El gozo de la generación Z, la cachondería latinoamericana, la estética de la calle. ¿Qué hay detrás de este movimiento sonoro, un combo de reguetón, hiphop, rap, merengue, bachata y demás ritmos antillanos que ha llevado a los ídolos de las nuevas generaciones a la cima mundo?
Me observa desde su rumboso escote, curiosa, enfiestada. De arriba abajo, Raquel me recorre mientras aguardamos en la fila de los baños, sin dejar de bailar. El ritmo nos posee, el volumen nos gobierna.
—¿De dónde vienes? —me grita al oído.
—Estoy explorando el movimiento urbano —le digo.
Los beats de bajos profundos y tamborileos caribeños retumban en el Salón Perreo. Veinteañeros y pubertos en su jugo nos rodean; curvas cubiertas por hot pants abotonados arriba de la cintura; bíceps marcados, los chicos se bastan con jeans y playeras, pero ellas lucen minifaldas tableadas a lo anime, pancitas al aire, delineadores de fantasía. Todo huele a sensualidad.
Aquella me sigue:
—Yo te puedo llevar a las mejores fiestas de perreo por el cerro del Chiquihuite, con el mero barrio. O a unas bien under en Tepito, solo que ahí no puedes tomar fotos ni grabar porque las organiza [el cártel de] La Unión, ¡pero son las que mejor se ponen!
A unos pasos de Raquel, al frente de una tarima, Abigail y sus compas de veintipocos años organizan una ronda dentro de la cual todos tienen que bailar. ¿Vienes de curioso? Ándale, porque te va a tocar. ¡Vas, vas, vas! Palmas, empujoncitos en la espalda. Nadie se salva. Un dembow pegajoso, sincopado, retumba desde las consolas, y aunque nadie sabe qué artista es, no importa; lo bailan mientras al centro todo pasa: Abigail igual perrea con su cuate David que con Pedro y otros desconocidos. El coqueteo es simbólico. No la tocan en lo absoluto. La naturalidad con la que bailan hace de todo ello una fiesta cándida, cuya vibra es más de camaradería.
Caritas fluorescentes rotan sobre una pantalla detrás de los DJ que esta noche fresca de febrero encabezan la pista del Hellow Vibes, festival independiente oriundo de Monterrey, esta vez en la Ciudad de México, con un elenco internacional unificado por el idioma —español de México, Puerto Rico, Argentina—, ecléctico en sonidos: lo mismo Cártel de Santa que Lunay, Mario Bautista y Bellakath. Muy pocos se presentan con instrumentos: casi todos traen pistas grabadas sobre las cuales rapean, acompañados a ratos por conjuntos coreográficos. La DJ Rosa Pistola domina las perillas. Otros muestran sus dotes de b-boys y ejecutan sus mejores pasos a ras de suelo. Es como si aquellos tiempos de raperos de fines de los ochenta, al margen de la industria mainstream, hubieran regresado por sus fueros para exaltar con orgullo la precariedad de la calle.
Más interesante todavía es que quienes ahora lo bailan no habían nacido entonces.
La música urbana es la más fuerte tendencia sonora actual de los nacidos entre 1994 y 2004; esto es, la llamada generación Z, cuya adolescencia estalló justo en el momento en que dicha corriente alcanzó su mayor expansión, tras unos veinticinco años de evolucionar y fusionar el hiphop, el rap, la electrónica, el trap y el R&B de los afroamericanos estadounidenses con variantes de ritmos afroantillanos como dembow, dancehall, merengue, bachata y reguetón, el más visible y exitoso de todos.
Más que un solo sonido, es un movimiento que proviene de circunstancias sociales desfavorecidas: actitud retadora, orgullosa, autosuficiente, descarada, acompañada de bailes sensuales y gozo del cuerpo, con look callejero, de modo que casi cualquier corriente rítmica para echar fiesta, con apariencia deportiva, chola, de “rapper malo”, puede tener cabida. Sin embargo, no basta el look: si algo los une todavía más, y tiene que ser auténtico para ser creíble, es la identificación entre sí como grupo social. Si bien el gusto por esta música ha alcanzado a las clases medias —que la oyen en sus espacios de confort a lo “barrio-curious”—, la que realmente se lanza al perreo en zonas consideradas de “riesgo” es la clase popular, la cual sigue siendo su base más sólida.
México, particularmente, ha aportado al movimiento sonidos exclusivos: primero el “cumbiatón” (cumbia con reguetón) de la zona conurbada de la Ciudad de México, y, de un lustro a la fecha, los “corridos tumbados” del norte del país: música regional (norteña, banda, sierreña) con hiphop y letras asociadas al narco o al romance juvenil. Tal corriente es una evolución del “movimiento alterado”, de Sinaloa, de hace una década. También se han sumado ritmos como el tribal de Monterrey. Este fenómeno, el de integrar géneros locales, se ha extendido a otros países de habla hispana. Por ejemplo, en España, el hit ha sido mezclar rap y trap con flamenco o cante jondo.
Esta actual oleada musical, que surgió a inicios de los noventa, primero entre obreros de Panamá y luego en los barrios bajos de San Juan, Puerto Rico, a principios de milenio, parecía una moda pasajera. Pero fue mutando en sonido y creciendo en audiencia, hasta alcanzar en 2023 niveles mainstream. Al comienzo fue una expresión ruda, rudimentaria, para el callejón y la fiesta clandestina, pero poco a poco escaló en la preferencia de las clases medias —para lo cual se tuvo que ir suavizando— hasta llegar en la década de 2020 a ser adoptada e incluso replicada por artistas de orígenes más acomodados.
Si hoy el urbano está en su punto más alto de reconocimiento es gracias a la masiva predilección de los integrantes de la Gen-Z, quienes lo han vuelto una manifestación propia tan aplastante que la industria fonográfica estadounidense, que lleva la batuta comercial, ha tenido que aceptarla y arroparla, encumbrando, por ejemplo, al boricua Bad Bunny (mejor álbum de música urbana en los premios Grammy 2023 por Un verano sin ti; el artista más escuchado de 2022 en Spotify: 18 500 millones de reproducciones), así como a la catalana Rosalía (mejor disco del año en los Latin Grammy 2022 por Motomami; productora del año por el mismo álbum en los premios Billboard Women in Music), aunque ya antes la colombiana Karol G había ganado cuatro preseas en los American Music Awards (2020 y 2021), quince premios en los Latin American Music Awards (2018–2022) y dos Latin Grammy (2018 y 2021).
El movimiento ha sido tan contundente que ha recibido admiración de las autoridades del pop: Madonna hizo en 2022 dos duetos con la dominicana Tokischa; Björk ha elogiado en entrevistas a Rosalía —“El apetito por la música en español estaba ahí, y vino Rosalía y lo activó”, dijo a El País—; Damon Albarn invitó a Bad Bunny a cantar en el disco Cracker island (2023) de Gorillaz. Sin duda, el alcance más importante de todo esto es que, por primera vez, desde que la música comercial se escucha a escala global bajo el dictado estadounidense, los exponentes máximos no cantan en inglés, sino en español.
El look de “latino marginal” se puso de moda, aunque de barrio ya no haya mucho en sus exponentes: se trata de la clásica pero inevitable movida del “sistema” para absorber lo que comenzó siendo contracultural, en vista de que vende bastante. Bien lo cantó Bad Bunny en los Grammy: “Ahora todos quieren ser latinos, pero les falta sazón”.
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Los más morros oyen y siguen esta música con devoción porque les suena a algo inédito que apareció a la par de ellos y no es heredada de otra generación. Sus predecesores la tachan de tener mala calidad porque sus parámetros para acercarse a la música eran otros. Ahora, lo que a les chiques les interesa es lo que les aporta e integra como generación: identidad, libertad, comunidad, pertenencia, lo cual tiene más peso como necesidad, ante la soledad e incertidumbre que les toca: hoy baila, goza tu cuerpo, desfógate, ama, libérate, “atrévete-te-te”…, ya después veremos.
Les es más un vehículo de representación cultural, social, geográfica, sexual. Un lenguaje y un pretexto propicios para generar amistades, conectarse con su tiempo, ligar, acercar pieles, a diferencia del rock y la electrónica, más contemplativos e individualistas, de actitud más esnob. De hecho, muchos de la Gen-Z ya no conectan con el rock: les parece una expresión caduca, que relacionan con sus padres, que no los representa. Lo han sustituido por ritmos latinoamericanos, repletos de asfalto y vivencias netas, no siempre dulces. Porque estos los hermanan con quien hable el mismo idioma, unificado hasta en el slang: el perreo, el bellaqueo, el maleanteo, el chakaleo (“chaka”: apelativo con que las clases medias de la Ciudad de México nombran despectivamente a personas del barrio, las cuales lo han adoptado con orgullo). Su predilección por estos ritmos radica también en la forma en que los consumen: más como gadgets o productos que todos tienen que como una experiencia de apreciación artística, goce intelectual o pretensión estética. El internet en sus vidas desde que nacieron ha hecho que busquen la inmediatez en todo: en la escucha, en la creación mediante plataformas o en la persecución de la fama difundiendo su música en la red.
Este movimiento ocurre, además, a la par del truene de viejos tabús. Su contenido visual y lírico retrata una era en la cual se da un despertar particular de las libertades sexuales, políticas y de expresión; coincide con la lucha feminista y la de los géneros no binarios. La música urbana es una forma más de resistencia contra modelos establecidos y el conservadurismo latinoamericano, lo que, a nivel individual, escandaliza a sus figuras de autoridad por su desfachatez verbal y lenguaje explícito y, a nivel cultural, desafía los dictados angloparlantes de la industria. Y estas expresiones crudas solo pudieron brotar en espacios colonizados donde las desigualdades determinan una idiosincrasia, un lenguaje y una visión característicos, usualmente despreciados por las élites dominantes.
El urbano, que podría llegar a verse genéricamente como “la victoria del rap sobre el rock” —entendiendo al rap como una pista o ritmo sintético de base, con voces “platicadas” encima, poco melódicas, llenas de rimas crudas e inventivas, lo cual aplica a casi todas las variantes de esta corriente—, creado para bailar y divertirse, retrata de forma realista entornos precarizados, sin hipocresías ni tapujos, con lo cual sus exponentes buscan visibilizar su forma de vida y así elevarse por encima del sueño aspiracional de bienestar que les prometen los gobiernos, los medios, la publicidad, los artistas de plástico.
Para incredulidad de sus predecesores, lo urbano sí tiene algo de espíritu punk y ruptura, pues con pocos elementos tumba la pretensión musical burguesa. Las clases medias lo tachan de vulgar y de plantear situaciones violentas, sucias, ilegales, indecentes. Sin embargo, no hace otra cosa que hablar con la verdad sobre las periferias latinoamericanas. La clave de su prevalencia está en que implica liberación y empoderamiento: la victoria de las clases populares, que son mayoría, por encima de la imposición cultural de lo hegemónico. La inmediatez y la precariedad del género son vistas como virtudes, porque les representan la toma de poder musical a manos de los menos favorecidos: esos a quienes les ha tocado ser los oprimidos y discriminados, los que hablan español y gozan de su música tradicional. Se trata del triunfo del barrio, que ahora ocupa espacios masivos, visibles, a los que antes no tuvo alcance.
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Un ejemplo del proceso fuera del ghetto fue el Festival Axe Ceremonia, realizado el pasado abril de 2023 en la Ciudad de México, un encuentro clasemediero de pop y electrónica que incluye a más artistas mujeres y LGBT+, en el que las mamparas del festival emulaban las bardas que suelen anunciar los conciertos populares y los stands de bebidas remedaban los puestos de chupes de colores de las tocadas urbanas de Tepito, colonia identificada con la criminalidad más pesada en la Ciudad de México. Datos curiosos de la apropiación cool de la calle. Ahí tuvo lugar la actuación de tres artistas que no tienen cabida en otros festivales comerciales: dos de corrido tumbado, Junior H y Eme MalaFe, ¡con banda sinaloense!, y El Malilla, reguetonero mexicano que está subiendo como la espuma. En sus videos y letras retrata anécdotas duras de su entorno, su cotidianidad, las calles en las que creció. Nacido en 1999, dijo al público al comenzar su show: “¡Qué transa, banda! Yo vengo de un lugar bien culero llamado Valle de Chalco, pero aquí estoy, orgulloso de estar con ustedes. ¡Arriba el barrio! Y ahora, una de amor, para que vean que los chakalitas también tenemos corazón”.
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—Venimos de Neza…, pero somos buenas personas —dicen Abigail y sus amigos mientras descansan y devoran hambrientos unos hot dogs.
—Lo que más nos gusta de estos bailes es el cotorreo, está muy chido; a mí me gusta el ska, pero con el perreo la fiesta se pone más divertida —dice Diego.
—¿Qué cualidades ven en esta música?
—Está hecha por gente que empieza desde abajo y sabe lo que le gusta a la banda. Me gusta cuando hablan de historias de vida, no sobre sexo…, aunque igual lo más importante es que tenga buen ritmo —dice Abigail.
—La música debe ser del barrio para el barrio, y el reguetón mexicano está empezando a despuntar, con artistas como la Bellakath [de la colonia Agrícola Oriental, todo un fenómeno en plataformas digitales por su desfachatez sexual] y El Malilla, que hablan de lo que pasa en las calles, son netos: siento que ellos al fin nos representan porque hablan como nosotros y sobre lo que nos pasa. Me gusta que hablen de sus vidas, de cómo les costó sobresalir. De coger y eso no me gusta porque son muy misóginos —dice Jesús.
Sorprende oír a un morrillo tan deconstruido.
Lo dejo seguir:
—Esta música es más abierta y ahora podemos expresarnos libremente, decir cosas más explícitas, pero no por ello hay que dejar de respetar a las morras. Me late que, en sus letras, las mujeres que hacen reguetón se desahogan y liberan de los pensamientos machistas que las obligan a ir tapadas. Si ellas se sienten a gusto con cómo se visten, si se sienten bonitas, adelante.
Vuelve Abigail:
—Respeto mucho a Bellakath, es muy libre, dice todo lo que quiere y no le importa lo que digan los demás. No dice nada fuera de lo que todos vivimos, pero no lo decimos. Solo expresa lo que es. La sexualidad no es igual que antes; ahora puedes tener algo con alguien una noche y nadie te juzga, antes casi te tenías que casar. Ahora puedes elegir a quien más te guste.
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El rap ya figuraba en la cultura pop estadounidense a finales de los ochenta. El reguetón, género rector de todo este movimiento, empezó como algo subterráneo en Puerto Rico, a inicios de la década siguiente, bajo la influencia del dancehall y el reggae en español de Panamá —que surgió entre inmigrantes jamaicanos que llegaron a trabajar en la construcción del Canal, quienes aceleraban sus discos de reggae para hacerlos más bailables—, con exponentes como El General, Nando Boom, Pocho Pan y La Atrevida, de ese país, así como Shabba Ranks, Chaka Demus & Pliers y Dirtsman de Jamaica.
Con dichas influencias, en Puerto Rico empezaron a samplear el reggae acelerado de Panamá para rapear sobre él; a esa mezcla se le llamó underground, con temáticas sobre droga, violencia, amor, sexo. El término “reguetón” fue posterior, al unir las palabras “reggae” con “maratón”, pues se hacían fiestas largas con esa música; fue enunciado por primera vez en 1994 en el mixtape Playero 36 por Daddy Yankee —entonces un adolescente, mucho antes de ser estrella mundial—, como parte de una serie que editaba DJ Playero, quien mezclaba cassettes para fiestas, con pistas y rappers invitados. El hiphopero boricua más famoso entonces, Vico C, imitó esa práctica en Xplosión (1993), y ello influyó en la expansión del reguetón. DJ Negro hizo algo similar con la serie The noise. El género se volvió popular en la isla y entre latinos en Estados Unidos. Para la primera década de los 2000 figuraron Tego Calderón, Ivy Queen, Don Omar, Lorna y Wisin & Yandel. Todo ello se mantenía dentro de la isla, hasta que en 2004 vino el estallido internacional con “Gasolina”, de Daddy Yankee, del disco Barrio fino, canción que marca el inicio del reguetón como fenómeno. A partir de 2005, la ola puertorriqueña creció: Calle 13, Arcángel, De la Ghetto, Zion & Lennox.
Ya en los 2010 figuraron Farruko, Ñengo Flow, Jadiel. En 2015, el trap (hiphop lento y melódico) se une a la música urbana con Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny. El contagio se expandió hasta Colombia, donde surgió un perfil más suave, más melódico, romántico, con J Balvin y Maluma. En 2017, productores mainstream empiezan a adoptar el ritmo: Major Lazer (Diplo), David Guetta, Black Eyed Peas. Y así llegamos a los artistas urbanos más sobresalientes de los 2020, ya de diferentes países de habla hispana. De Puerto Rico: Rauw Alejandro, Casper Mágico, Myke Towers; de Argentina: Paulo Londra; de España: C. Tangana. El empujón más fuerte vino de las mujeres: Karol G (Colombia), Anitta (Brasil), Natti Natasha y Tokischa (República Dominicana), Nicki Nicole y Nathy Peluso (Argentina), Tomasa del Real (Chile), Paloma Mami (Chile/Estados Unidos), Bellakath (México) y, la más famosa, Rosalía (España).
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Al fondo de la tarima del Salón Perreo figura una chica en cada acto, dirigiendo, bailando. Es Paulina García Núñez, de 38 años, mejor conocida como Esa Mi Pau, locutora, DJ, promotora, productora, curadora de ese salón del Hellow Vibes e identificada por escuchas del género urbano como pieza clave para que este se expandiera por las bocinas y oídos mexicanos, a través del programa de radio Viernes de perreo (Ibero 90.9 FM) y la serie de fiestas Perreo Millennial, entre 2012 y 2017. Apasionada del tema, ella tiene muy claro cómo llegó el movimiento urbano al área metropolitana de la capital:
“Desde que apareció El General con su famosa ‘Te ves buena’ (1991), en la Ciudad de México el reguetón fue visto con distancia desde las clases medias, pero se arraigó en las zonas conurbadas: Ecatepec, Aragón, Iztapalapa, donde esta música se mantuvo vigente al lado del rap, el hiphop y los sonideros [fiestas populares con selectores que ponen high energy, techno, cumbia y salsa]. Ahí, el cruce de sonidos borró los límites entre géneros y se armó una mezcla entre lo tropical y lo urbano: la cumbia rebajada, la salsa malandra, con temáticas sobre el barrio, empezaron a adoptar los sonidos urbanos como algo local, con una connotación de pertenencia social. Porque todas esas canciones representan la misma cotidianidad en las zonas pobres de América Latina, donde están listos para armar la fiesta con pocos recursos. Tienen letras muy criticadas por su misoginia y violencia, pero no es otra cosa que la vida real: así hablan, así viven”.
Sobre el impacto de esta ola en la capital mexicana, Esa Mi Pau da algunos datos: cerca de 2009 existía en Ciudad Azteca “un foro popular llamado Kaos Discotheque, de techno chakalón. Ahí el que empezó a organizar perreos y trajo a Ivy Queen, diva del reguetón boricua primigenio, fue un vato llamado DJ Krizis. Él ponía todo ese perreo rudo de la época de ‘Gasolina’. Otro foco importante de expansión, en 2010, fue el club Stratus, un bodegón gigante donde el colectivo Under Style armaba tardeadas; de ahí salió el famoso Pablito Mix, líder del cumbiatón, género creado por él”.
Pero todo esto seguía quedándose en la periferia. Mientras, en el norte, el rap y el hiphop tenían ya un arraigo fuerte, incluso comercial desde los noventa, el proceso de aceptación de este universo en la ciudad fue lento. Paulina, delgada, alta, de pelo rizado y ojos vivaces, explica: “Tardó porque aquí la población es muy clasista y aspiracional; el rock sigue siendo fuerte. Al urbano se le ve como música ‘naca’, aun si quien la juzga es de clase popular. La clase media en la Ciudad de México y otras urbes latinoamericanas aceptó esta música hasta que empezó a ser interpretada por figuras pop. Si bien desde ‘Gasolina’ el reguetón ya era un hit a nivel regional, seguía al margen de la industria, el gran público y los festivales”.
Cómo olvidar, le digo, cuando Calle 13, de extraordinarias letras, fue abucheado en el festival Vive Latino 2007 con una lluvia de botellas desechables.
El salto de lo marginal a lo global tuvo entonces que ver con la incursión de figuras pop entre 2014 y 2019. “Todo cambió con rolas como ‘6 AM’ (2014) de los colombianos J Balvin y Maluma con ‘Borró cassette’ (2015)”, dice.
Checo los videos y noto el cambio: personajes caucásicos y escenarios bonitos, lejos del barrio. Esa Mi Pau sigue: “El salto siguiente se dio con ‘Sorry’ de Justin Bieber (2015), que elevó el dembow y la estética urbana a una escala planetaria”. Observo que tuvo que ser en inglés para que ello pasara. Luego siguió el boricua Nicky Jam con Enrique Iglesias (“El perdón”, 2015). Y sigue: “Pero la canción con la que todo estalló fue el reguetón-pop ‘Despacito’ (2017), con Luis Fonsi y Daddy Yankee, muy distinto a los temas salvajes de Yankee quince años atrás”. Y sí. Fue un éxito mundial, por primera vez en español bajo este ritmo. A la fecha tiene ocho mil millones de vistas en YouTube. En adelante todo fue para arriba: Shakira con “Me enamoré” (2017) y, el siguiente escalón, “Tusa” de Karol G (2019), con 1 400 millones de clics.
Otra clave, señala Esa Mi Pau, “tuvo que ver con que las y los colombianos empezaron a hacer un reguetón más melódico y con temas más fresas que el de los pioneros puertorriqueños”. Bad Bunny, hijo de un camionero y una profesora, “solo cosechó lo sembrado: combinó la rudeza sonora del viejo reguetón con la suavidad vocal y lírica de los colombianos, además de manifestarse como un ‘aliado deconstruido’ que buscó alejarse de la misoginia de sus coterráneos”.
Sobre su alcance, concluye: “¿Cuándo imaginamos que esto iba a pasar? Es tan fuerte que artistas latinos que estaban cantando en inglés para ser aceptados, como Shakira, Selena Gómez, Kali Uchis, están volviendo a cantar en español”.
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El último fenómeno que ayudó a la expansión fue que más y más mujeres empezaron a figurar haciendo reguetón, rap, trap con una actitud distinta: lejos de buscar la aprobación masculina, le dieron la vuelta a un género que empezó siendo misógino casi por definición, para trastocarlo y convertirlo en empoderamiento.
“Vivimos una nueva revolución sexual y feminista. El reguetón y sus géneros afines son de por sí sexies y coquetos, llenos de dobles sentidos. Pero si antes Daddy Yankee cantaba: ‘A ella le gusta la gasolina’, y dictaba lo que nos tenía que gustar, ahora las mujeres empezaron a decir: ‘Tú no me vas a decir lo que me gusta, soy yo la que va a decirlo; yo les voy a contar cómo me gusta que me empinen’. Se volvió un micrófono a través del cual decir: ‘Estoy en control de mi sexualidad, no tengo que pedirle nada a ningún vato ni esperar a que me validen; si por tener libertad sexual me van a tachar de puta, adelante, soy reputa y me la paso mejor’”, dice Esa Mi Pau.
Así, tenemos a Karol G (32 años) entonando: “Me para hasta la mitad-ia-ia, sube el caminito, sigue ahí-ahí, dale, avanza un poco má-ia-ia, pero si te pierdes, yo te voy a esperar… en el punto G”; a Bellakath (veinticuatro) diciendo: “De noche, de día, ¡arriba la putería! De noche, de día, ¡arriba la putería!”, o a Rosalía (treinta) cantando: “Enamorá’ de tu pistola, roooja amapola, crash, esa ola, casi me controla”. Rosalía, de hecho, es tema aparte, desde una formación artística mayor, lejos del barrio, del que solo ha tomado la estética, lleva el flamenco a lugares inéditos de inventiva.
Pero la que ha llegado más lejos es Tokischa, nacida en 1996, proveniente de una comunidad pobre de Santo Domingo. Aunque estudió Artes y Dramaturgia, se vio en la necesidad de ejercer el trabajo sexual a los dieciocho años, hasta que, descubierta por el productor Raymi Paulus, inició su carrera a los veinte, rapeando y haciendo videos con aquel, debutando con “Pícala” (2018), un rap-dub-bass que se viralizó. Sus canciones, además de rapear sobre tráfico y consumo de drogas, entre otras experiencias de la calle, hablan de forma explícita sobre sexualidad, con mucha carga lúdica: “Déjamelo lleno ‘e leche, y no hagamo’ mucha bulla, que mi hermano no sospeche, que tengo un delincuente en mi cama, que me rompe el culo en cuatro despué’ que me lo mama”.
En México recién despuntó Katherine Huerta, Bellakath, quien con su éxito “Gatita” (2022) tuvo altos alcances en YouTube (123 millones de vistas al cierre de esta nota); en tal video, con pelo negro, entre callejones descarapelados y pandillas maloras, es la reina de la calle mientras le hacen comparsa sus segundonas rubias. Con un look de buchona (mujer involucrada con narcos), cuyo apelativo hace referencia al bellaqueo, lo bellaco (voz caribeña para “ruin” o “astuto”), lo mismo rapea que reguetonea. Lo más interesante de sus fusiones y letras son sus referencias chilangas en un género en su mayoría hecho por varones norteños. Nombra situaciones fiesteras de las zonas bravas y los sitios rudos del transporte público; describe divertida el reventón y la cachondería que rodean al maleanteo, haciendo alarde de su “control de la zona”.
A veces Bellakath aparece con uniforme de secundaria y baila por calles de colonias populares. Es abogada de carrera, busca especializarse en Criminalística, y en algunos videos aparece con armas de fuego, policías, esposas. A ritmo de tribal, presume libertad sexual y una especie de orgullo delincuencial, aunque todo sea solo un personaje.
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Rodrigo se frota las encías con los dedos, a media pista, mientras comparte la bolsita de cocaína con sus compas. Son los más producidos de la fiesta, arrancados de un video: cadenas largas, camisetas sin mangas, numerosos tatuajes, boxers de fuera, pantalón a la cadera, tenis impecables. Sus novias son las más atractivas de la noche.
—Yo tengo mi negocio de tenis… Cuando quieras te los dejo como nuevos. Venimos de Tepito… ¡pero somos buenas personas! —me dice.
Segunda aclaración no necesaria. La novia agrega:
—Vengo de una colonia medio fea. Se llama La Piedad, allá por el Chiquihuite.
Cuando se pone todo más caliente, Rodrigo y su chica empiezan a perrear. Los demás bailan solos viendo de frente a los DJ que saltan tras una consola improvisada sobre una mesa de plástico. No hay botes de basura, pero sí muchas latas de cerveza por todo el piso encharcado, sucio. Esta noche de marzo la fiesta ocurre en la colonia Doctores, auspiciada por el colectivo Fraternidad del Perreo. El público coincide con algunos de los que vi en el Hellow Vibes, pero no así con los fresas del Axe Ceremonia. La concurrencia proviene de Iztapalapa, Neza, Ecatepec, Tlatelolco, la San Felipe. La vibra es densa, siento algo de miedo, pero no me agüito.
Se trata de un predio que parece haber sido un restaurante, ahora sin mobiliario, con candiles desvencijados y bocinas igual de improvisadas. Las luces intermitentes rojas y verdes dan una sensación de clandestinidad oscura y sucia. Sin embargo, me digo, no parece ser turbio; la pari fue anunciada en Instagram y cobran la entrada a doscientos pesos. Atizan la pista, con montón de reguetón y demás urbano, los pinchadores Pepo Mix y Malandra. Está permitido meter tu propio alcohol en lata, nada de vidrio. No dejan pasar bolsos ni chamarras, solo celular y cartera en mano. Media hora tuvo que pasar para que me dejaran entrar. Una señora me dice: “¿Reportera?, ¿de dónde? No te creemos. ¿Quién te mandó?… OK, vas a pasar, pero no puedes grabar ni tomar fotos o te sacamos”. Más adelante, la señora, con actitud diferente, me lleva una enorme bebida con hielos: “Cortesía de la casa”. Por supuesto que no me la tomé.
Al fondo veo un cuartito de puerta corrediza que pudo haber sido cabina de DJ. Me hice la graciosa cuando vi que cinco se metían en tan pequeño espacio: “¿Y ora? ¿Pues qué regalan?”. Un tipo me mira serio: “¿Vas a pasar o no? ¡No estamos jugando!”. Ante mi pasmo, me cierran la puerta en la cara.
Conforme avanzaba el calor primaveral, los torsos masculinos empezaron a dejarse ver: pieles tatuadas, temperatura alta y baile con brazos en alto dominaron la perreada. El ambiente de la fiesta no se parece a algo que hubiera experimentado en más de veinte años de reventones; hay una verdadera sensación de novedad y frescura en todo ello. A pesar del sonsonete rítmico, me divierto genuinamente, contagiada por la alegría neta, no impostada, que emana la morriza temeraria ahí reunida.
Miguel, chique diverse, se me pega:
—Oye, ¡hay que ser amigas! ¿De dónde vienes…? Ay, fíjate que me asaltaron. Me prometieron el amor, pero ahí voy toda tonta. Me volaron mi iPhone y todo mi dinero. Por andar de loca eso me pasa… Oye, ¿nos pagamos entre las dos un trago?
Miguel pronto se me pierde, pero aparece Juan, de Coyoacán, un fresa que presume ser de Morena: “Me preparo para ser diputado”, dice, y me quiere ligar a fuerza, anda buscando pelea, pero no me dejo.
A las tres de la mañana encienden las luces, silencio todo, y la magia termina. El ritmo machacón no deja de rebotar en mi cabeza: ciertamente se te incrusta cual troyano. Mis amigos me regañan por haber ido sola: te pudo pasar algo, ¿cómo pudiste? Caigo en la cuenta de que, aunque la industria lo haya absorbido, el urbano a nivel de calle sigue latiendo vigente, ligado al peligro, a la adrenalina y a la expresión genuina del barrio, empapado de realidad rasposa, llena de vida.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
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El boom sonoro de la música urbana en América Latina. Ilustraciones de Alejandro Magallanes.
El gozo de la generación Z, la cachondería latinoamericana, la estética de la calle. ¿Qué hay detrás de este movimiento sonoro, un combo de reguetón, hiphop, rap, merengue, bachata y demás ritmos antillanos que ha llevado a los ídolos de las nuevas generaciones a la cima mundo?
Me observa desde su rumboso escote, curiosa, enfiestada. De arriba abajo, Raquel me recorre mientras aguardamos en la fila de los baños, sin dejar de bailar. El ritmo nos posee, el volumen nos gobierna.
—¿De dónde vienes? —me grita al oído.
—Estoy explorando el movimiento urbano —le digo.
Los beats de bajos profundos y tamborileos caribeños retumban en el Salón Perreo. Veinteañeros y pubertos en su jugo nos rodean; curvas cubiertas por hot pants abotonados arriba de la cintura; bíceps marcados, los chicos se bastan con jeans y playeras, pero ellas lucen minifaldas tableadas a lo anime, pancitas al aire, delineadores de fantasía. Todo huele a sensualidad.
Aquella me sigue:
—Yo te puedo llevar a las mejores fiestas de perreo por el cerro del Chiquihuite, con el mero barrio. O a unas bien under en Tepito, solo que ahí no puedes tomar fotos ni grabar porque las organiza [el cártel de] La Unión, ¡pero son las que mejor se ponen!
A unos pasos de Raquel, al frente de una tarima, Abigail y sus compas de veintipocos años organizan una ronda dentro de la cual todos tienen que bailar. ¿Vienes de curioso? Ándale, porque te va a tocar. ¡Vas, vas, vas! Palmas, empujoncitos en la espalda. Nadie se salva. Un dembow pegajoso, sincopado, retumba desde las consolas, y aunque nadie sabe qué artista es, no importa; lo bailan mientras al centro todo pasa: Abigail igual perrea con su cuate David que con Pedro y otros desconocidos. El coqueteo es simbólico. No la tocan en lo absoluto. La naturalidad con la que bailan hace de todo ello una fiesta cándida, cuya vibra es más de camaradería.
Caritas fluorescentes rotan sobre una pantalla detrás de los DJ que esta noche fresca de febrero encabezan la pista del Hellow Vibes, festival independiente oriundo de Monterrey, esta vez en la Ciudad de México, con un elenco internacional unificado por el idioma —español de México, Puerto Rico, Argentina—, ecléctico en sonidos: lo mismo Cártel de Santa que Lunay, Mario Bautista y Bellakath. Muy pocos se presentan con instrumentos: casi todos traen pistas grabadas sobre las cuales rapean, acompañados a ratos por conjuntos coreográficos. La DJ Rosa Pistola domina las perillas. Otros muestran sus dotes de b-boys y ejecutan sus mejores pasos a ras de suelo. Es como si aquellos tiempos de raperos de fines de los ochenta, al margen de la industria mainstream, hubieran regresado por sus fueros para exaltar con orgullo la precariedad de la calle.
Más interesante todavía es que quienes ahora lo bailan no habían nacido entonces.
La música urbana es la más fuerte tendencia sonora actual de los nacidos entre 1994 y 2004; esto es, la llamada generación Z, cuya adolescencia estalló justo en el momento en que dicha corriente alcanzó su mayor expansión, tras unos veinticinco años de evolucionar y fusionar el hiphop, el rap, la electrónica, el trap y el R&B de los afroamericanos estadounidenses con variantes de ritmos afroantillanos como dembow, dancehall, merengue, bachata y reguetón, el más visible y exitoso de todos.
Más que un solo sonido, es un movimiento que proviene de circunstancias sociales desfavorecidas: actitud retadora, orgullosa, autosuficiente, descarada, acompañada de bailes sensuales y gozo del cuerpo, con look callejero, de modo que casi cualquier corriente rítmica para echar fiesta, con apariencia deportiva, chola, de “rapper malo”, puede tener cabida. Sin embargo, no basta el look: si algo los une todavía más, y tiene que ser auténtico para ser creíble, es la identificación entre sí como grupo social. Si bien el gusto por esta música ha alcanzado a las clases medias —que la oyen en sus espacios de confort a lo “barrio-curious”—, la que realmente se lanza al perreo en zonas consideradas de “riesgo” es la clase popular, la cual sigue siendo su base más sólida.
México, particularmente, ha aportado al movimiento sonidos exclusivos: primero el “cumbiatón” (cumbia con reguetón) de la zona conurbada de la Ciudad de México, y, de un lustro a la fecha, los “corridos tumbados” del norte del país: música regional (norteña, banda, sierreña) con hiphop y letras asociadas al narco o al romance juvenil. Tal corriente es una evolución del “movimiento alterado”, de Sinaloa, de hace una década. También se han sumado ritmos como el tribal de Monterrey. Este fenómeno, el de integrar géneros locales, se ha extendido a otros países de habla hispana. Por ejemplo, en España, el hit ha sido mezclar rap y trap con flamenco o cante jondo.
Esta actual oleada musical, que surgió a inicios de los noventa, primero entre obreros de Panamá y luego en los barrios bajos de San Juan, Puerto Rico, a principios de milenio, parecía una moda pasajera. Pero fue mutando en sonido y creciendo en audiencia, hasta alcanzar en 2023 niveles mainstream. Al comienzo fue una expresión ruda, rudimentaria, para el callejón y la fiesta clandestina, pero poco a poco escaló en la preferencia de las clases medias —para lo cual se tuvo que ir suavizando— hasta llegar en la década de 2020 a ser adoptada e incluso replicada por artistas de orígenes más acomodados.
Si hoy el urbano está en su punto más alto de reconocimiento es gracias a la masiva predilección de los integrantes de la Gen-Z, quienes lo han vuelto una manifestación propia tan aplastante que la industria fonográfica estadounidense, que lleva la batuta comercial, ha tenido que aceptarla y arroparla, encumbrando, por ejemplo, al boricua Bad Bunny (mejor álbum de música urbana en los premios Grammy 2023 por Un verano sin ti; el artista más escuchado de 2022 en Spotify: 18 500 millones de reproducciones), así como a la catalana Rosalía (mejor disco del año en los Latin Grammy 2022 por Motomami; productora del año por el mismo álbum en los premios Billboard Women in Music), aunque ya antes la colombiana Karol G había ganado cuatro preseas en los American Music Awards (2020 y 2021), quince premios en los Latin American Music Awards (2018–2022) y dos Latin Grammy (2018 y 2021).
El movimiento ha sido tan contundente que ha recibido admiración de las autoridades del pop: Madonna hizo en 2022 dos duetos con la dominicana Tokischa; Björk ha elogiado en entrevistas a Rosalía —“El apetito por la música en español estaba ahí, y vino Rosalía y lo activó”, dijo a El País—; Damon Albarn invitó a Bad Bunny a cantar en el disco Cracker island (2023) de Gorillaz. Sin duda, el alcance más importante de todo esto es que, por primera vez, desde que la música comercial se escucha a escala global bajo el dictado estadounidense, los exponentes máximos no cantan en inglés, sino en español.
El look de “latino marginal” se puso de moda, aunque de barrio ya no haya mucho en sus exponentes: se trata de la clásica pero inevitable movida del “sistema” para absorber lo que comenzó siendo contracultural, en vista de que vende bastante. Bien lo cantó Bad Bunny en los Grammy: “Ahora todos quieren ser latinos, pero les falta sazón”.
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Los más morros oyen y siguen esta música con devoción porque les suena a algo inédito que apareció a la par de ellos y no es heredada de otra generación. Sus predecesores la tachan de tener mala calidad porque sus parámetros para acercarse a la música eran otros. Ahora, lo que a les chiques les interesa es lo que les aporta e integra como generación: identidad, libertad, comunidad, pertenencia, lo cual tiene más peso como necesidad, ante la soledad e incertidumbre que les toca: hoy baila, goza tu cuerpo, desfógate, ama, libérate, “atrévete-te-te”…, ya después veremos.
Les es más un vehículo de representación cultural, social, geográfica, sexual. Un lenguaje y un pretexto propicios para generar amistades, conectarse con su tiempo, ligar, acercar pieles, a diferencia del rock y la electrónica, más contemplativos e individualistas, de actitud más esnob. De hecho, muchos de la Gen-Z ya no conectan con el rock: les parece una expresión caduca, que relacionan con sus padres, que no los representa. Lo han sustituido por ritmos latinoamericanos, repletos de asfalto y vivencias netas, no siempre dulces. Porque estos los hermanan con quien hable el mismo idioma, unificado hasta en el slang: el perreo, el bellaqueo, el maleanteo, el chakaleo (“chaka”: apelativo con que las clases medias de la Ciudad de México nombran despectivamente a personas del barrio, las cuales lo han adoptado con orgullo). Su predilección por estos ritmos radica también en la forma en que los consumen: más como gadgets o productos que todos tienen que como una experiencia de apreciación artística, goce intelectual o pretensión estética. El internet en sus vidas desde que nacieron ha hecho que busquen la inmediatez en todo: en la escucha, en la creación mediante plataformas o en la persecución de la fama difundiendo su música en la red.
Este movimiento ocurre, además, a la par del truene de viejos tabús. Su contenido visual y lírico retrata una era en la cual se da un despertar particular de las libertades sexuales, políticas y de expresión; coincide con la lucha feminista y la de los géneros no binarios. La música urbana es una forma más de resistencia contra modelos establecidos y el conservadurismo latinoamericano, lo que, a nivel individual, escandaliza a sus figuras de autoridad por su desfachatez verbal y lenguaje explícito y, a nivel cultural, desafía los dictados angloparlantes de la industria. Y estas expresiones crudas solo pudieron brotar en espacios colonizados donde las desigualdades determinan una idiosincrasia, un lenguaje y una visión característicos, usualmente despreciados por las élites dominantes.
El urbano, que podría llegar a verse genéricamente como “la victoria del rap sobre el rock” —entendiendo al rap como una pista o ritmo sintético de base, con voces “platicadas” encima, poco melódicas, llenas de rimas crudas e inventivas, lo cual aplica a casi todas las variantes de esta corriente—, creado para bailar y divertirse, retrata de forma realista entornos precarizados, sin hipocresías ni tapujos, con lo cual sus exponentes buscan visibilizar su forma de vida y así elevarse por encima del sueño aspiracional de bienestar que les prometen los gobiernos, los medios, la publicidad, los artistas de plástico.
Para incredulidad de sus predecesores, lo urbano sí tiene algo de espíritu punk y ruptura, pues con pocos elementos tumba la pretensión musical burguesa. Las clases medias lo tachan de vulgar y de plantear situaciones violentas, sucias, ilegales, indecentes. Sin embargo, no hace otra cosa que hablar con la verdad sobre las periferias latinoamericanas. La clave de su prevalencia está en que implica liberación y empoderamiento: la victoria de las clases populares, que son mayoría, por encima de la imposición cultural de lo hegemónico. La inmediatez y la precariedad del género son vistas como virtudes, porque les representan la toma de poder musical a manos de los menos favorecidos: esos a quienes les ha tocado ser los oprimidos y discriminados, los que hablan español y gozan de su música tradicional. Se trata del triunfo del barrio, que ahora ocupa espacios masivos, visibles, a los que antes no tuvo alcance.
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Un ejemplo del proceso fuera del ghetto fue el Festival Axe Ceremonia, realizado el pasado abril de 2023 en la Ciudad de México, un encuentro clasemediero de pop y electrónica que incluye a más artistas mujeres y LGBT+, en el que las mamparas del festival emulaban las bardas que suelen anunciar los conciertos populares y los stands de bebidas remedaban los puestos de chupes de colores de las tocadas urbanas de Tepito, colonia identificada con la criminalidad más pesada en la Ciudad de México. Datos curiosos de la apropiación cool de la calle. Ahí tuvo lugar la actuación de tres artistas que no tienen cabida en otros festivales comerciales: dos de corrido tumbado, Junior H y Eme MalaFe, ¡con banda sinaloense!, y El Malilla, reguetonero mexicano que está subiendo como la espuma. En sus videos y letras retrata anécdotas duras de su entorno, su cotidianidad, las calles en las que creció. Nacido en 1999, dijo al público al comenzar su show: “¡Qué transa, banda! Yo vengo de un lugar bien culero llamado Valle de Chalco, pero aquí estoy, orgulloso de estar con ustedes. ¡Arriba el barrio! Y ahora, una de amor, para que vean que los chakalitas también tenemos corazón”.
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—Venimos de Neza…, pero somos buenas personas —dicen Abigail y sus amigos mientras descansan y devoran hambrientos unos hot dogs.
—Lo que más nos gusta de estos bailes es el cotorreo, está muy chido; a mí me gusta el ska, pero con el perreo la fiesta se pone más divertida —dice Diego.
—¿Qué cualidades ven en esta música?
—Está hecha por gente que empieza desde abajo y sabe lo que le gusta a la banda. Me gusta cuando hablan de historias de vida, no sobre sexo…, aunque igual lo más importante es que tenga buen ritmo —dice Abigail.
—La música debe ser del barrio para el barrio, y el reguetón mexicano está empezando a despuntar, con artistas como la Bellakath [de la colonia Agrícola Oriental, todo un fenómeno en plataformas digitales por su desfachatez sexual] y El Malilla, que hablan de lo que pasa en las calles, son netos: siento que ellos al fin nos representan porque hablan como nosotros y sobre lo que nos pasa. Me gusta que hablen de sus vidas, de cómo les costó sobresalir. De coger y eso no me gusta porque son muy misóginos —dice Jesús.
Sorprende oír a un morrillo tan deconstruido.
Lo dejo seguir:
—Esta música es más abierta y ahora podemos expresarnos libremente, decir cosas más explícitas, pero no por ello hay que dejar de respetar a las morras. Me late que, en sus letras, las mujeres que hacen reguetón se desahogan y liberan de los pensamientos machistas que las obligan a ir tapadas. Si ellas se sienten a gusto con cómo se visten, si se sienten bonitas, adelante.
Vuelve Abigail:
—Respeto mucho a Bellakath, es muy libre, dice todo lo que quiere y no le importa lo que digan los demás. No dice nada fuera de lo que todos vivimos, pero no lo decimos. Solo expresa lo que es. La sexualidad no es igual que antes; ahora puedes tener algo con alguien una noche y nadie te juzga, antes casi te tenías que casar. Ahora puedes elegir a quien más te guste.
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El rap ya figuraba en la cultura pop estadounidense a finales de los ochenta. El reguetón, género rector de todo este movimiento, empezó como algo subterráneo en Puerto Rico, a inicios de la década siguiente, bajo la influencia del dancehall y el reggae en español de Panamá —que surgió entre inmigrantes jamaicanos que llegaron a trabajar en la construcción del Canal, quienes aceleraban sus discos de reggae para hacerlos más bailables—, con exponentes como El General, Nando Boom, Pocho Pan y La Atrevida, de ese país, así como Shabba Ranks, Chaka Demus & Pliers y Dirtsman de Jamaica.
Con dichas influencias, en Puerto Rico empezaron a samplear el reggae acelerado de Panamá para rapear sobre él; a esa mezcla se le llamó underground, con temáticas sobre droga, violencia, amor, sexo. El término “reguetón” fue posterior, al unir las palabras “reggae” con “maratón”, pues se hacían fiestas largas con esa música; fue enunciado por primera vez en 1994 en el mixtape Playero 36 por Daddy Yankee —entonces un adolescente, mucho antes de ser estrella mundial—, como parte de una serie que editaba DJ Playero, quien mezclaba cassettes para fiestas, con pistas y rappers invitados. El hiphopero boricua más famoso entonces, Vico C, imitó esa práctica en Xplosión (1993), y ello influyó en la expansión del reguetón. DJ Negro hizo algo similar con la serie The noise. El género se volvió popular en la isla y entre latinos en Estados Unidos. Para la primera década de los 2000 figuraron Tego Calderón, Ivy Queen, Don Omar, Lorna y Wisin & Yandel. Todo ello se mantenía dentro de la isla, hasta que en 2004 vino el estallido internacional con “Gasolina”, de Daddy Yankee, del disco Barrio fino, canción que marca el inicio del reguetón como fenómeno. A partir de 2005, la ola puertorriqueña creció: Calle 13, Arcángel, De la Ghetto, Zion & Lennox.
Ya en los 2010 figuraron Farruko, Ñengo Flow, Jadiel. En 2015, el trap (hiphop lento y melódico) se une a la música urbana con Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny. El contagio se expandió hasta Colombia, donde surgió un perfil más suave, más melódico, romántico, con J Balvin y Maluma. En 2017, productores mainstream empiezan a adoptar el ritmo: Major Lazer (Diplo), David Guetta, Black Eyed Peas. Y así llegamos a los artistas urbanos más sobresalientes de los 2020, ya de diferentes países de habla hispana. De Puerto Rico: Rauw Alejandro, Casper Mágico, Myke Towers; de Argentina: Paulo Londra; de España: C. Tangana. El empujón más fuerte vino de las mujeres: Karol G (Colombia), Anitta (Brasil), Natti Natasha y Tokischa (República Dominicana), Nicki Nicole y Nathy Peluso (Argentina), Tomasa del Real (Chile), Paloma Mami (Chile/Estados Unidos), Bellakath (México) y, la más famosa, Rosalía (España).
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Al fondo de la tarima del Salón Perreo figura una chica en cada acto, dirigiendo, bailando. Es Paulina García Núñez, de 38 años, mejor conocida como Esa Mi Pau, locutora, DJ, promotora, productora, curadora de ese salón del Hellow Vibes e identificada por escuchas del género urbano como pieza clave para que este se expandiera por las bocinas y oídos mexicanos, a través del programa de radio Viernes de perreo (Ibero 90.9 FM) y la serie de fiestas Perreo Millennial, entre 2012 y 2017. Apasionada del tema, ella tiene muy claro cómo llegó el movimiento urbano al área metropolitana de la capital:
“Desde que apareció El General con su famosa ‘Te ves buena’ (1991), en la Ciudad de México el reguetón fue visto con distancia desde las clases medias, pero se arraigó en las zonas conurbadas: Ecatepec, Aragón, Iztapalapa, donde esta música se mantuvo vigente al lado del rap, el hiphop y los sonideros [fiestas populares con selectores que ponen high energy, techno, cumbia y salsa]. Ahí, el cruce de sonidos borró los límites entre géneros y se armó una mezcla entre lo tropical y lo urbano: la cumbia rebajada, la salsa malandra, con temáticas sobre el barrio, empezaron a adoptar los sonidos urbanos como algo local, con una connotación de pertenencia social. Porque todas esas canciones representan la misma cotidianidad en las zonas pobres de América Latina, donde están listos para armar la fiesta con pocos recursos. Tienen letras muy criticadas por su misoginia y violencia, pero no es otra cosa que la vida real: así hablan, así viven”.
Sobre el impacto de esta ola en la capital mexicana, Esa Mi Pau da algunos datos: cerca de 2009 existía en Ciudad Azteca “un foro popular llamado Kaos Discotheque, de techno chakalón. Ahí el que empezó a organizar perreos y trajo a Ivy Queen, diva del reguetón boricua primigenio, fue un vato llamado DJ Krizis. Él ponía todo ese perreo rudo de la época de ‘Gasolina’. Otro foco importante de expansión, en 2010, fue el club Stratus, un bodegón gigante donde el colectivo Under Style armaba tardeadas; de ahí salió el famoso Pablito Mix, líder del cumbiatón, género creado por él”.
Pero todo esto seguía quedándose en la periferia. Mientras, en el norte, el rap y el hiphop tenían ya un arraigo fuerte, incluso comercial desde los noventa, el proceso de aceptación de este universo en la ciudad fue lento. Paulina, delgada, alta, de pelo rizado y ojos vivaces, explica: “Tardó porque aquí la población es muy clasista y aspiracional; el rock sigue siendo fuerte. Al urbano se le ve como música ‘naca’, aun si quien la juzga es de clase popular. La clase media en la Ciudad de México y otras urbes latinoamericanas aceptó esta música hasta que empezó a ser interpretada por figuras pop. Si bien desde ‘Gasolina’ el reguetón ya era un hit a nivel regional, seguía al margen de la industria, el gran público y los festivales”.
Cómo olvidar, le digo, cuando Calle 13, de extraordinarias letras, fue abucheado en el festival Vive Latino 2007 con una lluvia de botellas desechables.
El salto de lo marginal a lo global tuvo entonces que ver con la incursión de figuras pop entre 2014 y 2019. “Todo cambió con rolas como ‘6 AM’ (2014) de los colombianos J Balvin y Maluma con ‘Borró cassette’ (2015)”, dice.
Checo los videos y noto el cambio: personajes caucásicos y escenarios bonitos, lejos del barrio. Esa Mi Pau sigue: “El salto siguiente se dio con ‘Sorry’ de Justin Bieber (2015), que elevó el dembow y la estética urbana a una escala planetaria”. Observo que tuvo que ser en inglés para que ello pasara. Luego siguió el boricua Nicky Jam con Enrique Iglesias (“El perdón”, 2015). Y sigue: “Pero la canción con la que todo estalló fue el reguetón-pop ‘Despacito’ (2017), con Luis Fonsi y Daddy Yankee, muy distinto a los temas salvajes de Yankee quince años atrás”. Y sí. Fue un éxito mundial, por primera vez en español bajo este ritmo. A la fecha tiene ocho mil millones de vistas en YouTube. En adelante todo fue para arriba: Shakira con “Me enamoré” (2017) y, el siguiente escalón, “Tusa” de Karol G (2019), con 1 400 millones de clics.
Otra clave, señala Esa Mi Pau, “tuvo que ver con que las y los colombianos empezaron a hacer un reguetón más melódico y con temas más fresas que el de los pioneros puertorriqueños”. Bad Bunny, hijo de un camionero y una profesora, “solo cosechó lo sembrado: combinó la rudeza sonora del viejo reguetón con la suavidad vocal y lírica de los colombianos, además de manifestarse como un ‘aliado deconstruido’ que buscó alejarse de la misoginia de sus coterráneos”.
Sobre su alcance, concluye: “¿Cuándo imaginamos que esto iba a pasar? Es tan fuerte que artistas latinos que estaban cantando en inglés para ser aceptados, como Shakira, Selena Gómez, Kali Uchis, están volviendo a cantar en español”.
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El último fenómeno que ayudó a la expansión fue que más y más mujeres empezaron a figurar haciendo reguetón, rap, trap con una actitud distinta: lejos de buscar la aprobación masculina, le dieron la vuelta a un género que empezó siendo misógino casi por definición, para trastocarlo y convertirlo en empoderamiento.
“Vivimos una nueva revolución sexual y feminista. El reguetón y sus géneros afines son de por sí sexies y coquetos, llenos de dobles sentidos. Pero si antes Daddy Yankee cantaba: ‘A ella le gusta la gasolina’, y dictaba lo que nos tenía que gustar, ahora las mujeres empezaron a decir: ‘Tú no me vas a decir lo que me gusta, soy yo la que va a decirlo; yo les voy a contar cómo me gusta que me empinen’. Se volvió un micrófono a través del cual decir: ‘Estoy en control de mi sexualidad, no tengo que pedirle nada a ningún vato ni esperar a que me validen; si por tener libertad sexual me van a tachar de puta, adelante, soy reputa y me la paso mejor’”, dice Esa Mi Pau.
Así, tenemos a Karol G (32 años) entonando: “Me para hasta la mitad-ia-ia, sube el caminito, sigue ahí-ahí, dale, avanza un poco má-ia-ia, pero si te pierdes, yo te voy a esperar… en el punto G”; a Bellakath (veinticuatro) diciendo: “De noche, de día, ¡arriba la putería! De noche, de día, ¡arriba la putería!”, o a Rosalía (treinta) cantando: “Enamorá’ de tu pistola, roooja amapola, crash, esa ola, casi me controla”. Rosalía, de hecho, es tema aparte, desde una formación artística mayor, lejos del barrio, del que solo ha tomado la estética, lleva el flamenco a lugares inéditos de inventiva.
Pero la que ha llegado más lejos es Tokischa, nacida en 1996, proveniente de una comunidad pobre de Santo Domingo. Aunque estudió Artes y Dramaturgia, se vio en la necesidad de ejercer el trabajo sexual a los dieciocho años, hasta que, descubierta por el productor Raymi Paulus, inició su carrera a los veinte, rapeando y haciendo videos con aquel, debutando con “Pícala” (2018), un rap-dub-bass que se viralizó. Sus canciones, además de rapear sobre tráfico y consumo de drogas, entre otras experiencias de la calle, hablan de forma explícita sobre sexualidad, con mucha carga lúdica: “Déjamelo lleno ‘e leche, y no hagamo’ mucha bulla, que mi hermano no sospeche, que tengo un delincuente en mi cama, que me rompe el culo en cuatro despué’ que me lo mama”.
En México recién despuntó Katherine Huerta, Bellakath, quien con su éxito “Gatita” (2022) tuvo altos alcances en YouTube (123 millones de vistas al cierre de esta nota); en tal video, con pelo negro, entre callejones descarapelados y pandillas maloras, es la reina de la calle mientras le hacen comparsa sus segundonas rubias. Con un look de buchona (mujer involucrada con narcos), cuyo apelativo hace referencia al bellaqueo, lo bellaco (voz caribeña para “ruin” o “astuto”), lo mismo rapea que reguetonea. Lo más interesante de sus fusiones y letras son sus referencias chilangas en un género en su mayoría hecho por varones norteños. Nombra situaciones fiesteras de las zonas bravas y los sitios rudos del transporte público; describe divertida el reventón y la cachondería que rodean al maleanteo, haciendo alarde de su “control de la zona”.
A veces Bellakath aparece con uniforme de secundaria y baila por calles de colonias populares. Es abogada de carrera, busca especializarse en Criminalística, y en algunos videos aparece con armas de fuego, policías, esposas. A ritmo de tribal, presume libertad sexual y una especie de orgullo delincuencial, aunque todo sea solo un personaje.
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Rodrigo se frota las encías con los dedos, a media pista, mientras comparte la bolsita de cocaína con sus compas. Son los más producidos de la fiesta, arrancados de un video: cadenas largas, camisetas sin mangas, numerosos tatuajes, boxers de fuera, pantalón a la cadera, tenis impecables. Sus novias son las más atractivas de la noche.
—Yo tengo mi negocio de tenis… Cuando quieras te los dejo como nuevos. Venimos de Tepito… ¡pero somos buenas personas! —me dice.
Segunda aclaración no necesaria. La novia agrega:
—Vengo de una colonia medio fea. Se llama La Piedad, allá por el Chiquihuite.
Cuando se pone todo más caliente, Rodrigo y su chica empiezan a perrear. Los demás bailan solos viendo de frente a los DJ que saltan tras una consola improvisada sobre una mesa de plástico. No hay botes de basura, pero sí muchas latas de cerveza por todo el piso encharcado, sucio. Esta noche de marzo la fiesta ocurre en la colonia Doctores, auspiciada por el colectivo Fraternidad del Perreo. El público coincide con algunos de los que vi en el Hellow Vibes, pero no así con los fresas del Axe Ceremonia. La concurrencia proviene de Iztapalapa, Neza, Ecatepec, Tlatelolco, la San Felipe. La vibra es densa, siento algo de miedo, pero no me agüito.
Se trata de un predio que parece haber sido un restaurante, ahora sin mobiliario, con candiles desvencijados y bocinas igual de improvisadas. Las luces intermitentes rojas y verdes dan una sensación de clandestinidad oscura y sucia. Sin embargo, me digo, no parece ser turbio; la pari fue anunciada en Instagram y cobran la entrada a doscientos pesos. Atizan la pista, con montón de reguetón y demás urbano, los pinchadores Pepo Mix y Malandra. Está permitido meter tu propio alcohol en lata, nada de vidrio. No dejan pasar bolsos ni chamarras, solo celular y cartera en mano. Media hora tuvo que pasar para que me dejaran entrar. Una señora me dice: “¿Reportera?, ¿de dónde? No te creemos. ¿Quién te mandó?… OK, vas a pasar, pero no puedes grabar ni tomar fotos o te sacamos”. Más adelante, la señora, con actitud diferente, me lleva una enorme bebida con hielos: “Cortesía de la casa”. Por supuesto que no me la tomé.
Al fondo veo un cuartito de puerta corrediza que pudo haber sido cabina de DJ. Me hice la graciosa cuando vi que cinco se metían en tan pequeño espacio: “¿Y ora? ¿Pues qué regalan?”. Un tipo me mira serio: “¿Vas a pasar o no? ¡No estamos jugando!”. Ante mi pasmo, me cierran la puerta en la cara.
Conforme avanzaba el calor primaveral, los torsos masculinos empezaron a dejarse ver: pieles tatuadas, temperatura alta y baile con brazos en alto dominaron la perreada. El ambiente de la fiesta no se parece a algo que hubiera experimentado en más de veinte años de reventones; hay una verdadera sensación de novedad y frescura en todo ello. A pesar del sonsonete rítmico, me divierto genuinamente, contagiada por la alegría neta, no impostada, que emana la morriza temeraria ahí reunida.
Miguel, chique diverse, se me pega:
—Oye, ¡hay que ser amigas! ¿De dónde vienes…? Ay, fíjate que me asaltaron. Me prometieron el amor, pero ahí voy toda tonta. Me volaron mi iPhone y todo mi dinero. Por andar de loca eso me pasa… Oye, ¿nos pagamos entre las dos un trago?
Miguel pronto se me pierde, pero aparece Juan, de Coyoacán, un fresa que presume ser de Morena: “Me preparo para ser diputado”, dice, y me quiere ligar a fuerza, anda buscando pelea, pero no me dejo.
A las tres de la mañana encienden las luces, silencio todo, y la magia termina. El ritmo machacón no deja de rebotar en mi cabeza: ciertamente se te incrusta cual troyano. Mis amigos me regañan por haber ido sola: te pudo pasar algo, ¿cómo pudiste? Caigo en la cuenta de que, aunque la industria lo haya absorbido, el urbano a nivel de calle sigue latiendo vigente, ligado al peligro, a la adrenalina y a la expresión genuina del barrio, empapado de realidad rasposa, llena de vida.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
El gozo de la generación Z, la cachondería latinoamericana, la estética de la calle. ¿Qué hay detrás de este movimiento sonoro, un combo de reguetón, hiphop, rap, merengue, bachata y demás ritmos antillanos que ha llevado a los ídolos de las nuevas generaciones a la cima mundo?
Me observa desde su rumboso escote, curiosa, enfiestada. De arriba abajo, Raquel me recorre mientras aguardamos en la fila de los baños, sin dejar de bailar. El ritmo nos posee, el volumen nos gobierna.
—¿De dónde vienes? —me grita al oído.
—Estoy explorando el movimiento urbano —le digo.
Los beats de bajos profundos y tamborileos caribeños retumban en el Salón Perreo. Veinteañeros y pubertos en su jugo nos rodean; curvas cubiertas por hot pants abotonados arriba de la cintura; bíceps marcados, los chicos se bastan con jeans y playeras, pero ellas lucen minifaldas tableadas a lo anime, pancitas al aire, delineadores de fantasía. Todo huele a sensualidad.
Aquella me sigue:
—Yo te puedo llevar a las mejores fiestas de perreo por el cerro del Chiquihuite, con el mero barrio. O a unas bien under en Tepito, solo que ahí no puedes tomar fotos ni grabar porque las organiza [el cártel de] La Unión, ¡pero son las que mejor se ponen!
A unos pasos de Raquel, al frente de una tarima, Abigail y sus compas de veintipocos años organizan una ronda dentro de la cual todos tienen que bailar. ¿Vienes de curioso? Ándale, porque te va a tocar. ¡Vas, vas, vas! Palmas, empujoncitos en la espalda. Nadie se salva. Un dembow pegajoso, sincopado, retumba desde las consolas, y aunque nadie sabe qué artista es, no importa; lo bailan mientras al centro todo pasa: Abigail igual perrea con su cuate David que con Pedro y otros desconocidos. El coqueteo es simbólico. No la tocan en lo absoluto. La naturalidad con la que bailan hace de todo ello una fiesta cándida, cuya vibra es más de camaradería.
Caritas fluorescentes rotan sobre una pantalla detrás de los DJ que esta noche fresca de febrero encabezan la pista del Hellow Vibes, festival independiente oriundo de Monterrey, esta vez en la Ciudad de México, con un elenco internacional unificado por el idioma —español de México, Puerto Rico, Argentina—, ecléctico en sonidos: lo mismo Cártel de Santa que Lunay, Mario Bautista y Bellakath. Muy pocos se presentan con instrumentos: casi todos traen pistas grabadas sobre las cuales rapean, acompañados a ratos por conjuntos coreográficos. La DJ Rosa Pistola domina las perillas. Otros muestran sus dotes de b-boys y ejecutan sus mejores pasos a ras de suelo. Es como si aquellos tiempos de raperos de fines de los ochenta, al margen de la industria mainstream, hubieran regresado por sus fueros para exaltar con orgullo la precariedad de la calle.
Más interesante todavía es que quienes ahora lo bailan no habían nacido entonces.
La música urbana es la más fuerte tendencia sonora actual de los nacidos entre 1994 y 2004; esto es, la llamada generación Z, cuya adolescencia estalló justo en el momento en que dicha corriente alcanzó su mayor expansión, tras unos veinticinco años de evolucionar y fusionar el hiphop, el rap, la electrónica, el trap y el R&B de los afroamericanos estadounidenses con variantes de ritmos afroantillanos como dembow, dancehall, merengue, bachata y reguetón, el más visible y exitoso de todos.
Más que un solo sonido, es un movimiento que proviene de circunstancias sociales desfavorecidas: actitud retadora, orgullosa, autosuficiente, descarada, acompañada de bailes sensuales y gozo del cuerpo, con look callejero, de modo que casi cualquier corriente rítmica para echar fiesta, con apariencia deportiva, chola, de “rapper malo”, puede tener cabida. Sin embargo, no basta el look: si algo los une todavía más, y tiene que ser auténtico para ser creíble, es la identificación entre sí como grupo social. Si bien el gusto por esta música ha alcanzado a las clases medias —que la oyen en sus espacios de confort a lo “barrio-curious”—, la que realmente se lanza al perreo en zonas consideradas de “riesgo” es la clase popular, la cual sigue siendo su base más sólida.
México, particularmente, ha aportado al movimiento sonidos exclusivos: primero el “cumbiatón” (cumbia con reguetón) de la zona conurbada de la Ciudad de México, y, de un lustro a la fecha, los “corridos tumbados” del norte del país: música regional (norteña, banda, sierreña) con hiphop y letras asociadas al narco o al romance juvenil. Tal corriente es una evolución del “movimiento alterado”, de Sinaloa, de hace una década. También se han sumado ritmos como el tribal de Monterrey. Este fenómeno, el de integrar géneros locales, se ha extendido a otros países de habla hispana. Por ejemplo, en España, el hit ha sido mezclar rap y trap con flamenco o cante jondo.
Esta actual oleada musical, que surgió a inicios de los noventa, primero entre obreros de Panamá y luego en los barrios bajos de San Juan, Puerto Rico, a principios de milenio, parecía una moda pasajera. Pero fue mutando en sonido y creciendo en audiencia, hasta alcanzar en 2023 niveles mainstream. Al comienzo fue una expresión ruda, rudimentaria, para el callejón y la fiesta clandestina, pero poco a poco escaló en la preferencia de las clases medias —para lo cual se tuvo que ir suavizando— hasta llegar en la década de 2020 a ser adoptada e incluso replicada por artistas de orígenes más acomodados.
Si hoy el urbano está en su punto más alto de reconocimiento es gracias a la masiva predilección de los integrantes de la Gen-Z, quienes lo han vuelto una manifestación propia tan aplastante que la industria fonográfica estadounidense, que lleva la batuta comercial, ha tenido que aceptarla y arroparla, encumbrando, por ejemplo, al boricua Bad Bunny (mejor álbum de música urbana en los premios Grammy 2023 por Un verano sin ti; el artista más escuchado de 2022 en Spotify: 18 500 millones de reproducciones), así como a la catalana Rosalía (mejor disco del año en los Latin Grammy 2022 por Motomami; productora del año por el mismo álbum en los premios Billboard Women in Music), aunque ya antes la colombiana Karol G había ganado cuatro preseas en los American Music Awards (2020 y 2021), quince premios en los Latin American Music Awards (2018–2022) y dos Latin Grammy (2018 y 2021).
El movimiento ha sido tan contundente que ha recibido admiración de las autoridades del pop: Madonna hizo en 2022 dos duetos con la dominicana Tokischa; Björk ha elogiado en entrevistas a Rosalía —“El apetito por la música en español estaba ahí, y vino Rosalía y lo activó”, dijo a El País—; Damon Albarn invitó a Bad Bunny a cantar en el disco Cracker island (2023) de Gorillaz. Sin duda, el alcance más importante de todo esto es que, por primera vez, desde que la música comercial se escucha a escala global bajo el dictado estadounidense, los exponentes máximos no cantan en inglés, sino en español.
El look de “latino marginal” se puso de moda, aunque de barrio ya no haya mucho en sus exponentes: se trata de la clásica pero inevitable movida del “sistema” para absorber lo que comenzó siendo contracultural, en vista de que vende bastante. Bien lo cantó Bad Bunny en los Grammy: “Ahora todos quieren ser latinos, pero les falta sazón”.
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Los más morros oyen y siguen esta música con devoción porque les suena a algo inédito que apareció a la par de ellos y no es heredada de otra generación. Sus predecesores la tachan de tener mala calidad porque sus parámetros para acercarse a la música eran otros. Ahora, lo que a les chiques les interesa es lo que les aporta e integra como generación: identidad, libertad, comunidad, pertenencia, lo cual tiene más peso como necesidad, ante la soledad e incertidumbre que les toca: hoy baila, goza tu cuerpo, desfógate, ama, libérate, “atrévete-te-te”…, ya después veremos.
Les es más un vehículo de representación cultural, social, geográfica, sexual. Un lenguaje y un pretexto propicios para generar amistades, conectarse con su tiempo, ligar, acercar pieles, a diferencia del rock y la electrónica, más contemplativos e individualistas, de actitud más esnob. De hecho, muchos de la Gen-Z ya no conectan con el rock: les parece una expresión caduca, que relacionan con sus padres, que no los representa. Lo han sustituido por ritmos latinoamericanos, repletos de asfalto y vivencias netas, no siempre dulces. Porque estos los hermanan con quien hable el mismo idioma, unificado hasta en el slang: el perreo, el bellaqueo, el maleanteo, el chakaleo (“chaka”: apelativo con que las clases medias de la Ciudad de México nombran despectivamente a personas del barrio, las cuales lo han adoptado con orgullo). Su predilección por estos ritmos radica también en la forma en que los consumen: más como gadgets o productos que todos tienen que como una experiencia de apreciación artística, goce intelectual o pretensión estética. El internet en sus vidas desde que nacieron ha hecho que busquen la inmediatez en todo: en la escucha, en la creación mediante plataformas o en la persecución de la fama difundiendo su música en la red.
Este movimiento ocurre, además, a la par del truene de viejos tabús. Su contenido visual y lírico retrata una era en la cual se da un despertar particular de las libertades sexuales, políticas y de expresión; coincide con la lucha feminista y la de los géneros no binarios. La música urbana es una forma más de resistencia contra modelos establecidos y el conservadurismo latinoamericano, lo que, a nivel individual, escandaliza a sus figuras de autoridad por su desfachatez verbal y lenguaje explícito y, a nivel cultural, desafía los dictados angloparlantes de la industria. Y estas expresiones crudas solo pudieron brotar en espacios colonizados donde las desigualdades determinan una idiosincrasia, un lenguaje y una visión característicos, usualmente despreciados por las élites dominantes.
El urbano, que podría llegar a verse genéricamente como “la victoria del rap sobre el rock” —entendiendo al rap como una pista o ritmo sintético de base, con voces “platicadas” encima, poco melódicas, llenas de rimas crudas e inventivas, lo cual aplica a casi todas las variantes de esta corriente—, creado para bailar y divertirse, retrata de forma realista entornos precarizados, sin hipocresías ni tapujos, con lo cual sus exponentes buscan visibilizar su forma de vida y así elevarse por encima del sueño aspiracional de bienestar que les prometen los gobiernos, los medios, la publicidad, los artistas de plástico.
Para incredulidad de sus predecesores, lo urbano sí tiene algo de espíritu punk y ruptura, pues con pocos elementos tumba la pretensión musical burguesa. Las clases medias lo tachan de vulgar y de plantear situaciones violentas, sucias, ilegales, indecentes. Sin embargo, no hace otra cosa que hablar con la verdad sobre las periferias latinoamericanas. La clave de su prevalencia está en que implica liberación y empoderamiento: la victoria de las clases populares, que son mayoría, por encima de la imposición cultural de lo hegemónico. La inmediatez y la precariedad del género son vistas como virtudes, porque les representan la toma de poder musical a manos de los menos favorecidos: esos a quienes les ha tocado ser los oprimidos y discriminados, los que hablan español y gozan de su música tradicional. Se trata del triunfo del barrio, que ahora ocupa espacios masivos, visibles, a los que antes no tuvo alcance.
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Un ejemplo del proceso fuera del ghetto fue el Festival Axe Ceremonia, realizado el pasado abril de 2023 en la Ciudad de México, un encuentro clasemediero de pop y electrónica que incluye a más artistas mujeres y LGBT+, en el que las mamparas del festival emulaban las bardas que suelen anunciar los conciertos populares y los stands de bebidas remedaban los puestos de chupes de colores de las tocadas urbanas de Tepito, colonia identificada con la criminalidad más pesada en la Ciudad de México. Datos curiosos de la apropiación cool de la calle. Ahí tuvo lugar la actuación de tres artistas que no tienen cabida en otros festivales comerciales: dos de corrido tumbado, Junior H y Eme MalaFe, ¡con banda sinaloense!, y El Malilla, reguetonero mexicano que está subiendo como la espuma. En sus videos y letras retrata anécdotas duras de su entorno, su cotidianidad, las calles en las que creció. Nacido en 1999, dijo al público al comenzar su show: “¡Qué transa, banda! Yo vengo de un lugar bien culero llamado Valle de Chalco, pero aquí estoy, orgulloso de estar con ustedes. ¡Arriba el barrio! Y ahora, una de amor, para que vean que los chakalitas también tenemos corazón”.
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—Venimos de Neza…, pero somos buenas personas —dicen Abigail y sus amigos mientras descansan y devoran hambrientos unos hot dogs.
—Lo que más nos gusta de estos bailes es el cotorreo, está muy chido; a mí me gusta el ska, pero con el perreo la fiesta se pone más divertida —dice Diego.
—¿Qué cualidades ven en esta música?
—Está hecha por gente que empieza desde abajo y sabe lo que le gusta a la banda. Me gusta cuando hablan de historias de vida, no sobre sexo…, aunque igual lo más importante es que tenga buen ritmo —dice Abigail.
—La música debe ser del barrio para el barrio, y el reguetón mexicano está empezando a despuntar, con artistas como la Bellakath [de la colonia Agrícola Oriental, todo un fenómeno en plataformas digitales por su desfachatez sexual] y El Malilla, que hablan de lo que pasa en las calles, son netos: siento que ellos al fin nos representan porque hablan como nosotros y sobre lo que nos pasa. Me gusta que hablen de sus vidas, de cómo les costó sobresalir. De coger y eso no me gusta porque son muy misóginos —dice Jesús.
Sorprende oír a un morrillo tan deconstruido.
Lo dejo seguir:
—Esta música es más abierta y ahora podemos expresarnos libremente, decir cosas más explícitas, pero no por ello hay que dejar de respetar a las morras. Me late que, en sus letras, las mujeres que hacen reguetón se desahogan y liberan de los pensamientos machistas que las obligan a ir tapadas. Si ellas se sienten a gusto con cómo se visten, si se sienten bonitas, adelante.
Vuelve Abigail:
—Respeto mucho a Bellakath, es muy libre, dice todo lo que quiere y no le importa lo que digan los demás. No dice nada fuera de lo que todos vivimos, pero no lo decimos. Solo expresa lo que es. La sexualidad no es igual que antes; ahora puedes tener algo con alguien una noche y nadie te juzga, antes casi te tenías que casar. Ahora puedes elegir a quien más te guste.
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El rap ya figuraba en la cultura pop estadounidense a finales de los ochenta. El reguetón, género rector de todo este movimiento, empezó como algo subterráneo en Puerto Rico, a inicios de la década siguiente, bajo la influencia del dancehall y el reggae en español de Panamá —que surgió entre inmigrantes jamaicanos que llegaron a trabajar en la construcción del Canal, quienes aceleraban sus discos de reggae para hacerlos más bailables—, con exponentes como El General, Nando Boom, Pocho Pan y La Atrevida, de ese país, así como Shabba Ranks, Chaka Demus & Pliers y Dirtsman de Jamaica.
Con dichas influencias, en Puerto Rico empezaron a samplear el reggae acelerado de Panamá para rapear sobre él; a esa mezcla se le llamó underground, con temáticas sobre droga, violencia, amor, sexo. El término “reguetón” fue posterior, al unir las palabras “reggae” con “maratón”, pues se hacían fiestas largas con esa música; fue enunciado por primera vez en 1994 en el mixtape Playero 36 por Daddy Yankee —entonces un adolescente, mucho antes de ser estrella mundial—, como parte de una serie que editaba DJ Playero, quien mezclaba cassettes para fiestas, con pistas y rappers invitados. El hiphopero boricua más famoso entonces, Vico C, imitó esa práctica en Xplosión (1993), y ello influyó en la expansión del reguetón. DJ Negro hizo algo similar con la serie The noise. El género se volvió popular en la isla y entre latinos en Estados Unidos. Para la primera década de los 2000 figuraron Tego Calderón, Ivy Queen, Don Omar, Lorna y Wisin & Yandel. Todo ello se mantenía dentro de la isla, hasta que en 2004 vino el estallido internacional con “Gasolina”, de Daddy Yankee, del disco Barrio fino, canción que marca el inicio del reguetón como fenómeno. A partir de 2005, la ola puertorriqueña creció: Calle 13, Arcángel, De la Ghetto, Zion & Lennox.
Ya en los 2010 figuraron Farruko, Ñengo Flow, Jadiel. En 2015, el trap (hiphop lento y melódico) se une a la música urbana con Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny. El contagio se expandió hasta Colombia, donde surgió un perfil más suave, más melódico, romántico, con J Balvin y Maluma. En 2017, productores mainstream empiezan a adoptar el ritmo: Major Lazer (Diplo), David Guetta, Black Eyed Peas. Y así llegamos a los artistas urbanos más sobresalientes de los 2020, ya de diferentes países de habla hispana. De Puerto Rico: Rauw Alejandro, Casper Mágico, Myke Towers; de Argentina: Paulo Londra; de España: C. Tangana. El empujón más fuerte vino de las mujeres: Karol G (Colombia), Anitta (Brasil), Natti Natasha y Tokischa (República Dominicana), Nicki Nicole y Nathy Peluso (Argentina), Tomasa del Real (Chile), Paloma Mami (Chile/Estados Unidos), Bellakath (México) y, la más famosa, Rosalía (España).
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Al fondo de la tarima del Salón Perreo figura una chica en cada acto, dirigiendo, bailando. Es Paulina García Núñez, de 38 años, mejor conocida como Esa Mi Pau, locutora, DJ, promotora, productora, curadora de ese salón del Hellow Vibes e identificada por escuchas del género urbano como pieza clave para que este se expandiera por las bocinas y oídos mexicanos, a través del programa de radio Viernes de perreo (Ibero 90.9 FM) y la serie de fiestas Perreo Millennial, entre 2012 y 2017. Apasionada del tema, ella tiene muy claro cómo llegó el movimiento urbano al área metropolitana de la capital:
“Desde que apareció El General con su famosa ‘Te ves buena’ (1991), en la Ciudad de México el reguetón fue visto con distancia desde las clases medias, pero se arraigó en las zonas conurbadas: Ecatepec, Aragón, Iztapalapa, donde esta música se mantuvo vigente al lado del rap, el hiphop y los sonideros [fiestas populares con selectores que ponen high energy, techno, cumbia y salsa]. Ahí, el cruce de sonidos borró los límites entre géneros y se armó una mezcla entre lo tropical y lo urbano: la cumbia rebajada, la salsa malandra, con temáticas sobre el barrio, empezaron a adoptar los sonidos urbanos como algo local, con una connotación de pertenencia social. Porque todas esas canciones representan la misma cotidianidad en las zonas pobres de América Latina, donde están listos para armar la fiesta con pocos recursos. Tienen letras muy criticadas por su misoginia y violencia, pero no es otra cosa que la vida real: así hablan, así viven”.
Sobre el impacto de esta ola en la capital mexicana, Esa Mi Pau da algunos datos: cerca de 2009 existía en Ciudad Azteca “un foro popular llamado Kaos Discotheque, de techno chakalón. Ahí el que empezó a organizar perreos y trajo a Ivy Queen, diva del reguetón boricua primigenio, fue un vato llamado DJ Krizis. Él ponía todo ese perreo rudo de la época de ‘Gasolina’. Otro foco importante de expansión, en 2010, fue el club Stratus, un bodegón gigante donde el colectivo Under Style armaba tardeadas; de ahí salió el famoso Pablito Mix, líder del cumbiatón, género creado por él”.
Pero todo esto seguía quedándose en la periferia. Mientras, en el norte, el rap y el hiphop tenían ya un arraigo fuerte, incluso comercial desde los noventa, el proceso de aceptación de este universo en la ciudad fue lento. Paulina, delgada, alta, de pelo rizado y ojos vivaces, explica: “Tardó porque aquí la población es muy clasista y aspiracional; el rock sigue siendo fuerte. Al urbano se le ve como música ‘naca’, aun si quien la juzga es de clase popular. La clase media en la Ciudad de México y otras urbes latinoamericanas aceptó esta música hasta que empezó a ser interpretada por figuras pop. Si bien desde ‘Gasolina’ el reguetón ya era un hit a nivel regional, seguía al margen de la industria, el gran público y los festivales”.
Cómo olvidar, le digo, cuando Calle 13, de extraordinarias letras, fue abucheado en el festival Vive Latino 2007 con una lluvia de botellas desechables.
El salto de lo marginal a lo global tuvo entonces que ver con la incursión de figuras pop entre 2014 y 2019. “Todo cambió con rolas como ‘6 AM’ (2014) de los colombianos J Balvin y Maluma con ‘Borró cassette’ (2015)”, dice.
Checo los videos y noto el cambio: personajes caucásicos y escenarios bonitos, lejos del barrio. Esa Mi Pau sigue: “El salto siguiente se dio con ‘Sorry’ de Justin Bieber (2015), que elevó el dembow y la estética urbana a una escala planetaria”. Observo que tuvo que ser en inglés para que ello pasara. Luego siguió el boricua Nicky Jam con Enrique Iglesias (“El perdón”, 2015). Y sigue: “Pero la canción con la que todo estalló fue el reguetón-pop ‘Despacito’ (2017), con Luis Fonsi y Daddy Yankee, muy distinto a los temas salvajes de Yankee quince años atrás”. Y sí. Fue un éxito mundial, por primera vez en español bajo este ritmo. A la fecha tiene ocho mil millones de vistas en YouTube. En adelante todo fue para arriba: Shakira con “Me enamoré” (2017) y, el siguiente escalón, “Tusa” de Karol G (2019), con 1 400 millones de clics.
Otra clave, señala Esa Mi Pau, “tuvo que ver con que las y los colombianos empezaron a hacer un reguetón más melódico y con temas más fresas que el de los pioneros puertorriqueños”. Bad Bunny, hijo de un camionero y una profesora, “solo cosechó lo sembrado: combinó la rudeza sonora del viejo reguetón con la suavidad vocal y lírica de los colombianos, además de manifestarse como un ‘aliado deconstruido’ que buscó alejarse de la misoginia de sus coterráneos”.
Sobre su alcance, concluye: “¿Cuándo imaginamos que esto iba a pasar? Es tan fuerte que artistas latinos que estaban cantando en inglés para ser aceptados, como Shakira, Selena Gómez, Kali Uchis, están volviendo a cantar en español”.
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El último fenómeno que ayudó a la expansión fue que más y más mujeres empezaron a figurar haciendo reguetón, rap, trap con una actitud distinta: lejos de buscar la aprobación masculina, le dieron la vuelta a un género que empezó siendo misógino casi por definición, para trastocarlo y convertirlo en empoderamiento.
“Vivimos una nueva revolución sexual y feminista. El reguetón y sus géneros afines son de por sí sexies y coquetos, llenos de dobles sentidos. Pero si antes Daddy Yankee cantaba: ‘A ella le gusta la gasolina’, y dictaba lo que nos tenía que gustar, ahora las mujeres empezaron a decir: ‘Tú no me vas a decir lo que me gusta, soy yo la que va a decirlo; yo les voy a contar cómo me gusta que me empinen’. Se volvió un micrófono a través del cual decir: ‘Estoy en control de mi sexualidad, no tengo que pedirle nada a ningún vato ni esperar a que me validen; si por tener libertad sexual me van a tachar de puta, adelante, soy reputa y me la paso mejor’”, dice Esa Mi Pau.
Así, tenemos a Karol G (32 años) entonando: “Me para hasta la mitad-ia-ia, sube el caminito, sigue ahí-ahí, dale, avanza un poco má-ia-ia, pero si te pierdes, yo te voy a esperar… en el punto G”; a Bellakath (veinticuatro) diciendo: “De noche, de día, ¡arriba la putería! De noche, de día, ¡arriba la putería!”, o a Rosalía (treinta) cantando: “Enamorá’ de tu pistola, roooja amapola, crash, esa ola, casi me controla”. Rosalía, de hecho, es tema aparte, desde una formación artística mayor, lejos del barrio, del que solo ha tomado la estética, lleva el flamenco a lugares inéditos de inventiva.
Pero la que ha llegado más lejos es Tokischa, nacida en 1996, proveniente de una comunidad pobre de Santo Domingo. Aunque estudió Artes y Dramaturgia, se vio en la necesidad de ejercer el trabajo sexual a los dieciocho años, hasta que, descubierta por el productor Raymi Paulus, inició su carrera a los veinte, rapeando y haciendo videos con aquel, debutando con “Pícala” (2018), un rap-dub-bass que se viralizó. Sus canciones, además de rapear sobre tráfico y consumo de drogas, entre otras experiencias de la calle, hablan de forma explícita sobre sexualidad, con mucha carga lúdica: “Déjamelo lleno ‘e leche, y no hagamo’ mucha bulla, que mi hermano no sospeche, que tengo un delincuente en mi cama, que me rompe el culo en cuatro despué’ que me lo mama”.
En México recién despuntó Katherine Huerta, Bellakath, quien con su éxito “Gatita” (2022) tuvo altos alcances en YouTube (123 millones de vistas al cierre de esta nota); en tal video, con pelo negro, entre callejones descarapelados y pandillas maloras, es la reina de la calle mientras le hacen comparsa sus segundonas rubias. Con un look de buchona (mujer involucrada con narcos), cuyo apelativo hace referencia al bellaqueo, lo bellaco (voz caribeña para “ruin” o “astuto”), lo mismo rapea que reguetonea. Lo más interesante de sus fusiones y letras son sus referencias chilangas en un género en su mayoría hecho por varones norteños. Nombra situaciones fiesteras de las zonas bravas y los sitios rudos del transporte público; describe divertida el reventón y la cachondería que rodean al maleanteo, haciendo alarde de su “control de la zona”.
A veces Bellakath aparece con uniforme de secundaria y baila por calles de colonias populares. Es abogada de carrera, busca especializarse en Criminalística, y en algunos videos aparece con armas de fuego, policías, esposas. A ritmo de tribal, presume libertad sexual y una especie de orgullo delincuencial, aunque todo sea solo un personaje.
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Rodrigo se frota las encías con los dedos, a media pista, mientras comparte la bolsita de cocaína con sus compas. Son los más producidos de la fiesta, arrancados de un video: cadenas largas, camisetas sin mangas, numerosos tatuajes, boxers de fuera, pantalón a la cadera, tenis impecables. Sus novias son las más atractivas de la noche.
—Yo tengo mi negocio de tenis… Cuando quieras te los dejo como nuevos. Venimos de Tepito… ¡pero somos buenas personas! —me dice.
Segunda aclaración no necesaria. La novia agrega:
—Vengo de una colonia medio fea. Se llama La Piedad, allá por el Chiquihuite.
Cuando se pone todo más caliente, Rodrigo y su chica empiezan a perrear. Los demás bailan solos viendo de frente a los DJ que saltan tras una consola improvisada sobre una mesa de plástico. No hay botes de basura, pero sí muchas latas de cerveza por todo el piso encharcado, sucio. Esta noche de marzo la fiesta ocurre en la colonia Doctores, auspiciada por el colectivo Fraternidad del Perreo. El público coincide con algunos de los que vi en el Hellow Vibes, pero no así con los fresas del Axe Ceremonia. La concurrencia proviene de Iztapalapa, Neza, Ecatepec, Tlatelolco, la San Felipe. La vibra es densa, siento algo de miedo, pero no me agüito.
Se trata de un predio que parece haber sido un restaurante, ahora sin mobiliario, con candiles desvencijados y bocinas igual de improvisadas. Las luces intermitentes rojas y verdes dan una sensación de clandestinidad oscura y sucia. Sin embargo, me digo, no parece ser turbio; la pari fue anunciada en Instagram y cobran la entrada a doscientos pesos. Atizan la pista, con montón de reguetón y demás urbano, los pinchadores Pepo Mix y Malandra. Está permitido meter tu propio alcohol en lata, nada de vidrio. No dejan pasar bolsos ni chamarras, solo celular y cartera en mano. Media hora tuvo que pasar para que me dejaran entrar. Una señora me dice: “¿Reportera?, ¿de dónde? No te creemos. ¿Quién te mandó?… OK, vas a pasar, pero no puedes grabar ni tomar fotos o te sacamos”. Más adelante, la señora, con actitud diferente, me lleva una enorme bebida con hielos: “Cortesía de la casa”. Por supuesto que no me la tomé.
Al fondo veo un cuartito de puerta corrediza que pudo haber sido cabina de DJ. Me hice la graciosa cuando vi que cinco se metían en tan pequeño espacio: “¿Y ora? ¿Pues qué regalan?”. Un tipo me mira serio: “¿Vas a pasar o no? ¡No estamos jugando!”. Ante mi pasmo, me cierran la puerta en la cara.
Conforme avanzaba el calor primaveral, los torsos masculinos empezaron a dejarse ver: pieles tatuadas, temperatura alta y baile con brazos en alto dominaron la perreada. El ambiente de la fiesta no se parece a algo que hubiera experimentado en más de veinte años de reventones; hay una verdadera sensación de novedad y frescura en todo ello. A pesar del sonsonete rítmico, me divierto genuinamente, contagiada por la alegría neta, no impostada, que emana la morriza temeraria ahí reunida.
Miguel, chique diverse, se me pega:
—Oye, ¡hay que ser amigas! ¿De dónde vienes…? Ay, fíjate que me asaltaron. Me prometieron el amor, pero ahí voy toda tonta. Me volaron mi iPhone y todo mi dinero. Por andar de loca eso me pasa… Oye, ¿nos pagamos entre las dos un trago?
Miguel pronto se me pierde, pero aparece Juan, de Coyoacán, un fresa que presume ser de Morena: “Me preparo para ser diputado”, dice, y me quiere ligar a fuerza, anda buscando pelea, pero no me dejo.
A las tres de la mañana encienden las luces, silencio todo, y la magia termina. El ritmo machacón no deja de rebotar en mi cabeza: ciertamente se te incrusta cual troyano. Mis amigos me regañan por haber ido sola: te pudo pasar algo, ¿cómo pudiste? Caigo en la cuenta de que, aunque la industria lo haya absorbido, el urbano a nivel de calle sigue latiendo vigente, ligado al peligro, a la adrenalina y a la expresión genuina del barrio, empapado de realidad rasposa, llena de vida.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
El boom sonoro de la música urbana en América Latina. Ilustraciones de Alejandro Magallanes.
El gozo de la generación Z, la cachondería latinoamericana, la estética de la calle. ¿Qué hay detrás de este movimiento sonoro, un combo de reguetón, hiphop, rap, merengue, bachata y demás ritmos antillanos que ha llevado a los ídolos de las nuevas generaciones a la cima mundo?
Me observa desde su rumboso escote, curiosa, enfiestada. De arriba abajo, Raquel me recorre mientras aguardamos en la fila de los baños, sin dejar de bailar. El ritmo nos posee, el volumen nos gobierna.
—¿De dónde vienes? —me grita al oído.
—Estoy explorando el movimiento urbano —le digo.
Los beats de bajos profundos y tamborileos caribeños retumban en el Salón Perreo. Veinteañeros y pubertos en su jugo nos rodean; curvas cubiertas por hot pants abotonados arriba de la cintura; bíceps marcados, los chicos se bastan con jeans y playeras, pero ellas lucen minifaldas tableadas a lo anime, pancitas al aire, delineadores de fantasía. Todo huele a sensualidad.
Aquella me sigue:
—Yo te puedo llevar a las mejores fiestas de perreo por el cerro del Chiquihuite, con el mero barrio. O a unas bien under en Tepito, solo que ahí no puedes tomar fotos ni grabar porque las organiza [el cártel de] La Unión, ¡pero son las que mejor se ponen!
A unos pasos de Raquel, al frente de una tarima, Abigail y sus compas de veintipocos años organizan una ronda dentro de la cual todos tienen que bailar. ¿Vienes de curioso? Ándale, porque te va a tocar. ¡Vas, vas, vas! Palmas, empujoncitos en la espalda. Nadie se salva. Un dembow pegajoso, sincopado, retumba desde las consolas, y aunque nadie sabe qué artista es, no importa; lo bailan mientras al centro todo pasa: Abigail igual perrea con su cuate David que con Pedro y otros desconocidos. El coqueteo es simbólico. No la tocan en lo absoluto. La naturalidad con la que bailan hace de todo ello una fiesta cándida, cuya vibra es más de camaradería.
Caritas fluorescentes rotan sobre una pantalla detrás de los DJ que esta noche fresca de febrero encabezan la pista del Hellow Vibes, festival independiente oriundo de Monterrey, esta vez en la Ciudad de México, con un elenco internacional unificado por el idioma —español de México, Puerto Rico, Argentina—, ecléctico en sonidos: lo mismo Cártel de Santa que Lunay, Mario Bautista y Bellakath. Muy pocos se presentan con instrumentos: casi todos traen pistas grabadas sobre las cuales rapean, acompañados a ratos por conjuntos coreográficos. La DJ Rosa Pistola domina las perillas. Otros muestran sus dotes de b-boys y ejecutan sus mejores pasos a ras de suelo. Es como si aquellos tiempos de raperos de fines de los ochenta, al margen de la industria mainstream, hubieran regresado por sus fueros para exaltar con orgullo la precariedad de la calle.
Más interesante todavía es que quienes ahora lo bailan no habían nacido entonces.
La música urbana es la más fuerte tendencia sonora actual de los nacidos entre 1994 y 2004; esto es, la llamada generación Z, cuya adolescencia estalló justo en el momento en que dicha corriente alcanzó su mayor expansión, tras unos veinticinco años de evolucionar y fusionar el hiphop, el rap, la electrónica, el trap y el R&B de los afroamericanos estadounidenses con variantes de ritmos afroantillanos como dembow, dancehall, merengue, bachata y reguetón, el más visible y exitoso de todos.
Más que un solo sonido, es un movimiento que proviene de circunstancias sociales desfavorecidas: actitud retadora, orgullosa, autosuficiente, descarada, acompañada de bailes sensuales y gozo del cuerpo, con look callejero, de modo que casi cualquier corriente rítmica para echar fiesta, con apariencia deportiva, chola, de “rapper malo”, puede tener cabida. Sin embargo, no basta el look: si algo los une todavía más, y tiene que ser auténtico para ser creíble, es la identificación entre sí como grupo social. Si bien el gusto por esta música ha alcanzado a las clases medias —que la oyen en sus espacios de confort a lo “barrio-curious”—, la que realmente se lanza al perreo en zonas consideradas de “riesgo” es la clase popular, la cual sigue siendo su base más sólida.
México, particularmente, ha aportado al movimiento sonidos exclusivos: primero el “cumbiatón” (cumbia con reguetón) de la zona conurbada de la Ciudad de México, y, de un lustro a la fecha, los “corridos tumbados” del norte del país: música regional (norteña, banda, sierreña) con hiphop y letras asociadas al narco o al romance juvenil. Tal corriente es una evolución del “movimiento alterado”, de Sinaloa, de hace una década. También se han sumado ritmos como el tribal de Monterrey. Este fenómeno, el de integrar géneros locales, se ha extendido a otros países de habla hispana. Por ejemplo, en España, el hit ha sido mezclar rap y trap con flamenco o cante jondo.
Esta actual oleada musical, que surgió a inicios de los noventa, primero entre obreros de Panamá y luego en los barrios bajos de San Juan, Puerto Rico, a principios de milenio, parecía una moda pasajera. Pero fue mutando en sonido y creciendo en audiencia, hasta alcanzar en 2023 niveles mainstream. Al comienzo fue una expresión ruda, rudimentaria, para el callejón y la fiesta clandestina, pero poco a poco escaló en la preferencia de las clases medias —para lo cual se tuvo que ir suavizando— hasta llegar en la década de 2020 a ser adoptada e incluso replicada por artistas de orígenes más acomodados.
Si hoy el urbano está en su punto más alto de reconocimiento es gracias a la masiva predilección de los integrantes de la Gen-Z, quienes lo han vuelto una manifestación propia tan aplastante que la industria fonográfica estadounidense, que lleva la batuta comercial, ha tenido que aceptarla y arroparla, encumbrando, por ejemplo, al boricua Bad Bunny (mejor álbum de música urbana en los premios Grammy 2023 por Un verano sin ti; el artista más escuchado de 2022 en Spotify: 18 500 millones de reproducciones), así como a la catalana Rosalía (mejor disco del año en los Latin Grammy 2022 por Motomami; productora del año por el mismo álbum en los premios Billboard Women in Music), aunque ya antes la colombiana Karol G había ganado cuatro preseas en los American Music Awards (2020 y 2021), quince premios en los Latin American Music Awards (2018–2022) y dos Latin Grammy (2018 y 2021).
El movimiento ha sido tan contundente que ha recibido admiración de las autoridades del pop: Madonna hizo en 2022 dos duetos con la dominicana Tokischa; Björk ha elogiado en entrevistas a Rosalía —“El apetito por la música en español estaba ahí, y vino Rosalía y lo activó”, dijo a El País—; Damon Albarn invitó a Bad Bunny a cantar en el disco Cracker island (2023) de Gorillaz. Sin duda, el alcance más importante de todo esto es que, por primera vez, desde que la música comercial se escucha a escala global bajo el dictado estadounidense, los exponentes máximos no cantan en inglés, sino en español.
El look de “latino marginal” se puso de moda, aunque de barrio ya no haya mucho en sus exponentes: se trata de la clásica pero inevitable movida del “sistema” para absorber lo que comenzó siendo contracultural, en vista de que vende bastante. Bien lo cantó Bad Bunny en los Grammy: “Ahora todos quieren ser latinos, pero les falta sazón”.
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Los más morros oyen y siguen esta música con devoción porque les suena a algo inédito que apareció a la par de ellos y no es heredada de otra generación. Sus predecesores la tachan de tener mala calidad porque sus parámetros para acercarse a la música eran otros. Ahora, lo que a les chiques les interesa es lo que les aporta e integra como generación: identidad, libertad, comunidad, pertenencia, lo cual tiene más peso como necesidad, ante la soledad e incertidumbre que les toca: hoy baila, goza tu cuerpo, desfógate, ama, libérate, “atrévete-te-te”…, ya después veremos.
Les es más un vehículo de representación cultural, social, geográfica, sexual. Un lenguaje y un pretexto propicios para generar amistades, conectarse con su tiempo, ligar, acercar pieles, a diferencia del rock y la electrónica, más contemplativos e individualistas, de actitud más esnob. De hecho, muchos de la Gen-Z ya no conectan con el rock: les parece una expresión caduca, que relacionan con sus padres, que no los representa. Lo han sustituido por ritmos latinoamericanos, repletos de asfalto y vivencias netas, no siempre dulces. Porque estos los hermanan con quien hable el mismo idioma, unificado hasta en el slang: el perreo, el bellaqueo, el maleanteo, el chakaleo (“chaka”: apelativo con que las clases medias de la Ciudad de México nombran despectivamente a personas del barrio, las cuales lo han adoptado con orgullo). Su predilección por estos ritmos radica también en la forma en que los consumen: más como gadgets o productos que todos tienen que como una experiencia de apreciación artística, goce intelectual o pretensión estética. El internet en sus vidas desde que nacieron ha hecho que busquen la inmediatez en todo: en la escucha, en la creación mediante plataformas o en la persecución de la fama difundiendo su música en la red.
Este movimiento ocurre, además, a la par del truene de viejos tabús. Su contenido visual y lírico retrata una era en la cual se da un despertar particular de las libertades sexuales, políticas y de expresión; coincide con la lucha feminista y la de los géneros no binarios. La música urbana es una forma más de resistencia contra modelos establecidos y el conservadurismo latinoamericano, lo que, a nivel individual, escandaliza a sus figuras de autoridad por su desfachatez verbal y lenguaje explícito y, a nivel cultural, desafía los dictados angloparlantes de la industria. Y estas expresiones crudas solo pudieron brotar en espacios colonizados donde las desigualdades determinan una idiosincrasia, un lenguaje y una visión característicos, usualmente despreciados por las élites dominantes.
El urbano, que podría llegar a verse genéricamente como “la victoria del rap sobre el rock” —entendiendo al rap como una pista o ritmo sintético de base, con voces “platicadas” encima, poco melódicas, llenas de rimas crudas e inventivas, lo cual aplica a casi todas las variantes de esta corriente—, creado para bailar y divertirse, retrata de forma realista entornos precarizados, sin hipocresías ni tapujos, con lo cual sus exponentes buscan visibilizar su forma de vida y así elevarse por encima del sueño aspiracional de bienestar que les prometen los gobiernos, los medios, la publicidad, los artistas de plástico.
Para incredulidad de sus predecesores, lo urbano sí tiene algo de espíritu punk y ruptura, pues con pocos elementos tumba la pretensión musical burguesa. Las clases medias lo tachan de vulgar y de plantear situaciones violentas, sucias, ilegales, indecentes. Sin embargo, no hace otra cosa que hablar con la verdad sobre las periferias latinoamericanas. La clave de su prevalencia está en que implica liberación y empoderamiento: la victoria de las clases populares, que son mayoría, por encima de la imposición cultural de lo hegemónico. La inmediatez y la precariedad del género son vistas como virtudes, porque les representan la toma de poder musical a manos de los menos favorecidos: esos a quienes les ha tocado ser los oprimidos y discriminados, los que hablan español y gozan de su música tradicional. Se trata del triunfo del barrio, que ahora ocupa espacios masivos, visibles, a los que antes no tuvo alcance.
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Un ejemplo del proceso fuera del ghetto fue el Festival Axe Ceremonia, realizado el pasado abril de 2023 en la Ciudad de México, un encuentro clasemediero de pop y electrónica que incluye a más artistas mujeres y LGBT+, en el que las mamparas del festival emulaban las bardas que suelen anunciar los conciertos populares y los stands de bebidas remedaban los puestos de chupes de colores de las tocadas urbanas de Tepito, colonia identificada con la criminalidad más pesada en la Ciudad de México. Datos curiosos de la apropiación cool de la calle. Ahí tuvo lugar la actuación de tres artistas que no tienen cabida en otros festivales comerciales: dos de corrido tumbado, Junior H y Eme MalaFe, ¡con banda sinaloense!, y El Malilla, reguetonero mexicano que está subiendo como la espuma. En sus videos y letras retrata anécdotas duras de su entorno, su cotidianidad, las calles en las que creció. Nacido en 1999, dijo al público al comenzar su show: “¡Qué transa, banda! Yo vengo de un lugar bien culero llamado Valle de Chalco, pero aquí estoy, orgulloso de estar con ustedes. ¡Arriba el barrio! Y ahora, una de amor, para que vean que los chakalitas también tenemos corazón”.
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—Venimos de Neza…, pero somos buenas personas —dicen Abigail y sus amigos mientras descansan y devoran hambrientos unos hot dogs.
—Lo que más nos gusta de estos bailes es el cotorreo, está muy chido; a mí me gusta el ska, pero con el perreo la fiesta se pone más divertida —dice Diego.
—¿Qué cualidades ven en esta música?
—Está hecha por gente que empieza desde abajo y sabe lo que le gusta a la banda. Me gusta cuando hablan de historias de vida, no sobre sexo…, aunque igual lo más importante es que tenga buen ritmo —dice Abigail.
—La música debe ser del barrio para el barrio, y el reguetón mexicano está empezando a despuntar, con artistas como la Bellakath [de la colonia Agrícola Oriental, todo un fenómeno en plataformas digitales por su desfachatez sexual] y El Malilla, que hablan de lo que pasa en las calles, son netos: siento que ellos al fin nos representan porque hablan como nosotros y sobre lo que nos pasa. Me gusta que hablen de sus vidas, de cómo les costó sobresalir. De coger y eso no me gusta porque son muy misóginos —dice Jesús.
Sorprende oír a un morrillo tan deconstruido.
Lo dejo seguir:
—Esta música es más abierta y ahora podemos expresarnos libremente, decir cosas más explícitas, pero no por ello hay que dejar de respetar a las morras. Me late que, en sus letras, las mujeres que hacen reguetón se desahogan y liberan de los pensamientos machistas que las obligan a ir tapadas. Si ellas se sienten a gusto con cómo se visten, si se sienten bonitas, adelante.
Vuelve Abigail:
—Respeto mucho a Bellakath, es muy libre, dice todo lo que quiere y no le importa lo que digan los demás. No dice nada fuera de lo que todos vivimos, pero no lo decimos. Solo expresa lo que es. La sexualidad no es igual que antes; ahora puedes tener algo con alguien una noche y nadie te juzga, antes casi te tenías que casar. Ahora puedes elegir a quien más te guste.
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El rap ya figuraba en la cultura pop estadounidense a finales de los ochenta. El reguetón, género rector de todo este movimiento, empezó como algo subterráneo en Puerto Rico, a inicios de la década siguiente, bajo la influencia del dancehall y el reggae en español de Panamá —que surgió entre inmigrantes jamaicanos que llegaron a trabajar en la construcción del Canal, quienes aceleraban sus discos de reggae para hacerlos más bailables—, con exponentes como El General, Nando Boom, Pocho Pan y La Atrevida, de ese país, así como Shabba Ranks, Chaka Demus & Pliers y Dirtsman de Jamaica.
Con dichas influencias, en Puerto Rico empezaron a samplear el reggae acelerado de Panamá para rapear sobre él; a esa mezcla se le llamó underground, con temáticas sobre droga, violencia, amor, sexo. El término “reguetón” fue posterior, al unir las palabras “reggae” con “maratón”, pues se hacían fiestas largas con esa música; fue enunciado por primera vez en 1994 en el mixtape Playero 36 por Daddy Yankee —entonces un adolescente, mucho antes de ser estrella mundial—, como parte de una serie que editaba DJ Playero, quien mezclaba cassettes para fiestas, con pistas y rappers invitados. El hiphopero boricua más famoso entonces, Vico C, imitó esa práctica en Xplosión (1993), y ello influyó en la expansión del reguetón. DJ Negro hizo algo similar con la serie The noise. El género se volvió popular en la isla y entre latinos en Estados Unidos. Para la primera década de los 2000 figuraron Tego Calderón, Ivy Queen, Don Omar, Lorna y Wisin & Yandel. Todo ello se mantenía dentro de la isla, hasta que en 2004 vino el estallido internacional con “Gasolina”, de Daddy Yankee, del disco Barrio fino, canción que marca el inicio del reguetón como fenómeno. A partir de 2005, la ola puertorriqueña creció: Calle 13, Arcángel, De la Ghetto, Zion & Lennox.
Ya en los 2010 figuraron Farruko, Ñengo Flow, Jadiel. En 2015, el trap (hiphop lento y melódico) se une a la música urbana con Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny. El contagio se expandió hasta Colombia, donde surgió un perfil más suave, más melódico, romántico, con J Balvin y Maluma. En 2017, productores mainstream empiezan a adoptar el ritmo: Major Lazer (Diplo), David Guetta, Black Eyed Peas. Y así llegamos a los artistas urbanos más sobresalientes de los 2020, ya de diferentes países de habla hispana. De Puerto Rico: Rauw Alejandro, Casper Mágico, Myke Towers; de Argentina: Paulo Londra; de España: C. Tangana. El empujón más fuerte vino de las mujeres: Karol G (Colombia), Anitta (Brasil), Natti Natasha y Tokischa (República Dominicana), Nicki Nicole y Nathy Peluso (Argentina), Tomasa del Real (Chile), Paloma Mami (Chile/Estados Unidos), Bellakath (México) y, la más famosa, Rosalía (España).
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Al fondo de la tarima del Salón Perreo figura una chica en cada acto, dirigiendo, bailando. Es Paulina García Núñez, de 38 años, mejor conocida como Esa Mi Pau, locutora, DJ, promotora, productora, curadora de ese salón del Hellow Vibes e identificada por escuchas del género urbano como pieza clave para que este se expandiera por las bocinas y oídos mexicanos, a través del programa de radio Viernes de perreo (Ibero 90.9 FM) y la serie de fiestas Perreo Millennial, entre 2012 y 2017. Apasionada del tema, ella tiene muy claro cómo llegó el movimiento urbano al área metropolitana de la capital:
“Desde que apareció El General con su famosa ‘Te ves buena’ (1991), en la Ciudad de México el reguetón fue visto con distancia desde las clases medias, pero se arraigó en las zonas conurbadas: Ecatepec, Aragón, Iztapalapa, donde esta música se mantuvo vigente al lado del rap, el hiphop y los sonideros [fiestas populares con selectores que ponen high energy, techno, cumbia y salsa]. Ahí, el cruce de sonidos borró los límites entre géneros y se armó una mezcla entre lo tropical y lo urbano: la cumbia rebajada, la salsa malandra, con temáticas sobre el barrio, empezaron a adoptar los sonidos urbanos como algo local, con una connotación de pertenencia social. Porque todas esas canciones representan la misma cotidianidad en las zonas pobres de América Latina, donde están listos para armar la fiesta con pocos recursos. Tienen letras muy criticadas por su misoginia y violencia, pero no es otra cosa que la vida real: así hablan, así viven”.
Sobre el impacto de esta ola en la capital mexicana, Esa Mi Pau da algunos datos: cerca de 2009 existía en Ciudad Azteca “un foro popular llamado Kaos Discotheque, de techno chakalón. Ahí el que empezó a organizar perreos y trajo a Ivy Queen, diva del reguetón boricua primigenio, fue un vato llamado DJ Krizis. Él ponía todo ese perreo rudo de la época de ‘Gasolina’. Otro foco importante de expansión, en 2010, fue el club Stratus, un bodegón gigante donde el colectivo Under Style armaba tardeadas; de ahí salió el famoso Pablito Mix, líder del cumbiatón, género creado por él”.
Pero todo esto seguía quedándose en la periferia. Mientras, en el norte, el rap y el hiphop tenían ya un arraigo fuerte, incluso comercial desde los noventa, el proceso de aceptación de este universo en la ciudad fue lento. Paulina, delgada, alta, de pelo rizado y ojos vivaces, explica: “Tardó porque aquí la población es muy clasista y aspiracional; el rock sigue siendo fuerte. Al urbano se le ve como música ‘naca’, aun si quien la juzga es de clase popular. La clase media en la Ciudad de México y otras urbes latinoamericanas aceptó esta música hasta que empezó a ser interpretada por figuras pop. Si bien desde ‘Gasolina’ el reguetón ya era un hit a nivel regional, seguía al margen de la industria, el gran público y los festivales”.
Cómo olvidar, le digo, cuando Calle 13, de extraordinarias letras, fue abucheado en el festival Vive Latino 2007 con una lluvia de botellas desechables.
El salto de lo marginal a lo global tuvo entonces que ver con la incursión de figuras pop entre 2014 y 2019. “Todo cambió con rolas como ‘6 AM’ (2014) de los colombianos J Balvin y Maluma con ‘Borró cassette’ (2015)”, dice.
Checo los videos y noto el cambio: personajes caucásicos y escenarios bonitos, lejos del barrio. Esa Mi Pau sigue: “El salto siguiente se dio con ‘Sorry’ de Justin Bieber (2015), que elevó el dembow y la estética urbana a una escala planetaria”. Observo que tuvo que ser en inglés para que ello pasara. Luego siguió el boricua Nicky Jam con Enrique Iglesias (“El perdón”, 2015). Y sigue: “Pero la canción con la que todo estalló fue el reguetón-pop ‘Despacito’ (2017), con Luis Fonsi y Daddy Yankee, muy distinto a los temas salvajes de Yankee quince años atrás”. Y sí. Fue un éxito mundial, por primera vez en español bajo este ritmo. A la fecha tiene ocho mil millones de vistas en YouTube. En adelante todo fue para arriba: Shakira con “Me enamoré” (2017) y, el siguiente escalón, “Tusa” de Karol G (2019), con 1 400 millones de clics.
Otra clave, señala Esa Mi Pau, “tuvo que ver con que las y los colombianos empezaron a hacer un reguetón más melódico y con temas más fresas que el de los pioneros puertorriqueños”. Bad Bunny, hijo de un camionero y una profesora, “solo cosechó lo sembrado: combinó la rudeza sonora del viejo reguetón con la suavidad vocal y lírica de los colombianos, además de manifestarse como un ‘aliado deconstruido’ que buscó alejarse de la misoginia de sus coterráneos”.
Sobre su alcance, concluye: “¿Cuándo imaginamos que esto iba a pasar? Es tan fuerte que artistas latinos que estaban cantando en inglés para ser aceptados, como Shakira, Selena Gómez, Kali Uchis, están volviendo a cantar en español”.
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El último fenómeno que ayudó a la expansión fue que más y más mujeres empezaron a figurar haciendo reguetón, rap, trap con una actitud distinta: lejos de buscar la aprobación masculina, le dieron la vuelta a un género que empezó siendo misógino casi por definición, para trastocarlo y convertirlo en empoderamiento.
“Vivimos una nueva revolución sexual y feminista. El reguetón y sus géneros afines son de por sí sexies y coquetos, llenos de dobles sentidos. Pero si antes Daddy Yankee cantaba: ‘A ella le gusta la gasolina’, y dictaba lo que nos tenía que gustar, ahora las mujeres empezaron a decir: ‘Tú no me vas a decir lo que me gusta, soy yo la que va a decirlo; yo les voy a contar cómo me gusta que me empinen’. Se volvió un micrófono a través del cual decir: ‘Estoy en control de mi sexualidad, no tengo que pedirle nada a ningún vato ni esperar a que me validen; si por tener libertad sexual me van a tachar de puta, adelante, soy reputa y me la paso mejor’”, dice Esa Mi Pau.
Así, tenemos a Karol G (32 años) entonando: “Me para hasta la mitad-ia-ia, sube el caminito, sigue ahí-ahí, dale, avanza un poco má-ia-ia, pero si te pierdes, yo te voy a esperar… en el punto G”; a Bellakath (veinticuatro) diciendo: “De noche, de día, ¡arriba la putería! De noche, de día, ¡arriba la putería!”, o a Rosalía (treinta) cantando: “Enamorá’ de tu pistola, roooja amapola, crash, esa ola, casi me controla”. Rosalía, de hecho, es tema aparte, desde una formación artística mayor, lejos del barrio, del que solo ha tomado la estética, lleva el flamenco a lugares inéditos de inventiva.
Pero la que ha llegado más lejos es Tokischa, nacida en 1996, proveniente de una comunidad pobre de Santo Domingo. Aunque estudió Artes y Dramaturgia, se vio en la necesidad de ejercer el trabajo sexual a los dieciocho años, hasta que, descubierta por el productor Raymi Paulus, inició su carrera a los veinte, rapeando y haciendo videos con aquel, debutando con “Pícala” (2018), un rap-dub-bass que se viralizó. Sus canciones, además de rapear sobre tráfico y consumo de drogas, entre otras experiencias de la calle, hablan de forma explícita sobre sexualidad, con mucha carga lúdica: “Déjamelo lleno ‘e leche, y no hagamo’ mucha bulla, que mi hermano no sospeche, que tengo un delincuente en mi cama, que me rompe el culo en cuatro despué’ que me lo mama”.
En México recién despuntó Katherine Huerta, Bellakath, quien con su éxito “Gatita” (2022) tuvo altos alcances en YouTube (123 millones de vistas al cierre de esta nota); en tal video, con pelo negro, entre callejones descarapelados y pandillas maloras, es la reina de la calle mientras le hacen comparsa sus segundonas rubias. Con un look de buchona (mujer involucrada con narcos), cuyo apelativo hace referencia al bellaqueo, lo bellaco (voz caribeña para “ruin” o “astuto”), lo mismo rapea que reguetonea. Lo más interesante de sus fusiones y letras son sus referencias chilangas en un género en su mayoría hecho por varones norteños. Nombra situaciones fiesteras de las zonas bravas y los sitios rudos del transporte público; describe divertida el reventón y la cachondería que rodean al maleanteo, haciendo alarde de su “control de la zona”.
A veces Bellakath aparece con uniforme de secundaria y baila por calles de colonias populares. Es abogada de carrera, busca especializarse en Criminalística, y en algunos videos aparece con armas de fuego, policías, esposas. A ritmo de tribal, presume libertad sexual y una especie de orgullo delincuencial, aunque todo sea solo un personaje.
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Rodrigo se frota las encías con los dedos, a media pista, mientras comparte la bolsita de cocaína con sus compas. Son los más producidos de la fiesta, arrancados de un video: cadenas largas, camisetas sin mangas, numerosos tatuajes, boxers de fuera, pantalón a la cadera, tenis impecables. Sus novias son las más atractivas de la noche.
—Yo tengo mi negocio de tenis… Cuando quieras te los dejo como nuevos. Venimos de Tepito… ¡pero somos buenas personas! —me dice.
Segunda aclaración no necesaria. La novia agrega:
—Vengo de una colonia medio fea. Se llama La Piedad, allá por el Chiquihuite.
Cuando se pone todo más caliente, Rodrigo y su chica empiezan a perrear. Los demás bailan solos viendo de frente a los DJ que saltan tras una consola improvisada sobre una mesa de plástico. No hay botes de basura, pero sí muchas latas de cerveza por todo el piso encharcado, sucio. Esta noche de marzo la fiesta ocurre en la colonia Doctores, auspiciada por el colectivo Fraternidad del Perreo. El público coincide con algunos de los que vi en el Hellow Vibes, pero no así con los fresas del Axe Ceremonia. La concurrencia proviene de Iztapalapa, Neza, Ecatepec, Tlatelolco, la San Felipe. La vibra es densa, siento algo de miedo, pero no me agüito.
Se trata de un predio que parece haber sido un restaurante, ahora sin mobiliario, con candiles desvencijados y bocinas igual de improvisadas. Las luces intermitentes rojas y verdes dan una sensación de clandestinidad oscura y sucia. Sin embargo, me digo, no parece ser turbio; la pari fue anunciada en Instagram y cobran la entrada a doscientos pesos. Atizan la pista, con montón de reguetón y demás urbano, los pinchadores Pepo Mix y Malandra. Está permitido meter tu propio alcohol en lata, nada de vidrio. No dejan pasar bolsos ni chamarras, solo celular y cartera en mano. Media hora tuvo que pasar para que me dejaran entrar. Una señora me dice: “¿Reportera?, ¿de dónde? No te creemos. ¿Quién te mandó?… OK, vas a pasar, pero no puedes grabar ni tomar fotos o te sacamos”. Más adelante, la señora, con actitud diferente, me lleva una enorme bebida con hielos: “Cortesía de la casa”. Por supuesto que no me la tomé.
Al fondo veo un cuartito de puerta corrediza que pudo haber sido cabina de DJ. Me hice la graciosa cuando vi que cinco se metían en tan pequeño espacio: “¿Y ora? ¿Pues qué regalan?”. Un tipo me mira serio: “¿Vas a pasar o no? ¡No estamos jugando!”. Ante mi pasmo, me cierran la puerta en la cara.
Conforme avanzaba el calor primaveral, los torsos masculinos empezaron a dejarse ver: pieles tatuadas, temperatura alta y baile con brazos en alto dominaron la perreada. El ambiente de la fiesta no se parece a algo que hubiera experimentado en más de veinte años de reventones; hay una verdadera sensación de novedad y frescura en todo ello. A pesar del sonsonete rítmico, me divierto genuinamente, contagiada por la alegría neta, no impostada, que emana la morriza temeraria ahí reunida.
Miguel, chique diverse, se me pega:
—Oye, ¡hay que ser amigas! ¿De dónde vienes…? Ay, fíjate que me asaltaron. Me prometieron el amor, pero ahí voy toda tonta. Me volaron mi iPhone y todo mi dinero. Por andar de loca eso me pasa… Oye, ¿nos pagamos entre las dos un trago?
Miguel pronto se me pierde, pero aparece Juan, de Coyoacán, un fresa que presume ser de Morena: “Me preparo para ser diputado”, dice, y me quiere ligar a fuerza, anda buscando pelea, pero no me dejo.
A las tres de la mañana encienden las luces, silencio todo, y la magia termina. El ritmo machacón no deja de rebotar en mi cabeza: ciertamente se te incrusta cual troyano. Mis amigos me regañan por haber ido sola: te pudo pasar algo, ¿cómo pudiste? Caigo en la cuenta de que, aunque la industria lo haya absorbido, el urbano a nivel de calle sigue latiendo vigente, ligado al peligro, a la adrenalina y a la expresión genuina del barrio, empapado de realidad rasposa, llena de vida.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
El gozo de la generación Z, la cachondería latinoamericana, la estética de la calle. ¿Qué hay detrás de este movimiento sonoro, un combo de reguetón, hiphop, rap, merengue, bachata y demás ritmos antillanos que ha llevado a los ídolos de las nuevas generaciones a la cima mundo?
Me observa desde su rumboso escote, curiosa, enfiestada. De arriba abajo, Raquel me recorre mientras aguardamos en la fila de los baños, sin dejar de bailar. El ritmo nos posee, el volumen nos gobierna.
—¿De dónde vienes? —me grita al oído.
—Estoy explorando el movimiento urbano —le digo.
Los beats de bajos profundos y tamborileos caribeños retumban en el Salón Perreo. Veinteañeros y pubertos en su jugo nos rodean; curvas cubiertas por hot pants abotonados arriba de la cintura; bíceps marcados, los chicos se bastan con jeans y playeras, pero ellas lucen minifaldas tableadas a lo anime, pancitas al aire, delineadores de fantasía. Todo huele a sensualidad.
Aquella me sigue:
—Yo te puedo llevar a las mejores fiestas de perreo por el cerro del Chiquihuite, con el mero barrio. O a unas bien under en Tepito, solo que ahí no puedes tomar fotos ni grabar porque las organiza [el cártel de] La Unión, ¡pero son las que mejor se ponen!
A unos pasos de Raquel, al frente de una tarima, Abigail y sus compas de veintipocos años organizan una ronda dentro de la cual todos tienen que bailar. ¿Vienes de curioso? Ándale, porque te va a tocar. ¡Vas, vas, vas! Palmas, empujoncitos en la espalda. Nadie se salva. Un dembow pegajoso, sincopado, retumba desde las consolas, y aunque nadie sabe qué artista es, no importa; lo bailan mientras al centro todo pasa: Abigail igual perrea con su cuate David que con Pedro y otros desconocidos. El coqueteo es simbólico. No la tocan en lo absoluto. La naturalidad con la que bailan hace de todo ello una fiesta cándida, cuya vibra es más de camaradería.
Caritas fluorescentes rotan sobre una pantalla detrás de los DJ que esta noche fresca de febrero encabezan la pista del Hellow Vibes, festival independiente oriundo de Monterrey, esta vez en la Ciudad de México, con un elenco internacional unificado por el idioma —español de México, Puerto Rico, Argentina—, ecléctico en sonidos: lo mismo Cártel de Santa que Lunay, Mario Bautista y Bellakath. Muy pocos se presentan con instrumentos: casi todos traen pistas grabadas sobre las cuales rapean, acompañados a ratos por conjuntos coreográficos. La DJ Rosa Pistola domina las perillas. Otros muestran sus dotes de b-boys y ejecutan sus mejores pasos a ras de suelo. Es como si aquellos tiempos de raperos de fines de los ochenta, al margen de la industria mainstream, hubieran regresado por sus fueros para exaltar con orgullo la precariedad de la calle.
Más interesante todavía es que quienes ahora lo bailan no habían nacido entonces.
La música urbana es la más fuerte tendencia sonora actual de los nacidos entre 1994 y 2004; esto es, la llamada generación Z, cuya adolescencia estalló justo en el momento en que dicha corriente alcanzó su mayor expansión, tras unos veinticinco años de evolucionar y fusionar el hiphop, el rap, la electrónica, el trap y el R&B de los afroamericanos estadounidenses con variantes de ritmos afroantillanos como dembow, dancehall, merengue, bachata y reguetón, el más visible y exitoso de todos.
Más que un solo sonido, es un movimiento que proviene de circunstancias sociales desfavorecidas: actitud retadora, orgullosa, autosuficiente, descarada, acompañada de bailes sensuales y gozo del cuerpo, con look callejero, de modo que casi cualquier corriente rítmica para echar fiesta, con apariencia deportiva, chola, de “rapper malo”, puede tener cabida. Sin embargo, no basta el look: si algo los une todavía más, y tiene que ser auténtico para ser creíble, es la identificación entre sí como grupo social. Si bien el gusto por esta música ha alcanzado a las clases medias —que la oyen en sus espacios de confort a lo “barrio-curious”—, la que realmente se lanza al perreo en zonas consideradas de “riesgo” es la clase popular, la cual sigue siendo su base más sólida.
México, particularmente, ha aportado al movimiento sonidos exclusivos: primero el “cumbiatón” (cumbia con reguetón) de la zona conurbada de la Ciudad de México, y, de un lustro a la fecha, los “corridos tumbados” del norte del país: música regional (norteña, banda, sierreña) con hiphop y letras asociadas al narco o al romance juvenil. Tal corriente es una evolución del “movimiento alterado”, de Sinaloa, de hace una década. También se han sumado ritmos como el tribal de Monterrey. Este fenómeno, el de integrar géneros locales, se ha extendido a otros países de habla hispana. Por ejemplo, en España, el hit ha sido mezclar rap y trap con flamenco o cante jondo.
Esta actual oleada musical, que surgió a inicios de los noventa, primero entre obreros de Panamá y luego en los barrios bajos de San Juan, Puerto Rico, a principios de milenio, parecía una moda pasajera. Pero fue mutando en sonido y creciendo en audiencia, hasta alcanzar en 2023 niveles mainstream. Al comienzo fue una expresión ruda, rudimentaria, para el callejón y la fiesta clandestina, pero poco a poco escaló en la preferencia de las clases medias —para lo cual se tuvo que ir suavizando— hasta llegar en la década de 2020 a ser adoptada e incluso replicada por artistas de orígenes más acomodados.
Si hoy el urbano está en su punto más alto de reconocimiento es gracias a la masiva predilección de los integrantes de la Gen-Z, quienes lo han vuelto una manifestación propia tan aplastante que la industria fonográfica estadounidense, que lleva la batuta comercial, ha tenido que aceptarla y arroparla, encumbrando, por ejemplo, al boricua Bad Bunny (mejor álbum de música urbana en los premios Grammy 2023 por Un verano sin ti; el artista más escuchado de 2022 en Spotify: 18 500 millones de reproducciones), así como a la catalana Rosalía (mejor disco del año en los Latin Grammy 2022 por Motomami; productora del año por el mismo álbum en los premios Billboard Women in Music), aunque ya antes la colombiana Karol G había ganado cuatro preseas en los American Music Awards (2020 y 2021), quince premios en los Latin American Music Awards (2018–2022) y dos Latin Grammy (2018 y 2021).
El movimiento ha sido tan contundente que ha recibido admiración de las autoridades del pop: Madonna hizo en 2022 dos duetos con la dominicana Tokischa; Björk ha elogiado en entrevistas a Rosalía —“El apetito por la música en español estaba ahí, y vino Rosalía y lo activó”, dijo a El País—; Damon Albarn invitó a Bad Bunny a cantar en el disco Cracker island (2023) de Gorillaz. Sin duda, el alcance más importante de todo esto es que, por primera vez, desde que la música comercial se escucha a escala global bajo el dictado estadounidense, los exponentes máximos no cantan en inglés, sino en español.
El look de “latino marginal” se puso de moda, aunque de barrio ya no haya mucho en sus exponentes: se trata de la clásica pero inevitable movida del “sistema” para absorber lo que comenzó siendo contracultural, en vista de que vende bastante. Bien lo cantó Bad Bunny en los Grammy: “Ahora todos quieren ser latinos, pero les falta sazón”.
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Los más morros oyen y siguen esta música con devoción porque les suena a algo inédito que apareció a la par de ellos y no es heredada de otra generación. Sus predecesores la tachan de tener mala calidad porque sus parámetros para acercarse a la música eran otros. Ahora, lo que a les chiques les interesa es lo que les aporta e integra como generación: identidad, libertad, comunidad, pertenencia, lo cual tiene más peso como necesidad, ante la soledad e incertidumbre que les toca: hoy baila, goza tu cuerpo, desfógate, ama, libérate, “atrévete-te-te”…, ya después veremos.
Les es más un vehículo de representación cultural, social, geográfica, sexual. Un lenguaje y un pretexto propicios para generar amistades, conectarse con su tiempo, ligar, acercar pieles, a diferencia del rock y la electrónica, más contemplativos e individualistas, de actitud más esnob. De hecho, muchos de la Gen-Z ya no conectan con el rock: les parece una expresión caduca, que relacionan con sus padres, que no los representa. Lo han sustituido por ritmos latinoamericanos, repletos de asfalto y vivencias netas, no siempre dulces. Porque estos los hermanan con quien hable el mismo idioma, unificado hasta en el slang: el perreo, el bellaqueo, el maleanteo, el chakaleo (“chaka”: apelativo con que las clases medias de la Ciudad de México nombran despectivamente a personas del barrio, las cuales lo han adoptado con orgullo). Su predilección por estos ritmos radica también en la forma en que los consumen: más como gadgets o productos que todos tienen que como una experiencia de apreciación artística, goce intelectual o pretensión estética. El internet en sus vidas desde que nacieron ha hecho que busquen la inmediatez en todo: en la escucha, en la creación mediante plataformas o en la persecución de la fama difundiendo su música en la red.
Este movimiento ocurre, además, a la par del truene de viejos tabús. Su contenido visual y lírico retrata una era en la cual se da un despertar particular de las libertades sexuales, políticas y de expresión; coincide con la lucha feminista y la de los géneros no binarios. La música urbana es una forma más de resistencia contra modelos establecidos y el conservadurismo latinoamericano, lo que, a nivel individual, escandaliza a sus figuras de autoridad por su desfachatez verbal y lenguaje explícito y, a nivel cultural, desafía los dictados angloparlantes de la industria. Y estas expresiones crudas solo pudieron brotar en espacios colonizados donde las desigualdades determinan una idiosincrasia, un lenguaje y una visión característicos, usualmente despreciados por las élites dominantes.
El urbano, que podría llegar a verse genéricamente como “la victoria del rap sobre el rock” —entendiendo al rap como una pista o ritmo sintético de base, con voces “platicadas” encima, poco melódicas, llenas de rimas crudas e inventivas, lo cual aplica a casi todas las variantes de esta corriente—, creado para bailar y divertirse, retrata de forma realista entornos precarizados, sin hipocresías ni tapujos, con lo cual sus exponentes buscan visibilizar su forma de vida y así elevarse por encima del sueño aspiracional de bienestar que les prometen los gobiernos, los medios, la publicidad, los artistas de plástico.
Para incredulidad de sus predecesores, lo urbano sí tiene algo de espíritu punk y ruptura, pues con pocos elementos tumba la pretensión musical burguesa. Las clases medias lo tachan de vulgar y de plantear situaciones violentas, sucias, ilegales, indecentes. Sin embargo, no hace otra cosa que hablar con la verdad sobre las periferias latinoamericanas. La clave de su prevalencia está en que implica liberación y empoderamiento: la victoria de las clases populares, que son mayoría, por encima de la imposición cultural de lo hegemónico. La inmediatez y la precariedad del género son vistas como virtudes, porque les representan la toma de poder musical a manos de los menos favorecidos: esos a quienes les ha tocado ser los oprimidos y discriminados, los que hablan español y gozan de su música tradicional. Se trata del triunfo del barrio, que ahora ocupa espacios masivos, visibles, a los que antes no tuvo alcance.
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Un ejemplo del proceso fuera del ghetto fue el Festival Axe Ceremonia, realizado el pasado abril de 2023 en la Ciudad de México, un encuentro clasemediero de pop y electrónica que incluye a más artistas mujeres y LGBT+, en el que las mamparas del festival emulaban las bardas que suelen anunciar los conciertos populares y los stands de bebidas remedaban los puestos de chupes de colores de las tocadas urbanas de Tepito, colonia identificada con la criminalidad más pesada en la Ciudad de México. Datos curiosos de la apropiación cool de la calle. Ahí tuvo lugar la actuación de tres artistas que no tienen cabida en otros festivales comerciales: dos de corrido tumbado, Junior H y Eme MalaFe, ¡con banda sinaloense!, y El Malilla, reguetonero mexicano que está subiendo como la espuma. En sus videos y letras retrata anécdotas duras de su entorno, su cotidianidad, las calles en las que creció. Nacido en 1999, dijo al público al comenzar su show: “¡Qué transa, banda! Yo vengo de un lugar bien culero llamado Valle de Chalco, pero aquí estoy, orgulloso de estar con ustedes. ¡Arriba el barrio! Y ahora, una de amor, para que vean que los chakalitas también tenemos corazón”.
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—Venimos de Neza…, pero somos buenas personas —dicen Abigail y sus amigos mientras descansan y devoran hambrientos unos hot dogs.
—Lo que más nos gusta de estos bailes es el cotorreo, está muy chido; a mí me gusta el ska, pero con el perreo la fiesta se pone más divertida —dice Diego.
—¿Qué cualidades ven en esta música?
—Está hecha por gente que empieza desde abajo y sabe lo que le gusta a la banda. Me gusta cuando hablan de historias de vida, no sobre sexo…, aunque igual lo más importante es que tenga buen ritmo —dice Abigail.
—La música debe ser del barrio para el barrio, y el reguetón mexicano está empezando a despuntar, con artistas como la Bellakath [de la colonia Agrícola Oriental, todo un fenómeno en plataformas digitales por su desfachatez sexual] y El Malilla, que hablan de lo que pasa en las calles, son netos: siento que ellos al fin nos representan porque hablan como nosotros y sobre lo que nos pasa. Me gusta que hablen de sus vidas, de cómo les costó sobresalir. De coger y eso no me gusta porque son muy misóginos —dice Jesús.
Sorprende oír a un morrillo tan deconstruido.
Lo dejo seguir:
—Esta música es más abierta y ahora podemos expresarnos libremente, decir cosas más explícitas, pero no por ello hay que dejar de respetar a las morras. Me late que, en sus letras, las mujeres que hacen reguetón se desahogan y liberan de los pensamientos machistas que las obligan a ir tapadas. Si ellas se sienten a gusto con cómo se visten, si se sienten bonitas, adelante.
Vuelve Abigail:
—Respeto mucho a Bellakath, es muy libre, dice todo lo que quiere y no le importa lo que digan los demás. No dice nada fuera de lo que todos vivimos, pero no lo decimos. Solo expresa lo que es. La sexualidad no es igual que antes; ahora puedes tener algo con alguien una noche y nadie te juzga, antes casi te tenías que casar. Ahora puedes elegir a quien más te guste.
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El rap ya figuraba en la cultura pop estadounidense a finales de los ochenta. El reguetón, género rector de todo este movimiento, empezó como algo subterráneo en Puerto Rico, a inicios de la década siguiente, bajo la influencia del dancehall y el reggae en español de Panamá —que surgió entre inmigrantes jamaicanos que llegaron a trabajar en la construcción del Canal, quienes aceleraban sus discos de reggae para hacerlos más bailables—, con exponentes como El General, Nando Boom, Pocho Pan y La Atrevida, de ese país, así como Shabba Ranks, Chaka Demus & Pliers y Dirtsman de Jamaica.
Con dichas influencias, en Puerto Rico empezaron a samplear el reggae acelerado de Panamá para rapear sobre él; a esa mezcla se le llamó underground, con temáticas sobre droga, violencia, amor, sexo. El término “reguetón” fue posterior, al unir las palabras “reggae” con “maratón”, pues se hacían fiestas largas con esa música; fue enunciado por primera vez en 1994 en el mixtape Playero 36 por Daddy Yankee —entonces un adolescente, mucho antes de ser estrella mundial—, como parte de una serie que editaba DJ Playero, quien mezclaba cassettes para fiestas, con pistas y rappers invitados. El hiphopero boricua más famoso entonces, Vico C, imitó esa práctica en Xplosión (1993), y ello influyó en la expansión del reguetón. DJ Negro hizo algo similar con la serie The noise. El género se volvió popular en la isla y entre latinos en Estados Unidos. Para la primera década de los 2000 figuraron Tego Calderón, Ivy Queen, Don Omar, Lorna y Wisin & Yandel. Todo ello se mantenía dentro de la isla, hasta que en 2004 vino el estallido internacional con “Gasolina”, de Daddy Yankee, del disco Barrio fino, canción que marca el inicio del reguetón como fenómeno. A partir de 2005, la ola puertorriqueña creció: Calle 13, Arcángel, De la Ghetto, Zion & Lennox.
Ya en los 2010 figuraron Farruko, Ñengo Flow, Jadiel. En 2015, el trap (hiphop lento y melódico) se une a la música urbana con Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny. El contagio se expandió hasta Colombia, donde surgió un perfil más suave, más melódico, romántico, con J Balvin y Maluma. En 2017, productores mainstream empiezan a adoptar el ritmo: Major Lazer (Diplo), David Guetta, Black Eyed Peas. Y así llegamos a los artistas urbanos más sobresalientes de los 2020, ya de diferentes países de habla hispana. De Puerto Rico: Rauw Alejandro, Casper Mágico, Myke Towers; de Argentina: Paulo Londra; de España: C. Tangana. El empujón más fuerte vino de las mujeres: Karol G (Colombia), Anitta (Brasil), Natti Natasha y Tokischa (República Dominicana), Nicki Nicole y Nathy Peluso (Argentina), Tomasa del Real (Chile), Paloma Mami (Chile/Estados Unidos), Bellakath (México) y, la más famosa, Rosalía (España).
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Al fondo de la tarima del Salón Perreo figura una chica en cada acto, dirigiendo, bailando. Es Paulina García Núñez, de 38 años, mejor conocida como Esa Mi Pau, locutora, DJ, promotora, productora, curadora de ese salón del Hellow Vibes e identificada por escuchas del género urbano como pieza clave para que este se expandiera por las bocinas y oídos mexicanos, a través del programa de radio Viernes de perreo (Ibero 90.9 FM) y la serie de fiestas Perreo Millennial, entre 2012 y 2017. Apasionada del tema, ella tiene muy claro cómo llegó el movimiento urbano al área metropolitana de la capital:
“Desde que apareció El General con su famosa ‘Te ves buena’ (1991), en la Ciudad de México el reguetón fue visto con distancia desde las clases medias, pero se arraigó en las zonas conurbadas: Ecatepec, Aragón, Iztapalapa, donde esta música se mantuvo vigente al lado del rap, el hiphop y los sonideros [fiestas populares con selectores que ponen high energy, techno, cumbia y salsa]. Ahí, el cruce de sonidos borró los límites entre géneros y se armó una mezcla entre lo tropical y lo urbano: la cumbia rebajada, la salsa malandra, con temáticas sobre el barrio, empezaron a adoptar los sonidos urbanos como algo local, con una connotación de pertenencia social. Porque todas esas canciones representan la misma cotidianidad en las zonas pobres de América Latina, donde están listos para armar la fiesta con pocos recursos. Tienen letras muy criticadas por su misoginia y violencia, pero no es otra cosa que la vida real: así hablan, así viven”.
Sobre el impacto de esta ola en la capital mexicana, Esa Mi Pau da algunos datos: cerca de 2009 existía en Ciudad Azteca “un foro popular llamado Kaos Discotheque, de techno chakalón. Ahí el que empezó a organizar perreos y trajo a Ivy Queen, diva del reguetón boricua primigenio, fue un vato llamado DJ Krizis. Él ponía todo ese perreo rudo de la época de ‘Gasolina’. Otro foco importante de expansión, en 2010, fue el club Stratus, un bodegón gigante donde el colectivo Under Style armaba tardeadas; de ahí salió el famoso Pablito Mix, líder del cumbiatón, género creado por él”.
Pero todo esto seguía quedándose en la periferia. Mientras, en el norte, el rap y el hiphop tenían ya un arraigo fuerte, incluso comercial desde los noventa, el proceso de aceptación de este universo en la ciudad fue lento. Paulina, delgada, alta, de pelo rizado y ojos vivaces, explica: “Tardó porque aquí la población es muy clasista y aspiracional; el rock sigue siendo fuerte. Al urbano se le ve como música ‘naca’, aun si quien la juzga es de clase popular. La clase media en la Ciudad de México y otras urbes latinoamericanas aceptó esta música hasta que empezó a ser interpretada por figuras pop. Si bien desde ‘Gasolina’ el reguetón ya era un hit a nivel regional, seguía al margen de la industria, el gran público y los festivales”.
Cómo olvidar, le digo, cuando Calle 13, de extraordinarias letras, fue abucheado en el festival Vive Latino 2007 con una lluvia de botellas desechables.
El salto de lo marginal a lo global tuvo entonces que ver con la incursión de figuras pop entre 2014 y 2019. “Todo cambió con rolas como ‘6 AM’ (2014) de los colombianos J Balvin y Maluma con ‘Borró cassette’ (2015)”, dice.
Checo los videos y noto el cambio: personajes caucásicos y escenarios bonitos, lejos del barrio. Esa Mi Pau sigue: “El salto siguiente se dio con ‘Sorry’ de Justin Bieber (2015), que elevó el dembow y la estética urbana a una escala planetaria”. Observo que tuvo que ser en inglés para que ello pasara. Luego siguió el boricua Nicky Jam con Enrique Iglesias (“El perdón”, 2015). Y sigue: “Pero la canción con la que todo estalló fue el reguetón-pop ‘Despacito’ (2017), con Luis Fonsi y Daddy Yankee, muy distinto a los temas salvajes de Yankee quince años atrás”. Y sí. Fue un éxito mundial, por primera vez en español bajo este ritmo. A la fecha tiene ocho mil millones de vistas en YouTube. En adelante todo fue para arriba: Shakira con “Me enamoré” (2017) y, el siguiente escalón, “Tusa” de Karol G (2019), con 1 400 millones de clics.
Otra clave, señala Esa Mi Pau, “tuvo que ver con que las y los colombianos empezaron a hacer un reguetón más melódico y con temas más fresas que el de los pioneros puertorriqueños”. Bad Bunny, hijo de un camionero y una profesora, “solo cosechó lo sembrado: combinó la rudeza sonora del viejo reguetón con la suavidad vocal y lírica de los colombianos, además de manifestarse como un ‘aliado deconstruido’ que buscó alejarse de la misoginia de sus coterráneos”.
Sobre su alcance, concluye: “¿Cuándo imaginamos que esto iba a pasar? Es tan fuerte que artistas latinos que estaban cantando en inglés para ser aceptados, como Shakira, Selena Gómez, Kali Uchis, están volviendo a cantar en español”.
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El último fenómeno que ayudó a la expansión fue que más y más mujeres empezaron a figurar haciendo reguetón, rap, trap con una actitud distinta: lejos de buscar la aprobación masculina, le dieron la vuelta a un género que empezó siendo misógino casi por definición, para trastocarlo y convertirlo en empoderamiento.
“Vivimos una nueva revolución sexual y feminista. El reguetón y sus géneros afines son de por sí sexies y coquetos, llenos de dobles sentidos. Pero si antes Daddy Yankee cantaba: ‘A ella le gusta la gasolina’, y dictaba lo que nos tenía que gustar, ahora las mujeres empezaron a decir: ‘Tú no me vas a decir lo que me gusta, soy yo la que va a decirlo; yo les voy a contar cómo me gusta que me empinen’. Se volvió un micrófono a través del cual decir: ‘Estoy en control de mi sexualidad, no tengo que pedirle nada a ningún vato ni esperar a que me validen; si por tener libertad sexual me van a tachar de puta, adelante, soy reputa y me la paso mejor’”, dice Esa Mi Pau.
Así, tenemos a Karol G (32 años) entonando: “Me para hasta la mitad-ia-ia, sube el caminito, sigue ahí-ahí, dale, avanza un poco má-ia-ia, pero si te pierdes, yo te voy a esperar… en el punto G”; a Bellakath (veinticuatro) diciendo: “De noche, de día, ¡arriba la putería! De noche, de día, ¡arriba la putería!”, o a Rosalía (treinta) cantando: “Enamorá’ de tu pistola, roooja amapola, crash, esa ola, casi me controla”. Rosalía, de hecho, es tema aparte, desde una formación artística mayor, lejos del barrio, del que solo ha tomado la estética, lleva el flamenco a lugares inéditos de inventiva.
Pero la que ha llegado más lejos es Tokischa, nacida en 1996, proveniente de una comunidad pobre de Santo Domingo. Aunque estudió Artes y Dramaturgia, se vio en la necesidad de ejercer el trabajo sexual a los dieciocho años, hasta que, descubierta por el productor Raymi Paulus, inició su carrera a los veinte, rapeando y haciendo videos con aquel, debutando con “Pícala” (2018), un rap-dub-bass que se viralizó. Sus canciones, además de rapear sobre tráfico y consumo de drogas, entre otras experiencias de la calle, hablan de forma explícita sobre sexualidad, con mucha carga lúdica: “Déjamelo lleno ‘e leche, y no hagamo’ mucha bulla, que mi hermano no sospeche, que tengo un delincuente en mi cama, que me rompe el culo en cuatro despué’ que me lo mama”.
En México recién despuntó Katherine Huerta, Bellakath, quien con su éxito “Gatita” (2022) tuvo altos alcances en YouTube (123 millones de vistas al cierre de esta nota); en tal video, con pelo negro, entre callejones descarapelados y pandillas maloras, es la reina de la calle mientras le hacen comparsa sus segundonas rubias. Con un look de buchona (mujer involucrada con narcos), cuyo apelativo hace referencia al bellaqueo, lo bellaco (voz caribeña para “ruin” o “astuto”), lo mismo rapea que reguetonea. Lo más interesante de sus fusiones y letras son sus referencias chilangas en un género en su mayoría hecho por varones norteños. Nombra situaciones fiesteras de las zonas bravas y los sitios rudos del transporte público; describe divertida el reventón y la cachondería que rodean al maleanteo, haciendo alarde de su “control de la zona”.
A veces Bellakath aparece con uniforme de secundaria y baila por calles de colonias populares. Es abogada de carrera, busca especializarse en Criminalística, y en algunos videos aparece con armas de fuego, policías, esposas. A ritmo de tribal, presume libertad sexual y una especie de orgullo delincuencial, aunque todo sea solo un personaje.
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Rodrigo se frota las encías con los dedos, a media pista, mientras comparte la bolsita de cocaína con sus compas. Son los más producidos de la fiesta, arrancados de un video: cadenas largas, camisetas sin mangas, numerosos tatuajes, boxers de fuera, pantalón a la cadera, tenis impecables. Sus novias son las más atractivas de la noche.
—Yo tengo mi negocio de tenis… Cuando quieras te los dejo como nuevos. Venimos de Tepito… ¡pero somos buenas personas! —me dice.
Segunda aclaración no necesaria. La novia agrega:
—Vengo de una colonia medio fea. Se llama La Piedad, allá por el Chiquihuite.
Cuando se pone todo más caliente, Rodrigo y su chica empiezan a perrear. Los demás bailan solos viendo de frente a los DJ que saltan tras una consola improvisada sobre una mesa de plástico. No hay botes de basura, pero sí muchas latas de cerveza por todo el piso encharcado, sucio. Esta noche de marzo la fiesta ocurre en la colonia Doctores, auspiciada por el colectivo Fraternidad del Perreo. El público coincide con algunos de los que vi en el Hellow Vibes, pero no así con los fresas del Axe Ceremonia. La concurrencia proviene de Iztapalapa, Neza, Ecatepec, Tlatelolco, la San Felipe. La vibra es densa, siento algo de miedo, pero no me agüito.
Se trata de un predio que parece haber sido un restaurante, ahora sin mobiliario, con candiles desvencijados y bocinas igual de improvisadas. Las luces intermitentes rojas y verdes dan una sensación de clandestinidad oscura y sucia. Sin embargo, me digo, no parece ser turbio; la pari fue anunciada en Instagram y cobran la entrada a doscientos pesos. Atizan la pista, con montón de reguetón y demás urbano, los pinchadores Pepo Mix y Malandra. Está permitido meter tu propio alcohol en lata, nada de vidrio. No dejan pasar bolsos ni chamarras, solo celular y cartera en mano. Media hora tuvo que pasar para que me dejaran entrar. Una señora me dice: “¿Reportera?, ¿de dónde? No te creemos. ¿Quién te mandó?… OK, vas a pasar, pero no puedes grabar ni tomar fotos o te sacamos”. Más adelante, la señora, con actitud diferente, me lleva una enorme bebida con hielos: “Cortesía de la casa”. Por supuesto que no me la tomé.
Al fondo veo un cuartito de puerta corrediza que pudo haber sido cabina de DJ. Me hice la graciosa cuando vi que cinco se metían en tan pequeño espacio: “¿Y ora? ¿Pues qué regalan?”. Un tipo me mira serio: “¿Vas a pasar o no? ¡No estamos jugando!”. Ante mi pasmo, me cierran la puerta en la cara.
Conforme avanzaba el calor primaveral, los torsos masculinos empezaron a dejarse ver: pieles tatuadas, temperatura alta y baile con brazos en alto dominaron la perreada. El ambiente de la fiesta no se parece a algo que hubiera experimentado en más de veinte años de reventones; hay una verdadera sensación de novedad y frescura en todo ello. A pesar del sonsonete rítmico, me divierto genuinamente, contagiada por la alegría neta, no impostada, que emana la morriza temeraria ahí reunida.
Miguel, chique diverse, se me pega:
—Oye, ¡hay que ser amigas! ¿De dónde vienes…? Ay, fíjate que me asaltaron. Me prometieron el amor, pero ahí voy toda tonta. Me volaron mi iPhone y todo mi dinero. Por andar de loca eso me pasa… Oye, ¿nos pagamos entre las dos un trago?
Miguel pronto se me pierde, pero aparece Juan, de Coyoacán, un fresa que presume ser de Morena: “Me preparo para ser diputado”, dice, y me quiere ligar a fuerza, anda buscando pelea, pero no me dejo.
A las tres de la mañana encienden las luces, silencio todo, y la magia termina. El ritmo machacón no deja de rebotar en mi cabeza: ciertamente se te incrusta cual troyano. Mis amigos me regañan por haber ido sola: te pudo pasar algo, ¿cómo pudiste? Caigo en la cuenta de que, aunque la industria lo haya absorbido, el urbano a nivel de calle sigue latiendo vigente, ligado al peligro, a la adrenalina y a la expresión genuina del barrio, empapado de realidad rasposa, llena de vida.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
El boom sonoro de la música urbana en América Latina. Ilustraciones de Alejandro Magallanes.
El gozo de la generación Z, la cachondería latinoamericana, la estética de la calle. ¿Qué hay detrás de este movimiento sonoro, un combo de reguetón, hiphop, rap, merengue, bachata y demás ritmos antillanos que ha llevado a los ídolos de las nuevas generaciones a la cima mundo?
Me observa desde su rumboso escote, curiosa, enfiestada. De arriba abajo, Raquel me recorre mientras aguardamos en la fila de los baños, sin dejar de bailar. El ritmo nos posee, el volumen nos gobierna.
—¿De dónde vienes? —me grita al oído.
—Estoy explorando el movimiento urbano —le digo.
Los beats de bajos profundos y tamborileos caribeños retumban en el Salón Perreo. Veinteañeros y pubertos en su jugo nos rodean; curvas cubiertas por hot pants abotonados arriba de la cintura; bíceps marcados, los chicos se bastan con jeans y playeras, pero ellas lucen minifaldas tableadas a lo anime, pancitas al aire, delineadores de fantasía. Todo huele a sensualidad.
Aquella me sigue:
—Yo te puedo llevar a las mejores fiestas de perreo por el cerro del Chiquihuite, con el mero barrio. O a unas bien under en Tepito, solo que ahí no puedes tomar fotos ni grabar porque las organiza [el cártel de] La Unión, ¡pero son las que mejor se ponen!
A unos pasos de Raquel, al frente de una tarima, Abigail y sus compas de veintipocos años organizan una ronda dentro de la cual todos tienen que bailar. ¿Vienes de curioso? Ándale, porque te va a tocar. ¡Vas, vas, vas! Palmas, empujoncitos en la espalda. Nadie se salva. Un dembow pegajoso, sincopado, retumba desde las consolas, y aunque nadie sabe qué artista es, no importa; lo bailan mientras al centro todo pasa: Abigail igual perrea con su cuate David que con Pedro y otros desconocidos. El coqueteo es simbólico. No la tocan en lo absoluto. La naturalidad con la que bailan hace de todo ello una fiesta cándida, cuya vibra es más de camaradería.
Caritas fluorescentes rotan sobre una pantalla detrás de los DJ que esta noche fresca de febrero encabezan la pista del Hellow Vibes, festival independiente oriundo de Monterrey, esta vez en la Ciudad de México, con un elenco internacional unificado por el idioma —español de México, Puerto Rico, Argentina—, ecléctico en sonidos: lo mismo Cártel de Santa que Lunay, Mario Bautista y Bellakath. Muy pocos se presentan con instrumentos: casi todos traen pistas grabadas sobre las cuales rapean, acompañados a ratos por conjuntos coreográficos. La DJ Rosa Pistola domina las perillas. Otros muestran sus dotes de b-boys y ejecutan sus mejores pasos a ras de suelo. Es como si aquellos tiempos de raperos de fines de los ochenta, al margen de la industria mainstream, hubieran regresado por sus fueros para exaltar con orgullo la precariedad de la calle.
Más interesante todavía es que quienes ahora lo bailan no habían nacido entonces.
La música urbana es la más fuerte tendencia sonora actual de los nacidos entre 1994 y 2004; esto es, la llamada generación Z, cuya adolescencia estalló justo en el momento en que dicha corriente alcanzó su mayor expansión, tras unos veinticinco años de evolucionar y fusionar el hiphop, el rap, la electrónica, el trap y el R&B de los afroamericanos estadounidenses con variantes de ritmos afroantillanos como dembow, dancehall, merengue, bachata y reguetón, el más visible y exitoso de todos.
Más que un solo sonido, es un movimiento que proviene de circunstancias sociales desfavorecidas: actitud retadora, orgullosa, autosuficiente, descarada, acompañada de bailes sensuales y gozo del cuerpo, con look callejero, de modo que casi cualquier corriente rítmica para echar fiesta, con apariencia deportiva, chola, de “rapper malo”, puede tener cabida. Sin embargo, no basta el look: si algo los une todavía más, y tiene que ser auténtico para ser creíble, es la identificación entre sí como grupo social. Si bien el gusto por esta música ha alcanzado a las clases medias —que la oyen en sus espacios de confort a lo “barrio-curious”—, la que realmente se lanza al perreo en zonas consideradas de “riesgo” es la clase popular, la cual sigue siendo su base más sólida.
México, particularmente, ha aportado al movimiento sonidos exclusivos: primero el “cumbiatón” (cumbia con reguetón) de la zona conurbada de la Ciudad de México, y, de un lustro a la fecha, los “corridos tumbados” del norte del país: música regional (norteña, banda, sierreña) con hiphop y letras asociadas al narco o al romance juvenil. Tal corriente es una evolución del “movimiento alterado”, de Sinaloa, de hace una década. También se han sumado ritmos como el tribal de Monterrey. Este fenómeno, el de integrar géneros locales, se ha extendido a otros países de habla hispana. Por ejemplo, en España, el hit ha sido mezclar rap y trap con flamenco o cante jondo.
Esta actual oleada musical, que surgió a inicios de los noventa, primero entre obreros de Panamá y luego en los barrios bajos de San Juan, Puerto Rico, a principios de milenio, parecía una moda pasajera. Pero fue mutando en sonido y creciendo en audiencia, hasta alcanzar en 2023 niveles mainstream. Al comienzo fue una expresión ruda, rudimentaria, para el callejón y la fiesta clandestina, pero poco a poco escaló en la preferencia de las clases medias —para lo cual se tuvo que ir suavizando— hasta llegar en la década de 2020 a ser adoptada e incluso replicada por artistas de orígenes más acomodados.
Si hoy el urbano está en su punto más alto de reconocimiento es gracias a la masiva predilección de los integrantes de la Gen-Z, quienes lo han vuelto una manifestación propia tan aplastante que la industria fonográfica estadounidense, que lleva la batuta comercial, ha tenido que aceptarla y arroparla, encumbrando, por ejemplo, al boricua Bad Bunny (mejor álbum de música urbana en los premios Grammy 2023 por Un verano sin ti; el artista más escuchado de 2022 en Spotify: 18 500 millones de reproducciones), así como a la catalana Rosalía (mejor disco del año en los Latin Grammy 2022 por Motomami; productora del año por el mismo álbum en los premios Billboard Women in Music), aunque ya antes la colombiana Karol G había ganado cuatro preseas en los American Music Awards (2020 y 2021), quince premios en los Latin American Music Awards (2018–2022) y dos Latin Grammy (2018 y 2021).
El movimiento ha sido tan contundente que ha recibido admiración de las autoridades del pop: Madonna hizo en 2022 dos duetos con la dominicana Tokischa; Björk ha elogiado en entrevistas a Rosalía —“El apetito por la música en español estaba ahí, y vino Rosalía y lo activó”, dijo a El País—; Damon Albarn invitó a Bad Bunny a cantar en el disco Cracker island (2023) de Gorillaz. Sin duda, el alcance más importante de todo esto es que, por primera vez, desde que la música comercial se escucha a escala global bajo el dictado estadounidense, los exponentes máximos no cantan en inglés, sino en español.
El look de “latino marginal” se puso de moda, aunque de barrio ya no haya mucho en sus exponentes: se trata de la clásica pero inevitable movida del “sistema” para absorber lo que comenzó siendo contracultural, en vista de que vende bastante. Bien lo cantó Bad Bunny en los Grammy: “Ahora todos quieren ser latinos, pero les falta sazón”.
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Los más morros oyen y siguen esta música con devoción porque les suena a algo inédito que apareció a la par de ellos y no es heredada de otra generación. Sus predecesores la tachan de tener mala calidad porque sus parámetros para acercarse a la música eran otros. Ahora, lo que a les chiques les interesa es lo que les aporta e integra como generación: identidad, libertad, comunidad, pertenencia, lo cual tiene más peso como necesidad, ante la soledad e incertidumbre que les toca: hoy baila, goza tu cuerpo, desfógate, ama, libérate, “atrévete-te-te”…, ya después veremos.
Les es más un vehículo de representación cultural, social, geográfica, sexual. Un lenguaje y un pretexto propicios para generar amistades, conectarse con su tiempo, ligar, acercar pieles, a diferencia del rock y la electrónica, más contemplativos e individualistas, de actitud más esnob. De hecho, muchos de la Gen-Z ya no conectan con el rock: les parece una expresión caduca, que relacionan con sus padres, que no los representa. Lo han sustituido por ritmos latinoamericanos, repletos de asfalto y vivencias netas, no siempre dulces. Porque estos los hermanan con quien hable el mismo idioma, unificado hasta en el slang: el perreo, el bellaqueo, el maleanteo, el chakaleo (“chaka”: apelativo con que las clases medias de la Ciudad de México nombran despectivamente a personas del barrio, las cuales lo han adoptado con orgullo). Su predilección por estos ritmos radica también en la forma en que los consumen: más como gadgets o productos que todos tienen que como una experiencia de apreciación artística, goce intelectual o pretensión estética. El internet en sus vidas desde que nacieron ha hecho que busquen la inmediatez en todo: en la escucha, en la creación mediante plataformas o en la persecución de la fama difundiendo su música en la red.
Este movimiento ocurre, además, a la par del truene de viejos tabús. Su contenido visual y lírico retrata una era en la cual se da un despertar particular de las libertades sexuales, políticas y de expresión; coincide con la lucha feminista y la de los géneros no binarios. La música urbana es una forma más de resistencia contra modelos establecidos y el conservadurismo latinoamericano, lo que, a nivel individual, escandaliza a sus figuras de autoridad por su desfachatez verbal y lenguaje explícito y, a nivel cultural, desafía los dictados angloparlantes de la industria. Y estas expresiones crudas solo pudieron brotar en espacios colonizados donde las desigualdades determinan una idiosincrasia, un lenguaje y una visión característicos, usualmente despreciados por las élites dominantes.
El urbano, que podría llegar a verse genéricamente como “la victoria del rap sobre el rock” —entendiendo al rap como una pista o ritmo sintético de base, con voces “platicadas” encima, poco melódicas, llenas de rimas crudas e inventivas, lo cual aplica a casi todas las variantes de esta corriente—, creado para bailar y divertirse, retrata de forma realista entornos precarizados, sin hipocresías ni tapujos, con lo cual sus exponentes buscan visibilizar su forma de vida y así elevarse por encima del sueño aspiracional de bienestar que les prometen los gobiernos, los medios, la publicidad, los artistas de plástico.
Para incredulidad de sus predecesores, lo urbano sí tiene algo de espíritu punk y ruptura, pues con pocos elementos tumba la pretensión musical burguesa. Las clases medias lo tachan de vulgar y de plantear situaciones violentas, sucias, ilegales, indecentes. Sin embargo, no hace otra cosa que hablar con la verdad sobre las periferias latinoamericanas. La clave de su prevalencia está en que implica liberación y empoderamiento: la victoria de las clases populares, que son mayoría, por encima de la imposición cultural de lo hegemónico. La inmediatez y la precariedad del género son vistas como virtudes, porque les representan la toma de poder musical a manos de los menos favorecidos: esos a quienes les ha tocado ser los oprimidos y discriminados, los que hablan español y gozan de su música tradicional. Se trata del triunfo del barrio, que ahora ocupa espacios masivos, visibles, a los que antes no tuvo alcance.
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Un ejemplo del proceso fuera del ghetto fue el Festival Axe Ceremonia, realizado el pasado abril de 2023 en la Ciudad de México, un encuentro clasemediero de pop y electrónica que incluye a más artistas mujeres y LGBT+, en el que las mamparas del festival emulaban las bardas que suelen anunciar los conciertos populares y los stands de bebidas remedaban los puestos de chupes de colores de las tocadas urbanas de Tepito, colonia identificada con la criminalidad más pesada en la Ciudad de México. Datos curiosos de la apropiación cool de la calle. Ahí tuvo lugar la actuación de tres artistas que no tienen cabida en otros festivales comerciales: dos de corrido tumbado, Junior H y Eme MalaFe, ¡con banda sinaloense!, y El Malilla, reguetonero mexicano que está subiendo como la espuma. En sus videos y letras retrata anécdotas duras de su entorno, su cotidianidad, las calles en las que creció. Nacido en 1999, dijo al público al comenzar su show: “¡Qué transa, banda! Yo vengo de un lugar bien culero llamado Valle de Chalco, pero aquí estoy, orgulloso de estar con ustedes. ¡Arriba el barrio! Y ahora, una de amor, para que vean que los chakalitas también tenemos corazón”.
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—Venimos de Neza…, pero somos buenas personas —dicen Abigail y sus amigos mientras descansan y devoran hambrientos unos hot dogs.
—Lo que más nos gusta de estos bailes es el cotorreo, está muy chido; a mí me gusta el ska, pero con el perreo la fiesta se pone más divertida —dice Diego.
—¿Qué cualidades ven en esta música?
—Está hecha por gente que empieza desde abajo y sabe lo que le gusta a la banda. Me gusta cuando hablan de historias de vida, no sobre sexo…, aunque igual lo más importante es que tenga buen ritmo —dice Abigail.
—La música debe ser del barrio para el barrio, y el reguetón mexicano está empezando a despuntar, con artistas como la Bellakath [de la colonia Agrícola Oriental, todo un fenómeno en plataformas digitales por su desfachatez sexual] y El Malilla, que hablan de lo que pasa en las calles, son netos: siento que ellos al fin nos representan porque hablan como nosotros y sobre lo que nos pasa. Me gusta que hablen de sus vidas, de cómo les costó sobresalir. De coger y eso no me gusta porque son muy misóginos —dice Jesús.
Sorprende oír a un morrillo tan deconstruido.
Lo dejo seguir:
—Esta música es más abierta y ahora podemos expresarnos libremente, decir cosas más explícitas, pero no por ello hay que dejar de respetar a las morras. Me late que, en sus letras, las mujeres que hacen reguetón se desahogan y liberan de los pensamientos machistas que las obligan a ir tapadas. Si ellas se sienten a gusto con cómo se visten, si se sienten bonitas, adelante.
Vuelve Abigail:
—Respeto mucho a Bellakath, es muy libre, dice todo lo que quiere y no le importa lo que digan los demás. No dice nada fuera de lo que todos vivimos, pero no lo decimos. Solo expresa lo que es. La sexualidad no es igual que antes; ahora puedes tener algo con alguien una noche y nadie te juzga, antes casi te tenías que casar. Ahora puedes elegir a quien más te guste.
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El rap ya figuraba en la cultura pop estadounidense a finales de los ochenta. El reguetón, género rector de todo este movimiento, empezó como algo subterráneo en Puerto Rico, a inicios de la década siguiente, bajo la influencia del dancehall y el reggae en español de Panamá —que surgió entre inmigrantes jamaicanos que llegaron a trabajar en la construcción del Canal, quienes aceleraban sus discos de reggae para hacerlos más bailables—, con exponentes como El General, Nando Boom, Pocho Pan y La Atrevida, de ese país, así como Shabba Ranks, Chaka Demus & Pliers y Dirtsman de Jamaica.
Con dichas influencias, en Puerto Rico empezaron a samplear el reggae acelerado de Panamá para rapear sobre él; a esa mezcla se le llamó underground, con temáticas sobre droga, violencia, amor, sexo. El término “reguetón” fue posterior, al unir las palabras “reggae” con “maratón”, pues se hacían fiestas largas con esa música; fue enunciado por primera vez en 1994 en el mixtape Playero 36 por Daddy Yankee —entonces un adolescente, mucho antes de ser estrella mundial—, como parte de una serie que editaba DJ Playero, quien mezclaba cassettes para fiestas, con pistas y rappers invitados. El hiphopero boricua más famoso entonces, Vico C, imitó esa práctica en Xplosión (1993), y ello influyó en la expansión del reguetón. DJ Negro hizo algo similar con la serie The noise. El género se volvió popular en la isla y entre latinos en Estados Unidos. Para la primera década de los 2000 figuraron Tego Calderón, Ivy Queen, Don Omar, Lorna y Wisin & Yandel. Todo ello se mantenía dentro de la isla, hasta que en 2004 vino el estallido internacional con “Gasolina”, de Daddy Yankee, del disco Barrio fino, canción que marca el inicio del reguetón como fenómeno. A partir de 2005, la ola puertorriqueña creció: Calle 13, Arcángel, De la Ghetto, Zion & Lennox.
Ya en los 2010 figuraron Farruko, Ñengo Flow, Jadiel. En 2015, el trap (hiphop lento y melódico) se une a la música urbana con Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny. El contagio se expandió hasta Colombia, donde surgió un perfil más suave, más melódico, romántico, con J Balvin y Maluma. En 2017, productores mainstream empiezan a adoptar el ritmo: Major Lazer (Diplo), David Guetta, Black Eyed Peas. Y así llegamos a los artistas urbanos más sobresalientes de los 2020, ya de diferentes países de habla hispana. De Puerto Rico: Rauw Alejandro, Casper Mágico, Myke Towers; de Argentina: Paulo Londra; de España: C. Tangana. El empujón más fuerte vino de las mujeres: Karol G (Colombia), Anitta (Brasil), Natti Natasha y Tokischa (República Dominicana), Nicki Nicole y Nathy Peluso (Argentina), Tomasa del Real (Chile), Paloma Mami (Chile/Estados Unidos), Bellakath (México) y, la más famosa, Rosalía (España).
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Al fondo de la tarima del Salón Perreo figura una chica en cada acto, dirigiendo, bailando. Es Paulina García Núñez, de 38 años, mejor conocida como Esa Mi Pau, locutora, DJ, promotora, productora, curadora de ese salón del Hellow Vibes e identificada por escuchas del género urbano como pieza clave para que este se expandiera por las bocinas y oídos mexicanos, a través del programa de radio Viernes de perreo (Ibero 90.9 FM) y la serie de fiestas Perreo Millennial, entre 2012 y 2017. Apasionada del tema, ella tiene muy claro cómo llegó el movimiento urbano al área metropolitana de la capital:
“Desde que apareció El General con su famosa ‘Te ves buena’ (1991), en la Ciudad de México el reguetón fue visto con distancia desde las clases medias, pero se arraigó en las zonas conurbadas: Ecatepec, Aragón, Iztapalapa, donde esta música se mantuvo vigente al lado del rap, el hiphop y los sonideros [fiestas populares con selectores que ponen high energy, techno, cumbia y salsa]. Ahí, el cruce de sonidos borró los límites entre géneros y se armó una mezcla entre lo tropical y lo urbano: la cumbia rebajada, la salsa malandra, con temáticas sobre el barrio, empezaron a adoptar los sonidos urbanos como algo local, con una connotación de pertenencia social. Porque todas esas canciones representan la misma cotidianidad en las zonas pobres de América Latina, donde están listos para armar la fiesta con pocos recursos. Tienen letras muy criticadas por su misoginia y violencia, pero no es otra cosa que la vida real: así hablan, así viven”.
Sobre el impacto de esta ola en la capital mexicana, Esa Mi Pau da algunos datos: cerca de 2009 existía en Ciudad Azteca “un foro popular llamado Kaos Discotheque, de techno chakalón. Ahí el que empezó a organizar perreos y trajo a Ivy Queen, diva del reguetón boricua primigenio, fue un vato llamado DJ Krizis. Él ponía todo ese perreo rudo de la época de ‘Gasolina’. Otro foco importante de expansión, en 2010, fue el club Stratus, un bodegón gigante donde el colectivo Under Style armaba tardeadas; de ahí salió el famoso Pablito Mix, líder del cumbiatón, género creado por él”.
Pero todo esto seguía quedándose en la periferia. Mientras, en el norte, el rap y el hiphop tenían ya un arraigo fuerte, incluso comercial desde los noventa, el proceso de aceptación de este universo en la ciudad fue lento. Paulina, delgada, alta, de pelo rizado y ojos vivaces, explica: “Tardó porque aquí la población es muy clasista y aspiracional; el rock sigue siendo fuerte. Al urbano se le ve como música ‘naca’, aun si quien la juzga es de clase popular. La clase media en la Ciudad de México y otras urbes latinoamericanas aceptó esta música hasta que empezó a ser interpretada por figuras pop. Si bien desde ‘Gasolina’ el reguetón ya era un hit a nivel regional, seguía al margen de la industria, el gran público y los festivales”.
Cómo olvidar, le digo, cuando Calle 13, de extraordinarias letras, fue abucheado en el festival Vive Latino 2007 con una lluvia de botellas desechables.
El salto de lo marginal a lo global tuvo entonces que ver con la incursión de figuras pop entre 2014 y 2019. “Todo cambió con rolas como ‘6 AM’ (2014) de los colombianos J Balvin y Maluma con ‘Borró cassette’ (2015)”, dice.
Checo los videos y noto el cambio: personajes caucásicos y escenarios bonitos, lejos del barrio. Esa Mi Pau sigue: “El salto siguiente se dio con ‘Sorry’ de Justin Bieber (2015), que elevó el dembow y la estética urbana a una escala planetaria”. Observo que tuvo que ser en inglés para que ello pasara. Luego siguió el boricua Nicky Jam con Enrique Iglesias (“El perdón”, 2015). Y sigue: “Pero la canción con la que todo estalló fue el reguetón-pop ‘Despacito’ (2017), con Luis Fonsi y Daddy Yankee, muy distinto a los temas salvajes de Yankee quince años atrás”. Y sí. Fue un éxito mundial, por primera vez en español bajo este ritmo. A la fecha tiene ocho mil millones de vistas en YouTube. En adelante todo fue para arriba: Shakira con “Me enamoré” (2017) y, el siguiente escalón, “Tusa” de Karol G (2019), con 1 400 millones de clics.
Otra clave, señala Esa Mi Pau, “tuvo que ver con que las y los colombianos empezaron a hacer un reguetón más melódico y con temas más fresas que el de los pioneros puertorriqueños”. Bad Bunny, hijo de un camionero y una profesora, “solo cosechó lo sembrado: combinó la rudeza sonora del viejo reguetón con la suavidad vocal y lírica de los colombianos, además de manifestarse como un ‘aliado deconstruido’ que buscó alejarse de la misoginia de sus coterráneos”.
Sobre su alcance, concluye: “¿Cuándo imaginamos que esto iba a pasar? Es tan fuerte que artistas latinos que estaban cantando en inglés para ser aceptados, como Shakira, Selena Gómez, Kali Uchis, están volviendo a cantar en español”.
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El último fenómeno que ayudó a la expansión fue que más y más mujeres empezaron a figurar haciendo reguetón, rap, trap con una actitud distinta: lejos de buscar la aprobación masculina, le dieron la vuelta a un género que empezó siendo misógino casi por definición, para trastocarlo y convertirlo en empoderamiento.
“Vivimos una nueva revolución sexual y feminista. El reguetón y sus géneros afines son de por sí sexies y coquetos, llenos de dobles sentidos. Pero si antes Daddy Yankee cantaba: ‘A ella le gusta la gasolina’, y dictaba lo que nos tenía que gustar, ahora las mujeres empezaron a decir: ‘Tú no me vas a decir lo que me gusta, soy yo la que va a decirlo; yo les voy a contar cómo me gusta que me empinen’. Se volvió un micrófono a través del cual decir: ‘Estoy en control de mi sexualidad, no tengo que pedirle nada a ningún vato ni esperar a que me validen; si por tener libertad sexual me van a tachar de puta, adelante, soy reputa y me la paso mejor’”, dice Esa Mi Pau.
Así, tenemos a Karol G (32 años) entonando: “Me para hasta la mitad-ia-ia, sube el caminito, sigue ahí-ahí, dale, avanza un poco má-ia-ia, pero si te pierdes, yo te voy a esperar… en el punto G”; a Bellakath (veinticuatro) diciendo: “De noche, de día, ¡arriba la putería! De noche, de día, ¡arriba la putería!”, o a Rosalía (treinta) cantando: “Enamorá’ de tu pistola, roooja amapola, crash, esa ola, casi me controla”. Rosalía, de hecho, es tema aparte, desde una formación artística mayor, lejos del barrio, del que solo ha tomado la estética, lleva el flamenco a lugares inéditos de inventiva.
Pero la que ha llegado más lejos es Tokischa, nacida en 1996, proveniente de una comunidad pobre de Santo Domingo. Aunque estudió Artes y Dramaturgia, se vio en la necesidad de ejercer el trabajo sexual a los dieciocho años, hasta que, descubierta por el productor Raymi Paulus, inició su carrera a los veinte, rapeando y haciendo videos con aquel, debutando con “Pícala” (2018), un rap-dub-bass que se viralizó. Sus canciones, además de rapear sobre tráfico y consumo de drogas, entre otras experiencias de la calle, hablan de forma explícita sobre sexualidad, con mucha carga lúdica: “Déjamelo lleno ‘e leche, y no hagamo’ mucha bulla, que mi hermano no sospeche, que tengo un delincuente en mi cama, que me rompe el culo en cuatro despué’ que me lo mama”.
En México recién despuntó Katherine Huerta, Bellakath, quien con su éxito “Gatita” (2022) tuvo altos alcances en YouTube (123 millones de vistas al cierre de esta nota); en tal video, con pelo negro, entre callejones descarapelados y pandillas maloras, es la reina de la calle mientras le hacen comparsa sus segundonas rubias. Con un look de buchona (mujer involucrada con narcos), cuyo apelativo hace referencia al bellaqueo, lo bellaco (voz caribeña para “ruin” o “astuto”), lo mismo rapea que reguetonea. Lo más interesante de sus fusiones y letras son sus referencias chilangas en un género en su mayoría hecho por varones norteños. Nombra situaciones fiesteras de las zonas bravas y los sitios rudos del transporte público; describe divertida el reventón y la cachondería que rodean al maleanteo, haciendo alarde de su “control de la zona”.
A veces Bellakath aparece con uniforme de secundaria y baila por calles de colonias populares. Es abogada de carrera, busca especializarse en Criminalística, y en algunos videos aparece con armas de fuego, policías, esposas. A ritmo de tribal, presume libertad sexual y una especie de orgullo delincuencial, aunque todo sea solo un personaje.
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Rodrigo se frota las encías con los dedos, a media pista, mientras comparte la bolsita de cocaína con sus compas. Son los más producidos de la fiesta, arrancados de un video: cadenas largas, camisetas sin mangas, numerosos tatuajes, boxers de fuera, pantalón a la cadera, tenis impecables. Sus novias son las más atractivas de la noche.
—Yo tengo mi negocio de tenis… Cuando quieras te los dejo como nuevos. Venimos de Tepito… ¡pero somos buenas personas! —me dice.
Segunda aclaración no necesaria. La novia agrega:
—Vengo de una colonia medio fea. Se llama La Piedad, allá por el Chiquihuite.
Cuando se pone todo más caliente, Rodrigo y su chica empiezan a perrear. Los demás bailan solos viendo de frente a los DJ que saltan tras una consola improvisada sobre una mesa de plástico. No hay botes de basura, pero sí muchas latas de cerveza por todo el piso encharcado, sucio. Esta noche de marzo la fiesta ocurre en la colonia Doctores, auspiciada por el colectivo Fraternidad del Perreo. El público coincide con algunos de los que vi en el Hellow Vibes, pero no así con los fresas del Axe Ceremonia. La concurrencia proviene de Iztapalapa, Neza, Ecatepec, Tlatelolco, la San Felipe. La vibra es densa, siento algo de miedo, pero no me agüito.
Se trata de un predio que parece haber sido un restaurante, ahora sin mobiliario, con candiles desvencijados y bocinas igual de improvisadas. Las luces intermitentes rojas y verdes dan una sensación de clandestinidad oscura y sucia. Sin embargo, me digo, no parece ser turbio; la pari fue anunciada en Instagram y cobran la entrada a doscientos pesos. Atizan la pista, con montón de reguetón y demás urbano, los pinchadores Pepo Mix y Malandra. Está permitido meter tu propio alcohol en lata, nada de vidrio. No dejan pasar bolsos ni chamarras, solo celular y cartera en mano. Media hora tuvo que pasar para que me dejaran entrar. Una señora me dice: “¿Reportera?, ¿de dónde? No te creemos. ¿Quién te mandó?… OK, vas a pasar, pero no puedes grabar ni tomar fotos o te sacamos”. Más adelante, la señora, con actitud diferente, me lleva una enorme bebida con hielos: “Cortesía de la casa”. Por supuesto que no me la tomé.
Al fondo veo un cuartito de puerta corrediza que pudo haber sido cabina de DJ. Me hice la graciosa cuando vi que cinco se metían en tan pequeño espacio: “¿Y ora? ¿Pues qué regalan?”. Un tipo me mira serio: “¿Vas a pasar o no? ¡No estamos jugando!”. Ante mi pasmo, me cierran la puerta en la cara.
Conforme avanzaba el calor primaveral, los torsos masculinos empezaron a dejarse ver: pieles tatuadas, temperatura alta y baile con brazos en alto dominaron la perreada. El ambiente de la fiesta no se parece a algo que hubiera experimentado en más de veinte años de reventones; hay una verdadera sensación de novedad y frescura en todo ello. A pesar del sonsonete rítmico, me divierto genuinamente, contagiada por la alegría neta, no impostada, que emana la morriza temeraria ahí reunida.
Miguel, chique diverse, se me pega:
—Oye, ¡hay que ser amigas! ¿De dónde vienes…? Ay, fíjate que me asaltaron. Me prometieron el amor, pero ahí voy toda tonta. Me volaron mi iPhone y todo mi dinero. Por andar de loca eso me pasa… Oye, ¿nos pagamos entre las dos un trago?
Miguel pronto se me pierde, pero aparece Juan, de Coyoacán, un fresa que presume ser de Morena: “Me preparo para ser diputado”, dice, y me quiere ligar a fuerza, anda buscando pelea, pero no me dejo.
A las tres de la mañana encienden las luces, silencio todo, y la magia termina. El ritmo machacón no deja de rebotar en mi cabeza: ciertamente se te incrusta cual troyano. Mis amigos me regañan por haber ido sola: te pudo pasar algo, ¿cómo pudiste? Caigo en la cuenta de que, aunque la industria lo haya absorbido, el urbano a nivel de calle sigue latiendo vigente, ligado al peligro, a la adrenalina y a la expresión genuina del barrio, empapado de realidad rasposa, llena de vida.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
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