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Hasta que el volcán nos alcance

Hasta que el volcán nos alcance

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Volcán Popocatépetl. Fotografía de Celacanto/ Reuters.
01
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06
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23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La emergencia por el Popocatépetl ha vuelto a extinguirse, por lo tanto, volveremos a olvidar a quienes viven cerca de él —poblaciones vulnerables, en crecimiento, que no siempre están al tanto del plan para la contingencia—. Saben que la huida sería pasmosa por el estado de las rutas de evacuación y a la fecha ni siquiera hay un estudio sobre cómo la exposición continua a las cenizas ha afectado los pulmones de los habitantes. El Popocatépetl nos concedió más tiempo, por ahora.

Los soldados barren con enjundia, pero sin método. Avientan el cepillo de la escoba hacia cualquier lado, incluso en dirección opuesta, y ni así levantan una mota de polvo, de ceniza. No es por la lluvia que cae esta tarde sobre Santiago Xalitzintla, el pueblo más cercano al Popocatépetl, que la faena resulta inútil. Es porque no tienen qué barrer. Hace rato que apartaron y recogieron de la plaza los restos pulverizados y escupidos por el volcán. Lo que están haciendo ahora es, más bien, un gesto coreográfico para la entrevista que un noticiero de televisión realiza a su sargento. Una puesta en escena donde ellos, veinte hombres uniformados, son los personajes color olivo del fondo.

La señora Andrea Cortés, de setenta y tres años, los mira de pie desde el zaguán de su casa, una construcción de dos pisos que hace veintidós años, cuando ocurrió la explosión volcánica más intensa registrada en el último siglo, era tan solo un pequeño jacal sostenido con varillas. Aquella vez, entre finales del 2000 y principios del 2001, terminó durmiendo durante ocho días en una escuela que se convirtió en refugio temporal. Ahora quiere saber a qué albergue tendría que acudir en caso de ser necesario y se lo pregunta al que barre más cerca de su zaguán.

Ella conoce un refugio que está a diez minutos, en lo alto de un cerro al costado del pueblo. Se levantó en 1999, pero quizá no era muy lógico construir un albergue en la zona de mayor riesgo volcánico y por eso nunca ha sido utilizado como tal. Con los años se robaron los catres, un par de puertas y los inodoros que tenía instalados. Hace tiempo que las farolas del camino al cerro dejaron de funcionar y por eso cree que si al Popocatépetl se le ocurriera hacer erupción esta noche, sería más probable caer por las barrancas que bordean el refugio que llegar a él.

El soldado le responde que no, que no lo sabe, pero tampoco pregunta entre los demás, tan dedicados a la vigorosa tarea de fingir que barren. Toda esta escena dura unos cinco minutos, hasta que la cámara se apaga y el pelotón desaparece a bordo de sus camionetas, y la señora Andrea no sabe a quién más preguntar.

Los nuevos pobladores del volcán


Desde 1994, cuando el Popocatépetl despertó tras ochenta años de inactividad, hasta la última fumarola exhalada el día de hoy, la medición y el trabajo científicos en torno al volcán se han hecho mucho más precisos. Los dispositivos tecnológicos detectan en tiempo real valores de gases, temperatura, energía, sonido, actividad sísmica, magnetismo e imágenes que, si bien no sirven de nada para evitar una erupción, son útiles para hacer pronósticos sobre el riesgo a corto y mediano plazo.

Con ese cálculo, los científicos dijeron que las explosiones de estos días no eran tan graves como las del 2001, que la evacuación no sería necesaria y el lunes 29 de mayo, diez días después de la primera erupción importante del año, se ha decidido que las escuelas pueden volver a clases presenciales. Quiere decir que el riesgo inminente se ha disipado.

Lo que no ha cambiado en este tiempo es la vulnerabilidad de las personas que viven cerca del Popocatépetl. Entre los dos últimos censos poblacionales, pasaron de ser 49,603 a 56,394 habitantes, asentados en las veinticuatro comunidades de Puebla que se consideran de mayor riesgo.

En estos casi treinta años, a las personas mayores no se les ha explicado cuál es el alcance del plan de emergencia y para las más jóvenes, toda una generación de chicos en sus veintes, la evacuación es solo una anécdota familiar. Estos años han sido prácticamente tiempo perdido en este aspecto, dice la subdirectora del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales (Cupreder), Alejandra López García.

—No hemos aprovechado las experiencias de las evacuaciones del 94, del 2000 y del 2001 para consolidar un mensaje constante entre la población que está en la zona de alto o mediano riesgo sobre qué hacer en caso de una evacuación o cómo planificarla —apunta.

Hay tres zonas de peligro contempladas en los planes de emergencia y en todas se consideran las mismas amenazas: caída de piedras a la velocidad de las balas, nubes ardientes capaces de desintegrarlo todo y derrames de lodos que se solidifican con la misma consistencia que el cemento. La diferencia es la probabilidad de que ocurra. En la zona de mayor peligro ha sucedido dos veces cada diez mil años. En la zona de peligro moderado, diez veces cada quince mil años. Y en la zona de peligro menor, diez durante los últimos cuarenta mil años.

El Cupreder fue fundado por investigadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en 1995, tras ese primer despertar volcánico, y desde entonces ha hecho la investigación social y territorial que no alcanza a cubrir el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) ni el comité científico que lo asesora. Durante aquellos años en los que no existían drones con lectores infrarrojos ni infrasónicos, el Cupreder organizó una red de observadores integrada por vecinos de comunidades cercanas. Si el Popocatépetl arrojaba ceniza o fumarolas, el rumor se prodigaba de pueblo en pueblo hasta llegar a oídos de los investigadores universitarios, que notificaban a todos los demás.

Una de las investigadoras del Cupreder, la doctora en Procesos Territoriales Mónica Érika Olvera Nava, es autora de un estudio que registra el crecimiento anual de la mancha urbana del municipio de San Nicolás de los Ranchos, donde se encuentra asentada la localidad de Santiago Xalitzintla. Su investigación advierte que el uso de suelo ha sido modificado sin reparos por las autoridades municipales y, al mismo tiempo, la lotificación y venta de terrenos para construir fraccionamientos campestres o villas turísticas se ha hecho cada vez más frecuente. El Instituto Nacional de Geografía y Estadística también ubica 137 negocios distintos en el municipio, entre tortillerías, panaderías, talleres textiles, herrerías y fábricas de materiales de concreto.

La proyección de la doctora Olvera es que, entre los años 2000 y 2024, la zona urbana en este municipio creció en 34.79%, mientras que los bosques conservados habrán perdido 30.54% de su superficie, al pasar de 2,682 hectáreas a 1,863.

A nivel federal también han cortado más leña para esta hoguera. Desde el sexenio de Felipe Calderón hasta el de Andrés Manuel López Obrador se ha intentado echar a andar un gasoducto de 172 kilómetros que atraviesa Morelos, Puebla y Tlaxcala, aunque 13.3% de su extensión se ubique en la zona de riesgo moderado del Popocatépetl y otro 45.3% en la de riesgo menor.

—A lo largo de estos veinte años hemos visto que la zona de los volcanes se sigue entregando a un proceso de conurbación y de industrialización impresionante —insiste López García—. Este crecimiento urbano amerita que la planificación para reaccionar a una emergencia se renueve constantemente. Pero lo que ocurre es que seguimos reaccionando al momento de la emergencia. Hemos perdido la oportunidad de hacer una gestión constante del riesgo que implica vivir junto a un volcán activo.

Cuando se observan en una línea de tiempo los episodios de actividad que el Popocatépetl ha tenido durante los últimos veinte años —trece episodios en los que el semáforo ha pasado de Amarillo Fase 2 a Amarillo Fase 3 y de vuelta a Fase 2, como un péndulo oscilando al flujo del magma— resulta pasmosa la cotidianidad con que han ocurrido estos cambios en la región. Todo marcha igual, hasta que cierto día al volcán le da por exhalar una vez más. Entonces aparecen los políticos, los soldados, los policías, los funcionarios, los periodistas...

Y después se van. Barren, o fingen que barren, y se van.

Popocatépetl.
Las calles con polvo de ceniza emitido por el volcán Popocatepetl en el municipio de Santiago Santiago Xalitzintla, en el estado de Puebla. Fotografía de
Luis Barron/Reuters.

La ruta del ciempiés


Tres días después de la explosión del viernes 19, el ciempiés estatal marcha por la segunda ruta de evacuación prevista en caso de catástrofe. En total son diez rutas que tienen una extensión conjunta de 270 kilómetros, pero en los últimos cinco años se han realizado obras de rehabilitación por 88 millones de pesos en solo seis, las de mayor densidad poblacional.

El ciempiés es una multitud de funcionarios, brigadistas, militares, policías, enfermeros, diputados y burócratas que caminan a trompicones por las aulas, canchas y pasillos de una escuela en el municipio de San Andrés Cholula, a 34 kilómetros del Popocatépetl, que ha sido adaptada como refugio temporal.

El refugio lo tiene casi todo. Consultorios, unidades médicas, cocinas, y áreas de juegos, para dar terapia infantil o talleres, y así atender a alrededor de cuatrocientas personas. Y lo más importante es que, según las autoridades, otros 204 sitios podrían adecuarse para refugiar a poco más de 78 mil personas.

Pero, para la tarde siguiente, el mobiliario del albergue ya ha desaparecido. Ni consultorios, ni talleres, ni cocinas, ni terapia, nada. El gobernador Sergio Salomón Céspedes Peregrina justifica después, en una conferencia de prensa, que los refugios no existen, pero que, en caso de ser necesarios, se habilitarían en un plazo de doce horas con los servicios básicos.

De tal modo que el recorrido fue una demostración de cómo funcionaría un albergue hipotético en una contingencia que es real.

Cuando el ciempiés se dirige hacia la plaza de Santiago Xalitzintla, el último enclave de la segunda ruta de evacuación, la población ya los espera con un manojo de reclamos conocidos. Porque cada vez que una fumarola asoma por el pico del Popocatépetl, lo hacen también las quejas por el estado de la carretera, por sus baches, su falta de señalética y los más de treinta topes distribuidos a lo largo del camino.

Pero Céspedes zanja los reclamos con una frase:

—No podemos intervenir ahorita algo de fondo porque nos llevaríamos meses. Sin embargo, las carreteras están en las condiciones óptimas para poder realizar este desalojo —dice, y la multitud no responde nada más.

No lo cree así Humberto Chalchi, que me explica a gritos y en medio de una cumbia, por qué cree que sería imposible evacuar a los 14 mil seres humanos que habitan en las comunidades circundantes a esta ruta. Y lo sostiene con la autoridad de sus veinte años al volante de un autobús, sus sesenta y pico como habitante de Santiago Xalitzintla y su experiencia durante la evacuación de finales del año 2000.

—Imagínate que el volcán empieza a hacer feo y nos vamos por la carretera. Obviamente nos encontraremos de frente con los otros carros que vengan a rescatarnos. El problema es que casi nadie tiene vehículos nuevos y dudo que tengan chisgueteros para limpiar el parabrisas. Con la ceniza nos vamos a tener que parar a limpiar y eso va a generar tráfico y nadie va a avanzar.

Este martes 23 de mayo el hermano de Humberto, Mario Chalchi, ofrece un festín que ni siquiera el volcán, con su ferocidad a medias, ha conseguido suspender. Mario es uno de los veinticuatro mayordomos del pueblo, un sistema de organización religiosa que atiende las festividades de los santos patronos. Esta tarde se celebra a Santiago Aparicio, el santo que apareció en un cerro del que brotó un manantial. Y aunque hace años el agua dejó de correr, el mito sigue fluyendo. Del mismo modo que la creencia en los tiemperos, los hombres que son capaces de hablar con los volcanes en sueños.

En la fiesta se reparte cerveza y tequila entre doscientos invitados, se sirven platos de mole y bajo una carpa se baila cumbia al ritmo de un grupo que toca desde un modesto escenario.

—En la carretera de Xalitzintla se haría un cuello de botella. Lo que se necesita es un bulevar, una ampliación. ¡Ya mero que el volcán nos va a esperar! Si no, nomás acuérdate de lo que pasó en la otra evacuación —desgañita Chalchi en mi oído.

Como no lo recuerdo, Humberto me lo cuenta: aquella noche de finales de diciembre del 2000, los directivos de la Secretaría de Transporte estatal le ordenaron que manejara hasta la comunidad de San Pedro Benito Juárez, en el municipio de Atlixco y en la séptima ruta de evacuación. Pero avanzar de la cabecera a la comunidad le tomó tres horas, el doble de lo que le habría llevado en un día común.

El problema es que el ritmo de las emergencias volcánicas puede no fluir al ritmo de las horas sino al de los minutos, según las condiciones que se presenten.

A finales del 2000 y principios del 2001, se registró una fumarola de diez kilómetros de altura que habría sido fatal para las comunidades, si el curso de los acontecimientos hubiera sido distinto.

—Era de las más grandes que hemos tenido hasta ahora. Pero lo que pasó es que esa nube ardiente fundió parte del glaciar y se convirtió en lahar, la mezcla de ceniza y fragmentos que es un lodo, aunque se comporta como un cemento. La nube ardiente, o el flujo piroclástico, son gases con fragmentos muy rápidos. Recuerdo haber comentado en el 2000 que eso tardaría menos de cinco minutos en llegar a las primeras poblaciones, y fue una de las razones por las que vimos la peligrosidad de esta explosión —recuerda Ana Lillian Martin Del Pozzo, integrante del comité científico asesor del Cenapred.

El 15 de diciembre de aquel año se trazó un radio de seguridad de trece kilómetros y se evacuó a 41 mil personas, incluso de poblaciones más alejadas de este perímetro de riesgo. Y en una de esas lentas vías de escape iba, precisamente, Humberto.

Ahora está seguro de que ese embotellamiento pasaría aquí también, y está pensando en mudarse a Huejotzingo, que está al doble de kilómetros de distancia del Popocatépetl que su pueblo natal. Su pronóstico contrasta con toda esta celebración en donde, ahora mismo, las personas forman una fila y se menean al ritmo de una tonada tropical. Nada sugiere la agitación que ha tenido aquel vecino caprichoso durante los últimos días, hasta que Daniel, un chico de veintipocos que reparte chorritos de tequila en vasos de plástico, me pregunta qué opino del tremor del volcán.

–¿Estuviste aquí ayer en la noche? ¿Cómo se sintió el rugido? Es que nosotros ya nos acostumbramos y no sé si para ustedes es muy fuerte o no. ¿Cómo lo escuchaste?

Las diez rutas de evacuación en Puebla están pensadas para desalojar a 129,916 personas que se encuentran en zonas de peligro mayor y moderado. Pero, como ocurre con la carretera de Santiago Xalitzintla, “pocas son las mejoras y [el] mantenimiento que se les han realizado; se les han agregado más topes y construcciones habitacionales que afectan su operación”, según un diagnóstico presentado días atrás por el Colegio de Ingenieros Civiles del estado.

—Hay un problema con las esquinas de algunas de estas rutas, pues un camión tendría que dar entre tres y cuatro vueltas para poder pasar. Es una circunstancia completamente inoperable —abunda el ingeniero Jesús Ramiro Díaz, coordinador del Comité de Vías Terrestres del mismo colegio—. También hay que considerar que, aunque hay más vehículos, también hay más personas y no se ha realizado un análisis del crecimiento de estas poblaciones.

Días antes, la Secretaría de Movilidad y Transporte local calculó que, en un plazo relativamente inmediato, el gobierno estatal, el ejército y la Guardia Nacional podían trasladar a 12,200 personas. Esto es menos de una cuarta parte de la población asentada en las zonas de mayor peligro. Para desalojarlos a todos, el gobierno depende, en su mayoría, de la buena voluntad de los automovilistas privados.

La Coordinación General de Protección Civil dijo que esta tarea de evacuación podría tomar 48 horas, pero después, sin aclarar qué había cambiado, aseguró que solo sería la mitad: un día entero movilizando gente, a trompicones, en carreteras estrechas, a vuelta de rueda…

Una operación de rescate a la velocidad del ciempiés.

El final de la emergencia


El 25 de mayo la Secretaría de la Marina consigue, al fin, echar a andar un dron, transportado en dos tráileres, que permite observar el posible domo que se ha formado en el Popocatépetl durante estos días. El domo es un tapón de lava en el cráter que acumula la presión hasta que los gases lo trituran y lo lanzan en forma de proyectiles o ceniza.

Pero la noticia después del sobrevuelo es que no hay domo alguno y aunque la ceniza seguirá propagándose durante algunos meses, según los pronósticos del Cenapred, el riesgo parece haber llegado a su fin.

Aquel polvo que nos mancha la cara es resultado de un proceso que se repetirá sin una temporalidad aparente, pero hasta el fin de la humanidad.

—La ceniza es cambiante y su función en la tierra depende de qué tan pegados tenga los gases que la conforman. Se puede decir que a la larga es benéfico, porque puede tener potasio, calcio y minerales que son ricos para el suelo agrícola —explica Ana Lillian Martin Del Pozzo, en una conferencia de prensa desde la BUAP.

Entre los seres humanos, la ceniza no resulta inocua. Las consultas por conjuntivitis y enfermedades respiratorias a lo largo de los primeros siete días de actividad volcánica de este año aumentaron 85% y 135% con respecto a la misma semana del 2022, según datos de las autoridades estatales. Y en las 84 unidades médicas instaladas en la región del Izta-Popo se detectaron en un solo día, el 22 de mayo, 42 casos de rinitis alérgica, 133 laringitis, dieciséis conjuntivitis y una dermatitis por contacto.

Cuesta pensar que, en todo este tiempo, no se haya realizado un estudio médico que dé seguimiento a las afectaciones que produce la ceniza entre las comunidades más cercanas. Aunque el secretario de Salud en el estado, José Antonio Martínez, asegura que a raíz de lo acontecido en estos días se iniciará un estudio “único” en el país con estas características.

—Se llama volcanoconiosis, y para que se dé esta patología, la población debe haber estado expuesta por lo menos de diez a quince años. Vamos a tener un diagnóstico situacional para saber si el volcán ya produjo esta afectación en los pulmones, sobre todo porque hay quienes llevan hasta treinta años viviendo cerca —explica.

El funcionario equipara la volcanoconiosis con la neumoconiosis, una enfermedad muy común entre los mineros de carbón que provoca dificultad para respirar, flemas color negro y riesgo de cáncer de pulmón entre aquellos que estén expuestos también a gases de escape de motores de diésel.

La cuestión es que, aunque estas localidades están más cerca del Popocatépetl, eso no necesariamente significa que estén más expuestas a la ceniza. El aire puede trasladarla a ciudades que están a cuarenta kilómetros de distancia y la trayectoria puede cambiar según las estaciones del año, de acuerdo con Martin del Pozzo.

Con suerte, quizá sabremos los resultados del estudio clínico en la próxima emergencia por el volcán.

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La emergencia por el Popocatépetl ha vuelto a extinguirse, por lo tanto, volveremos a olvidar a quienes viven cerca de él —poblaciones vulnerables, en crecimiento, que no siempre están al tanto del plan para la contingencia—. Saben que la huida sería pasmosa por el estado de las rutas de evacuación y a la fecha ni siquiera hay un estudio sobre cómo la exposición continua a las cenizas ha afectado los pulmones de los habitantes. El Popocatépetl nos concedió más tiempo, por ahora.

Los soldados barren con enjundia, pero sin método. Avientan el cepillo de la escoba hacia cualquier lado, incluso en dirección opuesta, y ni así levantan una mota de polvo, de ceniza. No es por la lluvia que cae esta tarde sobre Santiago Xalitzintla, el pueblo más cercano al Popocatépetl, que la faena resulta inútil. Es porque no tienen qué barrer. Hace rato que apartaron y recogieron de la plaza los restos pulverizados y escupidos por el volcán. Lo que están haciendo ahora es, más bien, un gesto coreográfico para la entrevista que un noticiero de televisión realiza a su sargento. Una puesta en escena donde ellos, veinte hombres uniformados, son los personajes color olivo del fondo.

La señora Andrea Cortés, de setenta y tres años, los mira de pie desde el zaguán de su casa, una construcción de dos pisos que hace veintidós años, cuando ocurrió la explosión volcánica más intensa registrada en el último siglo, era tan solo un pequeño jacal sostenido con varillas. Aquella vez, entre finales del 2000 y principios del 2001, terminó durmiendo durante ocho días en una escuela que se convirtió en refugio temporal. Ahora quiere saber a qué albergue tendría que acudir en caso de ser necesario y se lo pregunta al que barre más cerca de su zaguán.

Ella conoce un refugio que está a diez minutos, en lo alto de un cerro al costado del pueblo. Se levantó en 1999, pero quizá no era muy lógico construir un albergue en la zona de mayor riesgo volcánico y por eso nunca ha sido utilizado como tal. Con los años se robaron los catres, un par de puertas y los inodoros que tenía instalados. Hace tiempo que las farolas del camino al cerro dejaron de funcionar y por eso cree que si al Popocatépetl se le ocurriera hacer erupción esta noche, sería más probable caer por las barrancas que bordean el refugio que llegar a él.

El soldado le responde que no, que no lo sabe, pero tampoco pregunta entre los demás, tan dedicados a la vigorosa tarea de fingir que barren. Toda esta escena dura unos cinco minutos, hasta que la cámara se apaga y el pelotón desaparece a bordo de sus camionetas, y la señora Andrea no sabe a quién más preguntar.

Los nuevos pobladores del volcán


Desde 1994, cuando el Popocatépetl despertó tras ochenta años de inactividad, hasta la última fumarola exhalada el día de hoy, la medición y el trabajo científicos en torno al volcán se han hecho mucho más precisos. Los dispositivos tecnológicos detectan en tiempo real valores de gases, temperatura, energía, sonido, actividad sísmica, magnetismo e imágenes que, si bien no sirven de nada para evitar una erupción, son útiles para hacer pronósticos sobre el riesgo a corto y mediano plazo.

Con ese cálculo, los científicos dijeron que las explosiones de estos días no eran tan graves como las del 2001, que la evacuación no sería necesaria y el lunes 29 de mayo, diez días después de la primera erupción importante del año, se ha decidido que las escuelas pueden volver a clases presenciales. Quiere decir que el riesgo inminente se ha disipado.

Lo que no ha cambiado en este tiempo es la vulnerabilidad de las personas que viven cerca del Popocatépetl. Entre los dos últimos censos poblacionales, pasaron de ser 49,603 a 56,394 habitantes, asentados en las veinticuatro comunidades de Puebla que se consideran de mayor riesgo.

En estos casi treinta años, a las personas mayores no se les ha explicado cuál es el alcance del plan de emergencia y para las más jóvenes, toda una generación de chicos en sus veintes, la evacuación es solo una anécdota familiar. Estos años han sido prácticamente tiempo perdido en este aspecto, dice la subdirectora del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales (Cupreder), Alejandra López García.

—No hemos aprovechado las experiencias de las evacuaciones del 94, del 2000 y del 2001 para consolidar un mensaje constante entre la población que está en la zona de alto o mediano riesgo sobre qué hacer en caso de una evacuación o cómo planificarla —apunta.

Hay tres zonas de peligro contempladas en los planes de emergencia y en todas se consideran las mismas amenazas: caída de piedras a la velocidad de las balas, nubes ardientes capaces de desintegrarlo todo y derrames de lodos que se solidifican con la misma consistencia que el cemento. La diferencia es la probabilidad de que ocurra. En la zona de mayor peligro ha sucedido dos veces cada diez mil años. En la zona de peligro moderado, diez veces cada quince mil años. Y en la zona de peligro menor, diez durante los últimos cuarenta mil años.

El Cupreder fue fundado por investigadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en 1995, tras ese primer despertar volcánico, y desde entonces ha hecho la investigación social y territorial que no alcanza a cubrir el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) ni el comité científico que lo asesora. Durante aquellos años en los que no existían drones con lectores infrarrojos ni infrasónicos, el Cupreder organizó una red de observadores integrada por vecinos de comunidades cercanas. Si el Popocatépetl arrojaba ceniza o fumarolas, el rumor se prodigaba de pueblo en pueblo hasta llegar a oídos de los investigadores universitarios, que notificaban a todos los demás.

Una de las investigadoras del Cupreder, la doctora en Procesos Territoriales Mónica Érika Olvera Nava, es autora de un estudio que registra el crecimiento anual de la mancha urbana del municipio de San Nicolás de los Ranchos, donde se encuentra asentada la localidad de Santiago Xalitzintla. Su investigación advierte que el uso de suelo ha sido modificado sin reparos por las autoridades municipales y, al mismo tiempo, la lotificación y venta de terrenos para construir fraccionamientos campestres o villas turísticas se ha hecho cada vez más frecuente. El Instituto Nacional de Geografía y Estadística también ubica 137 negocios distintos en el municipio, entre tortillerías, panaderías, talleres textiles, herrerías y fábricas de materiales de concreto.

La proyección de la doctora Olvera es que, entre los años 2000 y 2024, la zona urbana en este municipio creció en 34.79%, mientras que los bosques conservados habrán perdido 30.54% de su superficie, al pasar de 2,682 hectáreas a 1,863.

A nivel federal también han cortado más leña para esta hoguera. Desde el sexenio de Felipe Calderón hasta el de Andrés Manuel López Obrador se ha intentado echar a andar un gasoducto de 172 kilómetros que atraviesa Morelos, Puebla y Tlaxcala, aunque 13.3% de su extensión se ubique en la zona de riesgo moderado del Popocatépetl y otro 45.3% en la de riesgo menor.

—A lo largo de estos veinte años hemos visto que la zona de los volcanes se sigue entregando a un proceso de conurbación y de industrialización impresionante —insiste López García—. Este crecimiento urbano amerita que la planificación para reaccionar a una emergencia se renueve constantemente. Pero lo que ocurre es que seguimos reaccionando al momento de la emergencia. Hemos perdido la oportunidad de hacer una gestión constante del riesgo que implica vivir junto a un volcán activo.

Cuando se observan en una línea de tiempo los episodios de actividad que el Popocatépetl ha tenido durante los últimos veinte años —trece episodios en los que el semáforo ha pasado de Amarillo Fase 2 a Amarillo Fase 3 y de vuelta a Fase 2, como un péndulo oscilando al flujo del magma— resulta pasmosa la cotidianidad con que han ocurrido estos cambios en la región. Todo marcha igual, hasta que cierto día al volcán le da por exhalar una vez más. Entonces aparecen los políticos, los soldados, los policías, los funcionarios, los periodistas...

Y después se van. Barren, o fingen que barren, y se van.

Popocatépetl.
Las calles con polvo de ceniza emitido por el volcán Popocatepetl en el municipio de Santiago Santiago Xalitzintla, en el estado de Puebla. Fotografía de
Luis Barron/Reuters.

La ruta del ciempiés


Tres días después de la explosión del viernes 19, el ciempiés estatal marcha por la segunda ruta de evacuación prevista en caso de catástrofe. En total son diez rutas que tienen una extensión conjunta de 270 kilómetros, pero en los últimos cinco años se han realizado obras de rehabilitación por 88 millones de pesos en solo seis, las de mayor densidad poblacional.

El ciempiés es una multitud de funcionarios, brigadistas, militares, policías, enfermeros, diputados y burócratas que caminan a trompicones por las aulas, canchas y pasillos de una escuela en el municipio de San Andrés Cholula, a 34 kilómetros del Popocatépetl, que ha sido adaptada como refugio temporal.

El refugio lo tiene casi todo. Consultorios, unidades médicas, cocinas, y áreas de juegos, para dar terapia infantil o talleres, y así atender a alrededor de cuatrocientas personas. Y lo más importante es que, según las autoridades, otros 204 sitios podrían adecuarse para refugiar a poco más de 78 mil personas.

Pero, para la tarde siguiente, el mobiliario del albergue ya ha desaparecido. Ni consultorios, ni talleres, ni cocinas, ni terapia, nada. El gobernador Sergio Salomón Céspedes Peregrina justifica después, en una conferencia de prensa, que los refugios no existen, pero que, en caso de ser necesarios, se habilitarían en un plazo de doce horas con los servicios básicos.

De tal modo que el recorrido fue una demostración de cómo funcionaría un albergue hipotético en una contingencia que es real.

Cuando el ciempiés se dirige hacia la plaza de Santiago Xalitzintla, el último enclave de la segunda ruta de evacuación, la población ya los espera con un manojo de reclamos conocidos. Porque cada vez que una fumarola asoma por el pico del Popocatépetl, lo hacen también las quejas por el estado de la carretera, por sus baches, su falta de señalética y los más de treinta topes distribuidos a lo largo del camino.

Pero Céspedes zanja los reclamos con una frase:

—No podemos intervenir ahorita algo de fondo porque nos llevaríamos meses. Sin embargo, las carreteras están en las condiciones óptimas para poder realizar este desalojo —dice, y la multitud no responde nada más.

No lo cree así Humberto Chalchi, que me explica a gritos y en medio de una cumbia, por qué cree que sería imposible evacuar a los 14 mil seres humanos que habitan en las comunidades circundantes a esta ruta. Y lo sostiene con la autoridad de sus veinte años al volante de un autobús, sus sesenta y pico como habitante de Santiago Xalitzintla y su experiencia durante la evacuación de finales del año 2000.

—Imagínate que el volcán empieza a hacer feo y nos vamos por la carretera. Obviamente nos encontraremos de frente con los otros carros que vengan a rescatarnos. El problema es que casi nadie tiene vehículos nuevos y dudo que tengan chisgueteros para limpiar el parabrisas. Con la ceniza nos vamos a tener que parar a limpiar y eso va a generar tráfico y nadie va a avanzar.

Este martes 23 de mayo el hermano de Humberto, Mario Chalchi, ofrece un festín que ni siquiera el volcán, con su ferocidad a medias, ha conseguido suspender. Mario es uno de los veinticuatro mayordomos del pueblo, un sistema de organización religiosa que atiende las festividades de los santos patronos. Esta tarde se celebra a Santiago Aparicio, el santo que apareció en un cerro del que brotó un manantial. Y aunque hace años el agua dejó de correr, el mito sigue fluyendo. Del mismo modo que la creencia en los tiemperos, los hombres que son capaces de hablar con los volcanes en sueños.

En la fiesta se reparte cerveza y tequila entre doscientos invitados, se sirven platos de mole y bajo una carpa se baila cumbia al ritmo de un grupo que toca desde un modesto escenario.

—En la carretera de Xalitzintla se haría un cuello de botella. Lo que se necesita es un bulevar, una ampliación. ¡Ya mero que el volcán nos va a esperar! Si no, nomás acuérdate de lo que pasó en la otra evacuación —desgañita Chalchi en mi oído.

Como no lo recuerdo, Humberto me lo cuenta: aquella noche de finales de diciembre del 2000, los directivos de la Secretaría de Transporte estatal le ordenaron que manejara hasta la comunidad de San Pedro Benito Juárez, en el municipio de Atlixco y en la séptima ruta de evacuación. Pero avanzar de la cabecera a la comunidad le tomó tres horas, el doble de lo que le habría llevado en un día común.

El problema es que el ritmo de las emergencias volcánicas puede no fluir al ritmo de las horas sino al de los minutos, según las condiciones que se presenten.

A finales del 2000 y principios del 2001, se registró una fumarola de diez kilómetros de altura que habría sido fatal para las comunidades, si el curso de los acontecimientos hubiera sido distinto.

—Era de las más grandes que hemos tenido hasta ahora. Pero lo que pasó es que esa nube ardiente fundió parte del glaciar y se convirtió en lahar, la mezcla de ceniza y fragmentos que es un lodo, aunque se comporta como un cemento. La nube ardiente, o el flujo piroclástico, son gases con fragmentos muy rápidos. Recuerdo haber comentado en el 2000 que eso tardaría menos de cinco minutos en llegar a las primeras poblaciones, y fue una de las razones por las que vimos la peligrosidad de esta explosión —recuerda Ana Lillian Martin Del Pozzo, integrante del comité científico asesor del Cenapred.

El 15 de diciembre de aquel año se trazó un radio de seguridad de trece kilómetros y se evacuó a 41 mil personas, incluso de poblaciones más alejadas de este perímetro de riesgo. Y en una de esas lentas vías de escape iba, precisamente, Humberto.

Ahora está seguro de que ese embotellamiento pasaría aquí también, y está pensando en mudarse a Huejotzingo, que está al doble de kilómetros de distancia del Popocatépetl que su pueblo natal. Su pronóstico contrasta con toda esta celebración en donde, ahora mismo, las personas forman una fila y se menean al ritmo de una tonada tropical. Nada sugiere la agitación que ha tenido aquel vecino caprichoso durante los últimos días, hasta que Daniel, un chico de veintipocos que reparte chorritos de tequila en vasos de plástico, me pregunta qué opino del tremor del volcán.

–¿Estuviste aquí ayer en la noche? ¿Cómo se sintió el rugido? Es que nosotros ya nos acostumbramos y no sé si para ustedes es muy fuerte o no. ¿Cómo lo escuchaste?

Las diez rutas de evacuación en Puebla están pensadas para desalojar a 129,916 personas que se encuentran en zonas de peligro mayor y moderado. Pero, como ocurre con la carretera de Santiago Xalitzintla, “pocas son las mejoras y [el] mantenimiento que se les han realizado; se les han agregado más topes y construcciones habitacionales que afectan su operación”, según un diagnóstico presentado días atrás por el Colegio de Ingenieros Civiles del estado.

—Hay un problema con las esquinas de algunas de estas rutas, pues un camión tendría que dar entre tres y cuatro vueltas para poder pasar. Es una circunstancia completamente inoperable —abunda el ingeniero Jesús Ramiro Díaz, coordinador del Comité de Vías Terrestres del mismo colegio—. También hay que considerar que, aunque hay más vehículos, también hay más personas y no se ha realizado un análisis del crecimiento de estas poblaciones.

Días antes, la Secretaría de Movilidad y Transporte local calculó que, en un plazo relativamente inmediato, el gobierno estatal, el ejército y la Guardia Nacional podían trasladar a 12,200 personas. Esto es menos de una cuarta parte de la población asentada en las zonas de mayor peligro. Para desalojarlos a todos, el gobierno depende, en su mayoría, de la buena voluntad de los automovilistas privados.

La Coordinación General de Protección Civil dijo que esta tarea de evacuación podría tomar 48 horas, pero después, sin aclarar qué había cambiado, aseguró que solo sería la mitad: un día entero movilizando gente, a trompicones, en carreteras estrechas, a vuelta de rueda…

Una operación de rescate a la velocidad del ciempiés.

El final de la emergencia


El 25 de mayo la Secretaría de la Marina consigue, al fin, echar a andar un dron, transportado en dos tráileres, que permite observar el posible domo que se ha formado en el Popocatépetl durante estos días. El domo es un tapón de lava en el cráter que acumula la presión hasta que los gases lo trituran y lo lanzan en forma de proyectiles o ceniza.

Pero la noticia después del sobrevuelo es que no hay domo alguno y aunque la ceniza seguirá propagándose durante algunos meses, según los pronósticos del Cenapred, el riesgo parece haber llegado a su fin.

Aquel polvo que nos mancha la cara es resultado de un proceso que se repetirá sin una temporalidad aparente, pero hasta el fin de la humanidad.

—La ceniza es cambiante y su función en la tierra depende de qué tan pegados tenga los gases que la conforman. Se puede decir que a la larga es benéfico, porque puede tener potasio, calcio y minerales que son ricos para el suelo agrícola —explica Ana Lillian Martin Del Pozzo, en una conferencia de prensa desde la BUAP.

Entre los seres humanos, la ceniza no resulta inocua. Las consultas por conjuntivitis y enfermedades respiratorias a lo largo de los primeros siete días de actividad volcánica de este año aumentaron 85% y 135% con respecto a la misma semana del 2022, según datos de las autoridades estatales. Y en las 84 unidades médicas instaladas en la región del Izta-Popo se detectaron en un solo día, el 22 de mayo, 42 casos de rinitis alérgica, 133 laringitis, dieciséis conjuntivitis y una dermatitis por contacto.

Cuesta pensar que, en todo este tiempo, no se haya realizado un estudio médico que dé seguimiento a las afectaciones que produce la ceniza entre las comunidades más cercanas. Aunque el secretario de Salud en el estado, José Antonio Martínez, asegura que a raíz de lo acontecido en estos días se iniciará un estudio “único” en el país con estas características.

—Se llama volcanoconiosis, y para que se dé esta patología, la población debe haber estado expuesta por lo menos de diez a quince años. Vamos a tener un diagnóstico situacional para saber si el volcán ya produjo esta afectación en los pulmones, sobre todo porque hay quienes llevan hasta treinta años viviendo cerca —explica.

El funcionario equipara la volcanoconiosis con la neumoconiosis, una enfermedad muy común entre los mineros de carbón que provoca dificultad para respirar, flemas color negro y riesgo de cáncer de pulmón entre aquellos que estén expuestos también a gases de escape de motores de diésel.

La cuestión es que, aunque estas localidades están más cerca del Popocatépetl, eso no necesariamente significa que estén más expuestas a la ceniza. El aire puede trasladarla a ciudades que están a cuarenta kilómetros de distancia y la trayectoria puede cambiar según las estaciones del año, de acuerdo con Martin del Pozzo.

Con suerte, quizá sabremos los resultados del estudio clínico en la próxima emergencia por el volcán.

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Hasta que el volcán nos alcance

Hasta que el volcán nos alcance

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Volcán Popocatépetl. Fotografía de Celacanto/ Reuters.
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La emergencia por el Popocatépetl ha vuelto a extinguirse, por lo tanto, volveremos a olvidar a quienes viven cerca de él —poblaciones vulnerables, en crecimiento, que no siempre están al tanto del plan para la contingencia—. Saben que la huida sería pasmosa por el estado de las rutas de evacuación y a la fecha ni siquiera hay un estudio sobre cómo la exposición continua a las cenizas ha afectado los pulmones de los habitantes. El Popocatépetl nos concedió más tiempo, por ahora.

Los soldados barren con enjundia, pero sin método. Avientan el cepillo de la escoba hacia cualquier lado, incluso en dirección opuesta, y ni así levantan una mota de polvo, de ceniza. No es por la lluvia que cae esta tarde sobre Santiago Xalitzintla, el pueblo más cercano al Popocatépetl, que la faena resulta inútil. Es porque no tienen qué barrer. Hace rato que apartaron y recogieron de la plaza los restos pulverizados y escupidos por el volcán. Lo que están haciendo ahora es, más bien, un gesto coreográfico para la entrevista que un noticiero de televisión realiza a su sargento. Una puesta en escena donde ellos, veinte hombres uniformados, son los personajes color olivo del fondo.

La señora Andrea Cortés, de setenta y tres años, los mira de pie desde el zaguán de su casa, una construcción de dos pisos que hace veintidós años, cuando ocurrió la explosión volcánica más intensa registrada en el último siglo, era tan solo un pequeño jacal sostenido con varillas. Aquella vez, entre finales del 2000 y principios del 2001, terminó durmiendo durante ocho días en una escuela que se convirtió en refugio temporal. Ahora quiere saber a qué albergue tendría que acudir en caso de ser necesario y se lo pregunta al que barre más cerca de su zaguán.

Ella conoce un refugio que está a diez minutos, en lo alto de un cerro al costado del pueblo. Se levantó en 1999, pero quizá no era muy lógico construir un albergue en la zona de mayor riesgo volcánico y por eso nunca ha sido utilizado como tal. Con los años se robaron los catres, un par de puertas y los inodoros que tenía instalados. Hace tiempo que las farolas del camino al cerro dejaron de funcionar y por eso cree que si al Popocatépetl se le ocurriera hacer erupción esta noche, sería más probable caer por las barrancas que bordean el refugio que llegar a él.

El soldado le responde que no, que no lo sabe, pero tampoco pregunta entre los demás, tan dedicados a la vigorosa tarea de fingir que barren. Toda esta escena dura unos cinco minutos, hasta que la cámara se apaga y el pelotón desaparece a bordo de sus camionetas, y la señora Andrea no sabe a quién más preguntar.

Los nuevos pobladores del volcán


Desde 1994, cuando el Popocatépetl despertó tras ochenta años de inactividad, hasta la última fumarola exhalada el día de hoy, la medición y el trabajo científicos en torno al volcán se han hecho mucho más precisos. Los dispositivos tecnológicos detectan en tiempo real valores de gases, temperatura, energía, sonido, actividad sísmica, magnetismo e imágenes que, si bien no sirven de nada para evitar una erupción, son útiles para hacer pronósticos sobre el riesgo a corto y mediano plazo.

Con ese cálculo, los científicos dijeron que las explosiones de estos días no eran tan graves como las del 2001, que la evacuación no sería necesaria y el lunes 29 de mayo, diez días después de la primera erupción importante del año, se ha decidido que las escuelas pueden volver a clases presenciales. Quiere decir que el riesgo inminente se ha disipado.

Lo que no ha cambiado en este tiempo es la vulnerabilidad de las personas que viven cerca del Popocatépetl. Entre los dos últimos censos poblacionales, pasaron de ser 49,603 a 56,394 habitantes, asentados en las veinticuatro comunidades de Puebla que se consideran de mayor riesgo.

En estos casi treinta años, a las personas mayores no se les ha explicado cuál es el alcance del plan de emergencia y para las más jóvenes, toda una generación de chicos en sus veintes, la evacuación es solo una anécdota familiar. Estos años han sido prácticamente tiempo perdido en este aspecto, dice la subdirectora del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales (Cupreder), Alejandra López García.

—No hemos aprovechado las experiencias de las evacuaciones del 94, del 2000 y del 2001 para consolidar un mensaje constante entre la población que está en la zona de alto o mediano riesgo sobre qué hacer en caso de una evacuación o cómo planificarla —apunta.

Hay tres zonas de peligro contempladas en los planes de emergencia y en todas se consideran las mismas amenazas: caída de piedras a la velocidad de las balas, nubes ardientes capaces de desintegrarlo todo y derrames de lodos que se solidifican con la misma consistencia que el cemento. La diferencia es la probabilidad de que ocurra. En la zona de mayor peligro ha sucedido dos veces cada diez mil años. En la zona de peligro moderado, diez veces cada quince mil años. Y en la zona de peligro menor, diez durante los últimos cuarenta mil años.

El Cupreder fue fundado por investigadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en 1995, tras ese primer despertar volcánico, y desde entonces ha hecho la investigación social y territorial que no alcanza a cubrir el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) ni el comité científico que lo asesora. Durante aquellos años en los que no existían drones con lectores infrarrojos ni infrasónicos, el Cupreder organizó una red de observadores integrada por vecinos de comunidades cercanas. Si el Popocatépetl arrojaba ceniza o fumarolas, el rumor se prodigaba de pueblo en pueblo hasta llegar a oídos de los investigadores universitarios, que notificaban a todos los demás.

Una de las investigadoras del Cupreder, la doctora en Procesos Territoriales Mónica Érika Olvera Nava, es autora de un estudio que registra el crecimiento anual de la mancha urbana del municipio de San Nicolás de los Ranchos, donde se encuentra asentada la localidad de Santiago Xalitzintla. Su investigación advierte que el uso de suelo ha sido modificado sin reparos por las autoridades municipales y, al mismo tiempo, la lotificación y venta de terrenos para construir fraccionamientos campestres o villas turísticas se ha hecho cada vez más frecuente. El Instituto Nacional de Geografía y Estadística también ubica 137 negocios distintos en el municipio, entre tortillerías, panaderías, talleres textiles, herrerías y fábricas de materiales de concreto.

La proyección de la doctora Olvera es que, entre los años 2000 y 2024, la zona urbana en este municipio creció en 34.79%, mientras que los bosques conservados habrán perdido 30.54% de su superficie, al pasar de 2,682 hectáreas a 1,863.

A nivel federal también han cortado más leña para esta hoguera. Desde el sexenio de Felipe Calderón hasta el de Andrés Manuel López Obrador se ha intentado echar a andar un gasoducto de 172 kilómetros que atraviesa Morelos, Puebla y Tlaxcala, aunque 13.3% de su extensión se ubique en la zona de riesgo moderado del Popocatépetl y otro 45.3% en la de riesgo menor.

—A lo largo de estos veinte años hemos visto que la zona de los volcanes se sigue entregando a un proceso de conurbación y de industrialización impresionante —insiste López García—. Este crecimiento urbano amerita que la planificación para reaccionar a una emergencia se renueve constantemente. Pero lo que ocurre es que seguimos reaccionando al momento de la emergencia. Hemos perdido la oportunidad de hacer una gestión constante del riesgo que implica vivir junto a un volcán activo.

Cuando se observan en una línea de tiempo los episodios de actividad que el Popocatépetl ha tenido durante los últimos veinte años —trece episodios en los que el semáforo ha pasado de Amarillo Fase 2 a Amarillo Fase 3 y de vuelta a Fase 2, como un péndulo oscilando al flujo del magma— resulta pasmosa la cotidianidad con que han ocurrido estos cambios en la región. Todo marcha igual, hasta que cierto día al volcán le da por exhalar una vez más. Entonces aparecen los políticos, los soldados, los policías, los funcionarios, los periodistas...

Y después se van. Barren, o fingen que barren, y se van.

Popocatépetl.
Las calles con polvo de ceniza emitido por el volcán Popocatepetl en el municipio de Santiago Santiago Xalitzintla, en el estado de Puebla. Fotografía de
Luis Barron/Reuters.

La ruta del ciempiés


Tres días después de la explosión del viernes 19, el ciempiés estatal marcha por la segunda ruta de evacuación prevista en caso de catástrofe. En total son diez rutas que tienen una extensión conjunta de 270 kilómetros, pero en los últimos cinco años se han realizado obras de rehabilitación por 88 millones de pesos en solo seis, las de mayor densidad poblacional.

El ciempiés es una multitud de funcionarios, brigadistas, militares, policías, enfermeros, diputados y burócratas que caminan a trompicones por las aulas, canchas y pasillos de una escuela en el municipio de San Andrés Cholula, a 34 kilómetros del Popocatépetl, que ha sido adaptada como refugio temporal.

El refugio lo tiene casi todo. Consultorios, unidades médicas, cocinas, y áreas de juegos, para dar terapia infantil o talleres, y así atender a alrededor de cuatrocientas personas. Y lo más importante es que, según las autoridades, otros 204 sitios podrían adecuarse para refugiar a poco más de 78 mil personas.

Pero, para la tarde siguiente, el mobiliario del albergue ya ha desaparecido. Ni consultorios, ni talleres, ni cocinas, ni terapia, nada. El gobernador Sergio Salomón Céspedes Peregrina justifica después, en una conferencia de prensa, que los refugios no existen, pero que, en caso de ser necesarios, se habilitarían en un plazo de doce horas con los servicios básicos.

De tal modo que el recorrido fue una demostración de cómo funcionaría un albergue hipotético en una contingencia que es real.

Cuando el ciempiés se dirige hacia la plaza de Santiago Xalitzintla, el último enclave de la segunda ruta de evacuación, la población ya los espera con un manojo de reclamos conocidos. Porque cada vez que una fumarola asoma por el pico del Popocatépetl, lo hacen también las quejas por el estado de la carretera, por sus baches, su falta de señalética y los más de treinta topes distribuidos a lo largo del camino.

Pero Céspedes zanja los reclamos con una frase:

—No podemos intervenir ahorita algo de fondo porque nos llevaríamos meses. Sin embargo, las carreteras están en las condiciones óptimas para poder realizar este desalojo —dice, y la multitud no responde nada más.

No lo cree así Humberto Chalchi, que me explica a gritos y en medio de una cumbia, por qué cree que sería imposible evacuar a los 14 mil seres humanos que habitan en las comunidades circundantes a esta ruta. Y lo sostiene con la autoridad de sus veinte años al volante de un autobús, sus sesenta y pico como habitante de Santiago Xalitzintla y su experiencia durante la evacuación de finales del año 2000.

—Imagínate que el volcán empieza a hacer feo y nos vamos por la carretera. Obviamente nos encontraremos de frente con los otros carros que vengan a rescatarnos. El problema es que casi nadie tiene vehículos nuevos y dudo que tengan chisgueteros para limpiar el parabrisas. Con la ceniza nos vamos a tener que parar a limpiar y eso va a generar tráfico y nadie va a avanzar.

Este martes 23 de mayo el hermano de Humberto, Mario Chalchi, ofrece un festín que ni siquiera el volcán, con su ferocidad a medias, ha conseguido suspender. Mario es uno de los veinticuatro mayordomos del pueblo, un sistema de organización religiosa que atiende las festividades de los santos patronos. Esta tarde se celebra a Santiago Aparicio, el santo que apareció en un cerro del que brotó un manantial. Y aunque hace años el agua dejó de correr, el mito sigue fluyendo. Del mismo modo que la creencia en los tiemperos, los hombres que son capaces de hablar con los volcanes en sueños.

En la fiesta se reparte cerveza y tequila entre doscientos invitados, se sirven platos de mole y bajo una carpa se baila cumbia al ritmo de un grupo que toca desde un modesto escenario.

—En la carretera de Xalitzintla se haría un cuello de botella. Lo que se necesita es un bulevar, una ampliación. ¡Ya mero que el volcán nos va a esperar! Si no, nomás acuérdate de lo que pasó en la otra evacuación —desgañita Chalchi en mi oído.

Como no lo recuerdo, Humberto me lo cuenta: aquella noche de finales de diciembre del 2000, los directivos de la Secretaría de Transporte estatal le ordenaron que manejara hasta la comunidad de San Pedro Benito Juárez, en el municipio de Atlixco y en la séptima ruta de evacuación. Pero avanzar de la cabecera a la comunidad le tomó tres horas, el doble de lo que le habría llevado en un día común.

El problema es que el ritmo de las emergencias volcánicas puede no fluir al ritmo de las horas sino al de los minutos, según las condiciones que se presenten.

A finales del 2000 y principios del 2001, se registró una fumarola de diez kilómetros de altura que habría sido fatal para las comunidades, si el curso de los acontecimientos hubiera sido distinto.

—Era de las más grandes que hemos tenido hasta ahora. Pero lo que pasó es que esa nube ardiente fundió parte del glaciar y se convirtió en lahar, la mezcla de ceniza y fragmentos que es un lodo, aunque se comporta como un cemento. La nube ardiente, o el flujo piroclástico, son gases con fragmentos muy rápidos. Recuerdo haber comentado en el 2000 que eso tardaría menos de cinco minutos en llegar a las primeras poblaciones, y fue una de las razones por las que vimos la peligrosidad de esta explosión —recuerda Ana Lillian Martin Del Pozzo, integrante del comité científico asesor del Cenapred.

El 15 de diciembre de aquel año se trazó un radio de seguridad de trece kilómetros y se evacuó a 41 mil personas, incluso de poblaciones más alejadas de este perímetro de riesgo. Y en una de esas lentas vías de escape iba, precisamente, Humberto.

Ahora está seguro de que ese embotellamiento pasaría aquí también, y está pensando en mudarse a Huejotzingo, que está al doble de kilómetros de distancia del Popocatépetl que su pueblo natal. Su pronóstico contrasta con toda esta celebración en donde, ahora mismo, las personas forman una fila y se menean al ritmo de una tonada tropical. Nada sugiere la agitación que ha tenido aquel vecino caprichoso durante los últimos días, hasta que Daniel, un chico de veintipocos que reparte chorritos de tequila en vasos de plástico, me pregunta qué opino del tremor del volcán.

–¿Estuviste aquí ayer en la noche? ¿Cómo se sintió el rugido? Es que nosotros ya nos acostumbramos y no sé si para ustedes es muy fuerte o no. ¿Cómo lo escuchaste?

Las diez rutas de evacuación en Puebla están pensadas para desalojar a 129,916 personas que se encuentran en zonas de peligro mayor y moderado. Pero, como ocurre con la carretera de Santiago Xalitzintla, “pocas son las mejoras y [el] mantenimiento que se les han realizado; se les han agregado más topes y construcciones habitacionales que afectan su operación”, según un diagnóstico presentado días atrás por el Colegio de Ingenieros Civiles del estado.

—Hay un problema con las esquinas de algunas de estas rutas, pues un camión tendría que dar entre tres y cuatro vueltas para poder pasar. Es una circunstancia completamente inoperable —abunda el ingeniero Jesús Ramiro Díaz, coordinador del Comité de Vías Terrestres del mismo colegio—. También hay que considerar que, aunque hay más vehículos, también hay más personas y no se ha realizado un análisis del crecimiento de estas poblaciones.

Días antes, la Secretaría de Movilidad y Transporte local calculó que, en un plazo relativamente inmediato, el gobierno estatal, el ejército y la Guardia Nacional podían trasladar a 12,200 personas. Esto es menos de una cuarta parte de la población asentada en las zonas de mayor peligro. Para desalojarlos a todos, el gobierno depende, en su mayoría, de la buena voluntad de los automovilistas privados.

La Coordinación General de Protección Civil dijo que esta tarea de evacuación podría tomar 48 horas, pero después, sin aclarar qué había cambiado, aseguró que solo sería la mitad: un día entero movilizando gente, a trompicones, en carreteras estrechas, a vuelta de rueda…

Una operación de rescate a la velocidad del ciempiés.

El final de la emergencia


El 25 de mayo la Secretaría de la Marina consigue, al fin, echar a andar un dron, transportado en dos tráileres, que permite observar el posible domo que se ha formado en el Popocatépetl durante estos días. El domo es un tapón de lava en el cráter que acumula la presión hasta que los gases lo trituran y lo lanzan en forma de proyectiles o ceniza.

Pero la noticia después del sobrevuelo es que no hay domo alguno y aunque la ceniza seguirá propagándose durante algunos meses, según los pronósticos del Cenapred, el riesgo parece haber llegado a su fin.

Aquel polvo que nos mancha la cara es resultado de un proceso que se repetirá sin una temporalidad aparente, pero hasta el fin de la humanidad.

—La ceniza es cambiante y su función en la tierra depende de qué tan pegados tenga los gases que la conforman. Se puede decir que a la larga es benéfico, porque puede tener potasio, calcio y minerales que son ricos para el suelo agrícola —explica Ana Lillian Martin Del Pozzo, en una conferencia de prensa desde la BUAP.

Entre los seres humanos, la ceniza no resulta inocua. Las consultas por conjuntivitis y enfermedades respiratorias a lo largo de los primeros siete días de actividad volcánica de este año aumentaron 85% y 135% con respecto a la misma semana del 2022, según datos de las autoridades estatales. Y en las 84 unidades médicas instaladas en la región del Izta-Popo se detectaron en un solo día, el 22 de mayo, 42 casos de rinitis alérgica, 133 laringitis, dieciséis conjuntivitis y una dermatitis por contacto.

Cuesta pensar que, en todo este tiempo, no se haya realizado un estudio médico que dé seguimiento a las afectaciones que produce la ceniza entre las comunidades más cercanas. Aunque el secretario de Salud en el estado, José Antonio Martínez, asegura que a raíz de lo acontecido en estos días se iniciará un estudio “único” en el país con estas características.

—Se llama volcanoconiosis, y para que se dé esta patología, la población debe haber estado expuesta por lo menos de diez a quince años. Vamos a tener un diagnóstico situacional para saber si el volcán ya produjo esta afectación en los pulmones, sobre todo porque hay quienes llevan hasta treinta años viviendo cerca —explica.

El funcionario equipara la volcanoconiosis con la neumoconiosis, una enfermedad muy común entre los mineros de carbón que provoca dificultad para respirar, flemas color negro y riesgo de cáncer de pulmón entre aquellos que estén expuestos también a gases de escape de motores de diésel.

La cuestión es que, aunque estas localidades están más cerca del Popocatépetl, eso no necesariamente significa que estén más expuestas a la ceniza. El aire puede trasladarla a ciudades que están a cuarenta kilómetros de distancia y la trayectoria puede cambiar según las estaciones del año, de acuerdo con Martin del Pozzo.

Con suerte, quizá sabremos los resultados del estudio clínico en la próxima emergencia por el volcán.

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Hasta que el volcán nos alcance

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La emergencia por el Popocatépetl ha vuelto a extinguirse, por lo tanto, volveremos a olvidar a quienes viven cerca de él —poblaciones vulnerables, en crecimiento, que no siempre están al tanto del plan para la contingencia—. Saben que la huida sería pasmosa por el estado de las rutas de evacuación y a la fecha ni siquiera hay un estudio sobre cómo la exposición continua a las cenizas ha afectado los pulmones de los habitantes. El Popocatépetl nos concedió más tiempo, por ahora.

Los soldados barren con enjundia, pero sin método. Avientan el cepillo de la escoba hacia cualquier lado, incluso en dirección opuesta, y ni así levantan una mota de polvo, de ceniza. No es por la lluvia que cae esta tarde sobre Santiago Xalitzintla, el pueblo más cercano al Popocatépetl, que la faena resulta inútil. Es porque no tienen qué barrer. Hace rato que apartaron y recogieron de la plaza los restos pulverizados y escupidos por el volcán. Lo que están haciendo ahora es, más bien, un gesto coreográfico para la entrevista que un noticiero de televisión realiza a su sargento. Una puesta en escena donde ellos, veinte hombres uniformados, son los personajes color olivo del fondo.

La señora Andrea Cortés, de setenta y tres años, los mira de pie desde el zaguán de su casa, una construcción de dos pisos que hace veintidós años, cuando ocurrió la explosión volcánica más intensa registrada en el último siglo, era tan solo un pequeño jacal sostenido con varillas. Aquella vez, entre finales del 2000 y principios del 2001, terminó durmiendo durante ocho días en una escuela que se convirtió en refugio temporal. Ahora quiere saber a qué albergue tendría que acudir en caso de ser necesario y se lo pregunta al que barre más cerca de su zaguán.

Ella conoce un refugio que está a diez minutos, en lo alto de un cerro al costado del pueblo. Se levantó en 1999, pero quizá no era muy lógico construir un albergue en la zona de mayor riesgo volcánico y por eso nunca ha sido utilizado como tal. Con los años se robaron los catres, un par de puertas y los inodoros que tenía instalados. Hace tiempo que las farolas del camino al cerro dejaron de funcionar y por eso cree que si al Popocatépetl se le ocurriera hacer erupción esta noche, sería más probable caer por las barrancas que bordean el refugio que llegar a él.

El soldado le responde que no, que no lo sabe, pero tampoco pregunta entre los demás, tan dedicados a la vigorosa tarea de fingir que barren. Toda esta escena dura unos cinco minutos, hasta que la cámara se apaga y el pelotón desaparece a bordo de sus camionetas, y la señora Andrea no sabe a quién más preguntar.

Los nuevos pobladores del volcán


Desde 1994, cuando el Popocatépetl despertó tras ochenta años de inactividad, hasta la última fumarola exhalada el día de hoy, la medición y el trabajo científicos en torno al volcán se han hecho mucho más precisos. Los dispositivos tecnológicos detectan en tiempo real valores de gases, temperatura, energía, sonido, actividad sísmica, magnetismo e imágenes que, si bien no sirven de nada para evitar una erupción, son útiles para hacer pronósticos sobre el riesgo a corto y mediano plazo.

Con ese cálculo, los científicos dijeron que las explosiones de estos días no eran tan graves como las del 2001, que la evacuación no sería necesaria y el lunes 29 de mayo, diez días después de la primera erupción importante del año, se ha decidido que las escuelas pueden volver a clases presenciales. Quiere decir que el riesgo inminente se ha disipado.

Lo que no ha cambiado en este tiempo es la vulnerabilidad de las personas que viven cerca del Popocatépetl. Entre los dos últimos censos poblacionales, pasaron de ser 49,603 a 56,394 habitantes, asentados en las veinticuatro comunidades de Puebla que se consideran de mayor riesgo.

En estos casi treinta años, a las personas mayores no se les ha explicado cuál es el alcance del plan de emergencia y para las más jóvenes, toda una generación de chicos en sus veintes, la evacuación es solo una anécdota familiar. Estos años han sido prácticamente tiempo perdido en este aspecto, dice la subdirectora del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales (Cupreder), Alejandra López García.

—No hemos aprovechado las experiencias de las evacuaciones del 94, del 2000 y del 2001 para consolidar un mensaje constante entre la población que está en la zona de alto o mediano riesgo sobre qué hacer en caso de una evacuación o cómo planificarla —apunta.

Hay tres zonas de peligro contempladas en los planes de emergencia y en todas se consideran las mismas amenazas: caída de piedras a la velocidad de las balas, nubes ardientes capaces de desintegrarlo todo y derrames de lodos que se solidifican con la misma consistencia que el cemento. La diferencia es la probabilidad de que ocurra. En la zona de mayor peligro ha sucedido dos veces cada diez mil años. En la zona de peligro moderado, diez veces cada quince mil años. Y en la zona de peligro menor, diez durante los últimos cuarenta mil años.

El Cupreder fue fundado por investigadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en 1995, tras ese primer despertar volcánico, y desde entonces ha hecho la investigación social y territorial que no alcanza a cubrir el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) ni el comité científico que lo asesora. Durante aquellos años en los que no existían drones con lectores infrarrojos ni infrasónicos, el Cupreder organizó una red de observadores integrada por vecinos de comunidades cercanas. Si el Popocatépetl arrojaba ceniza o fumarolas, el rumor se prodigaba de pueblo en pueblo hasta llegar a oídos de los investigadores universitarios, que notificaban a todos los demás.

Una de las investigadoras del Cupreder, la doctora en Procesos Territoriales Mónica Érika Olvera Nava, es autora de un estudio que registra el crecimiento anual de la mancha urbana del municipio de San Nicolás de los Ranchos, donde se encuentra asentada la localidad de Santiago Xalitzintla. Su investigación advierte que el uso de suelo ha sido modificado sin reparos por las autoridades municipales y, al mismo tiempo, la lotificación y venta de terrenos para construir fraccionamientos campestres o villas turísticas se ha hecho cada vez más frecuente. El Instituto Nacional de Geografía y Estadística también ubica 137 negocios distintos en el municipio, entre tortillerías, panaderías, talleres textiles, herrerías y fábricas de materiales de concreto.

La proyección de la doctora Olvera es que, entre los años 2000 y 2024, la zona urbana en este municipio creció en 34.79%, mientras que los bosques conservados habrán perdido 30.54% de su superficie, al pasar de 2,682 hectáreas a 1,863.

A nivel federal también han cortado más leña para esta hoguera. Desde el sexenio de Felipe Calderón hasta el de Andrés Manuel López Obrador se ha intentado echar a andar un gasoducto de 172 kilómetros que atraviesa Morelos, Puebla y Tlaxcala, aunque 13.3% de su extensión se ubique en la zona de riesgo moderado del Popocatépetl y otro 45.3% en la de riesgo menor.

—A lo largo de estos veinte años hemos visto que la zona de los volcanes se sigue entregando a un proceso de conurbación y de industrialización impresionante —insiste López García—. Este crecimiento urbano amerita que la planificación para reaccionar a una emergencia se renueve constantemente. Pero lo que ocurre es que seguimos reaccionando al momento de la emergencia. Hemos perdido la oportunidad de hacer una gestión constante del riesgo que implica vivir junto a un volcán activo.

Cuando se observan en una línea de tiempo los episodios de actividad que el Popocatépetl ha tenido durante los últimos veinte años —trece episodios en los que el semáforo ha pasado de Amarillo Fase 2 a Amarillo Fase 3 y de vuelta a Fase 2, como un péndulo oscilando al flujo del magma— resulta pasmosa la cotidianidad con que han ocurrido estos cambios en la región. Todo marcha igual, hasta que cierto día al volcán le da por exhalar una vez más. Entonces aparecen los políticos, los soldados, los policías, los funcionarios, los periodistas...

Y después se van. Barren, o fingen que barren, y se van.

Popocatépetl.
Las calles con polvo de ceniza emitido por el volcán Popocatepetl en el municipio de Santiago Santiago Xalitzintla, en el estado de Puebla. Fotografía de
Luis Barron/Reuters.

La ruta del ciempiés


Tres días después de la explosión del viernes 19, el ciempiés estatal marcha por la segunda ruta de evacuación prevista en caso de catástrofe. En total son diez rutas que tienen una extensión conjunta de 270 kilómetros, pero en los últimos cinco años se han realizado obras de rehabilitación por 88 millones de pesos en solo seis, las de mayor densidad poblacional.

El ciempiés es una multitud de funcionarios, brigadistas, militares, policías, enfermeros, diputados y burócratas que caminan a trompicones por las aulas, canchas y pasillos de una escuela en el municipio de San Andrés Cholula, a 34 kilómetros del Popocatépetl, que ha sido adaptada como refugio temporal.

El refugio lo tiene casi todo. Consultorios, unidades médicas, cocinas, y áreas de juegos, para dar terapia infantil o talleres, y así atender a alrededor de cuatrocientas personas. Y lo más importante es que, según las autoridades, otros 204 sitios podrían adecuarse para refugiar a poco más de 78 mil personas.

Pero, para la tarde siguiente, el mobiliario del albergue ya ha desaparecido. Ni consultorios, ni talleres, ni cocinas, ni terapia, nada. El gobernador Sergio Salomón Céspedes Peregrina justifica después, en una conferencia de prensa, que los refugios no existen, pero que, en caso de ser necesarios, se habilitarían en un plazo de doce horas con los servicios básicos.

De tal modo que el recorrido fue una demostración de cómo funcionaría un albergue hipotético en una contingencia que es real.

Cuando el ciempiés se dirige hacia la plaza de Santiago Xalitzintla, el último enclave de la segunda ruta de evacuación, la población ya los espera con un manojo de reclamos conocidos. Porque cada vez que una fumarola asoma por el pico del Popocatépetl, lo hacen también las quejas por el estado de la carretera, por sus baches, su falta de señalética y los más de treinta topes distribuidos a lo largo del camino.

Pero Céspedes zanja los reclamos con una frase:

—No podemos intervenir ahorita algo de fondo porque nos llevaríamos meses. Sin embargo, las carreteras están en las condiciones óptimas para poder realizar este desalojo —dice, y la multitud no responde nada más.

No lo cree así Humberto Chalchi, que me explica a gritos y en medio de una cumbia, por qué cree que sería imposible evacuar a los 14 mil seres humanos que habitan en las comunidades circundantes a esta ruta. Y lo sostiene con la autoridad de sus veinte años al volante de un autobús, sus sesenta y pico como habitante de Santiago Xalitzintla y su experiencia durante la evacuación de finales del año 2000.

—Imagínate que el volcán empieza a hacer feo y nos vamos por la carretera. Obviamente nos encontraremos de frente con los otros carros que vengan a rescatarnos. El problema es que casi nadie tiene vehículos nuevos y dudo que tengan chisgueteros para limpiar el parabrisas. Con la ceniza nos vamos a tener que parar a limpiar y eso va a generar tráfico y nadie va a avanzar.

Este martes 23 de mayo el hermano de Humberto, Mario Chalchi, ofrece un festín que ni siquiera el volcán, con su ferocidad a medias, ha conseguido suspender. Mario es uno de los veinticuatro mayordomos del pueblo, un sistema de organización religiosa que atiende las festividades de los santos patronos. Esta tarde se celebra a Santiago Aparicio, el santo que apareció en un cerro del que brotó un manantial. Y aunque hace años el agua dejó de correr, el mito sigue fluyendo. Del mismo modo que la creencia en los tiemperos, los hombres que son capaces de hablar con los volcanes en sueños.

En la fiesta se reparte cerveza y tequila entre doscientos invitados, se sirven platos de mole y bajo una carpa se baila cumbia al ritmo de un grupo que toca desde un modesto escenario.

—En la carretera de Xalitzintla se haría un cuello de botella. Lo que se necesita es un bulevar, una ampliación. ¡Ya mero que el volcán nos va a esperar! Si no, nomás acuérdate de lo que pasó en la otra evacuación —desgañita Chalchi en mi oído.

Como no lo recuerdo, Humberto me lo cuenta: aquella noche de finales de diciembre del 2000, los directivos de la Secretaría de Transporte estatal le ordenaron que manejara hasta la comunidad de San Pedro Benito Juárez, en el municipio de Atlixco y en la séptima ruta de evacuación. Pero avanzar de la cabecera a la comunidad le tomó tres horas, el doble de lo que le habría llevado en un día común.

El problema es que el ritmo de las emergencias volcánicas puede no fluir al ritmo de las horas sino al de los minutos, según las condiciones que se presenten.

A finales del 2000 y principios del 2001, se registró una fumarola de diez kilómetros de altura que habría sido fatal para las comunidades, si el curso de los acontecimientos hubiera sido distinto.

—Era de las más grandes que hemos tenido hasta ahora. Pero lo que pasó es que esa nube ardiente fundió parte del glaciar y se convirtió en lahar, la mezcla de ceniza y fragmentos que es un lodo, aunque se comporta como un cemento. La nube ardiente, o el flujo piroclástico, son gases con fragmentos muy rápidos. Recuerdo haber comentado en el 2000 que eso tardaría menos de cinco minutos en llegar a las primeras poblaciones, y fue una de las razones por las que vimos la peligrosidad de esta explosión —recuerda Ana Lillian Martin Del Pozzo, integrante del comité científico asesor del Cenapred.

El 15 de diciembre de aquel año se trazó un radio de seguridad de trece kilómetros y se evacuó a 41 mil personas, incluso de poblaciones más alejadas de este perímetro de riesgo. Y en una de esas lentas vías de escape iba, precisamente, Humberto.

Ahora está seguro de que ese embotellamiento pasaría aquí también, y está pensando en mudarse a Huejotzingo, que está al doble de kilómetros de distancia del Popocatépetl que su pueblo natal. Su pronóstico contrasta con toda esta celebración en donde, ahora mismo, las personas forman una fila y se menean al ritmo de una tonada tropical. Nada sugiere la agitación que ha tenido aquel vecino caprichoso durante los últimos días, hasta que Daniel, un chico de veintipocos que reparte chorritos de tequila en vasos de plástico, me pregunta qué opino del tremor del volcán.

–¿Estuviste aquí ayer en la noche? ¿Cómo se sintió el rugido? Es que nosotros ya nos acostumbramos y no sé si para ustedes es muy fuerte o no. ¿Cómo lo escuchaste?

Las diez rutas de evacuación en Puebla están pensadas para desalojar a 129,916 personas que se encuentran en zonas de peligro mayor y moderado. Pero, como ocurre con la carretera de Santiago Xalitzintla, “pocas son las mejoras y [el] mantenimiento que se les han realizado; se les han agregado más topes y construcciones habitacionales que afectan su operación”, según un diagnóstico presentado días atrás por el Colegio de Ingenieros Civiles del estado.

—Hay un problema con las esquinas de algunas de estas rutas, pues un camión tendría que dar entre tres y cuatro vueltas para poder pasar. Es una circunstancia completamente inoperable —abunda el ingeniero Jesús Ramiro Díaz, coordinador del Comité de Vías Terrestres del mismo colegio—. También hay que considerar que, aunque hay más vehículos, también hay más personas y no se ha realizado un análisis del crecimiento de estas poblaciones.

Días antes, la Secretaría de Movilidad y Transporte local calculó que, en un plazo relativamente inmediato, el gobierno estatal, el ejército y la Guardia Nacional podían trasladar a 12,200 personas. Esto es menos de una cuarta parte de la población asentada en las zonas de mayor peligro. Para desalojarlos a todos, el gobierno depende, en su mayoría, de la buena voluntad de los automovilistas privados.

La Coordinación General de Protección Civil dijo que esta tarea de evacuación podría tomar 48 horas, pero después, sin aclarar qué había cambiado, aseguró que solo sería la mitad: un día entero movilizando gente, a trompicones, en carreteras estrechas, a vuelta de rueda…

Una operación de rescate a la velocidad del ciempiés.

El final de la emergencia


El 25 de mayo la Secretaría de la Marina consigue, al fin, echar a andar un dron, transportado en dos tráileres, que permite observar el posible domo que se ha formado en el Popocatépetl durante estos días. El domo es un tapón de lava en el cráter que acumula la presión hasta que los gases lo trituran y lo lanzan en forma de proyectiles o ceniza.

Pero la noticia después del sobrevuelo es que no hay domo alguno y aunque la ceniza seguirá propagándose durante algunos meses, según los pronósticos del Cenapred, el riesgo parece haber llegado a su fin.

Aquel polvo que nos mancha la cara es resultado de un proceso que se repetirá sin una temporalidad aparente, pero hasta el fin de la humanidad.

—La ceniza es cambiante y su función en la tierra depende de qué tan pegados tenga los gases que la conforman. Se puede decir que a la larga es benéfico, porque puede tener potasio, calcio y minerales que son ricos para el suelo agrícola —explica Ana Lillian Martin Del Pozzo, en una conferencia de prensa desde la BUAP.

Entre los seres humanos, la ceniza no resulta inocua. Las consultas por conjuntivitis y enfermedades respiratorias a lo largo de los primeros siete días de actividad volcánica de este año aumentaron 85% y 135% con respecto a la misma semana del 2022, según datos de las autoridades estatales. Y en las 84 unidades médicas instaladas en la región del Izta-Popo se detectaron en un solo día, el 22 de mayo, 42 casos de rinitis alérgica, 133 laringitis, dieciséis conjuntivitis y una dermatitis por contacto.

Cuesta pensar que, en todo este tiempo, no se haya realizado un estudio médico que dé seguimiento a las afectaciones que produce la ceniza entre las comunidades más cercanas. Aunque el secretario de Salud en el estado, José Antonio Martínez, asegura que a raíz de lo acontecido en estos días se iniciará un estudio “único” en el país con estas características.

—Se llama volcanoconiosis, y para que se dé esta patología, la población debe haber estado expuesta por lo menos de diez a quince años. Vamos a tener un diagnóstico situacional para saber si el volcán ya produjo esta afectación en los pulmones, sobre todo porque hay quienes llevan hasta treinta años viviendo cerca —explica.

El funcionario equipara la volcanoconiosis con la neumoconiosis, una enfermedad muy común entre los mineros de carbón que provoca dificultad para respirar, flemas color negro y riesgo de cáncer de pulmón entre aquellos que estén expuestos también a gases de escape de motores de diésel.

La cuestión es que, aunque estas localidades están más cerca del Popocatépetl, eso no necesariamente significa que estén más expuestas a la ceniza. El aire puede trasladarla a ciudades que están a cuarenta kilómetros de distancia y la trayectoria puede cambiar según las estaciones del año, de acuerdo con Martin del Pozzo.

Con suerte, quizá sabremos los resultados del estudio clínico en la próxima emergencia por el volcán.

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Volcán Popocatépetl. Fotografía de Celacanto/ Reuters.

Hasta que el volcán nos alcance

Hasta que el volcán nos alcance

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La emergencia por el Popocatépetl ha vuelto a extinguirse, por lo tanto, volveremos a olvidar a quienes viven cerca de él —poblaciones vulnerables, en crecimiento, que no siempre están al tanto del plan para la contingencia—. Saben que la huida sería pasmosa por el estado de las rutas de evacuación y a la fecha ni siquiera hay un estudio sobre cómo la exposición continua a las cenizas ha afectado los pulmones de los habitantes. El Popocatépetl nos concedió más tiempo, por ahora.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Los soldados barren con enjundia, pero sin método. Avientan el cepillo de la escoba hacia cualquier lado, incluso en dirección opuesta, y ni así levantan una mota de polvo, de ceniza. No es por la lluvia que cae esta tarde sobre Santiago Xalitzintla, el pueblo más cercano al Popocatépetl, que la faena resulta inútil. Es porque no tienen qué barrer. Hace rato que apartaron y recogieron de la plaza los restos pulverizados y escupidos por el volcán. Lo que están haciendo ahora es, más bien, un gesto coreográfico para la entrevista que un noticiero de televisión realiza a su sargento. Una puesta en escena donde ellos, veinte hombres uniformados, son los personajes color olivo del fondo.

La señora Andrea Cortés, de setenta y tres años, los mira de pie desde el zaguán de su casa, una construcción de dos pisos que hace veintidós años, cuando ocurrió la explosión volcánica más intensa registrada en el último siglo, era tan solo un pequeño jacal sostenido con varillas. Aquella vez, entre finales del 2000 y principios del 2001, terminó durmiendo durante ocho días en una escuela que se convirtió en refugio temporal. Ahora quiere saber a qué albergue tendría que acudir en caso de ser necesario y se lo pregunta al que barre más cerca de su zaguán.

Ella conoce un refugio que está a diez minutos, en lo alto de un cerro al costado del pueblo. Se levantó en 1999, pero quizá no era muy lógico construir un albergue en la zona de mayor riesgo volcánico y por eso nunca ha sido utilizado como tal. Con los años se robaron los catres, un par de puertas y los inodoros que tenía instalados. Hace tiempo que las farolas del camino al cerro dejaron de funcionar y por eso cree que si al Popocatépetl se le ocurriera hacer erupción esta noche, sería más probable caer por las barrancas que bordean el refugio que llegar a él.

El soldado le responde que no, que no lo sabe, pero tampoco pregunta entre los demás, tan dedicados a la vigorosa tarea de fingir que barren. Toda esta escena dura unos cinco minutos, hasta que la cámara se apaga y el pelotón desaparece a bordo de sus camionetas, y la señora Andrea no sabe a quién más preguntar.

Los nuevos pobladores del volcán


Desde 1994, cuando el Popocatépetl despertó tras ochenta años de inactividad, hasta la última fumarola exhalada el día de hoy, la medición y el trabajo científicos en torno al volcán se han hecho mucho más precisos. Los dispositivos tecnológicos detectan en tiempo real valores de gases, temperatura, energía, sonido, actividad sísmica, magnetismo e imágenes que, si bien no sirven de nada para evitar una erupción, son útiles para hacer pronósticos sobre el riesgo a corto y mediano plazo.

Con ese cálculo, los científicos dijeron que las explosiones de estos días no eran tan graves como las del 2001, que la evacuación no sería necesaria y el lunes 29 de mayo, diez días después de la primera erupción importante del año, se ha decidido que las escuelas pueden volver a clases presenciales. Quiere decir que el riesgo inminente se ha disipado.

Lo que no ha cambiado en este tiempo es la vulnerabilidad de las personas que viven cerca del Popocatépetl. Entre los dos últimos censos poblacionales, pasaron de ser 49,603 a 56,394 habitantes, asentados en las veinticuatro comunidades de Puebla que se consideran de mayor riesgo.

En estos casi treinta años, a las personas mayores no se les ha explicado cuál es el alcance del plan de emergencia y para las más jóvenes, toda una generación de chicos en sus veintes, la evacuación es solo una anécdota familiar. Estos años han sido prácticamente tiempo perdido en este aspecto, dice la subdirectora del Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales (Cupreder), Alejandra López García.

—No hemos aprovechado las experiencias de las evacuaciones del 94, del 2000 y del 2001 para consolidar un mensaje constante entre la población que está en la zona de alto o mediano riesgo sobre qué hacer en caso de una evacuación o cómo planificarla —apunta.

Hay tres zonas de peligro contempladas en los planes de emergencia y en todas se consideran las mismas amenazas: caída de piedras a la velocidad de las balas, nubes ardientes capaces de desintegrarlo todo y derrames de lodos que se solidifican con la misma consistencia que el cemento. La diferencia es la probabilidad de que ocurra. En la zona de mayor peligro ha sucedido dos veces cada diez mil años. En la zona de peligro moderado, diez veces cada quince mil años. Y en la zona de peligro menor, diez durante los últimos cuarenta mil años.

El Cupreder fue fundado por investigadores de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) en 1995, tras ese primer despertar volcánico, y desde entonces ha hecho la investigación social y territorial que no alcanza a cubrir el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) ni el comité científico que lo asesora. Durante aquellos años en los que no existían drones con lectores infrarrojos ni infrasónicos, el Cupreder organizó una red de observadores integrada por vecinos de comunidades cercanas. Si el Popocatépetl arrojaba ceniza o fumarolas, el rumor se prodigaba de pueblo en pueblo hasta llegar a oídos de los investigadores universitarios, que notificaban a todos los demás.

Una de las investigadoras del Cupreder, la doctora en Procesos Territoriales Mónica Érika Olvera Nava, es autora de un estudio que registra el crecimiento anual de la mancha urbana del municipio de San Nicolás de los Ranchos, donde se encuentra asentada la localidad de Santiago Xalitzintla. Su investigación advierte que el uso de suelo ha sido modificado sin reparos por las autoridades municipales y, al mismo tiempo, la lotificación y venta de terrenos para construir fraccionamientos campestres o villas turísticas se ha hecho cada vez más frecuente. El Instituto Nacional de Geografía y Estadística también ubica 137 negocios distintos en el municipio, entre tortillerías, panaderías, talleres textiles, herrerías y fábricas de materiales de concreto.

La proyección de la doctora Olvera es que, entre los años 2000 y 2024, la zona urbana en este municipio creció en 34.79%, mientras que los bosques conservados habrán perdido 30.54% de su superficie, al pasar de 2,682 hectáreas a 1,863.

A nivel federal también han cortado más leña para esta hoguera. Desde el sexenio de Felipe Calderón hasta el de Andrés Manuel López Obrador se ha intentado echar a andar un gasoducto de 172 kilómetros que atraviesa Morelos, Puebla y Tlaxcala, aunque 13.3% de su extensión se ubique en la zona de riesgo moderado del Popocatépetl y otro 45.3% en la de riesgo menor.

—A lo largo de estos veinte años hemos visto que la zona de los volcanes se sigue entregando a un proceso de conurbación y de industrialización impresionante —insiste López García—. Este crecimiento urbano amerita que la planificación para reaccionar a una emergencia se renueve constantemente. Pero lo que ocurre es que seguimos reaccionando al momento de la emergencia. Hemos perdido la oportunidad de hacer una gestión constante del riesgo que implica vivir junto a un volcán activo.

Cuando se observan en una línea de tiempo los episodios de actividad que el Popocatépetl ha tenido durante los últimos veinte años —trece episodios en los que el semáforo ha pasado de Amarillo Fase 2 a Amarillo Fase 3 y de vuelta a Fase 2, como un péndulo oscilando al flujo del magma— resulta pasmosa la cotidianidad con que han ocurrido estos cambios en la región. Todo marcha igual, hasta que cierto día al volcán le da por exhalar una vez más. Entonces aparecen los políticos, los soldados, los policías, los funcionarios, los periodistas...

Y después se van. Barren, o fingen que barren, y se van.

Popocatépetl.
Las calles con polvo de ceniza emitido por el volcán Popocatepetl en el municipio de Santiago Santiago Xalitzintla, en el estado de Puebla. Fotografía de
Luis Barron/Reuters.

La ruta del ciempiés


Tres días después de la explosión del viernes 19, el ciempiés estatal marcha por la segunda ruta de evacuación prevista en caso de catástrofe. En total son diez rutas que tienen una extensión conjunta de 270 kilómetros, pero en los últimos cinco años se han realizado obras de rehabilitación por 88 millones de pesos en solo seis, las de mayor densidad poblacional.

El ciempiés es una multitud de funcionarios, brigadistas, militares, policías, enfermeros, diputados y burócratas que caminan a trompicones por las aulas, canchas y pasillos de una escuela en el municipio de San Andrés Cholula, a 34 kilómetros del Popocatépetl, que ha sido adaptada como refugio temporal.

El refugio lo tiene casi todo. Consultorios, unidades médicas, cocinas, y áreas de juegos, para dar terapia infantil o talleres, y así atender a alrededor de cuatrocientas personas. Y lo más importante es que, según las autoridades, otros 204 sitios podrían adecuarse para refugiar a poco más de 78 mil personas.

Pero, para la tarde siguiente, el mobiliario del albergue ya ha desaparecido. Ni consultorios, ni talleres, ni cocinas, ni terapia, nada. El gobernador Sergio Salomón Céspedes Peregrina justifica después, en una conferencia de prensa, que los refugios no existen, pero que, en caso de ser necesarios, se habilitarían en un plazo de doce horas con los servicios básicos.

De tal modo que el recorrido fue una demostración de cómo funcionaría un albergue hipotético en una contingencia que es real.

Cuando el ciempiés se dirige hacia la plaza de Santiago Xalitzintla, el último enclave de la segunda ruta de evacuación, la población ya los espera con un manojo de reclamos conocidos. Porque cada vez que una fumarola asoma por el pico del Popocatépetl, lo hacen también las quejas por el estado de la carretera, por sus baches, su falta de señalética y los más de treinta topes distribuidos a lo largo del camino.

Pero Céspedes zanja los reclamos con una frase:

—No podemos intervenir ahorita algo de fondo porque nos llevaríamos meses. Sin embargo, las carreteras están en las condiciones óptimas para poder realizar este desalojo —dice, y la multitud no responde nada más.

No lo cree así Humberto Chalchi, que me explica a gritos y en medio de una cumbia, por qué cree que sería imposible evacuar a los 14 mil seres humanos que habitan en las comunidades circundantes a esta ruta. Y lo sostiene con la autoridad de sus veinte años al volante de un autobús, sus sesenta y pico como habitante de Santiago Xalitzintla y su experiencia durante la evacuación de finales del año 2000.

—Imagínate que el volcán empieza a hacer feo y nos vamos por la carretera. Obviamente nos encontraremos de frente con los otros carros que vengan a rescatarnos. El problema es que casi nadie tiene vehículos nuevos y dudo que tengan chisgueteros para limpiar el parabrisas. Con la ceniza nos vamos a tener que parar a limpiar y eso va a generar tráfico y nadie va a avanzar.

Este martes 23 de mayo el hermano de Humberto, Mario Chalchi, ofrece un festín que ni siquiera el volcán, con su ferocidad a medias, ha conseguido suspender. Mario es uno de los veinticuatro mayordomos del pueblo, un sistema de organización religiosa que atiende las festividades de los santos patronos. Esta tarde se celebra a Santiago Aparicio, el santo que apareció en un cerro del que brotó un manantial. Y aunque hace años el agua dejó de correr, el mito sigue fluyendo. Del mismo modo que la creencia en los tiemperos, los hombres que son capaces de hablar con los volcanes en sueños.

En la fiesta se reparte cerveza y tequila entre doscientos invitados, se sirven platos de mole y bajo una carpa se baila cumbia al ritmo de un grupo que toca desde un modesto escenario.

—En la carretera de Xalitzintla se haría un cuello de botella. Lo que se necesita es un bulevar, una ampliación. ¡Ya mero que el volcán nos va a esperar! Si no, nomás acuérdate de lo que pasó en la otra evacuación —desgañita Chalchi en mi oído.

Como no lo recuerdo, Humberto me lo cuenta: aquella noche de finales de diciembre del 2000, los directivos de la Secretaría de Transporte estatal le ordenaron que manejara hasta la comunidad de San Pedro Benito Juárez, en el municipio de Atlixco y en la séptima ruta de evacuación. Pero avanzar de la cabecera a la comunidad le tomó tres horas, el doble de lo que le habría llevado en un día común.

El problema es que el ritmo de las emergencias volcánicas puede no fluir al ritmo de las horas sino al de los minutos, según las condiciones que se presenten.

A finales del 2000 y principios del 2001, se registró una fumarola de diez kilómetros de altura que habría sido fatal para las comunidades, si el curso de los acontecimientos hubiera sido distinto.

—Era de las más grandes que hemos tenido hasta ahora. Pero lo que pasó es que esa nube ardiente fundió parte del glaciar y se convirtió en lahar, la mezcla de ceniza y fragmentos que es un lodo, aunque se comporta como un cemento. La nube ardiente, o el flujo piroclástico, son gases con fragmentos muy rápidos. Recuerdo haber comentado en el 2000 que eso tardaría menos de cinco minutos en llegar a las primeras poblaciones, y fue una de las razones por las que vimos la peligrosidad de esta explosión —recuerda Ana Lillian Martin Del Pozzo, integrante del comité científico asesor del Cenapred.

El 15 de diciembre de aquel año se trazó un radio de seguridad de trece kilómetros y se evacuó a 41 mil personas, incluso de poblaciones más alejadas de este perímetro de riesgo. Y en una de esas lentas vías de escape iba, precisamente, Humberto.

Ahora está seguro de que ese embotellamiento pasaría aquí también, y está pensando en mudarse a Huejotzingo, que está al doble de kilómetros de distancia del Popocatépetl que su pueblo natal. Su pronóstico contrasta con toda esta celebración en donde, ahora mismo, las personas forman una fila y se menean al ritmo de una tonada tropical. Nada sugiere la agitación que ha tenido aquel vecino caprichoso durante los últimos días, hasta que Daniel, un chico de veintipocos que reparte chorritos de tequila en vasos de plástico, me pregunta qué opino del tremor del volcán.

–¿Estuviste aquí ayer en la noche? ¿Cómo se sintió el rugido? Es que nosotros ya nos acostumbramos y no sé si para ustedes es muy fuerte o no. ¿Cómo lo escuchaste?

Las diez rutas de evacuación en Puebla están pensadas para desalojar a 129,916 personas que se encuentran en zonas de peligro mayor y moderado. Pero, como ocurre con la carretera de Santiago Xalitzintla, “pocas son las mejoras y [el] mantenimiento que se les han realizado; se les han agregado más topes y construcciones habitacionales que afectan su operación”, según un diagnóstico presentado días atrás por el Colegio de Ingenieros Civiles del estado.

—Hay un problema con las esquinas de algunas de estas rutas, pues un camión tendría que dar entre tres y cuatro vueltas para poder pasar. Es una circunstancia completamente inoperable —abunda el ingeniero Jesús Ramiro Díaz, coordinador del Comité de Vías Terrestres del mismo colegio—. También hay que considerar que, aunque hay más vehículos, también hay más personas y no se ha realizado un análisis del crecimiento de estas poblaciones.

Días antes, la Secretaría de Movilidad y Transporte local calculó que, en un plazo relativamente inmediato, el gobierno estatal, el ejército y la Guardia Nacional podían trasladar a 12,200 personas. Esto es menos de una cuarta parte de la población asentada en las zonas de mayor peligro. Para desalojarlos a todos, el gobierno depende, en su mayoría, de la buena voluntad de los automovilistas privados.

La Coordinación General de Protección Civil dijo que esta tarea de evacuación podría tomar 48 horas, pero después, sin aclarar qué había cambiado, aseguró que solo sería la mitad: un día entero movilizando gente, a trompicones, en carreteras estrechas, a vuelta de rueda…

Una operación de rescate a la velocidad del ciempiés.

El final de la emergencia


El 25 de mayo la Secretaría de la Marina consigue, al fin, echar a andar un dron, transportado en dos tráileres, que permite observar el posible domo que se ha formado en el Popocatépetl durante estos días. El domo es un tapón de lava en el cráter que acumula la presión hasta que los gases lo trituran y lo lanzan en forma de proyectiles o ceniza.

Pero la noticia después del sobrevuelo es que no hay domo alguno y aunque la ceniza seguirá propagándose durante algunos meses, según los pronósticos del Cenapred, el riesgo parece haber llegado a su fin.

Aquel polvo que nos mancha la cara es resultado de un proceso que se repetirá sin una temporalidad aparente, pero hasta el fin de la humanidad.

—La ceniza es cambiante y su función en la tierra depende de qué tan pegados tenga los gases que la conforman. Se puede decir que a la larga es benéfico, porque puede tener potasio, calcio y minerales que son ricos para el suelo agrícola —explica Ana Lillian Martin Del Pozzo, en una conferencia de prensa desde la BUAP.

Entre los seres humanos, la ceniza no resulta inocua. Las consultas por conjuntivitis y enfermedades respiratorias a lo largo de los primeros siete días de actividad volcánica de este año aumentaron 85% y 135% con respecto a la misma semana del 2022, según datos de las autoridades estatales. Y en las 84 unidades médicas instaladas en la región del Izta-Popo se detectaron en un solo día, el 22 de mayo, 42 casos de rinitis alérgica, 133 laringitis, dieciséis conjuntivitis y una dermatitis por contacto.

Cuesta pensar que, en todo este tiempo, no se haya realizado un estudio médico que dé seguimiento a las afectaciones que produce la ceniza entre las comunidades más cercanas. Aunque el secretario de Salud en el estado, José Antonio Martínez, asegura que a raíz de lo acontecido en estos días se iniciará un estudio “único” en el país con estas características.

—Se llama volcanoconiosis, y para que se dé esta patología, la población debe haber estado expuesta por lo menos de diez a quince años. Vamos a tener un diagnóstico situacional para saber si el volcán ya produjo esta afectación en los pulmones, sobre todo porque hay quienes llevan hasta treinta años viviendo cerca —explica.

El funcionario equipara la volcanoconiosis con la neumoconiosis, una enfermedad muy común entre los mineros de carbón que provoca dificultad para respirar, flemas color negro y riesgo de cáncer de pulmón entre aquellos que estén expuestos también a gases de escape de motores de diésel.

La cuestión es que, aunque estas localidades están más cerca del Popocatépetl, eso no necesariamente significa que estén más expuestas a la ceniza. El aire puede trasladarla a ciudades que están a cuarenta kilómetros de distancia y la trayectoria puede cambiar según las estaciones del año, de acuerdo con Martin del Pozzo.

Con suerte, quizá sabremos los resultados del estudio clínico en la próxima emergencia por el volcán.

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