La primera versión de Hocus Pocus (1993), pese a que fue producida por Disney, cautivó a la audiencia, en parte, porque tenía momentos aterradores. Hocus Pocus 2, en cambio, redime a las brujas Sanderson de cualquier atisbo de maldad. ¿Bastará la nostalgia de quienes crecieron en los noventa para que el público acoja esta segunda versión?
Entre la familia hippie y buena onda que preparaba margaritas y hacía shampoo en Practical Magic; Sabrina, con sus dramas y problemas típicos de adolescente; la despiadada y monstruosa líder en Las brujas; las poderosísimas pero bienintencionadas mujeres de Charmed; y las excéntricas y musicales hermanas Sanderson de Hocus Pocus, la cultura pop de los noventa nos enseñó que no hay una manera única de ser bruja. Mi mejor amiga y yo, niñas noventeras, crecimos obsesionadas con todas ellas y muchas más. Lejos de inspirarnos miedo, las posibilidades infinitas y el desafío a los límites que presentaban aquellas historias nos causaban fascinación y, más que nada, nos entretenían muchísimo. En retrospectiva, puedo asegurar que crecer admirando los lazos inquebrantables entre estos grupos de mujeres ficticias fue clave para que consolidáramos nuestra propia relación de complicidad y lealtad. A nuestra manera, hoy seguimos teniendo un aquelarre de dos. Fue por eso que cuando se anunció la secuela de Hocus Pocus con las mismísimas Bette Midler, Sarah Jessica Parker y Kathy Najimy reunidas, nos rendimos ante la nostalgia y nos inundó la emoción.
A pesar de haber sido un rotundo fracaso comercial al momento de su estreno, Hocus Pocus (1993) fue colocándose en el gusto del público a través de los años hasta llegar a convertirse en una película de culto —posiblemente la única que ha salido de los estudios de Disney—. Esta primera entrega narra el amenazante regreso de las hermanas Sanderson, tres brujas de Salem que, según la leyenda —que solo existe en el universo de la película—, fueron ahorcadas tras haber succionado las almas de varios niños y haber convertido a uno de ellos en un gato negro. Tres siglos después, son invocadas accidentalmente por un adolescente escéptico, y al volver deciden despojar a todos los niños del pueblo de sus almas para así mantenerse jóvenes, bellas y vivas. La primera versión mezcla el tono de los productos adolescentes de la época —tenemos a los personajes estereotipados de toda escuela gringa ficticia, sus intereses románticos, sus decisiones torpes y precipitadas— con las convenciones más comerciales de Halloween—calabazas naranjas, disfraces, gatos negros, un zombi, la luna llena— y unos cuantos toques de comedia musical. Al final, cuando las brujas son derrotadas gracias al esfuerzo del adolescente que las invocó, su novia, su hermana pequeña y el gato, lo que permanece es una moraleja acerca del amor filial por sobre todas las cosas. Por más poderosas, experimentadas y malvadas que hayan sido las hermanas Sanderson, el bien logra triunfar y restablecer el orden.
En esta segunda entrega de Hocus Pocus, estrenada el 30 de septiembre, han pasado veintinueve años y regresamos a Salem, donde el mito de las hermanas Sanderson es corregido y aumentado. La leyenda ya no se constituye solamente de la historia de su ahorcamiento, sino también de la del joven noventero que las trajo de vuelta y las derrotó. Predeciblemente, en esta ocasión las brujas son invocadas accidentalmente una vez más —ahora por dos amigas adolescentes que fantasean con ser brujas y hacen rituales que consideran inocentes—. Regresan para encontrarse con un entorno más moderno y confuso que les provoca una reacción bastante parecida a la que tuvieron tres décadas atrás. Por si el choque pudiera pasar desapercibido, aluden en más de una ocasión a cómo era su entorno la vez pasada y se sorprenden por los más recientes avances tecnológicos como una Roomba y una Alexa.
La dosis esperada de fan service está presente en elementos como la forma sincronizada de caminar de las hermanas, su hábito de estallar en canto de repente —colocado con mucha menos gracia en esta ocasión—, la confusión que provoca en los niños el uso del término “virgen” cuando se narra la leyenda, el hecho de que en esta nueva época haya gente disfrazada de ellas en Halloween y, sobre todo, la habilidad que tiene el trío de actrices para recrear los gestos icónicos de sus personajes —y, en especial, la voz tan peculiar con la que Bette Midler caracteriza a Winifred Sanderson—. Se reproducen algunos fragmentos de la primera entrega a modo de recuerdos y, en una escena desenmarcada de manera completamente injustificada de las convenciones diegéticas, una pareja está viendo la película en una televisión.
En un nivel inmediato, Hocus Pocus 2 (Anne Fletcher, 2022) tira efectivamente de los hilos de la nostalgia. Sin embargo, en la búsqueda por satisfacer tanto las expectativas del público original como las nuevas exigencias de la industria y el mercado, el carácter del relato termina por diluirse hasta instalarse en una zona ambigua y, peor aún, aburrida. El que las hermanas Sanderson se colocaran en la memoria de más de una generación no se debió, precisamente, a que fueran un ejemplo para las infancias y juventudes. Siempre estuvo claro que se trataba de mujeres que trabajaban en función de intereses egoístas, dispuestas a arrasar con cualquiera que se impusiera entre ellas y sus objetivos. Con todo y sus atuendos coloridos, sus canciones y sus tropiezos, se trataba de villanas dispuestas a acabar con las vidas de niños inocentes sin titubear.
El gran problema con esta nueva entrega es que, con el fin de complejizar —o dar la ilusión de ello— los orígenes de la maldad, se sobreponen discursos distintos que parecen intentar editar aquello que se nos había sido narrado en la primera Hocus Pocus. La nueva cinta arranca con el primer acercamiento de las hermanas Sanderson a la brujería para explicarnos —sin que en la entrega anterior existiera indicio alguno de ello— que todo inició cuando un sacerdote intentó obligar a Winifred, la hermana mayor, a casarse con un joven para doblegarla. Entendemos, así, que estas brujas en realidad eran jóvenes rebelándose frente al patriarcado, que estaban, como narra un personaje del presente, adelantadas a su tiempo.
A partir de esto, se reversionan las personalidades de las tres brujas para eliminar cualquier conducta imperdonable —en Hocus Pocus 2, a pesar de los intentos de las hermanas, ningún niño recibe un solo rasguño y no se menciona jamás que el libro de sus hechizos está forrado con piel humana—. Los rasgos que caracterizaban a las Sanderson se diluyen hasta dejarnos con simples gags, lo que vemos es poco más que un cascarón que evoca recuerdos anecdóticos. Este giro se adhiere a la tendencia reciente de Disney por redimir a las villanas de sus historias, como sucedió con Maléfica y Cruella. Se trata de una apuesta valiosa que se queda a la mitad del camino, en un acercamiento superficial a todo un universo que podría resultar fascinante de explorar. En lugar de verdaderamente complejizar a sus villanas, Disney termina por envolverlas en una serie de excusas débiles, predecibles e intercambiables.
Con sus orígenes en el imaginario calvinista estadounidense y su evolución en la literatura, el cine y la televisión, las brujas son siempre una reversión que mezcla aquella figura construida desde las posiciones de poder con los miedos, inquietudes, subversiones y, por supuesto, tendencias de cada época. Lo aterrador de la figura original de la mujer malvada que come niños —su condición de antimadre en oposición a la misión natural femenina de dar vida y nutrir— ni siquiera se asoma en muchas de las historias de brujas que consumimos. Las brujas de hoy —como todo lo relacionado con la versión más popular de Halloween, la del trick or treat y los disfraces de personajes de películas— son producto de una mezcla en la que el espectáculo y el consumo juegan un papel predominante, relegando los relatos y las sensaciones más perturbadoras del enorme género del terror.
La Hocus Pocus que nos cautivó en los noventa no pretende separarse de esta tendencia ni proponer un acercamiento históricamente preciso a las brujas de Salem. El mito original funciona simplemente como un punto de partida: su atractivo yace en el trío de brujas fársicas que se desbordan y juegan con los límites sin traspasarlos, en su uso de la música pop, en su estética escandalosa y en su intertexualidad irreverente. Fue un producto de entretenimiento en el que, francamente, la moraleja ocupaba un lugar secundario. En cambio, la secuela intenta redimir no solo a sus villanas sino también a todos los mecanismos utilizados anteriormente: lo que se nos narra no es una nueva aventura, sino una especie de prólogo y epílogo aclaratorios que no alcanzan a dialogar eficazmente con el relato al cual se pretenden adherir.
Más allá de las risas breves que causan los chistes retomados de la primera entrega, la única razón por la que realmente vale la pena ver Hocus Pocus 2 es la última escena de Bette Midler en su papel como Winifred Sanderson. Si en la versión de los noventa la moraleja fue la importancia del amor y la lealtad entre hermanos, en esta, muy acorde a nuestros tiempos, la lección se traslada al lazo irrompible que existe entre amigas. “Una bruja no es nadie sin su aquelarre”, señala una bruja más experimentada frente a unas Sanderson adolescentes al inicio de la película. En un giro abrupto y sorpresivo, el único rasgo de evolución de un personaje que presenciamos en toda la cinta —desafortunadamente hacia los últimos minutos— ocurre cuando Winifred, aquella bruja líder egoísta que conocimos en los noventa, descubre que no hay poder que valga más que estar junto a sus hermanas. A pesar de incluir varios lugares comunes, la interpretación del monólogo final es el único asomo real que tenemos a la complejidad que, en teoría, Hocus Pocus 2 pretende mostrarnos. Bette Midler parece haberlo entendido todo mejor que las cabezas creativas detrás de la película.
Desde hace algunos años estamos atravesando una serie de cambios y replanteamientos de las convenciones utilizadas para construir personajes y narrar sus historias, en particular, las de las mujeres y las disidencias. Mientras las discusiones al respecto se vuelven cada vez más comunes, tanto la industria como los espectadores estamos aprendiendo poco a poco a relacionarnos con las nuevas reglas. Si bien han existido algunas apuestas sustanciales al respecto dentro de la cultura pop, la gran mayoría de los intentos destinados a los grandes públicos se quedan en un nivel superficial. Esto se debe, en parte, a que estas propuestas, insertas en un sistema de producción completamente capitalista, son generadas para responder a las exigencias del mercado actual, bajo un ritmo hiperacelerado y de una manera satisfactoria que deje el menor margen de error posible.
En los relatos destinados para el consumo de públicos amplios se suelen tomar caminos seguros que responden a valores actuales incuestionables. Pero no es suficiente con colocar a las protagonistas en el centro de los carteles, con describirlas a partir de sus fortalezas, ni con intentar exponer los motivos detrás de las mujeres tradicionalmente retratadas como hostiles, malvadas o amargadas. Hacerlo así abre paso a nuevos estereotipos: los personajes aceptables —y aceptados— son mujeres fuertes que terminan pareciéndose muchísimo entre ellas. Se reduce radicalmente el espacio para el error, la maldad y la violencia, como si detenerse en la falibilidad de los personajes, acercarnos a ellos y retratarlos con atención, implicara necesariamente avalar o respaldar aquello que tanto tememos. Esa es la sensación que deja esta nueva versión de Hocus Pocus.
En este sentido, vale la pena cuestionar los estándares bajo los cuales se están construyendo las brujas de nuestros tiempos, figuras reclamadas en pos de los derechos de las mujeres. La nueva presentación de las hermanas Sanderson en Hocus Pocus 2, dirigida hacia esa finalidad, no hizo más que diluir todo aquello que en su momento las consolidó como personajes entrañables para convertirlas en un eco débil. No olvidemos que el poder de una bruja ficcional yace en su capacidad de sacudir el statu quo, de irritar, de constituir un peligro potencial —aunque las brujas buena onda decidan no hacer daño—. Si las despojamos de este núcleo, de su fuerza natural, si las diluimos de esta manera, ¿realmente sigue teniendo sentido contar sus historias? Con estos intentos de redención, todas aquellas posibilidades que se abrían mágicamente, que convertían a las brujas en los personajes magnéticos que tanta fascinación causaban, quedan completamente clausuradas.