidos y asesinados en 10 años no parece ser suficiente para encender las alarmas en las autoridades. La indiferencia de una sociedad que no se siente representada porque el periodismo no dice lo que quiere escuchar también es una sentencia. Quizá la verdadera sentencia es la que escribió Javier Valdez Cárdenas cuando asesinaron a la periodista Miroslava Breach: “Que nos maten a todos si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”.

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En Sinaloa la calma nunca llega, pero los periodistas locales no han dejado de reportear un solo día la exacerbada violencia que vive el estado desde hace decenios.

El funeral de Roberto Medina no hubiera tenido lugar si Mirna Nereida, su madre y fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, no lo hubiera buscado durante años. A Roberto se lo llevaron de día, en plena calle de un pueblo llamado El Fuerte, en el norte de Sinaloa. Un levantón, como se les llama. A partir de ahí pasó a ser un desaparecido. Su hija de 4 años escuchó tantas veces decir que su papá estaba desaparecido, que llegó a pensar que “desaparecido” era un lugar y le preguntaba a su abuela: “¿Cuándo va a venir mi papá de Desaparecido?”.

En el cementerio de Mochicahui cae la noche y la oscuridad reina en todo el espacio. No se alcanza a observar casi nada, solo se distinguen algunos rostros por las luces de las veladoras y las de varios celulares, que alumbran como si fueran pequeñas luciérnagas en medio de un silencio absoluto.

Las Rastreadoras de El Fuerte, un grupo de madres que buscan a sus hijos desaparecidos en esa zona, rezan en silencio. Durante el entierro, la viuda de Roberto Medina llora un llanto muy callado y profundo, como un suspiro hacia adentro. Un familiar la abraza o, más bien, la sostiene para que no caiga. De pronto, el silencio y lo que parecía ser el final de un día desgarrador se rompe. El hermano de Roberto, un joven que no llega a los 19 años, se abalanza gritando sobre el ataúd. Se pasó todo el día ayudando para que el funeral de Roberto fuera lo más parecido a un funeral tradicional. Sirvió tostadas de ceviche y agua, mucha agua, pues el funeral ocurría bajo 40 grados Celsius a la sombra, en el norte de Sinaloa, casi frontera con Sonora. Estuvo pendiente de que los asistentes tuvieran un asiento, de que las señoras mayores estuvieran cómodas y de que su madre no llorara más de la cuenta. Ahora son las 7 de la noche, y este mismo joven, que durante todo el día permaneció entero y hacendoso, no puede más y rompe en llanto.

La viuda de Roberto Medina durante el entierro en el panteón de Mochicahui, Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

El ambiente se transforma inmediatamente. Los tíos y otros familiares gritan exasperados para que lo aparten de ahí. Lo que les preocupa no es el sufrimiento del joven, sino el contenido de sus palabras. El dolor y la rabia lo hacen gritar cosas que, en un estado como Sinaloa, y en un país como México, pueden ser muy peligrosas. Si alguien escucha algo que suene a amenaza o que simplemente no le parezca, podría haber consecuencias.

La escena, triste y desgarradora, se torna violenta. Un funeral no debería ser así. Un hermano debería poder llorar y gritar su dolor. Pero no aquí, no en Sinaloa. En el panteón podría haber gente escuchando. Podría haber gente mirando. De hecho, la hay. Los familiares logran tranquilizarlo y le piden silencio. Él parece entrar en razón y sigue llorando sin gritar. Se aparta del ataúd y vuelve a su dolor personal.

Hasta hace unas horas, Roberto Medina era un desaparecido más. Su nombre formaba parte de los 100 000 desaparecidos que México acumula en los últimos 14 años. Roberto seguiría en esas listas si no fuera porque el grupo de rastreadoras que fundó su madre lo encontró en un paraje desértico de Sinaloa; enviaron un fragmento de sus restos al departamento forense de la Fiscalía de Sinaloa, que 14 días después le confirmó a Mirna que se trataba de Roberto. Ella asegura que estaba esperando la confirmación científica, pero que desde el día que encontraron el cuerpo, supo que era él.

También te puede interesar leer el artículo: "Ayotzinapa: cómo AMLO interfirió en el proceso por la justicia".

Niños juegan en la zona de Tres Ríos, frente al río Humaya en Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

De un momento a otro Noel, un reportero con mucha experiencia en la zona y que trabaja para el periódico local Debate, nos alerta de que es momento de irnos o, mejor dicho, nos ordena que nos vayamos.

Busco a César, mi compañero fotógrafo, la luz de los faros de una camioneta me ayudan a distinguirlo; tenemos que aprovechar que Noel nos puede sacar de ahí y regresar a Los Mochis. Noel conduce su camioneta a toda velocidad, la zona no es segura y hay que salir de ahí lo más pronto posible.

A lo lejos, veo la escena. En el centro, Mirna Nerida levanta la foto de su hijo, como si sepultarlo fuera un logro. Ella había empezado sola, buscando cuerpos, y esa búsqueda la llevó frente al presidente, Enrique Peña Nieto. Le habló de la realidad del país que gobernaba, y luego se levantó y siguió buscando. Al principio, lo buscaba vivo. Después, donde fuera: barrancos, ríos, terrenos baldíos, hectáreas interminables de tierra. No estaba sola. Otras madres empezaron a unirse, buscando también.

A todas ellas, el periodista Javier Valdez las bautizó como Las Rastreadoras de El Fuerte.

Mirna Nereida sostiene la foto de su hijo durante su funeral. Mirna es una madre que durante tres años buscó a su hijo Roberto, hasta que lo encontró en una pequeña tumba en una montaña en el estado de Sinaloa. Mirna formó el grupo conocido como Las Rastreadoras del Fuerte, ya que ese era el pueblo donde su hijo desapareció y fue visto por última vez. Finalmente, Mirna logró recuperar el cuerpo de Roberto y realizar un funeral religioso, como lo dictan las costumbres del lugar y sus creencias. Fotografía de Héctor Guerrero.

Treinta años antes…

El bombero despega el pie de un hombre del pedal del acelerador. La carne calcinada se vuelve chiclosa y tiene que utilizar una espátula para raspar lo que queda de la extremidad embarrada en los pedales de la camioneta de redilas a la que le pusieron una pequeña bomba para matar al conductor.

Griselda Triana recuerda aquella noche como si hubiera sido ayer, cuando presenció ese cuadro al asomarse por la ventana de la camioneta color blanco. Lo describe con detalles. Griselda tenía 20 años, cenaba con su novio en un pequeño lugar de Culiacán. Tenían la costumbre de perseguir a las ambulancias o a las patrullas cuando las veían pasar. Trabajaba como reportera en una estación de noticias en la radio y él en el Canal 3 de la televisión local. Era rutina seguir a los servicios de emergencia, pues los llevaban a donde estaba la noticia y así ya tenían algo para informar en sus respectivos medios. Andaban, literalmente, tras la nota.

Así fue como llegaron una vez a un enfrentamiento en la colonia Chapultepec. Griselda vio a la gente tirada en las banquetas y hasta ese momento se percató de que el enfrentamiento no había terminado. Se tiró junto a un auto mientras los balazos se seguían escuchando.

La joven pareja de reporteros pasaba los días y las noches de esta forma, haciendo periodismo en una de las ciudades más peligrosas del país.

Hoy, muchos años después, Griselda lo recuerda con nostalgia y normalidad.

Nunca hubo otra opción. Es la vida diaria en un lugar como este. […] Hoy que vivo en un pueblo muy lejos de ahí y me despiertan los cuetes, lo primero que viene a mi mente es cuando me despertaban las ráfagas de metralletas, cuando los escucho me quedo en mi cama quieta, esperando escuchar las sirenas que anteceden a los balazos, pero nunca llegan. Entonces recuerdo que no son balazos, y que ya no estoy en Culiacán.

Sonríe un poco y continúa hablando con una voz muy baja, pausada, como si estuviera contando un secreto que le avergüenza: “Aprendes a diferenciar entre armas cortas, armas largas, disparos al aire… No tienes opción. ¿Qué puedes hacer? Tus hijos conviven con los hijos de ellos. Llega un momento en que te acostumbras, no hay más”.

Cuando dice “ellos”, se refiere a los narcos. Ahora que tiene algunos años viviendo fuera de Sinaloa, reflexiona con una pregunta: “¿Cómo se puede vivir tanto tiempo así?”.

Un hombre sostiene el ataúd durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

Finalmente, Griselda se cansó del diarismo y le ofrecieron entrar a la oficina de comunicación de la Universidad del Estado de Sinaloa. Le pareció una buena oferta y la aceptó sin dudarlo. Llegó a coordinar esa oficina con más de 12 personas a su cargo y tomó la conducción de un noticiero de lunes a viernes. Su novio, siempre inquieto y creativo, dejó la televisión y se fue a trabajar a un diario local, donde comenzó a crecer laboralmente al lado de entrañables colegas que luego se convirtieron en amigos. Se casaron y continuaron su vida juntos.

El 15 de mayo de 2017 su esposo murió asesinado en una calle del centro de Culiacán, su nombre era —es— Javier Valdez Cárdenas.

Reporteros S.A. de C.V.

Ismael Bojórquez comienza la conversación citando a Milan Kundera y las casualidades, pues fue por una casualidad que llegó al periodismo. Cuando era joven trabajó cinco años en el Sindicato Nacional de Mineros, en las minas del norte de Sinaloa. Escribía los boletines y las convocatorias del sindicato y de ahí le nació un cierto gusto por escribir y por la grilla. Después se fue a estudiar sociología al puerto de Mazatlán. Le desanimó que solo hubiera seis alumnos anotados, no le vio gran futuro a esa profesión. Se enteró de que a Comunicación se habían inscrito cientos, recordó su gusto por escribir de asuntos políticos y se apuntó de inmediato.

Hoy Ismael rebasa los 70 años y para cualquiera al que le guste el periodismo, sentarse a hablar con él es como tomar un máster de esos que dan en la profesión. Comenzó su carrera en la televisión y, al poco tiempo, le ofrecieron entrar al diario Noroeste como reportero de a pie. Para 1996 lo hicieron jefe de información en la oficina de Culiacán. Ahí contrató a Javier Valdez Cárdenas, un reportero dinámico que había conocido en la televisión.

Pasaron los años y un pequeño grupo de reporteros de esa redacción sintió que el periódico ya no llenaba como antes sus expectativas. Les habían puesto a un sacerdote como director y eso los tenía desconcertados. A Ismael, una vieja idea le rondaba por la cabeza: hacer un semanario. Él pertenece a esa generación de periodistas mexicanos que crecieron admirando el periodismo del semanario Proceso, que dirigió el mítico Julio Scherer. Ismael llegó incluso a colaborar con ellos en algún tiempo desde Sinaloa. Comenzó a cavilar la idea con algunos compañeros y en cantinas y tertulias, la idea fue tomando forma.

Para finales de 2001 se había formado una sociedad llamada Reporteros S.A. de C.V., y el 3 de febrero de 2002 el primer número de Ríodoce salió a la venta en las calles de Sinaloa.

Habíamos ideado un plan de negocios con acciones que no nos funcionó para nada. Yo ganaba en Noroeste 20 000 pesos mensuales y me fui a fundar Ríodoce ganando 3 000, y Javier ganaba 2 000 mil. Yo ganaba 3 000 porque Javier me dijo: “Ponte 1 000 más, compadre, porque tú eres el director”.

Don Ismael, como se le conoce en el medio, habla de todo esto con mucha entereza. Lo recuerda con la seguridad de que hicieron lo correcto y agradece a sus hermanos que lo ayudaron en el inicio porque con 3 000 pesos al mes era imposible sacar adelante un proyecto así.

Este proyecto creció y se convirtió en una referencia del periodismo, no solo en Sinaloa, sino en todo México. Es de los medios que se mantienen en pie contando la violencia de la zona.

En febrero de 2017 Javier entrevistó a Dámaso López Núñez para las páginas de Ríodoce. Dámaso López fue uno de los grandes capos de Sinaloa, una vez que Joaquín Guzmán Loera fue capturado por tercera vez. “El Licenciado”, como lo apodaban en la zona, comenzó una guerra con los hijos de Guzmán. La entrevista de Javier no le cayó muy bien al ego de Los Chapitos.

Eran sobre las 2 de la madrugada y se estaba terminando de imprimir el periódico que saldría al día siguiente con la entrevista en portada. Me llamó un joven de la oficina y yo respondí medio dormido:

—Don Ismael, aquí hay gente armada en la redacción. Quieren hablar con usted porque quieren comprar todo el periódico.

—A ver, pásamelos.

—Buenas, jefe.

—¿Qué pasó chavalo?

—Señor, nos mandaron a comprarle todo el periódico. No hay problema. Se lo vamos a pagar todo.

—No, fíjese que eso no se puede. Nosotros tenemos compromiso ya con tiendas y puestos de periódicos que les tenemos que cumplir.

—¡Oh!, ¿así es, entonces?

—Sí. Con la pena, chavalón.

—Pues, no pasa nada, fíjese.

El trabajador de la redacción vuelve a llamar por teléfono a Ismael y le informa que ya habían cargado parte de la edición.

Los hombres armados esperaron afuera del taller de imprenta a que salieran las camionetas de reparto. Las siguieron. Cuando los repartidores bajaban a dejar los ejemplares del semanario, ellos también bajaban, los compraban uno a uno y se los llevaban. Lo hicieron en Mazatlán y en Culiacán. En Los Mochis, no. No tenía mucho sentido. La entrevista estaría en la web en unas horas. Lo que querían evitar era que circulara el impreso y, sobre todo, dejar claro quién mandaba por ahí.

Había 10 repartidores y solo uno tuvo miedo de salir a repartir ese día. Los demás salieron en moto o en sus camionetas, todos con su escolta siniestra detrás. Al final, los hombres de Los Chapitos compraron el 70% de la edición de aquel día.

Hacer periodismo en los estados de México es navegar en un mar encrespado. Los periodistas tienen que luchar día a día contra la precariedad laboral, los malos salarios y con el hecho de que las ciudades son pequeñas y se convive con el crimen o con los gobiernos aliados al crimen. Todos los días. Ismael cuenta:

Hay líneas muy delgadas que tienes que saber respetar. A veces con el tiempo cruzas esas líneas y no te das cuenta. Cuando menos lo esperas ya las pasaste. Eso nos pasó con esa entrevista. Habíamos dicho que nunca íbamos a entrevistar a un capo porque se podría interpretar que estábamos de un lado o del otro, y el del otro lado iba a pensar que éramos enemigos. Y fíjate, cruzamos la línea sin darnos cuenta.

Ismael suelta los nombres de los capos más famosos, los más buscados por las autoridades de diferentes países, los más sanguinarios y temidos; pero al contarlo lo hace con naturalidad, los nombra por sus apodos y los reconoce con familiaridad. Cualquier editor se quebraría la cabeza con la información que llega a la redacción de Ríodoce. Pero no Ismael. Queda claro que convive con esa realidad todos los días.

Podría interesarte la crónica: "Ruego que nunca te conviertas en hombre".

Altar a Jesús Malverde en la capilla de Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

15 de mayo de 2017

Han pasado siete años desde que mataron a Javier Valdez Cárdenas a plena luz del día en una calle de Culiacán. Mismo tiempo que Ismael no ha dejado de recapitular obsesivamente ese 15 de mayo fatídico.

Cada lunes se reunían para ver los pendientes de la semana. Terminaron la reunión e Ismael tenía que ir al banco, a 800 metros de la oficina. A las 12 del día salió del banco, dio la vuelta y vio un accidente.

En un principio pensé que era un viejito. Vi al hombre tirado y me acerqué en el auto. Bajé la ventanilla y le vi los zapatos, y ahí supe que era Javier. Le pregunté a un muchacho que estaba ahí: “¿Qué pasó con ese señor?”. Pero yo ya sabía que era Javier. “¿Lo atropellaron?”. El joven me respondió: “No. Lo mataron”. Entonces estacioné el auto y me bajé a verlo. Tomé el teléfono y llamé a Andrés, nuestro jefe de información. Le dije: “Vente para acá, mataron a Javier”. En eso me sonó el teléfono de nuevo y era Griselda. Cuando le respondí, solo le dije: “Vente para acá”. Y ella me decía: “Ismael, dime que no es cierto”, y yo le grité: “Vente para acá”. Al colgar rompí el teléfono, entonces ya quedé incomunicado.

Los días que le siguieron fueron muy jodidos. Esa tarde, horrible, y al otro día, el sepelio. Entras en otra dimensión porque, a partir de ese momento, nos teníamos que mover distinto. Es decir, nosotros ya estábamos acostumbrados a sortear muchas cosas como los salarios, la falta de recursos; pero nunca nos habían matado a un compañero. Fueron semanas muy difíciles, que se hicieron meses y luego años.

Buscar la procuración de justicia es un infierno en este país. Nos jodía mucho que no sabíamos quién había sido. Pensábamos en varios, pero no teníamos la certeza. Hasta que se medió aclaró es que comenzamos a ver un poco la luz.

Ismael hace una pausa en la conversación, con los ojos un poco vidriosos y por primera vez su voz pierde el ímpetu tan característico del acento golpeado, distendido y sin preocupación del noroeste de México. En un tono más reflexivo, dice: “Mira, a Javier lo mataron por mi culpa”.

Lo ha pensado mucho, por eso puede soltar así la frase. Le pido que me cuente por qué lo dice, por qué se siente responsable de un crimen que él no cometió.

Yo tengo la última decisión de lo que se publica en el diario. Debí haber revisado mejor la nota y frenar la publicación. […] No debíamos haber entrevistado a Dámaso. Los hijos del Chapo habían enviado una carta a Ciro Gómez Leyva. Ciro leyó la carta al aire y Dámaso quiso dar su versión, entonces nos buscaron. Pero te voy a decir por qué acepté. Javier era un hombre muy sensible, se enojaba o se ponía triste y podía hasta llorar el bato. Era muy sensible. Días antes yo le había parado una nota de un hermano del Chapo porque no tenía fuentes. Se agüitó machín. Y 15 días después me llega con esto. Y yo ahí flaqueé, ya no quise decirle nada, pero yo sabía que no teníamos que meternos en esa guerra. Ya lo habíamos hablado antes. Con los jóvenes había que tener otro cuidado, no son los narcos viejos. Tienen otros códigos.

[Silencio]

Mira, a Javier lo mató el hijo, tal vez Dámaso el papá no lo habría matado. Estaba todo muy caliente en el ambiente. Pensamos mandar a Javier fuera de la ciudad, pero le dio muchas largas. Cuando detienen a Dámaso, nosotros pensamos que las cosas se iban a calmar. Pensamos que se acababa la guerra y fue ahí cuando salimos con esa pinche nota. Javier dice que el hijo de Dámaso no tiene la talla, que es un gatillero de pacotilla. Cosas así escribió.

[Silencio]

Lo de Javier fue un crimen de ira.

[Silencio]

El muchacho estaba acorralado, habían detenido a su papá, él estaba solo.

[Silencio largo]

Yo debí haber quitado todo eso, y tal vez a Javier no lo hubieran matado.

Javier murió hace años y su muerte fue un suceso que cimbró al periodismo mexicano. Sus compañeros y compañeras en el semanario Ríodoce se han tenido que reponer y seguir adelante en su día a día narrando la violencia de Sinaloa.

En las últimas semanas de septiembre de 2024, tras la detención de Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los legendarios capos del Cártel de Sinaloa, el estado vive bajo una ola de violencia imparable. Los grupos antagónicos se disputan el control total de la zona para imponer al que será el nuevo amo y señor de las drogas en la entidad.

Pienso en Gladys Serrano, una fotoperiodista que conocí en Sinaloa. Sus imágenes crudas en medio de ese permanente fuego cruzado me llamaron la atención. Quiero saber si es posible sobreponerse de una dinámica así, después de años trabajando en esos contextos.

No se puede huir de la violencia

Gladys tenía como regla no contarle mucho a su madre sobre su trabajo y las cosas que le tocaba ver. Pero ese día le costó más que otros días. Hacía unos meses le habían dado una oportunidad como fotógrafa en el diario Debate de Culiacán. Le tocaba un poco de todo. Días en que le asignaban hacer la guardia policiaca, pero a las 6 de la tarde tenía que estar puntual en el estadio de beisbol, lo que hubiera visto en esa jornada debía quedar atrás, pues ahora era momento de retratar el juego.

Una de sus primeras asignaturas fue tomar fotos a dos cuerpos abandonados en un campo de maíz. A sus padres no les gustaba mucho ese trabajo y le aconsejaban dejarlo, al menos así fue en un inicio. Por eso Gladys no le contaba todo a su madre. Aquel día fue diferente, la tristeza le ganó, llegó a casa llorando. Le había tocado acudir a una secundaria porque un niño había matado a golpes a otro. Cuando llegó a la escuela tuvo que ir a la farmacia de la colonia y ahí vio el cadáver; a los maestros, tras la golpiza, solo se les ocurrió llevar el cuerpo a una pequeña farmacia de barrio, era un niño de secundaria. Gladys tuvo que esperar a que llegarán por el cadáver y fotografiar la historia. El hecho consternó a la ciudad y al día siguiente continuaba siendo noticia y la enviaron al funeral.

La familia del niño muerto estaba indignada y permitió que la prensa ingresara a la casa donde lo velaban. Gladys no quiso acercarse más, no quería volver a ver el cuerpo. En un momento se salió de la casa y escuchó a los compañeros de escuela del niño que se burlaban y hablaban de él. Daban a entender que el niño era malo, que tal vez se merecía lo que pasó. Mientras más tiempo pasaba Gladys en el sitio, la historia se ponía más triste.

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Es un día contaminado en la Ciudad de México, se ha roto un récord de calor: la ciudad alcanzó más de 30 grados. Gladys Serrano ahora trabaja como fotógrafa de un periódico internacional en la capital mexicana. Sus coberturas son distintas, ha trabajado en países como Colombia y El Salvador. Atrás quedó aquel diario local de su ciudad y la vida como fotógrafa de nota roja; sin embargo, al hablar con ella queda la sensación de que los hechos violentos de aquellos años no han desaparecido del todo. Recuerda el día a día en esa redacción. Ahora, a la distancia, reflexiona sobre cosas terribles de las que nunca se percató y que por el nivel de violencia que se vive a diario, incluso se normalizan.

Gladys llega a la cita puntual. Ha pedido un té porque no toma café, le pega mal. Al preguntarle cómo es el día a día de una fotoperiodista en Culiacán, cuenta lo que bien podría ser el capítulo de una serie de narcos en Netflix, pero son anécdotas de sus años en un periódico local.

Hacia el 2008 o 2009 la violencia era desmedida en la ciudad. Los policías federales comenzaron a trabajar vestidos de civiles. Entraban a las casas o comercios a realizar cateos sin ninguna orden, simplemente llegaban buscando armas o droga y se metían. Fueron días muy complicados para trabajar en Sinaloa. Gladys cuenta que una tarde se quisieron meter a un taller mecánico a media cuadra del periódico:

Llegaron muy agresivos, los del taller se asustaron y llamaron al periódico. Yo estaba ahí, pero no me tocó ir. Salió Leo Espinoza, “don Leo” le decíamos, un veterano fotógrafo que se fue con dos reporteros. Llegaron al sitio y comenzaron a reportear. Todo era muy tenso, los federales ya no tenían el control de la situación y se molestaron de que les tomara fotos. De inmediato detuvieron a los dos reporteros y los subieron a una camioneta. Don Leo corrió y no lo lograron subir. Lo persiguieron hasta el periódico. Eran como las 7 de la tarde y estaba oscureciendo. Don Leo había fotografiado toda la situación, incluso su persecución. Alcanzó a refugiarse en el diario y los federales desde afuera le apuntaban con armas, mientras él seguía tomando fotos.

Gladys habla de don Leo con cariño y admiración. Leonardo Espinoza, fotógrafo ya retirado, acumuló años de experiencia y registró muchos sucesos traumáticos ocurridos en Sinaloa.

“Ese día nos llamaron de la caseta de vigilancia y nos avisaron: hay gente armada queriéndose meter a la redacción. Imagínate, ahí comenzamos a llorar muchas personas. Yo pensé, ‘nos van a subir a matar’. Había que pasar dos puertas, pero eran de cristal. Yo estaba en mi computadora cuando nos avisaron”. Gladys rememora ese día y aún lo cuenta con cierto temor. Es un recuerdo que la marcó.

Era muy común que llamaran a la oficina amenazando. En esa época, casi hablaban a diario y decían: “Vamos a matar periodistas”. Yo pensé que ese día iba a pasar eso. Ya había pasado lo de las granadas. Entonces, me asusté mucho. Finalmente, los federales se tranquilizaron y se identificaron. Al día siguiente el gobernador y el procurador del estado visitaron la redacción y pidieron disculpas. Pero ese día fue muy reflexivo para mí. Realmente me planteé si quería ser fotoperiodista toda mi vida.

Pasaron los años y continuó con su trabajo. Hoy piensa sobre aquellos días: “¿Te digo algo? A mí ese susto ya nunca se me bajó. Por años, sentí mucha ansiedad. Un día fui a una colonia y hombres armados me siguieron hasta el periódico. Ahí supe que me quería ir. Pensé: ʻAquí me van a matarʼ. No porque sea yo en particular, porque así es. Culiacán nunca va a dejar de ser violento”.

Le pregunto qué secuelas puede dejar ejercer el oficio en este estado, ¿cómo sobreviven los periodistas a esa realidad?

Cuando yo me fui, duré mucho tiempo enojada con la ciudad. Tardé como un año en volver. Todo lo veía sospechoso, todo lo veía mal. Tardé mucho en que se me quitara esa sensación. Años después comprendí que era lo que llaman estrés postraumático. En mis últimos dos años en el periódico, yo consumía muchas drogas, drogas duras. No solo yo, mis compañeros pasaban por lo mismo. Y uno pensaba que era normal, pero no. Era por la violencia. Cuando te alejas lo comprendes. Yo intentaba justificarlo porque estás en una fiesta o en una reunión, pero de pronto era todos los días. Tomas mucho alcohol o te drogas mucho. La mayoría de los jóvenes periodistas que están en la violencia están así.

Vista del panteón municipal durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

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Los periodistas en México no buscaron ser corresponsales de guerra; no se enlistaron o alzaron la mano para ir a cubrir un conflicto, simplemente el horror llegó a su ciudad. Yo me había propuesto no cubrir este tipo de historias, no era lo que yo quería como periodista. Un día a las 6 de la mañana un compañero me despertó por teléfono gritando que habían arrojado más de 20 cuerpos en una glorieta de mi ciudad [Guadalajara]. Salí corriendo, incrédulo. En el camino pensaba que el dato tenía que ser incorrecto, que el pánico y la paranoia estaban circulando. Era trágico por la zona y la hora, pero pensé que estaba exagerando, que serían tres, a lo mucho cuatro cadáveres. Al final se contaron 24.

Los periodistas que cubren esa fuente están atrapados en ese conflicto sin sentido. A partir de que la infame “guerra contra el narco” llegó a sus ciudades, han sido asesinados, desaparecidos, silenciados. La estadística que cuenta más de 100 periodistas desaparecidos y asesinados en 10 años no parece ser suficiente para encender las alarmas en las autoridades. La indiferencia de una sociedad que no se siente representada porque el periodismo no dice lo que quiere escuchar también es una sentencia. Quizá la verdadera sentencia es la que escribió Javier Valdez Cárdenas cuando asesinaron a la periodista Miroslava Breach: “Que nos maten a todos si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”.

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El día a día de un periodista en Sinaloa

El día a día de un periodista en Sinaloa

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Una patrulla del Ejército mexicano participa en una operación de búsqueda de personas desaparecidas en la sierra limítrofe de los estados de Nayarit y Sinaloa.
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En Sinaloa la calma nunca llega, pero los periodistas locales no han dejado de reportear un solo día la exacerbada violencia que vive el estado desde hace decenios.

El funeral de Roberto Medina no hubiera tenido lugar si Mirna Nereida, su madre y fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, no lo hubiera buscado durante años. A Roberto se lo llevaron de día, en plena calle de un pueblo llamado El Fuerte, en el norte de Sinaloa. Un levantón, como se les llama. A partir de ahí pasó a ser un desaparecido. Su hija de 4 años escuchó tantas veces decir que su papá estaba desaparecido, que llegó a pensar que “desaparecido” era un lugar y le preguntaba a su abuela: “¿Cuándo va a venir mi papá de Desaparecido?”.

En el cementerio de Mochicahui cae la noche y la oscuridad reina en todo el espacio. No se alcanza a observar casi nada, solo se distinguen algunos rostros por las luces de las veladoras y las de varios celulares, que alumbran como si fueran pequeñas luciérnagas en medio de un silencio absoluto.

Las Rastreadoras de El Fuerte, un grupo de madres que buscan a sus hijos desaparecidos en esa zona, rezan en silencio. Durante el entierro, la viuda de Roberto Medina llora un llanto muy callado y profundo, como un suspiro hacia adentro. Un familiar la abraza o, más bien, la sostiene para que no caiga. De pronto, el silencio y lo que parecía ser el final de un día desgarrador se rompe. El hermano de Roberto, un joven que no llega a los 19 años, se abalanza gritando sobre el ataúd. Se pasó todo el día ayudando para que el funeral de Roberto fuera lo más parecido a un funeral tradicional. Sirvió tostadas de ceviche y agua, mucha agua, pues el funeral ocurría bajo 40 grados Celsius a la sombra, en el norte de Sinaloa, casi frontera con Sonora. Estuvo pendiente de que los asistentes tuvieran un asiento, de que las señoras mayores estuvieran cómodas y de que su madre no llorara más de la cuenta. Ahora son las 7 de la noche, y este mismo joven, que durante todo el día permaneció entero y hacendoso, no puede más y rompe en llanto.

La viuda de Roberto Medina durante el entierro en el panteón de Mochicahui, Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

El ambiente se transforma inmediatamente. Los tíos y otros familiares gritan exasperados para que lo aparten de ahí. Lo que les preocupa no es el sufrimiento del joven, sino el contenido de sus palabras. El dolor y la rabia lo hacen gritar cosas que, en un estado como Sinaloa, y en un país como México, pueden ser muy peligrosas. Si alguien escucha algo que suene a amenaza o que simplemente no le parezca, podría haber consecuencias.

La escena, triste y desgarradora, se torna violenta. Un funeral no debería ser así. Un hermano debería poder llorar y gritar su dolor. Pero no aquí, no en Sinaloa. En el panteón podría haber gente escuchando. Podría haber gente mirando. De hecho, la hay. Los familiares logran tranquilizarlo y le piden silencio. Él parece entrar en razón y sigue llorando sin gritar. Se aparta del ataúd y vuelve a su dolor personal.

Hasta hace unas horas, Roberto Medina era un desaparecido más. Su nombre formaba parte de los 100 000 desaparecidos que México acumula en los últimos 14 años. Roberto seguiría en esas listas si no fuera porque el grupo de rastreadoras que fundó su madre lo encontró en un paraje desértico de Sinaloa; enviaron un fragmento de sus restos al departamento forense de la Fiscalía de Sinaloa, que 14 días después le confirmó a Mirna que se trataba de Roberto. Ella asegura que estaba esperando la confirmación científica, pero que desde el día que encontraron el cuerpo, supo que era él.

También te puede interesar leer el artículo: "Ayotzinapa: cómo AMLO interfirió en el proceso por la justicia".

Niños juegan en la zona de Tres Ríos, frente al río Humaya en Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

De un momento a otro Noel, un reportero con mucha experiencia en la zona y que trabaja para el periódico local Debate, nos alerta de que es momento de irnos o, mejor dicho, nos ordena que nos vayamos.

Busco a César, mi compañero fotógrafo, la luz de los faros de una camioneta me ayudan a distinguirlo; tenemos que aprovechar que Noel nos puede sacar de ahí y regresar a Los Mochis. Noel conduce su camioneta a toda velocidad, la zona no es segura y hay que salir de ahí lo más pronto posible.

A lo lejos, veo la escena. En el centro, Mirna Nerida levanta la foto de su hijo, como si sepultarlo fuera un logro. Ella había empezado sola, buscando cuerpos, y esa búsqueda la llevó frente al presidente, Enrique Peña Nieto. Le habló de la realidad del país que gobernaba, y luego se levantó y siguió buscando. Al principio, lo buscaba vivo. Después, donde fuera: barrancos, ríos, terrenos baldíos, hectáreas interminables de tierra. No estaba sola. Otras madres empezaron a unirse, buscando también.

A todas ellas, el periodista Javier Valdez las bautizó como Las Rastreadoras de El Fuerte.

Mirna Nereida sostiene la foto de su hijo durante su funeral. Mirna es una madre que durante tres años buscó a su hijo Roberto, hasta que lo encontró en una pequeña tumba en una montaña en el estado de Sinaloa. Mirna formó el grupo conocido como Las Rastreadoras del Fuerte, ya que ese era el pueblo donde su hijo desapareció y fue visto por última vez. Finalmente, Mirna logró recuperar el cuerpo de Roberto y realizar un funeral religioso, como lo dictan las costumbres del lugar y sus creencias. Fotografía de Héctor Guerrero.

Treinta años antes…

El bombero despega el pie de un hombre del pedal del acelerador. La carne calcinada se vuelve chiclosa y tiene que utilizar una espátula para raspar lo que queda de la extremidad embarrada en los pedales de la camioneta de redilas a la que le pusieron una pequeña bomba para matar al conductor.

Griselda Triana recuerda aquella noche como si hubiera sido ayer, cuando presenció ese cuadro al asomarse por la ventana de la camioneta color blanco. Lo describe con detalles. Griselda tenía 20 años, cenaba con su novio en un pequeño lugar de Culiacán. Tenían la costumbre de perseguir a las ambulancias o a las patrullas cuando las veían pasar. Trabajaba como reportera en una estación de noticias en la radio y él en el Canal 3 de la televisión local. Era rutina seguir a los servicios de emergencia, pues los llevaban a donde estaba la noticia y así ya tenían algo para informar en sus respectivos medios. Andaban, literalmente, tras la nota.

Así fue como llegaron una vez a un enfrentamiento en la colonia Chapultepec. Griselda vio a la gente tirada en las banquetas y hasta ese momento se percató de que el enfrentamiento no había terminado. Se tiró junto a un auto mientras los balazos se seguían escuchando.

La joven pareja de reporteros pasaba los días y las noches de esta forma, haciendo periodismo en una de las ciudades más peligrosas del país.

Hoy, muchos años después, Griselda lo recuerda con nostalgia y normalidad.

Nunca hubo otra opción. Es la vida diaria en un lugar como este. […] Hoy que vivo en un pueblo muy lejos de ahí y me despiertan los cuetes, lo primero que viene a mi mente es cuando me despertaban las ráfagas de metralletas, cuando los escucho me quedo en mi cama quieta, esperando escuchar las sirenas que anteceden a los balazos, pero nunca llegan. Entonces recuerdo que no son balazos, y que ya no estoy en Culiacán.

Sonríe un poco y continúa hablando con una voz muy baja, pausada, como si estuviera contando un secreto que le avergüenza: “Aprendes a diferenciar entre armas cortas, armas largas, disparos al aire… No tienes opción. ¿Qué puedes hacer? Tus hijos conviven con los hijos de ellos. Llega un momento en que te acostumbras, no hay más”.

Cuando dice “ellos”, se refiere a los narcos. Ahora que tiene algunos años viviendo fuera de Sinaloa, reflexiona con una pregunta: “¿Cómo se puede vivir tanto tiempo así?”.

Un hombre sostiene el ataúd durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

Finalmente, Griselda se cansó del diarismo y le ofrecieron entrar a la oficina de comunicación de la Universidad del Estado de Sinaloa. Le pareció una buena oferta y la aceptó sin dudarlo. Llegó a coordinar esa oficina con más de 12 personas a su cargo y tomó la conducción de un noticiero de lunes a viernes. Su novio, siempre inquieto y creativo, dejó la televisión y se fue a trabajar a un diario local, donde comenzó a crecer laboralmente al lado de entrañables colegas que luego se convirtieron en amigos. Se casaron y continuaron su vida juntos.

El 15 de mayo de 2017 su esposo murió asesinado en una calle del centro de Culiacán, su nombre era —es— Javier Valdez Cárdenas.

Reporteros S.A. de C.V.

Ismael Bojórquez comienza la conversación citando a Milan Kundera y las casualidades, pues fue por una casualidad que llegó al periodismo. Cuando era joven trabajó cinco años en el Sindicato Nacional de Mineros, en las minas del norte de Sinaloa. Escribía los boletines y las convocatorias del sindicato y de ahí le nació un cierto gusto por escribir y por la grilla. Después se fue a estudiar sociología al puerto de Mazatlán. Le desanimó que solo hubiera seis alumnos anotados, no le vio gran futuro a esa profesión. Se enteró de que a Comunicación se habían inscrito cientos, recordó su gusto por escribir de asuntos políticos y se apuntó de inmediato.

Hoy Ismael rebasa los 70 años y para cualquiera al que le guste el periodismo, sentarse a hablar con él es como tomar un máster de esos que dan en la profesión. Comenzó su carrera en la televisión y, al poco tiempo, le ofrecieron entrar al diario Noroeste como reportero de a pie. Para 1996 lo hicieron jefe de información en la oficina de Culiacán. Ahí contrató a Javier Valdez Cárdenas, un reportero dinámico que había conocido en la televisión.

Pasaron los años y un pequeño grupo de reporteros de esa redacción sintió que el periódico ya no llenaba como antes sus expectativas. Les habían puesto a un sacerdote como director y eso los tenía desconcertados. A Ismael, una vieja idea le rondaba por la cabeza: hacer un semanario. Él pertenece a esa generación de periodistas mexicanos que crecieron admirando el periodismo del semanario Proceso, que dirigió el mítico Julio Scherer. Ismael llegó incluso a colaborar con ellos en algún tiempo desde Sinaloa. Comenzó a cavilar la idea con algunos compañeros y en cantinas y tertulias, la idea fue tomando forma.

Para finales de 2001 se había formado una sociedad llamada Reporteros S.A. de C.V., y el 3 de febrero de 2002 el primer número de Ríodoce salió a la venta en las calles de Sinaloa.

Habíamos ideado un plan de negocios con acciones que no nos funcionó para nada. Yo ganaba en Noroeste 20 000 pesos mensuales y me fui a fundar Ríodoce ganando 3 000, y Javier ganaba 2 000 mil. Yo ganaba 3 000 porque Javier me dijo: “Ponte 1 000 más, compadre, porque tú eres el director”.

Don Ismael, como se le conoce en el medio, habla de todo esto con mucha entereza. Lo recuerda con la seguridad de que hicieron lo correcto y agradece a sus hermanos que lo ayudaron en el inicio porque con 3 000 pesos al mes era imposible sacar adelante un proyecto así.

Este proyecto creció y se convirtió en una referencia del periodismo, no solo en Sinaloa, sino en todo México. Es de los medios que se mantienen en pie contando la violencia de la zona.

En febrero de 2017 Javier entrevistó a Dámaso López Núñez para las páginas de Ríodoce. Dámaso López fue uno de los grandes capos de Sinaloa, una vez que Joaquín Guzmán Loera fue capturado por tercera vez. “El Licenciado”, como lo apodaban en la zona, comenzó una guerra con los hijos de Guzmán. La entrevista de Javier no le cayó muy bien al ego de Los Chapitos.

Eran sobre las 2 de la madrugada y se estaba terminando de imprimir el periódico que saldría al día siguiente con la entrevista en portada. Me llamó un joven de la oficina y yo respondí medio dormido:

—Don Ismael, aquí hay gente armada en la redacción. Quieren hablar con usted porque quieren comprar todo el periódico.

—A ver, pásamelos.

—Buenas, jefe.

—¿Qué pasó chavalo?

—Señor, nos mandaron a comprarle todo el periódico. No hay problema. Se lo vamos a pagar todo.

—No, fíjese que eso no se puede. Nosotros tenemos compromiso ya con tiendas y puestos de periódicos que les tenemos que cumplir.

—¡Oh!, ¿así es, entonces?

—Sí. Con la pena, chavalón.

—Pues, no pasa nada, fíjese.

El trabajador de la redacción vuelve a llamar por teléfono a Ismael y le informa que ya habían cargado parte de la edición.

Los hombres armados esperaron afuera del taller de imprenta a que salieran las camionetas de reparto. Las siguieron. Cuando los repartidores bajaban a dejar los ejemplares del semanario, ellos también bajaban, los compraban uno a uno y se los llevaban. Lo hicieron en Mazatlán y en Culiacán. En Los Mochis, no. No tenía mucho sentido. La entrevista estaría en la web en unas horas. Lo que querían evitar era que circulara el impreso y, sobre todo, dejar claro quién mandaba por ahí.

Había 10 repartidores y solo uno tuvo miedo de salir a repartir ese día. Los demás salieron en moto o en sus camionetas, todos con su escolta siniestra detrás. Al final, los hombres de Los Chapitos compraron el 70% de la edición de aquel día.

Hacer periodismo en los estados de México es navegar en un mar encrespado. Los periodistas tienen que luchar día a día contra la precariedad laboral, los malos salarios y con el hecho de que las ciudades son pequeñas y se convive con el crimen o con los gobiernos aliados al crimen. Todos los días. Ismael cuenta:

Hay líneas muy delgadas que tienes que saber respetar. A veces con el tiempo cruzas esas líneas y no te das cuenta. Cuando menos lo esperas ya las pasaste. Eso nos pasó con esa entrevista. Habíamos dicho que nunca íbamos a entrevistar a un capo porque se podría interpretar que estábamos de un lado o del otro, y el del otro lado iba a pensar que éramos enemigos. Y fíjate, cruzamos la línea sin darnos cuenta.

Ismael suelta los nombres de los capos más famosos, los más buscados por las autoridades de diferentes países, los más sanguinarios y temidos; pero al contarlo lo hace con naturalidad, los nombra por sus apodos y los reconoce con familiaridad. Cualquier editor se quebraría la cabeza con la información que llega a la redacción de Ríodoce. Pero no Ismael. Queda claro que convive con esa realidad todos los días.

Podría interesarte la crónica: "Ruego que nunca te conviertas en hombre".

Altar a Jesús Malverde en la capilla de Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

15 de mayo de 2017

Han pasado siete años desde que mataron a Javier Valdez Cárdenas a plena luz del día en una calle de Culiacán. Mismo tiempo que Ismael no ha dejado de recapitular obsesivamente ese 15 de mayo fatídico.

Cada lunes se reunían para ver los pendientes de la semana. Terminaron la reunión e Ismael tenía que ir al banco, a 800 metros de la oficina. A las 12 del día salió del banco, dio la vuelta y vio un accidente.

En un principio pensé que era un viejito. Vi al hombre tirado y me acerqué en el auto. Bajé la ventanilla y le vi los zapatos, y ahí supe que era Javier. Le pregunté a un muchacho que estaba ahí: “¿Qué pasó con ese señor?”. Pero yo ya sabía que era Javier. “¿Lo atropellaron?”. El joven me respondió: “No. Lo mataron”. Entonces estacioné el auto y me bajé a verlo. Tomé el teléfono y llamé a Andrés, nuestro jefe de información. Le dije: “Vente para acá, mataron a Javier”. En eso me sonó el teléfono de nuevo y era Griselda. Cuando le respondí, solo le dije: “Vente para acá”. Y ella me decía: “Ismael, dime que no es cierto”, y yo le grité: “Vente para acá”. Al colgar rompí el teléfono, entonces ya quedé incomunicado.

Los días que le siguieron fueron muy jodidos. Esa tarde, horrible, y al otro día, el sepelio. Entras en otra dimensión porque, a partir de ese momento, nos teníamos que mover distinto. Es decir, nosotros ya estábamos acostumbrados a sortear muchas cosas como los salarios, la falta de recursos; pero nunca nos habían matado a un compañero. Fueron semanas muy difíciles, que se hicieron meses y luego años.

Buscar la procuración de justicia es un infierno en este país. Nos jodía mucho que no sabíamos quién había sido. Pensábamos en varios, pero no teníamos la certeza. Hasta que se medió aclaró es que comenzamos a ver un poco la luz.

Ismael hace una pausa en la conversación, con los ojos un poco vidriosos y por primera vez su voz pierde el ímpetu tan característico del acento golpeado, distendido y sin preocupación del noroeste de México. En un tono más reflexivo, dice: “Mira, a Javier lo mataron por mi culpa”.

Lo ha pensado mucho, por eso puede soltar así la frase. Le pido que me cuente por qué lo dice, por qué se siente responsable de un crimen que él no cometió.

Yo tengo la última decisión de lo que se publica en el diario. Debí haber revisado mejor la nota y frenar la publicación. […] No debíamos haber entrevistado a Dámaso. Los hijos del Chapo habían enviado una carta a Ciro Gómez Leyva. Ciro leyó la carta al aire y Dámaso quiso dar su versión, entonces nos buscaron. Pero te voy a decir por qué acepté. Javier era un hombre muy sensible, se enojaba o se ponía triste y podía hasta llorar el bato. Era muy sensible. Días antes yo le había parado una nota de un hermano del Chapo porque no tenía fuentes. Se agüitó machín. Y 15 días después me llega con esto. Y yo ahí flaqueé, ya no quise decirle nada, pero yo sabía que no teníamos que meternos en esa guerra. Ya lo habíamos hablado antes. Con los jóvenes había que tener otro cuidado, no son los narcos viejos. Tienen otros códigos.

[Silencio]

Mira, a Javier lo mató el hijo, tal vez Dámaso el papá no lo habría matado. Estaba todo muy caliente en el ambiente. Pensamos mandar a Javier fuera de la ciudad, pero le dio muchas largas. Cuando detienen a Dámaso, nosotros pensamos que las cosas se iban a calmar. Pensamos que se acababa la guerra y fue ahí cuando salimos con esa pinche nota. Javier dice que el hijo de Dámaso no tiene la talla, que es un gatillero de pacotilla. Cosas así escribió.

[Silencio]

Lo de Javier fue un crimen de ira.

[Silencio]

El muchacho estaba acorralado, habían detenido a su papá, él estaba solo.

[Silencio largo]

Yo debí haber quitado todo eso, y tal vez a Javier no lo hubieran matado.

Javier murió hace años y su muerte fue un suceso que cimbró al periodismo mexicano. Sus compañeros y compañeras en el semanario Ríodoce se han tenido que reponer y seguir adelante en su día a día narrando la violencia de Sinaloa.

En las últimas semanas de septiembre de 2024, tras la detención de Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los legendarios capos del Cártel de Sinaloa, el estado vive bajo una ola de violencia imparable. Los grupos antagónicos se disputan el control total de la zona para imponer al que será el nuevo amo y señor de las drogas en la entidad.

Pienso en Gladys Serrano, una fotoperiodista que conocí en Sinaloa. Sus imágenes crudas en medio de ese permanente fuego cruzado me llamaron la atención. Quiero saber si es posible sobreponerse de una dinámica así, después de años trabajando en esos contextos.

No se puede huir de la violencia

Gladys tenía como regla no contarle mucho a su madre sobre su trabajo y las cosas que le tocaba ver. Pero ese día le costó más que otros días. Hacía unos meses le habían dado una oportunidad como fotógrafa en el diario Debate de Culiacán. Le tocaba un poco de todo. Días en que le asignaban hacer la guardia policiaca, pero a las 6 de la tarde tenía que estar puntual en el estadio de beisbol, lo que hubiera visto en esa jornada debía quedar atrás, pues ahora era momento de retratar el juego.

Una de sus primeras asignaturas fue tomar fotos a dos cuerpos abandonados en un campo de maíz. A sus padres no les gustaba mucho ese trabajo y le aconsejaban dejarlo, al menos así fue en un inicio. Por eso Gladys no le contaba todo a su madre. Aquel día fue diferente, la tristeza le ganó, llegó a casa llorando. Le había tocado acudir a una secundaria porque un niño había matado a golpes a otro. Cuando llegó a la escuela tuvo que ir a la farmacia de la colonia y ahí vio el cadáver; a los maestros, tras la golpiza, solo se les ocurrió llevar el cuerpo a una pequeña farmacia de barrio, era un niño de secundaria. Gladys tuvo que esperar a que llegarán por el cadáver y fotografiar la historia. El hecho consternó a la ciudad y al día siguiente continuaba siendo noticia y la enviaron al funeral.

La familia del niño muerto estaba indignada y permitió que la prensa ingresara a la casa donde lo velaban. Gladys no quiso acercarse más, no quería volver a ver el cuerpo. En un momento se salió de la casa y escuchó a los compañeros de escuela del niño que se burlaban y hablaban de él. Daban a entender que el niño era malo, que tal vez se merecía lo que pasó. Mientras más tiempo pasaba Gladys en el sitio, la historia se ponía más triste.

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Es un día contaminado en la Ciudad de México, se ha roto un récord de calor: la ciudad alcanzó más de 30 grados. Gladys Serrano ahora trabaja como fotógrafa de un periódico internacional en la capital mexicana. Sus coberturas son distintas, ha trabajado en países como Colombia y El Salvador. Atrás quedó aquel diario local de su ciudad y la vida como fotógrafa de nota roja; sin embargo, al hablar con ella queda la sensación de que los hechos violentos de aquellos años no han desaparecido del todo. Recuerda el día a día en esa redacción. Ahora, a la distancia, reflexiona sobre cosas terribles de las que nunca se percató y que por el nivel de violencia que se vive a diario, incluso se normalizan.

Gladys llega a la cita puntual. Ha pedido un té porque no toma café, le pega mal. Al preguntarle cómo es el día a día de una fotoperiodista en Culiacán, cuenta lo que bien podría ser el capítulo de una serie de narcos en Netflix, pero son anécdotas de sus años en un periódico local.

Hacia el 2008 o 2009 la violencia era desmedida en la ciudad. Los policías federales comenzaron a trabajar vestidos de civiles. Entraban a las casas o comercios a realizar cateos sin ninguna orden, simplemente llegaban buscando armas o droga y se metían. Fueron días muy complicados para trabajar en Sinaloa. Gladys cuenta que una tarde se quisieron meter a un taller mecánico a media cuadra del periódico:

Llegaron muy agresivos, los del taller se asustaron y llamaron al periódico. Yo estaba ahí, pero no me tocó ir. Salió Leo Espinoza, “don Leo” le decíamos, un veterano fotógrafo que se fue con dos reporteros. Llegaron al sitio y comenzaron a reportear. Todo era muy tenso, los federales ya no tenían el control de la situación y se molestaron de que les tomara fotos. De inmediato detuvieron a los dos reporteros y los subieron a una camioneta. Don Leo corrió y no lo lograron subir. Lo persiguieron hasta el periódico. Eran como las 7 de la tarde y estaba oscureciendo. Don Leo había fotografiado toda la situación, incluso su persecución. Alcanzó a refugiarse en el diario y los federales desde afuera le apuntaban con armas, mientras él seguía tomando fotos.

Gladys habla de don Leo con cariño y admiración. Leonardo Espinoza, fotógrafo ya retirado, acumuló años de experiencia y registró muchos sucesos traumáticos ocurridos en Sinaloa.

“Ese día nos llamaron de la caseta de vigilancia y nos avisaron: hay gente armada queriéndose meter a la redacción. Imagínate, ahí comenzamos a llorar muchas personas. Yo pensé, ‘nos van a subir a matar’. Había que pasar dos puertas, pero eran de cristal. Yo estaba en mi computadora cuando nos avisaron”. Gladys rememora ese día y aún lo cuenta con cierto temor. Es un recuerdo que la marcó.

Era muy común que llamaran a la oficina amenazando. En esa época, casi hablaban a diario y decían: “Vamos a matar periodistas”. Yo pensé que ese día iba a pasar eso. Ya había pasado lo de las granadas. Entonces, me asusté mucho. Finalmente, los federales se tranquilizaron y se identificaron. Al día siguiente el gobernador y el procurador del estado visitaron la redacción y pidieron disculpas. Pero ese día fue muy reflexivo para mí. Realmente me planteé si quería ser fotoperiodista toda mi vida.

Pasaron los años y continuó con su trabajo. Hoy piensa sobre aquellos días: “¿Te digo algo? A mí ese susto ya nunca se me bajó. Por años, sentí mucha ansiedad. Un día fui a una colonia y hombres armados me siguieron hasta el periódico. Ahí supe que me quería ir. Pensé: ʻAquí me van a matarʼ. No porque sea yo en particular, porque así es. Culiacán nunca va a dejar de ser violento”.

Le pregunto qué secuelas puede dejar ejercer el oficio en este estado, ¿cómo sobreviven los periodistas a esa realidad?

Cuando yo me fui, duré mucho tiempo enojada con la ciudad. Tardé como un año en volver. Todo lo veía sospechoso, todo lo veía mal. Tardé mucho en que se me quitara esa sensación. Años después comprendí que era lo que llaman estrés postraumático. En mis últimos dos años en el periódico, yo consumía muchas drogas, drogas duras. No solo yo, mis compañeros pasaban por lo mismo. Y uno pensaba que era normal, pero no. Era por la violencia. Cuando te alejas lo comprendes. Yo intentaba justificarlo porque estás en una fiesta o en una reunión, pero de pronto era todos los días. Tomas mucho alcohol o te drogas mucho. La mayoría de los jóvenes periodistas que están en la violencia están así.

Vista del panteón municipal durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

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Los periodistas en México no buscaron ser corresponsales de guerra; no se enlistaron o alzaron la mano para ir a cubrir un conflicto, simplemente el horror llegó a su ciudad. Yo me había propuesto no cubrir este tipo de historias, no era lo que yo quería como periodista. Un día a las 6 de la mañana un compañero me despertó por teléfono gritando que habían arrojado más de 20 cuerpos en una glorieta de mi ciudad [Guadalajara]. Salí corriendo, incrédulo. En el camino pensaba que el dato tenía que ser incorrecto, que el pánico y la paranoia estaban circulando. Era trágico por la zona y la hora, pero pensé que estaba exagerando, que serían tres, a lo mucho cuatro cadáveres. Al final se contaron 24.

Los periodistas que cubren esa fuente están atrapados en ese conflicto sin sentido. A partir de que la infame “guerra contra el narco” llegó a sus ciudades, han sido asesinados, desaparecidos, silenciados. La estadística que cuenta más de 100 periodistas desaparecidos y asesinados en 10 años no parece ser suficiente para encender las alarmas en las autoridades. La indiferencia de una sociedad que no se siente representada porque el periodismo no dice lo que quiere escuchar también es una sentencia. Quizá la verdadera sentencia es la que escribió Javier Valdez Cárdenas cuando asesinaron a la periodista Miroslava Breach: “Que nos maten a todos si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”.

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El día a día de un periodista en Sinaloa

El día a día de un periodista en Sinaloa

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09
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24
2024
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En Sinaloa la calma nunca llega, pero los periodistas locales no han dejado de reportear un solo día la exacerbada violencia que vive el estado desde hace decenios.

El funeral de Roberto Medina no hubiera tenido lugar si Mirna Nereida, su madre y fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, no lo hubiera buscado durante años. A Roberto se lo llevaron de día, en plena calle de un pueblo llamado El Fuerte, en el norte de Sinaloa. Un levantón, como se les llama. A partir de ahí pasó a ser un desaparecido. Su hija de 4 años escuchó tantas veces decir que su papá estaba desaparecido, que llegó a pensar que “desaparecido” era un lugar y le preguntaba a su abuela: “¿Cuándo va a venir mi papá de Desaparecido?”.

En el cementerio de Mochicahui cae la noche y la oscuridad reina en todo el espacio. No se alcanza a observar casi nada, solo se distinguen algunos rostros por las luces de las veladoras y las de varios celulares, que alumbran como si fueran pequeñas luciérnagas en medio de un silencio absoluto.

Las Rastreadoras de El Fuerte, un grupo de madres que buscan a sus hijos desaparecidos en esa zona, rezan en silencio. Durante el entierro, la viuda de Roberto Medina llora un llanto muy callado y profundo, como un suspiro hacia adentro. Un familiar la abraza o, más bien, la sostiene para que no caiga. De pronto, el silencio y lo que parecía ser el final de un día desgarrador se rompe. El hermano de Roberto, un joven que no llega a los 19 años, se abalanza gritando sobre el ataúd. Se pasó todo el día ayudando para que el funeral de Roberto fuera lo más parecido a un funeral tradicional. Sirvió tostadas de ceviche y agua, mucha agua, pues el funeral ocurría bajo 40 grados Celsius a la sombra, en el norte de Sinaloa, casi frontera con Sonora. Estuvo pendiente de que los asistentes tuvieran un asiento, de que las señoras mayores estuvieran cómodas y de que su madre no llorara más de la cuenta. Ahora son las 7 de la noche, y este mismo joven, que durante todo el día permaneció entero y hacendoso, no puede más y rompe en llanto.

La viuda de Roberto Medina durante el entierro en el panteón de Mochicahui, Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

El ambiente se transforma inmediatamente. Los tíos y otros familiares gritan exasperados para que lo aparten de ahí. Lo que les preocupa no es el sufrimiento del joven, sino el contenido de sus palabras. El dolor y la rabia lo hacen gritar cosas que, en un estado como Sinaloa, y en un país como México, pueden ser muy peligrosas. Si alguien escucha algo que suene a amenaza o que simplemente no le parezca, podría haber consecuencias.

La escena, triste y desgarradora, se torna violenta. Un funeral no debería ser así. Un hermano debería poder llorar y gritar su dolor. Pero no aquí, no en Sinaloa. En el panteón podría haber gente escuchando. Podría haber gente mirando. De hecho, la hay. Los familiares logran tranquilizarlo y le piden silencio. Él parece entrar en razón y sigue llorando sin gritar. Se aparta del ataúd y vuelve a su dolor personal.

Hasta hace unas horas, Roberto Medina era un desaparecido más. Su nombre formaba parte de los 100 000 desaparecidos que México acumula en los últimos 14 años. Roberto seguiría en esas listas si no fuera porque el grupo de rastreadoras que fundó su madre lo encontró en un paraje desértico de Sinaloa; enviaron un fragmento de sus restos al departamento forense de la Fiscalía de Sinaloa, que 14 días después le confirmó a Mirna que se trataba de Roberto. Ella asegura que estaba esperando la confirmación científica, pero que desde el día que encontraron el cuerpo, supo que era él.

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Niños juegan en la zona de Tres Ríos, frente al río Humaya en Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

De un momento a otro Noel, un reportero con mucha experiencia en la zona y que trabaja para el periódico local Debate, nos alerta de que es momento de irnos o, mejor dicho, nos ordena que nos vayamos.

Busco a César, mi compañero fotógrafo, la luz de los faros de una camioneta me ayudan a distinguirlo; tenemos que aprovechar que Noel nos puede sacar de ahí y regresar a Los Mochis. Noel conduce su camioneta a toda velocidad, la zona no es segura y hay que salir de ahí lo más pronto posible.

A lo lejos, veo la escena. En el centro, Mirna Nerida levanta la foto de su hijo, como si sepultarlo fuera un logro. Ella había empezado sola, buscando cuerpos, y esa búsqueda la llevó frente al presidente, Enrique Peña Nieto. Le habló de la realidad del país que gobernaba, y luego se levantó y siguió buscando. Al principio, lo buscaba vivo. Después, donde fuera: barrancos, ríos, terrenos baldíos, hectáreas interminables de tierra. No estaba sola. Otras madres empezaron a unirse, buscando también.

A todas ellas, el periodista Javier Valdez las bautizó como Las Rastreadoras de El Fuerte.

Mirna Nereida sostiene la foto de su hijo durante su funeral. Mirna es una madre que durante tres años buscó a su hijo Roberto, hasta que lo encontró en una pequeña tumba en una montaña en el estado de Sinaloa. Mirna formó el grupo conocido como Las Rastreadoras del Fuerte, ya que ese era el pueblo donde su hijo desapareció y fue visto por última vez. Finalmente, Mirna logró recuperar el cuerpo de Roberto y realizar un funeral religioso, como lo dictan las costumbres del lugar y sus creencias. Fotografía de Héctor Guerrero.

Treinta años antes…

El bombero despega el pie de un hombre del pedal del acelerador. La carne calcinada se vuelve chiclosa y tiene que utilizar una espátula para raspar lo que queda de la extremidad embarrada en los pedales de la camioneta de redilas a la que le pusieron una pequeña bomba para matar al conductor.

Griselda Triana recuerda aquella noche como si hubiera sido ayer, cuando presenció ese cuadro al asomarse por la ventana de la camioneta color blanco. Lo describe con detalles. Griselda tenía 20 años, cenaba con su novio en un pequeño lugar de Culiacán. Tenían la costumbre de perseguir a las ambulancias o a las patrullas cuando las veían pasar. Trabajaba como reportera en una estación de noticias en la radio y él en el Canal 3 de la televisión local. Era rutina seguir a los servicios de emergencia, pues los llevaban a donde estaba la noticia y así ya tenían algo para informar en sus respectivos medios. Andaban, literalmente, tras la nota.

Así fue como llegaron una vez a un enfrentamiento en la colonia Chapultepec. Griselda vio a la gente tirada en las banquetas y hasta ese momento se percató de que el enfrentamiento no había terminado. Se tiró junto a un auto mientras los balazos se seguían escuchando.

La joven pareja de reporteros pasaba los días y las noches de esta forma, haciendo periodismo en una de las ciudades más peligrosas del país.

Hoy, muchos años después, Griselda lo recuerda con nostalgia y normalidad.

Nunca hubo otra opción. Es la vida diaria en un lugar como este. […] Hoy que vivo en un pueblo muy lejos de ahí y me despiertan los cuetes, lo primero que viene a mi mente es cuando me despertaban las ráfagas de metralletas, cuando los escucho me quedo en mi cama quieta, esperando escuchar las sirenas que anteceden a los balazos, pero nunca llegan. Entonces recuerdo que no son balazos, y que ya no estoy en Culiacán.

Sonríe un poco y continúa hablando con una voz muy baja, pausada, como si estuviera contando un secreto que le avergüenza: “Aprendes a diferenciar entre armas cortas, armas largas, disparos al aire… No tienes opción. ¿Qué puedes hacer? Tus hijos conviven con los hijos de ellos. Llega un momento en que te acostumbras, no hay más”.

Cuando dice “ellos”, se refiere a los narcos. Ahora que tiene algunos años viviendo fuera de Sinaloa, reflexiona con una pregunta: “¿Cómo se puede vivir tanto tiempo así?”.

Un hombre sostiene el ataúd durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

Finalmente, Griselda se cansó del diarismo y le ofrecieron entrar a la oficina de comunicación de la Universidad del Estado de Sinaloa. Le pareció una buena oferta y la aceptó sin dudarlo. Llegó a coordinar esa oficina con más de 12 personas a su cargo y tomó la conducción de un noticiero de lunes a viernes. Su novio, siempre inquieto y creativo, dejó la televisión y se fue a trabajar a un diario local, donde comenzó a crecer laboralmente al lado de entrañables colegas que luego se convirtieron en amigos. Se casaron y continuaron su vida juntos.

El 15 de mayo de 2017 su esposo murió asesinado en una calle del centro de Culiacán, su nombre era —es— Javier Valdez Cárdenas.

Reporteros S.A. de C.V.

Ismael Bojórquez comienza la conversación citando a Milan Kundera y las casualidades, pues fue por una casualidad que llegó al periodismo. Cuando era joven trabajó cinco años en el Sindicato Nacional de Mineros, en las minas del norte de Sinaloa. Escribía los boletines y las convocatorias del sindicato y de ahí le nació un cierto gusto por escribir y por la grilla. Después se fue a estudiar sociología al puerto de Mazatlán. Le desanimó que solo hubiera seis alumnos anotados, no le vio gran futuro a esa profesión. Se enteró de que a Comunicación se habían inscrito cientos, recordó su gusto por escribir de asuntos políticos y se apuntó de inmediato.

Hoy Ismael rebasa los 70 años y para cualquiera al que le guste el periodismo, sentarse a hablar con él es como tomar un máster de esos que dan en la profesión. Comenzó su carrera en la televisión y, al poco tiempo, le ofrecieron entrar al diario Noroeste como reportero de a pie. Para 1996 lo hicieron jefe de información en la oficina de Culiacán. Ahí contrató a Javier Valdez Cárdenas, un reportero dinámico que había conocido en la televisión.

Pasaron los años y un pequeño grupo de reporteros de esa redacción sintió que el periódico ya no llenaba como antes sus expectativas. Les habían puesto a un sacerdote como director y eso los tenía desconcertados. A Ismael, una vieja idea le rondaba por la cabeza: hacer un semanario. Él pertenece a esa generación de periodistas mexicanos que crecieron admirando el periodismo del semanario Proceso, que dirigió el mítico Julio Scherer. Ismael llegó incluso a colaborar con ellos en algún tiempo desde Sinaloa. Comenzó a cavilar la idea con algunos compañeros y en cantinas y tertulias, la idea fue tomando forma.

Para finales de 2001 se había formado una sociedad llamada Reporteros S.A. de C.V., y el 3 de febrero de 2002 el primer número de Ríodoce salió a la venta en las calles de Sinaloa.

Habíamos ideado un plan de negocios con acciones que no nos funcionó para nada. Yo ganaba en Noroeste 20 000 pesos mensuales y me fui a fundar Ríodoce ganando 3 000, y Javier ganaba 2 000 mil. Yo ganaba 3 000 porque Javier me dijo: “Ponte 1 000 más, compadre, porque tú eres el director”.

Don Ismael, como se le conoce en el medio, habla de todo esto con mucha entereza. Lo recuerda con la seguridad de que hicieron lo correcto y agradece a sus hermanos que lo ayudaron en el inicio porque con 3 000 pesos al mes era imposible sacar adelante un proyecto así.

Este proyecto creció y se convirtió en una referencia del periodismo, no solo en Sinaloa, sino en todo México. Es de los medios que se mantienen en pie contando la violencia de la zona.

En febrero de 2017 Javier entrevistó a Dámaso López Núñez para las páginas de Ríodoce. Dámaso López fue uno de los grandes capos de Sinaloa, una vez que Joaquín Guzmán Loera fue capturado por tercera vez. “El Licenciado”, como lo apodaban en la zona, comenzó una guerra con los hijos de Guzmán. La entrevista de Javier no le cayó muy bien al ego de Los Chapitos.

Eran sobre las 2 de la madrugada y se estaba terminando de imprimir el periódico que saldría al día siguiente con la entrevista en portada. Me llamó un joven de la oficina y yo respondí medio dormido:

—Don Ismael, aquí hay gente armada en la redacción. Quieren hablar con usted porque quieren comprar todo el periódico.

—A ver, pásamelos.

—Buenas, jefe.

—¿Qué pasó chavalo?

—Señor, nos mandaron a comprarle todo el periódico. No hay problema. Se lo vamos a pagar todo.

—No, fíjese que eso no se puede. Nosotros tenemos compromiso ya con tiendas y puestos de periódicos que les tenemos que cumplir.

—¡Oh!, ¿así es, entonces?

—Sí. Con la pena, chavalón.

—Pues, no pasa nada, fíjese.

El trabajador de la redacción vuelve a llamar por teléfono a Ismael y le informa que ya habían cargado parte de la edición.

Los hombres armados esperaron afuera del taller de imprenta a que salieran las camionetas de reparto. Las siguieron. Cuando los repartidores bajaban a dejar los ejemplares del semanario, ellos también bajaban, los compraban uno a uno y se los llevaban. Lo hicieron en Mazatlán y en Culiacán. En Los Mochis, no. No tenía mucho sentido. La entrevista estaría en la web en unas horas. Lo que querían evitar era que circulara el impreso y, sobre todo, dejar claro quién mandaba por ahí.

Había 10 repartidores y solo uno tuvo miedo de salir a repartir ese día. Los demás salieron en moto o en sus camionetas, todos con su escolta siniestra detrás. Al final, los hombres de Los Chapitos compraron el 70% de la edición de aquel día.

Hacer periodismo en los estados de México es navegar en un mar encrespado. Los periodistas tienen que luchar día a día contra la precariedad laboral, los malos salarios y con el hecho de que las ciudades son pequeñas y se convive con el crimen o con los gobiernos aliados al crimen. Todos los días. Ismael cuenta:

Hay líneas muy delgadas que tienes que saber respetar. A veces con el tiempo cruzas esas líneas y no te das cuenta. Cuando menos lo esperas ya las pasaste. Eso nos pasó con esa entrevista. Habíamos dicho que nunca íbamos a entrevistar a un capo porque se podría interpretar que estábamos de un lado o del otro, y el del otro lado iba a pensar que éramos enemigos. Y fíjate, cruzamos la línea sin darnos cuenta.

Ismael suelta los nombres de los capos más famosos, los más buscados por las autoridades de diferentes países, los más sanguinarios y temidos; pero al contarlo lo hace con naturalidad, los nombra por sus apodos y los reconoce con familiaridad. Cualquier editor se quebraría la cabeza con la información que llega a la redacción de Ríodoce. Pero no Ismael. Queda claro que convive con esa realidad todos los días.

Podría interesarte la crónica: "Ruego que nunca te conviertas en hombre".

Altar a Jesús Malverde en la capilla de Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

15 de mayo de 2017

Han pasado siete años desde que mataron a Javier Valdez Cárdenas a plena luz del día en una calle de Culiacán. Mismo tiempo que Ismael no ha dejado de recapitular obsesivamente ese 15 de mayo fatídico.

Cada lunes se reunían para ver los pendientes de la semana. Terminaron la reunión e Ismael tenía que ir al banco, a 800 metros de la oficina. A las 12 del día salió del banco, dio la vuelta y vio un accidente.

En un principio pensé que era un viejito. Vi al hombre tirado y me acerqué en el auto. Bajé la ventanilla y le vi los zapatos, y ahí supe que era Javier. Le pregunté a un muchacho que estaba ahí: “¿Qué pasó con ese señor?”. Pero yo ya sabía que era Javier. “¿Lo atropellaron?”. El joven me respondió: “No. Lo mataron”. Entonces estacioné el auto y me bajé a verlo. Tomé el teléfono y llamé a Andrés, nuestro jefe de información. Le dije: “Vente para acá, mataron a Javier”. En eso me sonó el teléfono de nuevo y era Griselda. Cuando le respondí, solo le dije: “Vente para acá”. Y ella me decía: “Ismael, dime que no es cierto”, y yo le grité: “Vente para acá”. Al colgar rompí el teléfono, entonces ya quedé incomunicado.

Los días que le siguieron fueron muy jodidos. Esa tarde, horrible, y al otro día, el sepelio. Entras en otra dimensión porque, a partir de ese momento, nos teníamos que mover distinto. Es decir, nosotros ya estábamos acostumbrados a sortear muchas cosas como los salarios, la falta de recursos; pero nunca nos habían matado a un compañero. Fueron semanas muy difíciles, que se hicieron meses y luego años.

Buscar la procuración de justicia es un infierno en este país. Nos jodía mucho que no sabíamos quién había sido. Pensábamos en varios, pero no teníamos la certeza. Hasta que se medió aclaró es que comenzamos a ver un poco la luz.

Ismael hace una pausa en la conversación, con los ojos un poco vidriosos y por primera vez su voz pierde el ímpetu tan característico del acento golpeado, distendido y sin preocupación del noroeste de México. En un tono más reflexivo, dice: “Mira, a Javier lo mataron por mi culpa”.

Lo ha pensado mucho, por eso puede soltar así la frase. Le pido que me cuente por qué lo dice, por qué se siente responsable de un crimen que él no cometió.

Yo tengo la última decisión de lo que se publica en el diario. Debí haber revisado mejor la nota y frenar la publicación. […] No debíamos haber entrevistado a Dámaso. Los hijos del Chapo habían enviado una carta a Ciro Gómez Leyva. Ciro leyó la carta al aire y Dámaso quiso dar su versión, entonces nos buscaron. Pero te voy a decir por qué acepté. Javier era un hombre muy sensible, se enojaba o se ponía triste y podía hasta llorar el bato. Era muy sensible. Días antes yo le había parado una nota de un hermano del Chapo porque no tenía fuentes. Se agüitó machín. Y 15 días después me llega con esto. Y yo ahí flaqueé, ya no quise decirle nada, pero yo sabía que no teníamos que meternos en esa guerra. Ya lo habíamos hablado antes. Con los jóvenes había que tener otro cuidado, no son los narcos viejos. Tienen otros códigos.

[Silencio]

Mira, a Javier lo mató el hijo, tal vez Dámaso el papá no lo habría matado. Estaba todo muy caliente en el ambiente. Pensamos mandar a Javier fuera de la ciudad, pero le dio muchas largas. Cuando detienen a Dámaso, nosotros pensamos que las cosas se iban a calmar. Pensamos que se acababa la guerra y fue ahí cuando salimos con esa pinche nota. Javier dice que el hijo de Dámaso no tiene la talla, que es un gatillero de pacotilla. Cosas así escribió.

[Silencio]

Lo de Javier fue un crimen de ira.

[Silencio]

El muchacho estaba acorralado, habían detenido a su papá, él estaba solo.

[Silencio largo]

Yo debí haber quitado todo eso, y tal vez a Javier no lo hubieran matado.

Javier murió hace años y su muerte fue un suceso que cimbró al periodismo mexicano. Sus compañeros y compañeras en el semanario Ríodoce se han tenido que reponer y seguir adelante en su día a día narrando la violencia de Sinaloa.

En las últimas semanas de septiembre de 2024, tras la detención de Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los legendarios capos del Cártel de Sinaloa, el estado vive bajo una ola de violencia imparable. Los grupos antagónicos se disputan el control total de la zona para imponer al que será el nuevo amo y señor de las drogas en la entidad.

Pienso en Gladys Serrano, una fotoperiodista que conocí en Sinaloa. Sus imágenes crudas en medio de ese permanente fuego cruzado me llamaron la atención. Quiero saber si es posible sobreponerse de una dinámica así, después de años trabajando en esos contextos.

No se puede huir de la violencia

Gladys tenía como regla no contarle mucho a su madre sobre su trabajo y las cosas que le tocaba ver. Pero ese día le costó más que otros días. Hacía unos meses le habían dado una oportunidad como fotógrafa en el diario Debate de Culiacán. Le tocaba un poco de todo. Días en que le asignaban hacer la guardia policiaca, pero a las 6 de la tarde tenía que estar puntual en el estadio de beisbol, lo que hubiera visto en esa jornada debía quedar atrás, pues ahora era momento de retratar el juego.

Una de sus primeras asignaturas fue tomar fotos a dos cuerpos abandonados en un campo de maíz. A sus padres no les gustaba mucho ese trabajo y le aconsejaban dejarlo, al menos así fue en un inicio. Por eso Gladys no le contaba todo a su madre. Aquel día fue diferente, la tristeza le ganó, llegó a casa llorando. Le había tocado acudir a una secundaria porque un niño había matado a golpes a otro. Cuando llegó a la escuela tuvo que ir a la farmacia de la colonia y ahí vio el cadáver; a los maestros, tras la golpiza, solo se les ocurrió llevar el cuerpo a una pequeña farmacia de barrio, era un niño de secundaria. Gladys tuvo que esperar a que llegarán por el cadáver y fotografiar la historia. El hecho consternó a la ciudad y al día siguiente continuaba siendo noticia y la enviaron al funeral.

La familia del niño muerto estaba indignada y permitió que la prensa ingresara a la casa donde lo velaban. Gladys no quiso acercarse más, no quería volver a ver el cuerpo. En un momento se salió de la casa y escuchó a los compañeros de escuela del niño que se burlaban y hablaban de él. Daban a entender que el niño era malo, que tal vez se merecía lo que pasó. Mientras más tiempo pasaba Gladys en el sitio, la historia se ponía más triste.

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Es un día contaminado en la Ciudad de México, se ha roto un récord de calor: la ciudad alcanzó más de 30 grados. Gladys Serrano ahora trabaja como fotógrafa de un periódico internacional en la capital mexicana. Sus coberturas son distintas, ha trabajado en países como Colombia y El Salvador. Atrás quedó aquel diario local de su ciudad y la vida como fotógrafa de nota roja; sin embargo, al hablar con ella queda la sensación de que los hechos violentos de aquellos años no han desaparecido del todo. Recuerda el día a día en esa redacción. Ahora, a la distancia, reflexiona sobre cosas terribles de las que nunca se percató y que por el nivel de violencia que se vive a diario, incluso se normalizan.

Gladys llega a la cita puntual. Ha pedido un té porque no toma café, le pega mal. Al preguntarle cómo es el día a día de una fotoperiodista en Culiacán, cuenta lo que bien podría ser el capítulo de una serie de narcos en Netflix, pero son anécdotas de sus años en un periódico local.

Hacia el 2008 o 2009 la violencia era desmedida en la ciudad. Los policías federales comenzaron a trabajar vestidos de civiles. Entraban a las casas o comercios a realizar cateos sin ninguna orden, simplemente llegaban buscando armas o droga y se metían. Fueron días muy complicados para trabajar en Sinaloa. Gladys cuenta que una tarde se quisieron meter a un taller mecánico a media cuadra del periódico:

Llegaron muy agresivos, los del taller se asustaron y llamaron al periódico. Yo estaba ahí, pero no me tocó ir. Salió Leo Espinoza, “don Leo” le decíamos, un veterano fotógrafo que se fue con dos reporteros. Llegaron al sitio y comenzaron a reportear. Todo era muy tenso, los federales ya no tenían el control de la situación y se molestaron de que les tomara fotos. De inmediato detuvieron a los dos reporteros y los subieron a una camioneta. Don Leo corrió y no lo lograron subir. Lo persiguieron hasta el periódico. Eran como las 7 de la tarde y estaba oscureciendo. Don Leo había fotografiado toda la situación, incluso su persecución. Alcanzó a refugiarse en el diario y los federales desde afuera le apuntaban con armas, mientras él seguía tomando fotos.

Gladys habla de don Leo con cariño y admiración. Leonardo Espinoza, fotógrafo ya retirado, acumuló años de experiencia y registró muchos sucesos traumáticos ocurridos en Sinaloa.

“Ese día nos llamaron de la caseta de vigilancia y nos avisaron: hay gente armada queriéndose meter a la redacción. Imagínate, ahí comenzamos a llorar muchas personas. Yo pensé, ‘nos van a subir a matar’. Había que pasar dos puertas, pero eran de cristal. Yo estaba en mi computadora cuando nos avisaron”. Gladys rememora ese día y aún lo cuenta con cierto temor. Es un recuerdo que la marcó.

Era muy común que llamaran a la oficina amenazando. En esa época, casi hablaban a diario y decían: “Vamos a matar periodistas”. Yo pensé que ese día iba a pasar eso. Ya había pasado lo de las granadas. Entonces, me asusté mucho. Finalmente, los federales se tranquilizaron y se identificaron. Al día siguiente el gobernador y el procurador del estado visitaron la redacción y pidieron disculpas. Pero ese día fue muy reflexivo para mí. Realmente me planteé si quería ser fotoperiodista toda mi vida.

Pasaron los años y continuó con su trabajo. Hoy piensa sobre aquellos días: “¿Te digo algo? A mí ese susto ya nunca se me bajó. Por años, sentí mucha ansiedad. Un día fui a una colonia y hombres armados me siguieron hasta el periódico. Ahí supe que me quería ir. Pensé: ʻAquí me van a matarʼ. No porque sea yo en particular, porque así es. Culiacán nunca va a dejar de ser violento”.

Le pregunto qué secuelas puede dejar ejercer el oficio en este estado, ¿cómo sobreviven los periodistas a esa realidad?

Cuando yo me fui, duré mucho tiempo enojada con la ciudad. Tardé como un año en volver. Todo lo veía sospechoso, todo lo veía mal. Tardé mucho en que se me quitara esa sensación. Años después comprendí que era lo que llaman estrés postraumático. En mis últimos dos años en el periódico, yo consumía muchas drogas, drogas duras. No solo yo, mis compañeros pasaban por lo mismo. Y uno pensaba que era normal, pero no. Era por la violencia. Cuando te alejas lo comprendes. Yo intentaba justificarlo porque estás en una fiesta o en una reunión, pero de pronto era todos los días. Tomas mucho alcohol o te drogas mucho. La mayoría de los jóvenes periodistas que están en la violencia están así.

Vista del panteón municipal durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

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Los periodistas en México no buscaron ser corresponsales de guerra; no se enlistaron o alzaron la mano para ir a cubrir un conflicto, simplemente el horror llegó a su ciudad. Yo me había propuesto no cubrir este tipo de historias, no era lo que yo quería como periodista. Un día a las 6 de la mañana un compañero me despertó por teléfono gritando que habían arrojado más de 20 cuerpos en una glorieta de mi ciudad [Guadalajara]. Salí corriendo, incrédulo. En el camino pensaba que el dato tenía que ser incorrecto, que el pánico y la paranoia estaban circulando. Era trágico por la zona y la hora, pero pensé que estaba exagerando, que serían tres, a lo mucho cuatro cadáveres. Al final se contaron 24.

Los periodistas que cubren esa fuente están atrapados en ese conflicto sin sentido. A partir de que la infame “guerra contra el narco” llegó a sus ciudades, han sido asesinados, desaparecidos, silenciados. La estadística que cuenta más de 100 periodistas desaparecidos y asesinados en 10 años no parece ser suficiente para encender las alarmas en las autoridades. La indiferencia de una sociedad que no se siente representada porque el periodismo no dice lo que quiere escuchar también es una sentencia. Quizá la verdadera sentencia es la que escribió Javier Valdez Cárdenas cuando asesinaron a la periodista Miroslava Breach: “Que nos maten a todos si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”.

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Una patrulla del Ejército mexicano participa en una operación de búsqueda de personas desaparecidas en la sierra limítrofe de los estados de Nayarit y Sinaloa.

El día a día de un periodista en Sinaloa

El día a día de un periodista en Sinaloa

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En Sinaloa la calma nunca llega, pero los periodistas locales no han dejado de reportear un solo día la exacerbada violencia que vive el estado desde hace decenios.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El funeral de Roberto Medina no hubiera tenido lugar si Mirna Nereida, su madre y fundadora de Las Rastreadoras de El Fuerte, no lo hubiera buscado durante años. A Roberto se lo llevaron de día, en plena calle de un pueblo llamado El Fuerte, en el norte de Sinaloa. Un levantón, como se les llama. A partir de ahí pasó a ser un desaparecido. Su hija de 4 años escuchó tantas veces decir que su papá estaba desaparecido, que llegó a pensar que “desaparecido” era un lugar y le preguntaba a su abuela: “¿Cuándo va a venir mi papá de Desaparecido?”.

En el cementerio de Mochicahui cae la noche y la oscuridad reina en todo el espacio. No se alcanza a observar casi nada, solo se distinguen algunos rostros por las luces de las veladoras y las de varios celulares, que alumbran como si fueran pequeñas luciérnagas en medio de un silencio absoluto.

Las Rastreadoras de El Fuerte, un grupo de madres que buscan a sus hijos desaparecidos en esa zona, rezan en silencio. Durante el entierro, la viuda de Roberto Medina llora un llanto muy callado y profundo, como un suspiro hacia adentro. Un familiar la abraza o, más bien, la sostiene para que no caiga. De pronto, el silencio y lo que parecía ser el final de un día desgarrador se rompe. El hermano de Roberto, un joven que no llega a los 19 años, se abalanza gritando sobre el ataúd. Se pasó todo el día ayudando para que el funeral de Roberto fuera lo más parecido a un funeral tradicional. Sirvió tostadas de ceviche y agua, mucha agua, pues el funeral ocurría bajo 40 grados Celsius a la sombra, en el norte de Sinaloa, casi frontera con Sonora. Estuvo pendiente de que los asistentes tuvieran un asiento, de que las señoras mayores estuvieran cómodas y de que su madre no llorara más de la cuenta. Ahora son las 7 de la noche, y este mismo joven, que durante todo el día permaneció entero y hacendoso, no puede más y rompe en llanto.

La viuda de Roberto Medina durante el entierro en el panteón de Mochicahui, Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

El ambiente se transforma inmediatamente. Los tíos y otros familiares gritan exasperados para que lo aparten de ahí. Lo que les preocupa no es el sufrimiento del joven, sino el contenido de sus palabras. El dolor y la rabia lo hacen gritar cosas que, en un estado como Sinaloa, y en un país como México, pueden ser muy peligrosas. Si alguien escucha algo que suene a amenaza o que simplemente no le parezca, podría haber consecuencias.

La escena, triste y desgarradora, se torna violenta. Un funeral no debería ser así. Un hermano debería poder llorar y gritar su dolor. Pero no aquí, no en Sinaloa. En el panteón podría haber gente escuchando. Podría haber gente mirando. De hecho, la hay. Los familiares logran tranquilizarlo y le piden silencio. Él parece entrar en razón y sigue llorando sin gritar. Se aparta del ataúd y vuelve a su dolor personal.

Hasta hace unas horas, Roberto Medina era un desaparecido más. Su nombre formaba parte de los 100 000 desaparecidos que México acumula en los últimos 14 años. Roberto seguiría en esas listas si no fuera porque el grupo de rastreadoras que fundó su madre lo encontró en un paraje desértico de Sinaloa; enviaron un fragmento de sus restos al departamento forense de la Fiscalía de Sinaloa, que 14 días después le confirmó a Mirna que se trataba de Roberto. Ella asegura que estaba esperando la confirmación científica, pero que desde el día que encontraron el cuerpo, supo que era él.

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Niños juegan en la zona de Tres Ríos, frente al río Humaya en Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

De un momento a otro Noel, un reportero con mucha experiencia en la zona y que trabaja para el periódico local Debate, nos alerta de que es momento de irnos o, mejor dicho, nos ordena que nos vayamos.

Busco a César, mi compañero fotógrafo, la luz de los faros de una camioneta me ayudan a distinguirlo; tenemos que aprovechar que Noel nos puede sacar de ahí y regresar a Los Mochis. Noel conduce su camioneta a toda velocidad, la zona no es segura y hay que salir de ahí lo más pronto posible.

A lo lejos, veo la escena. En el centro, Mirna Nerida levanta la foto de su hijo, como si sepultarlo fuera un logro. Ella había empezado sola, buscando cuerpos, y esa búsqueda la llevó frente al presidente, Enrique Peña Nieto. Le habló de la realidad del país que gobernaba, y luego se levantó y siguió buscando. Al principio, lo buscaba vivo. Después, donde fuera: barrancos, ríos, terrenos baldíos, hectáreas interminables de tierra. No estaba sola. Otras madres empezaron a unirse, buscando también.

A todas ellas, el periodista Javier Valdez las bautizó como Las Rastreadoras de El Fuerte.

Mirna Nereida sostiene la foto de su hijo durante su funeral. Mirna es una madre que durante tres años buscó a su hijo Roberto, hasta que lo encontró en una pequeña tumba en una montaña en el estado de Sinaloa. Mirna formó el grupo conocido como Las Rastreadoras del Fuerte, ya que ese era el pueblo donde su hijo desapareció y fue visto por última vez. Finalmente, Mirna logró recuperar el cuerpo de Roberto y realizar un funeral religioso, como lo dictan las costumbres del lugar y sus creencias. Fotografía de Héctor Guerrero.

Treinta años antes…

El bombero despega el pie de un hombre del pedal del acelerador. La carne calcinada se vuelve chiclosa y tiene que utilizar una espátula para raspar lo que queda de la extremidad embarrada en los pedales de la camioneta de redilas a la que le pusieron una pequeña bomba para matar al conductor.

Griselda Triana recuerda aquella noche como si hubiera sido ayer, cuando presenció ese cuadro al asomarse por la ventana de la camioneta color blanco. Lo describe con detalles. Griselda tenía 20 años, cenaba con su novio en un pequeño lugar de Culiacán. Tenían la costumbre de perseguir a las ambulancias o a las patrullas cuando las veían pasar. Trabajaba como reportera en una estación de noticias en la radio y él en el Canal 3 de la televisión local. Era rutina seguir a los servicios de emergencia, pues los llevaban a donde estaba la noticia y así ya tenían algo para informar en sus respectivos medios. Andaban, literalmente, tras la nota.

Así fue como llegaron una vez a un enfrentamiento en la colonia Chapultepec. Griselda vio a la gente tirada en las banquetas y hasta ese momento se percató de que el enfrentamiento no había terminado. Se tiró junto a un auto mientras los balazos se seguían escuchando.

La joven pareja de reporteros pasaba los días y las noches de esta forma, haciendo periodismo en una de las ciudades más peligrosas del país.

Hoy, muchos años después, Griselda lo recuerda con nostalgia y normalidad.

Nunca hubo otra opción. Es la vida diaria en un lugar como este. […] Hoy que vivo en un pueblo muy lejos de ahí y me despiertan los cuetes, lo primero que viene a mi mente es cuando me despertaban las ráfagas de metralletas, cuando los escucho me quedo en mi cama quieta, esperando escuchar las sirenas que anteceden a los balazos, pero nunca llegan. Entonces recuerdo que no son balazos, y que ya no estoy en Culiacán.

Sonríe un poco y continúa hablando con una voz muy baja, pausada, como si estuviera contando un secreto que le avergüenza: “Aprendes a diferenciar entre armas cortas, armas largas, disparos al aire… No tienes opción. ¿Qué puedes hacer? Tus hijos conviven con los hijos de ellos. Llega un momento en que te acostumbras, no hay más”.

Cuando dice “ellos”, se refiere a los narcos. Ahora que tiene algunos años viviendo fuera de Sinaloa, reflexiona con una pregunta: “¿Cómo se puede vivir tanto tiempo así?”.

Un hombre sostiene el ataúd durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

Finalmente, Griselda se cansó del diarismo y le ofrecieron entrar a la oficina de comunicación de la Universidad del Estado de Sinaloa. Le pareció una buena oferta y la aceptó sin dudarlo. Llegó a coordinar esa oficina con más de 12 personas a su cargo y tomó la conducción de un noticiero de lunes a viernes. Su novio, siempre inquieto y creativo, dejó la televisión y se fue a trabajar a un diario local, donde comenzó a crecer laboralmente al lado de entrañables colegas que luego se convirtieron en amigos. Se casaron y continuaron su vida juntos.

El 15 de mayo de 2017 su esposo murió asesinado en una calle del centro de Culiacán, su nombre era —es— Javier Valdez Cárdenas.

Reporteros S.A. de C.V.

Ismael Bojórquez comienza la conversación citando a Milan Kundera y las casualidades, pues fue por una casualidad que llegó al periodismo. Cuando era joven trabajó cinco años en el Sindicato Nacional de Mineros, en las minas del norte de Sinaloa. Escribía los boletines y las convocatorias del sindicato y de ahí le nació un cierto gusto por escribir y por la grilla. Después se fue a estudiar sociología al puerto de Mazatlán. Le desanimó que solo hubiera seis alumnos anotados, no le vio gran futuro a esa profesión. Se enteró de que a Comunicación se habían inscrito cientos, recordó su gusto por escribir de asuntos políticos y se apuntó de inmediato.

Hoy Ismael rebasa los 70 años y para cualquiera al que le guste el periodismo, sentarse a hablar con él es como tomar un máster de esos que dan en la profesión. Comenzó su carrera en la televisión y, al poco tiempo, le ofrecieron entrar al diario Noroeste como reportero de a pie. Para 1996 lo hicieron jefe de información en la oficina de Culiacán. Ahí contrató a Javier Valdez Cárdenas, un reportero dinámico que había conocido en la televisión.

Pasaron los años y un pequeño grupo de reporteros de esa redacción sintió que el periódico ya no llenaba como antes sus expectativas. Les habían puesto a un sacerdote como director y eso los tenía desconcertados. A Ismael, una vieja idea le rondaba por la cabeza: hacer un semanario. Él pertenece a esa generación de periodistas mexicanos que crecieron admirando el periodismo del semanario Proceso, que dirigió el mítico Julio Scherer. Ismael llegó incluso a colaborar con ellos en algún tiempo desde Sinaloa. Comenzó a cavilar la idea con algunos compañeros y en cantinas y tertulias, la idea fue tomando forma.

Para finales de 2001 se había formado una sociedad llamada Reporteros S.A. de C.V., y el 3 de febrero de 2002 el primer número de Ríodoce salió a la venta en las calles de Sinaloa.

Habíamos ideado un plan de negocios con acciones que no nos funcionó para nada. Yo ganaba en Noroeste 20 000 pesos mensuales y me fui a fundar Ríodoce ganando 3 000, y Javier ganaba 2 000 mil. Yo ganaba 3 000 porque Javier me dijo: “Ponte 1 000 más, compadre, porque tú eres el director”.

Don Ismael, como se le conoce en el medio, habla de todo esto con mucha entereza. Lo recuerda con la seguridad de que hicieron lo correcto y agradece a sus hermanos que lo ayudaron en el inicio porque con 3 000 pesos al mes era imposible sacar adelante un proyecto así.

Este proyecto creció y se convirtió en una referencia del periodismo, no solo en Sinaloa, sino en todo México. Es de los medios que se mantienen en pie contando la violencia de la zona.

En febrero de 2017 Javier entrevistó a Dámaso López Núñez para las páginas de Ríodoce. Dámaso López fue uno de los grandes capos de Sinaloa, una vez que Joaquín Guzmán Loera fue capturado por tercera vez. “El Licenciado”, como lo apodaban en la zona, comenzó una guerra con los hijos de Guzmán. La entrevista de Javier no le cayó muy bien al ego de Los Chapitos.

Eran sobre las 2 de la madrugada y se estaba terminando de imprimir el periódico que saldría al día siguiente con la entrevista en portada. Me llamó un joven de la oficina y yo respondí medio dormido:

—Don Ismael, aquí hay gente armada en la redacción. Quieren hablar con usted porque quieren comprar todo el periódico.

—A ver, pásamelos.

—Buenas, jefe.

—¿Qué pasó chavalo?

—Señor, nos mandaron a comprarle todo el periódico. No hay problema. Se lo vamos a pagar todo.

—No, fíjese que eso no se puede. Nosotros tenemos compromiso ya con tiendas y puestos de periódicos que les tenemos que cumplir.

—¡Oh!, ¿así es, entonces?

—Sí. Con la pena, chavalón.

—Pues, no pasa nada, fíjese.

El trabajador de la redacción vuelve a llamar por teléfono a Ismael y le informa que ya habían cargado parte de la edición.

Los hombres armados esperaron afuera del taller de imprenta a que salieran las camionetas de reparto. Las siguieron. Cuando los repartidores bajaban a dejar los ejemplares del semanario, ellos también bajaban, los compraban uno a uno y se los llevaban. Lo hicieron en Mazatlán y en Culiacán. En Los Mochis, no. No tenía mucho sentido. La entrevista estaría en la web en unas horas. Lo que querían evitar era que circulara el impreso y, sobre todo, dejar claro quién mandaba por ahí.

Había 10 repartidores y solo uno tuvo miedo de salir a repartir ese día. Los demás salieron en moto o en sus camionetas, todos con su escolta siniestra detrás. Al final, los hombres de Los Chapitos compraron el 70% de la edición de aquel día.

Hacer periodismo en los estados de México es navegar en un mar encrespado. Los periodistas tienen que luchar día a día contra la precariedad laboral, los malos salarios y con el hecho de que las ciudades son pequeñas y se convive con el crimen o con los gobiernos aliados al crimen. Todos los días. Ismael cuenta:

Hay líneas muy delgadas que tienes que saber respetar. A veces con el tiempo cruzas esas líneas y no te das cuenta. Cuando menos lo esperas ya las pasaste. Eso nos pasó con esa entrevista. Habíamos dicho que nunca íbamos a entrevistar a un capo porque se podría interpretar que estábamos de un lado o del otro, y el del otro lado iba a pensar que éramos enemigos. Y fíjate, cruzamos la línea sin darnos cuenta.

Ismael suelta los nombres de los capos más famosos, los más buscados por las autoridades de diferentes países, los más sanguinarios y temidos; pero al contarlo lo hace con naturalidad, los nombra por sus apodos y los reconoce con familiaridad. Cualquier editor se quebraría la cabeza con la información que llega a la redacción de Ríodoce. Pero no Ismael. Queda claro que convive con esa realidad todos los días.

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Altar a Jesús Malverde en la capilla de Culiacán. Fotografía de Héctor Guerrero.

15 de mayo de 2017

Han pasado siete años desde que mataron a Javier Valdez Cárdenas a plena luz del día en una calle de Culiacán. Mismo tiempo que Ismael no ha dejado de recapitular obsesivamente ese 15 de mayo fatídico.

Cada lunes se reunían para ver los pendientes de la semana. Terminaron la reunión e Ismael tenía que ir al banco, a 800 metros de la oficina. A las 12 del día salió del banco, dio la vuelta y vio un accidente.

En un principio pensé que era un viejito. Vi al hombre tirado y me acerqué en el auto. Bajé la ventanilla y le vi los zapatos, y ahí supe que era Javier. Le pregunté a un muchacho que estaba ahí: “¿Qué pasó con ese señor?”. Pero yo ya sabía que era Javier. “¿Lo atropellaron?”. El joven me respondió: “No. Lo mataron”. Entonces estacioné el auto y me bajé a verlo. Tomé el teléfono y llamé a Andrés, nuestro jefe de información. Le dije: “Vente para acá, mataron a Javier”. En eso me sonó el teléfono de nuevo y era Griselda. Cuando le respondí, solo le dije: “Vente para acá”. Y ella me decía: “Ismael, dime que no es cierto”, y yo le grité: “Vente para acá”. Al colgar rompí el teléfono, entonces ya quedé incomunicado.

Los días que le siguieron fueron muy jodidos. Esa tarde, horrible, y al otro día, el sepelio. Entras en otra dimensión porque, a partir de ese momento, nos teníamos que mover distinto. Es decir, nosotros ya estábamos acostumbrados a sortear muchas cosas como los salarios, la falta de recursos; pero nunca nos habían matado a un compañero. Fueron semanas muy difíciles, que se hicieron meses y luego años.

Buscar la procuración de justicia es un infierno en este país. Nos jodía mucho que no sabíamos quién había sido. Pensábamos en varios, pero no teníamos la certeza. Hasta que se medió aclaró es que comenzamos a ver un poco la luz.

Ismael hace una pausa en la conversación, con los ojos un poco vidriosos y por primera vez su voz pierde el ímpetu tan característico del acento golpeado, distendido y sin preocupación del noroeste de México. En un tono más reflexivo, dice: “Mira, a Javier lo mataron por mi culpa”.

Lo ha pensado mucho, por eso puede soltar así la frase. Le pido que me cuente por qué lo dice, por qué se siente responsable de un crimen que él no cometió.

Yo tengo la última decisión de lo que se publica en el diario. Debí haber revisado mejor la nota y frenar la publicación. […] No debíamos haber entrevistado a Dámaso. Los hijos del Chapo habían enviado una carta a Ciro Gómez Leyva. Ciro leyó la carta al aire y Dámaso quiso dar su versión, entonces nos buscaron. Pero te voy a decir por qué acepté. Javier era un hombre muy sensible, se enojaba o se ponía triste y podía hasta llorar el bato. Era muy sensible. Días antes yo le había parado una nota de un hermano del Chapo porque no tenía fuentes. Se agüitó machín. Y 15 días después me llega con esto. Y yo ahí flaqueé, ya no quise decirle nada, pero yo sabía que no teníamos que meternos en esa guerra. Ya lo habíamos hablado antes. Con los jóvenes había que tener otro cuidado, no son los narcos viejos. Tienen otros códigos.

[Silencio]

Mira, a Javier lo mató el hijo, tal vez Dámaso el papá no lo habría matado. Estaba todo muy caliente en el ambiente. Pensamos mandar a Javier fuera de la ciudad, pero le dio muchas largas. Cuando detienen a Dámaso, nosotros pensamos que las cosas se iban a calmar. Pensamos que se acababa la guerra y fue ahí cuando salimos con esa pinche nota. Javier dice que el hijo de Dámaso no tiene la talla, que es un gatillero de pacotilla. Cosas así escribió.

[Silencio]

Lo de Javier fue un crimen de ira.

[Silencio]

El muchacho estaba acorralado, habían detenido a su papá, él estaba solo.

[Silencio largo]

Yo debí haber quitado todo eso, y tal vez a Javier no lo hubieran matado.

Javier murió hace años y su muerte fue un suceso que cimbró al periodismo mexicano. Sus compañeros y compañeras en el semanario Ríodoce se han tenido que reponer y seguir adelante en su día a día narrando la violencia de Sinaloa.

En las últimas semanas de septiembre de 2024, tras la detención de Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los legendarios capos del Cártel de Sinaloa, el estado vive bajo una ola de violencia imparable. Los grupos antagónicos se disputan el control total de la zona para imponer al que será el nuevo amo y señor de las drogas en la entidad.

Pienso en Gladys Serrano, una fotoperiodista que conocí en Sinaloa. Sus imágenes crudas en medio de ese permanente fuego cruzado me llamaron la atención. Quiero saber si es posible sobreponerse de una dinámica así, después de años trabajando en esos contextos.

No se puede huir de la violencia

Gladys tenía como regla no contarle mucho a su madre sobre su trabajo y las cosas que le tocaba ver. Pero ese día le costó más que otros días. Hacía unos meses le habían dado una oportunidad como fotógrafa en el diario Debate de Culiacán. Le tocaba un poco de todo. Días en que le asignaban hacer la guardia policiaca, pero a las 6 de la tarde tenía que estar puntual en el estadio de beisbol, lo que hubiera visto en esa jornada debía quedar atrás, pues ahora era momento de retratar el juego.

Una de sus primeras asignaturas fue tomar fotos a dos cuerpos abandonados en un campo de maíz. A sus padres no les gustaba mucho ese trabajo y le aconsejaban dejarlo, al menos así fue en un inicio. Por eso Gladys no le contaba todo a su madre. Aquel día fue diferente, la tristeza le ganó, llegó a casa llorando. Le había tocado acudir a una secundaria porque un niño había matado a golpes a otro. Cuando llegó a la escuela tuvo que ir a la farmacia de la colonia y ahí vio el cadáver; a los maestros, tras la golpiza, solo se les ocurrió llevar el cuerpo a una pequeña farmacia de barrio, era un niño de secundaria. Gladys tuvo que esperar a que llegarán por el cadáver y fotografiar la historia. El hecho consternó a la ciudad y al día siguiente continuaba siendo noticia y la enviaron al funeral.

La familia del niño muerto estaba indignada y permitió que la prensa ingresara a la casa donde lo velaban. Gladys no quiso acercarse más, no quería volver a ver el cuerpo. En un momento se salió de la casa y escuchó a los compañeros de escuela del niño que se burlaban y hablaban de él. Daban a entender que el niño era malo, que tal vez se merecía lo que pasó. Mientras más tiempo pasaba Gladys en el sitio, la historia se ponía más triste.

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Es un día contaminado en la Ciudad de México, se ha roto un récord de calor: la ciudad alcanzó más de 30 grados. Gladys Serrano ahora trabaja como fotógrafa de un periódico internacional en la capital mexicana. Sus coberturas son distintas, ha trabajado en países como Colombia y El Salvador. Atrás quedó aquel diario local de su ciudad y la vida como fotógrafa de nota roja; sin embargo, al hablar con ella queda la sensación de que los hechos violentos de aquellos años no han desaparecido del todo. Recuerda el día a día en esa redacción. Ahora, a la distancia, reflexiona sobre cosas terribles de las que nunca se percató y que por el nivel de violencia que se vive a diario, incluso se normalizan.

Gladys llega a la cita puntual. Ha pedido un té porque no toma café, le pega mal. Al preguntarle cómo es el día a día de una fotoperiodista en Culiacán, cuenta lo que bien podría ser el capítulo de una serie de narcos en Netflix, pero son anécdotas de sus años en un periódico local.

Hacia el 2008 o 2009 la violencia era desmedida en la ciudad. Los policías federales comenzaron a trabajar vestidos de civiles. Entraban a las casas o comercios a realizar cateos sin ninguna orden, simplemente llegaban buscando armas o droga y se metían. Fueron días muy complicados para trabajar en Sinaloa. Gladys cuenta que una tarde se quisieron meter a un taller mecánico a media cuadra del periódico:

Llegaron muy agresivos, los del taller se asustaron y llamaron al periódico. Yo estaba ahí, pero no me tocó ir. Salió Leo Espinoza, “don Leo” le decíamos, un veterano fotógrafo que se fue con dos reporteros. Llegaron al sitio y comenzaron a reportear. Todo era muy tenso, los federales ya no tenían el control de la situación y se molestaron de que les tomara fotos. De inmediato detuvieron a los dos reporteros y los subieron a una camioneta. Don Leo corrió y no lo lograron subir. Lo persiguieron hasta el periódico. Eran como las 7 de la tarde y estaba oscureciendo. Don Leo había fotografiado toda la situación, incluso su persecución. Alcanzó a refugiarse en el diario y los federales desde afuera le apuntaban con armas, mientras él seguía tomando fotos.

Gladys habla de don Leo con cariño y admiración. Leonardo Espinoza, fotógrafo ya retirado, acumuló años de experiencia y registró muchos sucesos traumáticos ocurridos en Sinaloa.

“Ese día nos llamaron de la caseta de vigilancia y nos avisaron: hay gente armada queriéndose meter a la redacción. Imagínate, ahí comenzamos a llorar muchas personas. Yo pensé, ‘nos van a subir a matar’. Había que pasar dos puertas, pero eran de cristal. Yo estaba en mi computadora cuando nos avisaron”. Gladys rememora ese día y aún lo cuenta con cierto temor. Es un recuerdo que la marcó.

Era muy común que llamaran a la oficina amenazando. En esa época, casi hablaban a diario y decían: “Vamos a matar periodistas”. Yo pensé que ese día iba a pasar eso. Ya había pasado lo de las granadas. Entonces, me asusté mucho. Finalmente, los federales se tranquilizaron y se identificaron. Al día siguiente el gobernador y el procurador del estado visitaron la redacción y pidieron disculpas. Pero ese día fue muy reflexivo para mí. Realmente me planteé si quería ser fotoperiodista toda mi vida.

Pasaron los años y continuó con su trabajo. Hoy piensa sobre aquellos días: “¿Te digo algo? A mí ese susto ya nunca se me bajó. Por años, sentí mucha ansiedad. Un día fui a una colonia y hombres armados me siguieron hasta el periódico. Ahí supe que me quería ir. Pensé: ʻAquí me van a matarʼ. No porque sea yo en particular, porque así es. Culiacán nunca va a dejar de ser violento”.

Le pregunto qué secuelas puede dejar ejercer el oficio en este estado, ¿cómo sobreviven los periodistas a esa realidad?

Cuando yo me fui, duré mucho tiempo enojada con la ciudad. Tardé como un año en volver. Todo lo veía sospechoso, todo lo veía mal. Tardé mucho en que se me quitara esa sensación. Años después comprendí que era lo que llaman estrés postraumático. En mis últimos dos años en el periódico, yo consumía muchas drogas, drogas duras. No solo yo, mis compañeros pasaban por lo mismo. Y uno pensaba que era normal, pero no. Era por la violencia. Cuando te alejas lo comprendes. Yo intentaba justificarlo porque estás en una fiesta o en una reunión, pero de pronto era todos los días. Tomas mucho alcohol o te drogas mucho. La mayoría de los jóvenes periodistas que están en la violencia están así.

Vista del panteón municipal durante el funeral de Roberto Corrales, quien estuvo desaparecido durante tres años hasta que su madre lo encontró en una pequeña tumba en las montañas del estado de Sinaloa. Fotografía de Héctor Guerrero.

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Los periodistas en México no buscaron ser corresponsales de guerra; no se enlistaron o alzaron la mano para ir a cubrir un conflicto, simplemente el horror llegó a su ciudad. Yo me había propuesto no cubrir este tipo de historias, no era lo que yo quería como periodista. Un día a las 6 de la mañana un compañero me despertó por teléfono gritando que habían arrojado más de 20 cuerpos en una glorieta de mi ciudad [Guadalajara]. Salí corriendo, incrédulo. En el camino pensaba que el dato tenía que ser incorrecto, que el pánico y la paranoia estaban circulando. Era trágico por la zona y la hora, pero pensé que estaba exagerando, que serían tres, a lo mucho cuatro cadáveres. Al final se contaron 24.

Los periodistas que cubren esa fuente están atrapados en ese conflicto sin sentido. A partir de que la infame “guerra contra el narco” llegó a sus ciudades, han sido asesinados, desaparecidos, silenciados. La estadística que cuenta más de 100 periodistas desaparecidos y asesinados en 10 años no parece ser suficiente para encender las alarmas en las autoridades. La indiferencia de una sociedad que no se siente representada porque el periodismo no dice lo que quiere escuchar también es una sentencia. Quizá la verdadera sentencia es la que escribió Javier Valdez Cárdenas cuando asesinaron a la periodista Miroslava Breach: “Que nos maten a todos si esa es la condena de muerte por reportear este infierno”.

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