Fernando Polack aparece en los medios argentinos como un óraculo. Lo consultan por el plasma, la vacuna, la cuarentena, la vida y la muerte. Encabeza uno de los estudios más importantes en América Latina destinado a encontrar un tratamiento eficaz para la Covid-19, utilizando el plasma de quienes hayan pasado por la enfermedad. Los primeros resultados se tendrán este mes de agosto, pero la espera parece infinita.
¿Qué importaban sus conocimiento enciclopédicos y minuciosos sobre enfermedades virales respiratorias? ¿Qué importaba haber sido profesor titular de la Cátedra Cesar Milstein en la Universidad de Vanderbilt, en Estados Unidos, y, en ese mismo país, haberse formado como infectólogo en Johns Hopkins School of Medicine, el hospital más prestigioso? ¿Qué importaban sus premios y reconocimientos internacionales (entre otros, al pediatra del año por la Asociación Norteamericana de Investigaciones Pediátricas)? ¿Qué importaba ser tercera generación de médicos en la familia —su padre y su abuelo también lo habían sido— y haberse graduado con honores? ¿Qué importaba todo eso si ahora, cuando el destino lo ponía frente al desafío más grande de su vida, cuando una enfermedad viral respiratoria se expandía como peste en su país y en el mundo entero, no se le ocurría una propuesta concreta para combatir a la Covid-19?
Eso pensaba el médico pediatra Fernando Polack cuando decidió llamar a la doctora Romina Libster, quien había sido su coequiper en diversos proyectos profesionales desde hacía 12 años. Tuvieron varias conversaciones, y una idea comenzó a emerger.
Se les ocurrió que el plasma en la sangre de una persona convaleciente de Covid-19 podía, cuando fuera transfundido a una persona de riesgo que se hubiera enfermado recientemente, curarla. O, al menos, impedir que desarrolle más que un catarro febril ambulatorio. Si bien la transfusión de plasma de convaleciente se utiliza para el tratamiento de enfermedades desde comienzos del siglo XX, el desarrollo de medicamentos y vacunas hicieron que hoy en día sea un método poco común. Y aunque se sigue utilizando por ejemplo para curar el ébola, o incluso hasta recientemente, aunque ya no es recomendado por los especialistas, para la Covid-19 como tratamiento compasivo en estados terminales, el punto clave de la idea de Polack y Libster era la administración temprana del plasma: a los pocos días del contagio. Un detalle engañosamente simple.
Tuvieron la idea a fines de abril de 2020, cuando la pandemia había provocado ya más de tres millones de contagios y más de 300 mil muertes en el mundo, y desde ese momento todo fue vertiginoso. Desde junio, un gigantesco ensayo clínico está poniendo la idea a prueba: más de 500 personas (la enorme mayoría voluntarias) participan de su implementación en 14 hospitales capaces de recibir pacientes de cualquier punto de la Provincia o de la Ciudad de Buenos Aires. Es el estudio clínico de mayor enverdagura de todos los que se están haciendo en la Argentina. Se transformaría en el primer estudio en el mundo en probar un tratamiento eficaz contra la Covid-19.
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La sangre se compone de glóbulos rojos, glóbulos blancos, y la parte líquida, llamada plasma. En el plasma hay todo tipo de moléculas. Entre otras, anticuerpos. Los anticuerpos son creados por el organismo para combatir enfermedades. Combaten exclusivamente la enfermedad para la que fueron creados. Las vacunas funcionan porque, con algo así como una versión atenuada de un virus, logran que el cuerpo produzca anticuerpos para ese virus sin padecer la enfermedad que provoca.
Se sabe que en muchas enfermedades virales la transfusión de plasma de un paciente curado (convaleciente) a uno enfermo, lo cura. Al donante se le saca sangre por un brazo y se la ingresa nuevamente al cuerpo a través del otro brazo, previa sustitución del plasma por un líquido fisiológico (el procedimiento se denomina plasmaféresis). Ese mismo día puede irse a su casa. Los anticuerpos generados por la persona que estuvo enferma y se curó servirán para combatir la enfermedad en quien aún está enfermo.
Pero el método no funciona siempre. En la carrera armamentista entre el sistema inmune y los patógenos, algunos virus, como el que causa el sida, han desarrollado estrategias para engañar al ejército de defensa del cuerpo. Entonces, no se sabe si este sistema funciona para la Covid-19. Fernando Polack y Romina Lisbter decidieron intentar probarlo, pero con un detalle que diferencia este estudio de otros muchos similares que se están realizando en el planeta. Un detalle que está escrito en un capítulo de oro de la ciencia argentina:
—Lo que hizo Julio Maiztegui en la década del 70 es extraordinario— dice Polack.
Y repite,
—¡Extraordinario!
El doctor Maiztegui lideró el equipo que encontró en los años 70 una cura para el “mal de los rastrojos”, la fiebre hemorrágica argentina, una enfermedad exclusiva de los peones rurales, pobres, de la provincia de Buenos Aires, producida por el virus junín (en esa ciudad se produjo el primer brote) y que ya en el año 1955 había matado a miles de personas. La mayor incidencia se producía entre abril y julio, momento en que ya se había realizado la cosecha del maíz y los campos conservaban los restos de la cosecha, el rastrojo. La tasa de mortalidad era del 30%, pero el equipo de Maiztegui la llevó, con el método del plasma de convaleciente, a sólo el 3%. Salvó miles y miles de vidas.
"En los medios argentinos Fernando Polack es algo así como un oráculo: lo consultan por el estudio con plasma, la vacuna, la cuarentena, por la vida y la muerte, y hasta por los cuadros que se ven en su casa cuando sale por Zoom o Skype".
El método de plasma de convaleciente se había desarrollado hacía pocos años en Estados Unidos y su aplicación era aún experimental. Unas pocas personas en el mundo lo conocían en profundidad, entre otras Maiztegui, quien había hecho una especialización en Clínica Médica y Enfermedades infecciosas en el Hospital de Boston y un master en Salud Pública en la Universidad de Harvard.
Al aplicarlo en la Argentina, tuvo una idea que resultó ser clave para su éxito: la aplicación temprana del plasma. Descubrió que lo fundamental era aplicarlo tempranamente, antes del octavo día después del contagio. El diablo estaba en ese “detalle”.
La idea que tuvieron Fernando y Romina fue hacer lo mismo, pero con la Covid-19, la enfermedad causada por el coronavirus actual.
—Nosotros queremos hacer la transfusión lo antes posibles después del contagio, como hizo el equipo de Maiztegui— cuenta Polack.
Y explica la lógica de su idea con una metáfora qua ya repitió decenas de veces en los medios de comunicación:
—Si te entra un ladrón a tu casa y te rompe las puertas, se mete en el jardín, te despierta a los perros y vos lo agarrás, después, aunque lo hayas agarrado, tenés que arreglar los destrozos. Si vos lo agarrás cuando el tipo rompió la primera puerta, las chances de controlarlo son mucho mejores.
Una pregunta surge naturalmente. Si la idea es tan simple que cualquiera puede entenderla en dos minutos, ¿por qué no se le ocurrió a nadie esto antes?
—Quizás por dos motivos –dice Polack—. Primero, porque hay un montón de ideas obvias que terminan no funcionando. Puede ser eso, puede ser que se nos esté escapando algo que para otros es obvio y que va a hacer que esto no funcione. El otro motivo es que esta pandemia ha puesto a todo el mundo a trabajar en coronavirus y los violinistas de sinfónica están tocando la batería en lo grupos de rock. Y si vos sos violinista de sinfónica, sos violinista, no sos baterista. Está muy bien participar, ayudar. Pero si hay una epidemia de ACVs, vos no me querés a mi atendiendo. No te sirvo, no entiendo de qué se trata. Y la verdad que las enfermedades respiratorias virales, y las respuestas inmunes a ellas, son un nicho de trabajo muy específico. En la investigación médica ya no hay todólogos. Y encima en ciencia es muy común la imitación, entonces todo el mundo copia lo primero que sale. Creo que en parte es eso también.
Cuando se les pregunta cómo se les ocurrió la idea, ni Fernando ni Romina evocan un momento Eureka. Dicen que lo fueron conversando. Fue decantando. Más adelante, cuando la compartieron con sus colegas más cercanos, empezó a tomar impulso. Pero ellos mismos se sorprenden de la envergadura que tomó.
—Soy bueno para tener ideas y soy malo para ver el alcance de lo que va a ser la idea —dice Polack—. Empiezo a nadar y cuando me quiero dar cuenta estoy en el medio del mar.
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A Fernando Polack, durante los últimos diez años el pelo, voluminoso, se le llenó de canas. La barba sobrevive más o menos negra, con reflejos blancos acá y allá, sobre todo en la zona del mentón. Es alto y simpático. Un poco desaliñado, no mucho, lo suficiente para que se note que es nerd. No usa saco ni camisa. Mucho menos corbata. Se dice que era un nueve peligroso en la cancha de fútbol. Su voz es levemente nasal. Habla con seguridad y pausado, no porque esté pensando las palabras que usa —se nota que, desde que comienza una explicación, sabe el recorrido que hará para concluir minutos después con la palabra precisa—, sino porque quiere hacerse entender. Él ni siquiera quería ser médico:
—No me gustaba una mierda la medicina.
Quería ser biólogo o psicoanalista. Entró a la carrera más por inercia que por otra cosa. No le costaba sacarse las mejores notas, pero él sabía que eso no era lo suyo. Hasta que dos materias de la carrera comenzaron a transformarlo: inmunología e infectología.
—Había en esa época tres moléculas en inmunología. Comparado con lo que hay hoy, es como haber estudiado el Ford T, pero yo quedé completamente fascinado. Me parecía tan increíble el sistema inmune… Fue la primera materia que no estudiaba por estudiarla sino porque me fascinaba. La parte de microbiología me encantaba. La lógica de los anticuerpos, las moléculas de ADN y ARN, cómo cada patógeno operaba de forma diferente para causar la enfermedad, toda esa complejidad, toda esa sofisticación…
Más adelante, le ofrecieron realizar labores de investigación en dos universidades, Harvard y John Hopkins, y eligió la segunda casi por casualidad: después de terminar la carrera en Buenos Aires había vivido algunos años haciendo clínica en Michigan, que tiene un clima hostil; y cuando fue de visita a Baltimore, donde está John Hopkins, hubo un día de sol espectacular. El contraste con la cotidianeidad del sitio en el que él estaba terminó por decidirlo.
Después de casi 20 años en el exterior, Fernando quería volver a Buenos Aires y ese deseo se complementó perfectamente con una necesidad práctica de las investigaciones que desarrollaría en Vanderbilt: como las enfermedades virales respiratorias son estacionales y desaparecen en verano, tener un pie en cada hemisferio le permitía a su grupo de investigación no interrumpir el trabajo durante la mitad del año en el que, en cada hemisferio, los virus desaparecen.
Fue en 2003 cuando creó, en una casa del barrio porteño de Flores, la Fundación Infant. Se fijó el objetivo de producir ciencia relacionada a la salud infantil, intentado cubrir la brecha que hay entre la investigación científica básica y la investigación aplicada en el área de la infectología pediátrica. Comenzó a desarrollar estrategias que sirvieran para proteger a los niños de las poblaciones vulnerables del conurbano bonaerense de enfermedades virales potencialmente mortales: las respiratorias, como la bronquiolitis.
Fundación Infant tiene hoy dos sedes en las que trabajan alrededor de 20 personas. Son científicos, técnicos y administrativos. La sede original se acondicionó y transformó en un moderno laboratorio de biología molecular donde se hacen tests, como los ahora famosos PCR para detectar virus, o como los serológicos para detectar anticuerpos en sangre. Es una típica casa señorial porteña construida a principios de siglo XX, con el frente de piedra y mármol. Por dentro está completamente remodelada, con un pasillo central en que se alinean, a ambos lados, los cinco laboratorios que tienen paredes vidriadas. Al fondo está la cocina y los baños.
Hay otra sede, también en Flores, a media cuadra de la original. Funciona en primer piso, y la mitad frontal pertenece a Infant. Es una construcción moderna y parca, en una esquina, y abajo hay una heladería Freddo. Allí trabajan todos juntos en un gran salón, con escritorios separados por mamparas bajas, y con una gran pecera en el medio: una sala con paredes de vidrio donde se realizan las reuniones. Está todo dispuesto para incentivar el intercambio de ideas, y de hecho eso es lo que sucede: hay conversaciones constantes. El que necesita estudiar se pone auriculares o se va a la otra sede, donde siempre hay más silencio.
Infant está financiada en su mayor parte por la Fundación Bill y Melinda Gates, por el National Institutes of Health, de EEUU y por el Molecular Research Council, de Inglaterra. Además, el CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) paga los salarios de algunos de sus investigadores.
Romina pertenece a una nueva generación de investigadores que se entusiasman con la comunicación pública de la ciencia y que quieren romper el estereotipo de investigador solemne, serio y aburrido. Como Fernando, habla con firmeza y simpatía. Si lo hace desde un escenario, se planta de frente, con los pies abiertos a 45 grados, firmes, y arranca con el torso fijo en el lugar, sin balancearse. Es rubia, de ojos claros, y cuando explica lo hace con cuidado, mucha didáctica.
Después de realizar dos posdoctorados en Estados Unidos y Francia, en 2008 Romina había vuelto a la Argentina como investigadora del CONICET. Se incorporó de inmediato a Infant. Un año después, en 2009, estalló en el mundo la pandemia de gripe A, causada por el virus H1N1, una enfermedad viral respiratoria. Ella lideró desde Infant una investigación, respetando a tal punto los estándares de excelencia internacionales que, cuando al año siguiente se desarrolló la vacuna, la Organización Mundial de la Salud decidió los criterios para su distribución basada en esas investigaciones.
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Fernando y Romina habían tenido la conversación en la que surgió la idea de usar tempranamente plasma de convaleciente a fines de abril de 2020. A comienzos de mayo el proyecto tomó mayor impulso. Todo se organizó (y se sigue organizando) vía Zoom, a excepción de las actividades que exigen la visita a los hospitales.
El primer grupo que se puso en marcha se encargó de estudiar la literatura científica para armar el protocolo. Este grupo está dirigido por Fernando y Romina e incluye a siete estudiantes de los últimos años de medicina de la Universidad de Buenos Aires, a quienes Polack no duda en llamar “Los siete magníficos”. Dice que son los mejores estudiantes que ha tenido en su vida. Cuentan además con la asesoría de los más prestigiosos expertos internacionales y definieron los parámetros fundamentales del estudio, entre muchos otros que se necesitarían 210 pacientes, que la aplicación del plasma debía ocurrir antes de las 72 horas posteriores a la aparición de los primeros síntomas y que aceptarían como pacientes de riesgo a los mayores de 75 años o mayores de 65 con comorbilidades. Con esos parámetros, en pocos meses podrían obtener una respuesta y saber si el plasma administrado tempranamente funciona o no.
Mientras tanto, Alejandra Bianchi, Gerente de Logística de Estudios Clínicos de Infant, se encargó de la presentación de los protocolos a los diferentes comités de ética (cada hospital y cada gobierno tienen el suyo, con sus requerimientos específicos). A lo largo de mayo se presentó el protocolo ante los gobiernos de la ciudad, de la provincia de Buenos Aires y ante las autoridades de los nueve hospitales que, hasta ese momento, participarían del estudio recibiendo pacientes.
En paralelo, también durante mayo, Bianchi se encargó de montar una logística de donantes de plasma, que comenzó a ser acopiado en el Hospital Militar Central. Cuatro centros recibirían las donaciones: el Hospital Militar, la Fundación Hematológica Sarmiento y los Homocentros de Buenos Aires y de la ciudad de La Plata, a 60 kilómetros de la capital. Bianchi pasó horas y horas conversando con los directores de los centros.
A través de un acuerdo con el Ministerio de Salud, tuvieron acceso a los datos del Sistema Integrado de Información Sanitaria Argentina, con el contacto de los contagiados en el país, y algunos de los siete magníficos y otras personas de Infant comenzaron a llamar por teléfono a potenciales donantes, previo armado de un protocolo.
Encontraron que la actitud de los potenciales donantes era de mucho entusiasmo:
—La gente recontra acepta —dice Bianchi—. Incluso muchos se enteran y te empiezan a llamar a lo loco. Hay mucha gente que tuvo la enfermedad y que no la pasó bien, que es lo que le pasa a la mayoría con síntomas. Quieren ayudar.
A quienes aceptan donar, se los pasa a buscar en auto y, después de la plasmaféresis, que demora aproximadamente una hora, se los traslada nuevamente a su residencia. Un paciente recuperado de Covid-19 puede donar su plasma cada 8 días, hasta cuatro veces consecutivas. Luego de la cuarta donación, debe esperar un mes para volver a hacerlo.
Andrea Avellino, por ejemplo, ya donó tres veces. Se contagió en febrero en Brasil y, cuando la llamaron de Infant, no dudó en aceptar. Lo toma con naturalidad, no se siente una heroína:
—Tiene que ver con la educación que recibí y es también una enseñanza para mis hijos. Tanta gente se portó tan bien conmigo cuando estuve enferma que por qué no voy a donar.
El estudio, a pesar de que ya tomó enormes proporciones —Fernando y Romina lo califican como la investigación más grande en la que hayan participado en su vida—, se sigue financiando con ingresos de la fundación, con donaciones y con la participación de cientos de voluntarios que no cobran nada por participar.
—Todo se hace a pulmón —cuenta Fernando—. Y eso me incluye a mí.
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Aprender a hacer y gestionar estudios clínicos rigurosos lleva años. Es parecido a lo que hacen los ingenieros industriales: se trata de implementar procesos, de conocer infinitos y aburridos protocolos de seguridad, de control de calidad, de cumplimiento de normas bioéticas, de transparencia de la información. Una característica que hace que la organización de ensayos clínicos sea un oficio particular dentro de la investigación médica es que son doble ciegos: ni los pacientes, ni las persona que interactúan directamente con ellos, deben saber si recibieron plasma o placebo. Eso implica una logística compleja y específica. Hay sólo un grupo de personas que saben quiénes recibieron plasma y quiénes placebo: se los denomina “el grupo de los no-ciegos”. Tienen múltiples funciones. Por ejemplo, existe un comité de profesionales independientes que monitorean y evalúan los resultados y pueden dar un aviso de alarma si algo está saliendo mal. O si está saliendo tan bien que ya no es ético seguir con el estudio y se le debe suministrar plasma a todos los participantes. También pertenecen a este grupo de los no-ciegos las personas que se encargan de acopiar el plasma, enmascararlo para que no se note si es o no placebo, realizar los sorteos para saber qué paciente recibirá qué y subir toda la información anonimizada a una base de datos.
El equipo de los no-ciegos debe tener presencia en cada hospital del estudio, donde debe haber siempre, los siete días de la semana, las 24 horas, un integrante del equipo. Deben encargarse, por ejemplo, de hacer los testeos de los plasmas antes de transfundir a los pacientes. Deben verificar que no hubo un deterioro, lo que puede ocurrir, por ejemplo, por la pérdida de la cadena de frío durante el traslado.
El trabajo de los no-ciegos se coordina en el Hospital Militar Central. Este hospital está en el barrio de Palermo, en la zona conocida popularmente como Las Cañita, que hace unos 15 años se transformó en un polo de restaurantes, bares y salidas nocturnas. Una avenida lo separa de la zona de bullicio, por lo que los ruidos no son un problema. Consta de dos edificios: uno mayor, de diez pisos, construido a principios de los años 40; y uno menor, de cinco pisos y construido recientemente. Ambos están en medio de un parque arbolado que es parte del hospital.
Quien coordina a los no-ciegos es el doctor Gonzalo Pérez Marc, Director del Centro de Investigación Clínica Materno Infantil del Hospital. Este centro ocupa todo el octavo piso, y Pérez Marc es médico, filósofo y gestor. Uno de los médicos pediatras que trabaja con él y se encarga de los hisopados y los rastreos, Cristian Wood, cuenta que el clima en general es muy bueno, siempre hay buen humor:
—Es algo muy de la pediatría. Tenemos que sí o sí tener buena onda porque trabajamos con chicos. En adultos el clima es más serio. En pediatría es un clima de alegría. La revisación médica te exige primero generar un vínculo. A veces pasan cosas tristes, pero tratamos siempre que haya buen clima.
Pérez Marc es especialista en la implementación de ensayos clínicos. Así cuenta sus inicios:
—Yo conocía el mundo de la investigación clínica porque mi esposa, que es ginecóloga, endocrinóloga, hizo una maestría en investigación clínica. Entonces yo conocía muy de adentro ese mundo. De cenar con ella, de escuchar sus conversaciones. Era uno de adultos. No se hacía demasiada investigación clínica en pediatría. Y hubo en los últimos años un cambio muy grande. Hay muy pocos medicamentos estudiados para embarazadas y niños. Hubo un cambio en el universo bioético, que notó que están en orfandad terapéutica, no tienen los medicamentos que requieren. Impulsadas por la FDA y organismos internacionales, esas investigaciones, orientadas a las embarazadas y los niños, se aceleraron muchísimo, y nadie las sabía hacer.
"A Polack y a la doctora Romina Libster se les ocurrió que el plasma en la sangre de una persona convaleciente de Covid-19 podía, cuando fuera transfundido a otra persona de riesgo que se hubiera enfermado recientemente, curarla".
Pérez Marc se especializó cada vez más en ensayos clínicos en pediatría y con embarazadas: justamente los temas que investigaban Fernando Polack y los investigadores de Infant.
—A Fernando me lo presentó su padre, Norberto Polack, que era la eminencia de la pediatría argentina, que fue mi formador —cuenta Pérez Marc.
Hace cuatro años comenzaron el primer estudio conjunto entre Fundación Infant y el Hospital Militar. Lo terminaron hace pocos meses, y fue un éxito. Logró demostrar la eficacia de una vacuna para el virus sincicial respiratorio, que hoy en día sigue matando a centenas de niños por año en el conurbano bonaerense. La vacuna, cuando se implemente, permitirá salvar la mayoría de esas vidas. Siguieron trabajando juntos en muchos otros proyectos. Por eso, cuando a Fernando y Romina se les ocurrió la idea del plasma, llamaron inmediatamente a Pérez Marc y establecieron al Hospital Militar como sede central del proyecto plasma.
Una de las primeras tareas de la que debió encargarse el grupo de los no-ciegos coordinados por Pérez Marc fue la de enmascarar los plasmas para que no se notara si eran placebo o no. Quien lideró esta tarea es Virginia Braem, bioingeniera y su mano derecha. Cuenta lo mucho que trabajaron para poder repartir los plasmas y el placebo, que es simplemente líquido fisiológico, sin que se note la diferencia:
—Me pasé todo un domingo estudiando cómo hacerlo, mirando en Mercado Libre todo tipo de posibilidades. Encontramos una fábrica de bolsas negras completamente opacas y herméticas. Pero la fábrica estaba cerrada y las necesitábamos urgente. Romina terminó consiguiendo el teléfono del dueño de la fábrica y lo convenció para que la abriera. Después, le mandábamos fotos mostrando lo bien que habían quedado.
Había muchas otras cosas por solucionar que no estaban descriptas en la literatura científica. Por ejemplo, cómo disimular el hecho de que el líquido fisiológico está a temperatura ambiente y el plasma, congelado:
—Como la literatura científica no describe qué pasa con el líquido cuando se congela, por seguridad decidimos no congelarlo. Tuvimos que inventar todo un protocolo con el personal de cada hospital — cuenta Braem.
A fines de mayo, el equipo de los no-ciegos estaba armado y operativo.
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Después de que los comités de ética aprobaran los protocolos, se realizó la primera reunión para organizar el lanzamiento del proyecto. Fue el 27 de mayo, y se hizo de forma virtual. Se decidió comenzar el 4 de junio. A partir de ese día, los pacientes podían enrolarse y participar, recibiendo plasma o placebo.
El doctor Mauricio Caballero, investigador de la Fundación Infant, se encarga desde entonces de coordinar la identificación de pacientes elegibles y sus traslados. Cuenta que la respuesta de los pacientes es generalmente muy buena, más del 80% acepta participar:
—Primero por la incertidumbre que hay con respecto a la pandemia. Y además porque se le brinda un servicio de traslado, de seguimiento durante 15 días, de control ambulatorio. Creo que se sienten contenidos. Y la otra es que les interesa el estudio.
Alejandra Bianchi coincide: les interesa el estudio. No sólo por contribuir a que se sepa si el plasma sirve o no, sino por la ilusión de que sirva y que les toque a ellos. Más allá de que se les informa con claridad que es un estudio doble ciego, todo paciente que acepta participar tiene una ilusión: que le toque el plasma.
También a fines de mayo, el proyecto comenzó a tener visibilidad en los medios y eso hizo que se incorporaran centenares de voluntarios, no como pacientes ni como donantes, sino como buscadores de pacientes elegibles. Fueron capacitados por Zoom, y su rol consiste en hacer el seguimiento de la situación de hospitales de la capital y de la Provincia de Buenos Aires, buscando pacientes elegibles a quienes se invita a participar del estudio. En caso de aceptar, son traslados a alguno de los hospitales en los que se desarrolla el proyecto: el Militar, la clínica privada Los Arcos, el CEMIC, el Bocalandro, el Simplemente Evita, el San Juan de Dios, y el Sagrado Corazón, de la ciudad de La Plata.
En esos hospitales, a su vez, se realizaron a principios de junio jornadas de capacitación intensa, que estuvieron a cargo del personal de Infant. Cada hospital tiene sus propios protocolos médicos y su forma de ingresar los datos de los pacientes. Pero los participantes del estudio requieren de un seguimiento diario con protocolos específicos del ensayo, lo que implica capacitar en cada institución a todo el personal que está en contacto con los pacientes. Bianchi se encargó de coordinar esas capacitaciones.
—Cuando vos hacés estos estudios, vas a trabajar en un lugar prestado —dice, refiriéndose a los hospitales que participan—. Vos no sos el dueño. Es como que yo vaya a tu casa y te diga: “Voy a cocinar en tu casa. Tengo que usar toda tu vajilla, tengo que hacer que vos hagas todo conmigo, de la forma en que yo lo hago, y que no te fastidies. Y quiero que hagamos tortas. Pero las tortas las vas a hacer vos, yo te voy a dar los ingredientes”.
El principal problema que existe con el agravamiento de la pandemia es el del agotamiento del personal médico. Hay muchos con licencias: se enferman y durante días no pueden ir al hospital. Otros, agotados, empiezan a cometer más errores y olvidos en el cumplimiento de los protocolos específicos para el estudio. Se empieza a comprometer la calidad de los datos. Es lo que tiene obsesionada a Bianchi, que todos los días recorre los hospitales intentando detectar fallas en la toma de datos. Calcula que hoy hay más de 500 personas participando del estudio coordinado por Infant: unas 200 que hacen desde su casa el seguimiento de todos los hospitales de la capital y la provincia de Buenos Aires; unas 200 entre médicos y personal de los hospitales que reciben a los pacientes; unas 50 personas trabajando en la donación y el acopio de plasma; un equipo móvil de 50 personas que se encarga de realizar la transfusión de plasma a los pacientes; un equipo de técnicos realizando test serológicos en Infant y otro realizando test de PCR en el Hospital Militar; un equipo que se encarga de los hisopados y los rastreos, buscando pacientes incluso en los lugares más inaccesibles del conurbano; un equipo que se encarga del seguimiento de los pacientes que han recibido el alta en el hospital; y personas con tareas más puntuales, como el grupo de “los siete magníficos”, que se mantiene actualizado de todo lo que se hace en el mundo para combatir a la pandemia. Todo eso sin contar al factor clave: hasta ahora, el proyecto abarca a cien pacientes y cuatrocientos donantes.
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—Fuera del país, hay muchas instituciones que están atentas a la calidad de este trabajo, algunas de ellas de las más importantes del mundo, como la Fundación Bill y Melinda Gates. Fernando Polack tiene comunicación permanente con ellos. Son todos tomadores de decisión relevantes a nivel mundial, así que, si el resultado es positivo, el uso temprano de plasma de convaleciente pasa a ser una medida a nivel global— me dice Mauricio Caballero, el investigador de Infant.
Es un estudio hecho de acuerdo a los estándares internacionales más rigurosos y, aun si se prueba que no funciona, será un resultado importante porque pondrá sobre aviso a todos los estudios con plasma que se están realizando en el mundo, advirtiendo que incluso en la condición teóricamente ideal de la transfusión temprana no funciona.
Pero si el tratamiento es eficaz, y la logística y la política acompañan, Polack ya tiene plan para el día después:
—Si funciona, el desafío es transformar una bolsa que tiene un cuarto de litro de plasma colgado sobre el paciente en una inyección, como si fuera una vacuna. Para eso, lo que estamos juntando en paralelo son 100 kilos de plasma para enviar a Córdoba y hacer una concentración. La Universidad Nacional de Córdoba tiene una concentradora de plasma. Es como si fuera leche en polvo, plasma concentrado. Y hay una fábrica, también en Córdoba, que trabaja hace muchos años y que vende todo el plasma concentrado que se usa acá, en Chile, Paraguay, Uruguay y Bolivia. Entonces, la segunda parte de este estudio es intentar simplificar la aplicación: en vez de plasma una inyeccioncita. Es un estudio carísimo y ese estudio está todo financiado por la Fundación Bill y Melinda Gates.
Hace sólo unos días Fernando volvió a ser tapa de todos los diarios argentinos. Esta vez porque las empresas norteamericanas Pfizzer y BioNTech, que investigan una de las vacunas más promisoras en desarrollo avanzado, decidieron hacer sus últimas pruebas clínicas en Estados Unidos y la Argentina. La razón que dieron los representantes de las empresas para elegir este país fue que el grupo de Fernando Polack puede garantizar la calidad de la investigación.
—Apuntamos a tener respuestas sobre la efectividad de la vacuna a fin de este año —dice Fernando—. Ser parte de estos ensayos posiciona al país en un lugar de privilegio para la distribución. A los países que evalúan las vacunas o los medicamentos, se les abre la puerta para acceder a las remesas de vacunas o medicamentos con prioridad. La intención es que la evaluación de la fase 2/3 de efectividad de la vacuna se realice reflejando la diversidad de la población, en un rango de 18 a 80 años, en personas que no se hayan infectado. Y apuntamos a mirar primero a los trabajadores esenciales, sobre todo al personal de salud, pero luego se ampliará.
Señala que la realización de este estudio no beneficia sólo a su grupo de investigación sino a todo el ecosistema de ciencia y tecnología argentino:
—El beneficio de realizar estas pruebas es que pone a la Argentina en un mapa de la ciencia y permite que muchos actores estén pensando en nosotros.
"Desde junio, un gigantesco ensayo clínico está poniendo la idea a prueba: más de 500 personas participan de su implementación en 14 hospitales capaces de recibir pacientes de cualquier punto de Buenos Aires".
Durante el mes de agosto se alcanzará un número clave de 105 pacientes, la mitad de los 210 que el estudio propuso abarcar. En ese momento, deberá emitirse el primer veredicto. Si el resultado es positivo —si queda demostrada la eficacia del tratamiento más allá de toda duda razonable—, el estudio habrá sido exitoso, se dará por finalizado y se aplicará plasma a todos los pacientes, puesto que, una vez probado que el método funciona, no es ético seguir adelante usando placebo. Si los resultados, en cambio, no fueran concluyentes —si existiera una mejora de los pacientes que recibieron plasma, pero no estadísticamente significativa— se continuará el estudio como hasta ahora, por uno o dos meses más, hasta llegar a 210 pacientes y tener, entonces sí, una respuesta definitiva.
Mientras tanto, en los medios argentinos Fernando Polack es algo así como un oráculo: lo consultan por el estudio con plasma, por la vacuna, por la cuarentena, por la esperanza, por la vida, por la muerte, y hasta por los cuadros que se ven en su casa cuando sale por Zoom o Skype. Y está cansado. A medida que pasan los días, en las entrevistas aparece con las ojeras más y más acentuadas. El tono de voz, siempre amable, es más arrastrado. Pero sigue.
—El laboratorio es adictivo. Todo el tiempo hay nueva información, la cabeza va rapidísimo. No podés parar. Se empieza a perder el horario de trabajo, empieza ser una pasión distinta. Salís a comer a un restaurante, y de repente la cabeza se te va a otro lado.
Y la suya funciona muy rápido. Quienes trabajan con él tiemblan cuando les dice que quiere contarles una nueva idea, porque saben que a eso le sigue un tiempo de aceleración imparable.
—¿Y cómo creés que va a seguir todo?
—Yo cuento con que se apague.
—Pero en lo personal, digo, no en relación al virus.
—Sí, en lo personal, digo: cuento con que se apague.
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