En el imaginario colectivo nacional, cuando se habla de cine mexicano y de la llamada “época de oro”, varios nombres saltan a la memoria. Miembros de una destacada generación que aprovechó el contexto de la Segunda Guerra Mundial y el crecimiento de la industria nacional cinematográfica para realizar obras de una enorme calidad, oficio y, también, popularidad. Emilio “Indio” Fernández, Fernando de Fuentes, Ismael Rodríguez o Roberto Gavaldón, entre muchos otros, conforman este selecto grupo. Julio Bracho, entre ellos, destaca por su versatilidad y una búsqueda incansable como realizador.Este director será objeto de una más que merecida retrospectiva durante la 14ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), a realizarse del 21 al 30 de octubre. Una oportunidad imperdible para conocer y revisitar el extraordinario trabajo de Bracho a través de siete películas: ¡Ay, qué tiempos, señor don Simón!, Historia de un gran amor, Distinto amanecer, La corte del Faraón, Crepúsculo, Rosenda y La sombra del caudillo.Tras una breve pero también exitosa carrera como dramaturgo y director de teatro, Bracho fue el responsable de lograr una efectiva y entretenida comedia, ¡Ay, qué tiempos, señor don Simón! (1941) —su ópera prima— con Joaquín Pardavé, Arturo de Córdova y Mapy Cortés, que se asomaba con mirada satírica a las costumbres de la sociedad mexicana de inicios del siglo XX, y que fuera en su momento un total éxito de taquilla.Gracias a este resultado se le abrieron muchas puertas para seguir dirigiendo. Para su segunda cinta, Historia de un gran amor (1942) con Jorge Negrete y Gloria Marín, Bracho decide adaptar una novela de Pedro Antonio de Alarcón, que ponía en la mesa una serie de debates ideológicos alrededor de una trágica historia de amor, injusticias y venganzas.[caption id="attachment_7521" align="aligncenter" width="960"]
Julio Bracho y el cinefotógrafo Alex Phillips durante la filmación de Crepúsculo de 1944.Luis Márquez Romay/ Colección y Archivo Audiovisual de Fundación Televisa / Fondo División Fílmica[/caption]Pero sería con Distinto Amanecer (1943) con la que su nombre alcanzaría reconocimiento de autor. Con una historia ambientada en su actualidad y con un estilo depurado que se supo aprovechar de otro talento de la época: el cinefotógrafo Gabriel Figueroa. Era el retrato de la vida urbana mexicana con el trasfondo social de un líder sindical amenazado y perseguido por un corrupto gobernador; sin duda, una de las más significativas del cine nacional.Con Figueroa como uno de sus colaboradores de cabecera, Bracho continuaría realizando películas que definirían a una época. Crepúsculo (1945) y Rosenda (1948) confirmarían a Bracho como uno de los más grandes directores del cine nacional, dueño de un estilo propio, que exploró con intensidad cuestiones sociales y emocionales en cintas de época, thrillers urbanos o romances rurales. Creó una veta autoral como pocos.Basada en un texto de José Rubén Romero, Rosenda es considerada por muchos especialistas e historiadores como el pináculo artístico de su carrera. Era una muestra del oficio y madurez alcanzados por Bracho, ya que a pesar de tratarse, quizá, de un sencillo romance con toques de retrato costumbrista, el filme es también una exploración formal de un director que quería seguir buscando cosas novedosas en su manera de contar historias. Aquí, encontramos la esencia del melodrama rural con una puesta en imágenes en momentos poética.En 1960 realizaría La sombra del caudillo, adaptación de la novela homónima de Martín Luis Guzmán, un proyecto ambicioso y largamente perseguido, que en el contexto político y social de nuestro país encontraría una censura de 30 años, por tratarse de una historia que critica fuerte y mordazmente el caudillismo posrevolucionario, donde una cúpula militar concentraría el poder político en México durante las siguientes décadas. La sombra del caudillo se estrenó finalmente en 1990, 12 años después de la muerte de su director.La oportunidad de volver a este puñado de filmes, junto con La corte del Faraón, en el FICM, es una manera de rendir tributo a un pasado cinematográfico ejemplar.